LA GRAN CONTRADICCIÓN DEL NEO-LIBERALISMO 
MODERNO O LA SUSTITUCIÓN DEL HUMANISMO LIBERAL POR EL DARWINISMO SOCIAL 


Luis de Sebastián



SUMARIO
1. INTRODUCCIÓN 
2. EL LIBERALISMO COMO MOVIMIENTO DE OPOSICIÓN A LOS 
MONOPOLIOS REALES 
2.1. La oposición social al "Ancien Régime".
2.2. La "economía sometida" en el régimen de monarquia absoluta.
2.3. Las fuerzas liberadoras del mercado. La auto-regulación.
2.4. La competencia como la energía generadora de la eficiencia social.
2.5. El monopolio como negación radical de la competencia y del mecanismo 
auto-regulador.
2.6. El crontrol ético de la competencia. "La teoría de los Sentimientos 
morales".
3. LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL Y LA REALIZACIÓN CONCRETA DE LOS 
IDEALES LIBERALES 
3.1. La tendencia a la concentración de las empresas.
3.2. La revolución industrial en Inglaterra y en los Estados Unidos.
3.3. La ideología de la economía mixta
3.4. El resurgir de la ideologia llamada neo-liberal
4. NOTAS


* * * * *

1. INTRODUCCION

La tesis que defiendo en este cuaderno es que el fenómeno social e 
ideológico conocido en nuestros tiempos como neo-liberalismo no se 
parece en nada al liberalismo económico clásico de los autores de la 
Economía Política Británica de los siglos XVIII y XIX. Antes bien es un 
movimiento opuesto a los ideales, motivaciones y objetivos económicos y 
sociales que tuvo aquel. El término neo, añadido al de liberalismo, resulta 
de hecho equivalente a no-liberalismo. 

Para mí el neo-liberalismo es no-liberalismo; es la negación del 
liberalismo. Esto lo voy a demostrar, mostrando que la ideología 
«neo-liberal» de nuestra época es darwinismo social, la doctrina que 
exalta la necesidad y conveniencia para el conjunto de la sociedad (y de 
la especie humana) de que algunos miembros de ella, los mejor dotados 
y capacitados para la competencia económica, tengan todas las 
oportunidades de triunfar y sobrevivir en la enfrentamiento de los 
hombres contra la naturaleza y de los hombres entre sí por mantener el 
control sobre los recursos creadores de riqueza. 

Por su propia descripción se hará evidente que el darwinismo social es 
conceptualmente contradictorio y prácticamente incompatible con los 
valores que promovía o intentaba promover el liberalismo tradicional.


2. EL LIBERALISMO COMO MOVIMIENTO DE OPOSICION A LOS 
MONOPOLIOS REALES

2.1. La oposición social al «Ancien Régime»

El liberalismo como movimiento social es un movimiento de oposición al 
modo de concebir y organizar la sociedad que resulta de la evolución del 
mundo medieval hacia el mundo de los estados-nación centralizados y 
regidos por monarquías absolutas. 

Tanto en el medioevo como en la edad moderna se mantiene la 
concepción de que la sociedad está formada por personas, situadas por 
nacimiento en estados -o estamentos- sociales, subordinados unos a 
otros bajo la autoridad real. Los «estados» son inmutables, 
infranqueables y estancos (es decir, que no se puede pasar de uno a 
otro), como reflejo del destino de las personas en la historia, que les ha 
asignado Dios. Y de hecho la movilidad social es normalmente rara e 
imperfecta. Sólo se llega a las cimas de la sociedad o por el heroísmo en 
las guerras, o por la conquista de nuevas tierras en ultramar o por la 
santidad en la religión (el ejército y la iglesia son los únicos canales 
institucionalizados de movilidad social). El comercio y las finanzas son 
ciertamente caminos de riqueza, pero no necesariamente de ascensión 
social, aunque, a la larga, la Providencia siempre encontraba la manera 
de transformar la riqueza en nobleza.

Esta concepción de la sociedad sanciona la desigualdad en el estado 
de las personas, y, por consiguiente, en sus prerrogativas y derechos, 
como una manifestación de una voluntad divina misteriosa y 
soberanamente arbitraria. La igualdad radical de la condición de hijos de 
Dios y redimidos por la sangre de Cristo, que se defiende en Teología, 
no tiene su reflejo o correlato social en una igualdad básica de todos los 
seres humanos en las actividades e instituciones de la vida social.

Antes, al contrario, el ordenamiento jerárquico de los «estados» es un 
requisito para el buen funcionamiento de la sociedad y para la mayor 
gloria de Dios (1).

El poder político, o sea, el poder real viene directamente de Dios, 
aunque esta voluntad de Dios a veces había que descubrirla, a 
posteriori, en el éxito de guerras, conspiraciones o conquistas. 
Normalmente esta voluntad se manifestaba a través de la sucesión 
dinástica. El pueblo no tiene en sí ningún poder, ni sus derechos son 
originarios; solo tiene los derechos que le concede el rey. El pueblo se 
beneficia del poder real en la medida en que es buen súbdito, 
cumpliendo sus obligaciones para con el rey, que es quien se debe 
encargar de procurar el bienestar de todos sus súbditos.

2.2. La «economía sometida» en el régimen de monarquía absoluta

En este estado de cosas, el ordenamiento, vigilancia y control de la 
economía es una de las principales prerrogativas y responsabilidades del 
rey. Desde tiempos inmemoriales se ha creído en la necesidad de 
ordenar y regular el ejercicio de las actividades comerciales y cambiarias 
(2). También desde la más remota antigüedad se ha reconocido a los 
gobernantes el derecho de cobrar impuestos y de incurrir en una serie 
de gastos necesarios para la comunidad.

Durante muchos siglos la actividad económica ha estado regulada 
«desde fuera», bien por principios religiosos (como la obligación de 
pagar diezmos y primicias, la prohibición de la usura, etc.) o por 
principios políticos («el comercio internacional es una prolongación de la 
diplomacia y aun de la guerra») o por otro tipo de consideraciones, como 
el arbitrio y el capricho real. Esta práctica correspondía al estado de 
opinión dominante. Hasta muy recientemente en la historia de la 
humanidad, la actividad económica de los particulares se ha considerado 
incapaz de contribuir a los objetivos comunes de la sociedad 
(supremacía política, triunfo militar o el «bien común»), si no se ordenaba 
y se sometía a los conceptos y designios rectores de la autoridad. El 
egoísmo se concebía como socialmente ineficiente y la autonomía de los 
agentes económicos como una debilidad o irresponsabilidad de los 
poderes públicos.

En la monarquía absoluta, además, la actividad económica está 
sometida a la corona en la medida en que crea riqueza y la riqueza es 
fuente de poder. La riqueza de las arcas reales hace posible las flotas y 
los ejércitos, los cañones y las fortificaciones. Hace posible también 
dotes matrimoniales y la compra de estadistas extranjeros. No se puede, 
pues, dejar la creación de la riqueza-poder (nacional e internacional) al 
azar, a la improvisación o al arbitrio de múltiples agentes económicos, 
cuando cada cual busca su propio provecho y no el del estado, o sea, el 
de la corona. Esta es la concepción básica -derivada, por cierto, de 
Maquiavelo-, de lo que autores posteriores y críticos llamarían el 
mercantilismo. Contra esta concepción se rebelan los economistas 
liberales del siglo XVIII y XIX.

El mercantilismo o sistema mercantil, como lo calificó Adam Smith (3), 
representa la máxima expresión del control estatal de una economía 
nacional cada más compleja y amplia. Los autores liberales pusieron sus 
puntos de mira en la organización de la economía francesa durante los 
últimos Borbones -concretamente bajo el ministro Colbert- como el 
prototipo de una organización absurda y aberrante económicamente, que 
un estado moderno tendría que evitar a toda costa.

El mercantilismo, en esencia, prescribe hacia afuera una política 
comercial agresiva y proteccionista, con vistas a maximizar el saldo de la 
balanza de pagos y el consiguiente flujo de oro y plata (la «especie», 
como decían entonces); y hacia adentro el control y la «planificación» (4) 
de la economía, con vistas a servir más eficientemente a los intereses 
políticos de la corona. Para ello, a lo largo de los siglos XVI y XVII, se 
puso en pie una organización basada en los monopolios reales: grandes 
empresas, que, bajo la protección especial de la corona y con exclusión 
de competidores, se dedicaban a las actividades comerciales y 
productivas que los reyes juzgaban de mayor trascendencia para sus 
proyectos. 

De esta manera, el gran comercio, el comercio en los nuevos y 
fascinantes productos ultramarinos, la producción que aplicaba nuevas 
tecnologías, y algunas actividades agrícolas esenciales, se desarrollaron 
bajo un régimen de protección y monopolio, que proporcionó grandes 
ganancias a los beneficiarios, pero que implicaba a la vez gran control e 
interferencia por parte de los gobernantes y ministros de finanzas. A 
larga, de este régimen económico resultaron grandes ineficiencias y 
distorsiones en los mercados, con severos daños para la multitud de 
pequeños comerciantes y agricultores no protegidos, así como para la 
clase emergente de fabricantes independientes que, dejando los 
gremios, comenzaron a producir (por su cuenta y con una «división del 
trabajo») las manufacturas de uso más corriente. 

2.3. Las fuerzas liberadoras del mercado. La auto-regulación

La manera de liberar a la actividad económica de la tutela y control 
real comienza por demostrar que esta tutela no es necesaria, sino, más 
bien, contraproducente. Esta novedosa y difícil demostración supone una 
especie de armonía pre-establecida en el terreno económico, en virtud 
de la cual, mientras cada empresario emplea los recursos productivos de 
la manera más ventajosa para él, se produce una asignación de recursos 
más ventajosa para la comunidad.

Gestionando esa industria de manera que su producto sea del mayor 
valor posible, el (empresario) busca únicamente su propio beneficio, y en 
esto, como en muchos otros casos, está dirigido por una mano invisible a 
lograr un fin que no era parte de su intención (5).

El liberalismo supone también el sometimiento de los mercados y de 
las relaciones económicas entre los agentes a unas leyes de 
funcionamiento, tan objetivas como las leyes físico-naturales, que 
delimitan las posibilidades de lo que puede hacerse desde fuera con el 
sistema económico. Estas leyes tienen que ser conocidas como 
condicionantes de actuar, respetadas como normas y utilizadas para 
predecir los resultados de la actividad económica. Ellas ofrecen las 
líneas de movimiento más seguras para lograr que el sistema funcione 
bien. Lo mejor que se puede hacer con la economía es dejar que las 
leyes objetivas que la rigen funcionen solas, sin interferencias externas.

Con otras palabras, el sistema económico (es decir, el conjunto de 
mercados de productos y factores de producción) se puede regular a sí 
mismo. Pero para ello es necesario que las autoridades no impidan, con 
su intervencionismo, que funcione el mecanismo de auto-regulación. De 
ahí la exigencia del laissez faire, laissez passer («dejar que las cosas 
sigan su curso natural»). La pieza clave del mecanismo de 
auto-regulación es la competencia entre compradores, tanto de 
productos, como de los servicios de los factores de producción. La 
competencia, basada en una buena información sobre las posibilidades 
que ofrecen los mercados, es en definitiva la fuerza social que equilibra 
los mercados, igualando la oferta y la demanda. 

El equilibrio de los mercados determina unos precios que reflejan 
perfectamente tanto las preferencias subjetivas de los consumidores, 
como las disponibilidades objetivas de los productores. De esta manera, 
no sólo se obtiene la mejor (para la sociedad) asignación posible de los 
recursos productivos, sino que se obtienen los mejores precios posibles, 
es decir los precios más bajos y más ajustados a las condiciones de 
producción. Los precios de equilibrio, o precios competitivos, resultan 
ser, en cierta manera, los precios justos que tanto preocupaban a los 
predicadores y moralistas de los siglos anteriores.

2.4. La competencia como la energía generadora de la eficiencia 
social

Para los liberales clásicos, la competencia era una cosa muy seria. En 
su esquema, no hay más lazo de unión entre los esfuerzos individuales 
de muchos agentes económicos que actúan egoistamente y el bien de la 
sociedad, el cual también les interesa, que el de la competencia. La 
competencia liga a los individuos, aun a pesar suyo, y les condiciona 
para que de todas las opciones posibles escojan de hecho, como por 
imposición del conjunto de agentes sobre cada uno en particular, las que 
son mejores para el conjunto. Así el conflicto entre el 
individualismo-egoísmo y el bien común, se resuelve por la acción de la 
competencia sobre las decisiones individuales. Si se eliminara la 
competencia del sistema económico, desaparecería el vínculo entre el 
interés individual y el bien común. Sin competencia resultaría una 
sociedad donde domina la ley del más fuerte, donde los intereses 
particulares de los que han encadenado las fuerzas de la competencia 
(los monopolios) dominan sobre los intereses generales. En esta 
sociedad no habrían igualdad de oportunidades, ni libertad económica, ni 
eficiencia social. Es una sociedad que los liberales clásicos rechazarían 
como una reproducción de las peores instituciones del pasado que ellos 
trataron de eliminar.

2.5. El monopolio como negación radical de la competencia y del 
mecanismo auto-regulador

La existencia de la competencia, pues, supone una organización 
económica en que ninguno de los empresarios o agentes participantes 
posee una desmesurada cuota de poder sobre el mercado. Todos tienen 
que ser pequeños empresarios -para usar terminología moderna- o, por 
lo menos, empresarios con aproximadamente las mismas oportunidades: 
el mismo acceso a las materias primas y la tecnología productiva, el 
mismo acceso a los mercados de los productos, la misma información 
sobre las preferencias y demandas de los consumidores, etc. En cuanto 
alguna empresa tenga alguna clara ventaja sobre las demás en alguno 
de estos aspectos, se impondrá sobre las demás y la competencia entre 
ellas se verá disminuída. Este es, en realidad, un mundo de igualdad de 
oportunidades para los agentes económicos, basado en igual 
información e iguales condiciones, donde sólo diferencia el mayor 
trabajo, la mayor comprensión de las leyes del mercado, o la suerte.

Estas condiciones no se daban en el sistema mercantilista, que se 
basaba en la existencia de monopolios reales. La regulación, hecha al 
margen (o en contra) de las leyes objetivas del mercado era 
necesariamente ineficaz. Los recursos no se empleaban de la mejor 
manera posible ni los precios resultantes de la intervención real eran los 
más justos (más bajos).
Adam Smith lo tenía muy claro:

El monopolio, además, es un gran enemigo de la buena gestión, que 
no se puede establecer universalmente si no es como consecuencia de 
una competencia libre y general que obliga a cada cual a recurrir a ella 
para su propia defensa (6). 
Y John Suart Mill también:

Yo pienso que, incluso en el estado actual de la sociedad y de la 
industria, toda restricción de la competencia es un mal y toda extensión 
de ella, aun cuando por algún tiempo perjudique a alguna clase de 
trabajadores, es siempre un bien definitivo (7).

David Ricardo, por su parte, atacó severamente los monopolios en el 
comercio internacional, como ineficientes y perjudiciales a la larga contra 
el país que los establece (8).

2.6. El control ético de la competencia. «La Teoría de los Sentimientos 
Morales»

Sería injusto atribuir a los liberales tradicionales una concepción del 
mundo puramente «armonicista» (creencia en la armonía pre-establecida 
de los intereses económicos de las diferentes clases). Según ha 
resaltado el historiador del Pensamiento Económico, Lionel Robbins, -y 
como se ve leyendo sus obras-, los clásicos liberales estaban muy 
conscientes de los conflictos de intereses que se podían dar entre las 
diversas clases sociales. 

Aun concediendo la posibilidad de establecer un estado de perfecta 
libertad económica...la armonía que se establecería sería una armonía 
de una naturaleza muy limitada. Habría ventajas mutuas en el 
intercambio... Pero las tendencias a largo plazo de la sociedad no eran 
necesariamente buenas ni se armonizaban los intereses de todos. Los 
analistas clásicos abundan en descripciones pesimistas y revelaciones 
de los conflictos de intereses. (9)

En efecto, en ellos encontramos descripciones perfectas de lo que 
Marx, años más tarde, habría de llamar la «lucha de clases». Bástenos 
aquí recordar el capítulo octavo del libro primero de La Riqueza de las 
Naciones, «sobre los salarios del trabajo», donde se describe 
perfectamente los conflictos y los juegos de poder que entran en la 
determinación de los salarios.

En los clásicos, pues, la competencia, para resultar una energía 
ordenadora de los intercambios económicos, tenía que inscribirse en un 
ordenamiento jurídico que limitaba los derechos de cada uno con los 
iguales derechos de los demás, y practicarse desde una actitud ética, 
que tuviera en cuenta las consecuencias sobre los demás miembros de 
la sociedad de las propias acciones en busca del bien particular. De esta 
manera, la competencia no chocaba con la democracia, ni con la 
igualdad ante la ley de todos los ciudadanos, ni contra la libertad de 
todos en el mercado. Los principios y comportamientos económicos 
exaltados en «La Riqueza de las Naciones» están enmarcados en los 
principios morales de la «Teoría de los Sentimientos Morales», la otra 
gran obra de Adam Smith.

Así concebida, la competencia no es solamente una garantía de 
eficiencia en la asignación de los recursos escasos, sino también una 
defensa de la libertad económica individual y de la igualdad de 
oportunidades en el mercado. Es, sin duda, una competencia utópica; 
pero no se negará que es compatible con los ideales revolucionarios de 
libertad, igualdad y fraternidad (aunque esto último menos claramente!). 


La concepción ética que subyace a la noción clásica de la competencia 
se delata en la preocupación de los economistas clásicos por «the 
condition of the people» (la suerte de las gentes), o el problema social, 
que la revolución industrial estaba generando ante sus ojos. Así, Adam 
Smith opinaba: 

Los sirvientes, obreros y trabajadores de diversas clases componen 
con mucho la mayoría de toda sociedad política desarrollada. Pero lo 
que mejora las condiciones de la mayoría nunca puede considerarse 
como un inconveniente para el conjunto. Ninguna sociedad puede ser 
floreciente y feliz, si la mayoría de sus miembros son pobres y miserables 
(10).
Y Robert Malthus años después afirmaba:

Si un país sólo puede ser rico por medio de una carrera de salarios 
bajos, yo estaría dispuesto a decir: abajo con esa riqueza (11).

Autores posteriores perderían este interés por la suerte de las 
mayorías, al plantear el problema de la redistribución, no como el 
problema de repartir el «producto anual entre las diversas clases de 
gente» (David Ricardo), sino como el problema de poner precio a unos 
factores de producción, concebidos como cantidades in abstracto 
(prescindiendo de la cuestión de quien los ha apropiado) de diversos 
recursos productivos que entran en una función objetiva de producción. 
La diferencia con los clásicos de la segunda generación, o marginalistas, 
es tremenda, y marca la diferencia entre una concepción de la 
competencia con limitaciones y preocupaciones éticas y otra sin este tipo 
de preocupaciones. Los clásicos de primera hora aparecen en la historia 
como unos reformadores, humanistas y éticos, aunque algo ingenuos, 
que fueron opacados pronto por oportunistas, apologistas y defensores 
a ultranza del «statu quo». De estos tenemos que ocuparnos con más 
detenimiento.


3. LA REVOLUCION INDUSTRIAL Y LA REALIZACION CONCRETA DE 
LOS IDEALES LIBERALES

3.1. La tendencia a la concentración de las empresas

La utilidad social del liberalismo clásico, como conjunto de principios 
para ordenar la actividad económica, se va agotando a medida que va 
desapareciendo el capitalismo competitivo de primera hora. Las muchas 
empresas de proporciones aproximadamente iguales pasan por un 
proceso de concentración que reduce su número. Así comienzan a 
aparecer empresas grandes, monopolios y oligopolios, que gradualmente 
van a cambiar la estructura de los principales mercados. Las condiciones 
de posibilidad para la libre competencia entre agentes económicos en los 
sectores más dinámicos han dejado de existir como realidad histórica ya 
a finales del siglo XIX. Lo que se va a seguir llamando «competencia» es 
otra fuerza social, un fenómeno de naturaleza distinta, es básicamente 
un conjunto de reglas de juego (o de comportamiento) de las grandes 
empresas, para repartirse unos mercados en expansión sin amenazarse 
y destruirse mutuamente. El talante ético de esta nueva clase de 
competencia brilla, naturalmente, por su ausencia.

Karl Marx había visto con gran clarividencia en los albores de la 
Revolución Industrial que la tendencia a la concentración de empresas 
en conglomerados mayores es algo connatural a los mercados 
capitalistas. La «explotación de capitalistas por capitalistas», como diría 
este autor, lleva necesariamente a destruir las condiciones de la 
competencia «idílica» y ética en que se basan las concepciones liberales 
clásicas. La necesidad de crecer, la aparición desigual de «economías 
de escala» y externalidades en los procesos productivos, las ambiciones 
personales y otros factores rompen pronto las filas de las empresas que 
compiten en pie de igualdad. Alguna crece más rápidamente que las 
otras y se apodera de porciones mayores del mercado. Las demás 
desaparecen, engullidas por la primera, o han de asociarse a su vez en 
una empresa mayor para poder hacerle frente. La innovación tecnológica 
también va ofreciendo ventajas a algunas empresas que se constituyen 
en las dominantes de sus mercados.

De esta manera se van estableciendo los monopolios en los mercados 
competitivos. Sólo que ahora no son monopolios regios o estatales 
(como los mercantilistas que fueron combatidos por los liberales), sino 
monopolios privados, con una fuerza que llega a enfrentarse o a dominar 
el poder de los monarcas y gobernantes. Pero pocos son los verdaderos 
monopolios, es decir, aquellos en que una industria se reduce a una 
empresa (como fue la Tabacalera en España, durante muchos años). 
Normalmente los mercados se los reparte un número reducido de 
empresas (cuatro empresas en el automóvil en Estados Unidos, por 
ejemplo), que compiten entre sí dentro de un acuerdo tácito o explícito, 
cuando la ley no lo prohibe, para no perjudicarse en cosas esenciales.

La base fáctica y la realidad empresarial, en que se sustentaba el 
modelo liberal de ordenamiento económico había cambiado 
radicalmente. Pero se seguía usando el paradigma liberal para contener 
la intervención del Estado contra los abusos de los monopolios; se 
seguía usando la imaginería de un mundo de pequeñas o medianas 
empresas competitivas aplicándola a los problemas e intereses de las 
grandes empresas en una estructura oligopolista. ¿Por qué se procedió 
así? Quizá porque los economistas no pudieron encontrar una teoría que 
justificara la eficiencia social de la nueva organización de los mercados; 
quizá porque los empresarios comprendieron que las ideas antiguas -y 
ya anacrónicas- rendían un servicio de ocultamiento, y por lo tanto de 
defensa, de los poderes que las grandes empresas ejercían 
indebidamente sobre la sociedad (12). 

Los clásicos de segunda ola, los neo-clásicos, quitaron los aspectos 
desagradables de la economía clásica como la teoría de la distribución 
(«la funesta oposición entre los salarios y los beneficios»), y elaboraron 
con derroche de agudeza mental el modelo de equilibrio general de 
competencia perfecta, en la medida en que la competencia generalizada 
desaparecía y se transformaba a lo más en competencia monopolista. 
Sólo en los años anteriores a la II Guerra Mundial se comenzó a escribir, 
no sin cierta timidez, sobre la «competencia imperfecta» como un modelo 
alternativo al estudio de los mercados. 

3.2. La Revolución Industrial en Inglaterra y Estados Unidos.

Es interesante compararlas, porque se dieron en circunstancias y con 
modalidades distintas, y -lo que es más relevante para nuestro 
argumento- porque el pensamiento subyacente también fue muy diverso. 
La revolución industrial inglesa es el fenómeno de fondo del capitalismo 
originario, competitivo, de pequeñas y medianas empresas, que 
trabajaban el textil y los metales. Constituye el «Sitz in Leben» del 
liberalismo clásico. 

La revolución industrial en Estados Unidos comenzó más tarde, 
logrando su apogeo con la construcción del ferrocarril entre 1867 y 
1890. En este proceso, las empresas pequeñas y medianas no tuvieron 
el mismo protagonismo que en Inglaterra. En EE.UU. las grandes 
empresas oligopolistas fueron desde el principio los impulsores de la 
construcción y explotación de los ferrocarriles, el verdadero polo de 
desarrollo de la economía norteamericana. Fueron también grandes 
empresas las que desarrollaron la industria del acero, de la extracción y 
refinado del petróleo, del carbón, del tabaco, de la madera, del 
automóvil, etc. La revolución industrial americana está protagonizada por 
los «big business» y los grandes empresarios como Vanderbilt, 
Rockefeller, Carnegie, Duke, Stanford, Morgan, etc., personas que 
acumularon muy rápidamente un inmenso poder, tanto en el sector 
financiero como en el sector real. 

En ese contexto socio-económico no había lugar para el liberalismo 
competitivo-humanista de Adam Smith, Malthus y Stuart Mill. En Estados 
Unidos, de hecho no hubo una ideología liberal aplicada a los negocios, 
aunque la revolución americana estaba inspirada fuertemente por los 
liberales europeos de la época. No es coincidencia que el año de su 
independencia sea el año de publicación de «La Riqueza de las 
Naciones». Pero, según la mayoría de los historiadores, el desarrollo 
económico que tuvo lugar en la segunda mitad del siglo XIX poco tenía 
en común con los ideales de Washington, Jackson y los demás padres 
de la patria, que contemplaban como típicamente americana una 
sociedad de pequeños y medianos empresarios mayoritariamente rurales 
que trabajaban en un mundo donde reinaba la igualdad de 
oportunidades. El inmenso poder que amasaron los banqueros, 
ferroviarios e industrialistas trastocó los ideales que animaban a la 
mayoría de la población americana, todavía rural, y provocó muchas 
protestas y aun revueltas políticas contra el poder de los multimillonarios. 
Estos se sirvieron descaradamente de la administración pública para 
aumentar las ocasiones de enriquecerse y evitar las regulaciones y 
trabas a sus manejos, aunque el desastre de los años treinta acabó por 
hacerlas inevitables. 

Los grandes «tycoons» no tenían más ideología que la de acumular 
poder y dinero. Algunos se sirvieron de la ideología liberal, aunque 
tardíamente y con no mucha convicción, para justificar la ausencia del 
gobierno federal en el mundo de los negocios y para rechazar sus 
intervenciones, siempre tímidas e insuficientes, destinadas a limitar el 
poder y los abusos de los grandes empresarios. En este vacío 
ideológico, sin embargo, prosperaron las nociones y conceptos de 
Herbert Spencer, un profesor escocés llevado a Estados Unidos por 
Andrew Carnegie, el rey del acero (también escocés de origen), para 
difundir sus creencias entre el público americano. Spencer es el padre 
del darwinismo social que, para ponerlo en dos palabras, defiende el 
privilegio de los más fuertes como un requisito para el bien de toda la 
sociedad.

Un aprovechado discípulo de Spencer, el profesor William Graham 
Sumner, escribía en marzo de 1894:

El movimiento de organización industrial que acabamos de describir ha 
producido una gran demanda de hombres capaces de gestionar grandes 
empresas. A estos se les ha llamado «capitanes de la industria»... Los 
grandes líderes del desarrollo de la organización industrial necesitan los 
talentos de habilidad administrativa y ejecutiva, poder para mandar, 
coraje y fortaleza, que antes sólo se requerían en los asuntos militares... 
La posesión de las cualidades requeridas es un monopolio natural. En 
consecuencia, todas las circunstancias han concurrido en dar a los que 
poseen este monopolio enormes y siempre crecientes niveles de 
remuneración... Los capitanes de la industria y los capitalistas que 
operan sobre la coyuntura ganan, si tienen éxito, grandes fortunas en un 
tiempo muy breve. No hay ganancias que sean más legítimas ni que 
rindan mayor servicio al conjunto del cuerpo industrial... Sería fácil 
mostrar que se hace bien con la acumulación de capital en pocas manos, 
es decir, bajo una estrecha y directa gestión, permitiendo una pronta y 
acertada aplicación. Como sería fácil decir que se hace daño con 
acusaciones vagas e infundadas de elementos y grupos sociales 
determinados. En los recientes debates acerca del impuesto sobre la 
renta, se ha tratado como un axioma que las grandes acumulaciones de 
riqueza son socialmente perjudiciales y tendrían que romperse con 
impuestos. Tenemos pruebas directas de cuán dañoso es equipar a los 
políticos y periodistas con estos dogmas que no han sido demostrados 
porque son indemostrables... (13).

Y el promotor americano de Herbert Spencer, Andrew Carnegie, 
escribía a finales del siglo XIX acerca de una situación ideal en que los 
excedentes de riqueza de los pocos se convertirían, en el mejor sentido 
de la palabra, en propiedad de los muchos, porque se administrarían 
para el bien común; y esta riqueza, pasando por las manos de los pocos, 
sería una fuerza para la elevación de nuestra raza mucho más potente 
que si se distribuyera en pequeñas sumas entre las gentes del pueblo. 
Aun los más pobres tienen que ver este argumento y estar de acuerdo 
en que las grandes sumas acumuladas por unos pocos de sus 
conciudadanos y gastadas en objetivos sociales, de los que las masas 
sacan también beneficios, les son más valiosas que si estuvieran 
dispersas a través de los años en cantidades pequeñas. (14)

El argumento es realmente increíble: la concentración es mejor que la 
redistribución, ¡¡aun para los más pobres!! Aquí el liberalismo económico 
está totalmente superado por la ley del más fuerte o «the survival of the 
fittest», que impulsa la evolución de las especies animales, según 
Darwin. Esto es lo que entendemos por darwinismo social.

Esta es la verdadera filosofía social del capitalismo de los oligopolios. 
Lo que sucedió es que no se pudo seguir defendiendo en la forma 
descarnada de Spencer, Sumner y Carnegie. La crítica sistemática de los 
abusos de los «big business» en Estados Unidos por parte de escritores, 
predicadores y algunos políticos más honrados, obligó a los hombres de 
empresa a buscar la manera de ocultar lo que tanto irritaba a la opinión 
pública: la extraordinaria acumulación de dinero y de poder en pocas 
manos. Para eso servían admirablemente los modelos de competencia 
perfecta que glorificaban las excelencias de un mercado abstracto, el 
cual, por cierto, en nada se parecía a la realidad de la organización 
industrial imperante ya a finales del siglo XIX. 

En Europa, el fortalecimiento de los sindicatos y de los partidos 
socialistas obligó también al capital de los oligopolios a renunciar a la 
defensa abierta de un sistema social basado en la concentración de 
riqueza en relativamente pocas personas. Aquí también trató de 
encubrirse la realidad con el desarrollo de una teoría abstracta que 
prescindía totalmente de la cuestión de la apropiación de los factores 
productivos y reducía los problemas de la distribución del ingreso a la 
fijación de los precios de unos factores abstractos. 

3.3. La ideología de la economía mixta

La Gran Depresión de los años treinta, con sus secuelas de quiebras 
de muchos negocios, desempleo y pobreza masiva, cambió mucho el 
panorama. El estado tuvo que intervenir en la economía para impedir 
una catástrofe. Incluso en Estados Unidos, donde entre el final de la 
guerra europea (1919) y la crisis de 1929 la presencia del gobierno 
federal en la economía había sido mínima, éste aumentó su papel para 
paliar los efectos de la crisis.

El estado fue aumentando su peso en las economías capitalistas a 
partir de la Segunda Guerra Mundial, por medio del establecimiento del 
estado del bienestar, las políticas keynesianas del manejo de la 
demanda agregada, y las medidas redistributivas hechas posibles por la 
misma expansión de la economía capitalista en los años cincuenta y 
sesenta. Así se fue creando una economía mixta en la que el estado, o 
sector público de la economía, aparecía, por lo menos en principio, como 
un poder compensador («countervailing power») del de los oligopolios, 
que se estaban reconstituyendo y aumentando. Las políticas de corte 
social, la de pleno empleo, la co-gestión con los sindicatos, la legislación 
laboral, etc., incidieron en la elevación general del nivel de vida de los 
trabajadores (necesaria, por otra parte, en un sistema económico que 
produce masivamente bienes de consumo). Estas mejoras ocultaron, por 
algún tiempo, el proceso de concentración de empresas que se estaba 
dando por medio de la expansión mundial de los oliogopolios 
norteamericanos y más tarde de los europeos.

Durante estos años de expansión y prosperidad (1945-1973) la teoría 
económica está dominada por la síntesis neo-clásica, enseñada entre 
otros por el premio Nobel Paul A. Samuelson, que introdujo al estudio de 
la economía a muchas generaciones de estudiantes en todo el mundo. 
En ella se combinaba poco rigurosamente la microeconomía, que 
explicaba el comportamiento de los mercados mediante los modelos de 
competencia perfecta y monopolista, con la macroeconomía, que 
explicaba el comportamiento de los grandes agregados, como consumo, 
inversión, gasto público, oferta monetaria, inflación, etc. La síntesis 
neoclásica reproduce en parte la maniobra de escamoteo y apología de 
los autores liberales de la segunda generación (Walras, Marshall, Pigou, 
etc.), los neo-clásicos, aunque reintroduce a la consideración de los 
economistas los problemas clásicos del crecimiento, las crisis, la 
acumulación y la redistribución en los análisis macroeconómicos. En 
conjunto, el pensamiento económico de los años dorados de la segunda 
mitad de este siglo ha puesto una conveniente sordina a las 
pretensiones ideológicas del gran capital (su larvado darwinismo social) y 
ha dado cabida a conceptos nuevos de solidaridad y responsabilidad 
social por parte de los agentes económicos.

3.4. El resurgir de la ideología llamada neo-liberal

Con la crisis de los años setenta viene la crisis del keynesianismo y del 
conjunto más o menos coherente de ideas que hacía aceptable a los 
diversos agentes sociales el papel que el estado tenía en la economía, 
así como las medidas redistributivas y sociales. La crisis desata los 
instintos individualistas de los empresarios. Cuando el estado ya no 
puede regular el sistema, controlando la inflación y el ciclo económico, 
decrece la utilidad del estado para los negocios. Más aún, al aumentar 
los déficits fiscales y la necesidad de financiarlos ortodoxamente (es 
decir: captando ahorros del público), el estado se presenta como 
competidor del sector privado en el mercado de capitales. Con esta 
competencia se encarece el dinero, aumentan los tipos de interés y se 
reduce la inversión. De ahí sale el slogan: «El estado no es la solución; 
el estado es el problema». 

De nuevo, como en el siglo XIX, para hacer retroceder al estado habrá 
que justificar las ventajas de su retiro. Pero ahora, esta justificación no 
se puede hacer en nombre de una competencia generalizada, porque los 
oligopolios dominan la organización industrial. Ni en nombre de una mano 
invisible, cuando las gentes están acostumbradas a ver y palpar la mano 
visible del estado del bienestar. Las circunstancias de las empresas son 
muy distintas y la opinión pública tiene otro nivel de información y de 
conciencia que en siglo XIX. Para justificar el retiro del estado se monta 
una maniobra intelectual y política que abarca muchos frentes. 

En primer lugar se demuestra a nivel teórico la imposibilidad de hacer 
una gestión macroeconómica acertada por parte del estado. Esta es la 
tesis central de la teoría de las expectativas racionales, que con gran lujo 
de matemáticas y aparato econométrico difunden por las facultades de 
económicas los discípulos de Milton Friedman y otros gurús de la 
Universidad de Chicago (la universidad de Rockefeller). Según los 
teóricos de las expectativas racionales, el público, los agentes 
económicos individuales, disponen de la información suficiente como 
para anticipar las acciones del gobierno y anularlas con su 
comportamiento, si sienten que les puede perjudicar. La posibilidad de 
aplicar políticas basadas en la experiencia pasada e incorporada en los 
modelos econométricos que sirven para diseñar esas políticas, se queda 
reducida a los casos en que se sorprenda a los agentes. La conclusión 
práctica de esta escuela es que el estado debe ser mucho menos 
«militante» en el manejo de la economía. Vuelve la vieja prescripción 
friedmaniana de suprimir las intervenciones discrecionales de las 
autoridades y sustituirlas por reglas fijas (por ejemplo en el control de los 
activos líquidos).

Por otro lado se ponen de manifiesto los costos, presentes y futuros, 
del estado de bienestar, exagerados a consecuencia de la crisis que 
genera un número inaudito de desempleados, y de la evolución 
demográfica que va haciendo envejecer a la población. Los costos de la 
seguridad social y de la medicina social han aumentado en realidad a un 
ritmo mayor que en otras décadas, planteando un problema real -y no 
sólo ideológico- de financiamiento en el futuro. Los elevados déficits de 
muchos estados se nutren de los gastos por este concepto. De ahí 
toman armas quienes pretenden reducir el papel del estado para 
proponer la alternativa de la privatización. Pero proponen privatizar, 
naturalmente, sólo aquellas operaciones del sistema, como las 
jubilaciones y la asistencia médica, que pueden ser rentables a 
empresas privadas, sin disputar la gestión de las demás al estado. 

Viene el ataque a los sindicatos de clase que, para efectos del análisis 
económico «científico», se conceptualizan como una magna distorsión 
del mercado de trabajo que, junto a otras, como el salario mínimo, 
protección contra el despido, contratos permanentes, etc., se tienen que 
eliminar para permitir al mercado de trabajo que encuentre su equilibrio.

Se insiste en la ineficiencia (por dis-economías de escala, 
generalmente) de las empresas públicas, muchas de las cuales han 
resultado del salvamento por el estado de empresas privadas en 
quiebra, y las que son rentables se pasan al sector privado para que las 
administre, resaltando el principio de la superioridad de la gestión 
privada y el motivo del lucro sobre la gestión pública. 

Se consagran las políticas exigidas por la supply-side economics 
(economía del lado de la oferta), que exaltan el papel de los inversores 
privados, la reducción de regulaciones y trabas a los negocios, la 
reducción de impuestos, y en general los cambios legales y 
administrativos que sean necesarios para fomentar la producción y las 
ganancias de las empresas. Se la contrapone a la economía de la 
demanda, que había inspirado la gestión económica de las décadas 
anteriores, con fuerte intervención estatal. 

Todas estas estrategias parciales de lo que, falsamente, se llama 
neo-liberalismo confluyen hacia lo que es la verdadera ideología del 
capitalismo de los oligopolios: el darwinismo social; el favorecer, cultivar y 
mimar, dar facilidades y recursos a los que más tienen, a los grandes 
empresarios, a los afamados banqueros, a los ricos, a los poderosos; 
sólo ellos puede hacer funcionar el sistema, sólo ellos nos pueden sacar 
de la crisis. Por eso privatizar es un imperativo; hay que ceder las 
mejores porciones del sistema de economía pública a los ciudadanos, 
pero sobre todo a los ciudadanos más ricos (caso de la privatización de 
Repsol), a los que realmente saben qué hacer con el dinero, ya que ellos 
tienen la solución de la crisis. 

En este estado de opinión se inscriben los gobiernos conservadores 
de Reagan y de la señora Thatcher, que son el paradigma de todos los 
gobiernos capitalistas del mundo. Al cabo de una década de favorecer a 
los ricos, que ha sido en esencia la política de todos estos gobiernos, los 
resultados están ahí para que los evaluemos.

Los ricos, naturalmente, se han hecho más ricos. Este era el primer 
objetivo de la operación. Las ganancias de todo tipo de empresas 
medianamente llevadas han aumentado en estos últimos cinco años, a 
ritmos tan elevados como durante la década dorada de los sesenta. 
Como resultado del enriquecimiento de los ricos, el sistema ha 
funcionado mejor en una buena parte; se han creado millones de 
puestos de trabajo en los países industrializados, aunque con un empleo 
mucho más precario que hace diez años y sin reponer todos los que se 
destruyeron durante la crisis. Unas empresas han comprado a otras, 
pagando a veces precios fabulosos (el holding financiero K.K.R. compró 
la Reynolds Nabisco por 3 billones de pesetas ) y el grado de 
concentración ha aumentado enormemente en sectores como la 
alimentación, las comunicaciones, la publicidad, etc. Se ha aumentado la 
pura especulación: de divisas, financiera, de suelo, viviendas, obras de 
arte, etc., lo que supone desvío de fondos de actividades estrictamente 
productivas. 

Por su parte, los gobiernos han ido financiando déficits crecientes, 
contribuyendo a crear nuevos instrumentos de riqueza (pagarés, letras, 
etc.) y de especulación (seguros de prima única). Pero también ha 
aumentado de una manera alarmante el número de pobres. Junto a los 
nuevos ricos están surgiendo en todos los países los nuevos pobres, 
aquellos que aun trabajando no tienen dinero para comprar casa y 
frecuentemente ni para pagar un alquiler (el problema de los 
«homeless», sin hogar, en Estados Unidos es muy grave). Este es un 
tema que no hago más que tocar, porque ya se ha documentado y 
analizado en otras publicaciones de Cristianisme i Justícia.

Desde un punto de vista darwinista el aumento del número de pobres 
se podría interpretar que constituye los costos de la evolución. Para el 
bien de la especie es necesario que los mejor dotados prosperen y los 
peor dotados desaparezcan. Para el darwinismo social los nuevos pobres 
son el costo dolorosamente necesario para que los elegidos, los que 
tiran hacia adelante de la raza humana, estén cada día en mejores 
condiciones para competir y crear riqueza. Los gobernantes no lo 
formulan así, tan descarnadamente, pero en la práctica es como si lo 
hicieran. La aparente resignación de la sociedad con las enormes bolsas 
de pobreza en medio de economías en pleno auge, parece indicar que lo 
consideran un mal necesario e inevitable.

Para concluir sólo nos queda ponderar cuán lejos estamos aquí y 
ahora del ingenuo pensamiento liberal del siglo XIX, y de sus ideales de 
Libertad, Igualdad, Fraternidad. Porque un mundo donde prive el 
darwinismo social es un mundo en que la libertad no cuenta porque todo 
está determinado; la igualdad es totalmente indeseable, porque el 
avance de la especie se basa en la diferencia de suertes y 
oportunidades, en la superioridad de algunos sobre los demás; y la 
fraternidad es una debilidad imperdonable, que no puede significar nada 
real en un mundo competitivo donde el hombre es para el hombre un 
lobo feroz. 

Luis de Sebastián
CRISTIANISME 29

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NOTAS

1) Este ordenamiento jerárquico se da también en el interior de las órdenes 
religiosas. Allí la caridad no lleva a la igualdad. 
2) Tenemos abundantes testimonios de ello en la Biblia, y textos muy explícitos 
de Aristóteles, sobre la necesidad, de ley natural, de que la actividad 
económica esté regulada por las autoridades.
3) ADAM SMITH, «An Inquiry into de Nature and Causes of the Wealth of 
Nations.» Libro IV, Cap. 1 (re-edición de Edwin Cannan), The University of 
Chicago Press, 1976, pp. 450-473. Se suele citar como «The Wealth of 
Nations» (La riqueza de las naciones).
4) El Rey Sol hubiera adoptado la planificación central si la hubiera conocido en su 
tiempo.
5) Esta es la famosa y «única» cita de la mano invisible, que se ha empleado 
como para resumir toda la teoría de Smith y del liberalismo primitivo. Esta 
doctrina, sin embargo, contiene muchos y más importantes elementos, como 
luego veremos, que los contenidos en la metáfora de la mano invisible. ADAM 
SMITH, «La Riqueza de las Naciones», Libro IV, Cap. 2. En la versión inglesa 
de George J. Stigler, p. 477.
6) ADAM SMITH, «La Riqueza de las Naciones», Libro I, Cap. 11, p. 165.
7) JOHN STUART MILL, «Principles of Political Economy», Libro IV, Cap. VII, par. 
7. En la edición de Sir William Ashley, p. 793. El texto citado es en realidad 
contra los gremios, a los que considera de monopolio en el mercado de trabajo, 
pero lo que dice se puede aplicar también a las empresas.
8) DAVID RICARDO, «The Principles of Political Economy and Taxation», Cap. 
XXV «On colonial trade», pp. 227 y ss. en la edición de Donald Winch.
9) LORD ROBBINS, «The Theory of Economic Policy in English Classical Political 
Economy», segunda edición, MacMillan, 1978, p.26.
10) ADAM SMITH, «La Riqueza de las naciones», Libro I, Cap. 8. En la edición de 
Edwin Cannan, p. 88.
11) ROBERT MALTHUS, «Principles of Political Economy» primera edición, p. 184. 
Citado en el libro de Lord Robbins, p. 70, que tiene un capítulo con el título «The 
Condition of the People».
12) Es una tesis defendida por el profesor norteamericano JOHN K. GALBRAITH, 
«Economics and the Public Purpose».
13) RICHARD HOFSTADTER, «Great Issues in American History» Vol. III. Edición 
revisada, Vintage Books, 1982, pp. 87-89.
14) RICHARD HOFSTADTER, loc. cit., p. 84.