CUARTA MEDITACIÓN
día quinto

 

¡Al encuentro del Esposo!

 

«A media noche se oyó un grito: "Ya está aquí el esposo, salid a su encuentro"» (Mt 25,6).

La Iglesia, dice el Concilio, «constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra.

Mientras va creciendo poco a poco, anhela la plena realización del Reino y espera y desea con todas sus fuerzas reunirse con su Rey en la gloria» (LG 5).

La Iglesia es comunión de vida con Jesucristo. ¿Cómo la Iglesia no iba a ansiar el estar unida con Cristo? De esta finalidad de la Iglesia, de su consumación en Cristo, hablaremos en esta última meditación. Examinaremos tres aspectos, que a primera vista son muy distintos. Lo común a todos ellos es el anhelo de Cristo, un anhelo que los determina a todos:

— La oración litúrgica versus Orientem.

— El ministerio pastoral como expresión del amor a Cristo.

— La última prueba de la Iglesia.

1. La liturgia cristiana primitiva estaba henchida del anhelo de la venida del Señor. «Marana tha, ¡Ven, Señor Jesús!» (1 Cor 16,22), así dice el clamor litúrgico de la Iglesia, que «el Espíritu y la Esposa» (Ap 22,17) exclaman dirigiéndose a Cristo, y al que El responde: «Si, vengo pronto» (Ap 22,20).

La celebración de la Eucaristía es el lugar privilegiado en el que la Iglesia exclama su «Marana tha», y en este lugar precisamente, en Su presencia sacramental, se nos concede graciosamente el pignus futurae gloriae, «se nos da la prenda de la gloria futura» (CIC 1402). La orientación escatológica de nuestra oración y de nuestra celebración ¿se halla suficientemente clara en la conciencia de los fieles, en la proclamación de la palabra, en el acto de la celebración litúrgica? Lo que importa ante todo es la orientación interna de la oración litúrgica; la forma externa —por ejemplo, la dirección en que se celebre el rito— es importante sólo en segunda línea.

«La orientación interna de la Eucaristía tendrá que ser siempre la misma, a saber, desde Cristo en el Espíritu Santo hacia el Padre. La cuestión es solamente cómo se expresará esto en el gesto litúrgico» (J. RATZINGER, Die Fest des Glaubens [Einsiedeln 19811, 121).

¿Cómo se expresa esto en el lenguaje de los gestos litúrgicos? En primer lugar, se expresa mediante algo que fue muy corriente hasta la reforma litúrgica, a saber, mediante el gesto de volverse ambos, el sacerdote y el pueblo, en la misma dirección, dirigiendo su plegaria común al Padre por medio de nuestro Señor Jesucristo (per Christum Dominum nostrum). No se trataba de que el sacerdote se apartara del pueblo ni le diera las espaldas, sino de que todos se volvieran y se dirigieran en común hacia el Señor: «Conversi ad Dominum oremus», solía decir San Agustín al final de sus sermones.

El componente escatológico se acentúa por medio del gesto del volverse hacia el oriente, por medio de la «orientación» de la oración. Desde los tiempos más antiguos los cristianos oraban en privado y en público versus Orientem, esperando con anhelo la segunda venida del Señor. Lo profunda que era esta conciencia, lo demuestran numerosas investigaciones sobre la orientación precisa de la nave central de los templos medievales (con la entrada al oeste y el altar hacia el este). La catedral de San Esteban, en Viena, se orienta exactamente, en su eje central, hacia la salida del sol del día de San Esteban del año 1137, el día en que se puso la primera piedra. Cristo, el «Oriens ex alto» brilla con todo esplendor en medio de sus santos.

Qué impresionante sigue siendo aún hoy día, cuando la luz de la mañana con sus rayos de sol penetra en la basílica de San Pedro a través de las puertas o de los ventanales que miran al este! El Santo Padre celebra desde el principio en esta basílica versus Orientem, hacia Cristo, obviam Sponso. La inserción de este simbolismo cósmico en la liturgia ha llegado a ser cosa extraña, en buena parte, para nosotros. Y, sin embargo, ¡qué importantes son tales signos para «encarnar» nuestra fe! La oración común versus Orientem, efectuada por el sacerdote y por los fieles, vinculaba esa «orientación» cósmica con la fe en la resurrección de Cristo, el Sol oriens, y con la fe en su Parusía en gloria.

Desde luego, no hay que conceder un valor absoluto a este simbolismo litúrgico. Tampoco debe convertirse en cuestión de polémica ideológica. Pero hay una cosa que es absolutamente válida y necesaria en ese simbolismo, a saber, que toda la celebración litúrgica se realiza «al encuentro del Esposo» (obviam Sponso), como anticipación de la venida definitiva de Cristo. Por tanto, El tendrá que hallarse en el centro. Confesamos nuestra fe en Su muerte y Su resurrección. Y esperamos Su segunda venida.

Considerada históricamente, la nueva forma de celebración versus populum no es menos legítima, a condición de que en ella siga estando clara la orientación hacia Cristo: por ejemplo, por el hecho de que el altar, «el símbolo de Cristo» (CIC 1383), se encuentre realmente en el centro de la celebración, y de que el sacerdote, que junto al altar se halla in persona Christi Capitis, se relativice enteramente a si mismo en favor de Cristo, desviando la mirada de si para dírigirse hacia El, adoptando la misma actitud que Juan el Bautista:

«El debe ser cada vez más importante; yo, en cambio, menos» (Jn 3,30). Ser «el amigo del Esposo», «alegrarse al oir la voz del Esposo» (Jn 3,29): tal es la actitud correcta del sacerdote, cuyo ministerio se convierte para los creyentes en la invitación: Obviam Sponso!

2. El anhelo de ir al encuentro de Cristo significa también el deseo de «reproducir su imagen» (cf. Rom 8,29). Ohviam Sponso: esto no sólo significa aguardar su Parusía, sino también, y más que nada, ir al encuentro de El allá donde El mismo descendió: hasta la muerte en la Cruz (Flp 2,8). Un sermón de San Agustín sobre la Transfiguración del Señor habla de manera impresionante acerca de este seguimiento:

Que hemos de pasar por muchas tribulaciones para poder entrar en el reino de Dios (Hech 14,22), «eso no lo había comprendido Pedro cuando deseaba vivir con Cristo en la montaña (cf. Lc 9,33). Te ha reservado eso, oh Pedro, para después de la muerte. Pero ahora, él mismo dice: Desciende para penar en la tierra, para servir en la tierra, para ser despreciado y crucificado en la tierra. La Vida desciende para hacerse matar; el Pan desciende para tener hambre; el Camino desciende para fatigarse andando; la Fuente desciende para sentir la sed; y tú, ¿vas a negarte a sufrir?» (SAN AGUSTIN Serm. 78, 6; CIC 556).

Obviam Sponso! Esto quiere decir que hay que ir al encuentro de Cristo con las lámparas encendidas del amor pastoral, del amor pastoralis. «El Señor dijo claramente que la atención prestada a su rebaño era prueba de amor a El» (SAN JUAN CRISÓSTOMO, De sac. 2, 4; CIC 1551).

«El sacerdote está llamado a ser imagen viva de Jesucristo, el Esposo de la Iglesia» (Pastores dabo vobis n.22). «El principio interno, la fuerza que anima y guía la vida espiritual del sacerdote en la medida en que éste se halla configurado a semejanza de Cristo, la Cabeza y el Pastor, es el amor pastoral, la participación en el amor pastoral de Cristo» (ibid., 23). Obviam Sponso! Esto significa para nosotros los sacerdotes: amar cada vez más a la Iglesia, el rebaño que se nos ha confiado, con aquel amor de Cristo por el cual El «amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5,25).

3. Obviam Sponso! Esto significa también para la Iglesia en su totalidad, para la Esposa de Cristo, hacerse cada vez más semejante a El. También ella, lo mismo que El, lo mismo que todo creyente, debe «pasar por muchas tribulaciones... para entrar en el reino de Dios» (Hech 14,22). Con la mirada puesta en el gran jubileo, esta cuestión se plantea a la Iglesia con claridad nueva: ante el grande e inmenso número de los mártires de nuestro siglo, cuyos nombres están escritos en el Libro de la Vida, se escucha de nuevo la apremiante llamada «de las almas de todos los que habían sido sacrificados por anunciar la palabra de Dios y por haber dado el testimonio debido» (Ap 6,9): «Señor santo y veraz, ¿cuándo nos harás justicia?» (Ap 6,10). «Entonces.., se les dijo: —Aguardad un poco todavía hasta que se complete el número de vuestros compañeros y de vuestros hermanos que, como vosotros, van a ser martirizados» (Ap 6,11).

¿Qué es ese «poco tiempo» (chrónon mikrón) de espera y de silencio? Es el «tiempo de la Iglesia», sobre cuya importancia ya meditamos ayer.

Aquí mencionaremos sólo tres puntos, para completar lo que dijimos:

— Es tiempo de esperar, de perseverar «hasta el fin» (Mt 10,22). Según una profunda idea de Orígenes, no es sólo la actitud de espera de la Iglesia peregrína, sino también la de toda la Iglesia del cielo y de la tierra: también los santos del cielo aguardan con nosotros; aguardan hasta que todos, incluidos los postreros miembros del Cuerpo de Cristo, estén salvados y consumados (séptima homilía sobre el Levítico, citada por H. DE LUBAC, Katholizismus IlEinsiedeln 1943], 368-373 = texto 21). Toda la Iglesia se encuentra en «estado intermedio»; aguarda a ser unida con su Esposo, y a que todos los miembros participen, cada uno a su manera, en esa «actitud de espera activa»: los santos del cielo por medio de su intercesión, su protección sobre nosotros los peregrinos; la Iglesia peregrina por el hecho de que «en favor del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia», completamos en nuestra vida terrena «lo que aún falta a las tribulaciones de Cristo» (Col 1,24). Tan sólo con la resurrección «en el último día» (CIC 1001) quedará consumada «la edificación del Cuerpo de Cristo» (Ef 4,12). Esta visión solidaria de la Iglesia en el «estado intermedio» nos ayudará a superar el «individualismo de la salvación».

— Es el tiempo de las últimas pruebas de la Iglesia. De este tiempo dice el Catecismo:

«Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el "Misterio de iniquidad" bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en carne» (CIC 675).

¿Dónde nos hallamos hoy? No conocemos ni el día ni la hora (cf. Mc 13,32). Pero lo que sí sabemos es que: «Ya es hora de que despertéis del sueño, pues nuestra salvación está ahora más cerca de nosotros que cuando empezamos a creer» (Rom 13,11).

Lo cerca que está el día no lo sabemos. Pero creemos:

«La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y Resurrección (cf. Ap 19,1-9). El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal que hará descender desde el cielo a su Esposa» (CIC 677).

Obviam Sponso! El camino por el que la Iglesia va al encuentro de Cristo es «el estrecho camino de la Cruz» (AG 1; CIC 853).

— La venida de Cristo en gloria será su acto libre y soberano. Pero el camino de la Iglesia para ir al encuentro del Esposo está ligado a un Misterio especial, sobre el que ya hemos meditado varias veces en estos Ejercicios:

«La venida del Mesías glorioso, en un momento determinado de la historia, se vincula al reconocimiento del Mesías por "todo Israel" (Rom 11,26), del que "una parte está endurecida" (Rom 11,25) en la incredulidad (Rom 11,20) respecto a Jesús... "Si su reprobación ha sido la reconciliación del mundo, ¿qué será su readmisión sino una resurrección de entre los muertos?" (Rom 11,15). La entrada de "la plenitud de los judíos" (Rom 11,12) en la salvación mesiánica, a continuación de la "plenitud de los gentiles" (Rom 11,25), hará al Pueblo de Dios "llegar a la plenitud de Cristo" (Ef 4,13) en la cual "Dios será todo en nosotros" (1 Cor 15,58)» (CIC 674).

Estos «tiempos en que todo sea restaurado» (Hech 3,21) ¿tendrán lugar todavía en la historia? ¿Constituirán el final de la historia? Una cosa es cierta en la fe: el camino de la Iglesia obviam Sponso está vinculado indisolublemente al misterio de Israel. Todavía dura el «tiempo de los gentiles» (Lc 21,24), y todavía gran parte de Israel está aguardando al Mesías. Todos los esfuerzos en favor de la unidad de los cristianos son importantes, más aún, son algo a lo que el Espíritu Santo nos apremia. Y, sin embargo, mientras la Iglesia se halle en peregrinación, mientras dure el «tiempo intermedio» entre la primera y la segunda Parusía del Señor, la Iglesia seguirá estando sin consumar y su unidad seguirá siendo siempre fragmentaria. Por eso, la Iglesia anhela vivamente ser unida con su Esposo, con Aquel a quien Simeón alabó en el templo como «luz para iluminar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,32).