Contemplación, mística, martirio

Jürgen Moltmann


La teología mística quiere ser una «sabiduría de la experiencia», no una «sabiduría de la doctrina». No es mística en cuanto teología, sino por el hecho de querer tratar de la experiencia mística. Pero ésta no puede comunicarse a través de unos axiomas. Precisamente por este motivo la «teología de la experiencia mística» habla siempre y solamente del camino, del viaje, de la conclusión en la experiencia inefable, no mediable, de Dios. Hasta nuestros días la teología de los místicos solamente en pocas ocasiones se ha mostrado sumamente significativa por sus contenidos doctrinales. Siguiendo el desarrollo de las ideas es fácil reconocer las ideas agustinianas, neoplatónicas, gnósticas y remontarse a sus raíces. Pero este tipo de observación no sigue el camino que recorren los teólogos de la mística. Por tanto resulta más apropiado preguntarnos cuáles son las experiencias que ellos intentan expresar recurriendo a semejante tipo de representaciones y de ideas. Y para participar de sus experiencias deberíamos ponernos en su mismo camino: el de la «escala del amor» de
Bernardo de Clairvaux o del «itinerario del alma a Dios» de Buenaventura o el camino de la «imitación de Cristo» de Tomás de Kempis o «la montaña de los siete círculos» de Thomas Merton. La sapientia experimentalis de tipo místico es siempre ética y mística al mismo tiempo. Es una doctrina de las virtudes y una búsqueda de nuevas experiencias, ya que sólo «los puros de corazón verán a Dios». Esto no significa llevar a cabo una distinción extrínseca de la vida entre la esfera del conocimiento y la esfera de la praxis. Ya desde Agustín, para los místicos la vida misma es drama de amor, de un amor infeliz y angustiado, de un amor que ha sido liberado, que anda en busca de algo y que ha obtenido la bienaventuranza. Todos parten de este presupuesto: el hombre es un ser erótico. Lo que lo domina es un afán hambriento, un impulso faustiano, un corazón anhelante. Efectivamente, el Dios infinito suscita en el hombre, imagen suya, una pasión infinita, que destruye todo lo que es finito y terreno, si no encuentra descanso en su infinitud. Por eso la medida del amor es la desmesura 2. El cor inquietum de Agustín lo encontramos también presente en Karl Marx y en Sigmund Freud: «El hombre es un ser concreto, sensible..., un ser sufriente que al percibir su propio padecer es también un ser pasional. La pasión es la fuerza esencial que en el hombre tiende enérgicamente hacia su objeto» 3.

  1. Cf. E. Cardenal, Vida en el amor, Sígueme, Salamanca 31980.

  2. K. Marx, Die Frühschriften, S. Landshut, 1953, 275 (N. del T.): Alude al verbo alemán «begreifen» =captar, aferrar.

Lo que describen los místicos antiguos y los modernos no es otra cosa, en el fondo, sino la historia de la liberación de la pasión humana de sus formas fallidas y melancólicas de satisfacción. Lo que describen, realmente, es la historia de amor entre Dios y el hombre. Y esto puede parecer agradable solamente cuando se olvida que el amor fallido es lo más terrible que puede soportar el hombre: es el poder de la destrucción, el gusto por el suicidio, la furia por la aniquilación. Los místicos han ilustrado de varias formas los caminos que recorrieron para liberarse de la pasión. Mi intención en este estudio no es la de analizar desde el punto de vista histórico los diversos «viajes» celestiales del alma, para reducirlos luego desde otro punto de vista sistemático a un común denominador. Me gustaría también a mí describir este viaje que conduce a la experiencia, invitando también al alma a reflexionar conmigo sobre los siguientes pasos:

  1. Acción y meditación.

  2. Meditación y contemplación.

  3. Contemplación y mística.

  4. Mística en el martirio.

  5. La visión del mundo en Dios.

 

1. Acción y meditación

Desde que la «praxis» quedó erigida en criterio de la verdad, la meditación ha sido considerada como no-verdadera, es decir, especulativa. Puesto que la verdad tenía que ser «siempre concreta» (B. Brecht), la meditación era tenida por «abstracta», es decir, como una fuga de la realidad y de la acción. En las sociedades que obligan a la vida activa y que solamente recompensan las prestaciones y los éxitos, la meditación es considerada como algo superado, inútil y superfluo. Y es fácil de comprender. Lo que resulta incomprensible es el hecho de que a la gente activa y nerviosa, a los managers cansados, se les recomiende como un deporte útil para eliminar las descomposiciones psíquicas hacer ejercicios de meditación, y las técnicas yoga se ven como productos dirigidos a intensificar las prestaciones. Pero la comercialización pragmatista y utilitarista destruye definitivamente la esencia misma de la meditación. No garantiza en lo más mínimo la tranquilidad del hombre ni le ayuda a llegar a ser él mismo.

En realidad la meditación es un modo de conocimiento muy antiguo, que sólo el activismo moderno ha reprimido. La meditación es una forma de percepción que ejercitamos continuamente en la vida de cada día sin darnos cuenta y sin comprometernos en ella. Así por ejemplo, vemos la belleza de un árbol, pero la superamos enseguida a la velocidad de setenta kilómetros por hora. También nos observamos a nosostros mismos, pero nos olvidamos de ello por la prisa de llegar a nuestro puesto de trabajo. No tenemos tiempo de darnos cuenta de las cosas y de nosotros mismos. ¿Por qué'?

Si con la ciencia moderna deseamos conocer alguna cosa, la conocemos para dominarla: «saber es poder», scientia est potestas, como decía ya Francis Bacon. Efectivamente, con la ciencia nos apropiamos del objeto. Así nos convertimos en «maitre et possesseur de la nature», como nos prometía Descartes, y la naturaleza guarda silencio. Por este motivo la razón moderna se ha visto operacionalizada. Conoce solamente lo que produce según sus propios esquemas (Kant). ¿Nada más? No, casi nada más. La razón es un órgano productivo y casi nada perceptivo. Pero la meditación es precisamente un modo de percibir, de recibir, de asumir y de participar.

Podríamos aclarar esta distinción reflexionando en el hecho de que no conocemos el mundo solamente mediante las «pequeñas células grises» de nuestro cerebro, sino también con nuestros sentidos. ¿Y con qué sentidos obtenemos entendimiento y saber?

Los filósofos griegos, los padres de la iglesia y los monjes comprendían las cosas con los ojos. «Teorizaban» (theórein) en sentido literal; se adquiere una comprensión real cuando se mira una flor, una puesta de sol, una aparición de Dios tanto tiempo que se llega a conocer en esta flor a la flor, en esta puesta de sol la puesta de sol, en esta aparición nada menos que al mismo Dios. Y entonces el observador se convierte en una parte de la flor, de la puesta del sol o de Dios, ya que a través de su conocer toma parte del objeto o del interlocutor y se transpone en él. El conocer cambia al cognoscente, no a lo conocido. El conocer establece comunión. Se conoce para participar, no para dominar. Por eso se conoce solamente en la medida en que uno es también capaz de amar al otro (Agustín: tantum cognoscitur quantum diligitur). El conocimiento, como lo indica la forma hebrea, es un acto de amor, no de dominio. Cuando uno ha comprendido, dice: «Lo veo. Te amo. Contemplo a Dios». El resultado es la teoría pura.

Pero hoy comprendemos las cosas de manera distinta, ya que conocemos —sobre todo en la lengua alemana con nuestras manos (N. del T.). Queremos «comprenderlo» todo. Adquirimos conocimiento sirviéndonos de una mano que toca, agarra, levanta, se apodera y coloniza. Conocer significa por tanto poder. Y comprender significa comprenderse-a-sí-hacia-algo. Cuando hemos «cogido» algo, lo tenemos bajo control y lo poseemos. Y si poseemos una cosa, podemos hacer con ella lo que queramos. Por consiguiente conocemos para dominar. Uno que ha comprendido podrá decir entonces: «Lo cogí. Lo tengo. Lo poseo». Y el resultado es el dominio puro.

Si establecemos una comparación entre estos dos modos de conocer, veremos enseguida que los hombres modernos, si no quieren atrofiarse desde el punto de vista psíquico, tendrán que garantizar por lo menos una compensación entre la vida activa y la vida contemplativa 4. No solamente en la relación con los demás hombres, sino también en la relación con el ambiente natural, el modo pragmático del comprender presenta unos límites bien concretos, más allá de los cuales comienza la destrucción de la vida.

4. Cf. H. U. von Balthasar, Acción y contemplación, en Ensayos Teológicos I. «Verbum caro», Guadarrama, Madrid 1964, 291-306; Th. Merton, Contemplation in a World of Action, New York 1973. Sobre Thomas Merton cf. E. Ott, Thomas Merton-Grenzgdnger zwischen Christentum und Buddhismus. Ueber das Verhíiltnis von Selbsterfahrung und Gottesbegegnung, Würzburg 1977. Para el concepto de «teoría» en la antigua Grecia, cf. K. Kereny, Antike Religion, München 1971, 97 ss. Para el concepto moderno de «teoría» cf. M. Horkheimer, Kritische Theorie I-II, Frankfurt 1968 (Trad. castellana): Teoría crítica, Barral, Barcelona 1973.

Pero todavía parece más importante el modo meditativo de comprensión en la relación del hombre consigo mismo. Tenemos una huida en la acción social y en la praxis política, ya que los hombres no se sostienen frente a sí mismos. Están divididos entre sí y no pueden quedarse solos. Les tortura la soledad. El silencio les resulta insoportable. Experimentan el aislamiento como una «muerte social». Toda desilusión se convierte en una frustración que hay que eliminar. Pero el que cae en la praxis porque no puede consigo mismo se hace también odioso a los demás. La praxis social y el compromiso político no son ningún remedio contra la debilidad del yo. El que quiere actuar en favor de los demás sin profundizar en su autocomprensión, sin sensibilizar su propia capacidad de amar, sin haber encontrado su propia libertad respecto a sí mismo, sin haber alcanzado la confianza en sí, no encontrará nada que pueda luego transmitir a los demás.

Comulgará entonces —suponiendo que tenga las mejores intenciones y excluyendo cualquier atisbo de mala fe— solamente la manía de buscarse a sí mismo, las agresiones de su angustia y los prejuicios de su ideología. El que quiera colmar su propio vacío interior prestando ayuda a los demás, no difundirá más que su vacío. Y puesto que cada uno de los hombres, a diferencia de lo que les gustaría a los individuos activos, actúa en favor de los otros más con su propio ser que con su propio hablar y actuar, solamente el que se haya encontrado a sí mismo podrá darse también a los demás. ¿Qué es lo que daría en caso contrario? Sólo el que se sabe aceptado puede aceptar a los demás sin dominarlos. El que se ha hecho libre en sí mismo podrá liberar igualmente a los demás y participar de sus sufrimientos.

Es interesante observar que en la descripción de la miseria en que se mueven los individuos de personalidad débil, siempre aparece la terminología que utiliza la mística. Pero lo que para los místicos es virtud, para el hombre moderno es tormento y enfermedad: alienación, soledad, silencio, aislamiento, vacío interior, privación, pobreza, ignorancia, etc. Basta recordar las películas de Ingmar Bergman para darse cuenta de cómo la mística se ha transformado en nihilismo. Los hombres modernos huyen de lo que los monjes estaban deseando encontrar. Ven el diablo en donde los monjes buscaban a Dios. En otro tiempo los místicos escogían la soledad del desierto para luchar con los demonios y experimentar la victoria de Cristo. A mí me parece que hoy necesitamos de hombres que se encaminen hacia el desierto interior del alma y bajen hasta los abismos del yo para combatir a los demonios y experimentar la victoria de Cristo, o más sencillamente para garantizar una esfera de vida interior y, a través de la experiencia del alma, abrir el camino a los demás. Y en nuestro contexto esto significa comprender el sentido positivo de la soledad, del silencio, del vacío interior, del sufrimiento, de la pobreza, de la sequedad espiritual y del «saber que ignora». Para los místicos este sentimiento consistía —según su forma paradójica de expresarse en aprender a existir en la ausencia del Dios presente, o en la presencia del Dios ausente, y en soportar la «noche oscura del alma» (Juan de la Cruz). ¿Puede valer esto mismo para nuestros días?

2. Meditación y contemplación

Se han dado varias definiciones y se han formulado varias distinciones entre la meditación y la contemplación 5. Aquí entiendo por meditación un conocimiento del objeto sellado por el amor, el sufrimiento y la participación; y entiendo por contemplación el hacerse consciente en esa meditación del propio yo. El que medita se sumerge en el propio objeto, desemboca en la contemplación, «se olvida de sí mismo». Y el objeto se sumerge en él. En la contemplación se acuerda de sí, percibe los cambios que se han verificado en él, vuelve a sí mismo después de haber salido de sí y haberse olvidado de su propio ser. En la meditación nos fijamos en el objeto. En la contemplación que va unida a la meditación nos fijamos en nuestra percepción. Es verdad que no existe meditación sin contemplación ni contemplación sin meditación, pero para el conocer es importante hacer esta distinción.

Aplicado a la fe cristiana esto significa:

a) La meditación cristiana no es una meditación de tipo transcendental, sino dirigida siempre a un objeto. En su verdadero núcleo es meditatio passionis et mortis Christi, meditación del via crucis, recuerdo de la pasión, mística del viernes santo 6. La historia de Cristo llega a conocerse como una historia «para nosostros», inclusiva. Y nos lo hace definitivamente manifiesto su sacrificio mortal «por nosostros». Por este motivo la historia de Cristo sigue siendo accesible al conocimiento meditativo, es decir, participativo, que transforma al cognoscente. El observador se ve inserto en la historia abierta de Cristo. Y no es que se aplique esta historia a sí mismo, sino que se orienta a sí mismo hacia esa historia. Y en la historia de Cristo se descubre como hombre nuevo: aceptado, reconciliado y liberado para el reino de Dios. Participa de esa historia.

6. Es típica en el mundo evangélico la piedad de la cruz del conde Zinzendorf, fundador de la comunidad de hermanos de Herrnhut, yen el mundo católico la piedad de la pasión de san Pablo de la Cruz, fundador de los pasionistas: M. Bialas, La pasión de Cristo en San Pablo de la Cruz, Salamanca 1982.

b) Los que a través de la meditación sobre la historia de Cristo vuelven a ellos mismos descubren también que este conocimiento suyo ha estado también caracterizado por esa historia. En el momento en que se encuentran con el «Cristo para nosotros», encuentran también que para cada uno se trata de «Cristo en él». En efecto, conocen la historia de Cristo crucificado por nosostros en la presencia del Espíritu de Cristo que ha resucitado en ellos. Al no conocer más que a Cristo crucificado (1 Cor 2, 2), podrán decir con Pablo: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gál 2, 20). Lo mismo que para Pablo «la comunión de la pasión de Cristo» puede experimentarse en la fe junto con la «fuerza de la resurrección de Cristo», así también están estrechamente unidos entre sí un conocimiento que olvidándose de sí reflexiona en la historia de la cruz de Cristo extra nos y una percepción dirigida hacia sí mismos del Cristo resucitado in nobis. El conocimiento meditativo del Christus pro nobis y la percepción contemplativa del Christus in nobis se condicionan mutuamente.

El que prescinde de la «mística del apóstol Pablo» y tiene en cuenta solamente el «Cristo para nosostros» presente en la palabra y en el sacramento, fácilmente desemboca en la «ortodoxia», entendida aquí en el sentido de una esterilidad institucionalizada. Pero el que no cuenta con la palabra y el sacramento, ni por tanto con la historia abierta del Christus pro nobis, para dedicarse solamente a la mística de Cristo, pierde de vista también a Cristo con la historia. Y además se pierde irremediablemente a sí mismo. La batalla entre la ortodoxia de la iglesia territorial y el pietismo de los librepensadores se ha basado precisamente en esta falsa alternativa entre el «Cristo para nosostros» y el «Cristo en nosotros». Y una alternativa semejante entre el objetivismo de la salvación y el subjetivismo de la salvación solamente puede superarse cuando se descubre la historia abierta e inclusiva de Cristo y nuestra propia historia de vida unida a ella, ya que nuestra historia con la historia de Cristo es la historia del Espíritu santo. Privada de la percepción contemplativa del obrar del Espíritu santo «en nosostros», la historia de Cristo «para nosostros» pierde su vitalidad.

Hemos caracterizado a la contemplación como el percibir de la percepción de la historia de Cristo. Pero hemos de tener presente que, como la percepción de la percepción no es objetiva en sí misma, tendrá que verificarse con suma cautela. Es un conocer indirecto del conocimiento y una autoconciencia implícita en la conciencia objetiva. Mientras el conocer es concebido como una actividad del cognoscente, este conocer del conocer es también una conciencia de la subjetividad. Pero esto no puede aceptarse, ya que la conciencia que tenemos de ello presupone a su vez la subjetividad, y así sucesivamente. Son distintas las cosas cuando se concibe el conocer como una actividad del interlocutor que-se-da-a-conocer. En ese caso el conocer es un soportar ciertas impresiones y se basa en una sensibilidad activa del cognoscente: conocer a Dios significa sufrir a Dios. El conocer de un conocer concebido de este modo conduce a la conciencia de la propia objetividad. Y esto puede sostenerse. Se puede tener conciencia de los cambios provocados en el cognoscente por las impresiones percibidas a través de la contemplación.

¿Qué es lo que se verifica en el cognoscente mediante el conocimiento de la historia de Cristo? ¿Qué es lo que realiza el Espíritu santo en la comunión con Cristo? La respuesta tradicional de la teología es más o menos la siguiente: la restauración de la imagen de Dios en el hombre, el establecimiento de la amistad con Dios del hombre de fe, y finalmente la semejanza con Dios en su gloria. El hombre se convierte en la imagen de Cristo y a través de esta imagen en la figura de Dios 8. Por tanto, el conocimiento de Cristo conduce al «nacimiento de Dios» en el alma.

Podemos subrayar este lado subjetivo de la fe en Cristo —como hace la mística— solamente si en la contemplación estamos dispuestos a indagar sobre esa renovación, liberación y perfeccionamiento del alma del fiel en Dios. Desde el punto de vista de la actividad del cognoscente todo va orientado hacia su objeto; desde el punto de vista de la sensibilidad del cognoscente, por el contrario, todo, hasta su objeto, va orientado hacia sí mismo. La historia abierta de Cristo «para nosostros» va más allá, es decir, a su historia «con nosotros» y «en nosotros», y a nuestra historia «con él» y «en él». Su final objetivo es la renovación de la imagen de Dios en el creyente. Sobre esto es sobre lo que reflexiona la contemplación. Ella se hace consciente de este proceso. Aquí la imagen de Dios se concibe como la vocación y la capacidad del hombre de contemplar a Dios. Solamente será perfecta en la visio beatifica.

Para Agustín el lema de la mística era «Dios y el alma». Recientemente algunos autores —yo entre ellos— hemos presentado algunas críticas a esta concepción. Pero ha llegado el tiempo de subrayar también su sentido positivo. En esta correlación no tenemos una preferencia neoplatónica por el alma frente al cuerpo, sino que nos encontramos ante el hombre mismo, creado a imagen de Dios y para él. «Dios y el alma» significa en otras palabras: Dios y su imagen. Dios es conocido a través de su imagen en su imagen sobre la tierra. No existe necesariamente un vínculo entre el olvido del mundo y la hostilidad frente al cuerpo.

Guillermo de St. Thierry, amigo de Bernardo de Clairvaux, hace decir a Dios: «Conócete a ti mismo porque eres mi imagen y así me conocerás a mí, de quien eres imagen y te encontrarás en mí» 9. En un texto falsamente atribuido a Bernardo encontramos: «En vano eleva los ojos del corazón hacia el conocimiento de Dios el que no es capaz todavía de conocerse a sí mismo. Ante todo es menester que mires lo invisible de tu espíritu y luego serás capaz de conocer lo invisible que hay en Dios... El espejo mejor y más importante donde ver a Dios es nuestra alma racional, en cuanto que se encuentra a sí misma». Es también éste el camino que indica Hugo de San Víctor: «Subir a Dios es entrar dentro de sí, pero no sólo entrar dentro de sí, sino ir más allá de sí mismo en la propia intimidad y de modo inefable. Se eleva de verdad a Dios aquel que entra profundamente dentro de sí, el que en su profundidad penetra dentro de sí y sube por encima de sí».

8.Así por ejemplo J. Arndt, Vier Bücher vom wahren Christentum, 61857, 18: «Por Cristo ha sido engendrado el hombre conforme a Dios»; 1 l: «La imagen de Dios en el hombre es la conformidad del alma humana con Dios». En la teología evangélica la cristología de la imago se remonta a la doctrina de Osiandro sobre la justicia esencial.

9.Las citas siguientes están sacadas de M. Grabmann. Die Grundgedanker des heiligen Augustinus üher Seele und Gott, Kóln 21929, 10 ss.

 

La meta teológica del viaje místico del alma a Dios está en la imagen divina del alma y en la intención salvífica, reconocida en la historia de Cristo, de restaurar esta imagen de Dios y llevarla a su cumplimiento en la semejanza del hombre con Dios. El mundo es la creación de Dios, pero no su figura. Solamente el hombre está destinado a ser la figura de Dios. Y Dios es más recognoscible en su figura que en todas sus obras. El conocimiento del mundo objetivo es un conocimiento mediado por los sentidos y por consiguiente un conocimiento ilusorio. Pero el autoconocimiento del alma no es un conocimiento mediado en el nivel sensible, y por tanto es un conocimiento más cierto. El amor a la creación de Dios es un amor a sus obras. El amor al hombre es amor a su figura. El amor inmediato a la figura de Dios es el amor de sí. Por este motivo Bernardo de Clairvaux hace que el amor al prójimo comience por el amor a sí mismo: ama a tu prójimo como a ti mismo, y no viceversa. El amor a sí mismo como amor a la propia imagen de Dios es un escalón, una parte del amor a Dios. En fin, la representación de la imagen de Dios como un espejo puede llevarnos a los atrevidos planteamientos e identificaciones del maestro Eckhart entre conocimiento de sí y conocimiento de Dios: en su figura Dios se conoce a sí mismo. El que conoce y sabe que es esa imagen, conoce a Dios en sí y a sí mismo en Dios, y Dios se conoce en él. Su conocimiento de Dios en sí mismo es el autoconocimiento de Dios en él. El autoconocimiento de Dios y el autoconocimiento del hombre son una sola cosa: «El ojo en el que veo a Dios es el mismo ojo en el que Dios me ve; mi ojo es el ojo de Dios, es decir un ojo y un ver, un conocer y un amar».

Un paso más y estamos ya en la unio mystica. Este paso lo da la contemplación al meditar en la historia de Cristo. Cuando nos damos cuenta de que estamos metidos en esa historia, sabemos también que en nosostros queda renovada la imagen de Dios por la que hemos sido creados. Y cuando esto sucede, nos conocemos en Dios y «a Dios en nosostros», mediante la imagen suya que llevamos en nosostros. ¿Es posible dar todavía otro paso hacia Dios? «El que ve a Dios, morirá», se dice en el antiguo testamento. Por eso el conocimiento indirecto de Dios en su imagen y a través de ella en la tierra no solamente es un impedimento para el hombre, sino también una defensa. Por esta misma razón el conocimiento de la divinidad de Cristo a través de su humanidad no solamente vela a Dios sino que protege también al hombre. El hecho de que Dios se oculte en su revelación no es un tormento sino una gracia. La ausencia de Dios en su presencia no es una alienación sino una liberación. Sin embargo, la pasión del hombre en busca de Dios y de su cumplimiento en Dios le mueve a superar todas las mediaciones para alcanzar la inmediatez.

 

3. Contemplación y mística

Por «mística» entendemos aquí en sentido estricto la unio mystica: el instante del cumplimiento, el éxtasis de la unificación, la inmersión del alma en el «mar infinito de la divinidad», tal como nos la describen los místicos. Es un momento oscuro, irreconocible e indescriptible. Solamente se le puede vivir con toda el alma; si no, no se le vive. Por tanto, no habrá nadie que lo pueda observar ni hacerse consciente de él.

Como no es posible hablar, habrá que callarse. Pero para calificar a través del silencio el silentium mysticum de una presencia no deformada de Dios, habrá que hablar de él para eliminar el propio hablar.

Tendremos que eliminar las mediaciones a través de las cuales alcanza el alma la comunión con Dios, para que el alma no se entretenga en ellas, no se pare en ellas, sino que las utilice como lo que son: escalones para subir, trozos de un camino, etapas a lo largo del viaje. De esta superación de las mediaciones han hablado todos los místicos, ya que el amor del hombre a Dios es atraído por el amor de Dios al hombre. Lo mismo que Dios en su amor bajó hasta el hombre, así el amor del hombre sube hasta Dios a través de los senderos que él mismo dejó trazados en la creación, en la encarnación y en la misión del Espíritu.

Esto puede acontecer de una manera tan sencilla que la fe en los dones de gracia, que el hombre invoca y agradece, llega hasta la mano benéfica de Dios, de donde provienen, y los recoge; de una manera tan sencilla que, partiendo de esta mano tan benévola, llega hasta el corazón abierto de Dios y finalmente no ama ya a Dios por los dones de su gracia, no lo ama ya por su mano benéfica ni siquiera por su benévola condescendencia, sino por sí mismo. En este sentido el amor queda alejado de los objetos amables de la creación y se orienta hacia Dios. Queda también apartado de la imagen visible de Dios y se orienta hacia la imagen original divina. Los místicos sitúan al hombreante la alternativa Dios-mundo, no en el marco del desprecio gnóstico del mundo, sino en el sentido de una sustitución del modo de amar. En el sentido de una liberación de las criaturas y del hombre mismo respecto al amor finito, los místicos exigen todo un «penoso esfuerzo» de privación, de alienación, de pobreza y de abandono de todas las cosas, y finalmente de autoaniquilamiento del alma. El amor del hombre a Dios queda alejado del mundo y de sí mismo y de este modo cesa aquella idolatría hacia la que impulsa de forma obsesiva el amor divinizante, el mundo y uno mismo. Y termina también la sobrevaloración del mundo y de uno mismo a través del amor de Dios. Nosotros y la creación quedamos ya libres por lo que somos, cuando amamos a Dios y lo gozamos por él mismo.

El maestro Eckhart ha descrito de modo especialmente consecuente esta superación de las mediaciones de Dios en su sermón «sobre el aislamiento». El amor que, a través de Dios, su realización verdadera, se aleja de la creación, se orienta en primer lugar hacia el Creador. Siempre a través de Dios se aleja del Creador de todas las cosas para orientarse hacia Dios mismo. Deja luego la Trinidad y cae en el seno de la naturaleza divina. Abandona finalmente al «Dios para nosostros» y se refiere inmediatamente al «Dios en sí» para entrar en el aislamiento de Dios respecto al mundo y conformarse a él en ese aislamiento. Y de este aislamiento habla Eckhart con bastante crudeza: «Cuando Dios creó el cielo, la tierra y todas las criaturas, esto interesaba tan poco a su aislamiento que la criatura era como si ni siquiera hubiera sido creada». «Cuando el Hijo tuvo que hacerse y se hizo hombre en la divinidad y padeció el martirio, esto interesó tan poco a su aislamiento inmóvil que era como si nunca se hubiera hecho hombre». El «aislamiento» -Eckhart describe el misterio en términos tan paradójicos y apofáticos- «se apoya en una pura nada», y si el alma en su aislamiento se hace semejante al aislamiento de Dios, «pasa a ser sin-conocimiento de conocimiento, sin-amor de amor, tiniebla de luz que era» 11.

En su sermón Qui audit me, Eckhart traduce el aislamiento y la privación de amor por la fórmula tan conocida: «Dejar a Dios por amor a Dios». El amor de Dios alcanza su perfección cuando deja a Dios por amor a Dios 12. Podríamos también llamarlo «ateísmo místico». Pero es un ateísmo en Dios.

11.E. Schaefer, Meister Eckharts Traktat «Von Abgeschiedenheit». Untersuchung und Textausgabe, Bonn 1956, 210 ss.

12.Meister Eckhart, o. c., 214.

En estos términos, en su sermón Beati pauperes spiritu, el maestro Eckhart expresa la superación de las mediaciones que se verifican durante el viaje de retorno del alma a Dios: «El hombre tiene que ser tan libre, interior y exteriormente, respecto a todas las cosas y todas las obras, que pueda ser él mismo el lugar en donde pueda obrar Dios». Y sigue luego eliminando también este lugar: «Por eso decimos que el hombre tiene que ser tan pobre que ni siquiera tenga un lugar en donde Dios pueda obrar. Si el hombre conserva todavía un lugar dentro de sí, conserva también la diferencia». Solamente «si el hombre es libre frente a Dios y frente a todas sus obras hasta el punto de que Dios, al tener que obrar en el alma, sea el lugar mismo en donde él quiere obrar..., sólo entonces realiza Dios su obra y el hombre sufre a Dios en sí mismo» 13. La ruptura de la corteza para alcanzar el meollo, la superación de las mediaciones para llegar a la meta, la asunción gradual de las creaciones, revelaciones y rebajamientos de Dios para amar a Dios en sí mismo, la superación de Dios por amor a Dios, tales son las últimas posibilidades del viaje místico que conseguimos expresar.

13. La idea de la superación de las mediaciones de Dios a través del amor del hombre a Dios acerca extraordinariamente la mística cristiana al zen. Cf. Th. Merton, Weisheit der Stille. Die Geistigkeit und ihre Bedeutung für die moderne christliche Welt, München 1975. La cita de Eckhart en la página 11 ss.

 

Resumamos estos pasos. La acción nos había conducido a la meditación. La meditación sobre la historia de Cristo para nosotros nos había orientado hacia la contemplación de la presencia de su Espíritu en nosotros y hacia la renovación de su imagen que somos nosotros. El camino prosigue desde la contemplación hasta el instante místico y, como observábamos en Eckhart, hasta la superación de la imagen de Dios por amor de Dios y finalmente hasta la superación de Dios por Dios; ahora el alma se encuentra en su propia casa, el amor ha conseguido la bienaventuranza, la pasión ha desembocado en el placer infinito, el semejante está cerca de su semejante. ¿Pero es éste precisamente el fin de la unificación con Cristo? Yo creo que dicho fin se encuentra en una dirección muy distinta.

 

4. Mística y martirio

La vía mística se describe siempre como un camino que el alma recorre para llegar a la soledad, al silencio, al aislamiento, a la liberación, a la privación y el abandono de todas las cosas, terrenas y corporales, al vaciamiento y a la calma interior respecto a todas las cosas espirituales, y finalmente a la «noche oscura del alma». Si nos preguntamos cuál es la experiencia real y el Sitz im Leben de esta vía, no nos meteremos en el hecho religioso, sino en el político; no nos encontraremos con el monje, sino con el mártir. «Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5, 10).

El hombre que se encuentra en la cárcel, perseguido por ser un hombre justo, está privado de todas las cosas que tiene. Queda aislado de todas sus relaciones humanas. Se le impone un celibato de coacción. En las torturas queda despojado de su corporeidad y sometido a mortificaciones. Pierde su nombre y se convierte en un número. Su identidad psíquica es destruida por las drogas. En la celda insonorizada entra en la «noche oscura del alma» 14. Es ejecutado y muere fuera «con Cristo» y es sepultado en su muerte. Realmente el camino de la experiencia mística es el seguimiento de Cristo y la resistencia contra la opresión del hombre.

14. Juan de la Cruz escribió poéticamente sobre «la noche oscura del alma» en la prisión del convento carmelita de Toledo; cf. Vida y Obras, B.A.C., Madrid 1950, 811-918; W. Herbstrith, Therese von Li.rieux. Anfechtung und Solidaritüt, Frankfurt 21974. H. U. von Balthasar, Wer ist ein Christ?, Einsiedeln 1965, 82 s. (trad. cast.: ¿Quién es un cristiano?, Guadarrama, Madrid 1967) describe de forma muy realista y profunda esta «noche»: «El camino de la contemplación, recorrido honesta y rectamente, desemboca normalmente en una noche: en el no ver ya por qué se reza, por qué se ha renunciado; en el no saber ya si Dios sigue escuchando, si quiere y acepta todavía el sacrificio...».

 

El lugar de la experiencia mística es la celda, la celda de una prisión. El «testigo de la verdad» de Cristo es despreciado, perseguido, deshonrado y repudiado. En su sufrimiento experimenta la suerte de Cristo. Su suerte se hace conforme a la suerte de Cristo. Es lo que los místicos llamaban conformitas crucis. Por eso él experimenta también la presencia de Cristo resucitado en su comunión con la pasión de Cristo y tiene de ella una certeza tanto mayor cuanto más profunda es esta comunión de pasión. Para el sufrimiento real del «testigo de la verdad» vale lo que Eckhart dice a propósito del sufrimiento cuando lo califica como el camino más breve para llegar al nacimiento de Dios en el ama. Dios en la celda, Dios en el proceso, Dios en las persecuciones, Dios en los dolores del cuerpo, Dios en las tinieblas del alma: ésta es la mística de los mártires. Y no se exagera cuando se dice que la cárcel es el lugar de la experiencia cristiana de libertad. En la cárcel se experimenta la presencia de Cristo en el Espíritu. En la cárcel el alma encuentra la unio mystica. Nos lo atestigua la «nube de testigos» en Corea, en Sudáfrica, en América latina y en otros países.

En nombre de otros muchos me gustaría escuchar aquí lo que dice Kim Chi Ha, mártir católico condenado a muerte por haber participado en la revolución cristiana de la Koinonía. Después esa condenación fue conmutada en cadena perpetua. Escribe:

En esta celda cada segundo era la muerte. ¡Enfrentarse con la muerte! ¡Luchar con la muerte! ¿Habrá que superar este enfrentamiento y llegar a la libertad interior del combatiente o habrá que rendirse a la vergüenza y a la derrota?... El via crucis del misterio de la cruz está en la superación de la muerte, en decidirse por la muerte. Esta era nuestra tarea (Via crucis, 1974).

También la historia de la iglesia pasa de la piedad de la mística del convento a la experiencia de los mártires en las prisiones 15. El seguimiento espiritual de Cristo en el alma apunta al seguimiento de Cristo a nivel corpóreo-político. La mística del via crucis es un eco de los viacrucis reales de los mártires. Ciertamente, en el camino que conduce del martirio a la mística, la comunión con Cristo queda elevada a otro plano; el seguimiento pasa a ser imitación, el sufrimiento de la humillación que se experimenta pasa a ser virtud de la humildad, las persecuciones físicas pasan a ser tentaciones interiores, la muerte y la condenación se convierten en «muerte espiritual». Sin embargo, a través de la mística de Cristo, se conserva viva la memoria de la pasión de Cristo y la memoria de los sufrimientos de los mártires. Esto significa una sólida esperanza en el futuro de Cristo en la historia. Si el morir-espiritual-con-Cristo no se entiende como un sustitutivo del morir-real-con-Cristo, la mística no será una alienación de la acción sino una preparación para el seguimiento público. Si la «noche oscura del alma» no se comprende de modo metafisico sino concretamente, como experiencia del Gólgota, remitirá a algo más que ella misma, a la muerte del testigo. Mientras que la mística medieval y la barroca tenían como fin la purificación del alma, desde Juan de la Cruz en adelante se afirmó la idea de la participación en la pasión de Cristo. Lo que le interesa a Teresa de Lisieux es una compassio Christi sufrida de modo místico y corporal. La experiencia de muerte en la ausencia de Dios une entre sí la mística de Cristo, el martirio y la vida cotidiana. Los creyentes no son solamente receptores pasivos de los frutos de la pasión de Cristo, sino que son considerados dignos de sufrir con Cristo y por tanto de fructificar con él en el reino de Dios, tal como se lo promete Jn 12, 24 ss al grano de trigo que cae en tierra y muere.

La mística y el seguimiento están estrechamente unidos y tienen una importancia vital para la iglesia que se cualifica con el nombre de Cristo. Los apóstoles eran también mártires: de su anuncio y de su sufrimiento surgió la llamada de la iglesia a la vida 16. Los catálogos paulinos de las perístasis (Rom 8; 1 Cor 4; 2 Cor 6; 2 Cor 11; 2 Cor 12) no se ofrecen como historias personales de Pablo, sino que tienen una fuerza que atestigua el evangelio 17. Expresan la mediación apostólica entre la pasión de Cristo y los sufrimientos últimos del mundo. En

15.Cf. para lo siguiente: J. Moltmann, El Dios crucificado, Salamanca 21977, 50 ss.

16.Los mejores análisis de que disponemos en este sentido sobre la relación entre los apóstoles y los mártires siguen siendo los de E. Peterson, Zeuge der Walirhell, Leipzig 1937.

17.W. Schrage, Leid, Kreuz und Eschaton. Die Peristasenkataloge als Merkmale paulinischer theologia crucis und Eschatologie: EvTh (1974) 141-175. La acción cristiana y la contemplación cristiana llevan inevitablemente a la pasión de Cristo. Es éste su punto común de referencia, sea cual fuere el modo con que se quieran relacionar entre sí la vita activa y la vita contemplativa.

efecto, la escatología paulina es theologia crucis porque su teología de la cruz representa la expresión más profunda de la esperanza en la venida de Cristo. Los sufrimientos apostólicos no son sufrimientos por Cristo, como serían los de un soldado que muere por la patria. Son sufrimientos con Cristo, en los que se acepta el sufrimiento último del mundo por los seguidores de Cristo y se le supera en virtud de su resurrección. El sufrimiento introduce al testigo de Cristo cada vez más íntimamente en la comunión con él. Y al realizarlo, el sufrimiento expresa la esperanza última para toda la creación angustiada. El que acepta su sufrimiento y no lo reprime, muestra el vigor de la esperanza. Así pues, tiene razón Erik Peterson cuando dice: «La iglesia apostólica, que se basa en unos apóstoles que se convierten en mártires, es también siempre la iglesia que sufre, la iglesia de los mártires». En cuanto religión estabilizada y en su figura aburguesada, el cristianismo se ha distanciado de esta verdad 18. La mística de la pasión no puede ser un sustitutivo, sino que ha de hacerse un eco y una preparación de la iglesia de Cristo que vive en sus mártires.

18.J. B. Metz, Las órdenes religiosas, Barcelona 1978.

Tiene sentido prepararse en la celda de un convento a enfrentarse con la celda de una cárcel. Tiene sentido aprender a vivir en la soledad y en el silencio antes de verse condenado a ello. Es liberador sumergirse en la meditación de las heridas de Cristo resucitado para experimentar luego los propios tormentos como un destino. Es redentor encontrar a Dios en la profundidad de la propia alma antes de verse sacado fuera violentamente por el mundo exterior. El que ha muerto en Cristo, incluso antes de morir, vivirá también aunque haya muerto.

Lo mismo que los caminos peculiares del místico y del mártir, también en definitiva la vida diaria en el mundo tiene su mística secreta y su martirio silencioso. El alma muere con Cristo y se «conforma a la cruz» no sólo en el ejercicio espiritual ni siquiera tan sólo en el martirio público, sino ya en los dolores de la vida y en los sufrimientos del amor. La historia del Cristo que padece, que es abandonado y crucificado, está tan abierta que en ella encuentran lugar y son asumidos los sufrimientos, los abandonos y las angustias de todo hombre que ama. Pero si encuentran lugar y son asumidas, esto no es para que se eternicen, sino para que sean transformadas y sanadas. El padecer-con-Cristo comprende incluso los dolores incomprendidos de un hijo y el dolor desconsolado de unos padres impotentes. Comprende los impedimentos y las opresiones manifiestas a las que se enfrentan los débiles y los pequeños. Y comprende también el sufrimiento apocalíptico que no ha sido experimentado todavía. Dado que comprende el juicio por entero, no hay nada que le resulte extraño, no hay nada que pueda extrañar a un hombre de Cristo. Por eso mismo la experiencia del Cristo resucitado en nosostros no se realiza únicamente en los vértices de la contemplación espiritual ni tampoco únicamente en la profundidad de la muerte de los mártires, sino ya en las pequeñas experiencias del sufrimiento soportado y transformado. El que ama muere de muchas muertes. El vivir-con-Cristo consuela para continuar viviendo y resucitando en el amor. Ese vivir refuerza la capacidad de resistencia de los débiles y de los pequeños, cuando se sienten descorazonados por los más fuertes. Da vigor creativo cuando ya no se vislumbra ninguna posibilidad. Y el que ama lleva a cabo la experiencia de varias resurrecciones. Entre las excepciones de los místicos y de los mártires tenemos una cotidiana meditatio crucis in passione mundi que muchos ejercen sin darse cuenta de ello.

Se realiza la simple experiencia de la resurrección siempre que se lleva a cabo una experiencia de amor. Nosostros estamos en Dios y Dios en nosostros cuando estamos presentes por entero, sin divisiones. Probablemente esta mística de la vida cotidiana es la mística más profunda. La verdadera humildad está en aceptar la oscuridad del propio vivir. La simple existencia es la vida en Dios. Efectivamente, en esta «oscuridad del instante vivido» (E. Bloch) están presentes el comienzo y el fin. Aquí el tiempo es eternidad y la eternidad es tiempo. En la existencia inesperada todo, «de repente», se transforma «al sonar de la última trompeta» (1 Cor 15, 52). El kairos místico es el misterio divino de la vida. Encontrarlo resulta muy sencillo y por eso precisamente es tan dificil. La llave que nos abre este misterio es la infantilidad, el estupor o —como se decía en el lenguaje de la piedad— la simplicidad.

5. La visión del mundo en Dios

A la mística se le ha reprochado siempre el desprecio por el mundo y la hostilidad respecto al cuerpo. No deja de ser verdad que en los escritos de los teólogos místicos se encuentran fácilmente ciertas ideas del idealismo neoplatónico y del dualismo gnóstico.

Resulta más sorprendente todavía encontrar en muchos de ellos una visión panteísta del mundo en Dios y de Dios en el mundo. «Todo es una sola cosa y una sola cosa en Dios», dice la Theologia Deutsch. Y para el monje poeta Ernesto Cardenal la naturaleza entera no es más que «el amor de Dios sensible, materializado», «reflejo de su belleza»; el mundo está lleno de «cartas de amor a nosostros» 19.

19. Theologia Deutsch, ed. por H. Mandel, «Quellenschriften zur Geschichte des Protestantismus», fasc. 7, Leipzig 1908, 88.; E. Cardenal, o. c., 21 ss, 34 ss, 101 ss.

Los teólogos místicos conocen desde luego la doctrina veterotestamentaria de la creación tal como se propuso de nuevo en la dogmática de la iglesia, pero en su visión del mundo de Dios prefieren acudir a expresiones como «efluvio», «inmersión», «disolución», «retorno». En la historia del pensamiento éste es el lenguaje neoplatónico de la emanación de todas las cosas del Uno-Todo y de su retorno a él. Pero desde el punto de vista de la teología éste es el lenguaje de la pneumatología. A diferencia de la creación y de las «obras» históricas de Dios, el Espíritu santo «se derrama» sobre toda carne (Gál 3, lss; Hech 2, 16 s) y en nuestros corazones (Rom 5, 5). Del Espíritu se «renace» (in 3, 3). Los dones del Espíritu no son creados ex nihilo sino que brotan del Espíritu santo. Son fuerzas divinas. El Espíritu vivificante «llena» la creación de vida eterna, porque «viene» a todos y «habita» en ellos. En la historia del Espíritu santo se manifiesta una presencia de Dios distinta de la que se da en la creación de los comienzos. Los hombres en su corporeidad (1 Cor 6, 13-20), e incluso el nuevo cielo y la nueva tierra (Ap 21), se convierten en templo en el que Dios habita. Este es el sábado eterno: el reposo de Dios y el reposo en Dios. Y por esto precisamente la historia del Espíritu tiende a aquel cumplimiento que describe Pablo con una fórmula que suena a panteísmo: «Para que Dios sea todo en todos» (1 Cor 15, 28). Con su doctrina de la creación y de la redención llena de acentos neoplatónicos los teólogos místicos intentan hablar expresamente de esta historia del Espíritu que se ha derramado sobre toda carne y de este mundo nuevo que ha sido transfigurado en Dios: «El que tiene a Dios de este modo (es decir) en el ser, ese capta a Dios de modo divino y Dios brilla para él en todas las cosas, ya que todas las cosas tienen para él el sabor de Dios y la imagen de Dios se le hace perceptible en todas las cosas» 20.

20. Meister Eckhart, o. c., 60.

Aquí se encierra una nueva visión, la específicamente cristiana, de la realidad, caracterizada por la encarnación del Hijo en la que se cree y por la inhabitación del Espíritu de Dios de la que se realiza la experiencia. No podemos ver en la repetición eclesiástica de la doctrina de la creación yahvista y sacerdotal una prestación creativa de la teología cristiana. La doctrina de la creación puede ser cristiana y puede ser no cristiana. En ella se nos comunica una distancia entre Creador y creatura, a la que no corresponde la de la experiencia cristiana de Dios. Si es verdad que la doctrina de la creación que profesaba Israel era un reflejo de la experiencia que había tenido en el éxodo el pueblo israelita, la doctrina cristiana de la creación tendrá que ser un reflejo de la experiencia que la cristiandad realiza de Cristo y del Espíritu. Desde el punto de vista teológico el «panteísmo» místico no representa ciertamente un paso bien dado en esta dirección, pero de todas formas sigue siendo un paso. Aquí la doctrina de Gregorio Palamas sobre las energías del Espíritu santo nos lleva más allá: «El mundo sigue su curso impulsado por la fuerza divina que actúa en él y que lo ilumina».

Analicemos una vez más la motivación de esta visión panteísta del mundo en Dios:

En la muerte de cruz Dios tomó sobre sí el mal, el pecado y la condenación, y en el sacrificio de su amor infinito los transformó en bien, en gracia y en elección. Cada uno de los males, el pecado, el sufrimiento, la condenación, está «en Dios». Fue sufrido por él, fue superado en él, fue cambiado en él «en ventaja nuestra». Su pasión es «el milagro de los milagros del amor divino» (Pablo de la Cruz). Ya no podrá ser excluido absolutamente nada. Todo lo que vive, vive consiguientemente de la omnipotencia de su amor sufriente y de la inagotabilidad de su amor que se sacrifica 21. Ya no hay nada que amenace a la creación en su existencia, puesto que la nada ha sido aniquilada en Dios y se ha manifestado su ser imperecedero. Debido a la cruz divina, la creación vive ya de Dios y es transformada en Dios.

21. Nadie mejor que C. E. Rolt, The World's Redemption, London 1913, ha ilustrado esta idea. Independientemente de él, ha expresado también ideas análogas N. Berdiaiev, El sentido de la historia, Barcelona 1943; en su escrito póstumo, Glaubenslehre, Leipzig 1925, párrafo 14: «Dios como amor», 212 ss., sobre Gertrudis von le Fort, E. Troeltsch habló de la «pasión de Dios» que comienza con la creación y termina con el retorno de Dios así mismo. La «penetración de las almas finitas en la vida divina» es un paso en este «camino de Dios a sí mismo».

Pablo conoció esta contracción ya superada sobre todo en la superación del contraste entre la vida y la muerte en el señorío de Cristo: «Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor. Tanto en la vida como en la muerte somos del Señor» (Rom 14, 8). Para 1 Cor 14, 28 el futuro de esta presencia de Cristo que abarca tanto a los vivos como a los difuntos es la presencia de Dios mismo que lo llena todo.

Sin la cruz de Cristo esta visión de Dios en el mundo sería pura ilusión. Y bastaría para demostrarlo el sufrimiento de un solo niño. Si no se conoce el sufrimiento del amor inagotable de Dios, ningún «panteísmo» podrá sostenerse frente a este mundo de muerte. Muy pronto se convertiría en un pan-nihilismo.

Es el conocimiento del Dios crucificado el que confiere a esta visión del mundo en Dios su fundamento y su estabilidad. En el señorío del Crucificado los muertos y los difuntos llegan a la comunión eterna. En la cruz del Resucitado se hunden los pecados y los sufrimientos del mundo entero. Por eso mismo por debajo de la cruz se dibuja la visión de Dios en todas las cosas, de todas las cosas en Dios. Los que creen en el Dios presente en el Crucificado, abandonado de Dios, lo verán también en cada cosa, del mismo modo que después de una experiencia de muerte la vida es experimentada en cada momento de una forma más intensa que antes.

La visión del mundo de Dios es vital en la experiencia de los perseguidos y de los mártires que advierten la presencia de Dios en la cárcel. Es vital en los místicos que encuentran la presencia de Dios en la noche oscura del alma. Resplandece en la piedad de la existencia vivida de una forma sencilla, en la que Dios está presente en la oscuridad del momento vivido: «En él vivimos, nos movemos y existimos» (Hech 17, 28), ya que «todas las cosas son de él, por él y para él» (Rom 11, 36).