EL ESPÍRITU SANTO ES NUESTRA VIDA
por Andre Fermet
INTRODUCCIÓN
El tema del Espíritu Santo es apasionante. Y muy actual, por
añadidura: ¿no se dice que el Espíritu está de moda»? Pero
siempre que esa moda no sea «retro» Ya se verá que de «retro»,
nada; pero se impone preguntar: «¿Está hoy en hora el
Espíritu?»
Tema difícil que requiere un delicado tratamiento, pues con el
Espíritu se llega hasta «lo insondable de Dios», y se necesita
mucha audacia para abordarlo. De todos modos, tanto el autor
que lo acomete como los lectores que quieran seguirle en su
recorrido, se embarcan juntos en una aventura «espiritual» de la
que no deberían salir intactos. El Espíritu Santo no es un mero
tema de reflexión para snobs. Es un tema de vida. En otras
palabras: hablar del Espíritu exige un ambiente de verdadera
oración y de vida vivida según el Espíritu. De lo contrario, todo se
reducirla a barajar palabras o a ceder a cierta «glotonería»
intelectual, estimulante quizás, pero estéril en «frutos del Espíritu»
(Ga 5,22-25).
¿Por qué hablar todavía más del Espíritu Santo?
1. ¿Por condescender con la moda que ahora ve al Espíritu en
todas partes (adviértase el éxito de los movimientos de
Renovación, de los «carismáticos»)? Pero, después de todo, si el
Espíritu vuelve a estar «en primera página» en la Iglesia tras de
haber permanecido un tanto "olvidado», confinado en la vida
interior o un poco excesivamente «monopolizado» por la jerarquía,
tanto mejor. Y no deja de ser sintomático en nuestra iglesia de
Occidente, el hecho de haber surgido en ellas teólogos de
envergadura, como Congar entre los católicos y J. Moltmann entre
los protestantes, que acaban de dedicar al tema del Espíritu Santo
sendas obras importantes: el primero, sus tres volúmenes bajo el
titulo común: Creo en el Espíritu Santo, y el segundo un estudio
magistral titulado La Iglesia en la fuerza del Espíritu. Y mejor aún,
si esta «moda» —que es más que moda, puesto que parece durar
y hacerse más profunda —nos acerca a las primeras comunidades
cristianas que vivían intensamente del Espíritu del Resucitado, y si
esta circunstancia es capaz de incitarnos a continuar los Hechos
de los Apóstoles (el Evangelio del Espíritu), con «los hechos de los
cristianos de hoy», gracias al mismo Espíritu. Si, por otra parte,
tenemos en cuenta las advertencias de San Pablo a los Corintios
(1 Cor. 12 a 14) contra las posibles desviaciones, no correremos
ningún peligro de iluminismo. Así, pues, yo diría que cuanto más
se hable del Espíritu Santo, más indispensable nos será contar
con algunas indicaciones, para hablar de él correctamente.
2. Dedicarse a hablar del Espíritu, ¿no es un modo hábil de
olvidarse de los problemas urgentes de nuestro tiempo, como las
guerras, el hambre en el mundo, el paro forzoso, la lucha contra la
injusticia en todas sus formas...? ¿No son los «espirituales» gente
desmovilizada ante todas estas grandes causas que nos solicitan?
Desde luego, que existe el peligro de hacer del Espíritu un
«cómodo refugio», pero no hay que exagerar tal riesgo. Y en el
caso de que tratar del Espíritu nos llevara a evadirnos de los
problemas, es seguro que tal evasión no se debería a El, sino que
seria una ilusión de nuestra propia mente: es manifiesto que a
Jesús no le condujo a la evasión el Espíritu que le animaba...
3. Está bien que se hable del Espíritu. Pero, ¿no es
precisamente Jesucristo, que nos revela al Padre, el centro de
nuestra fe cristiana, el corazón mismo de la Revelación? Pocas
cosas sabemos acerca del Espíritu Santo. Jesús nos habló de El
menos que del Padre. Por tanto, es suficiente con lo que dijo
Felipe en la Cena: «Muéstranos al Padre y nos basta»,
completándolo con la respuesta que le dio Jesús: «Quien me ha
visto a mi ha visto al Padre» (Jn 14,8-9). O lo que es lo mismo, con
el Padre más Jesucristo nos bastaría, sin necesidad de
«complicarnos la vida» hablando del Espíritu.
Pues bien, no hay duda alguna de que ¡no es así! Porque
inmediatamente después de responder a Felipe, promete Jesús el
Espíritu, y lo hace en tales términos que muestran hasta la
evidencia que con el Espíritu se llega a unas profundidades
insospechadas, al secreto mismo de Dios. Véase Juan 14,15-18;
14,26; 15,26-27; 16,7 a 15 de donde, por lo menos, quiero
recalcar aquella afirmación final (vv. 14 y 15) que nos introduce en
la relaciones que existen dentro de la Trinidad viva: «El Espíritu
me glorificará —es Jesús el que habla— porque recibirá de mi lo
que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por
eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará».
Esta importancia decisiva del Espíritu Santo la traduce Pablo
vigorosamente en su célebre fórmula: «Nadie puede decir: Jesús
es Señor, si no es bajo la acción del Espíritu Sontos (1 Cor 12,3),
fórmula densísima, preparada y aclarada con el comienzo de la
primera epístola a los Corintios, de la que se deduce que nunca
hubiera logrado Pablo anunciar el misterio de Dios» revelado en
«Jesucristo crucificado", si no hubiera sido por del poder del
Espíritu» (1 Cor 2, 1-2.4). E inmediatamente precisa Pablo su
pensamiento: este misterio inexpresable «Dios me lo ha revelado
por el Espíritu, y el Espíritu todo lo penetra, hasta la profundidad
de Dios» (1 Cor 2,10).
Nos encontramos aquí en pleno corazón de nuestra fe cristiana.
Por ahora, me limito a anticipar un poco lo que habremos de
desarrollar más adelante: sólo el Espíritu nos abre el acceso al
misterio de Dios, sólo El nos permite llamar «Padre» a Dios (Rm
8,15-16 y Ga 4,ó-7), y descubrir en el Crucificado al Señor de la
gloria (cf. 1 Cor 2,8 y 1 Cor 12,3).
¿Se quiere una confirmación más próxima a nosotros del
importante papel del Espíritu Santo? He aquí el preámbulo del libro
L'Unité dans l'Eglise de Jean-Adam Moehler, a quien todo el
mundo considera hoy como el pionero de la renovación de la
teología del Espíritu Santo. (Este libro data de 1825 aunque ha
sido reeditado recientemente en ediciones compendiadas).
«Pudiera parecer extraño empezar por el Espíritu Santo,
cuando el centro de nuestra fe es la persona de Cristo.
Evidentemente, yo hubiera podido decir que Dios Padre envió a su
Hijo, el cual se hizo nuestro redentor y maestro, nos prometió el
Espíritu Santo y no dejo sin cumplimiento esta promesa
Pero como estas cosas son ya conocidas, preferí entrar desde
el primer momento en lo que constituye la verdadera médula de la
cuestión: el Padre envía al Hijo y el Hijo envía al Espíritu Santo;
por este camino llego Dios a nosotros; y por este mismo camino,
pero en dirección contraria, llegamos nosotros a El: el Espíritu nos
lleva al Hijo y el Hijo al Padre. También yo he querido empezar por
lo que, en el proceso de nuestra cristianización, se presenta lo
primero en el tiempo».
Como haciendo eco a lo anterior, Paul Guérin, un párroco del
extrarradio de Paris, escribe:
«En la vida espiritual, la primera experiencia es la del Espíritu.
Mientras falte esta experiencia, se podrá discutir, documentarse,
reflexionar; pero no podrá hablarse propiamente de vida espiritual,
esto es, de una búsqueda de Dios que comprometa (..). La
experiencia del Espíritu es la base de toda vida espiritual. Pero el
cristiano, siguiendo el ejemplo de la liturgia, sólo en raras
ocasiones se dirige al Espíritu. Se deja conducir por El, o al Padre
o al Hijo. Respecto de esto me permito decir: ¡poco importa!».
Tenemos pues, un teólogo, genial precursor, que declara que
para esclarecer todo lo relativo a la fe cristiana, debe empezar
absolutamente por el Espíritu Santo (lo cual está en total
consonancia con los textos citados de San Pablo); y tenemos
también un sacerdote con actividad parroquial, que coincide con él
en el plano de la experiencia de vida cristiana. Todo sucede como
si el Espíritu —que fue el último revelado de la Trinidad, y que
como veremos es el más difícil de denominar—, fuera, en
compensación, el primero en actuar en el corazón de los
creyentes; y como si, en lo pedagógico, hubiera de invertirse el
orden «Padre-Hijo-Espiritu», y tuviera que hablarse primero del
Espíritu, pues sólo El nos permite nombrar al Padre y al Señor
Jesús
4 Al apuntar así a lo esencial, o sea, a lo que ocupa el centro
de la fe cristiana, ¿no se corre el riesgo de meter en un atolladero
a los problemas de nuestro tiempo? Tengo una gran esperanza de
poder demostrar holgadamente lo contrario. El presente estudio,
lejos de ser intemporal y retórico, pretende responder a una
necesidad cada vez más sentida y formulada por cristianos
provenientes de diversos horizontes: sin renunciar ninguno de
ellos ni a su «carácter propio» ni a su tipo de espiritualidad o de
compromiso, aspiran todos a un mejor entendimiento mutuo, a
escucharse unos a otros y a dialogar entre ellos. Al parecer, se
experimenta cierto hastío de la incondicional apología de las
diferencias, cierta hartura de su exacerbación y de esa especie de
«racismo» entre «facciones» cristianas, que pretende cada una
poseer un cuasimonopolio evangélico. Disculpad el simplismo de
las expresiones: gracias a Dios, los comprometidos, los militantes,
aspiran a orar; y los «orantes», a comprometerse. ¡Todo ello, con
las debidas matizaciones, evidentemente!
Entonces, ¿a que común maestro se debe recurrir si no es al
Espíritu Santo? Ningún cristiano ni grupo de cristianos —y estos
grupos se multiplican hoy— pueden prescindir de una reflexión en
profundidad sobre el Espíritu Santo. Los «frutos del Espíritu» (Ga
5,22-23) no maduran automáticamente en la acción generosa en
favor de la justicia, o en arrebatos y entusiasmo de cristianos que
afirmen estar «embargados por el Espíritu» e iluminados. El
Espíritu, que es libre, no se deja enclaustrar en ninguna «capilla».
Todo cristiano está «bautizado con Espíritu Santo y fuego» (Mt
3,11; Lc 3,16). Esto nos atañe a todos nosotros, por lo tanto,
aunque no frecuentemos ningún grupo (carismático) de
renovación en el Espíritu ni participemos en los congresos al
efecto Nadie tiene derecho a entregarse a sus «demonios»
familiares (daimon: voz interior, espíritu); por el contrario, todos
debemos exorcizarlos con el Espíritu de Jesucristo.
Mas concretamente —para recalcar la actualidad de nuestro
propósito—, partamos de este hecho bastante impresionante: el
movimiento de Renovación en el Espíritu; o, con carácter más
general, del rebrote de interés por todo lo concerniente los
carismas o que se hace pasar por carismático. Dos preguntas y
dos testimonios a propósito de esto.
Primera pregunta: ¿Qué tenemos que ver nosotros, todavía
hoy, con los carismas? ¿No hemos cambiado completamente de
mundo, desde que Pablo explicaba su teoría acerca de ellos a los
Corintios y establecía el orden de su ejercicio? ¿Para qué
queremos resucitarlos? Esta es, en cierto modo, la pregunta
previa. Primer testimonio, el de Francis Dumortier, sacerdote muy
metido en el mundo obrero, J. O. C., A. C. O. y en la revista
Masses ouvrieres. Propone Dumortier una lectura debidamente
centrada y critica de la 1ª. epístola a los Corintios, a esos
«creyentes en tierras paganas» que son los cristianos inmersos en
el mundo obrero. De este testimonio selecciono únicamente el
capitulo en el que el autor habla de las «señales del Espíritu., los
carismas, partiendo básicamente del texto 1 Cor 12,4-11:
«Hay diversidad de dones (carismas), pero un mismo Espíritu;
hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor; y hay
diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en
todos. En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Y
así, uno recibe del Espíritu el hablar con sabiduría; otro, el hablar
con inteligencia, según el mismo Espíritu. Hay quien, por el mismo
Espíritu, recibe el don de la fe; y otro, por el mismo Espíritu, don
de curar. A éste le han concedido hacer milagros; a aquel,
profetizar. A otro, distinguir los buenos y malos espíritus. A uno, el
lenguaje arcano; a otro, el don de interpretarlo. El mismo y único
Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como
a El le parece».
Es conocida la gran afición de los Corintios a los dones del
Espíritu, sobre todo a los más espectaculares y gratificantes
(particularmente a los de curación y al de lenguas). Aquellos
cristianos recientes —de cuya sinceridad en la fe no cabe
sospechar— tenían una inclinación poco razonada, propia de los
medios helenizantes, hacia las religiones mistéricas. Por esta
razón, se unían gustosos al clan de los «entusiastas» que,
«poseídos por el Espíritu», creían poseer ya la salvación definitiva,
sin tener que luchar.
Por tanto el contexto sociocultural, y religioso, del que parte
Pablo para hablar de los carismas, es muy concreto: Corinto, el
importante puerto donde bulle todo un mundo abigarrado, el
mundo más expuesto a lo peor y más propenso a dejarse
contaminar. Pablo reacciona con arreglo a aquella situación. En
cierto sentido, se puede afirmar con F. Dumortier: «Una zanja nos
separa de aquellos seres del siglo primero». «Pablo, igual que los
Corintios, descubre los dones del Espíritu a través de las prácticas
que entonces eran significativas para todos». «Luego ya no
podemos seguir utilizando aquella lista de carismas como un
catálogo a reproducir. Por eso, para que la palabra de Pablo
resulte eficaz, nosotros a nuestra vez debemos atrevernos a
reconocer las señales de la actividad del Espíritu en lo que más
esponja el ánimo a los hombres de nuestro tiempos. En una
palabra: lo que nosotros tenemos que hacer es una transposición;
pero sin traicionar, ya se entiende.
Pero el hecho de que Pablo haya hablado de los carismas
«partiendo del horizonte ideológico de los Corintios» (que al
parecer habían pasado de un cristianismo muy marcado por su
origen judío a una forma de pensamiento grecorromano), no
autoriza a sacar la conclusión de que ha de ponerse en tela de
juicio toda la problemática actual de los grupos carismáticos, por
tener como único fundamento la primera epístola a los Corintios,
de la que esos grupos estarían haciendo «una lectura
anacrónica».
«No veo —añade F. Dumortier— cómo podremos nosotros aislar
los carismas vividos en Corinto, para incorporarlos a nuestras
prácticas eclesiales de hombres modernos». Lo cual querría decir
que, para otros tiempos y otras mentalidades (los nuestros),
habría que «inventar» unos carismas completamente distintos de
aquellos, al no ser ya los de la epístola a los Corintios más que
meros hitos de una práctica histórica hoy superada y sin ningún
valor actual de referencia.
CARISMAS/VALOR: Por mi parte, más bien creo que Pablo
—sin responder directamente (¡y con motivo!) a la situación de
hoy— nos proporciona orientaciones muy seguras y siempre
válidas sobre el tema de los carismas, sin que tengamos que
sujetarnos a la lista dada por él en 1 Cor 12: los carismas son
muchos y diversos (¡afortunadamente!), pero no tienen todos el
mismo valor, ya que el criterio para justipreciarlos lo constituye su
aptitud para la «edificación de la asamblea» (1 Cor 14,3.4.12),
esto es, de la comunidad creyente; incluso pueden darse
sospechosos patinazos, que Pablo denuncia, cuando se busca
más la gratificación del individuo que el bien del conjunto. (Cf. el
don de «hablar en lenguas»).
A esto se debe el que Pablo manifieste claramente sus
preferencias: «Ambicionad los carismas mejores» (1 Cor 12,31).
«Ambicionad los dones del Espíritu, especialmente la profecía» (1
Cor 14,1). Porque el profeta no es un adivino ni un vaticinador,
sino alguien que por estar muy unido con su Dios puede
pronunciar una palabra de Dios para sus hermanos, «edificar,
exhortar y dar ánimos» (1 Cor 14.4) y relanzar la esperanza.
Finalmente, englobando la totalidad de los dones, incluidos los
mejores, está la caridad sin la cual todos ellos resultarían baldíos
(cf. el célebre himno a la caridad, de 1 Cor 13).
Por supuesto, Pablo es hombre de su tiempo y para la gente de
su tiempo razona; pero no por eso hemos de recusarle,
pretextando que su mensaje va ligado a una ideología de una
época determinada. Por lo demás, su mensaje sobre los carismas
rebasa el marco de la mera epístola a los Corintios. La epístola a
los Romanos, por ejemplo, utiliza la misma imagen de la
multiplicidad de miembros y un cuerpo único (Rm 12,4-5), y
continúa así: «Teniendo dones diferentes, según la gracia que nos
ha sido dada, si es el don de profecía —(adviértase que Pablo lo
coloca el primero)--, ejerzámoslo en la medida de nuestra fe; si es
el ministerio, en el ministerio; la enseñanza, enseñando; la
exhortación, exhortando. El que da, con sencillez; el que preside,
con solicitud; el que ejerce la misericordia, con jovialidad. Vuestra
caridad sea sin fingimiento; detestando el mal, adhiriéndoos al
bien; amándoos cordialmente los unos a los otros» (Rm 12,6-10).
Puede preferirse esta formulación en la que no figuran el «carisma
de curaciones», el «poder de milagros» ni el don de hablar en
lenguas. De todos modos, la actitud de Pablo es
fundamentalmente la misma.
Pero, para cerrar esta primera pregunta, me uno enteramente a
la exclamación de Dumortier: «¡No cualquier Espíritu!», y a la
explicación que da: «Está claro que ya no vivimos en el mundo
religioso de las grandes poblaciones en las que el Espíritu divino
informaba todas las actividades y habitaba en los iniciados. Pero
creo que las precisiones originadas por los debates entre Pablo y
los Corintios (...) nos piden que revisemos el sentido que damos a
la palabra Espíritu. ¿Se trata de un poder vago, de una energía
que trabaja en la historia de los hombres, o incluso de un
sentimiento subjetivo? ¿Se trata del Espíritu de Jesucristo, de ese
Espíritu que hace de nosotros el «cuerpo de Cristo», es decir, el
pueblo de los que manifiestan en la tierra algo de la presencia de
Jesucristo, de lo que El vivió, de las opciones que eligió y de las
luchas que sostuvo? ¿De ese Espíritu que se reconoce en el amor
que informa todas nuestras prácticas? Todas las páginas que
seguirán no tienen otra finalidad que ésta: discernir, no
equivocarse de Espíritu.
Segunda pregunta de gran actualidad: se habla mucho de
experiencias espirituales, de experiencias religiosas. ¿Cuál es
exactamente el ámbito de estas expresiones de carácter general?;
y sobre todo, en estas expresiones —que muchas veces se
presentan coloreadas de subjetivismo (afectivo, ideológico...)-- ,
¿hay posibilidad de distinguir lo válido de lo aberrante y, para
hablar claramente, lo que puede afirmarse que tiene que ver con
el Espíritu Santo y lo que nada tiene que ver con El? Segundo
testimonio, el del jesuita André Godin en su reciente libro
Psychologie des expériences religieuses
(Le Centurion, 1981). En este libro analiza el autor situaciones o
casos concretos de experiencias religiosas: las «conversiones
súbitas» (ya sabéis: Pablo y su «camino de Damasco»; las del tipo
«Existe Dios, me le he encontrado»); el fenómeno de la explosión
carismática o de las asambleas de oración: lo que en ellas sucede
y cómo sucede; las reuniones de grupos cristianos en los que
prepondera el factor sociopolitico...
¿Qué método utiliza este autor? No dogmatiza, no hace ningún
juicio moral, ni recomienda ni desautoriza ninguna de esas
experiencias; pero como psicólogo, intenta dar a conocer y aclarar
sus pormenores rastreando las ilusiones que causan el deseo y la
imaginación. Algunas de sus comprobaciones o reflexiones
pueden ser útiles para introducir nuestro recorrido «en busca del
Espíritu».
He aquí, a modo de ejemplo, dos capítulos (que por otra parte
están el uno a continuación del otro en el libro) cuyos títulos son
significativos: «El júbilo de la fusión como experiencia del Espíritu»,
donde se trata el tema de los «grupos carismáticos»; y «La
excitación conflictiva como experiencia de la Esperanza», donde se
nos habla de los «grupos sociopolíticos». Después de una
encuesta y de una reflexión rigurosas —abordadas ambas de
frente—, las conclusiones que saca A. Godin son casi simétricas.
En el primer caso: «Una experiencia emotiva intensa o una
práctica como la glosolalia (hablar en lenguas) no pueden ser
experiencias inmediatas del Espíritu, aunque puedan llegar a ser
señales de ellas». Y paralelamente: La «excitación conflictiva» que
se produce en el seno de grupos cristianos fuertemente
comprometidos en la lucha por la justicia, no puede ser
considerada a cada paso, sin que medie el debido discernimiento,
«como una experiencia de la Esperanza» (Esperanza evangélica
de la llegada del Reino de Dios).
Como se habrá visto, se trata de ejemplos significativos. La
Iglesia no se reduce a estos dos grupos muy definidos y en última
instancia algo herméticos —los «carismáticos» y los «políticos»—
que hubiera que considerar como enfrentados e irreconciliables.
La división entre ellos no tiene nada de fatalidad: el diálogo y la
comunión, entre estos cristianos tan diferentes, tienen que ser
posibles. Tampoco hay que pensar que la polarización en esos
dos grupos es inevitable: dentro de la Iglesia hay también otras
sensibilidades y otros grupos. Y todas estas «razas» de
cristianos, y nosotros mismos, necesitamos unas claves de lectura
seguras que aplicar a nuestra experiencia cristiana; claves que
nos enseñen a descubrir todas las ilusiones, sobre todo las del
grupo que elegimos un día por razones de temperamento o
afinidad, impulso generoso o necesidad de seguridad.
Existen criterios para apreciar —sin entrar a juzgar a las
personas— toda experiencia que afirme ser cristiana. A. Godin
precisa esos criterios, y me complace hacer notar que el Nuevo
Testamento (particularmente Pablo), la psicología y la teología
coinciden al señalarlos.
Para que la experiencia carismática, por ejemplo, sea
cristianamente cierta, liberante para la persona y liberadora para
los demás, «una condición sería articularla más en los hechos y en
las palabras de Jesús de Nazaret, reveladores de los deseos del
Padre en un hombre que vive en las situaciones y en la sociedad
religiosa (judía) de su tiempo. Si la vertiente «relación con el
Espíritu» es suficiente para producir el júbilo de la fusión, la
vertiente «relación con el Hijo encarnado en la historia» es
necesaria para que la experiencia cristiana se muestre, entonces,
como completamente formada».
Más concretamente aún y como cosa válida para todos
—carismáticos, políticos, miembros de comunidades de base o de
movimientos de Acción Católica, cristianos sin dependencia
especial, «no etiquetados»—, para que nuestros deseos y
opciones sean con seguridad los del Espíritu Santo y no producto
de nuestra imaginación ni de nuestras ilusiones, he aquí un criterio
que no engaña, por lo «pegado» que está a la práctica misma
observada por Cristo-Servidor: «Entre todos nuestros deseos, el
de identificarnos con los hombres más desheredados es
especialmente apto para estructurar la experiencia cristiana,
librándola de incurrir en la critica freudiana de las ilusiones, y
manteniéndola del lado del principio de realidad (...): Amar a ese
Dios muy especial que se expresa, vive y muere en Jesucristo»,
me descentra radicalmente de mi mismo, lo cual es señal de que
no se trata de un artificio de mi espíritu ni de una mistificación.
Si no existe esa comprobación con la realidad vivida por Cristo,
ese «test» de autenticidad, toda experiencia pretendidamente
religiosa, incluso cristiana, o atribuida al Espíritu, cualquiera que
fuere, no seria más que un Juego de espejos», un narcisismo no
conocido ni reconocido; y el narcisismo de los grupos no es el
menos nocivo.
¿Cuáles van a ser las etapas de nuestro recorrido?
1. Nuestra primera mirada será hacia el Espíritu Santo en la
Biblia, empezando por el Antiguo Testamento, como nos invita a
hacerlo un especialista, Paul Beauchamp. Y no lo vamos a hacer
llevados por una manía de anticuario entregado a etiquetar restos
o fósiles... Del Antiguo Testamento pasaremos al Nuevo, el único
que revela al Espíritu Santo como «persona», y haremos hincapié
sobre todo en la experiencia del Espíritu Santo en la Iglesia
primitiva, experiencia que va unida al acontecimiento pascual.
2. Establecidas estas bases, intentaremos denominar al Espíritu
Santo: desde luego, no para dominarlo» ni «poseerlo», sino para
discernir en cierto modo su propia identidad en el seno de la
Trinidad, sin olvidar que sólo se le puede entender en unidad con
el Padre y el Hijo. El es el Espíritu del Padre y el Espíritu de Jesús:
esta última «denominación» ocupará ampliamente nuestra
atención: es una denominación capital, por haber tenido lugar la
encarnación.
3. Nuestra tercera etapa consistirá en mostrar al Espíritu Santo
actuando en la Iglesia. Teniendo bien presente que la Iglesia no
puede pretender ser la «concesionaria» exclusiva del Espíritu,
pues éste actúa también más allá de las fronteras oficiales de
ella.
La historia de la Iglesia nos hará ver, con unos cuantos flashes
rápidos, que el Espíritu ha estado demasiado olvidado, marginado
o «confiscado» por la jerarquía, cuando la realidad es que actúa
en todo el pueblo de Dios. Hoy parece que vuelve con fuerza. Nos
fijaremos, como ejemplo tipo, en el «movimiento de Renovación»
(los grupos denominados «carismáticos» que ya hemos
mencionado).
Con esa ocasión precisaremos por qué y cómo discernir la
acción del Espíritu en la Iglesia, ya que tal discernimiento es
necesario a todos, «carismáticos» o no.
4. Entonces examinaremos determinados sectores de la vida de
la Iglesia y de nuestras propias vidas cristianas, en los que el
Espíritu puede ayudarnos a esclarecer, rectificar y sanear más
nuestras mentalidades, actitudes y prácticas. Analizaremos
particularmente, por lo que tiene de significativa, la tensión entre
«la letra y el Espíritu»: el Espíritu y la letra a propósito de las
Escrituras, en el terreno de la ley (la moral) y en el de los ritos
sacramentales... Pero será conveniente hablar también del papel
del Espíritu para llegar a un concepto acertado de las relaciones
autoridad/obediencia en la Iglesia, y hacer ver cómo toda misión
está animada por El.
5. Por último, el sacramento de la confirmación reclamará
nuestras reflexiones finales. Trataremos de mostrar lo que una
reflexión bíblica y teológica sobre el Espíritu Santo puede aportar
en orden a renovar y centrar de nuevo la pastoral de la
confirmación, que a veces «balbucea», disipar la vaguedad que
envuelve a este sacramento y superar los problemas falsos, o al
menos poco importantes (¿edad ideal?, ¿obligatoriedad o no?),
que tienden a enmascarar lo esencial: la confirmación, otro don
del Espíritu» (distinto del bautismo), para el «incremento de la
Iglesia»