El Espíritu Santo en actividad
dentro de la Iglesia


Entiéndase bien este titulo. El Espíritu actúa fuera de las 
«fronteras» de la Iglesia o de las Iglesias oficiales: en las Iglesias 
separadas de Roma desde luego que si, pero también fuera de 
ellas. Recuerdo esta frase acertada del ortodoxo Paul Evdokimov: 
«Sabemos dónde está la Iglesia, pero no nos es dado emitir un 
juicio y decir dónde no está». Como dice Congar, existen «venidas 
del Espíritu sin descifrar, no reveladas». y cita a Péguy:

«Yo veo la flota invisible, 
Son todas las oraciones 
que ni siquiera fueron articuladas.
Pero yo las conozco. 
Esos obscuros movimientos del corazón, 
los buenos movimientos secretos
que inconscientemente brotan, 
nacen e inconscientemente suben hasta mí.
Ni el mismo que los tiene los percibe, 
pero yo los reúno, dice Dios,
y los cuento y los peso».

Así pues, no tenemos la pretensión de reservar el Espíritu (ni 
por lo tanto la salvación), ·exclusivamente para nosotros» los 
católicos. No estamos ya en los tiempos en que era posible 
empecinarse en la fórmula «fuera de la Iglesia no hay salvación» 
(y, por consiguiente, tampoco hay fuera de ella, actuación del 
Espíritu). Así lo reconocía en 1971 la Asamblea plenaria del 
episcopado francés, reunida en Lourdes: «¿No vale más decir: 
fuera de la Iglesia no hay salvación reconocida? La Iglesia es la 
salvación que se afirma y se expresa porque se sabe».
Excluida la pretensión indicada, el titulo que hemos elegido 
significa simplemente nuestra intención de circunscribirnos a la 
Iglesia propiamente dicha -especialmente a la nuestra (la católica) , 
y también a los períodos (los últimos) que más huella han dejado 
en nosotros

¿En qué ha quedado el hermoso impulso de la Iglesia primitiva?
Aquella Iglesia primitiva nos servirá de punto de referencia. Sin 
duda alguna, a pesar del cuadro un poco idílico que de ella nos 
pinta San Lucas en los Hechos (más que una descripción de lo que 
sucedía siempre y en todas partes, era un ideal que él presentaba 
a sus cristianos), sabemos que aquellas Iglesias de los orígenes 
tuvieron sus inevitables debilidades, espejismos (la inminencia de 
la segunda Venida), y hasta sus nacientes herejías (cf. los 
primeros docetas que niegan a «Jesucristo venido en carne», 1 Jn 
4,2 y 2 Jn v.7). Y el mismo Lucas, tras haber alabado a la 
comunidad cristiana («un solo corazón y una sola alma»), y su 
sentido de la participación (Hech 4,32-3~7), nos relata algunos 
casos de signo contrario: la historia de Ananías y Safira (Hech 
5,1-11), la disputa entre cristianos de origen griego y hebreo 
respectivamente (Hech 6,1-ó), los antagonismos entre Pedro y 
Pablo o entre Pablo y Bernabé (Hech 15,36-40 y Ga 2,11-14). Ahí 
están también, siempre rodeadas de sombras, aquellas eucaristías 
desfiguradas, condenadas por Pablo (1 Cor 11,17-22)
Pero, a fin de cuentas, estamos ante una Iglesia (Iglesias) 
audaz, abierta, creadora, dócil al Espíritu que la impulsa hacia los 
imprevisibles caminos de la misión. E insisto en el aspecto 
«creador» de aquella Iglesia: una Iglesia que tiene que «idear» 
mucho, ya que lo que Jesús le legó no fue un programa ni una 
organización planificados.
Otro rasgo nos interesa también, muy particularmente en 
nuestros días en que volvemos a descubrir que ese rasgo es fruto 
del Espíritu: se trata de la profunda comunión que mantenían entre 
sí aquellas primeras comunidades, a la vez que mantenían la 
pluralidad en sus modos de organización y gobierno. Pensemos, 
por ejemplo, en las siete Iglesias del Apocalipsis y en la invitación 
que allí se repite las siete veces: «El que tenga oídos, oiga lo que 
el Espíritu dice a las Iglesias».
¿Hay que hablar de decadencia o de paulatina desviación, 
después de haber visto aquel impulso real de los orígenes y 
aquella notable y masiva fidelidad al Espíritu? Hacerlo sería 
profundamente injusto, si se afirmara del conjunto de la historia de 
la Iglesia. Y no vamos ahora a contabilizar ni a historiar las 
fidelidades o infidelidades al Espíritu, para repartir puntos buenos 
o malos al periodo en cuestión. Digamos simplemente -sin animo 
de hablar de infidelidad caracterizada-, que se impone levantar 
acta: en determinados períodos, que además nos conciernen 
directamente por haberlos heredado, el Espíritu Santo ha estado 
marginado y prácticamente como olvidado con carácter bastante 
general (lo mismo en la vida cristiana que en la teología, 
particularmente en la eclesiología). Esta afirmación requiere 
explicaciones y pruebas (y matizaciones, por supuesto), aunque, 
añadamos enseguida, parece apuntar un renacimiento 
prometedor.

Cierto subdesarrollo» de la doctrina sobre el Espíritu Santo
Nos referimos por supuesto al catolicismo occidental y al de las 
regiones influenciadas por él.
Arranquemos de una observación muy concreta, verificable y 
en gran manera significativa. Las definiciones que se han dado de 
la Iglesia en el siglo XIX, y digamos que también en los dos 
primeros tercios del XX (en términos generales con anterioridad al 
Vaticano II), no daban ni espacio de margen de actuación al 
Espíritu Santo. Y hablo en primer lugar, del lenguaje de la teología; 
los catecismos no serán más que un reflejo suyo, con frecuencia 
endurecido. Ahí está el Dictiounaire de théologie catholique, todo 
un «monumento» en quince volúmenes que abarca la primera 
mitad del siglo XX. En el artículo dedicado al Espíritu Santo, habla 
de él evidentemente, pero no le menciona para nada cuando 
define a la Iglesia: «La Iglesia es la sociedad de los fieles unidos 
por la profesión integra de la misma fe cristiana, la participación en 
los mismos sacramentos y la sumisión a la misma autoridad 
sobrenatural que emana de Jesucristo, principalmente a la 
autoridad del romano pontífice, vicario suyo»
Estas teologías han acarreado, sobre todo con el privilegiado 
instrumento de los pequeños catecismos sacados de ellas, una 
enorme sobrevaloración y una insistencia casi exclusiva en lo 
concerniente a las estructuras institucionales de la Iglesia y del 
funcionamiento rígido y centralizado de su actividad. Así, los 
católicos han dado la impresión de querer «ahorrarse el Espíritu 
Santo»; un Espíritu Santo no negado, naturalmente, pero sí puesto 
enteramente al servicio del magisterio, que detentaría su 
monopolio en todos los campos: interpretación de la Escritura, 
reflexión teológica con tendencia a convertirse en el instrumento 
único, oficial, muy ajustado y nada crítico para con la autoridad, 
reglas morales ultraprecisas que llevadas al extremo hacen inútil 
recurrir a la reflexión responsable y a la conciencia: «En una 
palabra, al Espíritu se le ha visto así: como el principio de una vida 
santa privada, llevada por las almas, -su misión interior- y, por otro 
lado, como la garantía de los actos de la institución, 
particularmente de su enseñanza infalibles (Congar, op. cit., I, p. 
216).
Sin querer en absoluto «caricaturizar ni ignorar el pasado» -ni 
olvidar que el Espíritu Santo estaba presente en la oración diaria 
de los fieles (el «Veni Sancte Spiritus»), o en la liturgia 
(Pentecostés, con su himno «Veni Creator»...)-, numerosos 
teólogos han llegado a ser conscientes de este «subdesarrollo» 
católico en lo referente a la doctrina sobre el Espíritu Santo. Estos 
teólogos están de acuerdo en señalar ciertos aspectos de la 
doctrina o de la práctica eclesial considerablemente 
desequilibrados, en perjuicio del Espíritu Santo.
«Subdesarrollo» notorio, en primer lugar de la teología sobre el 
Espíritu Santo («pneumatologia», en términos cultos), en 
comparación con la teología sobre Dios considerado en general 
(existencia, naturaleza y atributos de Dios). Esta teología de «Dios 
uno», o más bien esta teodicea, «presentaba ante todo la unidad 
primordial de Dios bajo la forma de una esencia divina previa a las 
tres personas»; una especie de Dios pretrinitario, de Dios en 
general: es una forma de ese deísmo vigorosamente denunciado 
por nuestros obispos en su «texto de referencia» para la 
«catequesis de los niños». Quien «pagaba los costos» de este 
lenguaje era el Espíritu Santo. Incluso cuando se llegaba a lo 
específicamente cristiano, como la encarnación y la redención, con 
dificultad se precisaba su papel junto al del Padre y al del Hijo: el 
Espíritu Santo era como un «doble» de Cristo bastante desvaído, 
«carente de función e interés propios».
«Subdesarrollo» llamativo sobre todo en eclesiología, como 
hemos sugerido: nos encontramos ante una concepción de la 
Iglesia «sociedad visible como la república de Venecia» (y la frase, 
que es de Bellarmino, en los labios de su autor no es 
caricaturesca), con notoria «inflación del magisterio», hasta el 
punto de que, para el pueblo cristiano en su conjunto, se 
canalizaba al Espíritu Santo bajo una vigilancia estrecha y hasta 
sospechosa, por estar monopolizada por la jerarquía: «La teología, 
la enseñanza oficial, y hasta la catequesis y la predicación, habían 
impuesto una visión de la Iglesia definida primero como sociedad 
desigual, jerárquica, que ante todo y por derecho divino 
comportaba una distinción (y nótese que yo añadirla que «rigurosa 
y recalcitrante»), entre clérigos y laicos, jerarquía y fieles». Y al 
levantar acta de esto Y. Congar (op. Cit., II, p. 195), cita esta 
«deliciosas fórmula de Mohler, uno de los pioneros de la 
renovación teológica sobre el Espíritu Santo: «¡Dios creó la 
jerarquía, y ya con eso proveyó ampliamente a cuanto se 
necesitaba hasta el fin de los tiempos!». Así resumía él la 
eclesiología sin Espíritu Santo, usual en su tiempo y que él 
naturalmente rechazaba.

¿Y los carismas? ¡Sin embargo, San Pablo había hablado de 
ellos!
Otro aspecto del mismo «subdesarrollo»: una doctrina de la 
Iglesia muda acerca de los carismas, en el pleno sentido de la 
palabra, -a no ser que se quiera llamar carismas a los siete «dones 
del Espíritu Santo»-, de los que sí se hablaba en la Confirmación 
(cf más adelante, cap 5), aunque sobre todo, con un sentido 
individual, pietista y moralizante. ¡Y sin embargo, San Pablo había 
hablado de ellos, y los Hechos muestran estos carismas en acción 
para «construir la Iglesia»! Pero la opinión más extendida 
consideraba los carismas como unos dones especiales válidos y 
necesarios para los períodos fundacionales de la Iglesia, -y 
consiguientemente transitorios-; en lo sucesivo su lugar quedaría 
ocupado por la institución. De ahí la oposición que se produjo, 
artificial y desafortunada, entre institución y carismas. 
Históricamente se explica debido a los pésimos recuerdos de 
hechos que se produjeron: muy pronto (s. III), en nombre del 
Espíritu y contra la jerarquía, los montanistas se encasquillaron 
«en un profetismo cerrado y contestatario», lo cual contribuyó a 
reforzar el reflejo de miedo por parte de la autoridad («miedo a los 
carismas, miedo a las manifestaciones del Espíritu»). En esta 
misma línea, hubo excesos a cargo de determinados movimientos 
espirituales desviados que invocaban en su favor a Joachim de 
Fiore (éste del s. XII); y finalmente, más cercanos a nosotros, 
excesos de cierta teología protestante que denunciaba (con 
algunas razones válidas, digámoslo), los defectos de la institución 
romana.
Pues bien, todavía hoy cabe preguntarse: «¿Quién puede 
temer a los carismas?»; cabe responder todavía hoy, y siempre, lo 
mismo: una determinada Iglesia que aprovechara el pretexto del 
peligro muy real de posibles desviaciones (como lo demuestra la 
historia), para endurecer su autoridad, sospechar y reprimir. El 
deseo de prevenirse contra toda clase de aventuras conduce 
forzosamente, en un momento dado, a «apagar el Espíritu», que 
es «aventurado» de por sí (sopla «donde quiere»).
Volvamos a nuestra teología occidental, para advertir que es 
objeto de discusión no sólo su contenido relativo al Espíritu Santo 
sino también su estilo, su modo de proceder, la trayectoria de su 
pensamiento y su lógica habitual: esta teología es muy 
especulativa y objetivante, con sus tratados y sus tesis que 
dividen, diseccionan y etiquetan, con olvido excesivo de los nexos, 
los pasos y los puntos de vista unificadores. Así, debido a su 
mentalidad, se encontraba mal preparada para hablar del Espíritu; 
porque éste se encuentra en todas partes, en todos los tratados 
para vivificarlos, y porque descompone las elaboraciones eruditas 
excesivamente bien ensambladas y demasiado compartimentadas: 
«El Espíritu, que es Revelante» no «revelado», no se deja 
manipular, ni en lo conceptual ni en lo iconográfico, como si de un 
objeto de escaparate se tratara».

Suplencias equivocas del Espíritu Santo
Este tendón de Aquiles de la teología del Espíritu conduce en 
ocasiones -para responder a las necesidades de la piedad no 
satisfechas- a curiosas substituciones. Con una pizca de 
humorismo, pueden citarse unas cuantas «invenciones» sin duda 
alguna bienintencionadas, «conmovedoras» para las almas 
sensibles, pero que patentizan este olvido del Espíritu y este 
equilibrio de la teología y de la piedad. Así, en el siglo XIX se dirá 
bastante comúnmente (y no sólo en alocuciones piadosas de 
teología aproximativa): «Existen tres santuarios: la gruta del 
Nacimiento, el Sagrario y el Vaticano» (Mons. Mermillod). «La 
Eucaristía, María y la Santa Sede son los ligamentos principales 
que consolidan la Iglesia» (Schoeben). «Hay tres encarnaciones 
de Nuestro Señor: en el seno de María, en la Eucaristía y en el 
Papa». Monseñor Lépicier hablaba a los cristianos de Abisinia de 
«la gran devoción católica a estas tres cosas blancas: la Hostia, la 
Virgen María y el Papa» (Congar, op. cit., I, p. 218-224). Y Mons. 
Lefebvre recordaba en Econe (en 1977), «los tres dones 
principales que Dios nos hizo: el Papa, la Santísima Virgen y el 
Sacrificio eucarístico».
En idéntico sentido y apoyándose en los mismos hechos, 
puede concluir Laurentin: «Se transferían al Papa funciones 
eclesiológicas propias del Espíritu: se habla cambiado la 
espiritualidad de obediencia al Espíritu en espiritualidad de 
obediencia al Papa (llegando a ser éste, así, el sustituto jurídico y 
jerárquico del Espíritu». «Otros hacían de la Virgen María un 
sustituto místico del Paráclito,> El Cardenal Suenens cita esta 
frase de un protestante inglés: «Cuando empecé a estudiar la 
teología católica, cada vez que esperaba encontrarme con una 
exposición sobre el Espíritu Santo, me encontraba con María: a 
ella se le atribuía lo que nosotros (protestantes) unánimemente 
consideramos como la acción propia del Espíritu Santo».
Entendámonos bien. Estas observaciones no pretenden 
desacreditar al Papa, a la Virgen ni a la Eucaristía. Ni tampoco 
ignorar la vinculación real del Espíritu con el Papa, con María o 
con la Eucaristía. Por lo que se refiere a la Eucaristía, volveremos 
a hablar de ella, subrayando el importante papel de la epiclesis 
(invocación al Espíritu). En cuanto a la Virgen María, no se trata de 
minimizar su papel, sino de restituirlo a su verdadero lugar, de 
subordinarlo al del Espíritu del que ella estaba llena. Es lo que, por 
ejemplo, hace de manera admirable san Ildefonso de Toledo (s. 
VII): «Te pido, Virgen Santa, que de ese Espíritu que te hizo 
engendrar a Jesús, reciba yo mismo a Jesús. Que mi alma reciba a 
Jesús por medio de ese Espíritu que hizo que tu carne concibiera a 
ese mismo Jesús (...). Que ame a Jesús en ese Espíritu en el que 
tú misma le adoraste como a tu Señor y le contemplas como a tu 
hijo».
Es preciso medir bien los efectos de esta «carencia» doctrinal a 
propósito del Espíritu en la vida de la Iglesia. ¿Y cómo podemos 
caracterizarles y evaluar el hueco que tenemos que recuperar, sin, 
por eso, erigirnos en jueces del pasado, sin considerarnos más 
fieles que los que nos precedieron en la fe y sin suponer que el 
Espíritu Santo fue incapaz de abrir caminos de santidad superando 
los obstáculos, cosa en la que él es especialista?
Recurramos a una imagen de Rey-Mermet: «Cuando la Iglesia 
se pone a olvidar al Espíritu Santo, cosa que ocurre de vez en 
cuando, se pone enferma». Y el autor enumera unas cuantas 
enfermedades cuyos nombres terminan en «ismo»: clericalismo, 
autoritarismo, juridicismo, minimalismo moral. En este mismo 
sentido denuncia Congar la presión clerical que tan onerosamente 
imperó -¿ha cesado ya del todo?- en nuestras actitudes 
pastorales, o el funcionamiento eclesiástico ávido de seguridad y 
esclerotizado (op. cit., II, p. 170-171).
Con otras imágenes se puede precisar los efectos de este 
olvido del Espíritu: «Se detiene el movimiento, se paraliza todo (...). 
La institución eclesial se crispa, pasando a ser una organización 
conservadora y uniforme. El cristianismo se encierra en si mismo y 
se convierte en uno de tantos sistemas religiosos, administrando 
sus recuerdos y sus ritos. La pesantez triunfa sobre la gracia. Ya 
no hay inspiración». «Cuando se olvida al Espíritu, empiezan para 
la Iglesia los grandes glaciares». Aquí acude espontáneamente al 
pensamiento el ejemplo de la liturgia.
Se habla quedado realmente estancada en la minuciosidad de 
su ritos, prohibiendo no sólo todo capricho sino también toda 
creatividad: por eso, «tras un estancamiento de las formas 
litúrgicas excesivamente prolongado, la reforma decidida por el 
Concilio Vaticano II dio la señal del deshielo». Tal estancamiento 
explica probablemente el «que las aguas, demasiado tiempo 
contenidas», presentaran en ocasiones los caracteres de una 
avalancha y provocaran una crisis. Evidentemente, ninguna de 
esas posibles consecuencias pone en entredicho una reforma que 
se habla hecho indispensable: la reanudación del movimiento de la 
vida. ¡Sí, «ven, Espíritu creador!». Y aquí habría que citar otra vez 
el texto de Mons. Hazin que hemos reproducido en páginas 
precedentes.

¿Una «inspiración» nueva procedente del Concilio?
Sí; creo que puede afirmarse esto y considerarse uno 
afortunado por el beneficio que ello representa. Después de lo 
escrito, podría desearse una verdadera renovación en profundidad 
de la doctrina sobre el Espíritu Santo, pero no con dosificaciones y 
remiendos, claro está, sino mediante una nueva conexión de todos 
los tratados (por ejemplo, cristología, eclesiología, sacramentos), 
con el Espíritu, que les asegure precisamente «la inspiración vital». 
Sería de desear además, en la vida de la Iglesia, un mayor 
equilibrio entre la institución, la autoridad de la jerarquía 
(indispensable) y la libertad creadora del Espíritu. Este progreso 
fue preparado, con anterioridad al Vaticano II, por teólogos como 
Congar en Francia o Heribert Mühlen en Alemania. Pero el impulso 
decisivo lo dio el último concilio. No se limitó a «espolvorear un 
poco con Espíritu Santo>, todos los textos elaborados: es verdad 
que algo de esto se hizo, a veces a destiempo, a petición de 
algunos obispos y un poco artificiosamente; pero, aunque se 
nombra al Espíritu Santo 258 veces, eso no bastaba. En realidad, 
el concilio hizo más: en muchos puntos inició un significativo giro 
de tendencia.
Por ejemplo, se presenta a la Iglesia como «una muchedumbre 
reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» 
(Lumen Gentiam, n.° 4, citando a San Cipriano). Esta idea de la 
Iglesia Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu, 
muchas veces repetida (cf. Presbyterorum ordinis, n.° 1; Ad 
gentes, no 3 y final del 9), ha contribuido mucho a invertir la 
pirámide eclesial, haciéndola descansar de nuevo sobre su base, 
principalmente cuando el Pueblo de Dios es presentado, ya desde 
el principio, por Lumen Gentium (cap. 2) antes que la jerarquía 
(cap. 3) y que los laicos (cap. 4).
Y por «Pueblo de Dios» ha de entenderse, por supuesto, todos 
los cristianos -laicos y clérigos- confundidos en lo que representa 
su dignidad fundamental: «Esta forma de considerar a la Iglesia 
por la base difiere mucho de considerarla por la cúspide. Pero es 
también tradicional. Permite comprender que todos los cristianos 
son absolutamente iguales entre sí. Permite situar a los ministros 
(sacerdotes y obispos) en las comunidades, al servicio de ellas, 
como testigos de la presencia de Cristo resucitado y como lazo de 
unión entre las Iglesias. Proporciona una visión nueva de la 
función del Papa: ya no es el director gerente sino el que tiene 
bajo su incumbencia la unidad y el diálogo entre todas las Iglesias» 
(Paul Guérin, Je crois en Dieu, Le Centurion, p. 119).
No obstante, es preciso añadir lo siguiente: sólo gracias a la 
muy acentuada revalorización que el Vaticano II hace de los 
carismas, esta noción de «pueblo de Dios» se hace «operativa», 
esto es, transforma (o puede llegar a transformar... a la larga) algo 
en las costumbres intraeclesiales, en las relaciones 
autoridad/obediencia, y acabará desembocando en 
fórmulas-programa tales como «todos responsables en la Iglesia», 
o «el ministerio presbiteral en una Iglesia toda ella ministerial». 
Demos la bienvenida a esta importante entrada del Espíritu Santo 
en la eclesiología oficial, al soslayo de los carismas. Es cierto, dice 
Laurentin que «la redacción del texto de Lumen Gentium sobre los 
carismas fue laboriosa y difícil».. ¡Siempre el mismo temor pertinaz 
a «que el reconocimiento de los carismas en todos los miembros 
del pueblo de Dios, haga la competencia a la autoridad»! Tan es 
así, que esta sospecha inconfesada dicta aun, en el n.° 4 de 
Lumen Gentium la fórmula que distingue entre «dones jerárquicos 
y carismáticos». ¿Por qué «esta preocupación por colocar a la 
jerarquía delante de los carismas y someter éstos 
incondicionalmente a la autoridad», que parece crear así dos 
categorías completamente diferentes de beneficiarios del 
Espíritu?
Con preferencia a los mencionados textos de Lumen Gentium 
-todavía un poco híbridos y titubeantes- recojamos el texto, muy 
abierto, relativo a los carismas de todos los miembros del pueblo 
de Dios, que está en el documento sobre el apostolado de los 
laicos (Apostolicam Actuositatem, n.° 3), publicado un año después 
que Lumen Gentium (en 1965): «De la recepción de estos 
carismas, incluso de los más sencillos, le viene a cada uno de los 
creyentes el derecho y la obligación de ejercitarlos en la Iglesia, en 
la libertad del Espíritu Santo, que sopla donde quiere (Jn 3,8); 
cosa que deberán hacer en unión con los hermanos en Cristo, 
sobre todo con sus pastores». La reflexión ha progresado (gracias 
al Espíritu), y el texto es equilibrado, abierto y no altanero. Se 
muestra más confiado y es de advertir cómo va perfilándose «un 
nuevo rostro de la Iglesia, bastante diferente del expresado por la 
eclesiología piramidal y clerical». (Congar, op. cit., I, p. 232).
Otro testimonio más de esa «inspiración nueva», de esa «vuelta 
del Espíritu»: el pleno reconocimiento y la valorización de las 
Iglesias locales, que «son, cada una en su propio territorio, el 
Pueblo nuevo, llamado por Dios en el Espíritu Santo» (Lumen 
Gentium n.° 26,1). El Espíritu es quien en ellas reparte sus 
distintos dones para enriquecer con ellos a toda la catolicidad. Por 
él, esas «Iglesias particulares, que gozan de tradiciones propias», 
entrañadas en una cultura y muy caracterizadas, son incitadas 
simultáneamente a la apertura, la participación y la comunión (cf. el 
bellísimo n.° 13 de Lumen Gentium).
Por último, debemos señalar también todos los Rituales 
renovados nacidos del Concilio, queridos por él y que reservan un 
lugar notable al Espíritu Santo. (Véanse las nuevas fórmulas de 
absolución, epiclesis eucarísticas...). De ellas volveremos a hablar 
en el capitulo 4.

¿La renovación «carismática» 
será una respuesta al «llamamiento del Espíritu»?
¡Bien -se dirá- por los textos conciliares y bien por los nuevos 
Rituales! Pero los textos más hermosos pueden estar muy 
distantes de la vida real. En 1973, Pablo VI deseaba «un estudio 
nuevo y un culto nuevo del Espíritu Santo como complementos 
indispensables de la enseñanza del Concilio». ¿Sería la 
renovación «carismática» la respuesta a este deseo? Sin duda es 
demasiado pronto para poder afirmarlo con seguridad. Pero nada 
nos impide ir considerando ya lo que está sucediendo: lo que 
veamos constituirá para nosotros un ejemplo privilegiado -por lo 
que tiene de actual y por estar al alcance de nuestros ojos- de una 
posible actuación del Espíritu. Pero a condición de no hacer de ella 
una forma de actuación exclusiva. Pues «recuperar el sitio del 
Espíritu Santo no es un lujo de la piedad, sino que viene a ser un 
acto vital de la fe». Pero, por otra parte, lo que podamos observar 
en los carismáticos -las posibilidades que ellos pueden 
representar, las ilusiones que ellos mismos pueden hacerse y la 
necesidad de un serio discernimiento espiritual- será de gran 
utilidad para todo el mundo.
La regla de oro en esta materia se remonta a la primera epístola 
de San Pablo: «No extingáis el Espíritu; examinadlo todo y quedaos 
con lo bueno» (1 Tes 5,19-21). Desde luego, siempre será 
necesario precisar esta regla de oro, pero siempre tendrá 
vigencia. Así, pues, insistiré mucho en ese discernimiento y sus 
dificultades, extendiéndolo también a otros que no son los 
«carismáticos». Por otra parte, ¿es correcto denominarlos así? 
Congar, que les dedica más de ochenta páginas en el segundo 
volumen de Je crois en l'Esprit Saint, prefiere hablar de 
«Renovación en el Espíritu». Hay que hacer, pues, algunas 
aclaraciones a propósito de los carismas. Abordaremos este 
problema.
CARISMATICO/MOVIMIENTO: Antes, dos palabras de 
presentación. El movimiento «carismático» nació en 1967, en 
Pittsburg, al menos en lo que se refiere a la renovación católica, 
-pues el pentecostismo (protestante) es muy anterior. En Europa la 
Renovación (católica) cuenta una docena larga de años; ha 
celebrado ya importantes congresos y cuenta con numerosos 
grupos que, por lo general, no aspiran a la publicidad. En 
ocasiones, estos grupos son animados desde las altas esferas 
(cardenal Suenens), cosa que por sí misma no les libra 
automáticamente de caer en ilusiones: no todos estos grupos son 
igualmente fiables, auténticos y equilibrados. Podremos, por lo 
tanto, hacerles preguntas, eventualmente someterles a critica, y 
sobre todo, habrá que ver lo que pueden aportar de positivo a la 
Iglesia; pues «la Renovación es una gracia que Dios ha otorgado a 
nuestro tiempo», opina Congar, quien por otra parte se mantiene 
objetivamente critico, y pone el siguiente subtitulo a su capitulo 
sobre la Renovación: «Promesas e interrogantes».
En consecuencia, mi primer sentimiento global es: prejuicio a su 
favor, pero a reserva de practicar la indagación conveniente. Los 
casos de carácter aberrante que pudieran darse, no deben 
desacreditar el movimiento Sin embargo, esto pone de relieve «las 
extraordinarias responsabilidades de los líderes» o moderadores 
de esas asambleas carismáticas que evidentemente (si el 
temperamento contribuye), pueden acabar en manipulación, cosa 
que seria, precisamente, la negación del Espíritu.
¿Es necesario intentar describir una reunión de oración 
carismática? Aquí está, por ejemplo, la de un grupo de jóvenes 
(claro que esto sería válido, poco más o menos, si el grupo fuera 
mixto): «Ambiente cálido y fraterno, expresión alegre y espontánea 
de la alabanza, la adoración, el agradecimiento y la contrición, con 
un susurro colectivo que se levanta de cuando en cuando, especie 
de aleluya, salido de lo profundo; cada cual acepta a su vecino, se 
ayuda de su vecino, ya sea que cante, lea un texto de la Escritura, 
hable de la abundancia de su corazón o se ponga de repente a 
farfullar algo ininteligible. Luego, alguien de la masa orante se 
levanta: pide a todos que recen por él con mayor ahinco; pide a los 
responsables la efusión del Espíritu. Toda la oración se centra en 
él. Seguramente no ha pasado nada que tenga carácter 
verdaderamente extraordinario. Pero las personas salen de allí con 
una especie de calor invencible en el corazón. ¡Como los 
discípulos de Emaus!»

Pero de hecho, ¿no somos todos «carismáticos»?
Tras esta somera presentación, entremos ya en el corazón del 
tema. En efecto, ¿que hay de los carismas? Son gracias (del 
griego «jaris»), dones gratuitos de Dios (pero ya sabemos que 
«todo es gracia», que todo es gratuito) del Dios Trino: Dios (el 
Padre, en el Nuevo Testamento), el Señor (Jesús, Cristo), el 
Espíritu (a los tres se les nombra en 1 Cor 12,4-6); con clara 
insistencia, señalando cierta «especialización» en el Espíritu 
(continuación de 1 Cor 12,7...). Pero entonces, ¿no todo cristiano 
es carismático? En particular los religiosos, ¿no son carismáticos 
por vocación? ¿Por qué un movimiento, unos grupos, van a 
reivindicar esta «denominación controlada»?
No cabe duda. Y volveremos a hablar de este rechazo del 
monopolio. Pero los términos «gracias», «dones», «carismas» 
habían alcanzado tal grado de desvalorización que en ciertos 
estratos profundos del pueblo cristiano, se hizo sentir una inmensa 
necesidad de renovación, de una «bocanada de aire», como si a la 
Iglesia «le faltara la respiración». Volvió entonces a ser estimado el 
término, pensando en San Pablo (I Cor. capts. 12, 13 y 14) aunque 
sin respetar, a veces, su equilibrio y las prioridades establecidas 
por el Apóstol: «El uso que los cristianos hacen hoy de la palabra 
'carisma' pone de manifiesto que la palabra 'gracia' está 
desgastada, que suena a antiguo, que se desconfió de ella. Se la 
encuentra demasiado etérea, harto vaga, como una especie de 
comodín excesivamente cómodo (...). Hablar de carismas es 
proclamar: no; a Dios no se le recluye entre las guatas de nuestros 
sentimientos e ideas; si; Dios puede manifestarse en lo real e 
inmediato. Hablar de carismas es creer en un Dios capaz de 
estampar su firma, 'Dios', en su paso público por nuestra vida real. 
Es creer en el Espíritu».
Los miembros de la Renovación definieron de buen grado los 
carismas, por lo que a ellos se refiere, como unas 
«manifestaciones sensibles de la presencia y la acción del 
Espíritu». El cardenal Suenens añadirla muy atinadamente: «para 
el bien de la totalidad del cuerpo de la Iglesia». (Esto es paulino, 
esencial y no siempre suficientemente subrayado por todos los 
carismáticos). A esta primera puntualización (el bien de la 
comunidad), habría que añadir una segunda: estos dones no 
pueden quedar reservados para unos cuantos, para un grupo 
particular reconocible, designado como carismático y que, en 
última instancia, se hubiera fundada para ser carismático: 
«Cuando un grupo de oración, una comunidad de creyentes, se 
hallan colmados de los dones del Espíritu (...), lo reconocemos 
diciendo: 'es un grupo carismático', y alabamos al Señor por ello. 
Pero si llegáramos a decir: 'Queremos fundar un grupo 
carismático', tal expresión no seria aceptable. Causaríamos la 
impresión de inspirar al Espíritu Santo, como si pudiéramos 
disponer de él a nuestro antojo; no nos corresponde a nosotros 
decir si una reunión va a ser carismática o no» (Sor Jeanne 
d'Arc).
Por otra parte, esta misma autora no ve con buenos ojos como 
se puede hablar de oración carismática: toda oración verdadera, 
intensa y profunda, hecha en nombre de Jesucristo, ¿no se hace 
naturalmente bajo la acción del Espíritu, que ora en nosotros y nos 
permite decir «Padre»?
Y yo creo que de esto se debe sacar la siguiente conclusión: no 
se puede hacer de la palabra «carismático» sinónimo de 
«supercristiano», o decir, como en el Congreso de Roma 
(Pentecostés de 1975): «Ser carismático es ser plenamente 
cristiano». El único superlativo conocido por Pablo se refiere al 
amor: en 1 Cor 12,13 y todo el 13.
Estas sencillas puntualizaciones parecen caerse de su peso, 
tanto es lo que nos acercan a San Pablo: sin negarlos, atribuyen 
un carácter relativo a algunos carismas más perceptibles y hasta 
espectaculares o un tanto extraños, como es el don de la 
«glosolalia» (hablar en lenguas desconocidas o de modo 
indescifrable), -señalemos, entre paréntesis, que el fenómeno de 
Pentecostés es un fenómeno diferente: en él, cada oyente oía 
hablar en su lengua nativa (cf. Hech 2,8). Fenómenos que, por 
otra parte, son ambiguos, máxime si se los quiere considerar como 
prueba indiscutible de la presencia del Espíritu: requieren un 
discernimiento especial, porque pueden proceder de una causa 
completamente distinta de la acción del Espíritu: «Humanamente 
estos fenómenos (que por otra parte se dan también fuera del 
cristianismo), pueden considerarse incluidos en la categoría del 
estado de trance leve, que implica cierta disociación de la 
conciencia, un descenso en el control del yo voluntario y, así, 
cierta irrupción del inconsciente. El valor de estos fenómenos está 
en que se apoderan del ser con amplitud y profundidad mayores, 
relativizan y sobrepasan los limites del intelecto y de la conciencia 
critica (...). Pero también tienen sus riesgos, sobre todo tratándose 
de fenómenos colectivos: riesgos de un retroceso del yo, de una 
invasión incontrolada de los fantasmas inconscientes y de una 
dependencia afectiva respecto del grupo» (P. Y. Emery).
Es ilusorio pensar en hallar o experimentar el Espíritu «en 
estado puro». Un buen experto en la materia, Olivier Clément, es 
de esta misma opinión: «Ante tal experiencia vivida colectivamente, 
cabria preguntarse si se trata de una experiencia propiamente 
pneumática, espiritual, o si de una experiencia psíquica. Cierta 
glotonería psíquica no es buena cosa. En el Oriente cristiano, se 
observa una actitud de gran sobriedad y de gran vigilancia».
Finalmente, estas precisiones revalorizan otros carismas, menos 
llamativos desde luego pero más útiles a la Iglesia y más cercanos 
a la caridad, siempre según los criterios paulinos. Y no me resisto 
al placer de transcribir, a este propósito, una hermosa pagina del 
Hermano Pierre-Yves Emery, de Taizé:
DONES/CARISMAS/OTROS: «El don de simpatía, la capacidad 
de consolar a los demás, de escucharles y confortarles, el don de 
discernimiento; las posibilidades de que algunos gozan para 
hablar, cantar, dirigirse a una multitud, presidir una liturgia; el valor 
para creer y perseverar en la oración, incluso cuando no se recibe 
de ella ninguna resonancia sensible; el talento teológico, la 
capacidad de experimentar la fe en función de los problemas 
humanos del momento y, antes, de ponerlos de relieve; la lucidez 
para descifrar los signos de los tiempos y adivinar el porvenir 
preparándose para él; el sentido del lenguaje, la inspiración 
poética, la atención del corazón, la concentración del espíritu; las 
cualidades requeridas para animar una reflexión, presidir una 
deliberación, conducir a una decisión, renovar el modo de plantear 
las cuestiones; la entrega de si que llega hasta compartir las 
condiciones de vida de los más pobres y a hacerse cargo de los 
más desvalidos: ¿no son éstos, por citar algunos, otros tantos 
dones que, comparados con el don de hablar en lenguas tienen 
tantas posibilidades como él de estar al servicio del Espíritu y 
deberse a su gracia?».

La Renovación en el Espíritu, «una gracia para nuestro 
tiempo»
Con las observaciones precedentes puedo haber dado la 
impresión de haber sentado en el banquillo a los carismáticos. No 
hay nada de eso. Pronto volveré a hablar de algunas 
«tentaciones» específicas suyas. Pero antes quiero repetir la frase 
de Congar: la Renovación en el Espíritu, «una gracia para nuestro 
tiempo» Insistiré en afirmar que la Renovación puede decirle a 
nuestra Iglesia, y consiguientemente a todos nosotros, cuál es el 
signo para nuestro tiempo de que esa Renovación es portadora: 

—La Renovación puede contribuir a restablecer el equilibrio 
apetecible entre los aspectos institucionales de la Iglesia (que 
corren peligro de petrificarse o burocratizarse), y la libertad 
soberana y creadora del Espíritu.

—Puede interpelar a los cristianos excesivamente 
intelectualizados, demasiado cerebrales y un poco elitistas, 
recordándoles que los más pobres, un cualquiera del pueblo de 
Dios, son capaces de recibir el don de Dios; un poco como cuando 
antaño instruía Jesús a Nicodemo, «maestro en Israel», para que 
renaciera en el Espíritu.
—Puede interpelar también a los cristianos muy 
comprometidos, a los militantes tentados de olvidarse -en sus 
desvelos en pro de la justicia y de los oprimidos-, de que todo es, 
en primer lugar, don y gracia que es necesario recibir. 
TEMPORALISMO ESPIRITUALISMO Son esos «cristianos 
superadultos, que tienden a petrificar el Evangelio exclusivamente 
en la prestación activa para construir el mundo en que saben que 
están insertos», a los que tiene presentes ·Helder-Cámara 
cuando escribe: «Hermanos míos carismáticos, ayudad a los 
cristianos enfrascados en sus conflictos de tendencias, a 
comprender que oración y compromiso cristiano son una sola 
cosa; que un brazo horizontal no se basta para ser una cruz; que 
tampoco un brazo vertical es una cruz él solo; que para tener la 
cruz de Cristo, suma del amor a Dios y del amor a los hombres, se 
necesita la conjunción de ambos brazos» No está de más el 
reproche, cuando se sabe que algunos cristianos comprometidos 
políticamente acusan de buena gana a los carismáticos de 
minimizar el compromiso social, sindical y político, e incluso 
«revolucionario», y de desmovilizar a sus miembros de la acción en 
el mundo, replegándoles en la oración intimista y en una vida 
vivida en el seno de comunidades cálidas y fraternas.
TEOLOGIA-LIBERACION: El contexto sudamericano de las 
«teologías de la liberación» no es ajeno al clamor de Helder 
Camara. Si la mayoría de los teólogos que la invocan saben hacer 
la síntesis evangélica entre oración, acción de gracias y 
compromiso con los oprimidos, otros más sistemáticos utilizarían de 
buena gana la lucha como condición previa a toda oración posible 
en los oprimidos y auténtica en los que se han declarado a su 
favor: «Los oprimidos -afirma uno de estos teólogos- sólo pueden 
creer en Jesucristo y confesarle, en la medida en que hayan 
llegado a liberarse de toda opresión. No pueden ser testigos del 
Espíritu que libera y transforma sino en la medida en que luchen al 
mismo tiempo por conquistar un nuevo orden de justicia» (Raul 
Vidales). Las expresiones subrayadas son inadmisibles en sus 
excesos. «Políticos» y «místicos» deben convivir (y en la misma 
persona): «El que ora y exige la redención en nombre de Cristo, no 
puede avenirse a la opresión. Al que lucha por la justicia se le 
manda orar por la redención. Cuanto más se comprometen los 
cristianos en favor de la vida de los hambrientos, de los derechos 
de los oprimidos y de la identificación con los menesterosos, con 
más intensidad deben dejarse llevar a orar sin interrupción» (J. 
Moltmann).

—La Renovación puede liberar también a algunos cristianos de 
una forma de vida religiosa muy marcada por el juridicismo y el 
moralismo, y cuya relación con Dios está poco desarrollada y 
atascada, es malsana y no florece en una verdadera relación de 
caridad con los demás. Estos cristianos pueden vivir su 
participación en los grupos de Renovación como una explosión de 
sus inhibiciones y bloqueos, como una liberación del grillete de 
unas prácticas rígidas, para entregarse a la oración filial v a la 
acción de gracias.

—Puede ayudar a un cristiano «cualquiera», no sólo a las 
«almas selectas, a recuperar una oración auténtica, un espacio de 
libertad y de gratuidad para con Dios; y en un mundo utilitario, 
agitado, superprogramado para el lucro, puede permitir un retorno 
a las fuentes vivas, con espontaneidad, sencillez y cierta «infancia 
del corazón». Por otra parte, la religión misma (por ejemplo la 
liturgia), ¿no participa de esa manía por la organización y el 
didactismo huérfano de calor?

—Los mejores grupos de Renovación tienden incluso a 
recuperar, en una síntesis que hasta hace poco podía parecer 
inimaginable, valores y prácticas cristianas muy diversos: «Todo 
puede tener cabida: retiro y apostolado, sentido del pecado y de la 
penitencia (muy vivo tratándose del ayuno); pero también sentido 
de fiesta. Cuando por la oración personal, pero también por la 
colectiva y la litúrgica; sed contemplativa y misionera, eremitismo y 
participación; en fin, en términos más generales, un 
redescubrimiento de todas las formas de oración diurna y 
nocturna, litúrgica o inmersa en las ocupaciones cotidianas, nuevo 
atractivo hacia la Eucaristía y la Virgen María».

«Una gracia para nuestro tiempo»... con ciertas condiciones
CARISMATICOS/TTS: La Renovación tiene sus tentaciones 
peculiares, a nadie le extrañará. Lo mejor es localizarlas, para así 
evitar caer en ellas. Y los dirigentes o líderes de grupos 
«carismáticos», dada la influencia a veces decisiva que tienen 
sobre el grupo, deben prestar particular atención a esas 
tentaciones.

—El mayor peligro o la máxima tentación -infrecuente entre los 
católicos pertenecientes a la Renovación- seria desdeñar la 
institución y la autoridad, para vivir su vida al margen de ellas, 
enteramente al compás de su «antojo espirituales. Prescindamos 
de esto.

—Más frecuente es la tentación de descuidar la reflexión sólida y 
rigurosa que se debe practicar en la fe, para conformarse en 
cambio con efusiones sentimentales, incluso con fusión afectiva, 
aceptando la vaporosidad en la creencia o practicando el recurso 
bastante primario o ingenuo a la Escritura. «El antiintelectualismo 
un poco pietista es un peligro (. ); el profetismo sin doctrina podría 
convertirse en ilusión» (Congar, op. cit., II, p. 201). Y este mismo 
teólogo pone el dedo en la llaga: a la actitud de espíritu que 
acecha a los «carismáticos», la llama él «la inmediatez», o dicho en 
otros términos: piensa que es posible acceder directamente a las 
realidades de la fe, de la experiencia de Dios y del mensaje de la 
Biblia por atajos que evitan la reflexión, el estudio y el trabajo serio. 
Al buscar una respuesta que permita vivir, se cree que se la va a 
encontrar en una «revelación corta, inmediata y personal» que 
eluda las dificultades y los trámites obscuros, «se trate del acceso 
exegético a las Escrituras, de los problemas sociales o de las 
cuestiones planteadas por la crisis de la Iglesia ligada a la 
fantástica mutación del mundo» (Congar, op. cit., II, p. 215). Todo 
esto queda sumergido por un enorme entusiasmo que lleva a leer, 
sin dejar lugar a dudas (?), la voluntad de Dios o los signos de su 
Providencia en nuestras vidas (o por el contrario, los indicios de la 
acción del demonio).
BI/JUEGO-DE-RULETA: La utilización «inmediata», 
fundamentalista, de la Escritura se presta fácilmente a este juego: 
«No es raro ver en algunos círculos carismáticos como hombres 
indecisos ante su porvenir, realizan sus opciones mediante una 
especie de «juego de ruleta» místico. Abren al azar la Biblia y, 
según el pasaje que ha salido, logran conjurar su temor y su 
desconcierto ante el futuro, atribuyendo al Espíritu de Dios lo que 
muchas veces no es más que una negativa, por parte de ellos, a 
asumir plenamente los riesgos inherentes a la condición humana». 
Personalmente puedo afirmar el asombro que experimenté al 
escuchar una conferencia acerca del «final de los tiempos», en la 
que los pasajes «apocalípticos» de los evangelios -y por supuesto 
el mismo Apocalipsis- eran interpretados al pie de la letra, 
utilizando para su interpretación claves sacadas de la coyuntura de 
la hora presente. Esto son excesos y desviaciones que no se 
deben abultar (y por eso subrayo ahora la expresión «algunos 
círculos», carismáticos o de otra índole); «patinazos» que, 
evidentemente, no pretenden en modo alguno condenar el recurso 
a la Escritura para encontrar en ella aliento y esperanza en 
momentos de desconcierto o de prueba.

—Otra tentación frecuentemente atribuida a los «carismáticos»: 
la del compromiso social. Es un aspecto más de la «inmediatez»: 
en este caso, el olvido de las mediaciones materiales y sociales de 
las estructuras, para ir directamente a lo absoluto de la oración y 
de la conversión interior. Casi siempre los grupos de Renovación y 
sus dirigentes están muy atentos a este riesgo. Además, casi 
siempre son cristianos políticamente muy comprometidos los que 
denuncian vigorosamente esta tentación como algo inherente al 
movimiento carismático. Estos tienden a considerar la Renovación 
no como un nuevo Pentecostés, sino como una nueva forma de 
alienación en sus adeptos; y en los pastores que les guían tienden 
a ver un modo insidioso y hábil de reforzar la influencia de la 
institución. Ya he aludido a esto. Estos cristianos críticos, 
acostumbrados a dar preferencia, hasta el exclusivismo, al aspecto 
sociopolítico, ni siquiera toman en consideración «la hipótesis de 
que Dios podría estar actuando en este movimiento».
CRMO/PELIGRO-ACTUAL: En suma, hay que predicar todavía, 
y siempre, en pro de un indispensable equilibrio cristiano y del 
rechazo de los anatemas o las polarizaciones: «Uno de los peligros 
actuales del cristianismo consiste en la ruptura entre el cristianismo 
político, carente del sentido de la transcendencia, y la renovación 
espiritual no encarnada en la historia».

«Hay diversidad de carismas, pero un solo Espíritu» (1 Cor 12,4)
¿Hay que señalar también como inaceptable una actitud que 
han podido mantener algunos grupos carismáticos, pero que va 
siendo cada vez más rara? Consiste en la pretensión de que todo 
cristiano auténtico ha de entrar por la vía carismática; y en casos 
extremos, cierta intolerancia con un tinte de «fanatismo». Está muy 
claro que la Renovación no posee el monopolio del cristianismo; 
dentro de la fidelidad al mismo Espíritu existen otras vías, otros 
estilos y otros tipos de reuniones. Yo añadirla que el pertenecer 
única y exclusivamente a un grupo de Renovación, en la idea de 
que en él puede encontrarse todo lo necesario para alimentar la 
propia vida cristiana, me parece insuficiente, y, llevado al extremo, 
malsano. Aparece que es mejor pertenecer a varios grupos 
diferentes que se equilibren», como sugería uno de los 
participantes en un espacio religioso televisivo. Por otro lado, no 
basta invocar al Espíritu y declararse adepto a él para serle fiel: 
ese estilo de asamblea, con su dirigismo y su «indiscreción», 
podría contradecir a cuanto el Nuevo Testamento nos enseña 
acerca del Espíritu, y parecer más bien una manipulación.
Yo, por mi parte, sacarla la siguiente conclusión: el mismo 
Espíritu que obra en todos (¡aunque no todos estén «conectados» 
con él!), habla en varias lenguas y transita por caminos distintos, a 
veces desconcertantes. Cada cristiano posee su propio carisma, y 
generalmente se compromete y camina por la vía preferencial que 
más se le acomoda; pero debe rechazar la intolerancia que niega o 
menosprecia los otros caminos. Al elegir un aspecto de la vida 
cristiana, no debe ir contra los demás aspectos. Como Santa 
Teresa del Niño Jesús, más bien debería sentir la tentación de 
«elegirlo todo»; admira en todo caso lo que el Espíritu Santo 
suscita en otros cristianos, sabiendo bien que el no puede vivirlo 
todo con igual intensidad y el mismo grado de compromiso. «Hay 
un umbral que no se debe traspasar. No es bueno que la Iglesia se 
convierta en una federación inmensa de asambleas carismáticas. 
No se llegara a eso, por múltiples razones. La más patente es que 
hoy son muchos los cristianos que no tienen ningún deseo de 
pertenecer a un grupo carismático. La razón más profunda está 
íntimamente relacionada con todo lo que la revelación nos dice del 
Espíritu Santo. Es propio del 'temperamento' del Espíritu -si se me 
permite expresarme así- desconcertar en la Iglesia a todos los 
miembros de ella, a unos por medio de otros, para que en ella 
nadie que crea poseer al Espíritu lo pierda» (D. Bertrand). Con 
gusto hago mía esta conclusión.
Pero dejando atrás el ejemplo de la Renovación, significativo sin 
embargo para nuestro tiempo, desearla hacer unas últimas 
puntualizaciones acerca de los «carismas». En primer lugar, decir 
que para todo lo concerniente a ellos, la referencia obligada es 
evidentemente la primera epístola a los Corintios, capitulas 12, 13 
y 14 Pero debemos añadir también 12,4-8; en este pasaje no se 
nombra al Espíritu Santo, pero el razonamiento es exactamente el 
mismo que el de 1 Cor 12,12-14, en que si se le nombra (un solo 
cuerpo de Cristo y diferentes dones). Y también habría que añadir 
Efesios 4,7-12, donde se trata del «don de Cristo» (v. 7), don con 
múltiples facetas «para edificación del cuerpo de Cristo» (v. 12); 
haciendo notar, con todo, que no está lejos el Espíritu: «un solo 
cuerpo y un solo Espíritu» (v. 4).
No es mi intención comentar estos textos tan densos. Reléalos 
cada cual. Tan sólo quiero señalar tres o cuatro puntos que tienen 
peligro de pasar desapercibidos. Ante todo, que el primer don 
absolutamente fundamental del Espíritu es la fe en Jesús 
resucitado. Lo dijimos desde un principio: «Nadie puede decir: 
¡Jesús es Señor!, sino por influjo del Espíritu Santo» (1 Cor 12,3). 
Después deseo señalar que no existe lista-tipo de los carismas, 
que suponga un imperativo ne varietur (no se cambie en absoluto). 
Sin embargo, podrían señalarse dos listas de carismas: la primera, 
referente más bien a dones personales brotados de modo más 
espontáneo según el temperamento de cada uno (1 Cor 12,8-10); 
la segunda, más estable, tiende a enumerar unos dones que 
fundamentan la institución: se trata de cristianos establecidos 
como apóstoles o profetas o doctores, con una jerarquía 
cuidadosamente marcada («primeramente», «en segundo lugar»), 
invitados para este servicio del cuerpo de Cristo, a «aspirar a los 
carismas superiores» (1 Cor 12,28-31). Este segundo tipo de 
carismas (cuasi-institucionales) puede volver a encontrarse en Ef 
4,11-12, donde se dice que «El mismo (Cristo) dio a unos el ser 
apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores...
Y no se puede dejar de subrayar que, siempre en el segundo 
supuesto, a continuación de los apóstoles, está la presencia de los 
profetas. Si es difícil delimitar con exactitud su papel 
«institucional», su importancia no ofrece ninguna duda para San 
Pablo: «Aspirad también a los dones del Espíritu, especialmente a 
la profecía» (1 Cor 14,1).
PROFECIA/DON/QUE-ES PROFETA/QUIEN-ES: Además todo 
el capitulo 14 está dedicado a hacer ver la gran utilidad de este 
don para «edificar la asamblea» (v. 3,4,12), sobre todo en 
comparación con el de «hablar en lenguas». Esta diferencia de 
trato salta a la vista en los últimos versículos (1 Cor 14,39): 
«Aspirad al don de la profecía, y no estorbéis que se hable en 
lenguas». No proyectemos, desde luego, la idea popular acerca de 
lo que es el profeta -el que predice el porvenir- sobre este 
excelente don, tan excelente que se inscribe en las estructuras 
mismas de la Iglesia: profeta es el que habla en nombre de Dios a 
sus hermanos creyentes, bajo la inspiración del Espíritu, para 
«edificarles, exhortarles y consolarles» (v. 3), y les revela el 
misterio de su plan y de su voluntad para los tiempos que viven (v. 
6).
Pero en última instancia, todos los dones, desde el más 
apetecible (la profecía) hasta el último de la lista (el de las 
lenguas), se desvanecen en la insignificancia cuando falta la 
caridad fraterna (cf. 1 Cor 13,1-3 y 8).

«Examinadlo todo con discernimiento» (1 Tes 5,21)
DISO/NORMAS: Llegamos a la regla de oro que rige toda la 
vida «según el Espíritu»: «No apaguéis el Espíritu, no despreciéis 
el don de profecía; sino examinadlo todo, quedándoos con lo 
bueno» (1 Tes S,19-21).
¿Por qué este apremiante llamamiento a distinguir lo auténtico 
de lo adulterado o del embuste? ¿No esta todo claro, puesto que 
es el Espíritu quien nos gula? No; pues el cristiano, al apelar al 
Espíritu, puede muy bien confundir los deseos de su propio 
espíritu con los llamamientos del Espíritu Santo, e incurrir en un 
entusiasmo desenfrenado y completamente irreal. Es la tentación 
denunciada por San Pablo: olvidar el camino que el Espíritu Santo 
invitó a Jesús a seguir; olvidar al Crucificado, para entregarse 
incontroladamente a la embriaguez de una pretendida vida en el 
Espíritu desconectada de la historia de Jesús de Nazaret. Por otra 
parte, San Juan invita, a su manera, a hacer el mismo 
discernimiento, poniendo el acento en la encarnación, como es 
habitual en él: «Queridos, no os fiéis de cualquier espíritu, sino 
examinad si los espíritus vienen de Dios (..). Podréis conocer en 
esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, 
venido en carne, es de Dios, y todo espíritu que no confiesa a 
Jesús, no es de Dios» (1 Jn 4,1-3).
También puede suceder que se interprete erróneamente la 
afirmación «El viento sopla donde quiere» (Jn 3,8), dándole el 
sentido de: no importa dónde, cómo ni en quién; ¡según las 
propias fantasías personales! Pues bien, un cristiano que esté 
realmente influido por el Espíritu, deberá comprender que el 
«donde quiere» ha de traducirse («querer» equivale a «amar»), 
como «donde ama», «donde se encuentre el mayor amor». Pero 
por muy luminosas que sean estas anticipaciones, necesitan 
concretarse. ¿Qué es discernir? ¿Cuáles son las dificultades y 
ambigüedades del discernimiento? ¿Cuáles son los criterios y 
garantías con que se le puede practicar? ¡Presentimos que estas 
preguntas son capitales!
¿De qué se trata? Puede tratarse de discernir antes de 
emprender una acción o de tomar una decisión, para saber si 
están de acuerdo con el Espíritu, máxime en los momentos 
importantes: elección de estado de vida, vocación, iniciativa, 
fundación en proyecto, adhesión a un grupo, compromiso 
apostólico nuevo... También puede tratarse de discernir después, 
para saber si lo que se ha hecho o decidido, o si la situación en 
que uno se ha colocado, están en plena conformidad con la 
voluntad de Dios, según Cristo y si provienen, por consiguiente, 
del Espíritu.
Pero en todos los casos en que entran en juego las imágenes, 
distinguir los signos del Espíritu es una operación delicada y en 
ocasiones ambigua. Esto es prácticamente inevitable, pues el 
Espíritu nunca se manifiesta en estado «químicamente puro», por 
decirlo así, que excluya toda búsqueda, duda o vacilación: en 
efecto, para que actúe el Espíritu ha de pasar por nuestro propio 
temperamento, nuestra educación, nuestra cultura y nuestros 
puntos de vista: «El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu» 
(/Rm/08/16) No podemos hacer que el Espíritu avale cualquier 
cosa: nuestro juicio ha de mantenerse en permanente escucha, 
colocarse en la «frecuencia» correcta, acomodarse; convertirse, 
en una palabra. Los obispos franceses reconocen esta dificultad: 
«La acción del Espíritu en el mundo no cae bajo nuestros sentidos. 
Por la fe afirmamos su intervención, que nos esforzamos por 
descubrir en ciertas señales».
Antes de pasar a precisar algunos criterios de discernimiento, 
parece útil señalar en el Nuevo Testamento algunos principios 
acerca de esta cuestión. Además del texto de 1 Tes 5,19-21, 
todavía muy general pero que tiene el mérito de alertarnos, y de 1 
Jn 4,1-3 anteriormente citado, señalo dos pasajes de las epístolas 
de Pablo. Romanos 12,2 recalca mucho que no hay discernimiento 
automático, sin una exigente rectificación de nuestras opiniones: 
«Transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma 
que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo 
agradable, lo perfecto». Efectivamente, como el Espíritu ora en 
nosotros convirtiendo nuestros deseos desordenados, así también 
viene a decidir en nosotros v con nosotros, conformando nuestros 
planes con la voluntad de Dios.
El segundo texto, Filipenses 1,9-10, es también muy interesante 
y excluye igualmente todo automatismo: «Y lo que pido en mi 
oración es que vuestro amor siga creciendo cada vez más en 
conocimiento perfecto y en todo discernimiento, con que podáis 
aquilatar lo mejor». En otras palabras: no hay discernimiento válido 
si no hay amor efectivo. Es la vida entregada, el compromiso sin 
segunda intención de obtener provecho o de hacer carrera, lo que 
lleva a ser clarividente. Se aprende a discernir, actuando lo mejor 
que uno sabe en la linea de un amor que se entrega. No se 
discierne actuando como diletante o en vacío, esto es, sin voluntad 
de actuar.
Por último, pudiera decirse que dentro del orden cristiano, hay 
un principio supremo que condiciona, precede y engloba todos los 
criterios particulares de discernimiento, confiriéndoles autenticidad: 
si es el Espíritu quien nos gula, tiene que conducirnos a Jesucristo 
y a cuanto constituyó su vida y su misión, sin que andemos 
rebuscando en su ministerio lo que nos gusta a nosotros: «Se 
humilló (...). Por lo cual Dios le exaltó'' (Flp 2,7-9). No lo uno sin lo 
otro.

Algunos criterios «cristianos» que no confunden
Si descendemos de las alturas del principio absoluto que 
antecede, a saber, que todo lo que va en la misma dirección de lo 
que Jesús practicó (el Espíritu es el Espíritu de Jesús, hemos 
recalcado), podemos llegar a algunos criterios de discernimiento 
fiables:

—Del Espíritu procede lo que va en dirección a los pobres, a lo 
gratuito, a lo desinteresado, sin intención de promoción personal o 
de ideología partidista (no servirse de los pobres para favorecer a 
la propia causa o al propio partido, sino para servirles a ellos). 
Añadamos esto: un servicio que utiliza los medios modestos y 
rechaza las mismas tentaciones seductoras que Cristo rechazó: 
«Por lo que se refiere a nosotros, que estamos buscando un 
criterio con que distinguir el Espíritu Santo del espíritu del hombre 
que se exalta, descubrimos uno en la cruz de Cristo: por el eco que 
la cruz encuentre en la vida de un cristiano, se puede discernir a 
qué espíritu pertenece ese cristiano; por la humildad con que ese 
hombre da testimonio de lo que entendió de la verdad, por su 
olvido de si, por la transformación de la idea que él se forma 
espontáneamente sobre la grandeza y el poder, por su deseo de 
amar de veras la verdad».
En el apóstol, el gusto por la oración es también una buena 
señal: testimonio de gratuidad, «la oración pacifica que no 
desmovilice ni cierre los ojos». Y también todo lo que va en 
dirección a una liberación personal e interior para abrirse al amor 
verdadero: «Habéis sido llamados a la libertad; sólo que no toméis 
de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos 
por amor los unos a los otros. (Ga 5,13). En otras palabras, esa 
liberación interior ha de fructificar en gestos concretos de 
liberación («frutos del Espíritu»), practicados personalmente o 
activamente mantenidos (con explotados, inmigrados, refugiados, 
prisioneros, gitanos, víctimas de la represión o de la tortura...).

—Del Espíritu procede todo lo que va en dirección a la 
comunicación, al diálogo y al intercambio, puesta la mira en 
favorecer la unidad y la comunión: entre razas, clases, edades, 
temperamentos y espiritualidades, tipos de actividades en la 
Iglesia... Con tal que se haga con transparencia, y quizás al precio 
de algún enfrentamiento si hay voluntad de superarlo. «Voluntad 
de superar los enfrentamientos»: este término es importante, pues 
la paz y la comunión son los únicos absolutos que se han de 
querer (cf. las palabras del Resucitado: «La paz con vosotros...»), 
aunque nuestras vidas se vean laceradas por conflictos 
(excepcionalmente) y tensiones (más habitualmente), incluso al hilo 
de nuestros compromisos apostólicos. Esta voluntad de comunión 
en la transparencia, supone una gran apertura de espíritu y mucho 
respeto a los caminos de cada uno. Porque «el peligro actual es 
acusar las diferencias, sobreestimar las oposiciones, como si la 
autenticidad de las relaciones humanas necesitara convertir cada 
reunión de estudio y de trabajo en una dinámica de grupo» (P. Y. 
Emery).
PLURALISMO/ES: El espíritu de casta, el espíritu de banderías, 
la apología incondicional de un movimiento, de una clase o de un 
tipo de compromiso no proceden del Espíritu; como tampoco, por 
otra parte, el idealismo ingenuo que piensa que se va a 
desembocar en la comunión inmediata (eso es vivir soñando). Y 
vuelvo a insistir en la idea de que el Espíritu -sin que por eso salga 
fiador de todo- está en el origen de iniciativas muy diversas dentro 
de la Iglesia. Ahora bien, ninguno de nosotros puede «pretender 
vivirlo todo, hacerlo todo, ser todo. Otros realizan otra cosa, viven 
del Espíritu de manera distinta, comunican a la fe una coloración 
diferente. Y lo hacen de mi parte, en mi nombre: me expresan a mi, 
como yo deseo expresarles a ellos con mi manera de recibir el 
Espíritu. Así, la reciprocidad tal como la quiere y la organiza el 
Espíritu, me justifica en mi originalidad y en los limites confesados 
de ella. Pero primero me interpela imperiosamente para que viva 
esta originalidad de modo serio y profundo, pues pertenece a los 
demás. Después, para que la exprese con una apertura de espÍritu 
y una disponibilidad tales que los demás puedan reconocerse en 
ella» (P. Y. Emery).

—Para discernir atinadamente, tampoco se debe olvidar que el 
Espíritu despista y desconcierta en ocasiones; y no por el placer 
de despistar, sino por ser el Espíritu que crea, inventa y renueva. 
Así, pues, si en la práctica parece que el Espíritu siempre dice lo 
que a mi me apetece decir o hacer o discernir; si nunca me 
inquieta y zarandea ni me saca de lo mío, me debo resultar 
sospechoso. Si llego a canturrear siempre la misma cantinela, a 
repetir continuamente los mismos slogans solo o en mi grupo, sin 
siquiera matizarlos o flexibilizarlos gracias a la aportación de los 
demás o a las lecciones de los acontecimientos, ¡eso también es 
sospechoso! «La libertad es espiritual cuando es osada. Nos 
abrevemos a decir. ¡Y también a hacer! Porque el Espíritu es 
siempre sorprendente. Su presencia no puede quedar reducida a 
unos signos estereotipados ni excesivamente repetidos, como a 
veces ocurre en algunas revisiones de vida o en ciertas maneras 
de leer los signos del Reino o de escuchar las llamadas de Dios. El 
Espíritu está Vivo».
Es necesario hacer notar que esta llamada de atención vale 
para los cristianos que gozan de buena salud moral y están 
seguros de si mismos; no para los intranquilos, angustiados o 
escrupulosos: el Espíritu provoca a las psicologías, pero no las 
maltrata.

¿Existen garantías de un buen discernimiento?
Por lo menos es posible poner en juego el máximo de 
posibilidades de que se dispone. Por ejemplo, utilizando a la vez 
varios criterios de los anteriormente señalados. Sobre todo 
haciendo que se discierna, se planee o se evalúe juntamente con 
otros, en comunidad, en Iglesia. Creo que es un indicio serio de 
que se trata de una auténtica investigación de las llamadas del 
Espíritu la costumbre de abrirse a otros; yo diría más: se deberla 
estar deseoso de practicar este recurso, control o reajuste 
fraterno, y de buscarlo. Esto no significa renunciar a lo que 
íntimamente piensa uno mismo, ni «cerrar el pico» -lo cual 
equivaldría a la pérdida del carisma propio-, sino escuchar, 
rectificar, integrarse en una visión de conjunto.
Además, para discernir con mayor seguridad, conviene 
detenerse más en secuencias significativas que en puntos 
concretos muy determinados. Al árbol sólo se le puede juzgar por 
sus frutos, y eso requiere tiempo: «Cuando se trata de períodos de 
vida demasiado cortos, ya se hace difícil captar sus componentes 
psicológicos, sociológicos, culturales... Con mayor razón resulta 
delicado determinar su relación con el Espíritu Santo».
Teniendo todo esto en cuenta, nunca la validez de mis opciones 
(según el Espíritu) estará garantizada en un ciento por ciento. El 
riesgo y la ambigüedad son patrimonio de la condición humana. 
Pero el Espíritu de nuestro Dios es estimulador de libertades 
responsables. El representa esa acción secreta de Dios en el 
corazón de nuestras libertades para suscitarlas, estimularlas y 
mantenerlas. Y si somos fieles, a la larga se desarrolla en nosotros 
cierto sentido del Espíritu, una especie de «tacto» espiritual que 
mantiene el rumbo.
Por la lectura de las páginas precedentes, podemos tener la 
impresión de que es muy complicado discernir debidamente; y 
quizás se nos venga la idea de que, puesto que hay que verificar 
tan cuidadosamente todas las condiciones, existe el peligro de 
quedarse parados, sin decidirse por nada. Digamos que siempre 
sucede que hace falta largos razonamientos para explicar los actos 
simples que están cargados de vida y experiencia. En última 
instancia, es al vivir un compromiso verdadero cuando se afina el 
discernimiento. Pero cuando se esta bien instalado en un 
determinado tipo de actividad (de servicio de Iglesia quiero decir), 
o demasiado seguro de la pureza de los propios puntos de vista, a 
lo cual ayuda la costumbre, es bueno oir formular de nuevo ciertas 
exigencias que lleva consigo el discernimiento auténtico.

ANDRE FERMET
EL ESPÍRITU SANTO ES NUESTRA VIDA
Sal Terrae. Col. ALCANCE 35
Santander-1985Págs. 89-133