EL MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO


SUMARIO
INTRODUCCIÓN 

PRIMERA PARTE
LA LECCIÓN DE LA SAGRADA ESCRITURA 

CAPITULO PRIMERO.
—El Antiguo Testamento y el Dios vivo 
La pedagogía divina. 
Paternidad de Dios respecto de su pueblo y respecto de los justos
Respecto del Mesías
Los intermediarios
El Angel de YaLvé
La Sabiduría
La Palabra
El Espíritu, 20
Las manifestaciones de Dios en el Antiguo Testamento
El plural del nombre divino
Las teofanías
Conclusión. 

CAPITULO II.
—Los Evangelios sinópticos o la primera predicación a los judíos y 
paganos.
Carácter progresivo de los relatos
Textos trinitarios
Progreso de la revelación de cada una de las personas divinas. 

CAPITULO III.
—El mensaje de San Pablo a los primeros cristianos. 
Las personas divinas
El Padre
El Hijo
El Espiritu Santo
La Trinidad y nuestra salvación 

CAPITULO IV.
—Luz revelación de la Trinidad en San Juan 
El alma de San Juan
El Padre, fuente de salvación, glorificado por Jesús
El Hijo, Verbo de Dios y su testimonio
La persona de Jesús el Dios-hombre testigo del Padre
El Espiritu Santo, fuente de verdad y de vida
La gran revelación trinitaria. 

SEGUNDA PARTE
LAS PROFESIONES DE FE CRISTIANA

CAPITULO PRIMERO.
—El siglo segundo
Primeras herejías, primeras luchas
Primeras luchas en favor del Dios trino
La fe del simbolo de los Apóstoles
La oración cristiana 

CAPITULO II.
—La Trinidad en peligro en el siglo III
La Trinidad, ¿símbolo o realidad? Modalismo y sabelianismo
Tertuliano contra Práxeas. 

CAPITULO III.
—El gran golpe dirigido contra el Verbo de Dios y contra el Espíritu 
Santo en el siglo IV 
El arrianismo y los pneumatómacos
Un obispo defensor de la fe: San Alejandro de Alejandría
El Concilio de Nicea (325)
El Espiritu Santo expulsado de la Trinidad
El Credo del Concilio de Constantinopla (381) 

TERCERA PARTE
CREER, SABER, VIVIR LA FE EN EL DIOS VIVO

CAPITULO PRIMERO.
—La fe trinitaria del Oriente cristiano 
La teología griega católica
Focio en lucha con el Occidente cristiano

CAPÍTULO II.
—Uno y trino . 
La sociedad divina en los occidentales
Las procesiones eternas
1. Lo que no procede
El Padre mismo no procede
2. Las procesiones divinas
Las misiones temporales del Hijo y del Espíritu Santo
Las personas divinas y el misterio de sus relaciones eternas
1. Las relaciones divinas
2. La persona divina 

CAPITULO III.
—Teología y espiritualidad: personas divinas y sociedad humana 
El misterio de la persona divina
El hombre a imagen de Dios


INTRODUCCIÓN
«Todo viene de El, 
Todo existe por El, 
Todo vive por El; 
¡A El se dé gloria 
por los siglos de los siglos!» 
(Antífona de las Vísperas de la fiesta de la Santísima Trinidad) 

Se oye predicar poco sobre la Santísima Trinidad. Acerca de Ella 
sólo se escriben eruditos estudios sobre puntos muy particulares en 
que los teólogos necesitan afinar mucho para ver claro. Esos trabajos 
son necesarios, sin duda, para honor de la ciencia y de la Iglesia. Y no 
nos cabe duda de que el teólogo descubre en ellos un alimento 
espiritual capaz de hacerle contemplar a Dios: es apasionante revivir 
con las pasadas generaciones los mismos dramas de su fe. Mas el fiel 
que no puede ser especialista en tales cuestiones porque le reclaman 
otras tareas, es necesario, sin embargo, que conozca a Dios Trino 
para mejor vivir en Él. 
Así, pues, hay que prepararle una mesa en la cual se le ofrezca un 
alimento, no de sabio, sino de adulto hambriento. El Misterio de Dios 
no puede quedar encerrado en los trabajos de los especialistas, pues 
el mundo moriría de hambre. ¿O no será que muere ya de ella? No 
queremos decir que no se sepan los artículos de nuestra santa fe: 
todo el mundo conoce el Símbolo de los Apóstoles 1. Pero, ¿qué 
cristiano, al recitarlo, experimenta hoy aquel fervor que ponía en pie a 
sus hermanos de los primeros siglos, vibrando ante la herejía 
amenazadora? Fervor, que era también el de los catecúmenos al bajar 
a la piscina bautismal, adonde iban, con amor, a profesar su adhesión 
a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. 
El objeto de este libro es suplir una deficiencia en los medios que 
se ponen a la disposición del cristiano para ampliar su cultura 
religiosa. Al hacerlo, quisiéramos hacer sentir que, en nuestro tiempo, 
es urgente que se conozca mejor la Santísima Trinidad, y, digámoslo 
también, que se contemple Su santo misterio. Maravillarse ante el Dios 
que se revela al hombre, ante la vida del mismo Dios, la que posee Él 
como Dios-Trino, aquella vida con que nos recompensa; hallar en esa 
contemplación la fuente de toda vida espiritual y las grandes 
orientaciones para la acción, tal es el fin que querríamos poder 
conseguir que alcance quien leyere estas páginas. 
Esas pocas advertencias preliminares aspiran a hacer que se 
sienta mejor. Y ayudarán a situar la importancia que hay que dar a la 
reflexiónn sobre este misterio. 
El cristiano no es sólo una persona que cree en Dios, sino que cree 
en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. En ello se distingue de los 
filósofos paganos que admitieron la existencia de Dios, pero que 
habrían pensado que proclamar un Dios en tres personas entrañaba 
una banal recaída en el politeísmo 2. Su laboriosa reflexiónn filosófica 
les había conducido hasta el Dios único, pero no hasta la Trinidad. 
¿Se advierte bastante que precisamente es ése el drama que 
separa a los cristianos del pueblo judío, del Israel un día elegido por 
Dios? La cuestión fundamental que nos divide no es otra que la del 
Dios único, al mismo tiempo que Trino. Lo que constituye un problema 
para Israel, es conceder que Jesús sea Dios. Se teme que la fe en el 
Dios único pueda peligrar con ello: Yahvé y Jesús serían dos dioses, 
el Espíritu Santo un tercer Dios, lo que destruiría la unidad divina. El 
mismo drama rige para el Islam: allí se siente horror de nuestra 
Santísima Trinidad. Pues bien, uno es cristiano—y esto desde los 
origenes—cuando cree que el Dios único vive en tres personas. 
Por otra parte—¿y qué esperanza no podría seguirse de ello para 
una reflexión común con nuestros hermanos separados?—, todos los 
cristianos convienen en la fe trinitaria. Todos saben lo que es la cruz, 
el instrumento por el cual el Hijo de Dios realizó la redención del 
mundo. Saben que Dios Hijo murió por ellos, como Dios Padre se lo 
había ordenado (Rom., VIII, 3 y 32). Todos, al hacer sobre sí la señal 
de su redención, nombran también con piedad a las tres Personas 
que les salvan. Todos los cristianos, y aun en su misma separación, 
continúan unidos en la fe trinitaria. En ella coincidieron desde los 
orígenes en medio de las persecuciones. Las dolorosas heridas que 
se infirieron mutuamente sobre estas cuestiones en los siglos IX, XIII y 
XV, no les separaron jamás del todo. Hubo más de incomprensión 
mutua que de desacuerdo profundo. Y si alguna vez un cristiano 
cayese en la cuenta de que ponía en duda la divinidad de una de las 
tres personas, en aquel mismo instante perdería todo derecho a 
formar parte de una confesión cristiana. El misterio de la Santísima 
Trinidad es, pues, el misterio especifico del cristianismo, prerrogativa 
que comparte, desde luego, con el misterio de la Encarnación 
redentora: en la historia, son inseparables. 
Pero, es más todavía, es el misterio por excelencia. Sin duda 
nuestro tiempo está ávido de volverse hacia Cristo, hacia su Iglesia y 
sus sacramentos. Se le podría echar en cara cuando se sabe que 
languidece tan miserablemente por haberlos descuidado. Se muere de 
sed, si no se está con Aquel que da el Agua viva (Juan, IV, 14) y que 
la derrama con profusión en su Iglesia (Juan, VII, 37-39). Volvámonos, 
pues, hacia el misterio de Cristo y sus sacramentos, hacia la liturgia de 
la Iglesia. 
Mas queda el hecho de que la teología viva del Verbo Encarnadoa 
no debe hacer que olvidemos otra dimensión de la revelación: la que 
se extiende hasta el misterio de Dios captado en su vida íntima. Dios 
ha querido hablarnos de Sí mismo. Así, pues, nos importa conocerle. 
Creamos en esto a Jesús: «La Vida eterna es que te conozcan, a Ti, 
único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado» 
(/Jn/17/03). Cristo, por consiguiente, no nos orienta sola ni 
exclusivamente hacia el revelador, que es él mismo (Juan, I, 18), sino 
también hacia Aquel de quien procede y hacia el cual ha vuelto para 
nosotros (Juan, XIV, 2).
El anciano obispo de Antioquía, Ignacio, decía a principios del siglo 
II, en el momento mismo en que buscaba a Jesús para imitarle en su 
martirio: «Oigo una voz que me dice: Ven al Padre» (A los Romanoss, 
VII, 2). Esa voz era la del Espíritu Santo, que le murmuraba al oído la 
invitación a dejar gustosamente esta vida perecedera y los placeres 
que depara, pues nada iguala a los goces que reserva el Padre a los 
que le aman (I Cor., II, 9) Si Jesús es «el camino», el Padre es la meta. 
Y Jesús nos ha dado a su Espíritu para que supiéramos alcanzarla 
(Juan, XVI, 13-14). 
La Vida eterna es, pues, conocer al Padre, al Hijo y al Espíritu 
Santo. Ahora bien, como nos enseña San Juan, la Vida eterna 
comienza desde acá abajo. En el Bautismo recibimos sus arras: en él 
se renace para la eternidad (Juan, III, 3-5), en él se restablece uno en 
la amistad del Dios-Trino. Sería inverosímil que llamados a una tal vida 
de intimidad, los cristianos no tuviesen ningún interés por ella. Psicari 
temblaba de amor al considerar que escribía en presencia de la 
Trinidad. Nosotros temblaremos de amor y alegría, también, al 
introducirnos, invitados por Jesús, nuestro esposo, en la cámara 
nupcial de las Escrituras; al revivir con los Apóstoles, con los cristianos 
de todos los tiempos del cristianismo, el misterio del Dios Padre, Hijo y 
Espíritu, en quien todo es y de quien todo procede. El amor de Dios 
obrará esta maravilla: dos seres desemejantes, el Dios infinito y 
nosotros sus criaturas, llegarán a aquella unidad por la que Jesucristo 
oró (Juan, XVII, 21). Entonces, desde acá en la tierra, comenzará 
nuestra Vida eterna: las Tres Personas divinas reproducirán en 
nosotros sus mutuas relaciones, y nosotros lo sabremos. ¡Ah! Que 
nos sea dado glorificarlas más por ello: en su momento inicial, esto 
sigue siendo el don del Espíritu Santo. 
Per te sciamus da Patrem
Noscamus atque Filium 
Teque utriusque Spiritum 
Credamus omni tempore 3

Haz (¡oh Espíritu Santo!) que sepamos al Padre 
Que conozcamos también al Hijo, 
Y a Ti, Espíritu que procede de los dos, 
Que te creamos siempre. 



PRIMERA PARTE

LA LECCIÓN DE LA SAGRADA ESCRITURA 4


«Jesús les abrió el espíritu para 
que comprendiesen las Escrituras.» 
(LUCAS, XXIV, 45) 

El misterio de la Santísima Trinidad únicamente ha sido revelado por 
Jesús. Sin embargo, antes de emprender la lectura del Nuevo 
Testamento, conviene que recorramos la revelación hecha por Dios al 
pueblo judío en el Antiguo Testamento para descubrir en ella, no una 
enseñanza sobre la Trinidad—que no la hay—, sino una preparación 
para la revelación de ese misterio. Dios se nos manifestará allí como 
Ser viviente, a la vez distante y próximo del hombre; el Ser misterioso 
de obrar trascendente, pero también que incita al hombre a reflexionar 
sobre Su vida personal y sobre Su acción en el mundo. 



CAPÍTULO PRIMERO
El ANTIGUO TESTAMENTO Y EL DIOS VIVO


La pedagogia divina

Sólo progresivamente ha revelado Dios su misterio. Esta afirmación 
liminar domina la inteligencia de toda la Revelación. Dios estableció 
firmemente el monoteísmo 1, dogma 2 fundamental que vinculaba a 
Israel con el Dios único, Yahvé. A toda costa había que purificar las 
concepciones religiosas de los judíos, que el politeísmo ambiental 
ponía en peligro. Revelar en aquella época el misterio trinitario, habría 
sido amenazar la pureza de la religión en Israel: no se habría dejado 
de adorar a tres dioses. 
Sin embargo, Dios tenía que preparar las almas para oír un día la 
palabra de Cristo y los Apóstoles anunciando que Yahvé era un solo 
Dios en quien vivía una Trinidad de personas Así es como uno ve 
elaborarse, bajo la inspiración del Espiritu Santo, el alma incluso de 
las grandes figuras religiosas de Israel, nociones que un día permitirán 
a los «israelitas según el espíritu» recibir con anchura y generosidad 
de corazón, el mensaje de Jesús sobre el Dios-Trinidad. Recojamos 
algunas de esas nociones: 

1. Paternidad de Dios respecto de su pueblo y respecto de los 
justos

El Antiguo Testamento no nos dice que en Dios hay un Padre, 
persona distinta de las otras dos, dícenos que Dios es Padre, pero sin 
descubrirnos las profundidades de su paternidad. Y sin embargo, 
Israel tiene perfectamente la conciencia de una paternidad metafórica 
de Dios que viene a justificar no una generación física, sino una libre 
elección imperada por el amor. 
Pueblo de Dios, Israel sabe también que es «hijo de Yahvé»7, su 
único hijo, «su hijo primogénito» (Exodo, IV, 22) 8, El profeta Oseas 
describe sus sentimientos paternales, que revelan su amor (XI, 1-4). 
Los mismos nombres que se le daban en Israel dejan traslucir esa 
convicción profunda de que Yahvé es padre. Así Abbiyyá, «mi padre 
es Yahvé» (I Crón., VII, 8); Abbitob, «mi padre es bondad» (I Crón., 
VIII, II), Abbiezer, «mi padre es auxilio» (Josué, XVII, 2). 
Padre de un pueblo, Yahvé lo es también de los justos. El impío, el 
que no observa la Ley de Yahvé, no puede ser llamado su hijo. El 
hombre justo, por el contrario, tiene a Dios por padre, es un «hijo de 
Dios» y lo sabe: 
Llama feliz la suerte final de los justos
y se jacta de tener a Dios por padre. 
Veamos si son veraces sus palabras
y pongamos a prueba el paradero de sus cosas. 
Que si el justo es hijo de Dios, él le protegerá
y le librará de manos de sus adversarios» 
(Sabiduria, II, 16-18) 9. 

Pero Dios mismo llama a los justos sus hijos: 
«Venid, hijos míos, y oíd mi razón» (Salmo XXXIII, 12) 10. 
Él es su pastor y su casa es la de ellos (Salmos XXII y XLI). 

Respecto del Mesías

A su vez, justo por excelencia es el Mesías, el más excelente entre 
los hijos de Dios. Yahvé le llama así y él reivindica, a su vez, una 
filiación que le da derechos sobre la tierra entera: 
«EI decreto divino diréos:
El Señor me dictó estas palabras:
«Mi Hijo eres; hoy te he engendrado» (Salmo II, 7).

Le dará a luz una mujer cuya virginidad se anuncia (Isaias, VII, 14). 
El profeta le descubre revestido de prerrogativas extraordinarias: 
fuerza, eternidad, portador de la paz (Isaias, IX, 5). El espíritu de 
Yahvé con todos sus dones reposará sobre él (Isaias, XI, 1-5). 
Es evidente que la filiación divina del Mesías no es distinta de la de 
los otros justos. Y sin embargo, es, en su orden propio, más perfecta, 
en el sentido de que subraya la predilección de Yahvé respecto de un 
ser privilegiado por Él. La elección de Yahvé es la fuente de las 
cualidades morales del Mesías. Diríase hoy que tiene respecto de 
Yahvé una filiación según la gracia. 
Por lo demás, ese carácter se halla netamente subrayado por el 
profeta Daniel, VII, 13-14. El profeta ve venir sobre las nubes del cielo 
al Mesías. Se asemeja a un «hijo de hombre», pese al poder y la 
trascendencia particulares, que le sitúan en un halo de misterio, 
colocándolo entre los seres divinos. Mas, para el israelita del tiempo 
de Isaías o Daniel, así en el siglo VIII, como en el ll antes de Cristo, el 
Mesías no es hijo de Dios en el sentido en que nosotros sabemos que 
Jesús lo es. El monoteísmo de Israel se opone ferozmente a semejante 
idea. La idea de fecundidad interna en Dios carecía para él de 
sentido. 

2. Los intermediarios

El Mesías, y esto es cosa harto evidente, por el hecho de que había 
de ser «hijo de Yahvé», habría de desempeñar un papel en la 
comunidad israelita. Plantado en su corazón, su centro y su rey, Israel 
se convertiría, ni más ni menos, en la comunidad mesiánica, es decir, 
en el pueblo ideal querido y guiado por Dios. Isaías lo había 
anunciado: 
«Para acrecentamiento del principado y para una paz sin fin, 
(se sentará) sobre el trono de David 
y sobre su reino, a fin de sostenerlo y apoyarlo 
por el derecho y la justicia desde ahora hasta la eternidad. 
El celo de Yahvé obrará esto» (IX, 6). 

Unos tres siglos después, aproximadamente, un nuevo profeta 
describía, en una visión, la realización anticipada de ese oráculo. El 
destierro iba a concluir en Babilonia, el pueblo conocería los días 
venturosos de la restauración. Isaías, LX, en un fresco suntuoso que 
la Iglesia nos invita a leer cada año por la fiesta de la Epifanía, en la 
cual precisamente celebra la joven realeza del Hijo de Dios, e Isaías 
LXVI, 18-24, nos presenta el perfecto reino mesiánico. Todos los 
pueblos acuden a Yahvé para adorarle, todos los pueblos se reunen, 
los cielos son nuevos y la tierra nueva, porque han llegado los tiempos 
en que reina el Mesías pacificador. Pero el Mesías era justamente un 
ser intermediario entre Dios y los hombres, enviado a los tiempos 
previstos por Yahvé. Miqueas, V, 1-2, había anunciado el lugar de su 
nacimiento y Daniel le vería venir un día sobre las nubes del cielo para 
reinar sobre un imperio que no será destruido (Dan., VII, 13-14). Mas 
aparecen también en el texto bíblico otros enviados, no menos útiles 
para prolongar entre los hombres la actividad de Yahvé. Tales el 
Angel de Yahvé, la Sabiduría, la Palabra, el Espíritu. Dios, cuanto más 
distante y misterioso va haciéndose, más vivo aparece, más próximo 
se hace por medio de sus mensajeros. 

El Angel de Yahve
ANGEL-DE-YAHVE

El Angel de Yahvé es un personaje misterioso que habla en nombre 
de Dios, de quien es mensajero. En el Génesis XVI, 7-11, se aparece 
a Agar, la sierva de Abraham, para conminarle a que vuelva junto a su 
dueña y anunciarle de parte de Yahvé, que será madre de una 
numerosa posteridad. En el libro de los Jueces, XIII, 3, el Ángel de 
Yahvé acaba de encontrar a la mujer de Manué, que era estéril. 
También a ella le anuncia que tendrá un hijo, Sanson. En la aurora del 
Nuevo Testamento, el ángel Gabriel es enviado por Dios a Zacarías 
para llevarle un mensaje parecido: Juan-Bautista nacerá de la estéril 
Elisabeth (Lucas, I, 11). Llega también junto a la Virgen María, que, a 
su vez, se entera por su medio de que de ella nacerá Jesús, no 
obstante su virginidad (Lucas, I, 26). 
Otros mensajes son además conocidos gracias a él, como, por 
ejemplo, el anuncio de la victoria en la guerra: Jueces, VI, 11, 12, 20, 
22; Isaías, XXXVII, 36. 
Ahora bien, en otros relatos, de ordinario más antiguos y que la 
ciencia histórica y crítica atribuye al documento J, o Yahveista 11, 
redactado unos dos siglos antes de Jesucristo, era el mismo Dios el 
que se aparecía y hablaba. Se puede ver en este sentido, Génesis, 
XVIII: Yahvé sale al encuentro de Abraham y de su esposa Sara, y les 
habla. No obstante, en el versículo 2, Yahvé toma la figura de tres 
hombres, de pie ante Abraham. Se trata pues, aquí, de intermediarios, 
siendo dichos tres personajes los embajadores de Yahvé. En el libro 
del Éxodo se hallan mezcladas dos tradiciones. En la Teofanía 12 de 
la zarza ardiendo, el Angel de Yahvé se manifiesta desde el principio 
(Éxodo, III, 2). Mas, a partir del versículo 6, es Yahvé mismo quien 
habla. 
De esas pocas notas se pueden sacar las siguientes conclusiones. 
Los primeros relatos bíblicos no sintieron escrúpulo de hacer aparecer 
a Dios en persona, ni en decir que actuaba personalmente entre los 
hombres. Léase el segundo relato de la creación: Yahvé forma al 
hombre del barro de la tierra (Gén., II, 7). Más adelante se le ve 
pasearse en el Paraíso, el Edén, a la brisa de la tarde (III, 8). Sin 
embargo, en una época más tardía, se encontró que resultaba 
inconveniente que Dios viniese por sí mismo. Por su palabra actúa en 
el capítulo primero del Genesis, relato de la creación más tardío. Pero 
los ángeles van a adquirir también una importancia considerable. 
Como la palabra indica, en hebreo y en griego, ángel significa «el 
enviado». Los ángeles son, pues, los legados y los embajadores de 
Yahvé. Incluso cuando, dice una tradición, setenta doctores griegos 
hicieron, en el siglo ll antes de Jesucristo, la traducción llamada «de 
los Setenta», modificaron a veces los textos al traducirlos del hebreo 
al griego. En los pasajes donde se leía Yahvé se puso «Angel de 
Yahvé». Compárese, por ejemplo, la traducción del Exodo, IV, 24, 
hecha sobre el hebreo, con la que tomó como base el texto de la de 
los Setenta. Aquí ya no es Yahvé el que hace morir a Moisés, sino su 
Angel. Lo mismo ocurre en Jueces, VI, 14. 

La Sabiduría

La Sabiduría, en nuestros relatos más antiguos, era al principio una 
cualidad humana, la ciencia y habilidad del maestro de obras o del 
artesano (Ex., XXVIII, 3; XXXV, 30-35; I Reyes, VII, 14). En otras 
ocasiones era la prudencia política del rey. Salomón será el sabio por 
excelencia, se le afirma dotado de discernimiento (I Reyes, III, 9), de 
habilidad y de magnificencia (X, 7, XI, 41). 
Pero, en una época mas tardía y bajo la influencia de los profetas, 
la «Sabiduría» se reviste de un carácter religioso por la razón de que 
es ante todo la señal distintiva de Yahvé (Isaías, XXVIII, 29; XXXI, 2). 
Ella denota su consejo admirable para crear y gobernar la tierra 
(Isaias XL, 13; Jr., X, 12; LI, 15). Mas también viene a ser la 
prerrogativa del Mesías, pues Dios ha colmado de ella a su elegido 
(Isaias, XI, 2). 
En los libros sapienciales ella tiene todavía más fuerza. 
El Libro de Job proclama que sólo Dios sabe dónde reside: Él es 
quien la posee (XV, 7-8). Abandonado a sí mismo, el hombre es 
incapaz de alcanzarla por sus propios esfuerzos (XXVIII, 12-28). 
El Libro de los Proverbios. Los capítulos VIII y IX la presentan y 
describen. 
Habita en Dios (VIII, 22), al menos es su bien, que comunica a los 
que le escuchan (VIII, 32-34) para habitar en ellos a su vez (VIII, 2-6 y 
35-36). Aun cuando sea anterior al mundo (VIII, 23), sin embargo, no 
participaba en la obra de la creación, sino como espectadora de las 
realizaciones admirables de Dios (VIII, 23-31). Mas el capítulo IX le 
atribuye un papel entre los hombres, que se sitúa principalmente en el 
orden moral, análogo al de un consejero cuyas directrices prudentes 
llevan a obrar con rectitud (véase ya VIII, 32-36). 
El Libro del Eclesiástico nos aporta una profundización acerca de la 
Sabiduría. Su origen es el Señor (I, 1-10). Su papel es recorrer la 
tierra (XXIV). Se la ve, sin embargo, residir más particularmente en 
Israel y en Jerusalén (XXIV, 8-11). El hombre comienza a conseguirla 
cuando teme a Dios (I, 14) y cuando le ama (I, 10). Meditar la palabra 
de Dios (I, 5) o su Ley (Salmo CXIX), es también hallar la Sabiduría. 
El Libro de la Sabiduría la identifica con «un espíritu que ama a los 
hombres» (I, 6) y la pone en parangón con el Espíritu del Señor, que 
«ha henchido el mundo» (I, 7) para hacer, con él, la educación de los 
hombres (IX, 17). 
En VIII, I y 6, y VII, 21, la Sabiduría es una persona consciente y 
actuante, organizadora y providencia del mundo, cosa que no era en 
el Libro de los Proverbios. VII, 27 la ve trasfundirse en las almas 
santas de las que «hace amigos de Dios y profetas». IX, 12 la 
constituye en protectora y defensora de los justos del pueblo de Dios. 

Concluyamos. Cuando uno esté impregnado de esos textos, no 
podrá dejar de pensar que la Sabiduría fue, para el pueblo escogido, 
la certidumbre de que Yahvé estaba presente en él. La Sabiduría no 
era, a su manera de ver, una persona con quien uno conversa, sino la 
acción misma de Dios, cuyo carácter subrayaba la elección que Él 
había hecho de una nación particular. Era un intermediario vivo, Dios 
mismo operando. Por esto la tradición cristiana habla de ver en ella 
más tarde el anuncio del Verbo de Dios y la había de identificar con Él. 
San Lucas dirá que Jesús estaba lleno de Sabiduría divina (II, 40; IV, 
22) refiriéndose con toda certeza a Isaías XI, 2. Mas San Pablo, 
audazmente, distinguirá dos sabidurías: una, humana; la otra, que es 
el Cristo, Sabiduría de Dios (I Cor., I, 21-30, Col., I, 15-18) 13. La 
Epístola a los Hebreos insistirá en lo mismo; aplicará el texto de la 
Sabiduría, VII, 26, al verdadero Hijo de Dios, que es «resplandor de la 
gloria de Dios» (Hebr., I, 3). 
Excepcionalmente, algunos Padres de la Iglesia, como San Teófilo 
de Antioquía y San Ireneo, han identificado a la Sabiduría no con el 
Verbo, sino con el Espíritu Santo. 

La Palabra

Tiene gran afinidad con la Sabiduría. Apuntémosle tres caracteres: 

- es creadora, la asociada de Yahvé en sus obras de creación: Dios 
dice y todo es hecho (Gén., I, 3; Salmos, XXXIV, 6-9; Isaías, LV, 
10-11). 
- es reveladora, dada por Dios al hombre para que éste dé a 
conocer sus secretos (Jr., I, 9) o para guiarle en la vida y en sus pasos 
(Salmo CXIX, 105). 
- es juez y ejecutora de los decretos divinos, cosa que es la 
consecuencia de su actividad creadora y reveladora. No se conforme 
el hombre a la palabra de Dios, ¡por ella será juzgado! El texto más 
espléndido sobre el particular es Sabiduría, XVIII, 14-16: 
«Y fue así que, mientras un quieto silencio lo envolvía todo 
y llegaba la noche a la mitad de su veloz carrera, 
tu omnipotente Palabra desde los cielos, dejando el trono real, 
se lanzó, guerrero inexorable, en medio de aquella tierra de 
exterminio; 
trayendo, como espada aguda, tu edicto terminante, 
y una vez allí, llenólo todo de mortandad;
y a la vez tocaba el cielo y ponía sus pies sobre la tierra.

Una tal evocación se proponía espontáneamente para resumir la 
actividad de Cristo, Rey y Juez glorioso de la Apocalipsis de San Juan. 
Cabalgando a través de la tierra como justiciero, con la espada 
acerada, símbolo del decreto 
que ejecuta, saliendo de su boca, tal le ve San Juan (Apoc., XIX, 
11-15). Ahora bien, se sabía precisamente, mucho antes de Cristo 
que la palabra del Rey mesiánico «es la vara que hiere al tirano» 
(Isaías, XI, 4) y que las naciones rebeldes serán quebrantadas «con 
vara de hierro» (Salmo II, 9). El Antiguo Testamento se ofrecía, pues, 
para explicar el papel del Cristo glorioso y justiciero. El arte románico 
de fines del siglo x ha fijado sus rasgos suntuosos en las bóvedas de 
la cripta de la catedral de Auxerre. Impresionante de majestad, Cristo, 
en su caballo blanco, huella la tierra para juzgarla. Y, cada año, la 
liturgia, a su vez, nos hace releer ese texto admirable en el Introito de 
la misa del domingo en la octava de Navidad. El Verbo, cuya 
Encarnación se celebra en dicha época, salva volviendo a crear, pero 
es también juez. Lo que era anuncio y figura se ha convertido en 
realidad. 

El Espíritu

El Espíritu de Dios es ante todo acción, una manifestación de su 
vida racional y de sus sentimientos. 
Los autores inspirados saben que Yahvé tiene un espíritu que obra 
(Gén., I, 2). Espíritu que infunde en el hombre, soplo de vida que le 
hace semejante a Dios (Gén., II, 7). Mas, cuando le place, se lo retira 
(Gén. VI, 3). 
Al Espíritu de Dios se atribuyen fenómenos misteriosos superiores a 
las fuerzas humanas: potencia para la guerra (Jueces, III, 10; VI, 34; XI, 
29); arrebatamiento por los aires (I Reyes, XVIII, 12; 2 Reyes, II, 9; 
Hechos, VIII, 39). El Espíritu de Yahvé inspira a los profetas (I Sam., X, 
10; Números, XXIV, 2; véase Hechos, II, 4, y VII, 55). 
El Espíritu de Dios habita también en el hombre. En la época de los 
grandes profetas, la acción del Espíritu no es ya sólo intermitente, 
pasajera, sino que se torna permanente; el Espíritu de Yahvé 
permanece en el hombre para moverle a obrar con toda justicia 
(Isaías, XXX, 1; véase XXXII, 15; I Sam., XVI, 18). Sin el Espíritu de 
Yahvé, por el contrario, el espíritu del hombre está en delirio (Oseas, 
IX, 7). 
Se comprende, era imposible que el Rey-Mesías no lo poseyese. 
Adviértesele, pues, reposar sobre él y gratificarle con sus dones 
(Isaías, XI, 1-ó). Mas, en los tiempos mesiánicos, se sabe que los 
corazones fieles serán santificados por él (Joel, III, 1-5). Los Hechos 
de los Apóstales, II, 16, anuncian la realización de esta profecía en el 
día de Pentecostés. Isaías vislumbraba que una paz perfecta 
distinguiría aquellos tiempos (XI, 6-9), puesto que el Espíritu habitaría 
en el hombre. Ezequiel profetizaba que el Espíritu de Yahvé vendría a 
infundir en su pueblo un espíritu nuevo, que cambiaría su corazón y le 
haría obediente a las leyes de Yahvé (XXXVI, 23-26). Los Salmos LI, 
12-13, y CIV, 29-30, expresan el deseo, o simplemente describen esta 
misma actividad de Yahvé en el interior del hombre. La liturgia del IV 
miércoles de Cuaresma, en el día del gran escrutinio, cuando, en la 
Iglesia antigua, eran inscritos los nombres de los candidatos al 
Bautismo que les había de ser conferido en el curso de la gran vigilia 
pascual, sigue siendo bautismal. Y también la vigilia de Pentecostés. 
Esos dos días litúrgicos continúan sirviéndose del gran texto de 
Ezequiel, para recordar así a los catecúmenos y cristianos de nuestro 
tiempo la santa renovación que el agua bautismal opera en su 
corazón. En el siguiente capítulo, el Espiritu de Yahvé viene a 
reanimar los huesos áridos (XXXVII, 1-10). Ezequiel anunciaba de esta 
forma la resurrección de Israel, pueblo de Dios, tras la cautividad del 
destierro. 
Fulgurante, como se ve, es el papel del Espíritu de Yahvé. Pero, 
¿qué es él mismo? Hay que responder, no una persona distinta de 
Dios, sino una fuerza, un poder creador o santificador que proviene de 
Él para ejecutar en este mundo las acciones que pretende llevar a 
cabo, particularmente cuando han de revestir carácter religioso. Era, 
desde luego, lo esencial para dar a los judíos el sentido de la actividad 
espiritual y santificadora de Yahvé. Era, añadámoslo—y esto vale para 
lo que precede—una preparación de los espíritus que un día serían 
movidos a reflexionar sobre el carácter personal del Espíritu de Dios, 
cuando Jesús hubiese venido para llevar a su perfección el depósito 
de las verdades reveladas. Por eso los «israelitas según el Espíritu», 
como llamará San Pablo a los no-fariseos, reconocerán en el Espíritu 
de los Hechos de los Apóstales a una persona. Hasta entonces no se 
trata más que de los altos hechos realizados por Dios, en el orden de 
la santidad sobre todo. Mas, sin sorpresa ninguna un día se podrá 
escuchar que el Espíritu Santo ha reposado sobre la Virgen en la 
Anunciación (Lucas, I, 35) y entender por ello que han llegado los 
tiempos mesiánicos, ya que el Mesías y el Espíritu sobre Él están 
presentes, como Isaías lo había anunciado (VII, 14, y XI, 2). 
Pentecostés será la efusión de ese mismo Espiritu sobre el pueblo 
mesiánico, como estaba escrito en Joel, III, 1-5. (Véase Hechos, II, 16.) 

La Tradición posterior habría de precisar el carácter personal, así 
de la Sabiduría y la Palabra de Dios como del Espiritu. 

Las manifestaciones de Dios en el Antiguo Testamento

El nombre de Dios es Yahvé, pero también «Elohim», que es un 
plural en hebreo. ¿Qué significa? ¿Ocultará, por ventura, la fe en una 
pluralidad de dioses? Por otra parte, ¿qué debemos pensar de las 
«teofanías» o manifestaciones de Dios, ya examinadas? Ésas son las 
dos preguntas a las cuales vamos a aportar rápidamente unos 
elementos de respuesta. 
El plural del nombre divino

Sobre unas 2.000 veces, en el Antiguo Testamento Dios es llamado 
«Elohim». Todo el mundo está de acuerdo en reconocer que este 
nombre, que es un plural, no significa nada en contra del monoteísmo 
de Israel. Por el contrario, los exegetas ven más bien en él un plural 
de intensidad o de excelencia y de majestad, significativo de que el 
Dios de Israel es el único Dios verdadero. Pero en modo alguno cabe 
sospechar en él una revelación, siquiera oculta, de la Trinidad. Los 
semitas carecían del sentido de tal misterio, para comprometerse en 
ese camino. 
Por la misma razón no se puede admitir tampoco que Génesis, 1, 
26, donde Dios-Elohim dice: «Hagamos un hombre», sugiera una 
deliberación de las tres divinas personas. Si dicho plural es atribuido a 
Dios, es para subrayar que es un viviente y que, ante la importancia 
de la obra que va a realizar: el hombre, su libertad se determina bajo 
la guía del amor. En el mismo sentido Dios dice, después del pecado 
de Adán: «Ahí tenéis al hombre vuelto como uno de nosotros» (Gén., 
III, 22). Dios dialoga consigo mismo y comprueba que el hombre, al 
juzgar del bien y del mal, se ha erigido en juez, es decir, ha obrado 
como un dios. 
Se volverán a encontrar deliberaciones parecidas de Dios en 
Génesis, 7, e Isaías, VI, 8. Dios es un viviente, sus reflexiones afirman 
su soberana libertad en las obras que realiza. 

Las teofanías

Las manifestaciones de Dios hay que interpretarlas en el mismo 
sentido. Era comúnmente admitido en Israel, en una época incluso 
antigua, que no se podía ver a Dios sin morir (Exodo, XXXIII, 20-23, y 
III, 6). Mas otras tradiciones, más tardías, afirmaban al contrario que 
Moisés y los setenta ancianos habían visto a Dios en la montaña 
(Exodo, XXXIV, 6, 11), que el pueblo había oído la voz de Yahvé 
(Deuteronomio, IV, 12-15). 
Pero más a menudo las apariciones no ponían a Dios directamente 
en escena. Una de las más célebres es la de Mamré (Gén., XVIII). 
Yahvé se apareció a Abraham, que vió a tres hombres de pie ante sí. 
Pues bien, ese texto ha sido interpretado a menudo por los Padres de 
la Iglesia en el sentido de una manifestación trinitaria. San Ambrosio 
ha comentado así el pasaje: «Abraham vió tres hombres y no adoró 
en ellos más que a un solo Dios». Éste es el sentido que el Breviario 
Romano da también al segundo responso de los Maitines, el jueves 
después del Miércoles de Ceniza. Pero San Hilario había dicho: 
«Abraham vió a tres hombres y no adoró más que uno, reconociendo 
a los otros dos como ángeles». Ni una ni otra interpretación de esta 
escena es perfectamente exacta. En el Antiguo Testamento, Dios se 
manifestaba y hablaba a través de enviados, el Dios espíritu purísimo 
no podía obrar de otra forma. Cuando Dios, por consiguiente, se 
aparecía revistiendo una forma humana, era un individuo que hacía 
sus veces. Este misterio se asemeja al del «Ángel de Yahvé». Con 
frecuencia se dice que Dios viene a conversar con aquellos a quienes 
escoge para misiones particulares: con Abraham (Gén., XII, 7; XV, 18, 
XVII, 1); con Isaac (Gén., XXVI 2); con Jacob con quien lucha (Gén., 
XXXII, 26-31). Ya en el Paraíso terrenal con Adán y Eva (Gén., III, 
8-24). 
Otra teofanía célebre se lee en Isaías, VI. Aquí son los serafines, o 
los «que arden de amor», quienes ocultan la majestad divina. El triple 
«sanctus» que hacen resonar proclama, no una alabanza de gloria a 
la Trinidad, sino la infinita santidad de Yahvé. 
Bajo el tema de la «Nube», nos es propuesto otro ejemplo de 
teofanía. La «nube» o «shekiná», de un verbo hebreo que significa 
«habitar», designa la presencia divina. La nube es, pues, el lugar 
donde Dios mora. Es de ordinario el signo de su protección eficaz, 
como se ve en el Éxodo, XIV, 19-20, en que Yahvé protege con ella la 
retirada de los hebreos salidos de Egipto. Tenebrosa por detrás a fin 
de ocultar la caravana a las miradas de los egipcios, es luminosa por 
delante para alumbrar la noche. Dios es, al mismo tiempo, bajo su 
símbolo, protector y guía. 
Volverá a encontrarse la nube en la tienda de reunión para 
significar que Dios está presente en ella (Exodo, XL, 34-35) y en el 
Templo construido por Salomón (I Reyes, VIII, 10-11). Pero un día se 
la verá posarse sobre Maria (Lucas, I, 35), lo que significará que Dios 
está con la virgen y obra en ella. siempre el intermediario, incluso en 
las teofanías, obra una acción divina. 

Conclusión

Misterio de Dios en el Antiguo Testamento. El Dios Uno es un 
Viviente. El Dios viviente hace vivir a los hombres, sus enviados 
concurren. Gracias a ellos Israel tuvo el alma, al menos habría podido 
tener un alma, abierta enteramente para recibir un mensaje más 
perfecto: el de la adorable Trinidad. Mas nada de ese misterio está 
descubierto todavía antes de la llegada de Jesús. Mucho más tarde, 
cuando instruidos por el Nuevo Testamento, los doctores cristianos se 
vuelvan hacia el Antiguo, es entonces cuando proyectarán sobre el 
Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, toda la riqueza entrevista en 
nuestros textos. Un Padre del siglo IV, San Gregorio Nacianceno, ha 
hecho, a propósito de la revelación del misterio de la Santísima 
Trinidad, estas observaciones muy atinadas. Con ellas cerraremos el 
presente capítulo: «El Antiguo Testamento anunció claramente al 
Padre, y al Hijo de una manera obscura 14. El Nuevo Testamento ha 
revelado al Hijo y deja entrever la divinidad del Espíritu. Ahora el 
Espíritu habita entre nosotros y se manifiesta más claramente. Cuando 
la divinidad del Padre 15 no era reconocida aún, no habría sido 
prudente anunciar de un modo abierto la del Hijo; y cuando la 
divinidad del Hijo no era aún admitida, no había que imponer, si me 
atrevo a hablar así, una nueva carga a los hombres hablándoles del 
Espiritu Santo. Sino, tal como gentes que están fatigadas con un 
alimento excesivamente pesado, o que han mirado la luz del sol con 
ojos enfermos aún, habrían corrido el riesgo de perder las fuerzas ya 
adquiridas. Había que proceder, pues, por perfeccionamientos 
sucesivos, por «ascensiones», según la palabra de David (Salmo 
LXXXIII, 6, según el texto griego); había que avanzar de claridad en 
claridad, por progresos y avances cada vez más brillantes, para ver 
lucir la luz de la Trinidad» 16.

BERNARD PÍAULT
EL MISTERIO DE DIOS, UNO Y TRINO
Edit. CASAL I VALL. ANDORRRA 1958

...................
1. Símbolo de los Apóstoles o el Credo de nuestra oración familiar. 
2. Politeísmo, doctrina que profesa la existencia de varios dioses. 
3. Sexta estrofa del himno Veni, Creator Spiritus.
4. La lectura de esta primera parte supone que se tiene una Biblia 
abierta al lado. Las citas más importantes que reproduciremos procederán 
de la Sagrada Biblia, traducción de Bover-Cantera (B.A.C., 1947), salvo en 
algunos pasajes que completaremos con la confrontación del texto de la 
Biblia Hebraica, Ed. de Rudolf Kittel o de la Ed. de la Biblia graeca et 
latina del P. Bover. 
5. Doctrina que profesa la existencia de un solo Dios. 
6. Dogma, verdad contenida en la Escritura y en la enseñanza de la 
Tradición y, como tal, propuesta por el Magisterio de la Iglesia (Definición 
del Concilio Vaticano). 
7. Yahvé, nombre divino revelado a Moisés (Ex., III, 14) y que significa, 
en la tradición de las Escrituras, «El que es». 
8. Véase también Deut., XIV; Isaías, LXIV, 7; Jr., III, 19; XXXI, 20. 
describe sus sentimientos paternales, que revelan su amor (XI, 1-4). 
9. Léanse también los Salmos LXXIII, 28, y CIII, 13-14. 
10. La misma forma de llamar en Proverbios, VIII, 32-33.
11. Así denominado porque Dios es llamado en él Yahvé. 
12. Teofanía, manifestación de Dios. 
13. Véase la explicación de I Cor., I, 21-30, en el capítulo III.
14. Obscuramente, dice, porque, como todos los Padres griegos, el 
santo doctor admitía que era el Hijo quien se revelaba progresivamente en 
las teofanías. 
15. Entendemos de Dios (el monoteísmo). 
16. Cinquieme discours théologique, nº 26, trad. Gallay, Ed. Vitte.