PADRE TODOPODEROSO

«Conocer a Dios es conocerse a sí mismo como hijo. La auténtica experiencia de Dios no es una mera experiencia de creaturidad o de contingencia que lleva a conocerlo como creador, sino algo más: una experiencia de filiación que lleva a conocerlo como Padre... Y aquí es donde el hombre llega al conocimiento de sí mismo: conocer a Dios es conocerse como ciudadano del Reino...» (J. I. González Faus: "Acceso a Jesús", 57)

Todo lo que se podría decir sobre este artículo tan fundamental del Credo se resumiría así: Sólo podemos creer en Dios si Dios es Padre. Si Dios es sólo una Causa Primera o un Primer Motor, o si Dios sólo es un «espanta-pájaros» -como a menudo parece ser para muchas personas-, no se puede acabar de creer en Dios como íbamos proponiendo. Una de las principales causas del ateísmo moderno podría estar en la pérdida del sentido de Dios como Padre. Se ha hablado demasiado de Dios como de un principio lejano del cosmos o un Policía Supremo de leyes y castigos. Son muchos los que tienen de Dios una concepción mecanicista o moralista. Que Dios sea Padre no quiere decir que no sea también creador, remunerador y castigador; pero el centro de la realidad de Dios, lo que hace que podamos reconocer y aceptar a Dios como Dios, es que Dios es Padre. Si Dios no fuera Padre, no podríamos aceptarlo. Los que hacemos pastoral deberíamos tenerlo en cuenta. Si no hablamos de Dios Padre, hacemos ateos.

Veamos qué se quiere decir cuando se dice que Dios es Padre; porque hoy día puede haber dificultades, ya que los padres -se dice- están en crisis. Hay que entender el verdadero sentido de la paternidad de Dios.

Rudolf Otto, en su libro "Lo santo", publicado hace años (reedición: Alianza Editorial, Madrid, 1980), llega a la conclusión que el hecho común de todas las religiones es considerar a Dios como «mysterium tremendum». El hombre primitivo se siente amenazado ante tantas incógnitas y se enfrenta con preguntas que nunca puede acabar de responder. Y no sólo el hombre primitivo. También nosotros preguntamos: ¿Por qué la muerte de un joven que tanto prometía? ¿Por qué un accidente con trescientos muertos? ¿Qué hago yo en este mundo? ¿Qué sentido tiene mi vida y mi muerte? Hay respuestas más o menos parciales y provisionales; pero, cuando se buscan respuestas verdaderamente últimas y totales, no acabamos de encontrarlas. El hombre que es suficientemente sincero y lúcido para no contentarse con solo respuestas parciales o superficiales se halla siempre frente al "misterio" del mundo y de sí mismo. Un misterio que da miedo, más que confianza, porque sentimos constantemente amenazada nuestra existencia y la posesión tranquila de nuestras seguridades: un mysterium tremendum que produce una forma peculiar de «miedo religioso» o, quizá, más exactamente, de respeto frente a la realidad y las fuerzas que, intuimos, hay detrás de ella y que no podemos acabar de controlar. De aquí surgen los dioses del politeísmo: el dios de las tempestades, el dios del sol y de los astros, el dios de los volcanes, el dios de la fertilidad y tantos otros dioses para tantas otras cosas.

SC/TEMOR: La primera actitud religiosa sería, pues, la de miedo respetuoso a las fuerzas ocultas. De ella nace el acto religioso más primitivo y más generalizado de todas las religiones: el sacrificio. ¿Qué es un sacrificio? Dar cosas a los dioses para que estén contentos. Darles precisamente lo que los hombres más aprecian. En muchas religiones sacrificaban a los primogénitos. La Biblia nos habla de los sacrificios humanos de los cananeos y de otros pueblos, rechazándolos. Después los sacrificios humanos fueron sustituidos por los primogénitos de los rebaños. (En la Presentación de Jesús se constata todavía la secuela de esta costumbre). Daban lo que podían en lugar del hijo: los pobres una paloma; los ricos una ternera, un buey o un cordero. El principio de la religión primitiva es aplacar a los dioses que dan miedo. Es una actitud religiosa infantil. Y, por reacción, la actitud que ahora quiere ser adulta es la actitud del ateísmo: los dioses no son nada y no hay por qué darles nada. Basta con negar a dios para no tener miedo de nada. El hombre es libre, se oye decir hoy constantemente; es amo de su propio destino... Sin embargo, los hechos muestran a cada instante su impotencia. No es realmente dueño de nada y no puede retener lo que querría, ni aun la propia vida.

D/MISTERIO:La verdad de nuestra relación con el mundo y con Dios se nos da precisamente en aquella dimensión especial con la que Dios mismo se nos revela en la Biblia. No como un «mysterium tremendum», sino como un «mysterium amoris». Como un misterio, sí: pero de benevolencia. Es decir: todo aquello que vemos y no entendemos, aquello que nos desborda y parece que nos aplasta, aparece, en ultimo término, dependiente de Alguien que nos dice: «Yo estoy a vuestro favor. No temáis, no os quiero aplastar: estoy con vosotros». Esta es una de las características esenciales del mensaje bíblico: Dios aparece, al mismo tiempo, como «mysterium», es decir, como distante y lejano, como «totalmente otro», que decían ya los antiguos: como una realidad distinta a cualquiera de este mundo; pero, al mismo tiempo, como el que está cercano, como el que está a nuestro lado. Dios es, entonces, a la vez, la distancia y la cercanía, el Misterio trascendente hecho misterio benevolente.

Estos dos aspectos del misterio divino se afirman -dicho con lenguaje de hoy- dialécticamente o contrapuntualmente. Sólo así se tiene una adecuada noción de Dios. Pero si uno de estos dos polos se afirma con más fuerza que el otro, se destruye la noción de Dios. Si Dios es solo una fuerza poderosa, errática y caprichosa, lo más que se puede hacer es huir de El o negarlo. Y si Dios es uno cualquiera de nosotros, lo que habrá que hacer es comprarlo, que es lo que hacemos las gentes religiosas: con unos pocos sacrificios y oraciones creemos que lo tenemos satisfecho y dominado. No, a Dios no se le compra ni se ha de huir de El; con Dios estamos en relación íntima, a pesar de que El esta totalmente por encima de nosotros. Es la distancia y la cercanía de Dios, temas particularmente desarrollados en el libro del Deuteronomio.

A/EXIGENCIAS: El Deuteronomio es una reflexión teológica posterior a la Ley, de ambiente sacerdotal, que intenta como una purificación de lo que era más primitivo en las antiguas tradiciones israelitas acerca de Dios. Este libro hace decir a Dios: ¿Ha habido algún pueblo que tenga sus dioses tan cerca como yo he estado de vosotros, constantemente, a lo largo del desierto? El dios de la Biblia es el Dios que está cerca. Pero, al mismo tiempo, es un Dios con quien no se puede jugar. Más adelante dice: "¡Ay de vosotros si no hacéis lo que os mando!: os castigaré como ya os castigué...)" Esta es la doble realidad de Dios: la distancia y la cercanía, el amor y la exigencia, la inmanencia y la trascendencia.

Consideremos por un momento el amor y la exigencia. Un amor siempre tiene que ser exigente; un amor que no es exigente no es amor. Los padres son exigentes porque aman. Tiene que ser una exigencia razonable (no deben exigir más que lo que han de exigir, y han de hacerlo de una manera adecuada), pero el amor es exigente. Los abuelos llega un momento en que se hacen blandos: ya no exigen a los nietos como antes, lo consienten todo. Ya no aman como deben amar. Entre novios y esposos no puede ser que a uno no le importe lo que sea o haga el otro. Cada uno quiere que el otro sea como debe ser. Otra cosa es que el amor auténtico no haya de ser también perdonador. También esto se ve en la Biblia. El amor siempre es exigente y perdonador. Cuando se agotan las posibilidades de la exigencia, viene el perdonar. Pero se quiere que el otro sea lo mejor que pueda ser. Y no sólo por egoísmo, sino por él, porque lo amamos y queremos su bien. Esta relación sugiere lo que podría ser nuestra relación con Dios como Padre.

Resumiendo lo dicho: el dios de las religiones es la fuerza misteriosa que es necesario aplacar, es el "mysterium tremendum". No llega a ser Padre; da miedo. No llega a estar cerca, no llega a manifestarse benevolente o, al menos, no tenemos seguridad de ello: hay que comprarlo, y nunca se está seguro de si el precio será suficiente. Se teme a Dios como se teme a un hombre poderoso. Trasladamos a la relación con Dios la actitud que tenemos entre los hombres en las estructuras de poder en que nos movemos. Cuando hay alguien que tiene poder sobre lo que necesitamos, lo tenemos que comprar, con dinero o con lo que sea. Hay que convencerle o hay que seducirle con compensaciones... y nunca se sabe si serán suficientes. Este es el dios de las religiones primitivas, el dios que da miedo, el dios que se compra o, al menos, se manipula.

Pero sólo se puede llamar «Dios» a aquella presencia amorosa, protectora, que comunica vida, que da sentido, que, siendo más que todas las cosas contingentes, frágiles y mutables de este mundo, y siendo autosuficiente en sí mismo, está a favor nuestro. Es el "mysterium tremendum" convertido en «mysterium amoris» Esto es lo que la Biblia, ya en el Antiguo Testamento, pero sobre todo a partir de la revelación de Cristo en el Nuevo, nos quiere decir cuando llama a Dios «Padre».

Evidentemente, esta denominación de Padre se hace por analogía. Por lo tanto, está siempre muy condicionada a la experiencia concreta de paternidad, que es variable, ya que no hay dos padres iguales, sino mil formas de paternidad y de maternidad. Y no sólo esto, sino que cada época, cada cultura, vive la paternidad de manera diferente. Esta denominación, "Padre", es, pues, sólo una denominación, diríamos, aproximativa. Y tanto es así que en la Biblia no es la única denominación, sino que encontramos otras denominaciones análogas. Se habla de Dios también como esposo. En el profeta Oseas leemos que la relación de Dios con su pueblo es la del esposo con la esposa que se ha prostituido. Lo esencial de esta manera de hablar es la relación con Dios como amor.

Cualquier forma de amor puede servir: el amor de padre, el amor de esposo o el amor de amigo. También dice la Biblia que Dios es Caudillo, es Roca, es Fortaleza... Pero no sin razón, en definitiva, la imagen de padre es la que consagró Jesús y la que ha quedado como imagen central de nuestra relación con Dios. Porque la relación padre-hijo o, mejor, la relación «parental» con los hijos -la relación paterno-materna- es la que mejor expresa la distancia y la cercanía de que hemos hablado. El padre no está nunca al mismo nivel que el hijo; pero, cuando el padre es como debe ser, el hijo tiene que confiarse totalmente a él. Esto no es tan patente en la imagen del esposo, porque el esposo y la esposa están como al mismo nivel. Menos aún en la imagen del amigo. Y aún menos en aquellas otras imágenes mas o menos bélicas que, como es natural, surgían en momentos de guerra: el caudillo, el escudo, la roca, la fortaleza, que expresan defensa y seguridad para el pueblo, protección, pero no una relación personal amorosa.

La imagen de Padre es la que mejor representa la bipolaridad contrapuntual que es, a la vez, distancia y cercanía; expresa el «mysterium», que está lejos, y la donación del misterio, que está a nuestro favor. Una maduración de la fe tendría que ir en la línea de intentar superar, en nuestra representación de Dios, los defectos concretos, las experiencias negativas que pudiera haber en nuestra experiencia concreta del padre.

Haré ahora unas alusiones rápidas para subrayar esta idea del Dios de la Biblia como Dios Padre en contraposición al Dios "mysterium tremendum". Dejando de lado por el momento la creación, el primer acto de «paternidad» de Dios que hallamos en la Biblia podría ser la promesa hecha a Abraham. Dios escoge a Abraham porque sí, gratuitamente, y lo hace «hijo». Aún no le llama «hijo», pero sí le dice: «sal de tu casa y ve allí donde yo te diré, y yo te acompañaré siempre, y tu familia será bendita por todas las generaciones, y yo estaré siempre contigo, etc.». Tenemos aquí el prototipo de cómo el pueblo de Israel concebía la fe en Dios. Creían en Dios «Padre» sin llamarlo todavía así. Abraham tiene fe "filial" en Dios, se fía de la promesa de Dios, con las peculiaridades que comporta una relación de promesa. Una promesa, contrariamente a un contrato, es algo puramente gratuito. Si una abuela dice a su nieto: «Jorge, te prometo que el año que viene en Navidad te compraré un tren eléctrico», ¿qué hará el pequeño? Se fía de la abuela, aunque no tenga ninguna garantía, ningún contrato; y está esperando todo el año que llegue Navidad, porque tiene la certeza de que la abuela le comprará el tren eléctrico. La promesa es lo más gratuito que hay; depende de la generosidad y fidelidad del que la hace, y reclama del que la recibe plena y total fe-confianza. El rasgo fundamental del Dios de la Biblia es que es un Dios fiel a sus promesas.

Un segundo momento sería la Alianza con Moisés. La iniciativa sigue siendo de Dios: «Yo haré una Alianza con vosotros, y vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios». Dios ha tomado al pueblo bajo su protección. Los milagros del mar Rojo, del mana del desierto, etc., lo irán confirmando. Sin embargo, para el pueblo no es fácil creer en Dios Padre. Toda la historia del desierto es lucha contra la desconfianza, porque les cuesta, porque pasan sed, pasan hambre; pero al mismo tiempo les mantiene la fe de que, a pesar de todo, "Dios estará con nosotros, Dios nos dará la tierra prometida", etc.

Una tercera etapa podría ser la promesa a David, que se encuentra en el Segundo Libro de Samuel y en otros pasajes. Cuando David dice a Dios: «Yo te haré un templo», Dios le contesta: «¡Insensato, qué me has de hacer tú a mí un templo! Yo te haré una casa a ti. Yo te daré descendencia, yo te daré un hijo, yo estaré siempre contigo». Dios no quiere templos, no los necesita. Salomón hizo uno, y Salomón es el rey que ya no es del todo según el corazón de Yahvé. ¿Por qué no necesitaba templos Yahvé en el tiempo de David? Porque Yahvé es Dios Padre, Dios de personas y no Dios de cosas; no es una fuerza que necesita localizarse de esta forma. Los templos los necesitamos nosotros, y por eso los tenemos que hacer. Y por eso llamamos "ecclesia" al lugar de la reunión, que no es propiamente el «lugar de Dios», porque nuestro Dios no tiene lugar. Dios se autodescribe como «el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob»: el templo de Dios son los corazones de los hombres. De aquí toda la polémica de Jesús contra el templo y los fariseos.

Otro momento de manifestación de la paternidad de Dios es el tiempo de los profetas. Entonces dice ya expresamente a su pueblo: «Israel, tú eres mi hijo». En los Profetas, Dios se revela como Padre de los pobres, de los huérfanos, de la viudas (Is 1 y 58): «No me interesan vuestros cultos mientras dejéis morir al huérfano y a la viuda...» Amós, que emplea un lenguaje más duro, dice: «Dios es Padre, y de una manera particular es Padre de los más necesitados, de los que no tienen padre: los huérfanos, la viuda, el extranjero». Dios es el padre de los pobres; el que sustituye al padre y, cuando éste falta, el que exige que quien ama a Dios, quien quiere estar con Dios, se ponga en lugar del padre, respetando la dignidad de los hijos de Dios y amándolos como El mismo los ama.

Finalmente, el mensaje de Jesús: la fe en Dios no es la fe cultual, legalista, del templo, de la ley, de los ritos, de las cosas que sobrevaloraban los fariseos. El decía que Dios es Padre, y basta. A Dios no se le tiene que comprar; Dios ya está a nuestro favor, aun cuando no lo merecemos. Por eso, el lugar central de todo el Nuevo Testamento es la parábola que solemos llamar del Hijo pródigo, y que no es tanto la parábola del Hijo pródigo cuanto la del Padre Bueno, del Padre que se deja «vencer» por los hijos, sencillamente porque los ama, porque son sus hijos. Como el Padre es bueno, se nos viene a decir, tanto vale el uno como el otro: uno es malo porque derrocha la herencia; el otro porque piensa que por haberse quedado en casa tiene derecho a todo, y no se da cuenta de la bondad de su Padre ni de su gozo por haber recobrado al que se había perdido. La bondad gratuita de Dios Padre es el centro del Evangelio.

Podría alargarse mucho más esta exposición sobre las manifestaciones de Dios como Padre. Jesús, que es la presencia misma de Dios entre nosotros -diríamos: Dios puesto a nuestro nivel-, Jesús se pone a nuestro nivel como hijo y le llama a Dios «Abba, Padre». Esta es quizá la única palabra que se puede decir con toda certeza que fue pronunciada por Jesús, porque es un término que han conservado los evangelistas en arameo, y no se ve por qué lo iban a conservar así si Jesús no lo hubiera dicho.

Jesús es el que, poniéndose a nuestro nivel, nos muestra cómo hemos de estar delante de Dios. Nos enseña que hemos de estar siempre en actitud de decir: «Abba, Padre». San Pablo, que fue un excelente conocedor del sentido del mensaje de Jesús, en el capítulo 8 de la carta a los Romanos y en el capitulo 4 de la carta a los Gálatas nos dice que Jesús nos ha enviado su Espíritu que nos hace decir: "Abba, Padre". ¡Todo lo que ha venido a revelarnos Jesús y todo lo que nos enseñará el Espíritu es que sepamos llamar a Dios «Padre»! Y no sólo decirlo con la boca, sino decirlo con la vida. Es decir, que sepamos vivir de la confianza en Dios, que sepamos que Dios está a nuestro favor como un Padre, y que reconozcamos con las obras su paternidad, viviendo como hermanos en fraternidad.

Hay ateos en el siglo XX que no pueden ver a Dios como Padre. Sartre, por ejemplo, que nos ha explicado su triste infancia sin padre. Pero quizá Sartre es el temperamento más religioso del siglo XX, y esto mismo le llevó a ser ateo. Tiene la preocupación de Dios -del sentido total-, pero no le puede dar un contenido, porque le ha faltado la experiencia fundamental de la paternidad humana. Nadie pudo hacer comprender a Sartre -como a tantos otros- la verdadera paternidad de Dios y lo que significa la filiación de Cristo, Hijo de Dios aunque hombre como nosotros. Los relatos sobre su infancia explican que el Dios que le presentaron era sólo un Dios lejano, controlador, que castiga. Se explica que este Dios fuera rechazado violentamente como incompatible con la dignidad y la libertad del hombre. El hombre sólo puede creer en Dios en la medida que se sienta amado y perdonado por Dios. Por eso sólo se puede creer en el Dios que presenta Jesucristo. Nosotros creemos en Dios Padre, Padre de nuestro Señor Jesucristo y Padre nuestro.

Esto nos tendría que hacer muy responsables en nuestras relaciones con los otros. Cuando queramos ayudar a alguien en su camino hacia la fe, nos imaginamos que lo más importante es empezar a dar argumentos apologéticos, a probar, a demostrar la existencia de Dios. Lo primero que hay que hacer es amar, dar una experiencia de amor, y entonces hacer ver que en el fondo de toda experiencia de amor hay una exigencia del amor total, y que sólo se puede fundamentar este amor total en el amor de Dios. Jesús no hizo teorías sobre la paternidad de Dios, sino que vivió la filiación creyendo, esperando, confiando, fiándose del Padre. Abraham se fía de la promesa; Moisés se fía del Dios que le llama; los Profetas se fían, a pesar de todo, de que Dios está a favor de los pobres y de los desvalidos, etc. Toda la historia bíblica se resume en la fidelidad de Dios-Padre, que reclama la fe de los hombres.

Por último, algo que puede tener cierta importancia. En el Credo se dice que creemos en «Dios Padre todopoderoso». «Padre» es el sustantivo, "todopoderoso» es solo adjetivo. Es cierto que sólo porque Dios es Padre todopoderoso podemos hablar de la fe-confianza total. Si fuese un Padre débil, incapaz de alcanzar lo que se propone, o expuesto a ser desbancado por alguien, no le podríamos tener aquella confianza total. Pero, dicho esto, hemos de decir, que no el poder, sino el amor, no el ser todopoderoso sino el ser Padre, es lo que define más propiamente, más íntimamente a Dios. Como un buen padre de familia humano se define más por el amor que por el poder. Es verdad que hay padres que quieren manifestar su paternidad con su poder autoritario, más que con su amor benevolente; pero estos padres se manifiestan a la larga como malos padres y acaban haciendo malos hijos, rebeldes y dominantes, o demasiado tímidos y apocados. En la Biblia se atribuyen a Dios con particular insistencia dos cualidades que la versión latina traduce por «fidelitas et misericordia» y que nosotros podríamos traducir por «fidelidad y benevolencia». De la fidelidad ya hemos hablado; ahora sólo querría añadir que el poder de Dios está al servicio de su benevolencia. Dios es fiel porque puede serlo, porque nada ni nadie puede obstaculizar lo que ha decidido y querido. Pero es fiel principalmente en el amor, en la benevolencia hacia los hombres. En la Biblia parece que casi siempre los hombres se alzan contra el designio de Dios y se empeñan en hacerle fracasar. Hasta el punto de que hay momentos en que Dios parece arrepentirse de haber creado al hombre y, hablando a la manera humana, parece que no le queda más remedio que destruirlo. Pero eso nunca lo hará. Dios es «fiel y benevolente», «fiel y misericordioso», o «fiel en la misericordia». Dios nunca se volverá atrás de haber amado al hombre, y seguirá amándolo con fidelidad indefectible. Nadie lo ha expresado mejor que el profeta Oseas: «Cuando Israel era niño yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo... ¿Como voy a dejarte, Efraím; cómo entregarte, Israel? ¿Voy a dejarte como a Adma y hacerte semejante a Seboyl? Mi corazón está en mí trastornado y a la vez se estremecen mis entrañas. No daré curso al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraím porque soy Dios, no hombre».

Dios es ciertamente todopoderoso, pero con el poder de Dios, no con el del hombre: con el poder total del amor total. Bendito sea Dios, Padre todopoderoso.

JOSEP VIVES
CREER EL CREDO
EDIT. SAL TERRAE
COL. ALCANCE 37
SANTANDER 1986, págs. 27-42