¿QUIÉN ES EL ESPÍRITU SANTO?
Intentemos "denominarle''
Naturalmente que «sabemos» quien es el Espíritu Santo: es la
tercera persona de la Trinidad, el Espíritu del Padre y del Hijo, «es
Señor y vivifica», e igual en todo al Padre y al Hijo. Y estas
afirmaciones clásicas, nunca cuestionadas por cristianos como
nosotros, pueden parecer lo más natural, y que estuvieron claras y
evidentes desde el primer momento: «Procede del Padre y del Hijo
(téngase presente que el Oriente ortodoxo dice «sólo del Padre»);
con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria». Ahora
bien, es inevitable hacerse algunas preguntas: ¿cómo se ha
llegado a semejantes afirmaciones? (no son en absoluto
originales).
Además, quiérase o no, se pregunta uno por qué razón el
Espíritu es como menos conocido que.el Padre y que el Hijo. No
cabe duda de que Jesús habló de él, pero mucho menos que de
su Padre (sobre todo en San Juan, la desproporción es flagrante).
Sucede todo como si el Espíritu fuera más misterioso, como si
resultara más difícil identificarle, «aislarle» por sí mismo y
«denominarle».
¿Cómo se ha llegado a las precisiones del Credo,
de la teología y de los catecismos?
Por supuesto, el punto de partida obligado es el Nuevo
Testamento, que es, también él, fruto madurado en Iglesia, de una
vida y de una experiencia que, poco a poco, han ido cuajando en
un lenguaje: digamos, por lo tanto, que si la identidad del Espíritu y
su divinidad no se encontraran ya en el Nuevo Testamento, por lo
menos en estado nativo (no elaborado), no tendríamos ninguna
posibilidad de descubrirlas después. O lo que es igual, la reflexión
de los concilios y de los teólogos no partió de cero, de una pura
experiencia quiero decir. Aunque las afirmaciones del Nuevo
Testamento son del orden de la vida, de la acción, de la
exhortación pastoral (Pablo), de la misión y crecimiento de la
Iglesia (Lucas) más que del estilo de «tratado teológico», sin
embargo, tienen un valor de fundamento ineludible, de «semilla»
que encierra en germen los ulteriores desarrollos. Las
afirmaciones del Nuevo Testamento tienen también valor de
«fuentes» a las que será preciso volver para beber en ellas (no
nos olvidemos del «Espiritu-agua viva»), pues en definitiva la vida
no se encuentra en las definiciones ni en los tratados
Y no obstante, la inteligencia cristiana procura comprender,
intenta aproximarse al misterio del Espíritu: poco a poco, de las
afirmaciones del Nuevo Testamento en que se trata del Espíritu
Santo (las que acabamos de presentar), va a ir deduciendo todas
las consecuencias, retocándolas y siguiéndolas hasta llegar a su
punto de convergencia, para desembocar en la única conclusión
que les da validez a todas ellas: que el Espíritu Santo es Dios lo
mismo que el Padre y el Hijo: Pero fijémonos en que los discípulos
y los primeros cristianos, partiendo de un monoteismo estricto,
aunque «rico», problemático, en trance de alumbramiento, como
vimos en páginas anteriores, antes de llegar a reconocer
plenamente la divinidad del Espíritu Santo fueron llevados a llamar
a Jesús «Señor» y «Cristo», «Hijo único», «Hijo amado» y «Verbo
de Dios».
Este progresivo «descubrimiento» de cada una de las personas
de la Trinidad trae a la memoria el famoso texto de San Gregorio
Nacianceno (+ 390): «El Antiguo Testamento predicaba
manifiestamente al Padre, y menos claramente al Hijo; el Nuevo ha
manifestado al Hijo e insinuado la divinidad del Espíritu. Ahora, el
Espíritu habita en nosotros y se manifiesta con mayor claridad.
Pues cuando aun no se confesaba la divinidad del Padre, era
imprudente predicar abiertamente al Hijo; y con anterioridad al
reconocimiento de la divinidad del Hijo era imprudente -¡estoy
hablando con demasiada audacia!imponernos, para remate, el
Espíritu Santo. Era mas conveniente ir avanzando, de claridad en
claridad, hacia la luz de la Trinidad». Podemos quizás prescindir de
la forma tajante y abrupta que este texto presenta, y matizarle en
algunos extremos; pero quedémonos al menos con la idea que
expresada con tanta fuerza: que el «descubrimiento» de la
divinidad plena del Espíritu Santo (y antes, incluso, la de Jesús),
forzosamente hubo de ser progresiva, y no por principios, a priori,
sino simplemente por el carácter histórico de la revelación y por
respeto a las libertades humanas afectadas y a su proceso.
«Descubrimiento» del Espíritu Santo, decimos. Pero, ¿de qué
texto del Nuevo Testamento se parte? Considero muy
sorprendente la costumbre de San Pablo, en numerosos pasajes
de sus epístolas, de nombrar juntos -puede decirse que sin ningún
precedente- al Padre, o simplemente «Dios», o «el Padre de
nuestro Señor Jesucristo»; al Hijo, o «el Señor», o «el Señor
Jesucristo»; y al Espíritu Santo. Costumbre de nombrarlos en
cualquier orden, pero asociados siempre en la obra de nuestra
salvación o/en lo que constituye nuestra vocación cristiana. Dos o
tres ejemplos nada más: «Un solo Cuerpo y un solo Espíritu (...).
Un solo Señor, una sola fe (...), un Dios y Padre de todos...» (Ef
4,4-6). «Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo;
diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra todo
en todos» (1 Cor 12,4-6). «La gracia de nuestro Señor Jesucristo,
el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con
todos vosotros» (2 Cor 13,13). (Cf. también Ga 4,6; 1 Cor 6,11;
Rm 1,1-4; Rm 8,11; Ef 2,21-22). A la vista está que no son textos
teóricos, sino en cierto modo un atestado fundado en la
experiencia: tal es la vida cristiana vivida bajo el signo conjunto del
Padre, del Señor Jesús y del Espíritu de nuestro Dios. La teología
ulterior, los concilios, no harán otra cosa que extraer las
conclusiones de todo ello y vaciarlas en fórmulas más rigurosas.
Pero siempre tendrá interés la vuelta a estas fuentes primitivas y a
esa sencillez de las experiencias originales, cuando nos parezca
que dichas fórmulas están secas como flores de herbario.
Con todo, es necesario mencionar otro texto, sin duda aislado
pero de gran fuerza para cimentar la afirmación de la divinidad del
Espíritu Santo. Se trata de Mt 28,19: «Id, pues, y haced discípulos
a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo
y del Espíritu Santo». Los términos de esta fórmula, se deban al
Señor Resucitado o sean más tardíos como estiman algunos
exegetas, testifican una fe muy antigua, la de la Iglesia de Mateo:
hacia el año 70, puesto que con anterioridad se bautizaba «en el
nombre del Señor Jesús».
Pues bien: en la mencionada fórmula de San Mateo, se nombra
al Espíritu Santo en términos de perfecta igualdad con el Padre y
el Hijo. No cabe desear una fórmula trinitaria ni más clara ni más
breve, sobre todo estando unida como está al acto esencial que
marca la conversión: el bautismo.
Para resumir, de todo este sólido substrato del Nuevo
Testamento arrancarán los primeros grandes teólogos, los Padres
de la Iglesia, como Ireneo, Atanasio y Basilio: las reflexiones de
estos dos últimos acerca de la divinidad del Espíritu Santo (hacia
360-370), están por otra parte en el origen de las últimas
afirmaciones dogmáticas sobre el Espíritu Santo, del concilio de
(Constantinopla (año 381). Y lo que nosotros creemos a este
respecto, no ha experimentado variación desde entonces. Esto no
excluye sin embargo nuestras preguntas, particularmente ésta.
¿Por qué se conoce tan mal al Espíritu Santo?
¿A qué se debe, en el fondo, que sea tan difícil conocer al
Espíritu Santo? Tiene que haber unas razones «objetivas» para
esta dificultad. Pienso que la razón principal es que el Espíritu da
la impresión de carecer de «rostro», de no ser una persona a la
que se ve «enfrente». En efecto, hay frente a frente (uno frente a
otro) en el caso Padre/Hijo; pero no lo hay en Padre/Espiritu, o en
Hijo/Espiritu. Nunca ora Jesús dirigiéndose al Espíritu como a un
«tú»; más bien parece que su oración se produce «bajo la moción
del Espíritu». Testimonio de esto es el texto ya dictado de Lc
10,21: «Se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo y dijo: Yo te
bendigo, Padre...». Por lo que a nosotros se refiere, sucederá lo
mismo: el Espíritu es el que, ante todo, ora en nosotros, es la
fuente de nuestra verdadera oración; él es lo primero que pedimos
al Padre y a Jesús para poder orar, más bien que aquel a quien
directamente oramos (aunque se puede hacer).
Digamos además con C. Moeller y luego con Urs von Balthasar,
que el Espíritu es «el Revelante no revelado» Entiéndase por tal
no el que habla para revelarse a sí mismo, sino el que «hace
hablar» (habló por los profetas), el que hace escribir y escuchar y
dar gracias. Y no por eso su papel es menos importante que el del
Padre y el del Hijo; y no por eso se puede poner entre paréntesis
al Espíritu sin que de ello se siga daño: siendo menos
explícitamente conocido o reconocido, sin embargo la experiencia
que de él se tiene es previa y fundamental; ya lo decíamos al
principio: su acción íntima, discreta, nos permite reconocer,
nombrar y orar al Padre, y nos da el confesar que Jesús es
Señor.
También puede intentarse la aproximación por medio de
imágenes o símbolos, para intentar mostrar que este «misterio del
Espíritu» es como normal. El Espíritu es la luz en que vivimos
inmersos, alcanzamos nuestro pleno desarrollo y descubrimos al
Padre, un poco en el sentido del Salmo 36,10: «En tu luz vemos la
luz». Es la mirada misma con que divisamos al Padre y al Hijo y
vislumbramos el misterio de Dios. Urs von Balthasar dirá de él: «No
quiere ser visto, sino ser en nosotros el ojo que ve». Un cántico
reciente intenta otra imagen: «Espíritu, tu nos recorres como la
sangre». En fin, el Espíritu es en lo profundo de nosotros el amor
que nos certifica que Dios ama, que nos ama a nosotros. Este es
el verdadero sentido del versículo que nos es tan conocido: «EI
amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones» (Rm 5);
«el amor que Dios nos tiene y no el amor que nosotros tenemos a
Dios», puntualiza la nota de la traducción ecuménica de la Biblia.
El Espíritu Santo es también el amor que hace que nosotros
amemos. Resumiendo, en el fondo todas estas imágenes vienen a
decir lo mismo: no se conoce al Espíritu, tan sólo se le adivina «de
rebote», indirectamente, por lo que hace decir, orar y obrar a
aquellos en quienes «habita». Y si es tan indispensable y a la vez
tan misterioso, se debe a que representa lo más secreto del
misterio de Dios: «El Espíritu todo lo sondea, hasta las
profundidades de Dios (. ) Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el
Espíritu de Dios» (1 Cor 2, 10-11). ¡Extraordinario texto!
Tal es la dificultad con que tropezamos cuando tratamos de
conocer al Espíritu Santo. Pero esta dificultad no debe detenernos,
sino más bien estimularnos para avanzar más en este
conocimiento, con respeto y audacia, hasta llegar a «denominar»
al Espíritu Santo y trazar el perfil de su identidad propia. El Nuevo
Testamento nos permite decir: el Espíritu Santo es el Espíritu del
Padre y del Hijo. Pero pienso que para denominarle de manera
justa y plena, bastaría que le llamáramos «el Espíritu del Hijo», «el
Espíritu de Jesús» ¿Por qué? Sencillamente porque tenemos la
encarnación, y porque Jesús es la manifestación (la revelación)
última y suprema de la gloria, la sabiduría y el amor del Padre:
«Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9). «El Hijo es
reflejo de su gloria (del Padre), impronta de su ser» (Hb 1,3).
Cuando la epístola de los Efesios habla del misterio, tiene
presente «el misterio de Cristo», y «el misterio de Cristo ha sido
revelado ahora por el Espíritu» (Ef 3,4-6). Por esta razón, mostrar
cómo el Espíritu Santo es el Espíritu de Jesús constituye la manera
correcta de denominarle. Sin el Espíritu, en actividad en el secreto
de los corazones, no sabríamos en realidad quién es Jesús. Pero
recíprocamente, sólo por Jesús salió del incógnito el Espíritu si es
licito expresarse así; y por medio de las obras realizadas por él en
Jesús y en sus discípulos pudo manifestar quién era.
El Espíritu de Jesús:
un Espíritu «por encima de toda sospecha»
Hagamos un alto prolongado en la denominación «el Espíritu de
Jesús»: es muy ilustrativo para nuestra vida cristiana. Lo mismo
que dijo Jesús «Quien me ha visto a mi, ha visto al Padre», podía
decir también: Quien me ve actuar a mi, ve actuar al Espíritu
Santo; pues todo lo que yo hago lo inspira él de acuerdo con la
voluntad de Padre. Así, pues, la vida y la forma de actuar de Jesús
de Nazaret, el Hijo amado, enviado en misión por el Padre, enviado
a los pobres para anunciarles una buena nueva y para dar a esta
buena nueva un lugar, un cuerpo social visible (el Reino), esa vida
y esa forma de actuar, serán la referencia obligada para entender
tanto el misterio del Espíritu como, por otra parte, el misterio del
Padre y finalmente el misterio de Dios en nuestras vidas y en la
historia.
Al Espíritu sólo se le. puede denominar, con verdad y de forma
que esté «por encima de toda sospecha», diciendo que es el
Espíritu de Jesús de Nazaret. En efecto, creer que se es del
Espíritu, sin tener por base de la propia forma de actuar la forma
de actuar de Jesús de Nazaret, es exponerse a todo tipo de
ilusiones. «Si no queremos agotarnos persiguiendo sueños
inconscientes, se impone que demos un rodeo pasando por
Jesús». Este «rodeo» -dado que lo sea, pues más bien es un
recurso obligado- afianza fuertemente nuestras raíces y nuestra
memoria cristiana contra todas las fantasías que pretendan
construir un modelo idílico. Basta pensar en l as elucubraciones de
quienes, tras una era de Dios-Padre y luego otra del Hijo,
anunciaban la época del Espíritu Santo exclusivamente. Fue la
teoría de las «tres edades», lanzada por el monje calabrés
Joachim de Fiore, unos años anterior a Francisco de Asís, con
todas las falsas esperanzas que esta teoría hizo concebir. Yves
Congar, en el primer volumen de su obra Je crois en l'Esprit Saint,
trata de demostrar, al hilo de la historia, los nefastos resultados de
aquel movimiento pseudoespiritual (c. VII, p. 175 s.). El paso
obligado por Jesús de Nazaret representa, por el contrario, el
principio de realidad (y no de evasión) que exige que el Espíritu
sea «valorado» sobre el patrón de las palabras y de la vida de
Jesús.
«El Espíritu Santo -nos hace saber Jesús en San Juan- nos
recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26). «El Espíritu
rememora la objetividad histórica de Jesús. Si nos conforma con el
Hijo no es según un orden imaginario, sino según la realidad (...).
Jesús es la roca que sirve de cimiento a toda interpretación»
(Duguoc). «No basta con ir pregonando: El Espíritu, el Espíritu,
para experimentar el Espíritu. El acceso al Espíritu es una
aventura espiritual larga, poco locuaz, muchas veces inesperada.
Se entra en la vía del Espíritu no tomando un camino paralelo al
de Jesús, sino entendiendo mejor el vinculo entre Jesús y el
Espíritu» (Henri Bourgeois). Un teólogo protestante ha dado, creo
yo, con la fórmula exacta y contundente: «El Espíritu Santo es
cristológico. No tiene intención de hablar sino de uno sólo: de
Jesucristo Desde el momento en que al Espíritu Santo se le separa
de Cristo y de su propio cometido de testigo, se esconde y sólo se
tiene de él un residuo, si no un falso Espíritu Santo. El error en
que con más frecuencia se ha incurrido, acerca de él es haber
olvidado su gravitación cristológica». (A. Maillot).
El Espíritu Santo, nuestra memoria cristiana, fiel y viviente
ES/MEMORIA-FIEL-J: Esta formulación es una nueva manera,
más concreta, de subrayar la misma afirmación que acabamos de
hacer. El Espíritu, que nos recuerda cuanto dijo Jesús, es nuestra
memoria fiel. Fiel porque no añade nada substancialmente nuevo
al mensaje legado por Jesús: Jesús es «la palabra definitiva de
Dios», una palabra insuperable. Escuchemos una vez más a Juan:
«El Espíritu dará testimonio de mí» (15,26). «Recibirá de lo mío y
os lo comunicará a vosotros» (16,14). «No hablará por su cuenta,
sino que hablará lo que oiga» (16,13). Memoria fiel porque lo dice
todo, para asegurar sin menoscabo alguno la plena progresión del
don de Dios en Jesucristo. Tal es el sentido del siguiente versículo
tan trinitario: «Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho
(habla Jesús): Recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros»
(16,15).
Pero entonces, ¿el Espíritu Santo es un simple «repetidor», un
mero «eco»? No, porque es una memoria viviente. El Espíritu
restituye incesantemente a la palabra de Jesús toda su novedad y
su fuerza contundente. Crea en nosotros un «corazón nuevo»,
para que la acojamos, la meditemos y la interioricemos. Nos ayuda
a descubrir sus inagotables riquezas, hasta entonces inadvertidas
para nosotros. Este es sin duda el sentido del texto-faro: «Mucho
podría deciros aún, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga
él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa»
(/Jn/16/12-13). Pues bien, ¿cuáles son esas cosas que los
discípulos no pueden soportar aún, algo así como los ojos no
pueden aguantar una luz demasiado viva? ¿Cuál es esa «verdad
completa» que todavía están por descubrir? Sin duda, llegar a
comprender la muerte y resurrección de Jesús (¡buen paso el que
hay que dar!): el porqué de esa vida y esa muerte, así como su
significado dentro del plan de Dios: «¿No era necesario que el
Cristo padeciera eso...?» (Lc 24,27); la verdad definitiva acerca
del misterio de su persona tan sólo vislumbrado bajo la forma de
una pregunta («¿Quién es este hombre?»), pero puesto a plena
claridad después de Pentecostés.
Una memoria viviente quiere decir, en el sentido amplio del
término, la memoria de «el que vive» (Ap 1,18). Por lo demás, en
esta misma linea se debe entender el «Haced esto en memoria
mía». Sólo el Espíritu puede hacer que el memorial no sea un rito
vacío, un puro recuerdo; de ahí la revalorización de las «epiclesis»
o invocaciones al Espíritu, en las nuevas plegarias eucarísticas.
Más adelante volveremos a hablar de este tema: «la letra de los
ritos sacramentales y el Espíritu». Pero, ¿cómo no citar, ya desde
ahora, este admirable texto de Mons. Hazim?
«Sin el Espíritu Santo, Dios está lejos, Cristo se queda en el
pasado, el Evangelio es letra muerta, la Iglesia una mera
organización, la autoridad una dominación, la misión una
propaganda, el culto una mera evocación, el comportamiento
cristiano una moral de esclavo. Pero en El, el cosmos es elevado y
gime en el alumbramiento del Reino, Cristo Resucitado se hace
presente, el Evangelio es capacidad de vida, la Iglesia significa la
comunión trinitaria, la autoridad es un servicio liberador, la misión
un Pentecostés, la liturgia memorial y anticipación, el
comportamiento humano queda deificado». (Declaración en la
asamblea del Consejo ecuménico de las Iglesias, en Upsala, el 4
de julio de 1968).
Memoria viviente significa la conciliación entre un sólido arraigo
y un impulso colmado de esperanza: esperanza con un lastre de
realismo, de lo contrario es mero prurito de cambio, huida hacia el
futuro al que se adorna ilusoriamente con todos los méritos,
mientras se devalúa y niega el pasado (y aquí se trata de nuestro
pasado cristiano). Pero «buscar al Espíritu Santo en la dirección
de nuestras raíces», no implica de ningún modo una actitud
«retro» que se complace en los recuerdos.
Conclusión (parcial y provisional): dentro del régimen cristiano,
nunca se puede afirmar, de manera directa y exclusiva, que se es
del Espíritu, si no se pasa por Jesús de Nazaret, imagen histórica
del Dios invisible, mediante su vida terrena, correctamente y
honradamente leída, con la densidad de su humanidad y con sus
misteriosas profundidades: esta es la norma definitiva a la que el
Espíritu nos remitirá siempre. El Espíritu del Resucitado, que da la
capacidad de llamar a Jesús Señor y Cristo, nunca hace «olvidar»
su vida terrena: «Al glorificarle Dios (el Padre), no entregó al
olvido, como si dijéramos, su vida terrena para eternizar otra cosa
distinta de ella, sino que aceptó (en el sentido de salir fiador) esa
vida y ese origen».
A esto puede añadirse también que de tal modo es el Espíritu el
«Espíritu de Jesús», que a partir de la Pascua no tiene otra cosa
que hacer sino edificar el Cuerpo de Cristo: «El Espíritu es quien
nos hace miembros del Cuerpo de Cristo (cf. 1 Cor 12,13; Rm 8,12
s.); pero ese cuerpo no es el del Espíritu Santo, es el de Cristo»
(Congar, op cit., II, p. 268). En este Cuerpo es donde se realiza
nuestra adopción filial (Ef 1).
El ser y la misión de Jesús, conocidos gracias al Espíritu
Llamar al Espíritu Santo «Espíritu de Jesús» es afirmar también,
de modo más preciso, que por él «descubre» Jesús su ser y su
propia misión. Sí, se trata verdaderamente de un descubrimiento
que hace el mismo Jesús, cosa que puede extrañar. Por eso me
permito colocar aquí, ya de entrada y como justificación de esta
postura, la extensa cita de Congar que ofrezco a continuación. (El
autor está comentando la escena del Bautismo y el «Tú eres mi
Hijo amado», de /Mc/01/11). J/CONCIENCIA-DE-SI
«El mismo Jesús adquiere entonces conciencia plena de que él
es 'Aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo' (Jn
10,36). Abordamos aquí un punto delicado, y difícil de poner en
claro y de expresar: el del crecimiento, en la conciencia humana de
Jesús, de la conciencia que tuvo de su condición y su misión. El
acontecimiento de su bautismo, su encuentro con Juan Bautista, la
venida del Espíritu sobre él y la Palabra que la acompañaba
representan en realidad un momento decisivo en la explicación de
la conciencia que él tuvo, en su alma humana, de su condición de
elegido, enviado, Hijo de Dios y Servidor-cordero de Dios. Hoy día
cobra fuerza una aquiescencia (teológica) en este sentido (...). Es
un hecho atestiguado por las Escrituras que Jesús creció en
sabiduría y gracia ante Dios (/Lc/02/52), ignoró ciertas cosas e
incluso quizás se equivocó, y experimentó la dificultad de una
obediencia perfecta a su Padre. Desde la infancia a la cruz, vivió
su misión sometido al régimen de la obediencia, es decir, de no
poder disponer de sí, y de ignorar el resultado de lo que vivía
¿Hasta dónde y cómo fue consciente, en el plano de su
experiencia de hombre, de su misma condición ontológica de Hijo
de Dios? La representación y la expresión de esa condición fueron
haciéndose explicitas según las experiencias, las coyunturas y sus
propias acciones. Fue comprendiendo su misión a medida que iba
ejerciéndola: por una parte, descubriéndola delineada en la ley de
Moisés, en los profetas y en los salmos; y por otra parte, al recibir
del Padre las realizaciones milagrosas y las palabras proféticas, y
vivir en obediencia la voluntad del Padre sobre él: 'En aquel
momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo y dijo: Yo te
bendigo, Padre...'». (Op. cit., I, pp. 37-39).
Expliquemos este texto preliminar, colocado aquí en atención a
la claridad, y al que me adhiero plenamente:
a) El ser de Jesús. Jesús alcanza, en lo humano, clara
conciencia de su ser de Hijo por excelencia, por medio del Espíritu
Santo. Y esto se señala claramente en los evangelios cuando
describen esos momentos privilegiados, esa especie de claros y
rompientes de luz en su vida terrena, como son el Bautismo y la
Transfiguración: «los cielos que se abren» (Bautismo); «una nube
luminosa» (Transfiguración). Fijémenos bien en el «Tú eres mi Hijo
amado», de Mc 1,11 (Mateo 3,17 habla en tercera persona: «Este
es...»): es el «Tú» personalizado del diálogo y de la oración,
oración que Lucas señala expresamente en el Bautismo (3,21) lo
mismo que en la Transfiguración (9,29). Pero a estos dos
primeros episodios hay que añadir otro que muestra claramente
esa condición de Hijo, esa relación y esa intimidad absolutamente
únicas. Al «Tú eres mi Hijo amado», pronunciado por el Padre,
responde el «Yo te bendigo, Padre», dicho por Jesús. Y el diálogo
se produce bajo la acción del Espíritu Santo. (Lc 10,21-22).
Por el Espíritu comprende humanamente Jesús su propia
misión
b) Desde el Bautismo, el «Tú eres mi Hijo amado» va seguido
de «En ti me complazco» (Mc 1,11). Y se trata indudablemente «no
de una arbitraria veleidad, sino de una elección con miras a una
misión», advierte la traducción ecuménica de la Biblia. Por otra
parte, al apelativo «Hijo amado», de la Transfiguración, los tres
Sinópticos añaden esta invitación: «Escuchadle» El más explícito
es Lucas: «Este es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle» (Lc 9,35).
Decir esto es, evidentemente, señalar a Jesús como el profeta
semejante a Moisés, al que todo el mundo debe escuchar (cf. Hech
3,22). Está claro que no se nombra expresamente al Espíritu
Santo, pero la afinidad con la escena del Bautismo es tan
evidente, que se le puede descubrir en acción al ver al Padre
hacerse fiador del «profeta» Jesús.
Por otra parte, para convencerse de esto basta con volver a los
acontecimientos que siguieron al Bautismo. Cuando, en las
tentaciones en el desierto, se trata de someter a Jesús en su
rechazo de una misión falseada con aspectos espectaculares,
pero absolutamente inútiles en orden a la verdadera salvación de
los hombres, los tres Sinópticos nombran al Espíritu Santo. Y
entonces Lucas enlaza enseguida con lo que puede denominarse
la consagración mesiánica y profética de Jesús. Lucas 4,14-18
está plagado de la presencia del Espíritu. Consagración misionera
que San Pedro recalca de manera inequívoca en casa de
Cornelio: «Vosotros sabéis lo sucedido en toda Judea,
comenzando por Galilea, después que Jesús predicó el bautismo;
cómo Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con
poder, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a todos los
oprimidos por el Diablo» (Hech 10,37-38) La misma consagración
consta en Mateo, pero desplazada en cuanto al tiempo (Mt
12,15-21 y no al comienzo de la misión), menos solemne y más
neutra que en Lc 4, con una referencia a otro texto de Isaias,
42,1-4: «He aquí mi siervo a quien sostengo, mi elegido en quien
se complace mi alma. He puesto mi Espíritu sobre él...», texto que
hace hincapié en los recursos modestos («no apagará la mecha
humeante»), y en la universalidad de la misión («en su nombre
pondrán las naciones su esperanza»).
Volvamos al capítulo 4 de Lucas, para precisar quiénes son los
beneficiarios de esta misión a la que Jesús es conducido por el
Espíritu: los beneficiarios son los pobres. Y no para ser objeto de
una salvación abstracta, sino para su liberación (Lucas 4,18 está
bastante claro). Lo cual significa que, si no se tiene derecho a
reducir esa salvación a una mera liberación social o política (para
hablar en lenguaje actual), tampoco hay derecho alguno a atenuar
el vigor realista de esa salvación. Por otra parte, dicha
salvación-liberación empieza con unas acciones realizadas con
carácter de continuidad: expulsa un demonio impuro (Lc 4,31 s.); a
continuación del episodio que acabamos de mencionar, Mateo
muestra paralelamente unos «demonios expulsados por el Espíritu
de Dios» (Mt 12,28): así, pues, los liberados y reintegrados son
posesos, enfermos, gente rechazada.
Finalmente, reparemos en que esa «buena nueva anunciada a
los pobres» no está reservada exclusivamente a Israel, pues ese
«año de gracia del Señor» (Lc 4,19) y esa salvación graciosa
-gratuita- es para todos. La ira de los habitantes de Nazaret
cuando Jesús les habla de los que fueron curados en Sidón y Siria
(la viuda de Sarepta, Naamán; Lc 4,25-30), demuestra que habían
entendido bien la «abolición de los privilegios». Tanto, que el
episodio del centurión Cornelio que ya hemos mencionado y el
furor de los circuncisos, a los que tanto trabajo le cuesta a Pedro
apaciguar (Hech 10 y 11), están en linea con Lucas 4,25-30: la
salvación-liberación ya no es «¡sólo para nosotros!».
Paralelamente son incorporados a ella todos los demás.
El Espíritu es el que, también a nosotros,
nos confiere nuestra identidad de hijos y nuestra misión
Con nosotros sucede otro tanto que con Jesús. Nuestra
identidad de hijos y nuestra misión nos las confiere el Espíritu de
Jesús, y ambas de forma inseparable. Así pues, la intimidad de
nuestra relación con el Padre y el sentido de la oración y de la
acción de gracias -así como el compromiso fraterno- son los
componentes necesarios de toda experiencia cristiana autentica.
Además, viendo a Jesús animado por el Espíritu, hay que añadir
que pretender hablar del Espíritu sin contenido, en cierto modo,
sin experiencia de vida (al menos inicial) y sin voluntad de misión
constituye una falta de honestidad.
Para cerrar esta segunda parte, diría con gusto que si es en
verdad Jesús el que se ha posesionado de nosotros, él será en
nosotros:
-fuerza de profecía, es decir, de contestación, de clamor y de
desestabilización de los sistemas abusivamente establecidos en la
injusticia y en la exclusión de los más débiles;
-fuerza de propuesta orientada a establecer, aunque sólo sea
en proporciones modestas y limitadas, un orden social nuevo (el
Reino);
-fuerza de testimonio y de entrega de sí;
-espíritu de libertad que haga crujir las fronteras que limitan y
rechace toda ideología y todo espíritu de sistema
En resumen, en el cristiano habrán de encontrarse siempre
juntos, en virtud del Espíritu: el evangelio de Jesús llevado a la
practica, la oración, la acción de gracias y la misión o el amor que
se entrega. «Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis» (Mt 10,8).
ANDRE
FERMET
EL ESPÍRITU SANTO ES NUESTRA VIDA
Sal Terrae. Col. ALCANCE
35
Santander-1985 Págs. 67-87