DEMOCRACIA - TEXTOS
1. DEMOCRACIA/JUSTICIA
Conversamos con Philippe Van Parijs, responsable de la Cátedra
Hoover de Ética Económica y Social de la Universidad de Lovaina,
sobre una de sus tesis más discutibles: profundizar en la democracia
no garantiza que una sociedad sea más justa.
PH. V. P. En la retórica política, suele sobreentenderse que entre
democracia y justicia existe una armonía tal que cuanto más
democrática es una sociedad es también más justa. La democracia
sería un fin que hay que perseguir, y del que resultaría la justicia. Sin
embargo, yo creo que la relación entre ambas no sólo es
problemática, sino que pueden llegar a ser incompatibles.
A. C. ¿No depende todo de qué entendamos por «democracia» y
por "justicia"? Si con «democracia» nos referimos a la que satisface
las exigencias que «hoy» ha de cumplir para ser legítima, no pueden
ser incompatibles, ya que entre las condiciones se encontraría una
idea de justicia, suficiente para plantear fuertes exigencias.
Ph. V. P. Parece que se impone definir los términos y sería bueno
adoptar una definición muy simple. Podríamos definir la "democracia"
como conjunción de la regla de la mayoría, del sufragio universal y la
libertad de voto. «Sociedad democrática» sería aquella en que las
decisiones públicas se toman atendiendo a estas tres condiciones,
con independencia de que conduzcan a un resultado u otro. La
"justicia" consistiría en maximizar la situación material de los menos
favorecidos: una sociedad es justa cuando, gracias a sus
instituciones, la situación material de los menos favorecidos es mejor
que si se hubieran elegido otras instituciones. Con «situación
material» nos referiríamos a nivel de vida, recursos, ventajas
socioeconómicas, etc. ¿Usted cree que en países en que las capas
medias constituyen la mayoría, van a tomar mayoritariamente las
opciones que favorezcan, a los menos aventajados? ¿Los ciudadanos
de las democracias europeas van a optar mayoritariamente por
medidas que favorezcan a los inmigrantes, que sería una obligación
de justicia internacional?
A. C. Me temo que no, y pienso que llevaría razón si hubiera que
entender «democracia» y «justicia» como dice. Sin embargo,
empezando por la justicia, no me parece «justo» restringirla a las
condiciones materiales: impedir a alguien expresarse es injusto,
aunque no sea un bien material. Por otra parte, su concepción de
justicia es sólo una de las posibles. La caracterización más simple es
«dar a cada uno lo que le corresponde»; el problema empieza al
determinar «qué» corresponde a cada quién y, sobre todo, «quién»
ha de decidirlo.
Ph. V. P. Por supuesto existen distintas concepciones de justicia, y
yo he dedicado trabajos a exponer algunas, para terminar asumiendo
una «liberal solidarista», que considera ineludible tomar igualmente en
cuenta los intereses de todos los miembros de la sociedad, frente a
los "liberales propietaristas" que entienden por «justicia» la no
violación de los derechos individuales (Philippe Van Parijs, "¿Qué es
una sociedad justa?". Barcelona, Ariel, 1994).
Lo malo es que podría creerse que, si la democracia da a cada
ciudadano un peso igual en los resultados de los escrutinios, de ahí
surgirá una justicia solidarista. Y no es así
A. C. ¿Cree entonces que la tarea ética prioritaria de una sociedad
democrática consiste en diseñar el ideal de una sociedad justa y
desde él elegir los mecanismos democráticos que puedan realizarlo y
no en profundizar en la democracia, porque de ahí surgirá una
sociedad justa?
Ph. V. P. Creo que para valorar un régimen político hay que
formular primero una concepción plausible de lo que sería una
sociedad justa, y después, sobre esta base, elegir el dispositivo
democrático más adecuado entre los miles que pueden concebirse (el
modo de escrutinio, el referendum, la descentralización, el equilibrio
de poderes, el modo de reclutar y remunerar a los elegidos, la
financiación de las campañas electorales). La ingeniería democrática
no ha de dejarse guiar por un ideal democrático autónomo, sino por
un ideal de justicia, en relación con el cual cualquier ideal democrático
que se quiera formular no es sino un instrumento. El fin es, pues, la
justicia; la democracia, el instrumento.
A. C. Sin embargo, yo creo que, como nadie tiene derecho a
imponer su concepción de lo justo, más valdría proceder de otro
modo. Puesto que en las democracias liberales la mayoría de los
ciudadanos parece estar de acuerdo con la democracia, intentemos
detectar cuál es la idea de justicia que le presta legitimidad, y exijamos
a las instituciones y a los ciudadanos que actúen según ella. Una
«democracia legítima» sería hoy la que garantiza el respeto de los
derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales. La igual
preocupación por todos los ciudadanos es entonces un deber de
justicia del Estado social y democrático de derecho (A. Cortina, «Ética
aplicada y democracia radical». Tecnos, Madrid, 1993). ¿No es mejor
recurrir a lo que todos ya deben compartir y empezar a construir
desde ahí juntos?
Ph. V. P. Me parece que juega con los dados «cargados»: ¿no está
introduciendo en la idea de democracia demasiadas exigencias de
justicia?
A. C. ¿Y usted no la está dejando demasiado libre de valores, entre
ellos el de justicia?
Adela CORTINA
ABC/CULTURAL 2-XII-1944
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2. DEMOCRACIA/VOTO
Cuando un ciudadano deposita su voto en una urna, cuenta el
filósofo norteamericano Benjamín ·Barber-B, no está ejerciendo su
autonomía, como cree, sino justamente haciendo dejación de ella.
Porque no es autónomo el que delega en otro su voluntad para que le
represente, sino el que, junto con los demás ciudadanos, «se da a sí
mismo sus propias leyes», el que participa directamente en la cosa
pública. Una auténtica democracia sería entonces la participativa, más
que la representativa, como recuerda una muy acreditada tradición.
De ley es reconocer, a pesar de Barber, que resulta prácticamente
imposible en sociedades como las nuestras, millonarias en habitantes,
sustituir la democracia representativa por una participativa; pero lo
que nadie puede negarle es que el simple hecho de votar no agota en
modo alguno todo lo que un individuo puede hacer como ciudadano.
En principio, porque «votar» no es «elegir». Votamos una lista entre
las que se nos presentan, pero no elegimos libremente aquello que
nos gustaría que fuese, aquello que realmente queremos. Pero, sobre
todo, porque el quehacer de un ciudadano como tal, consciente de su
autonomía, rebasa con mucho los estrechos límites de un acto
concreto, sea la elección de representantes, no digamos ya la
votación de listas cerradas. ¿Qué le queda por hacer más allá de
depositar un voto?
Por supuesto, criticar y controlar a los que ejercen el poder político
para que sean en verdad representantes; pero además recordar que
la vida «pública» va mucho más allá de la vida «político-estatal», y
tomarlo en serio.
Una tarea, una actividad o una institución es pública cuando su
ejercicio o su labor tienen repercusiones públicas. Por eso un
ciudadano puede y debe desarrollar su capacidad participativa, no
sólo en la política, sino en su lugar de trabajo, en su profesión y en las
asociaciones de esa vida cotidiana en la que, de un modo u otro, es
consumidor, cliente, afectado -en suma- por las decisiones que se
toman.
Depositar un voto en las urnas no es, pues, ya ejercer la autonomía.
Participar activamente en la vida pública sí lo es. Aparte de que una
política alta de moral sólo será posible con una ciudadanía vigorosa y
creativa, dispuesta a exigir y dispuesta a dar.
Adela
CORTINA
ABC/CULTURAL
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