Dios Padre revelado en la

«entrega» del Hijo

 JOSEP VIVES, S.J.


El Hijo enviado del Padre 
Hemos observado que los evangelistas, para expresar la 
autoridad y función de Jesús, dicen que Jesús es «enviado» por el 
Padre. Hallamos tal forma de hablar ya en los evangelios sinópticos, 
pero sobre todo en el Evangelio de Juan. Este evangelio pone en 
boca de Jesús, como compendio de todo su mensaje, las siguientes 
palabras: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, único Dios 
verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). Y también: «El que 
escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado tiene la vida 
eterna» (Jn 5,23). O bien: «Yo no he venido por mi cuenta. El que 
me ha enviado es veraz: vosotros no le conocéis, pero yo le 
conozco, porque vengo de él, y él es quien me ha enviado» (Jn 
7,28). «El que me ha enviado es veraz, y lo que yo he recibido de él 
es lo que anuncio al mundo... Y el que me ha enviado está 
conmigo: no me ha dejado solo, porque yo hago en todo momento 
lo que le complace... Yo hablo lo que he visto estando con el 
Padre» (/Jn/08/20ss). 
De esta manera, el autor del cuarto evangelio quiere hacernos 
presente la cualidad absolutamente singular de la persona de Jesús 
y de su misión. El ser de Jesús como Hijo es absolutamente 
relacional, dependiente del Padre. El tiene un conocimiento de Dios 
Padre como nunca nadie había tenido: un conocimiento total que 
proviene de una identificación total. que hace que en todo momento 
cumpla sólo lo que complace al Padre. Su misión es comunicar lo 
que ha visto estando con el Padre; comunicar la intimidad del Padre 
que le ha enviado. 
Esta pretensión de Jesús de hablar de parte y en nombre de 
Dios, desde la intimidad de Dios y por derecho propio, va mucho 
más allá de todo lo que jamás hubieran podido pretender los 
antiguos profetas, que, si bien anunciaban cosas de parte de Dios, 
mostraban en su actitud y en su hablar la distancia que les 
separaba de la infinita majestad divina. Jesús no habla desde la 
distancia, sino desde la intimidad y la identidad. Por eso, cuando, 
ya en los últimos momentos de su vida terrena, uno de los 
discípulos se atreve a decirle: «Señor, muestranos al Padre, y 
tendremos bastante», Jesús le contesta: «Felipe, quien me ve a mí 
ve al Padre... ¿O es que no crees que yo estoy en el Padre y El en 
mí?» (/Jn/14/08). El mismo evangelista ya había puesto en boca de 
Jesús, en polémica con los judíos que le rechazaban, estas 
palabras: «El Padre y yo somos una misma realidad» (/Jn/10/30). 
Esto representa la más profunda reflexión de la comunidad 
cristiana, a la luz de los sucesos pascuales, sobre el ser y la función 
de Jesús: aquel hombre, que había vivido entre ellos en una forma 
de vida humana semejante a la de cualquier otro hombre, que 
había sido rechazado y llevado a una muerte ignominiosa por los 
que no podían tolerar su pretensión de ser enviado del mismo Dios 
y portador de una definitiva revelación de la paternidad de Dios, 
aquel hombre, después de muerto y enterrado, seguía viviente: no 
había sido definitivamente vencido y aniquilado, sino que Dios le 
había glorificado, le había hecho triunfar de sus enemigos. El poder 
de Dios estaba con él: Dios mismo estaba con él, y por eso Dios le 
había «sentado a su derecha» (Mc 26,64; Act 5,31; Rom 8,34), es 
decir, en igualdad de poder y de señorío con Dios. Las expresiones 
de Juan sobre la unidad de Jesús con el Padre vienen a ser como 
la última reflexión sobre el sentido último de Jesús, que se 
manifestó plenamente en los sucesos pascuales: el hecho de que 
Jesús, muerto ignominiosamente, hubiera sido resucitado y exaltado 
a la derecha de Dios mostraba que Jesús era un hombre con quien 
Dios había estado desde el principio: desde un principio, el Padre 
estaba con él y en él, y él estaba en el Padre y con el Padre. 
Así pues, cuando el evangelista hace decir a Jesús: «El Padre y 
yo somos una misma realidad», o bien, «quien me ve a mí ve al 
Padre», nos quiere decir que el hombre Jesús, contemplado a la luz 
de la Pascua, se revela como más que un hombre: nos ha sido 
enviado como revelación y presencia de Dios mismo, del poder y 
del amor paternal de Dios, entre nosotros y en forma humana. 
Jesús, sin dejar de ser hombre como nosotros, es verdaderamente 
algo de Dios mismo, pertenece a Dios como cosa propia, es la 
manifestación de Dios mismo en forma humana. Por eso uno ha de 
utilizar con referencia a Jesús el lenguaje de la identidad: «el Padre 
y yo somos una misma realidad»; uno y otro están en el mismo nivel 
de lo divino: Jesús no está sólo en el nivel creatural. Por otra parte, 
incluso estando en el mismo nivel divino, no se confunden 
simplemente, y por eso en el mismo lenguaje de identidad se 
implica también verdadera distinción: en el nivel divino encontramos 
a Dios-como-Padre que se manifiesta y se hace presente en 
Dios-como-Hijo. Dios no es algo cerrado sobre sí mismo, es algo 
comunicado, dado. En la frase que comentamos, la dualidad de 
sujetos -«el Padre y yo»- y el verbo en plural «somos» expresa una 
verdadera dualidad y distinción en el mismo nivel divino, en el ser 
de Dios. Por otra parte, el predicado de la frase -«una misma 
realidad», «unum», en neutro- expresa lo que después -con 
terminología más filosófica- se denominaría identidad de naturaleza, 
es decir, que los dos, Padre e Hijo, se identifican en la divinidad que 
les es común: el uno es la divinidad que se comunica y se da, y por 
eso se denomina Padre; y el otro es la divinidad total y plenamente 
comunicada y dada, y por eso se apellida Hijo. Sólo así se entiende 
por qué el evangelista puede hacer decir a Jesús que es en todo 
igual al Padre, que todo lo ha recibido del Padre, que no hace ni 
dice más que lo que el Padre quiere; y, por otra parte, Jesús puede 
decir «el Padre es más que yo» en el sentido de que, sin ser 
realmente menos que el Padre, y poseyendo como él y con él la 
misma divinidad, sin embargo el Hijo la tiene dada y comunicada 
totalmente del Padre, de manera que «el Hijo no puede hacer nada 
por su cuenta, sino sólo lo que ve hacer al Padre» (Jn 5,19). 
De esta forma, Jesús, presentándose como Hijo de Dios-Padre, 
como revelación y presencia de Dios entre nosotros, como Palabra 
propia de Dios mismo en forma humana, nos permite adentrarnos 
en la intimidad de Dios y descubrir que el Dios único es un Dios que 
es comunicable y se comunica con comunicación perfecta y total, y 
que por eso podemos denominar a Dios-Padre como principio y 
origen de comunicación, y Dios-Hijo como término y realidad de la 
comunicación divina. Todavía deberemos descubrir la realidad del 
Espíritu de Dios como realidad de la comunión en esta 
comunicación. 

El Hijo entregado por el Padre 
San Pablo también explica el ser y la función de Jesús en 
términos de «enviado» del Padre. Ya hemos hecho referencia a 
aquel texto de densidad extraordinaria que viene a ser como una 
síntesis de toda la acción de Dios para con los hombres: 

«Al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su propio Hijo, 
nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que se 
encontraban bajo la Ley y para que recibieran la filiación adoptiva. 
La prueba de que somos hijos es que Dios ha enviado a nuestros 
corazones el Espíritu de su Hijo que clama Abba, Padre. De manera 
que ya no eres esclavo, sino hijo, y si hijo, también heredero, por 
querer de Dios» (Gal 4,4-7). 

Vale la pena subrayar en este texto que la acción salvadora de 
Dios, por la que gratuitamente ha decidido hacernos hijos suyos y 
herederos de su gloria -más allá de la condición de súbditos o 
esclavos de la Ley-, se desarrolla como en dos momentos, 
mediante dos «misiones» desde el seno de Dios: la del Hijo y la del 
Espíritu. Es esta manera de actuar de Dios la que llevará a 
reconocer la realidad trinitaria: el Dios de la experiencia cristiana 
será el Dios Padre que nos ha comunicado su designio de 
salvación enviándonos a su Hijo, y que hace efectivo este designio 
enviándonos permanentemente su Espíritu. 
Ahora quisiéramos, en primer lugar, examinar la manera como 
Pablo desarrolla la idea de la «misión» del Hijo. Pablo tiene una 
profunda conciencia de que el Hijo de Dios no fue enviado a 
nuestro mundo para ser como una manifestación maravillosa y 
deslumbrante de la gloria de Dios, con signos y prodigios de poder. 
El Hijo es enviado como signo de la solidaridad de Dios con los 
hombres hasta la muerte. A través de su Hijo enviado, Dios juzga y 
condena el pecado de los hombres, pero muestra sobre todo su 
amor de solidaridad para con los pecadores, sometiéndose con 
ellos a las consecuencias del pecado y de la muerte. 

«Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en una carne semejante 
a la del pecado para destruir el pecado, condenó el pecado en 
aquella carne» (Rm 8,3). 

Y todavía, en una expresión de dureza inusitada: 

A él (Jesús), que no había conocido el pecado, le hizo pecado 
por nosotros, para que en él llegásemos a ser justicia de Dios» 
(2Cor 5,21). 

Estos textos, ciertamente difíciles en sí mismos, se iluminan a 
partir de la consideración de otros textos del mismo apóstol sobre la 
manera como Jesús lleva a término su misión. En la carta a los 
Filipenses (2,5ss) encontramos aquella otra síntesis de la historia 
de la salvación que ya hemos comentado y que es en cierta manera 
paralela a la de la carta a los de Galacia. Allí nos dice San Pablo 
que Jesús, «siendo de condición divina», no se aferró a quedarse 
en aquella condición, sino que «se anonadó hasta tomar forma de 
esclavo, hecho semejante a los hombres... humillándose y 
sometiéndose (a la condición de esclavo) hasta la muerte, y muerte 
de cruz». Tenemos aquí, expresado de otra manera, lo que Jesús 
es: Dios que se hace solidario con los hombres hasta tomar como 
ellos y con ellos «forma de esclavo» e incluso asumir lo que esto 
comporta, que es verse sometido a la muerte de cruz. En la carta a 
los Gálatas sólo se nos decía que «en la plenitud de los tiempos 
Dios había enviado a su propio Hijo, nacido de mujer, bajo la Ley». 
Aquí se explicita lo que esto implicaba: ser nacido de mujer y bajo la 
Ley quiere decir someterse a las condiciones de esclavitud del 
pecado en que de hecho viven los hombres, que lleva a la muerte. 
Cuando Dios, por amor y solidaridad con los hombres, sale de sí 
mismo y se hace semejante a ellos en las condiciones de su 
historia, se expone a la misma muerte infligida por los hombres 
pecadores. 
ENTREGAR: Esto es lo que el apóstol Pablo expresa en otros 
lugares diciendo que el Padre, por amor a nosotros, «nos entregó» 
a su propio Hijo. En el Nuevo Testamento, la palabra «entregar» 
-en griego, paradidonai- presenta connotaciones casi siempre 
negativas. En los conocidos pasajes evangélicos en que se anuncia 
la pasión de Jesús se dice que éste «será entregado» en manos de 
los sacerdotes o de los pecadores (Mc 9,31; 10,33; Mt 17,22, etc.). 
Judas es «quien entrega» a Jesús (Mt 26,25; Jn 13,21). Por otra 
parte, el gobernador Pilato «entregó a Jesús para que le 
crucificaran» (Mt 27,26; Jn 19,16) (1). 
Pero, cuando pasamos a los textos de San Pablo, hallamos un 
cambio muy significativo en este lenguaje de la «entrega» de Jesús 
a la muerte: mientras que, en los evangelistas, quienes entregaban 
a Jesús eran los sacerdotes, Judas o Pilato diríamos: los 
representantes de la maldad y la pecaminosidad humanas-, Pablo 
nos dice que quien entrega a Jesús a la muerte es Dios mismo, su 
Padre; o bien nos dice que es Jesús el que «se entrega» por 
nosotros. Nos encontramos, pues, como ante una doble apreciación 
de los hechos y de sus causas: miradas las cosas sólo desde la 
tierra, quienes hacen morir a Jesús son los hombres pecadores. 
Pero si las miramos teológicamente, como desde la perspectiva de 
Dios, es el mismo Dios, el Padre, quien entrega a Jesús a la muerte; 
o bien es el mismo Jesús quien se entrega en obediencia al Padre. 

Encontramos así una de las claves de la doctrina paulina de la 
salvación. Jesús no es sólo «enviado» desde el cielo a los hombres 
para predicar una doctrina de salvación o para darles ejemplo de 
buena vida; Jesús es «entregado» a los hombres como muestra y 
testimonio de la solidaridad de Dios con ellos, del amor 
incondicional que les profesa. No es sólo con sus palabras como 
Jesús nos manifiesta que Dios nos ama: es con el hecho de ser 
hombre como nosotros, en el hecho de que, «siendo de condición 
divina» e Hijo eterno de Dios Padre, se metió de lleno en nuestro 
mundo, se hizo en todo hombre como nosotros, dispuesto a vivir y 
padecer como nosotros -«tomando forma de esclavo»-, dando, eso 
sí, testimonio de la bondad y del amor total de Dios para con los 
hombres. Entonces ocurre lo que era de esperar: los hombres que 
quieren seguir empecinados en sus egoísmos y sus pecados 
rechazan a aquel hombre justo que, en nombre de Dios, presenta 
con obras y palabras un ideal de vida contrario a sus intereses, 
según el cual todos los hombres han de reconocerse hijos del 
mismo Padre y han de amarse y respetarse en su dignidad de hijos 
y hermanos. Podríamos decir que Dios Padre, en el deseo de 
hacernos patente que nos quiere como hijos y que nos ama como a 
su propio Hijo, nos da lo máximo que nos puede dar: a ese Hijo 
propio suyo en forma humanada, haciendo así absolutamente 
patente que ama a la humanidad con el mismo amor con qué ama a 
su propio Hijo, constituido ya parte de esta humanidad. Es esto lo 
que San Pablo nos quiere decir en un texto capital: 

«Sabemos que Dios interviene para el bien de los que le aman... 
A los que al principio El había conocido, les predestinó a reproducir 
la imagen de su Hijo, para que fuese primogénito de muchos 
hermanos... Ante esto, ¿qué diremos? Si él está así a favor 
nuestro, ¿quién podrá nada contra nosotros? El que no escatimó a 
su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no 
nos dará con él todas las cosas?...» (/Rm/08/28-32). 

La fuerza de la argumentación del apóstol está en la idea de que 
Dios, para mostrarnos su amor y para que reprodujéramos en 
nosotros la imagen de su Hijo, nos entrega aquello que es más 
suyo y que más quiere: su propio Hijo. No podía hacer ni entregar 
más. Es la máxima prueba del amor de Dios. San Pablo hace así lo 
que podría considerarse como comentario teológico de la muerte 
del Hijo de Dios en la cruz. y singularmente de la extraña palabra 
que allí pronunció cuando dijo: «Dios mío, ¿por qué me has 
abandonado?» (Mc 15,34). Desde los mismos orígenes del 
cristianismo, la idea de que el Hijo de Dios muriera en la cruz, o que 
el Hijo de Dios pudiera sentirse abandonado de Dios Padre, era 
causa de escándalo, y se buscaban interpretaciones que mitigaran 
estas duras expresiones, que parecían incompatibles con la 
absoluta soberanía de Dios y sus atributos de impasibilidad e 
inmortalidad. A pesar de todo, la conciencia cristiana vio en el 
misterioso suceso de la cruz el momento de la máxima revelación 
del Dios cristiano: un Dios que, aunque impasible, inmutable e 
inmortal en sí mismo, es decir, de ninguna manera sometido por 
necesidad extrínseca a las limitaciones del sufrimiento y de la 
muerte, puede autodeterminarse, por libre y gratuita decisión de 
amor, a sufrir y morir en una naturaleza humana hecha suya propia. 
Dios se revela entonces no como el que de ninguna manera puede 
padecer y morir, sino como aquel que, sin estar sujeto a la 
necesidad de padecer y morir, puede, si así lo determina, padecer y 
morir por amor. Esta es la gran revolución que el cristianismo 
introduce en el concepto de Dios postulado por la metafísica griega: 
el Dios cristiano no es el Ser Impasible e Inmortal, sino el Amor 
soberano y libre, capaz no sólo de mostrar su solidaridad con los 
hombres asumiendo como suya una naturaleza humana, sino de 
padecer y de morir en la naturaleza humana que ha asumido. No es 
extraño que hubiera gran resistencia en admitir esta singular 
concepción de Dios: casi todas las primitivas herejías cristológicas y 
trinitarias -docetismo, adopcionismo, arrianismo, nestorianismo- no 
fueron más que formas de explicar la realidad de Jesús sin tener 
que llegar a admitir que en él se tuviera que hablar del 
padecimiento o de la muerte de Dios. Pero la verdadera tradición 
cristiana, fiel al Nuevo Testamento y, sobre todo, a San Pablo, 
rechazó, a veces con gran dificultad y esfuerzo, estas 
interpretaciones. Y finalmente admitió sin reparos: «Unus de 
Trinitate passus est in carne»: uno que pertenece a la misma 
Trinidad es quien ha sufrido en carne humana (2).
D/SUFRE: La teología de la cruz, tal como la presenta San Pablo, 
nos obliga a revisar los conceptos -provenientes de la metafísica- 
relativos a la inmutabilidad e impasibilidad de Dios. La cruz de Jesús 
nos revela las profundidades de Dios más allá de lo que parecían 
postular la metafísica y la conciencia religiosa natural. El teísmo 
metafísico o natural dice que Dios no puede sufrir, no puede morir. 
El argumento metafísico supone que, si Dios estuviera 
verdaderamente sujeto al sufrimiento, Dios ya no sería plenamente 
autosuficiente y absoluto: estaría sujeto a algo o a alguien que le 
podría hacer sufrir y que, en este sentido, estaría por encima de él. 
Un Dios sufriente ya no sería Dios. En esto la metafísica teísta 
viene a corroborar lo que parece una exigencia irrenunciable de la 
religiosidad natural: los hombres, siempre aplastados bajo sus 
sufrimientos, a causa de las contradicciones y de la angustia de su 
frágil existencia y, sobre todo, por la perspectiva de la muerte, 
buscan un Dios autosuficiente, capaz de liberarles de aquellas 
angustias y limitaciones; y por eso proyectan un Dios caracterizado 
sobre todo por los atributos de la autosuficiencia, la omnipotencia, 
la inmutabilidad, la impasibilidad, la inmortalidad. Los dioses de las 
religiones son siempre, como los dioses de Homero, «los felices», 
«los inmortales», contrapuestos así a los pobres hombres, siempre 
desgraciados y mortales. D/PODER: Los hombres quieren un Dios 
de poder que les libere de sus debilidades, y no quieren oir hablar 
de un Dios solidario de los hombres en su debilidad: de ninguna 
manera pueden concebir que Dios se pueda manifestar como débil 
con los hombres y como los hombres (3). San Pablo tiene plena 
conciencia de que la revelación de Dios en la cruz es «una locura»: 


«La predicación de la cruz es estupidez para los que se pierden; 
pero para los que se disponen a la salvación, para nosotros, revela 
la fuerza de Dios... Los judíos piden señales (del poder de Dios) y 
los griegos buscan sabiduría (explicando a Dios como impasible). 
Pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los 
judíos y necedad para los paganos. Pero para los que han sido 
llamados, tanto judíos como griegos, Cristo es fuerza de Dios y 
sabiduría de Dios...» (I Cor 1,18-24). 

La singularidad del Dios cristiano estriba en que su «fuerza» no 
se manifiesta como poder dominador, sino como amor fiel que se 
entrega totalmente a su criatura, en solidaridad y respeto totales, 
incluso con la posibilidad de ser rechazado por ella en una «muerte 
de cruz» ignominiosa y «absurda». Al Dios cristiano le interesa más 
mostrarse como Amor que como Poder; mejor dicho, le interesa 
mostrar sobre todo el poder de su amor -San Pablo habla de «la 
sobreabundancia de su gracia» (Rm 5,20; Ef 1,8; 1 Tm 1,14)-, que 
le hace dispuesto a dejar que algo muy suyo, su mismo Hijo, se 
haga hombre y muera a manos de los hombres, en prueba de su 
amor para con ellos. Esta es la máxima manifestación posible de 
aquello que Dios quiere que aparezca como su característica más 
propia:la fidelidad en la solidaridad y el amor sin condiciones, 
aunque en esta fidelidad halle la muerte. Y, paradójicamente, 
descubrimos aquí el máximo triunfo de Dios, que queda patente 
cuando, después de no haberse ahorrado nada, ni la vida de su 
propio Hijo, se manifiesta como Amor que no puede morir; porque, 
después de que en la cruz se han agotado todas las posibilidades 
de la maldad humana y toda la fuerza de la muerte, el Hijo de Dios 
sigue viviente -resucitado por la fuerza del amor del Padre- y sigue 
siendo principio de amor y de vida, por la fuerza y la gracia del 
Espíritu vivificador que nos envía. 
J/MU/REDENCION J/MU/CAUSAS: El cristianismo ha de hablar, 
pues, sin reticencias de la «muerte de Dios» como máxima 
revelación del ser de Dios como amor. No de aquella hegeliana 
«muerte de Dios» concebida como una metafísica necesidad del 
Absoluto de realizarse en su contrario -el famoso «viernes santo 
especulativo»-, ni, menos todavía, hablamos de la versión 
nietzscheana del mismo tema -tan cantada en nuestros tiempos por 
pseudoteologías progresistas y críticas- por la que Dios habría 
muerto en aras de la afirmación de la «voluntad de poder» del 
sujeto humano. Dios no muere ni por pura necesidad intrínseca y 
metafísica ni por pura voluntad de los hombres que puedan 
eliminarlo como un estorbo, sino por su libre autodecisión y 
autodeterminación de amar a los hombres en su realidad concreta, 
histórica y pecadora. Dios muere porque, en su decisión gratuita de 
amar a los hombres, primero les crea como sujetos de libertad y de 
responsabilidad en el amor -y, por tanto, también de posible 
irresponsabilidad- y se hace luego, por amor, solidario de la historia 
humana, aunque en ella se manifieste la irresponsabilidad de los 
hombres que rechazan el amor de Dios y le hacen morir, al menos 
hasta donde los hombres pueden hacer morir a Dios, es decir, en 
su forma humana y mortal (4). 
El hablar cristiano de la «muerte de Dios» no ha de aguarse en 
interpretaciones más o menos docetas, que, para salvar el principio 
filosófico -no bíblico- de la absoluta impasibilidad de Dios, sólo 
admitirían que Dios padeció «en apariencia», o «sólo en su 
naturaleza humana». Ciertamente, Dios no habría padecido 
sufrimiento y muerte humana si no hubiera asumido una naturaleza 
humana capaz de padecer y de morir. Pero no sería cristianamente 
correcto decir -como a menudo se ha dicho- que Dios sólo sufrió en 
su humanidad, mientras que su divinidad había de permanecer 
necesariamente inafectada por el sufrimiento. Esto implicaría un 
dualismo cristológico totalmente contrario a la doctrina de la unidad 
personal del Cristo, definida en el Concilio de Calcedonia. No es «la 
humanidad» de Cristo el sujeto de sus padecimientos y de su 
muerte, sino la persona de Cristo, Dios-hombre. También la 
divinidad, encarnada en la naturaleza humana y formando con ella 
una única persona, com-padece con ella los sufrimientos y la cruz. 
Así como la divinidad, al encarnarse, es verdaderamente afectada 
por la historicidad de Jesús, de manera que hay que decir que la 
historia humana de Jesús es la historia de Dios entre nosotros, así 
también los sufrimientos de Jesús afectan a su divinidad y son 
verdaderamente «sufrimientos de Dios» (5). 
Desde esta perspectiva podremos captar toda la profundidad de 
la revelación del ser de Dios que nos es dada en la cruz de Jesús. 
Seguramente, como ya hemos insinuado, el momento más patético 
de la pasión es aquel en que Jesús llega a exclamar: «Dios mío 
¿por qué me has abandonado» (/Mc/15/34). De ninguna manera 
hay que atenuar la dureza de esta expresión subrayando que sólo 
se trata de una exclamación de un antiguo salmo que Jesús repite; 
ni se puede admitir que Jesús pronunciara aquellas palabras sólo 
«como hombre», excluyendo que como Hijo de Dios pudiera 
sentirse abandonado de Dios. Estas palabras las pronuncia el Hijo 
de Dios, no sólo la humanidad de Jesús, dirigiéndose a su Padre en 
aquella hora suprema. No son palabras de rebelión o de queja, 
pero sí son palabras que expresan todo el dolor y toda la angustia 
del Hijo de Dios al encontrarse con las consecuencias de la 
«misión» que había recibido del Padre, y que El había aceptado, de 
hacerse plenamente solidario por amor con los hombres pecadores. 
Expresan las consecuencias de «dejar la condición divina y tomar 
forma de esclavo... en obediencia -a la misión divina y a la 
condición de esclavo- hasta la muerte» (Flp 2,5ss). Expresan, de 
otra forma, lo que Pablo dirá: que Dios «no escatimó o, -según otra 
traducción, no perdonó- ni a su propio Hijo» (Rom 8,35), 
entregándolo a los hombres por amor a los hombres. En este 
sentido, el Hijo de Dios puede decir que ha sido abandonado del 
Padre, ya que ha sido «entregado a manos de los hombres» 
pecadores (Mt 17,21). 
J/ABANDONADO-D: Esta palabra -como síntesis de lo que 
significa toda la pasión de Jesús- contiene una singular revelación 
de la intimidad de Dios. Dios Padre, por amor a los hombres, les 
entrega lo que más ama, su propio Hijo. Hablando al estilo humano, 
podríamos llegar a decir que ama tanto a los hombres como a su 
Hijo; más aún, que parece amar más a los hombres que a su propio 
Hijo, ya que está dispuesto a dejar que su Hijo sufra el dolor y la 
angustia de la muerte para dar la máxima prueba de amor a los 
hombres. Cuando los pecadores al pie de la cruz se burlan de él 
diciendo: «ya que se proclamaba Hijo de Dios, que venga Dios a 
salvarle» (/Mt/27/43), Dios no vino a salvarle, al menos de 
momento. En la cruz, Jesús es verdaderamente abandonado de 
Dios, y así aparece a los ojos de los hombres. Es verdad que este 
abandono no será la palabra definitiva de Dios, ya que Dios 
resucitará a su Hijo «al tercer día»; pero era preciso llevar la 
prueba de amor hasta el final, hasta la muerte. En la cruz, 
Dios-Padre abandona real y verdaderamente a Dios-Hijo, aunque 
este abandono no sea definitivo. Cuando, con la muerte, los 
hombres hayan hecho todo lo que podían contra Dios -contra el 
Padre que les ha entregado a su propio Hijo-, Dios manifestará, 
resucitando a su Hijo, que el amor con que le amaba y nos amaba 
no podía ser destruido por la muerte. En la muerte y en la 
resurrección del Hijo se manifiesta el máximo triunfo del amor de 
Dios para con su Hijo y para con nosotros, sus hijos adoptivos: un 
amor capaz de pasar por la muerte, pero capaz también de triunfar 
sobre la muerte. El amor del Hijo para con el Padre es tan grande 
que está dispuesto a morir para complacerle (cf. Mt 3,17; Heb 10,7); 
el amor del Padre para con los hombres es tan grande que está 
dispuesto a «padecer» él mismo la muerte de su Hijo amado. Dios 
Padre «no escatima» lo que más ama, a su propio Hijo. Y Dios-Hijo 
está dispuesto a «complacer» y «obedecer» al Padre en común 
voluntad de solidaridad y compasión para con los hombres. De esta 
manera, verdaderamente paradójica, la cruz revela a la vez la 
máxima distinción entre el Padre y el Hijo -hasta el punto de que el 
Padre abandona al Hijo y el Hijo se siente abandonado del Padre- y 
la máxima comunión entre los dos, porque en este abandono se 
manifiesta la plenitud del amor que mutuamente se tienen. Dicho de 
otra manera, en la cruz es donde más claramente se nos manifiesta 
-ad extra- la profundidad del misterio de la vida trinitaria de Dios: 
Dios Padre se manifiesta verdaderamente distinto y contrapuesto a 
Dios-Hijo, hasta el punto de que puede hablarse del abandono de 
uno por el otro. Y al mismo tiempo, Dios-Padre y Dios-Hijo 
permanecen en perfecta comunión de amor, por el Espíritu de amor 
en que se realiza la vida divina. Dicho con otras palabras: la 
teología paulina de la cruz exige a la vez identidad y distinción entre 
el «Dios-que-entrega» -el Padre-, el «Dios-que-esentregado» -el 
Hijo- y el «Dios-que-es-comunión» en la misma entrega y 
separación -el Espíritu (6). 
CZ/SUFRIMIENTO-TRI RS/ALEGRIA-TRI: La cruz de Jesús es, 
pues, un acontecimiento trinitario que no afecta sólo a la 
humanidad de Jesús, sino que afecta a la realidad trinitaria de Dios, 
la realidad de «Dios-como-amor». Por eso en el acontecimiento que 
manifiesta la grandeza del amor de Dios para con nosotros se 
manifiesta a la vez la grandeza del amor de Dios en sí mismo, en la 
comunión intratrinitaria. En la «economía» -como dicen los Padres 
griegos- del amor de Dios para con los hombres se manifiesta el 
amor intratrinitario que es la vida «inmanente» de Dios. La cruz la 
sufren -libre, pero realmente- las tres personas trinitarias. El Padre 
sufre por tener que abandonar al Hijo a la muerte; el Hijo sufre, con 
su muerte física, sentirse abandonado del Padre, el Espíritu sufre la 
violencia que la malicia pecadora de los hombres introduce en la 
comunión intradivina que sustenta. El reverso de esto es que el 
triunfo de Dios, la resurrección de Jesús, es también obra de las 
tres personas: el Padre finalmente resucita a Jesús, y el Hijo triunfa 
en la resurrección, en la que se manifiesta el poder del Espíritu de 
amor que les une de manera invencible, Una vez más, en la 
«economía» de Dios se manifiesta la profundidad de su ser 
«inmanente». 
KENOSIS D/PACIENCIA/COTRA J/ENTREGADO-D:A modo de 
recapitulación de todo lo que acabo de decir, ofrezco algunos 
párrafos de la obra de ·Popkes-W sobre la entrega de Cristo:
«Que Dios entrega a su Hijo es una de las afirmaciones más 
inauditas del Nuevo Testamento. Hemos de tomar "entregar" en su 
sentido fuerte, sin atenuarlo como un equivalente de "enviar" o de 
"hacernos don". Aquí ha sucedido realmente lo que no le fue 
necesario a Abraham realizar (cf. Rom 8,32). Cristo fue entregado 
por el Padre, en un designio consciente, al destino de la muerte: 
Dios le abandonó a los poderes de la destrucción, a los hombres y 
a la muerte. Expresándolo con toda fuerza, a la manera de la 
dogmática antigua, podríamos decir que la primera persona de la 
Trinidad ha sacado fuera a la segunda y la ha aniquilado. Esto hay 
que compararlo con lo que dice Pablo en 2 Cor 5,21: "A Cristo Dios 
lo ha hecho pecado": o en Gal 3,13: "lo ha hecho maldición". Los 
pecadores habían estado abandonados de Dios (Rom 1,24ss): así 
lo ha sido Cristo... 

Desde el punto de vista de la historia de las religiones, la 
afirmación de que Dios entrega a su propio hijo no tiene paralelo... 
Que Dios "envíe" su propio Hijo al mundo es algo que cualquier 
hombre religioso podrá admitir fácilmente, en el gnosticismo o en 
cualquier sistema religioso, ya que la posibilidad de intervención de 
la trascendencia en el más acá es un postulado de toda religión. 
Pero el salvador ha de aparecer como vencedor, no como vencido. 
Por el contrario, la fe cristiana subraya que Dios se esconde en lo 
que es contrario a Dios... Nos hallamos ante una concepción 
verdaderamente teológica, es decir, ante algo diametralmente 
opuesto a las maneras de pensar del hombre natural... 

Sólo la doctrina trinitaria nos proporciona el marco adecuado 
para poder comprender las expresiones bíblicas que nos hablan de 
la entrega de Dios o de la autoentrega de Cristo. Aquí se han de 
mantener dos principios reguladores: por una parte, hay que 
rechazar la idea de un conflicto intratrinitario; por otra, no hay que 
caer en un puro patripasianismo. Por eso hay que subrayar, por 
una parte, la unidad entre el Padre y el Hijo, que implica unidad de 
voluntad; pero, por otra, hay que subrayar la distinción de 
personas. El resultado será que todo el peso tendrá que recaer en 
la autoentrega de Cristo. Por eso el Nuevo Testamento tiende a 
esta expresión cristocéntrica de la entrega (Gal 2,20; Ef 5,2 y 25): 
se manifiesta así la preocupación teológica legítima de mantener el 
anonadamiento divino hasta la muerte sin tener que afirmar la 
simple muerte de Dios» (7). 

El Cristiano ante el Dios entregado 
Esta manera de concebir las relaciones de Dios con los hombres 
determina cómo han de ser, después del advenimiento de Cristo 
muerto y resucitado, las relaciones de los hombres con Dios. La 
muerte y resurrección de Jesús son testimonio de la paradójica 
actitud de Dios para con los hombres. Por una parte, y sobre todo, 
Dios permanece fiel en su amor, en su misericordia, en su voluntad 
de salvar: la máxima prueba de esta fidelidad en el amor es la 
entrega de su propio Hijo. Por otra parte, Dios ha de manifestar 
necesariamente su rechazo del pecado y de la iniquidad humanas 
-lo que San Pablo denomina la «ira de Dios» (/Rm/01/18:D/IRA)»-, 
que llegan a hacer morir a su propio Hijo, enviado en oferta 
amorosa. El Padre de ninguna forma puede aprobar la muerte de 
su Hijo, ni se puede complacer en ella: es una muerte que procede 
sólo de la pecaminosidad humana y que Dios sólo puede rechazar.
En la cruz, Dios juzga y condena el pecado del mundo que hace 
morir a su Hijo, «el Justo», y con este juicio interpela definitivamente 
a los hombres para que no quieran ya seguir matando al Justo, sino 
que quieran entrar en la relación amorosa que aquel Justo venía a 
ofrecer, viviendo ya como hijos de Dios y como hermanos unos de 
otros. En la cruz, Dios, condenando el pecado de los hombres que 
matan al Justo, condena todos los pecados de los hombres que a lo 
largo de toda la historia humana han matado o extorsionado a los 
justos y desvalidos de la tierra. Pero, al mismo tiempo, dando a los 
hombres la suprema prueba de la fidelidad indefectible de su amor, 
Dios ofrece a los hombres el único camino de salvación: convertirse 
del pecado y la injusticia que matan al justo y entrar por el camino 
de la filiación en la fraternidad y la justicia, donde hay vida 
verdadera. En la cruz se revelan con toda su crudeza los caminos 
de muerte que siguen los hombres; pero todavía más se revela el 
camino de vida que Dios nos ofrece. La salvación del hombre 
estará en asumir el juicio de Dios contra el pecado y la injusticia 
que hace morir -y esto implicará convertirse del pecado y rechazar 
toda forma de injusticia-; y estará también en acogerse al amor 
gratuito de Dios, que nos ama tanto que nos ha entregado a su 
propio Hijo para que vivamos como hijos en la fraternidad. Por eso, 
en el día del supremo juicio sólo habrá un criterio para juzgar: «Lo 
que habéis hecho a uno de mis hermanos más desvalidos a mí me 
lo habéis hecho» (Mt 25,40). En la cruz se manifiesta la máxima 
identificación amorosa de Dios con los hombres -hasta morir por 
ellos- y el máximo juicio de Dios contra los hombres que pueden 
llegar a matarlo. Por eso, desde entonces ya sólo tenemos un 
criterio para juzgar del valor de nuestra existencia ante Dios: 
¿estamos en el lado de los que ultrajan y matan al Hijo de Dios 
ultrajando y matando a los hijos de Dios, con los que aquél se 
identificó, o estamos en el lado de los que aman y fomentan la vida 
de los hijos de Dios, con los que Dios mismo se identifica? Aquí 
podemos ver cómo «amarnos unos a otros como él nos ha amado» 
no es sólo un precepto moral: es más bien la esencia misma de 
nuestra relación con Dios, identificado con los hombres en la cruz 
de Jesucristo.

SI OYERAIS SU VOZ... 
EXPLORACIÓN CRISTIANA DEL MISTERIO DE DIOS

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1. Cf. J. JEREMÍAS, Teología del Nuevo Testamento I, Salamanca 1974, p. 
342; W. POPKES, Christus Traditus, Zürich 1967; J. MOLTMANN, El Dios 
crucificado, Salamanca 1965, pp. 266ss.; 342ss.; Id. Trinidad y Reino de Dios, 
Salamanca 1983, pp. 91ss.
2. Después de diversas controversias, esta fórmula fue finalmente 
aprobada en tiempos del Papa Juan II (año 535), así como también la fórmula 
equivalente: «Deus vere carne passus»: Dios ha sufrido verdaderamente en 
su carne: cf. DENZINGER-BANWART, Enchiridion Symbolorum, n° 401.
3. CZ/LIBERACION:J. MOLTMANN (El Dios crucificado. cit., p. 301) ha 
explicado la función liberadora de la revelación de Dios en la cruz: «Con ello la 
fe cristiana opera, a nivel psicológico-religioso, la liberación de las 
proyecciones infantiles de necesidades humanas sobre la riqueza de Dios, y 
de la impotencia humana sobre la omnipotencia de Dios, así como del 
desamparo humano sobre la responsabilidad de Dios. Esa fe libera de las 
figuras paternas divinizadas con las que el hombre quiere conservar su niñez. 
Libera del temor implicado en las concepciones políticas de omnipotencia con 
que los poderosos de la tierra pretenden legitimar su señorío, haciendo crear 
complejos de inferioridad a los privados de poder, y mediante los cuales los 
desvalidos compensan soñadoramente su impotencia. Libera de la 
determinación y dirección ajenas, que almas miedosas aman y odian al 
mismo tiempo...». 
4. Hace unos años, la denominada «teología de la muerte de Dios» 
produjo abundante literatura sobre este tema. Últimamente ha hecho un buen 
discernimiento de lo que podía haber de verdadero valor teológico en aquella 
corriente E. JÜNGEL, Dios, misterio del mundo, Salamanca 1984, cap. I. 
5. Esta cuestión del sufrimiento de Dios se hallaba en el trasfondo de las 
grandes controversias cristológicas del siglo V. Modernamente, fue retomada 
con gran vigor por Karl RAHNER, de quien puede verse, por ejemplo, LThK IV, 
Freiburg 1959, 2, pp. 205-206; Schriften zur Theologie Vlll. Einsiedeln 1967. pp. 
165-186. También. M LOHRER, Mysterium Salutis II/1, Madrid 1969, pp. 256ss. 
y 332ss.; J. MOLTMANN, El Dios crucificado, cit., pp. 320ss. Yo mismo he 
resumido el pensamiento a este respecto de diversos autores (X. Zubiri, N. 
Berdiaeff, K. Rahner, H. Mühlen) en el artículo «La inmutabilidad de Dios a 
examen», en Actualidad Bibliográfica 14 ( 1977). pp. 111-136. 
6. Entre los autores que recientemente han tratado de esta manera el 
misterio trinitario, pueden verse: H. MÜH- LEN, Die Veränderlichkeit Gottes als 
Horizont einer zukünftigen Christologie, Münster 1970; Id., Die abendländische 
Seinsfrage als der Tod Gottes, Paderborn 1963. Además, las obras ya citadas 
de W. POPKES y J. MOLTMANN. Este último ofrece un resumen claro y 
sintético de su punto de vista en Trinidad y Reino de Dios, cit., pp. 96-99. 
7. W. POPKES, op. cit., pp. 286ss.