EL MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO

UNO Y TRINO


La sociedad divina en los occidentales
Hay tres personas en un solo Dios. Tienen la misma y única 
naturaleza. Tal es la enseñanza de la fe, de la que hay que 
examinar ahora cómo los latinos han dado cuenta. Los maestros 
son aquí San Agustín y Santo Tomás. La dificultad del problema 
reside en que nos es necesario demostrar en qué sentido la 
Trinidad constituye, como ya decía Tertuliano, la Unidad divina. 
Nuestro pensamiento deberá moverse del Dios-Uno, el absoluto, al 
Dios-Trino, consistiendo todo el misterio en la relación de unas con 
las otras. 

Las procesiones eternas
La definiciónn que hemos dado, en el capítulo que precede, de 
la «procesión» divina, es capital para los latinos, los teólogos de la 
vida interior de Dios. Ante todo, eliminando los falsos problemas, 
respondamos a esta pregunta: ¿qué es lo que no puede proceder 
en Dios? Será más fácil, a continuación, hablar del Hijo y del 
Espiritu Santo, que son los únicos que proceden. 

1. Lo que no procede
La naturaleza divina, con toda evidencia. Ella misma debería en 
tal caso venir de otra naturaleza preexistente, lo que sería un 
absurdo y conduciría a hablar de dos naturalezas divinas, y por 
tanto de dos dioses. 

El Padre mismo no procede
Ya se ha visto, jamás la Escritura ha dicho, ni una sola vez, que 
el Padre fuese enviado entre los hombres. Nuestras profesiones de 
fe lo proclaman: «El Padre no viene de ningún otro» (Lyon, 1274). 
«EI Padre, todo lo que es y todo lo que tiene, no lo tiene de ningún 
otro, sino de si mismo, es un principio sin principio» (Florencia, 
1442). En ese punto los griegos y latinos no han divergido jamás, 
pero el teólogo emprende otra investigación. Ilumina esta propiedad 
de la primera persona divina analizando los nombres que la 
tradición le ha reservado: Padre, Principio, Inengendrado. 
El Padre.—Este nombre nos es dado por el Evangelio como el 
nombre propio de aquel de quien decimos que está en la cima de la 
divinidad. Además, la Escritura nos dice que el Padre tiene un Hijo. 
Ahora bien, en ninguna parte se nos dice que el Padre sea a su vez 
Hijo de un Padre. A los ojos de la fe, semejante afirmación, como se 
sabe, se hallaría desprovista de sentido: sólo hay un único Hijo en 
Dios. Mas, de inmediato, el nombre de Padre nos revela una 
persona sin origen. Hablar del Padre es proclamar que el que lleva 
este nombre tiene un Hijo, pero no es suponer que a su vez él sea 
Hijo, es decir, que tenga de otro su ser. La Paternidad es una 
propiedad que califica la misteriosa fecundidad de una persona, 
fuente de otros seres; no nos dice que esta persona tenga, a su 
vez, un origen. 
El Principio.—Los antiguos textos de la fe lo proclaman: el Padre 
es principio, es decir, arranque de toda la Trinidad. Decir que es 
principio es, pues, afirmar al mismo tiempo que otros seres 
encuentran en Él su origen. Principio es, pues, un nombre que 
viene a completar el precedente: ser Padre es ser fecundo y, por 
tanto, ser principio de otras personas semejantes a ÉI. ¿Cómo 
explicar lo que es un Principio sin principio? Éste es el misterio de la 
primera persona, rica de ser hasta el punto de que se ve mejor lo 
que produce que el hecho de que ella misma no sea producida por 
nadie. 
El Inengendrado.—Ese nombre completa los precedentes. 
Implica la falta de origen, la ausencia de dependencia de todo. 
Inengendrado nos lleva a contemplar al Padre bajo el aspecto en 
que carece de padre, es decir, no-hijo, mas no sin hijo, pues el 
Inengendrado es también el Padre. En definitiva, Inengendrado es 
un nombre que sitúa al Padre en una absoluta trascendencia más 
que en su fecundidad, siendo ésta evocada por los dos nombres 
precedentes. El Inengendrado, nombre abismal, impenetrable para 
las criaturas, que necesitan ver el origen de los seres. Juntos, los 
tres nombres de la primera persona excluyen que pueda proceder. 
Los dos primeros exclusivamente dicen su fecundidad. Esta es la 
que ahora es necesario que abordemos. 

2. Las procesiones divinas
TRI/PROCESIONES: En el origen de la teología latina de las 
procesiones hay un gran esfuerzo de pensamiento. Aquellas 
recurren al mundo del espiritu, a la psicología del hombre. La 
analogía permite inmediatamente afirmar que lo que es verdadero 
del hombre, debe ser posible aplicarlo, en un modo supereminente, 
a Dios. 
El hombre, se lee en el relato sagrado, está hecho a imagen de 
Dios. Lo que hay de más noble en él debe, por consiguiente, poder 
expresar algo de Dios. Pues bien, el hombre es espiritu, esto es lo 
que en él hay de más grande. Es lícito, pues, concluir que las 
operaciones del espíritu, la inteligencia y la voluntad, deben 
también encontrarse en Dios. De aquí las siguientes 
consecuencias: 

Padre e Hijo: el Pensamiento y su Verbo. 
Se recordará que San Juan llamaba a Jesús, el Hijo de Dios, el 
Hijo único, el Verbo (Prólogo y I, 18). San Pablo había dicho: Jesús 
es Sabiduría de Dios (I Cor., I, 24). Esos dos nombres dados al Hijo 
de Dios eran el esbozo de una gran teología, que San Agustín y 
después Santo Tomás habían de llevar un día a su perfección. El 
Hijo de Dios, según la Escritura, procede de un mundo intelectual: 
es la Palabra o Verbo de Dios. Síguese de ello esta consecuencia: 
el Padre que engendra al Hijo es, pues una inteligencia pensante. 
Ahora bien, ocurre que estamos aquí en presencia de la ley de los 
espíritus cuya primera operación es «pensar». Mas, en el hombre, 
la palabra interior por la cual él expresa las cosas que aprehende, 
queda pobre. No pasa de ser una palabra, un hálito que él puede 
expresar, pero que al punto pasa. No es nada consistente, nada 
«substancial». Ni siquiera tiene ninguna necesidad; habría podido 
no ser. Es, dicen los filósofos, del orden «accidental». 
Sin embargo, mi verbo interior no está desprovisto de 
importancia. Cuando pienso, mi palabra interior expresa exacta y 
adecuadamente todo lo que es en aquel instante mi inteligencia, 
todo su contenido y ella misma. Existencialmente, concretamente, 
mi inteligencia es expresada por mi palabra, que es entonces su 
expresión perfecta. Le es, se podría insinuar, «consubstancial 
(homousíos). 
Traslademos nuestras reflexiones y apliquémoslas a Dios. Henos 
situados frente a la persona que-no-procede: el Padre. Pues bien, 
el Padre es Dios y tiene toda la inteligencia divina. El Padre es, 
pues, una inteligencia pensante. Mas, por ser perfectísimo, su acto 
intelectual lo es también. Ved ahí, pues, aparecer su Verbo, sin 
deficiencias, reproducción exacta del Padre, «señal de su 
substancia» y su expresión perfecta, adecuada, substancial. El 
Verbo de Dios Padre es, pues, de la misma naturaleza que el 
Padre, sin nada de accidental. Es Dios como Él, «consubstancial al 
Padre», persona viviente. Es toda la divinidad, no engendrante, 
sino engendrada. No engendrante, puesto que, en su acto de 
pensar, el Padre expresa toda la divinidad (y toda su creación): no 
hay ya, pues, nada por expresar o engendrar. Es, por tanto, 
imposible que el Hijo sea el Padre, e incluso que sea Padre. Es 
engendrado, Aquel en quien el Padre se dice totalmente, Aquel en 
quien ÉI mismo y el Espíritu Santo son «dichos», Aquel en quien el 
Padre ve todos los seres que quiere crear, toda la creación que, 
por este hecho, es a imagen del Verbo. 
Además, el Verbo es Hijo, porque procede del Padre 
únicamente, a la manera como un hijo humano procede de su 
padre, quiero decir llevando en sí su semejanza. La inteligencia 
tiene esto de admirable, que se hace semejante al que contempla. 
Ni puede siquiera comprender, si no se convierte en la otra por 
similitud. Comprender algo es, para el hombre, convertirse en este 
algo de una determinada manera; es, diría Claudel, co-nacer con 
este algo. Maravilla, desde luego, de dónde procede la unión: este 
algo se sitúa al nivel de los espíritus. Mas la inteligencia divina no 
tiene, al contrario que el hombre, que dirigirse hacia un ser para 
conocerlo: expresándose enteramente en su Verbo, el Padre 
engendra, en su eternidad, un todo semejante a Él. Y el Verbo-Hijo 
queda unido a su Padre necesariamente, ya que es su imagen 
exacta, que expresa su naturaleza. El Hijo es hijo por ser Verbo, y el 
Verbo, como engendrado del Padre, es, pues, el Hijo, «la imagen 
de Dios invisible» (Col., I, 15). 
Hay en esto mucho para hacer pensar a más de un padre de la 
tierra. En su poder se halla el procrear. Mas ese poder es 
imperfecto: el hijo que engendra un padre no es su imagen exacta, 
sobre todo no alcanza el grado de perfección personal que todo 
padre desearía para su hijo. En primer lugar, nace niño, distante de 
la estatura de hombre. El padre deberá, ayudado por la madre. que 
fue necesaria para la procreación de su hijo, y esto durante muchos 
años, atender a su educación, prolongamiento normal del acto 
procreador. Sólo al fin tendrá en él a un hombre. Tal es el sentido 
de la educación: que un padre y una madre quieran dar 
progresivamente a su hijo lo que no le han podido comunicar al 
ponerle en el mundo. Dios obra por sobreabundancia y se expresa 
de una vez, en su acto eterno de engendrar. Los padres de la tierra 
necesitan tiempo para convertir a su hijo en un hombre, tipo 
acabado de humanidad y Dios mismo le da sin cesar su gracia para 
hacer de él una «semejanza de Cristo» (Rom., VIII, 29). 

El Espíritu Santo, soplo de amor. 
Hemos descubierto en Dios una primera operación: la de la 
inteligencia. Su término era el Verbo-Hijo. Mas la noción de espíritu 
reclama una segunda operación. Cuando el hombre ha concebido 
una obra bella y buena, tiende hacia ella con toda su alma, la ama. 
La segunda operación o procesión de Dios es, pues, la de la 
voluntad o amor. Mas salta a la vista inmediatamente que si, para 
emitir su Verbo, bastaba el Padre, ya no ocurre lo mismo si se 
considera su amor. El amor, precisamente, reclama un término 
hacia el cual tiende. Pues bien, ¿hacia quién podría el Padre 
tender, sino hacia el Hijo, que refleja toda su perfección? En un 
puro impulso se dirige hacia Aquel a quien engendra eternamente 
para descansar en El, pues ama a Aquel que es infinitamente 
amable, al Hijo a quien ha comunicado toda la naturaleza divina 
(añadamos: ama con el mismo impulso a la criatura a quien conoce 
en su Verbo). El primer impulso de amor es, pues, el del Padre 
hacia su Hijo. Pero el Verbo, que es el conocimiento de todas las 
cosas, sabe el amor del Padre por Él. Sabe también que el amor del 
Padre le pertenece. El Verbo conoce y retiene para sí lo que es 
suyo. O mejor, con el impulso de Amor del Padre por el, que hace 
suyo, se vuelve hacia El para devolvérselo, en la acción de gracias. 
El amor del Padre y del Hijo les es, pues, común; muy exactamente 
es el mismo y hace que el Padre y el Hijo estén tendidos el uno 
hacia el otro, extasiados el uno en el otro, como dos seres que se 
aman y se declaran su amor. 
Ahora bien, este amor está en Dios. Es, por consiguiente, de 
otra densidad que nuestros pobres amores humanos; es 
subsistente. Es la naturaleza divina uniendo al Padre y al Hijo, la 
naturaleza divina procediendo de ellos, yendo del uno al otro como 
amor. Este Amor subsistente es el Espíritu Santo, del que San 
Bernardo decía que es «el ósculo común del Padre y el Hijo». 
¿Por qué este nombre de Espíritu Santo? Santo Tomás de 
Aquino nos explica que se le llama «Espíritu» porque procede del 
Padre y del Hijo por una especie de hálito común y unitivo (los 
teólogos dicen: una espiración). Y se le llama «Santo», «pues se 
califica de santo todo lo que está consagrado a Dios». Amor 
procedente del Padre y del Hijo juntos en la unidad del amor, no 
formando los dos más que un solo principio: el Espíritu Santo 
procede, pues, del Padre y del Hijo. La fe del Credo está con ello 
explicada y la razón satisfecha: «El Padre y el Hijo, dice también 
Santo Tomás, no tienen más que una sola virtud espiratriz, 
numéricamente idéntica: por esto el Espíritu Santo procede 
igualmente de cada uno de ellos» 7 Se recordará, sin embargo, que 
el Hijo tiene del Padre esta virtud espiratriz. Llegados aquí, nos 
encontramos al fin de las procesiones divinas. La fe lo enseña, la 
razón lo suscribe: 
«Así, pues, hay en nosotros, como en Dios, un ciclo cerrado en 
todas las operaciones del entendimiento y de la voluntad: ésta 
retorna a lo que fue principio del conocimiento. Pero en nosotros el 
ciclo se cierra en la cosa exterior, ya que un bien exterior mueve 
nuestra inteligencia, la cual mueve nuestra voluntad, que, por el 
deseo y por el amor, tiende hacia este bien exterior. En Dios, por el 
contrario, el ciclo se cierra en Sí-mismo. pues Dios, al conocerse, 
concibe su Verbo, en quien desde luego es captado todo objeto, ya 
que es conociéndose a sí-mismo como Él conoce todo lo demás, y, 
a partir de su Verbo, procede al Amor de todas las cosas y de sí 
mismo... Pero una vez cerrado el ciclo, no se puede ya añadir nada: 
es, pues, imposible que siga aún una tercera procesión en la 
naturaleza divina. Lo que seguirá es la procesión que pone una 
naturaleza exterior»; ésta será la creación 8. 

Las misiones temporales del Hijo y del Espíritu Santo 
Nunca los teólogos habrían penetrado tan allá en el misterio de 
Dios, nunca habrían osado, ni siquiera barruntado, dirigir su mirada 
a las «salidas» eternas del Hijo y del Espíritu, si la Escritura no les 
hubiese dado pie para hacerlo. No porque la Escritura haya dicho 
cosa alguna sobre las procesiones eternas. Sino que al dar una 
enseñanza que atañe a la salvación de la humanidad, proclamaba 
que, salidos de Dios, el Hijo y el Espíritu nos lo habían acercado. 
De contemplar sus «misiones» en este mundo, los teólogos habían 
concluido que el misterio de Dios correspondía al camino de la 
salvación: la «misión» temporal de una persona divina supone, 
paralelamente, su procesión eterna en Dios. Siendo el orden según 
el cual el Hijo y el Espíritu han venido a este mundo el de su 
procesión eterna del Padre, seguíase de ello que no son enviadas 
más que las Personas que proceden. Y, de hecho, jamás el Padre, 
de quien se sabe que no tiene origen, se afirma que haya sido 
enviado. Toda la primera parte de este trabajo, en particular las 
páginas sobre San Pablo y San Juan, ha examinado las misiones 
del Hijo y del Espíritu. No es ya propio de este lugar el aportar 
ulteriores precisiones.
Las misiones del Hijo y del Espíritu son de dos clases: visibles e 
invisibles. 
Son visibles cuando la persona invisible enviada adquiere en 
este mundo un modo de presencia visible. El Verbo-Hijo eterno se 
ha aparecido visiblemente en su Encarnación y el Espíritu Santo en 
una forma corporal en el Bautismo de Jesús y con el aspecto de 
lenguas de fuego en el día de Pentecostés. Se observará que la 
forma visible mostraba el efecto que Dios quería producir. Dios se 
humanizaba en el Hijo que tomaba nuestras formas visibles. Daba a 
conocer, en el día del Bautismo de Jesús, qué poder había en el 
Mesías, que estaba bajo la protección del Altísimo, fecundado de 
alguna manera, por el Espíritu, como las aguas del Génesis en los 
días de la creación (Gén., I, 2). Las lenguas de fuego eran, con 
toda evidencia el signo del amor y del testimonio, los dones más 
excelentes del Espíritu Santo, que los Apóstoles manifestaron 
inmediatamente. 
Las misiones invisibles significan que las personas divinas 
adquieren en este mundo un modo de presencia nueva e invisible. 
Tal es la inhabitación de Dios en el alma de los justos. Hay en ello 
más que una divinización, es una inhabitación real de las tres en 
aquellas. Basta recordar aquí la palabra de Jesús. 
«Si alguno me amare, guardará mi palabra, y mi Padre le 
amará, y a él vendremos y en él haremos mansión» (Juan, XIV, 
23). 
O además: «Yo en ellos y Tú en mí» (Juan, XVII, 23. Sobre la 
presencia del Hijo en el cristiano, véase también Gál., II, 20; Rm VIII, 
10; Efes., III, 17). 
La misma presencia invisible del Espíritu Santo en el cristiano: l 
Cor., VI, 19; XII, 11; Gál. IV, 6. 
Tales son las afirmaciones de la Escritura que corresponderá 
explicar al teólogo. Pero lo que se dice aquí muestra 
suficientemente que el misterio trinitario es fuente para nosotros de 
la más alta reflexión sobre la condición del hombre, elevado hasta 
la vida divina y al trato familiar con Dios, llamado a conversar con 
las tres personas divinas. 

Las personas divinas y el misterio de sus relaciones eternas
TRI/RELACIONES: El nacimiento eterno del Hijo y la misteriosa 
procesión del Espíritu, Amor común del Padre y del Hijo, nos dicen 
que Dios es un viviente. Subrayan también el orden de origen de 
las Personas y su jerarquía. Quitemos ahora la idea de movimiento, 
de orden de origen, de procesión en Dios: no quedan más que las 
tres Personas, en su cara a cara eterno, relativas unas a otras. Son 
sujetos perfectos, armoniosamente unidos entre sí en el seno de la 
única naturaleza que poseen igualmente cada uno. Misterio de la 
relación y de la persona divinas, misterio incluso de Dios Si el 
hombre es la imagen de Dios, saber lo que son las relaciones y las 
personas divinas nos enseñará también lo que es la persona y toda 
sociedad humanas. 

1. Las relaciones divinas 
Cuando se habla hoy de relación, muévese uno en un ámbito 
familiar. El pensamiento moderno se ha familiarizado con ese 
vocablo a partir de las teorías científicas de Einstein; también, 
desde que la ciencia de la historia ha permitido captar mejor el 
condicionamiento de los seres y de los acontecimientos. Todo es 
relativo, se dice, entendiendo por ello que un hecho no es 
susceptible de una interpretación exacta hasta que se le ha 
colocado otra vez en el medio en que se produjo. 
Pues bien, el teólogo, más que cualquiera, se sirve del 
substantivo relación. Sin él no podría siquiera disertar sobre Dios. 
No porque el Dios de la Revelación sea «relativo» en el sentido en 
que se diría que habría podido no ser o ser otro. Si el teólogo tiene 
necesidad, al hablar de Dios, de servirse de la relación, es que no 
puede profundizar en la vida divina sin su noción. El esfuerzo que 
hay que hacer consiste, pues, ahora, en decir lo que es una 
relación y a aplicar su idea al Ser divino, o más exactamente a cada 
una de las Personas divinas. Padre, Hijo, Espíritu Santo, tres 
personas cuya vida es ser relativas unas a otras. 
La relación, en su acepción primera, expresa la conexión entre 
dos seres unidos por un vínculo especial. Cuando digo que Pedro 
es el padre de Juan, establezco entre Pedro y Juan una relación en 
virtud de la cual Pedro se refiere a Juan bajo la conexión de la 
paternidad, y Juan a Pedro bajo la de la filiación. Estar en relación 
de paternidad con Juan, nos da a conocer que Pedro está vuelto 
hacia él y que su vida de «padre» únicamente adquiere su sentido 
en la existencia de Juan. Todo su ser de padre pertenece a Juan. A 
su vez Juan está vuelto hacia Pedro, no como un extraño, sino 
como su hijo. 
Esta única advertencia sitúa ya el misterio de los vínculos que 
unen a los hombres. Nada más falso que concluir, como lo hace 
nuestro tiempo, una igualdad absoluta entre ellos. Igualdad que hay 
que sostener, ciertamente, en determinado aspecto: Juan es igual a 
Pedro en tanto que es un hombre. En el plano de la naturaleza 
humana, idéntica en Pedro y en Juan, se equivalen. Y esto vale en 
el plano mundial: uno de los grandes beneficios del cristianismo es 
haber enseñado, desde hace mucho tiempo la igualdad de los 
hombres, sin distinción de razas y colores. Sin embargo, igualdad 
no es igualitarismo: de Pedro a Juan y de Juan a Pedro se 
establece un orden que nadie podrá jamás destruir. Pedro, a quien 
Juan debe su origen, le permanecerá siempre superior, y Juan, si 
sabe lo que es ser hijo, se volverá toda su vida con gratitud y 
respeto hacia Pedro que lo ha engendrado. El hijo es menor que el 
padre que le ha dado la vida, se lo debe todo. En este sentido 
preciso, Jesús dijo un día: «Mi Padre es mayor que yo» (Juan, XIV, 
28), mayor porque le ha engendrado. Pedro no se aprovechará de 
ello, por supuesto, para aplastar al hijo con su superioridad: será 
para él un padre, velando con amor sobre su vida. Habiéndole 
comunicado toda su naturaleza de hombre, proseguirá su tarea 
paternal desarrollando las facultades y potencias de su hijo, en el 
amor y el desinterés de sí, en la abnegación y el sacrificio, no 
cesando de emplear su vida, ni de darla entera para hacer de aquél 
un hombre cumplido. El misterio de la paternidad es el del don de 
sí. La superioridad del padre no se sitúa más que en una capacidad 
de darse más exigente. 
De cuanto precede, nos es posible sacar alguna luz sobre la vida 
divina. Mas todo cuanto en ella se encuentra es infinitamente 
perfecto. En Pedro es verdad que hay paternidad, en Juan filiación. 
Pero la paternidad no es esencial a Pedro: habría podido no ser 
más que hombre, sin ser padre, sin procrear jamás. Pedro no es, 
pues, necesariamente padre, digamos que no lo es más que 
accidentalmente 9. Mas suponiendo que Pedro es padre, se ve 
enriquecido con ello, perfeccionado en su ser de hombre. Ahora 
bien, ¿pasan las cosas de igual manera en Dios? Seguro que no. 
Dios es padre eternamente, pues que su hijo es eterno. Nada, 
pues, de «accidental» en Él. Todo en Él es necesario. Pero, 
entonces, en el lugar que la paternidad le haya asignado, como 
ocurre en el hombre, Dios es necesaria y substancialmente padre. 
La paternidad es, pues, la substancia misma de Dios, por esto es 
una persona. Paternidad, relación cualitativa en Pedro. Paternidad 
en Dios, es Dios mismo, Dios Padre. Pero Dios Padre y no Dios 
Hijo. 
Dios Hijo es la relación de filiación. Dios Espíritu Santo es la 
relación «Amor-del-Padre-y-del-Hijo». Hay, pues, su aspecto 
relativo en Dios, pero evoca a cada una de las personas divinas. 
Queda entonces que, si la relación en Dios es Dios mismo, 
puesto que hay tres personas relativas en Dios, Padre, Hijo y 
Espíritu Santo, cada una de ellas, aunque relativa a la otra, es Dios. 
Así se verifica el misterio del Dios-Uno en su naturaleza, pero trino 
en las personas. La Trinidad, lejos de ser la afirmación de tres 
Dioses, es el misterio de la existencia de una trinidad de relativos o 
relaciones en un solo Dios, de los que cada uno de ellos es Dios, 
ya que tiene toda la esencia divina. Cada uno es Dios, y los tres, 
sin embargo, no son más que un solo Dios.
Y sin embargo, las tres personas no se comprenden, no se 
explican y no se distinguen más que gracias a las propiedades 
respectivas de cada una. El Padre tiene la paternidad, puesto que 
ha engendrado. No vamos, pues, a imaginarnos un Dios vivo en un 
perfecto solipsismo: si es padre, luego tiene un hijo. Éste es el 
engendrado y el extasiado eterno en su Padre. Y ya que, 
finalmente, hay en Dios el Espíritu Santo, Dios Espíritu Santo es el 
beso substancial del Padre y el Hijo, la aspiración común de su 
amor. Todo el misterio de la persona reside, como se ve, en que un 
sujeto determinado, existiendo con su carácter propio, está en 
relación necesaria respecto del otro. De esto quédanos que hablar 
todavía. 
2. La persona divina
Santo Tomás de Aquino, en la Summa Thealogica, define así la 
persona: «La persona significa lo que hay de más perfecto en toda 
la naturaleza: a saber, lo que subsiste en una naturaleza racional 
10. Tres caracteres se hallan implicados en esta definición: 
La incomunicabilidad.—Se llama así aquella señal distintiva de 
todo ser que hace que no sea el otro y no se confunda con él. El 
padre no es el hijo, pues lo que le es propio es engendrar, mientras 
que corresponde, por el contrario, a la noción de hijo el ser 
engendrado. 
La subsistencia.—Subsistir es existir como un ser cumplido 
perfecto. Todo individuo subsiste. Por el contrario, una parte de un 
individuo no tiene subsistencia: un brazo no subsiste, no es un 
individuo. Por consiguiente, nadie le atribuirá tal acción sino que se 
atribuirá, por el contrario, al individuo que la ha realizado «por su 
brazo». Cuando el individuo sea una persona consciente, en él se 
descubrirá un tercer carácter: 
La intelectualidad.—Fuera de este carácter, uno se enfrenta 
únicamente con el vegetal o el animal. Con él, se entra en el 
dominio de los seres dotados de razón: el hombre, el ángel, o Dios. 
Pues bien, la intelectualidad tiene de particular que atribuye al 
individuo el ser consciente, dueño de sus actos, capaz de pensar y 
querer, de entrar en relación con otros seres, de tratar a los otros 
como sujetos respecto de los cuales tiene deberes. La recíproca 
valdrá desde luego: el individuo dotado de razón es sujeto de 
derechos y deberes. Esto es lo que dice el antiguo derecho natural. 
Con ello subrayaba el carácter intelectual del individuo, aquello a 
causa de lo cual se le llama persona. 
En resumen, la persona humana implica la perfección de una 
naturaleza dotada de inteligencia y voluntad, llamada a 
expansionarse en actos de su orden, en valores de conciencia y 
moralidad. O también, no hay más ser personal que el que, gracias 
a la riqueza de su naturaleza, produce actos capaces de hacerle 
entrar en comunicación con los otros seres de la creación. 
Con la fuerza de estos análisis, es fácil afirmar que el Padre, el 
Hijo y el Espíritu Santo son personas. Distintos entre sí, cada uno 
tiene su subsistencia propia en la naturaleza divina; cada uno es, 
por consiguiente, inteligencia y voluntad. Los cristianos no estamos 
sólo orientados hacia la contemplación de un Dios único: lo que es 
único en Dios es naturaleza, sino hacia un Dios tri-personal, Tres 
personas subsisten en la Unidad de la naturaleza, los tres 
inteligencia y voluntad, porque inteligencia y voluntad son la señal 
del ser infinitamente espiritual que es Dios. Es el Dios Uno y Trino el 
que está en el origen de todas las cosas, su Creador. También es 
Él quien habita en nosotros por su gracia y su presencia real. Un 
Dios único, que diviniza por su naturaleza, huésped de nuestras 
almas como Dios-Trino, después del misterio de Dios en sí-mismo, 
tal es el misterio del Dios Trino en nosotros. 

BERNARD PÍAULT
EL MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO
Edit. CASAL I VALL. ANDORRRA 1958

......................
7. Summa Theologica, 1, 36, 2, solución 2. 
8. Texto del tratado «ade potentia», de Santo Tomás, IX, 9. 
9. Este adverbio quiere decir que no es de su naturaleza el tener 
necesariamente un hijo.
10. I. 29. 3.