CRISTOLOGÍA EN FEMENINO


Mª Teresa Porcile
Montevideo (Uruguay)


Introducción 
Si comenzamos esta reflexión por una mirada a las generalidades 
de la historia de la cristología, observamos una evolución creciente a 
partir de distintos aspectos y cambios culturales que no son 
aportación exclusiva de las mujeres teólogas y/o de la teología 
feminista. A partir de ahí, juzgamos que, para tener un panorama 
más completo y una visión más cabal de la aportación específica de 
las mujeres teólogas y de las distintas teologías feministas a la 
cristología, habría que recorrer los comienzos y los senderos de la 
cristología en Oriente y en Occidente: católico-romana, protestante y 
ortodoxa. 
Es imposible hacer aquí una historia de la cristología; sin 
embargo, es necesario tener en cuenta ese marco de referencia, por 
lo menos al nivel de la conciencia (1), para ser capaces de situar y 
valorar con mayor exactitud, dentro de esa búsqueda y evolución del 
lenguaje teológico que se experimenta en todas las culturas, la 
aportación original y propia de la teología elaborada desde la mujer. 

Durante siglos, la teología ha tenido como mediación privilegiada y 
prácticamente única a la filosofía y, sobre todo en Occidente, la 
filosofía platónica y la aristotélica. Desde el siglo XIX y comienzos del 
XX, han surgido otras mediaciones científicas: la crítica histórica, la 
arqueología, las culturas comparadas, la lingüística, la filología... Hoy 
la conciencia de la «Nueva Evangelización», vista desde la 
inculturación, hace pensar que el gran desafío de integración—en el 
siglo XX y para el siglo XXI—le viene de otras culturas, de la filosofía 
y la antropología orientales y del diálogo interreligioso, en especial el 
judeocristiano. Hay una verdadera búsqueda de lenguaje universal 
de perspectiva macroecuménica. Habrá que integrar nuevas visiones 
psicológicas y antropológicas, nuevos lenguajes simbólicos. El fruto 
serán nuevos modelos eclesiales. 
El «objeto» Cristo, que dentro de un esquema dualista, científico, 
es visto desde definiciones dogmáticas, hoy es enriquecido por el 
sujeto cognoscente. Ya no es exclusivamente el varón europeo de 
clase media, «teólogo científico y académico», quien hace teología. 
Hay una elaboración tradicional y clásica de la cristología en la 
manualística que hoy no satisface. Cierto que existen 
enriquecimientos notorios: se ha incorporado una lectura bíblica multi 
e interdisciplinar; el sentido literal del texto se ha ampliado 
enormemente; por otra parte, la celebración del Misterio ha sabido 
incluir en la liturgia una gran creatividad; el lenguaje del símbolo 
revela aspectos de la belleza del Rostro de Jesús que han estado 
menos presentes... Esto ha sucedido en distintos contextos históricos 
y socioculturales. 
La psicología, la filosofía moderna y la fenomenología también 
han dado su contribución. Han surgido teologías contextuales: la 
teología de la liberación en América Latina, las teologías asiáticas, 
africanas, la teología negra, la teología indígena, que ya renueva a 
la teología de América Latina—25 años después de su 
surgimiento—con desafíos culturales que recibe de la 
Afroamerindia... Pero, dentro de la búsqueda de nuevos lenguajes, la 
aportación de la mujer tiene las características más prometedoras 
para una renovación del lenguaje teológico. Las mujeres constituyen 
la mitad de la humanidad, presente, consciente y activa en todas las 
culturas, razas, edades, clases sociales, religiones, confesiones 
cristianas... Es aportación de «cultura de mujer», con su expresión, 
su historia, su experiencia, que, según los distintos medios y 
circunstancias, apenas lleva un siglo desde que empezó a ser 
recuperada.
En resumen, la búsqueda del lenguaje sobre la fe y sobre el 
Misterio de Jesucristo para el tercer milenio no es exclusiva de las 
mujeres. El desafío al lenguaje de la cristología no le viene sólo del 
universo cultural de la mujer; en cierto modo, se trata de una 
provocación y una interpelación pluriculturales, polifacéticas. Es 
necesario tener en cuenta este contexto general para situar la 
aportación hecha desde la óptica de las mujeres teólogas.

La renovación de la teología
Como punto de partida tomaremos la crisis modernista (2). El 
modernismo ha sido considerado el punto de partida de la llamada 
«teología del magisterio». Como movimiento cultural, es complejo. 
Supone una élite en desacuerdo con la cultura eclesiástica y la 
cultura civil hegemónica. La Iglesia del siglo XIX elige ser 
antimoderna. Habrá luego un renacimiento escolástico tomista y de la 
escuela jesuita romana, como reacción al iluminismo francés y 
alemán. Son todos movimientos filosóficos que van indicando una 
transformación social y cultural. La matriz del modernismo es doble: 
tiene relación con la filosofía y con la crítica histórica. Desde la 
filosofía se busca revitalizar el pensamiento teológico recurriendo a la 
filosofía de Kant como reacción frente al abstracto intelectualismo 
escolástico. Desde la crítica histórica se busca introducir en la 
teología a las ciencias histórico-críticas, que expresan una exigencia 
cultural.
El tema subyacente es que en el siglo XIX el problema 
fundamental de la iglesia católica lo constituye el encuentro y 
relación entre fe y razón, fe y filosofía, fe y ciencia. A partir de la 
segunda mitad del siglo XIX, las ciencias históricas en auge van a 
aportar un nuevo aspecto a esta problemática: la relación de la fe 
con la historia, los géneros literarios de la misma y su contenido. 
Mientras tanto, León XIII buscó retomar el lenguaje tomista. En su 
Carta Aeterni Patris rechaza la filosofía de inspiración romántica e 
iluminista. Desde el punto de vista histórico-crítico, A. Loisy plantea 
los mayores problemas. Propone un método diverso, el de la historia, 
como distinto del de la fe. Este tema metodológico todavía tiene que 
ser profundizado. Tyrrell, en un libro de 1907, habla de la revelación 
como de una experiencia profética análoga a la experiencia 
artística... La reacción a toda esta búsqueda va a ser la «teología del 
magisterio», que se presentará como la teología oficial para defender 
la objetividad de la fe y de la revelación, dejando de lado la 
experiencia, por temor al subjetivismo. Los modernistas, buscando 
puentes de comunicación con la cultura moderna, habían insistido en 
la experiencia subjetiva. Es un elemento válido; tal vez en ese 
momento no había «instrumentos objetivos de ver lo subjetivo»: por 
falta de desarrollo de los datos de la psicología, por desconocimiento 
del tema del inconsciente y del inconsciente colectivo, por ausencia 
aún de un estudio científico de las distintas culturas, etc. Si siempre 
es difícil el diálogo, en ese momento faltaron elementos de 
comprensión entre los distintos sectores. Lo cierto es que la 
cristología y la soteriología del siglo XX se construyen sobre las del 
siglo XIX. En la cristología católica habrá que tener en cuenta 
nombres como el de Franzelin (1870, 1903), con su Tratado del 
Verbo Encarnado, M. Scheeben, etc. En 1925, Cavaller, en su 
Teología Positiva, formula una primera propuesta de la autoridad en 
teología y establece este orden: Magisterio, Escritura, Tradición. En 
1927, Durst justifica ese primado, exigiendo al Magisterio el principio 
permanente, o sea, que la teología como ciencia fuera regulada por 
el Magisterio, convirtiéndose en una exégesis del mismo. En la 
Dogmática Católica de M. Schmaus, vale la pena detenerse en el 
segundo Tomo, sobre la redención, y comparar la primera edición 
(Munich 1939) con la sexta. Ello nos permite comprender algo de la 
evolución de la teología en esos veinticinco años.
Alrededor de los años cincuenta, por efecto del movimiento 
bíblico, se sienten nuevos aires en la teología bíblica. A partir de ahí 
hay toda una renovación de la teología que precede y prepara el 
Concilio Vaticano II. La teología nueva (dominicos de París, etc.), el 
redescubrimiento de la patrística (Sources Chrétiennes...) en 
Francia, la teología kerigmática de Romano Guardini y la 
antropología teológica de Karl Rahner en Alemania, etc., constituyen 
el punto de partida para una renovación teológica. Ante todo, hay 
que situar la renovación de la cristología dentro de la renovación 
teológica en general. En esta renovación existen tres niveles. 
Primero se toma conciencia de la pobreza teológica del discurso 
llamado «manualístico», gracias a los movimientos bíblico, patrístico 
y litúrgico, que pusieron al investigador y a todo el pueblo de Dios 
(cf. Dei Verbum, 6) en contacto con las Fuentes. La manualística 
tenía límites que fueron revisados a la luz de la soteriología (3).
Un segundo aspecto que contribuye a la renovación de la 
cristología fue la celebración del XV centenario del concilio de 
Calcedonia (451-951). La fecha abre una reflexión y revisión de la 
validez intercultural de las formulaciones que eran comprensibles en 
un contexto helenístico, pero que hoy resultan difíciles de 
comprender. Los tres volúmenes de la obra El Concilio de 
Calcedonia. Historia y presente, bajo la dirección de A. Grillmeier y H. 
Bach, son obligada referencia. Habría que citar muchos nombres que 
contribuyeron a la toma de conciencia de una necesaria renovación 
de la cristología, pero hay uno que consideramos fundamental: el de 
Karl Rahner, que intenta una comprensión y un discurso de la 
cristología a partir de la antropología. Rahner entiende la esencia del 
hombre como trascendencia abierta al ser absoluto de Dios. Para él, 
la cristología es antropología; es meta y comienzo de la antropología, 
y ésta es, en su realización más radical, cristología (4). En tercer 
lugar, contribuye a la renovación un interrogante crítico y radical: la 
legitimidad del discurso teológico sobre Jesucristo como hombre de 
Nazaret. Esta pregunta se hace desde el punto de vista de la 
antropología trascendental. La matriz cultural está dada por Lessing, 
que no acepta el valor universal de la historia de Jesús, que es para 
él singular y contingente. Por otro lado, Kierkegaard subraya el 
hecho paradójico de que la historia singular de Jesús tenga un valor 
normativo. Como trasfondo cultural, existe el paso de una visión 
cosmológica a una visión antropológica. Del Nuevo Testamento 
emerge con gran claridad la humanidad de Jesús, pero también su 
trascendencia. Esta relación cristología-antropología es de las más 
prometedoras de renovación. Aquí hay que situar los nuevos 
enfoques que cristalizan en los Documentos del Vaticano II. La 
Lumen Gentium contiene una rica aportación cristológica y 
soteriológica; la Gaudium et Spes, por su parte, habla de un Cristo 
Hombre Nuevo, Cristo Alfa y Omega, etc. (nn. 22, 32,38,39 y 45). Es 
dentro de este universo de nueva cultura teológica, de nuevos 
lenguajes, donde se debe situar la búsqueda particular de la teología 
feminista, con sus distintas fases.
Tradicionalmente, en la cristología el tema de la Encarnación se 
ha tratado desde una perspectiva de antropología trascendental, 
viendo a Jesucristo como «hombre-homo- anthropos», ser humano, 
sin referencia alguna a la cuestión de genero (5). Esta temática y 
este nuevo desafío serán los que destaquen con fuerza desde la 
cristología hecha por las mujeres. Habrá que integrar búsquedas y 
lenguajes: ¿cuándo, cómo y quién podrá hacerlo?.

Cristología-feminista
Es a partir de esta visión panorámica de la historia y de la 
búsqueda teológica donde hay que situar la contribución que hacen 
las mujeres teólogas y la teología feminista en general. Poco a poco 
se va dando una reflexión de la historia de la cristología en términos 
de género, con toda una reconstrucción de los temas clásicos de la 
teología y, en este caso, de la cristología. A este respecto, abundan 
cada vez más los encuentros, congresos y diálogos entre teólogas 
del Tercer Mundo (Asia, Africa y América Latina). Concretamente, en 
diciembre de 1994, Costa Rica fue escenario de una reunión muy 
reducida de mujeres teólogas del Primer y Tercer mundos: cinco por 
Continente... Todo ello significa un largo trabajo de reconstrucción 
que lleva implícito (y muchas veces explícito) un trabajo previo de 
deconstrucción. Se buscan equivalencias y alternativas, en cada 
lenguaje y cultura a los elementos de la cultura helenística. Lo 
«amenazante» para el discurso teológico tradicional consiste en que 
lo que se deconstruye es nada menos que el lenguaje de las 
formulaciones dogmáticas de los primeros siglos. Sin embargo, los 
teólogos varones habían expresado la dificultad del lenguaje, como 
ya vimos (6) En el caso de la hermenéutica feminista, la sospecha es 
doble: se trata de una cultura helenística (por ser una cultura 
particular, abstracta, propia de un tiempo) que es vehiculada por una 
cultura patriarcal. Doble sospecha y doble deconstrucción... Se 
descubre que es fundamental estudiar ese período de la Iglesia 
primitiva donde hay un «discipulado de iguales»—expresión de otra 
importante contribución de la teología feminista en el trabajo de 
Elizabeth Schussler Fiorenza—, estudiar el modelo de esas 
comunidades antes de que tomen la forma de la ekklesía conformada 
según el «demos» (pueblo) griego, donde las mujeres no tenían voz 
ni voto... (7). Otras teólogas feministas, como Mary Daly, al hablar de 
Jesucristo llegan a decir que se debe trascender la cristo-latría (8). 
Existe una gran convergencia en la necesidad de revisar la historia, 
de volver a recuperar la experiencia de los primeros años y siglos de 
cristianismo, los que preceden al Concilio de Calcedonia, con la 
convicción de que ahí existen elementos que se deben recuperar 
para la reconstrucción de toda la teología (9). Se descubre que la 
cristología clásica reúne dos ideas: por un lado, la idea mesiánica de 
un Rey y una nueva era de redención; por otro, la idea de la 
Sabiduría, con su función de unidad de lo humano y lo divino. Hoy se 
está redescubriendo la importancia de la sabiduría en el Antiguo 
Testamento como elemento femenino para hablar de Dios.
La figura de la Sabiduría en Proverbios 8 y en el Libro de la 
Sabiduría de Salomón es, teológicamente, la misma que el Nuevo 
Testamento describirá como el «Logos» o el «Hijo de Dios». Es 
desde esa evolución que va de la Hojmá hebrea y la Sophía griega al 
Logos (también griego) desde donde hay que tomar el hilo de la 
reconstrucción. Este trabajo es previo a toda posibilidad de 
redimensionar el desarrollo cristológico dogmático, que va a crear 
una conexión ontológica entre el Logos y la masculinidad del Jesús 
histórico (10).
Otro problema que la cristología feminista desarrolla es el de la 
idea del Mesías del Antiguo Testamento. La idea mesiánica y hasta 
la palabra «Mesías», que significa «el Ungido de Dios», son 
masculinos. Establece una línea a la descendencia del reinado de 
David (el Rey, Hijo de Dios) o en referencia representativa del 
modelo del pueblo de Israel ante Dios (el Hijo del Hombre); y todo 
ello, incluida la promesa del niño (Is 9, etc.), en masculino. Otra gran 
tarea de la teología feminista ha consistido en ir de nuevo a las 
fuentes de los Evangelios, tratando de reencontrar lo que Joachim 
Jeremias llamó las «Ipsissima Verba», las palabras mismas de Jesús. 
No sólo sus palabras, sino su conducta. El problema es cómo llegar 
al Jesús original sin la construcción dogmática posterior, vista ya 
desde una cosmovisión griega. Los trabajos del exegeta alemán 
Conzelmann y otros sobre la figura de Jesús en Lucas han hecho 
inclinar los estudios hacia Mateo y Marcos. Según Conzelmann, 
Lucas ya está aludiendo a un Cristo que «escape» de su contexto 
social. La Ascensión de Jesús marca el fin de una era y el comienzo 
de otra, y es un aspecto que sólo Lucas transmite. Las mujeres que 
hacen cristología tratan de releer con nuevos ojos el Evangelio 
mismo y redescubrir, incluso desde su experiencia concreta de 
mujeres concretas, otra perspectiva. Buscan redescubrir el 
verdadero rostro de Jesús de Nazaret. Para buena parte de la 
teología feminista, la cristología dogmática ha sido una 
patriarcalización de la cristología que rigió durante los cinco siglos de 
transformación del cristianismo, el cual, de ser considerado como 
una secta marginal dentro de los movimientos de renovación 
mesiánica del primer siglo del judaísmo, pasó a ser la nueva religión 
del Imperio. En esta reconstrucción se descubre que, junto a la 
teología de las fórmulas oficiales de los grandes concilios, existieron 
corrientes cristológicas que hoy se llamarían «alternativas». Se 
señalan dos. La primera estaría en la línea de las cristologías 
andróginas, más cercanas a la tradición mística y a los evangelios 
gnósticos (los Evangelios a los Egipcios o el Evangelio de Tomás...). 
Esta tradición se encuentra también, en cierto modo, entre los 
místicos del Medioevo (Juliana de Norwich y los místicos 
cistercienses), que hablan de Jesús como Madre. Una segunda 
corriente, dentro de estas cristologías alternativas, se encuentra en 
las cristologías que tienen en cuenta las corrientes proféticas (cuyo 
texto base es Hch 2,18) y que se desarrollan entre algunas sectas 
juzgadas heréticas, por ejemplo el montanismo. Este movimiento, en 
la Edad Media, lo descubriremos entre los seguidores de Joaquin de 
Fiore, que habla de que la Segunda Era—la Era del Hijo, 
representada por la Iglesia clerical—sería sucedida por una Tercera 
Era, la del Espíritu. Algunos de sus seguidores vieron en esta 
Tercera Era la posibilidad de un movimiento reivindicativo de la 
mujer. También entre los seguidores de Joaquin de Fiore 
encontramos dos líneas: una, más oscura, tiene que ver con 
movimientos sectarios que buscan redescubrir nuevas visiones del 
misterio de Dios yendo contra el cristianismo establecido (ahí se 
puede situar a Mary Baker Eddy o a algunas feministas reformistas, 
como Frances Willard, que siente un entusiasmo casi mesiánico por 
el movimiento emancipatorio de la mujer, que ella vincula a la 
profecía de Joel).
La segunda línea de los seguidores de Joaquin de Fiore se 
encuentra en el Iluminismo, que cree en la fuerza de una Nueva Edad 
de la luz, viendo la historia del cristianismo como una especie de 
época oscura de la humanidad. Algunos movimientos como el 
liberalismo, el socialismo o el fascismo se sienten parte de esa Nueva 
Era que sustituye a la era cristiana. Un feminismo de hoy centrado en 
el culto de la Diosa, con algunas variantes, se aborda desde esta 
perspectiva (11).

La pregunta feminista
En la cristología tradicional no se plantea el hecho de la 
masculinidad de Jesús. La doctrina tradicional de la Encarnación se 
ocupa de la relación entre la divinidad y la humanidad del Verbo. No 
se insiste excesivamente en la masculinidad de Jesús como tal. La 
teología feminista se lo plantea de la siguiente manera: ¿puede un 
salvador masculino salvar a las mujeres? Esta pregunta de la teóloga 
feminista Rosemary Radford Ruether provocó un inusitado y fecundo 
interés de investigación. Las mujeres teólogas se pusieron a estudiar 
con profundidad e hicieron contribuciones que serán de gran 
enriquecimiento para toda la cristología. Hemos mencionado muchos 
nombres de teólogas que han contribuido desde la investigación. 
Otros esfuerzos convergentes se están haciendo desde la teología 
feminista del llamado Tercer Mundo, cuyas representantes, muy 
numerosas, están haciendo valiosas aportaciones a toda la 
cristología (12). Sin embargo, resulta necesario ubicar el contexto en 
que surge esa pregunta sobre el ser «varón» de Jesús de Nazaret. 
En 1976 la Congregación para la Doctrina de la Fe hace una 
Declaración, denominada Inter Insigniores, dando razones para la 
negación del sacerdocio ministerial a las mujeres. Una de las razones 
era la semejanza natural con el Señor Jesucristo, cuya encarnación 
se efectúa en un varón. A raíz de esa Declaración se produjo la 
renuncia de cinco biblistas de la Comisión Bíblica Internacional de la 
Santa Sede y se suscitó en todos los continentes una serie de 
reflexiones, congresos y publicaciones (13).
Si miramos a la evolución de la búsqueda teológica, se ve que 
hoy, en 1995, veinte años más tarde, sigue en pie la postura de 
negar el sacerdocio a la mujer (Carta Ordinatio Sacerdotalis, de Juan 
Pablo II, 22 de mayo de 1994), pero no se da como razón la 
masculinidad de Jesús. Tampoco es mencionada en el Nuevo 
Catecismo. Sin embargo, tuvo su sentido histórico, puesto que 
desencadenó toda una serie de estudios sobre la normatividad 
teológica de la masculinidad y la sexualidad de Jesús. La variedad, 
cantidad y calidad de reacciones en este campo ha demostrado 
ciertamente que para las mujeres no es indiferente el ser o no 
consideradas «salvadas»... En realidad, el tema, que es reciente en 
la cristología, ha permitido descubrir la herencia de una antropología 
dualista cuyas raíces podemos encontrarlas desde Filón de 
Alejandría hasta santo Tomás—por limitarnos a la esfera de los 
escritos teológicos—, pero que podríamos ampliar con la historia, la 
filosofía y todo el quehacer cultural. No es posible olvidar que las 
mujeres, de hecho, no acceden al mundo universitario hasta bien 
entrado el siglo XX, y a la teología académica sólo después del 
Vaticano II, o sea, hace treinta años. Y tampoco se puede olvidar que 
lo que acabamos de decir se refiere al hemisferio Norte y a «mujeres 
blancas de clase media», que son las que tienen posibilidades 
sociales y económicas de estudiar. Los primeros años de 
descubrimientos teológicos son polémicos, y las mujeres deben 
hacer un esfuerzo de madurez humana y eclesial para vencer 
indignaciones y sorpresas al descubrir en la teología elaborada a 
través de dos milenios muchas justificaciones a su estado de 
postergación social y eclesial. El libro de la excelente biblista Carolyn 
Osieck, Beyond Anger, es bien elocuente ya en su titulo («Más allá 
de la indignación»). Hoy ya pueden verse los abundantes frutos de 
una gran evolución en un tiempo tan breve. La pregunta «¿puede un 
salvador masculino salvar a las mujeres?» podríamos generalizarla 
del siguiente modo: ¿Qué es lo normativo en la vida terrestre de 
Jesús: su enseñanza, su Misterio Pascual, sus milagros, su 
encarnación, su ser judío, su ser subordinado al Imperio Romano, su 
ser masculino...? Tal vez no tardaríamos en caer en la cuenta de que 
se trataría de una fragmentación. La expresión «el Verbo se hizo 
hombre» ha sido siempre considerada desde un punto de vista 
universal. Siempre se asumió de modo inclusivo para el varón y para 
la mujer. Esa es la razón de que esta postura reciente del Magisterio, 
que ha insistido en el aspecto sexual de la Encarnación, haya sido un 
elemento polémico en la cristología. Las teólogas han interpretado 
que «...la masculinidad de Cristo pone en peligro la salvación de las 
mujeres... El primitivo aforismo cristiano "lo que no se asume no se 
sana" resume la idea de la solidaridad salvadora de Dios con la 
humanidad...: "et homo factus est"; pero si, de hecho, lo que se 
entiende es "et vir factus est", si la masculinidad es esencial para la 
función crística, entonces las mujeres están separadas del lazo 
salvador, pues la sexualidad humana no fue asumida por el Verbo 
hecho carne. Así, para la pregunta investigadora de Rosemary 
Radford Ruether, "¿puede un salvador masculino salvar a las 
mujeres?", la interpretación de la masculinidad de Cristo como 
esencial sólo puede responder "no", pese a la creencia cristiana en 
la universalidad del intento salvador de Dios» (14). A partir de ahí se 
plantea un esfuerzo de reconstrucción de la cristología y la 
antropología que ha dado abundantes frutos.
A la luz del bautismo y de la eucaristía, que es sacramento y 
vínculo de unidad, queda relativizada la masculinidad de Cristo. Y, 
sin embargo, las mujeres se han preguntado: ¿por qué el acceso a 
«algunos» de los sacramentos y no a todos? Desde el punto de vista 
soteriológico, ¿cuál es el valor sacrificial universal de la muerte de 
Jesús? La Encarnación del Hijo de Dios en forma masculina y la 
lógica de la kénosis De todos modos, desde el punto de vista de la 
figura histórica de Jesús, subyace y persiste la pregunta: ¿Por qué la 
Encarnación tuvo lugar en un varón y no en una mujer? La teología 
feminista se pregunta por qué un Dios Padre y un Hijo. . . Cierto que 
la investigación y la recuperación de la figura del Dios-Sophía y el 
Hijo-Sophía son una contribución riquísima para toda la cristología. 
Pero subsiste la forma histórica masculina de un «salvador» y no una 
«salvadora»... Y, sin embargo, si observamos bien la teología de la 
elección en la Biblia, llama la atención que hasta ahora la teología 
feminista no haya visto la respuesta más sencilla y evidente: la que 
responde a la "lógica de la kénosis». A través de toda la Biblia, la 
preferencia de Dios siempre ha sido por lo más pequeño, lo 
vulnerable y lo débil, unida siempre a una exhortación a ser fieles a 
esa condición. De Israel su pueblo, el pueblo que le es consagrado, 
leemos: «No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se 
ha prendado Yahvé de vosotros y os ha elegido, pues sois el menos 
numeroso de todos los pueblos...» (Dt 7,7; cf. 10,15; 14,2). Entre los 
hijos de Isaac, elige a Jacob sobre Esaú, en esa misma lógica de 
elección: «...el mayor servirá al pequeño» (Gn 25,23); entre los hijos 
de Jesé, también se escoge a David, el más pequeño (1 Sam 16,11); 
Belén es la más pequeña de las ciudades de Judá (Miq 5,1); e 
incluso...«¿de Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,46). Hasta lo 
que quedará de ese pueblo pequeño (Dt 7,7)... es un pequeño 
resto... (Sof 2,3). Es lógico, pues, que la Encarnación haya seguido 
esta «lógica de lo pequeño». Pablo, retomando el himno cristológico 
más antiguo conocido (Flp 2), dice que «se abajó, tomando forma de 
siervo» (con todo lo que ello evoca y contiene de la figura del Siervo 
Sufriente, que no es agradable de ver: cf. Is 53). Y el mismo Pablo 
dirá que en Cristo ya no hay ni griego ni judío, ni esclavo ni libre, ni 
varón ni mujer (Gal 3,28), planteando así las grandes divisiones 
socioculturales de la época. Lo interesante para nuestro punto de 
vista es que la Encarnación se hace desde la posibilidad de anular la 
división, de asumirlo todo. Dicho de otro modo: podía haber sido 
griego y fue judío; podía haber sido libre y fue esclavo (perteneciente 
a un pueblo sometido al dominio político del Imperio Romano); y por 
eso es lógico que podía haber sido mujer, pero eligió ser varón. 
Guarda así la lógica de lo más pequeño, de lo vulnerable, de lo débil 
en todos los ámbitos: el cultural y el religioso, el político y el 
antropológico. Asumir el vértice invertido de un cono es la posibilidad 
de asumirlo todo. No se trata de una encarnación en la cumbre de 
una pirámide..., ni de la tribu de Leví ni de la casta sacerdotal; ni fue 
emperador romano ni filósofo griego... En esa lógica de lo 
subordinado en el orden cultural, social y político, buscó lo pequeño 
en lo antropológico. Por eso asumió la naturaleza humana en su 
forma de «lo más pequeño».
Esta posición no ha sido trabajada en la teología feminista (15). Si 
se tratara de encontrar «razones» para la encarnación y la 
masculinidad de Jesús, ¿acaso no es una buena lógica? Aunque al 
principio la tomemos con una «pizca de sal y sentido del humor», es 
razón antropológica de encarnación masculina. Hay otra razón» para 
una encarnación masculina, una razón sociocultural e histórica, del 
orden del mínimo de credibilidad de fe que podía ser capaz de 
suscitar la Buena Noticia. Si al Hijo de Dios no le creyeron, si ni 
siquiera los Once creyeron en la Resurrección, sino que tomaron las 
palabras de las mujeres por un desatino (Lc 24,1 1), ¿quién habría 
creído, en ese contexto sociocultural, a una mujer que hubiera 
comenzado a predicar, a hacer milagros, a anunciar el Reino, etc., 
etc.? Ni siquiera habría podido hacer nada que hubiera causado la 
persecución... o la crucifixión. Sencillamente, nadie la habría 
escuchado. Es de todo punto imposible, en ese contexto, imaginar 
una encarnación en femenino. Si a eso le agregamos el hecho de la 
conducta tan absolutamente NUEVA de Jesús para con las mujeres, 
llegamos justo a la afirmación contraria: era muy conveniente la 
encarnación masculina para la salvación de las mujeres. Si hubiera 
sido una mujer que hubiera tratado a las mujeres como seres 
humanos e hijas de Dios, ¿dónde habría estado lo culturalmente 
llamativo y profético? La encarnación en forma masculina, unida al 
trato absolutamente único de Jesús para con las mujeres, nos 
permite afirmar, en la lógica paradójica del misterio, que, cuando el 
Verbo se encarna en el pueblo más pequeño, los puede salvar a 
todos; que, cuando lo hace en el estado sociopolítico de 
sometimiento, anuncia la liberación más amplia; que, cuando asume 
la naturaleza humana en su forma más necesitada de ayuda (cf. Gn 
2,18), la Redención es absolutamente universal.
Y la lógica de lo pequeño ¿no hacía madura, por otro lado, la 
plenitud de los tiempos para Belén y Nazaret, y la masculinidad como 
forma kenótica del Verbo de Dios? Es tan válido el planteamiento de 
esta pregunta como lo ha sido durante siglos la afirmación indiscutida 
de lo contrario. Y, sin embargo, lo fundamental sería que el fruto más 
maduro de esta búsqueda fuera capaz de abrir a una teología de 
contemplación y al misterio de la Trascendencia. Todo lo cual nos 
tendría que llevar a una cristología apofática, en perspectiva de 
adoración, sin querer dar razones que no tienen más autoridad que 
la de «una» época, «una» lectura, «una» interpretación... El 
resultado de esta búsqueda tendría que llevar a una verdadera 
«admiración» del misterio de la Encarnación del Verbo, sin 
argumentaciones que enseguida hacen caer en la cuenta de lo 
ridículo que resulta querer «explicar» lo entrañable de un 
Dios-Amor-Infinito que se hace creatura limitada.
Hoy estamos frente a desafíos antropológicos de cultura, de 
género, que plantean temas para los que ni siquiera hay muchos 
elementos en la tradición. Es el desafío de una «Nueva Síntesis». Si 
el segundo milenio ha sido el milenio de la división, el tercer milenio, 
a través de la aportación de la mujer—ser humano con especial 
carisma de comunicación y capaz de comunión—, ¿podrá ser el 
milenio de la construcción de la comunión eclesial?

La cristología del tercer milenio
La cristología del tercer milenio tendrá que integrar gran variedad 
de desafíos de lenguaje, de cultura, de expresión, etc. Vendrán de 
distintas geografías, razas e historias. Tal vez los desafíos que 
aporte la mujer sean de los más radicales; pero ciertamente habrán 
de ser de los más universales, porque mujeres hay en todas las 
culturas, razas, geografías y religiones. El arte y la imagen ya hacen 
la síntesis: existen imágenes de Cristos africanos, latinoamericanos, 
asiáticos..., mientras que la cristología tradicional, coincidente en el 
tiempo con las formulaciones dogmáticas, nos había ofrecido un 
Cristo greco-romano, una figura imperial de Pantocrator, señalan las 
teólogas feministas. La deconstrucción del lenguaje abrirá el camino 
a la teología apofática en Occidente. Habrá que rescatar la 
perspectiva simbólica del lenguaje: una perspectiva dinámica, 
abierta, inclusiva... Será tarea de futuro, y ojalá que, siendo una 
cristología de inclusión del anthropos, del ser humano, y no de la 
exclusividad de lo masculino, sea también una cristología capaz de 
generar la comunión eclesial y un estilo de ser Iglesia donde las 
relaciones sean las del discurso de despedida de Jesús en el 
evangelio de Juan. Jesús aparece como el siervo, y a los discípulos 
les llama «amigos». El contexto es el del anuncio del envío del 
Espíritu. Este hecho tendría que haber generado siempre una 
relación cristología-pneumatología. Su integración es tarea de 
futuro.

Hacia una cristología dinámica, abierta, inclusiva
Quedarse con Jesús de Nazaret en su modelo histórico y en sus 
condicionamientos socioculturales, políticos y sexuales, limitados a su 
tiempo y a su espacio, puede ser una visión perversa y herética, 
señalan las teologías feministas. El reducir a la sexualidad la 
semejanza entre el varón (sacerdote) y Cristo, como ha hecho un 
cierto discurso teológico masculino, es visto por algunas teólogas 
feministas como algo grotesco. (16). Posiblemente, el modo en que 
se dicen muchas veces las cosas en el contexto cultural anglosajón 
puede resultar chocante en un medio latino (17). Pero, de hecho, es 
honesto reconocer que, a pesar de que el lenguaje anglosajón 
suscite a veces reacción en la teología y en la investigación, habría 
que ser libre y capaz de trascender reacciones primarias del 
lenguaje, para buscar lo esencial de una aportación nueva. Hasta 
ahora, estos últimos veinte o treinta años de revisión feminista de la 
cristología tradicional han tenido un efecto más bien iconoclasta. Hay 
autores más o menos radicales. Depende de las hermenéuticas: 
pueden causar temor o rechazo. Sin embargo, es síntoma de 
madurez humana e intelectual afrontar críticamente la sospecha 
también acerca de los posibles «temores» y «defensas» que se 
despierten. No es maduro quedarse en temores sin estudiar los 
significados. Las mujeres han hecho aportaciones fundamentales, y 
aún hoy la gran mayoría de los teólogos varones las desconoce. Tal 
vez han creído que se trataba de «cosas de mujeres», sin darse 
cuenta de que es el cambio cultural más radical, total y totalizante de 
la historia de la humanidad. No se ha estudiado seriamente la 
aportación de la teología feminista. ¿En qué Facultad de Teología 
católica hay una cátedra sobre el tema? Todo hace pensar que, si no 
hay un cambio, muchas mujeres de formación crítica, intelectual, 
tendrán que luchar con la triste tentación de abandonar la Iglesia en 
su realidad institucional. Es una realidad que se palpa cada día. 
Cierto quo estamos aún en una etapa un tanto «adolescente» (con 
todo lo que el término evoca de «doloroso») de reafirmación de 
identidades. Se adolece de falta de madurez, de diálogo, de 
humildad, de escucha mutua, de oración, de apertura al Espíritu 
Santo en el silencio... por ambos lados: el representado por una 
postura «tradicionalista» y el representado por la teología feminista. 
De hecho no existe, materialmente, ni diálogo ni encuentro. ¿Por qué 
no ha de ser posible? Si hay búsqueda orante y estudiosa de la 
verdad, el resultado podría ser de preciosos frutos de unidad. 
Imaginemos... una reunión de teólogos formados en una teología 
exclusivamente dogmática y tradicional, por ejemplo, con un grupo de 
teólogas feministas de todo el mundo... ¿No sería ese un precioso 
signo profético? ¿Acaso no es posible pensar que el sueño de Jesús 
de amor, unidad y esperanza sea visible en su Iglesia? ¿Será utópico 
pensar en esta pobreza de Espíritu, en esta apertura al Espíritu? 
¿Cuando llegará el momento en que recibamos la Palabra de Jesús: 
«os conviene que Yo me vaya... el Espíritu os conducirá a la Verdad 
completa...» (cf. Jn l6)? Hacia eso vamos caminando en fatigosa 
marcha, con la certeza de que un día el Desconocido hará arder el 
corazón, mostrando el sinsentido de tanta vacilación (cf. Lc 24). 
Surgirá una cristología del caminante y del Camino, una nueva 
síntesis, una cristología abierta, dinámica, trascendente, inclusiva. 
Una cristología del tercer milenio que admitirá como compañeros de 
camino a todas las búsquedas llegadas desde el diálogo 
inter-religioso y, sobre todo, del diálogo judeo-cristiano. Será una 
cristología que tome en serio la Encarnación dentro de una cultura 
determinada y en un marco histórico concreto. La teología tradicional 
dejó de lado el hecho de que Jesús fue judío. Y sólo a partir de los 
horrores del «Holocausto» en Europa y de la apertura inaugurada 
por Juan XXIII fue posible empezar a pensar en Jesús como judío. La 
amistad judeo-cristiana que existe también desde el post-concilio 
tiene mucho que aportar a la cristología del tercer milenio. Hay 
muchos brotes de esperanza para esta nueva mirada sobre el 
misterio de Jesús. La tarea o el aspecto de la oración será 
fundamental. El árbol está lleno de brotes y flores, y llegará a dar 
fruto maduro.

Oración y contemplación
Una cristología hecha por mujeres tendrá que incluir la experiencia 
actual y secular de mujer; al lado de los Santos Padres, las Santas 
Madres; la patrología y la «matrología». Tendrá que detenerse a 
considerar académicamente, como lenguaje teológico, las intuiciones 
místicas de mujeres de la Edad Media, de mujeres santas, de 
innumerables y maravillosas mujeres fundadoras de congregaciones 
religiosas o de asociaciones múltiples en la sociedad civil y en la 
eclesial; mujeres Doctoras de la Iglesia, que hay muchas... Son 
mujeres que han escrito desde una experiencia del Señor; mujeres, 
por tanto, «expertas» (es la misma raíz de la palabra «experiencia») 
en el Señor y poseedoras de un conocimiento muy profundo, fruto 
del Espíritu Santo. Habría que hacer una relectura de esta 
experiencia, que es verdadero conocimiento (cf. Col 3), desde el 
punto de vista de la filosofía, la fenomenología, la axiología, la 
gnoseología y la psicología. La teología que hace siglos han hecho 
las mujeres es verdadero testimonio, porque ellas han tocado al 
Verbo de la Vida. La cristología que harán las mujeres será una 
cristología de banquete de la vida, abierto a todos los que quieran 
entrar al festín: una multitud hambrienta que ocasiona la compasión 
de Jesús (Jn 6). La Nueva Síntesis debe ser totalmente inclusiva. Si 
por la acción del Espíritu, por Don de la Gracia, esto se diera, el 
conocimiento del Misterio de Jesucristo sería vehiculante de unión y 
configuración. Retomaríamos la «inocencia» de decir «en Cristo», 
«conformes a El», sin pensar si es El o Ella...; habríamos llegado a la 
experiencia de Jesucristo Resucitado resplandeciente de Gloria; 
habríamos aprendido algo de lo que significa el Misterio Pascual y el 
Corazón abierto, lugar fundamental de la conformación (Flp 2), 
donde se aprende la mansedumbre y la humildad (cf. Mt 11,27-28). 
Los místicos y los santos nos enseñarían teología y cristología, y 
nuestro conocimiento de Jesús de Nazaret sería el del Misterio de la 
Transfiguración: la visión de la Belleza y de la Luz en el silencio y la 
adoración. 

Porcile M-TERESA

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(1). De hecho, recomendamos leer algún Diccionario de Teología, en su artículo 
«Cristología», para situar con más justicia una evolución. 
(2). Cf. FARINA, Marcela, policopiado del «Auxilium», Roma, sobre Cristología 
femminile, 1994. 
(3). Ibid., nota 6. 
(4). CARR, Anne, Transforming Grace, San Francisco 1988, pp. 172-178. 
También se deben tener en cuenta todos los estudios sobre la conciencia 
de Jesús, la aportación de Schillebeeckx. 
(5). Santo Tomás lo aplica en relación al sacerdocio ordenado y a la 
representatividad de Cristo Cabeza; Summa Theologica p. I, q. 92; p. III, 
supplementum, q. 39, a 1, y p. III, q. 1-59. 
(6). Cf. nota I y LACHENSCHMID, Robert, «Cristología y Soteriología», en 
(Vorgrimler, H. y Van der Gucht, R., eds.) La Teología en el siglo XX, Madrid 
1974. 
(7). SCHUSSLER FIORENZA, Elizabeth, In Memory of Her, New York 1983. 
(8). DALY, Mary, God Beyond the Father, Boston 1973. 
(9). Cf. RADFORD RUETHER, Rosemary, Sexism and God Talk, London 1993. 

(10). JOHNSON, Elizabeth, «Jesus, the Wisdom of God. A Biblical Basis for 
Non Androcentric Christo- logy», en Ephemerides Theologicae Lovanienses 
LXI, Fasc. 4 (Dec. 1985); de la misma autora, She Who Is, New York 1993. 

(11). PORCILE SANTISO, María Teresa, «La teología feminista y el 
cuestionamiento temático de toda la teología», en La Mujer, espacio de 
Salvación, Madrid 1994. 
(12). La aportación de las teólogas del Tercer Mundo (Asia, Africa y América 
Latina) ha buscado contextualizar un lenguaje sobre Cristo que sea 
comprensible para las respectivas situaciones socioculturales. 
(13). Cf. Declaración sobre la cuestión de la admisión de la mujer al Sacerdocio 
Ministerial, Ciudad del Vaticano, 15 de octubre de 1976. 
(14). JOHNSON, Elizabeth, «La masculinidad de Cristo», en Concilium 238 
(1991), P. 490. 
(15). Tuve oportunidad de exponer algo de este punto en el Congreso sobre 
«Fundamentos filosóficos y antropológicos para lo masculino y lo 
femenino», en Marianum, Roma, Noviembre 1994 (volumen del Congreso en 
preparación). A lo largo del Congreso y de las distintas intervenciones fue 
quedando en evidencia que hasta ahora la filosofía no ha proporcionado 
instrumentos para un discurso sobre la diferencia. Es reciente la aportación 
interdisciplinar (biológica, somática, antropológica, neurofisiológica...) que 
habla de que las «superioridades» a nivel de cerebro, neurotransmisores, 
longevidad, fortaleza, resistencia, etc., etc., parecen estar del lado del sexo 
fuerte, que parece ser el femenino... No sabemos aún lo que nos revelará la 
ciencia, y todo parece anunciar que no sería extraño descubrir una 
superioridad biológica de la mujer. En este sentido, es necesario señalar 
los estudios del antropólogo americano Ashley MONTAGU, en especial su 
libro The Natural Superiority of Women. De hecho, y en relación a la edad 
del casamiento, en casi todas las culturas se asume que el varón necesita 
más tiempo de maduración que la mujer; también se admite que los viudos 
son más dependientes que las viudas; etc. Es este un terreno muy nuevo 
de investigación. 
(16). Rosemary Radford Ruether dice que parecería que la condición sine qua 
non para representar a Cristo sería la de poseer una sexualidad masculina 
(op. cit., p. 126). 
(17). Marcela Farina señala que el aporte más humanista del lenguaje teológico 
de España e Italia, con su componente mediterráneo, puede contribuir a 
una mayor comprensión.