LA IGLESIA SERÁ CONSUMADA AL FIN DE
LOS
TIEMPOS EN LA GLORIA

 

PRIMERA MEDITACIÓN
día quinto
 

La Iglesia peregrina

 

«La Iglesia "sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo" (LG 48) cuando Cristo vuelva glorioso. Hasta ese día, "la Iglesia avanza en su peregrinación a través de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios" (SAN AGUSTÍN, La Ciudad de Dios 18, 51). Aquí abajo, ella se sabe en exilio, lejos del Señor, y aspira al advenimiento pleno del reino, "y espera y desea con todas sus fuerzas reunirse con su Rey en la gloria" (LG 5). La consumación de la Iglesia en la gloria, y a través de ella la del mundo, no sucederá sin grandes pruebas. Solamente entonces, "todos los justos desde Adán, desde el justo Abel basta el último de los elegidos se reunirán con el Padre en la Iglesia Universal" (LG 2)» (CIC 769).

En estas palabras del Catecismo se escuchan todos los temas que hoy, en el último día de los Ejercicios Espirituales, van a ser objeto de nuestra meditación: La Iglesia no está consumada aún, camina en peregrinación por la tierra, «lejos del Señor» (1). Sin embargo, en ese camino no le faltan «los consuelos de Dios»: la Iglesia vive en la communio sanctorum (2). «No sin grandes pruebas» llegará ella a la consumación. De éstas hablaremos cuando pongamos nuestra mirada en el gran jubileo inminente (3). La Iglesia anhela unirse con su Señor y Rey, con su Esposo. Este será el tema de nuestra última meditación en la noche de hoy (4).

El capítulo séptimo de la Lumen gentium se cuenta entre las partes poco meditadas de la Constitución dogmática sobre la Iglesia. Y, sin embargo, es en cierto modo la clave para el capítulo segundo acerca del pueblo de Dios. La imagen del pueblo de Dios en peregrinación no nos diría nada si olvidáramos cuál es la meta de esa peregrinación. Todavía no se ha alcanzado esa meta; todavía se halla la Iglesia en camino. Pero ella sabe muy bien cuál es su meta; extiende sus brazos hacia ella, anhela a Cristo.

Durante mi juventud se cantaba a menudo un himno religioso, y durante él —así era mi impresión— se sentía siempre una atmósfera especialmente íntima y fervorosa: Wir sind nur Gast auf Erden und wandern ohne Ruh’ mit mancherlei Beschwerden der ewigen Heimat zu («No somos más que extranjeros en la tierra, y caminamos sin descanso, con numerosas dificultades, hacia la patria eterna»). Así rezaba la primera estrofa. Actualmente apenas se canta ya ese himno. Se le criticaba de ser una evasión del mundo, una «fuga mundi». Y que ahora lo que hace falta es volverse hacia este mundo. Durante mucho tiempo, sobre todo los marxistas, nos han criticado acusándonos de que los cristianos consolamos a la gente con la idea del más allá, con la idea de una felicidad después de la muerte, en vez de combatir las desdichas que se padecen antes de la muerte, en vez de eliminar los sufrimientos. Precisamente esto demostraría que la religión es «el opio del pueblo».

¡Ha ocurrido algo muy singular en estos últimos años! ¡Precisamente a los cristianos se les ha ido de la mano el cielo! Apenas se habla ya del anhelo del cielo, de la «patria celestial». Es algo así como si los cristianos hubieran perdido su orientación, una orientación que les había marcado durante siglos el rumbo de su camino. Hemos olvidado que somos peregrinos, y que la meta de nuestra peregrinación es el cielo. Pero esto lleva consigo otra pérdida: nos falta en gran parte la conciencia de que nos hallamos en un camino de peregrinación rodeado de muchos peligros, y podemos extraviarnos y no llegar a la meta. Podemos no alcanzar la meta de nuestra vida. Para decirlo bien a las claras: no sentimos anhelo del cielo y creemos que lo más natural es llegar a él.

Este diagnóstico será quizás extremo, exagerado. Pero me temo que es acertado en lo esencial.

En cambio, el mensaje pascual de la Iglesia dice así: «Así, pues, ya que habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios» (Col 3,1). «Deseo la muerte para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor» (Flp 1,23). Este anhelo profundo y apremiante no tiende a ninguna «vida después de la muerte», sino que su deseo es «estar con Cristo», vivir con El, «habitar junto al Señor»:

«Así pues, en todo momento tenemos confianza. Sabemos que, mientras habitemos en el cuerpo, estamos lejos del Señor, y caminamos a la luz de la fe y no de lo que vemos. Pero estamos llenos de confianza y preferimos dejar el cuerpo para ir a habitar junto al Señor» (2 Cor 5,6-8).

¡En casa! ¡En la patria! Sabemos que para muchos que han perdido su hogar, su patria, la palabra «patria» despierta intensa nostalgia. En alemán, la palabra Heimat («patria») tiene una nota intensamente sentimental, casi ferviente y apasionada, que no se escucha en el término equivalente en otros idiomas (patria, patrie). La «Heimat» no es sólo una región determinada, su lengua, sus lugares que nos resultan familiares, sino que son principalmente las personas que allí viven. Allá donde no vive nadie con quien uno esté familiarizado, allí donde no hay amigos, vecinos, conocidos, allí ha muerto también la Heimat, aunque el país y la región sigan siendo los mismos. ¡Cuántas veces los artistas de nuestro siglo han convertido en tema de sus composiciones el dolor por la pérdida de la patria! ¡Cuántas personas tienen que comer el pan amargo del destierro!

En cambio, la Iglesia es promesa de patria. Quien ha encontrado la Iglesia, ha encontrado el camino del hogar. Pablo habla de esa nueva patria: «Nuestra patria (políteuma) está en el cielo» (Flp 3,20), y está allí porque allí encontramos a nuestra verdadera familia. Por eso, dice Pablo a los fieles de Efeso: «Ya no sois extranjeros o advenedizos [= sin derecho de ciudadanía], sino conciudadanos dentro del pueblo de Dios; sois familia de Dios» (Ef 2,19). Y hemos encontrado una madre: «La Jerusalén celestial.., es nuestra madre» (Gál 4,26). La patria significa también tener un hogar, una morada: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas... Voy a prepararos un lugar. Una vez que me haya ido y os haya preparado el lugar, volveré y os llevaré conmigo para que podáis estar donde voy a estar yo» (Jn 14,2-3).

Por eso, la Iglesia es ante todo una «realidad celestial». Como ella tiene su origen en la vida misma de Dios, en la unión de la Santísima Trinidad, la Iglesia —según palabras de Hans Urs von Balthasar— es «ante todo una realidad fundada por el cielo en la tierra» (Theodramatik, vol. IV, 114). El fundamento de la Iglesia está «arriba», por lo cual dice San Agustín: «Si nuestro fundamento está en el cielo (es decir, en Cristo)..., somos edificados espiritualmente. Se coloca el fundamento en la altura. Luego corramos hacia allí para que seamos edificados» (Enarraciones sobre los Salmos, Sal 121,4).

Esta mirada llena de anhelo hacia la patria celestial no es una evasión que quiera escapar de nuestras responsabilidades terrenas. Todo lo contrario: la esperanza en el cielo, en la plena comunión con Cristo «y con todos los ángeles y santos», es precisamente el motor, el impulsor del compromiso cristiano en este mundo. La esperanza cristiana en la venida del reino de Dios implora de Dios ambas cosas: que llegue su reino en gloria o, como ora la Didajé, que «venga la gracia y pase este mundo» (Did. 10,6), y que el reino de Dios comience ya aquí

Expondremos a continuación las consecuencias de esta visión de la Iglesia como patria celestial. Ulteriores explicaciones se darán en las otras tres meditaciones del día de hoy.

En la Lumen gentium (48) hay unas palabras que causan asombro: «Mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia (cf. 2 Pe 3,13), la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rom 8,19-22)» (LG 48; CIC 671).

El «vestido de peregrina» de la Iglesia pertenece a este mundo, a la figura de este mundo, que pasa. Así como en el cielo no habrá ya sacramento del matrimonio (Mt 22,30), así también todo el ordenamiento sacramental e institucional de la Iglesia pertenece al tiempo de la peregrinación. Permanecerá lo que los sacramentos e instituciones designan y operan en cuanto a la vida divina, pero pasará la forma de los signos.

Si la orientación de la Iglesia hacia su patria celestial no se convierte o se convierte muy poco en tema de consideración, entonces existe un doble peligro, que hoy se está viendo claramente:

a) Por un lado, se sobrevaloran los aspectos «estructurales» de la Iglesia: sus instituciones, su organización, adquieren excesiva importancia. Se difunde a menudo una concepción de la Iglesia terriblemente horizontal y pragmática. La Iglesia se contempla excesivamente como obra humana y muy poco como lugar de la gracia. De ahí proceden algunos suspiros y quejas, algunos enojos contra la Iglesia, algunos estallidos de cólera, algunas desilusiones sobre lo que es la Iglesia. Si considerásemos nuestro camino como camino de peregrinación de la Iglesia, como un «estar en gemidos y dolores de parto» juntamente con toda la creación, entonces muchas cosas se soportarían más fácil y alegremente: como se soportan las fatigas y las molestias de una peregrinación. El hecho de estar convencidos de nuestra peregrinación por la tierra nos libra también de las utopías de una Iglesia ideal y perfecta acá ya en la tierra (de ello hablaremos más en la tercera meditación).

b) Por otro lado, existe hoy día el peligro de que, al acentuar excesivamente lo institucional, se vea demasiado poco que la figura sacramental de peregrina que la Iglesia tiene, lleva ya en sí todos los tesoros de la patria celestial, aunque «en vasijas de barro» (2 Cor 4,7).

«Sin duda la Iglesia en la tierra es también en buena parte una realidad visible, como lo somos los hombres que confesamos pertenecer a ella, como lo fue también Jesucristo durante su vida terrena. Pero lo que sucedió con Cristo, sucede también con la Iglesia; lo más importante de ella permanece invisible, lo mismo que la Divinidad de Cristo durante su vida terrena era invisible y sólo era accesible a la fe» (H. U. VON BALTHASAR Homo Creatus est. Skizzen zur Theologie, vol. V [Einsiedeln 1986], 149).

«La Iglesia está en la historia, pero al mismo tiempo la trasciende. Solamente "con los ojos de la fe" (Catecismo Romano 1, 10, 20) se puede ver al mismo tiempo en esta realidad visible una realidad espiritual, portadora de vida divina» (CIC 770).

Los sacramentos son el ejemplo más claro de esta necesidad de ver a la Iglesia «con los ojos de la fe». San Agustín habla de la humilitas sacramentorum, de la humildad de los sacramentos, cuando describe, por ejemplo, la lucha espiritual del docto Mario Victorino, que tenía miedo de caer en ridículo ante las personas de prestigio de su época si se decidía a recibir el bautismo, hasta que comenzó a temer aún más que Cristo fuera a negarle ante sus ángeles si él no se atrevía entonces a confesarle delante de los hombres. Y así superó su actitud de «avergonzarse de los sacramentos de la humildad de tu Palabra (humilitatis Verbi tui)» (Conf VIII, 2, 4). ¡Y qué hermosamente habla San Agustín de su amigo Alipio, que con él y con Adeodato estaba dispuesto a recibir el bautismo, porque «poseía ya la humildad conveniente a tus sacramentos»! (induto humilitate sacramentis tuis congrua: Conf  IX, 6, 14).

La superbia, que no quiere aceptar la figura humilde de la gracia de Cristo en los sacramentos, puede revestirse de muchas formas, no sólo de la del orgullo intelectual, acompañado por el respeto humano, como en el caso de Mario Victorino. Hoy día es frecuente la tentación de buscar más la vivencia, la experiencia que la sencilla oferta de la fe. «El que quiere a toda costa tener una experiencia, piensa más en sí mismo que en Dios; quien con fe y con amor se sumerge en la palabra y en la acción de la Iglesia —por ejemplo, en lo que dice realmente la Plegaria Eucarística—, ese tal se orienta hacia Dios y es poseido por El, sin que se esfuerce especialmente por ello» (H. U. VON BALTHASAR, o.c. 154).

Hay además una tentación más sutil para eludir la humilitas sacramentorum. Y consiste en esperar de la figura visible de la Iglesia que sus sacramentos e instituciones «convenzan a los hombres», que los impresionen por su vigor y competencia, por su belleza, por su esplendor histórico. La figura de la Iglesia tendría que ser atractiva, cautivadora; debería ganarse el asentimiento. Esta tentación puede crecer, hasta convertirse en obsesión, en una sociedad que vive inmersa en los «medios de comunicación de masas». «Pero si es verdad que el sentido original de las instituciones es el de facilitar la vida divina que está oculta, entonces no habrá que esperar ni mucho menos de las instituciones que dimane de ellas un efecto especialmente atractivo y apologético de la Iglesia, porque estas no son más que signos y medidas de protección para algo que primariamente es invisible, la salvación divina que actúa ocultamente en ellas» (H. U. VON BALTHASAR, o.c. 151s).

Y también aquí se manifiesta lo sorprendente: el que no mira, como hechizado, al éxito de las instituciones eclesiales, sino que busca la salvación invisible oculta en ellas, ese tal verá resplandecer constantemente en las instituciones externas de la Iglesia algo de omnis gloria eius ab intus («toda su gloria procede del interior»).

El que busca el éxito de la Iglesia en sus instituciones, fácilmente se desilusionará, más aún, fácilmente se sentirá amargado; cree que la cáscara es el fruto; confunde la aspereza de la cáscara con el fruto que aquélla protege y envuelve. Por otra parte, toleraremos y soportaremos mejor las molestias que implica la vida cotidiana de nuestras instituciones eclesiales si nos damos cuenta de que las instituciones son la cáscara necesaria para el meollo del fruto. Este humilde servicio prestado a la figura de peregrina de la Iglesia — ¡ cuántos realizan fielmente aquí, en el Vaticano, año tras año, tales servicios, pasando inadvertidos y sin brillo alguno!— podrá comenzar a resplandecer desde dentro si tal servicio está animado por la fe, la esperanza y el amor. El «pequeño camino» de Santa Teresita puede iluminar la vida cotidiana de nuestras instituciones eclesiales. Entonces se realizará aquella reforma de la Iglesia, aquella renovación, que son las únicas que pueden rejuvenecer a la Iglesia en su peregrinación. De esta Iglesia dice San Ireneo:

«Esta fe... la guardamos con cuidado, porque sin cesar, bajo la acción del Espíritu de Dios, como un contenido de gran valor encerrado en un vaso excelente, rejuvenece y hace rejuvenecer el vaso mismo que la contiene» (Adv. haer. 3, 24, 1; CIC 175).

¡Alabado sea Jesucristo!