SEÑOR Y DADOR DE VIDA
El Espíritu, que es Señor y dador de vida
En la Asamblea ecuménica de Upsala de 1968, cuando los
participantes empezaban a cansarse después de largas
discusiones sobre la unión de las Iglesias, se levanto un obispo
ortodoxo oriental el Metropolita Ignacio Hazim, y recordó que, por
encima de todos los afanes de los hombres que la forman, la
Iglesia es obra del Espíritu que actúa en medio de ellos:
«El Espíritu Santo es personalmente la Novedad, que actúa en
nuestro mundo. Es la presencia de Dios-con nosotros unido a
nuestro espíritu (Rom 8,16). Sin El, Dios queda lejos, Cristo
permanece en el pasado, el evangelio es letra muerta, la Iglesia
pura organización, la autoridad tiranía, la misión propaganda, el
culto mero recuerdo y la praxis cristiana una moral de esclavos.
Pero en El, en una sinergia indisociable, el mundo es liberado y
gime en el alumbramiento del Reino, el hombre está en lucha
contra la carne, Cristo resucitado está aquí, el evangelio es
potencia de vida, la Iglesia significa comunión trinitaria, la
autoridad es servicio liberador, la misión es pentecostés, la liturgia
es memorial y anticipación, la acción humana es divinizada».
Estas palabras son como un excelente resumen de lo que
quisiera explicar a continuación. El Espíritu es el principio de
novedad en la continuidad en la obra de realización del
Reino.DON/TAREA: Jesús anunció e inició el Reino de Dios en la
tierra; pero el Reino no queda establecido y constituido de una vez
para siempre, determinado y organizado totalmente, de manera
que no haya más que hacer que ir perpetuando y conservando un
modelo ya acabado. El Reino se ha de ir haciendo nuevo y
viviendo cada día, porque sólo hay vida donde hay novedad. La
vida es un renovarse constantemente. Jesús mismo lo dice: «Hay
muchas cosas que vosotros no podéis comprender ahora. Cuando
venga el Espíritu, El os lo revelará». ¿Por qué dice esto?
Evidentemente, porque ni Pedro ni Pablo ni Andrés podían
entonces comprender y resolver los problemas de ahora, que son
auténticamente nuevos. Ellos estuvieron con el Señor y tuvieron
sus problemas, que fueron resolviendo con la ayuda del Señor.
Nosotros, ahora, tenemos los nuestros, y es tarea nuestra
resolverlos con él. El Espíritu nos es dado como don que posibilita
nuestra tarea en el mundo y hemos de recordar que un don sólo
es humano cuando es dado como tarea. Es decir, un don sólo es
digno del hombre cuando humaniza, cuando se le da como una
tarea que debe ser libremente acogida y realizada. Una cosa
impuesta no es un don.
Humano es lo que da posibilidad de ser más persona, de ser
más hombre, de ser más realidad. Y sólo nos hace más personas
lo que se nos da como responsabilidad. Toda la salvación es don
de Dios: todo es de El, totalmente iniciativa de El. Pero, al mismo
tiempo, todo es responsabilidad nuestra. Esto quiere decir que
Dios tiene que estar actuando y haciendo permanentemente eficaz
esta responsabilidad. Esto es lo que hace el Espíritu de Dios que
se nos va dando constantemente. Es la novedad de cada día en la
continuidad. Como decíamos, Dios no hace con nosotros como la
persona que se cansa de un mueble viejo, lo desecha y compra
uno nuevo. No es esta la novedad de Dios, sino que la suya es la
acción continua, por la que renueva la misma realidad antigua y
aviejada. Desde esta perspectiva se entiende toda la historia,
tanto la del pueblo de Israel como la nuestra, ya que somos el
nuevo Israel. Es un principio que se aplica también a cada persona
particular: puede darse un momento inicial de conversión, pero
después ha de seguir una vida en continuidad. El Espíritu es el
don intrínseco de Dios, intrínseco a cada uno de nosotros y a
cada época, a cada sociedad y a cada momento de la historia,
para dar continuidad permanente a la acción de Dios. Podríamos
decir que Jesús es el don de Dios dado en un momento histórico
concreto. El hombre está sometido a las condiciones del espacio y
del tiempo y, si Dios tenía que venir al hombre, tenía que hacerlo
en una forma que fuese aprehensible desde el espacio y el
tiempo. Y Jesús vino efectivamente a Nazaret, en tiempo del
emperador Cesar Augusto. Pero su obra no queda circunscrita a
aquel espacio y a aquel tiempo; ni nosotros, los seguidores de
Jesús, vivimos sólo del recuerdo de lo que El hizo entonces: no
vivimos del recuerdo de alguien que ya pasó. Vivimos de la fuerza
transformadora y viva del mismo Jesús que se nos da en su
Espíritu. No creemos ni recordamos solamente que Cristo, muerto
y entregado, sigue viviendo, está vivo; ni tan sólo que está
triunfante, a la derecha del Padre; sino que aquello que El
significaba y que tenía que realizar se está efectivamente
realizando; y que Jesús se hace reconocer como Señor y ejerce su
señorío sobre la tierra gracias a la actuación, de alguna manera
experimentada, de lo que llamamos «el Espíritu de Jesús». El
Espíritu de Jesús es como la continuación transtemporal de la
realidad de Jesús. No es la misma realidad de Jesús, porque Jesús
era Dios-Hombre y, como hombre, fue alguien que sólo pudo vivir
unos años circunscrito al espacio y al tiempo. El Espíritu es como
la fuerza divina, la plenitud de Jesús que sigue actuando a través
de todos los tiempos y lugares hasta la eternidad.
Podemos aclararlo con algunos textos de San Pablo: «Si
confiesas con la boca que Jesús es el Señor, y crees en tu
corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, te
salvarás» (Rom 10,9). La salvación es confesar que Cristo es el
Señor y creerlo con el corazón. No es solo una confesión hecha
con la cabeza. Ya hemos explicado cómo la resurrección no es un
hecho meramente histórico que se pueda demostrar estrictamente
a partir de unas leyes históricas. Por eso el Apóstol dice también:
«Nadie puede decir 'Jesús es Señor' si no es por influjo del
Espíritu» (1 Cor 12,3). Si confiesas que Jesús es el Señor, te
salvarás; pero no puedes decir que Jesús es el Señor si el Espíritu
no te lo da a conocer. Los sinópticos lo dicen de otra manera:
«Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque no te lo ha revelado la
carne o la sangre, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16,17).
El Espíritu de Dios es Dios mismo dándose a conocer a nosotros,
haciéndose conocer por nosotros, haciéndonos reconocer que en
Jesús tenemos la salvación y que sólo en El podemos encontrar
nuestra auténtica verdad, nuestro verdadero bien. Pero esto no lo
podemos por nosotros mismos. No tenemos capacidad de conocer
a Dios, de reconocer a Dios. Ha de ser El mismo quien se nos
revele. El Espíritu nos enseña a reconocer a Jesús -lo que El
significa- y a reconocer la novedad que nos trae; y nos lleva, una
vez conocido Jesús, a situarnos correctamente, según Dios, ante
toda otra realidad, en nuestra situación histórica concreta aquí y
ahora.
ES/CREADOR: Es muy significativo que la liturgia del Espíritu
hable tanto de El como principio de novedad o principio de
creación: "Ven, Espíritu Creador". El Espíritu es creador. Siempre
que Dios actúa por su Espíritu, crea algo nuevo. ¿Como infunde
en nosotros la fe, el conocimiento de Jesús, que es mucho más
que crear toda la materia del mundo? Con el Espíritu Creador. Por
eso decimos: "Cuando envías tu Espíritu, renace la creación y
renuevas la faz de la tierra". El Espíritu renueva la faz de la tierra.
Lo renueva todo, porque da un nuevo sentido a todas las cosas.
El Espíritu es renovador.
Esto nos lleva a recordar aquellos pasajes del Sermón de la
Cena: "Yo rogaré al Padre y os daré el Espíritu -el Protector-, que
se quede con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad» (Jn
14,16-17); «muchas cosas tengo aún que deciros, pero ahora no
las podéis comprender. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad,
os guiará a la verdad completa" (Jn 12-13). Decíamos que la
acción de Dios se va acomodando a la continuidad histórica. Pero
esto implica unos presupuestos. El primero sería que puede darse,
que se da novedad en el mundo. Es un presupuesto que yo
llamaría "antipositivista". El positivismo o el mecanicismo son
teorías filosóficas que dicen que nada se crea ni nada se pierde,
sino que todo es siempre lo mismo. Esto quizá se pueda admitir
hablando de materia y energía físicas: es una ley física de la
materia, pero la física no es la ley suprema del universo. En el
reino del espíritu, hemos de decir que realmente se crea algo
nuevo constantemente. El amor que se tiene a otra persona no
depende sólo de unas leyes de la materia o de la energía. Mi
libertad --aunque limitada--, lo mismo. Las leyes de la materia
sobre un vaso de agua serán exactamente las mismas, tanto si la
uso para dar de beber a un pobre sediento como si la uso para
matar con veneno a una persona por rencor o venganza. El acto
de amor o de odio es algo que se añade a la realidad física que
uso. Aquí podríamos recordar la teoría del P. Teilhard de Chardin,
que sostenía que la evolución del universo va hacia adelante. El
universo va a más, no a menos; por eso no puede ser el resultado
del puro azar. Si dependiera del azar, iría a mas o a menos,
subiría o bagaría. Pero no es así: se descubre como una dirección
en el universo que lo lleva hacia mas. Por tanto, algo nuevo se
crea constantemente, y se crea en la línea de una mayor
complejidad cualitativa. Si el mundo fuese obra del azar, más bien
iría en una linea de menos complejidad, o quizá de una mera
combinación de lo mismo. Pero hay, parece ser, un impulso hacia
la máxima complejidad que llega hasta la plenitud de consciencia y
hasta el momento de hominización en el que el hombre toma la
dirección de la misma evolución. Por tanto, se crea algo nuevo. Y
se podría decir que el Espíritu es el que esta dentro de esta
evolución, sobre todo en el momento en que se llega, no solo a la
hominización y a la consciencia como tal, sino a la consciencia de
hijos de Dios. Es la presencia de Cristo, que es ya la aproximación
del punto omega, de la realidad final. Es así como se crea algo
nuevo. La acción de Dios es progresiva, es histórica; y la historia
no es un caos, un hacer y deshacer sin sentido, sin ton ni son. La
acción de Dios es progresiva y creadora hacia una plenitud de
sentido.
Quizá es algo de esto lo que San Pablo quiere decir cuando
habla del «pleroma», de la plenitud de Dios, que sólo se dará
«cuando Cristo sea todo en todos». Hay que hablar de estas
cosas con cierto cuidado. No se trata de una concepción de cariz
panteísta-evolucionista, que no sería compatible con otros
aspectos de la revelación. Pero sí se puede decir, basándonos en
lo que dice San Pablo en consecuencia con la concepción
creacionista de la Biblia, que el progreso del mundo está inscrito
en la misma realidad de la voluntad creadora de Dios. Por eso,
ningún momento de la historia, ni siquiera el de la venida temporal
de Cristo, es absoluto y definitivo «hasta que Cristo sea todo en
todos». La acción creadora-salvadora de Dios requiere la acción
continuada de su Espíritu, que, para decirlo de alguna manera,
empuja al mundo, lo mejora constantemente, lo re-crea y lo
re-nueva hacia la meta en que «Cristo será todo en todos».
En el Nuevo Testamento, esta acción continuada del Espíritu
que renueva constantemente la faz de la tierra esta expresada de
dos maneras. En los textos de San Juan, el Espíritu aparece como
iluminador: es quien "lleva a la verdad completa", quien nos
"recuerda" o nos hace conocer con profundidad el sentido de la
realidad. Esto depende seguramente del contexto cultural del
Evangelista, marcado por las actitudes "gnósticas" en un sentido
muy general.
En cambio, Pablo no presenta tanto al Espíritu como iluminador
que nos irá aclarando el sentido de la realidad, mostrándonos así
cómo hemos de actuar en cada situación, sino más bien como
fuerza vital que transforma, que hace superar las propias
limitaciones y el propio pecado, que libera nuestra libertad
esclavizada por la codicia y nos hace capaces de transcender
nuestra condición humana pecadora hasta hacernos hijos y
herederos de Dios:
«Vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el
Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene Espíritu de
Cristo no le pertenece; pero si Cristo está en vosotros, aunque el
cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a
causa de la justicia. Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús
de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a
Cristo Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros
cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros. Así que,
hermanos míos, no somos deudores de la carne para vivir según
la carne...» (Rom 8,9 ss.).
CARNE/QUÉ-ES: Hay algo nuevo que ha entrado con Cristo y el
Espíritu; ya no vivimos igual que antes. La carne, para San Pablo,
no significa precisamente el sexo ni cosas parecidas. Para San
Pablo la carne es la vida natural. Ya no vivimos la vida natural,
sino que, más allá de la vida natural, vivimos la vida del Espíritu. O
sea, que, según la vida natural, hemos de morir, pero si vivimos
según el Espíritu:
"Si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis:
porque todos los que son llevados por el Espíritu de Dios son,
efectivamente, hijos de Dios. No habéis recibido un espíritu de
esclavos para recaer en el temor, sino que habéis recibido un
espíritu de filiación que nos hace decir: 'Abba, Padre'. Y este
mismo Espíritu se une a nuestro espíritu, es decir, hace una
unidad, crea nueva unidad, para que demos testimonio de que
somos hijos de Dios. Y nos da conciencia de que somos hijos de
Dios; y si somos hijos, somos también herederos: herederos de
Dios, coherederos de Cristo, ya que si sufrimos con El, seremos
también con El glorificados» (Rom 8,13 ss.).
ES/FUNCION: La función del Espíritu es ponernos en una nueva
situación con relación a Dios, ponernos en relación de filiación. No
sólo nos hace exclamar «Abba, Padre» con la boca, sino que nos
da la confianza para hacer realidad lo que esto significa; es decir,
nos da consciencia, audacia y responsabilidad para ser hijos de
Dios. Esta es la función del Espíritu: nos hace hijos. Como el
Padre se comunica enteramente al Hijo, y esta comunicación del
Padre y del Hijo es el Espíritu, que es la realidad de comunión
entre el Padre y el Hijo, así esta misma realidad se nos da también
a nosotros para que entremos en aquella comunión. Nosotros
entramos también dentro de la realidad de filiación. Entramos nada
menos que en la vida trinitaria.
Somos hechos hijos porque con el Hijo se nos ha dado el mismo
Espíritu de Dios Padre: «Y asimismo, también el Espíritu ayuda a
nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos cómo orar, pero el
mismo Espíritu intercede con gemidos inefables» (/Rm/08/26-27).
Es algo muy profundo; pero quizá alguien dirá: si el Espíritu nos
enseña a orar, ¿por que nos cuesta tanto la oración...? El
problema no es sólo ni principalmente cómo hacer oración. El
problema de fondo es que nosotros no sabemos cómo situarnos
delante de Dios, cuál es nuestra relación con Dios, porque somos
pobres criaturas pecadoras que no sabemos si somos objeto de
ira o de amor, no sabemos si Dios nos ama todavía o no, porque
realmente tenemos conciencia de que no nos lo merecemos; nos
damos cuenta de que unos a otros tampoco nos amamos. ¿Cómo
podemos, pues, presentarnos delante de Dios? Y esto es lo
profundo, cuando se nos dice que «no sabemos cómo orar». Es
necesario que venga el mismo Espíritu y nos confirme en nuestra
relación con Dios. El mensaje de Jesús de que Dios es Padre se
confirma, se hace efectivo, real y eficaz en mí por la presencia del
Espíritu. Entonces ya sé como he de orar: he de decir "Padre". Y
sé que el Padre me ama, porque me ha enviado su Espíritu. No
solamente porque Jesús predicó una doctrina sublime sobre Dios,
sino porque el mismo Padre envía al Espíritu, que "intercede con
gemidos inefables". No se nos da sólo una inteligencia conceptual,
una teoría de nuestra relación con Dios. Aunque no podamos
comprenderlo del todo, nos sentimos acogidos delante de Dios y
decimos confiados: «Abba, Padre». No se trata de entender o
comprender, porque el amor no se entiende; el amor se vive.
Cuando se ama, las palabras no bastan nunca, no se encuentran
palabras para decir lo que uno quisiera; se dice sólo "te amo".
Nosotros llamamos a Dios «Padre», que es como un «gemido
inefable» de amor, más allá de la comprensión. Y sigue San Pablo:
«Y el que escudriña los corazones conoce cuál es el querer del
Espíritu, el cual intercede por los santos según Dios» (Rom 8,27).
El Espíritu es, pues, la fuerza de Dios que se une a nuestro
espíritu desde dentro: «El Espíritu se une a nuestro espíritu para
dar testimonio de que somos hijos de Dios». Algo que no acontece
a nivel de concepto, sino a nivel de vida. El Espíritu es lo que nos
hace vivir, confiadamente, como hijos de Dios.En la carta a los
Gálatas, San Pablo dice casi lo mismo: «Así, nosotros, cuando
éramos pequeños estábamos esclavizados bajo los poderes del
mundo. Pero cuando llegó la plenitud de los tiempos Dios envió a
su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para que redimiese a
los que estaban bajo la Ley, para que recibieran la filiación. Y
porque sois hijos, envió Dios a vuestros corazones el Espíritu de
su Hijo que clama: 'Abba, Padre'» (/Ga/04/03). Es decir: para
hacernos hijos envió Dios al Espíritu de su Hijo, que es como decir:
así como Jesús por la fuerza del Espíritu llamaba a Dios Padre,
"Abba", así nosotros, por la fuerza del mismo Espíritu de Jesús
también decimos a Dios: "Abba, Padre". «Y así, ya no eres más
esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por Dios». De
manera que ésta es la fuerza del Espíritu: hacernos hijos,
hacernos libres, hacernos herederos de Dios.
ES/LIBERTAD LBT/P-O: El Espíritu, pues, es principio de
libertad; y por eso es quizá tan peligroso. Esto quiere decir que el
ser humano, tal como Dios lo quiere, no está sujeto a un
determinismo total. En una concepción positivista o mecanicista, el
hombre siempre es el mismo, determinado y aplastado por los
mecanismos de la naturaleza. Pero, según la revelación cristiana,
al hombre se le da el Espíritu como una invitación a la creatividad
libre, responsable; y al mismo tiempo, como liberación de aquellos
condicionamientos que nos impiden la libre creatividad. En una
concepción cristiana del hombre, lo que llamamos «pecado
original» viene a ser como un obstáculo interior que llevamos en
nosotros mismos: experimentamos que no somos absolutamente
libres para ser lo que deberíamos ser y lo que quisiéramos ser.
Pero el Espíritu viene a liberarnos de este obstáculo interior.
DISCERNIMIENTO LEY/ES ES/LEY: El Apóstol dice: «Vosotros,
hermanos, habéis recibido una vocación de libertad, pero no
pongáis esta libertad al servicio del egoísmo» (Gal 5,13). Es
verdad que la libertad es causa de tensiones y discusiones. Pero
esto no quita que el Espíritu sea realmente una fuente de libertad
y que tengamos que procurar dejarnos llevar por El contra las
obras de la carne. Por eso es tan importante lo que en la práctica
de la vida cristiana acostumbramos a llamar discernimiento de
espíritus, es decir, el hábito de distinguir si nos dejamos llevar por
el auténtico Espíritu de Dios o si somos llevados por el mal espíritu
de nuestros egoísmos. Contra la anarquía y el caos que se
produce cuando cada uno actúa sólo según sus intereses o sus
caprichos, la solución no es negar el Espíritu y reclamar que
vengan la autoridad y la ley a decidirlo y determinarlo todo. Esta
es la manera fácil y cómoda, sobre todo para los que detentan la
autoridad; pero es la solución que anula la dignidad de hijos de
Dios; y -hablando humanamente-, es siempre una solución
empobrecedora y alienadora que, a la larga, fomenta la
irresponsabilidad y el infantilismo. Es evidente que no se trata de
negar la función de la autoridad y de la ley, que son muy
necesarias en toda sociedad organizada, incluso en la comunidad
de los fieles. El mismo Espíritu nos llevará a aceptar y asumir lo
que la autoridad o la ley determinen para el bien común en aquello
que depende de ellas. Pero la vida es siempre inmensamente más
rica y más exigente desde dentro que lo que puedan determinar
una autoridad o una ley extrínsecamente. Al joven del Evangelio
que había cumplido toda la ley, el Señor le dice que aún le falta lo
más importante, que es amar sin egoísmo y sin medida. Es cierto
que pueden surgir a veces, entre la ley y el Espíritu, tensiones
aparentes que, en definitiva, provendrán de una comprensión
defectuosa de la ley o del Espíritu. Lo que importa es asumir las
tensiones que comporta el ejercicio de la libertad que exige el
Espíritu y ver si, asumiéndolas realmente, crecemos en vida, en
libertad y responsabilidad de Hijos de Dios. Es decir, que no nos
pongamos cada uno a defender nuestro punto de vista egoísta,
hermética o histéricamente, porque de ello sólo resultarán los
frutos de la carne de que hablaba antes: "enemistades, discordias,
celos, indignaciones, disputas, disensiones». Si la tensión produce
este tipo de fruto, es que no ha sido asumida como una tensión
del Espíritu; es una tensión de muerte que lleva a la muerte.
TENSIONES: Es inevitable que haya tensiones. Las instituciones
las tienen que tener, y también los individuos las tenemos que
tener. Llevamos un lastre que nos inmoviliza, y la novedad del
Espíritu no se impone por sí misma, porque es una novedad
creadora y humanizadora y, por lo tanto, se ha de hacer un
esfuerzo de libertad. La solución no consiste en evitar las
tensiones aplastando a la parte más débil, que es lo que sucede
habitualmente, sino que consiste en ver si somos capaces de
ponernos todos a buscar serenamente una renovación interior a
partir del Evangelio y de todo lo que puede ser el Espíritu de Jesús
para nosotros. Sólo se crea a partir de la tensión; pero no la
tensión que acaba en ruptura o en la anulación de uno de los
polos, sino la que acaba asumiendo todo lo que hay de bueno y
verdadero en cada uno de los polos de esta tensión.
JOSEP
VIVES
CREER EL CREDO
EDIT. SAL TERRAE
COL. ALCANCE 37
SANTANDER 1986