CUARTA MEDITACIÓN
día cuarto
 

El amor de amistad

 

La Iglesia de Jesucristo es «comunidad de fe, esperanza y amor», dice el Concilio (LG 8,1).

«Ahora subsisten estas tres cosas: la fe, la esperanza, el amor; pero la más excelente de todas es el amor» (1 Cor 13,13). El amor es la vida más íntima de la Iglesia, porque Dios es Amor, y Dios es la vida de la Iglesia.

Muchas cosas podríamos meditar a este propósito. En esta meditación final del cuarto día de los Ejercicios, permítaseme escoger a Santo Tomás como «director de coro», después que en el tema de la esperanza nos haya dirigido Santa Teresita. Y aquí de nuevo desearía poner en el centro un texto de la Suma de Santo Tomás, un texto que me parece a mí que es el corazón de toda la Suma teológica, la «piedra clave» que mantiene unido todo el edificio. Aunque en él no se hable directamente de la Iglesia, sin embargo se trata del principio vital más íntimo de la Iglesia, por el cual adquieren su vigor todas sus manifestaciones vitales. Pero, antes de que nos dediquemos a la quaestio 23 de la II-II, expondremos aquí dos «puntos» para nuestra meditación:

1. En la noche antes de su Pasión dice el Señor a sus discípulos: «En adelante, ya no os llamaré siervos, porque el siervo no conoce lo que hace su señor. Desde ahora os llamo amigos, porque os he dado a conocer todo lo que he oído a mi Padre» (Jn 15,15).

2. Santa Teresa de Jesús define la oración interior: «No es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama» (Vida 8, 5; CIC 2709).

«Utrum caritas sit amicitia» (¿El amor es amistad?), así dice la primera y más destacada pregunta que formula Santo Tomás en su tratado sobre la virtud teologal de la caridad. No nos llamemos a engaño por el sobrio lenguaje que emplea el Doctor communis: aquí habla un corazón ardiente, pero que es —desde luego— completamente «objetivo» y que, olvidándose de sí mismo, se concentra en el único «objeto» de su meditación, en solo Dios y en todo lo demás que se orienta hacia Dios o procede de Dios (cf. 1, q.1, a.7).

«No todo amor es amistad». El amor de amistad tiene dos notas características que lo distinguen: la benevolentia, es decir, el querer el bien para el otro; y la mutua amatio, la reciprocidad en el amor. No todo amor tiene esas notas características. La amistad presupone cierta igualdad, y no existe sin intercambio mutuo: «El amigo es amigo para el amigo» (amicus amico amicus). Dice Santo Tomás juntamente con Aristóteles: Talis mutua benevolentia fundatur super aliquam communicationem («Tal benevolencia mutua se funda en cierta comunicación») (II-II, q.23, a.1).

Pero ¿existe entre Dios y el hombre la posibilidad de una mutua amatio? "Infiniti ad finitum nulla est proportio». ¿Cómo puede haber amistad entre seres que son infinitamente diferentes? La respuesta de Santo Tomás, así me parece a mi, es el «eje», la clave de toda la Suma teológica:

«Cum ergo sit aliqua communicatio hominis ad Deum secundum quod nobis suam beatitudinem communicat, super hanc communicationem oportet aliquam amicitiam fundari»: «Como existe cierta comunicación, una comunión del hombre con Dios, porque Dios nos comunica su bienaventuranza, puede edificarse sobre esta comunión una amistad» (II-II, q.23, al).

Existe verdadera comunicación (communicatio) de Dios con el hombre: una verdadera participación en Su vida, en Su bienaventuranza (beatitudo). Dios se da graciosamente a si mismo, de tal manera que sobre ese don puede edificarse una amistad.

Fundari amicitiam: ¿No es ése todo el plan de Dios, desde la creación hasta la hora en que Jesús dice a sus discípulos: «Desde ahora os llamo amigos, porque os be dado a conocer todo lo que he oído a mi Padre» (Jn 15,15)?

La amistad es hacer partícipe y comunicar lo que hay de más precioso en nosotros. Jesús ya no llama siervos a los discípulos, «porque el siervo no conoce lo que hace su señor». El los llama amigos, porque El les confía el misterio más íntimo de su vida: su amor al Padre en el Espíritu Santo. Ellos llegan a ser sus amigos, porque participan de ese misterio, no sólo con el saber, sino con toda su vida.

Todo crecimiento en la vida cristiana, toda acción en la Iglesia, tiene su sentido y su finalidad en ese fundan amicitiam.

Pero ¿qué es esa communicatio? Para decirlo con otras palabras: ¿Cuál es la participación en la bienaventuranza propia de Dios que hace posible que tengamos amistad con Dios? Es la gracia, de la que dice Santo Tomás: gratia nibil aliud est quam quaedam inchoatio gloriae in nobis («la gracia no es otra cosa que cierto comienzo de la gloria celestial en nosotros») (II-II, q.24, a.3 ad 2). La gracia es la manera en que nosotros podemos estar ya ahora en comunión de vida con Dios, una comunión que nos llena de felicidad. San Pablo no se cansa de alabar la gloria de la gracia (Ef 1,6), de hablar de la «riqueza que esa gracia derrama» (Ef 1,7). Se celebra a Santo Domingo, el fundador de mi Orden, como praedicator gratiae, al igual que se ensalza a San Agustín como doctor gratiae. «Tout est gráce», así compendia Santa Teresita toda la vida cristiana. Ahora bien, ¿qué es la gracia? ¿Qué es esa communicatio de Dios mismo al hombre, por la cual podemos llegar a ser amigos de Dios? Santo Tomás se aproxima a esta cuestión desde una formulación sorprendente de la pregunta: Pedro Lombardo, el Magister sententiarum, había dicho: El amor (caritas) es el Espíritu Santo mismo, que habita en el alma. Cuando amamos a Dios, entonces el Espíritu Santo mueve El mismo e inmediatamente nuestro amor (II-II, q.23, a.2).

Todo esto suena a muy «piadoso», pero cuando uno mira las cosas más de cerca, dice Santo Tomás, entonces todo eso redunda más bien en detrimento del amor. Porque en ese caso el amor en nosotros no sería nuestro amor a Dios; seríamos movidos pasivamente, no seríamos amantes activos por nosotros mismos. El resultado no sería una amistad si no pudiéramos amar —nosotros mismos y en libertad— a Dios. Para que pueda haber verdadera amistad con Dios, «nuestra voluntad tiene que ser movida de tal manera al amor por el Espíritu Santo, que nuestra voluntad opere también ella misma ese acto».

Ahora bien, ¿cómo nuestra voluntad humana, nuestra facultad humana, es capaz de realizar actos que «alcancen» y toquen realmente a Dios? Pues todos nuestros actos humanos están sustentados y son posibles por facultades que nos inclinan [inclinant] a ello. Para poder amar a Dios (y lo mismo hay que decir de la fe y la esperanza) necesitamos recibir un «don» y una capacitación que nos sean dados como propios por Dios, y que sobrepasen nuestras capacidades naturales y nos hagan inclinados a amar (inclinans ad caritatis actum) y nos impulsen a amar con prontitud y alegría.

La gracia nos convierte en amigos de Dios o crea el fundamento sobre el que puede edificarse una amistad con Dios (fundari amicitiam). Dios nos hace partícipes de su beatitudo, de su vida, y de esta manera llegamos a ser realmente «sus iguales», podemos llegar a ser sus amigos.

Tres complementos a lo que se ha dicho hasta ahora:

1. Según Santo Tomás, toda virtud nos hace propensos al acto que le corresponde (inclínatio), por lo cual lo característico de la virtud es cierto gozo y facilidad. De ninguna virtud se podrá decir eso en mayor grado que del amor: nulla virtus habet tantam inclinationem ad suum actum sicut caritas, nec aliqua ita delectabiliter operatur («ninguna virtud tiene tanta inclinación al propio acto como el amor, y ninguna otra opera con tanto deleite») (II-II, q.23, a.2). Al amor le gusta amar, y nada le produce mayor gozo que hacerlo. Ninguna actividad corresponde tanto al hombre como el amar; nada es más gozoso, nada satisface más que el amor de amistad con Dios.

2. Santo Tomás enseña que el amor es forma omnium virtutum; el amor es el que da a todas las virtudes el alma, la vitalidad. Aquí Santo Tomás no dice ni más ni menos que lo que afirma el Apóstol: Sin el amor, todas las virtudes, aun las virtudes heroicas, no son nada: «... si no tengo amor...» (1 Cor 13,lss). Por eso, Santo Tomás puede afirmar también que el amor es el principio vital del alma, lo mismo que el alma es el principio vital del cuerpo (II, q.23, a.2 ad 2). Por eso, el amor es también el principio vital —concedido graciosamente por Dios— de la Iglesia. El amor es también su medida, con la cual se mide todo lo que hay en la Iglesia y también se nos mide a nosotros mismos.

San Juan de la Cruz dice: «A la tarde te examinarán en el amor» (Dichos 64; CIC 1022). Quiera Dios que también nosotros podamos decir lo que Santa Teresita dijo en medio de los sufrimientos de su agonía, pocos instantes antes de su muerte:

«Je ne me repens pas de m’être livrée á l’Amour» (No me arrepiento de haberme entregado al Amor) (Novissima Verba, 30 de septiembre de 1897).

3. Amor amicitiae: La amistad que Dios hace posible por su gracia, produce cierta «connaturalidad» con El, una especie de «afinidad», una intimidad, que no tiene que ser de naturaleza sensible y experimentable, pero que actúa y vive a impulsos de un sentido de Dios. La amistad con Dios, cuanto más profunda es, tanto más seguramente nos hace juzgar y actuar de acuerdo con Dios; nos proporciona aquella infalible sensibilidad para conocer la verdad y el bien, que constituye el «sensus fidelium», el «sentido sobrenatural de la fe» que es propio del pueblo de Dios (LG 13). Santo Tomás habla del indicium per connaturalitatem. Se trata del recto juicio, del buen sentido de los «pequeños» del Evangelio, por los cuales Jesús bendice al Padre (Mt 11,25-27). Santo Tomás habla del instinctus Spiritus Sancti que de forma certera da con lo recto en materia de fe, de esperanza y de amor. Los amigos de Dios ven, entienden, sienten todo «con los ojos del amigo»; conocen con el corazón de Dios.

Y todavía un último pensamiento: Cuando el amor de Dios nos convierte en amigos suyos, entonces nos convierte también en amigos unos de otros. Cuando Jesús llama «amigos» a los Doce, esto no podrá menos de tener consecuencia para las relaciones de unos con otros. Y entre aquellos a quienes Cristo ha confiado lo más preciado que El tiene ¿cómo no iba a reinar el espíritu de amistad?

En nuestro tiempo, en que la afectividad se ve herida muchas veces, en que entre los fieles, y entre nosotros los sacerdotes, hay tantos que sufren por estas heridas, el tema de la amistad en Cristo adquiere una nueva urgencia. La comunión con Cristo, su amistad, no sólo reconciia al hombre con Dios, le libra de los pecados y le cura de sus secuelas, sino que además sana —aunque sólo sea a base de mucha paciencia— las relaciones entre unas personas y otras. La amistad desempeña aquí un papel esencial. Hoy día, la amistad se ve en peligro por innumerables formas extraviadas y falsas, por la superficialidad, el erotismo general, la valoración equivocada del sexo, el empobrecimiento afectivo. Por eso, aparece con tanta mayor claridad la hermosura y la fuerza sanadora de la amistad cristiana.

La amistad tiene su lugar indicado entre los esposos, porque el amor conyugal, para que crezca y perviva, necesita del amor de amistad. Pero también en la vida de los célibes, sean voluntanos o no, la amistad es el camino para que el corazón sane y se ensanche. Jacques Maritain escribe en una ocasión a Julien Green estas hermosas palabras: «Dios pide a algunas personas que se hagan eunucos por el reino, pero nunca les pide que se amputen el corazón» (JULIEN GREEN et JACQUES MARITAIN, Une grande amitié; Correspondance 1926-1972 [Paris 1982], 79).

Ahora bien, para que el corazón se haga capaz de la amistad en Cristo, necesita purificación. Tiene que madurar hasta convertirse en amor benevolentiae; debe liberarse del amor concupiscentiae, que quiere poseer para sí a la otra persona, ser dueño de ella. Un signo infalible de tal amistad en Cristo es la capacidad para transmitir amistad, para ampliar más la red de amistades. Madeleine Delbrél habla de la Iglesia como de la red de pescar de Pedro. Es una red con una malla entrelazada por numerosas amistades en Cristo. Y en nombre de Cristo se puede echar la red para conseguir la pesca milagrosa.

«Por medio del amor en el matrimonio y en la amistad, nuestra vida cristiana, nuestras comunidades de Iglesia, siembran en el mundo el gusto por la vida, el gusto por la esperanza de que nuestra vida no se encamina hacia la destrucción sino hacia el esplendor final de las bodas celestiales» (J.M. GARRIGUES, o.c. 56).

¡Alabado sea Jesucristo!