TERCERA MEDITACIÓN
día cuarto
 

La oración, intérprete de la esperanza

 

Hay un episodio muy conocido de la vida de la beata Edith Stein, cuando, antes de su conversión, entra en la catedral de Francfort y ve allí a una sencilla mujer que viene del mercado, se arrodilla y reza. Según el propio testimonio de Edith Stein, esta escena fue una impresión decisiva en su camino hacia la fe: una persona sencilla que se arrodilla para rezar en la catedral.

Algo inexpresable, sumamente sencillo, la cosa más natural, y sin embargo tan misterioso: ese trato familiar con el Dios invisible. No es un meditar replegándose en sí mismo, sino el silencioso tender hacia un Otro que es Misterio. Lo que Edíth Stein vislumbra en esa sencilla mujer que reza, se convertirá pronto para ella en certeza: Dios existe, y en la oración nosotros nos volvemos a El.

¡Qué impresión tuvo que causar en sus discípulos la oración silenciosa de Jesús, prolongada a menudo durante horas y noches enteras! ¿Qué sucedía en ese tiempo de misterio, durante ese prolongado volverse en silencio hacia Aquel a quien Jesús llamaba «Abba»? «Un día estaba Jesús orando en cierto lugar. Cuando acabó, uno de sus discípulos le dijo: —Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos» (Lc 11,1). Enséñanos a orar: el anhelo de entrar en el espacio de esa callada intimidad, ese extenderse despierto hacia Aquel que se halla invisiblemente Presente: el respeto hacia el misterio de la oración de Jesús es tan grande, que el discípulo no se atreve a interrumpir al Señor, a «entrometerse» en su oración pidiéndole cosas. Espera hasta que Jesús mismo sale de la oración. Y entonces se atreve a pedirle, a rogarle: "¡Enséñanos a orar!»

¿No nos conmueve entrar en el templo y ver una persona que está haciendo oración en silencio? Esa vista ¿no despierta en nosotros el anhelo de orar? ¿No escuchamos en ese momento el murmullo del manantial, que nos invita a llegarnos al agua viva? Así como Ignacio de Antioquía, el mártir, escribe: «Un agua viva que murmura dentro de mi y desde lo íntimo me está diciendo: "¡Ven al Padre! "» (Carta a los Romanos 7,2).

El anhelo de oración es el modo en que el Espíritu Santo que está en nosotros nos atrae y nos lleva al Padre. Más aún: ese anhelo es ya oración, es ya la oración del Espíritu de Cristo en nosotros, «con gemidos inefables» (Rom 8,26).

Claro que con preocupación hemos de preguntarnos si el terreno para la oración no se esta secando hoy día. El «murmullo» del manantial del Espíritu Santo ¿no queda acallado actualmente por el ruido estrepitoso de nuestro tiempo? ¿Podrá prosperar la oración cuando, como escribe Neil Postman en su impresionante obra Wie amilsieren uns zu Tode («Nos divertimos hasta morir»), el americano medio pasa unos quince años de su vida delante del televisor? ¿Será una ligera indicación de la Providencia el que «casualmente» el canon del Código de Derecho Canónico que lleva el número 666, el número de la bestia del Apocalipsis, sea el que advierta a los religiosos (¿únicamente a ellos?) contra el abuso de los medios de comunicación de masas y señale los posibles daños que se pueden derivar de ahí para la vocación espiritual? Indudablemente, en la sociedad actual hay muchas cosas que son perjudiciales para la oración.

Y, sin embargo, debemos esperar que ninguna secularización acalle por completo el llamamiento que Dios hace en el corazón del hombre. Cuando veo en la catedral de San Esteban, en Viena, los numerosos cirios que día tras día arden en el altar de Maria-Pötsch, pienso que esos cirios podrían considerarse como señales visibles de que la oración no muere. Porque la oración es expresión de un anhelo que nosotros no hemos «producido», sino que Dios ha puesto en nuestro corazón humano. El «fecisti nos ad Te» («nos hiciste para Ti») de San Agustín encuentra aquí su expresión.

Los cirios que arden en la catedral, delante de la imagen milagrosa de Nuestra Señora, son testigos de esperanza. El que ora, espera. Porque el que no es capaz de esperar que van a escucharle, no podrá tampoco orar. En efecto, nosotros pedimos algo a la gente cuando esperamos que nuestra petición tenga posibilidades de verse cumplida. «La oración es intérprete de la esperanza», dice Santo Tomás de Aquino (II-II, q.17, a.4, obj. 3). Tal es el tema de nuestra segunda meditación sobre las virtudes teologales.

Por nuestra oración podremos medir cómo anda nuestra esperanza. ¿Qué oramos? ¿En qué esperamos? La oración y la esperanza se hallan relacionadas muy íntimamente, porque la una y la otra saben que lo que pedimos y esperamos no está en nuestro poder, sino que se nos concede únicamente como dádiva.

¿Qué podremos esperar? Y, por tanto, ¿qué es lo que podremos pedir en la oración? En su extensa Cuestión sobre la oración (es la más extensa de toda la Suma), dice Santo Tomás: «La oración es en cierto sentido el intérprete que expone ante Dios nuestro anhelo. Por eso, en la oración sólo podremos pedir rectamente lo que rectamente podemos anhelar. En el Padrenuestro se pide únicamente lo que rectamente podemos anhelar. Por eso, esta oración no sólo nos enseña a orar, sino que marca su sello sobre todos nuestros deseos y sentimientos (sit informativa totius nostri affectus)» (II-II, q.83, a.9). Una frase asombrosa: El Padrenuestro marca su sello sobre toda nuestra vida afectiva ajustándola a la norma correcta; fija en nuestros deseos y anhelos, y por tanto en nuestra oración, las debidas prioridades.

¿Se halla tan claro sin más que lo que debemos esperar más que nada, y por tanto con el mayor anhelo, es: «Venga tu reino», «Hágase tu voluntad»? La preocupación por el pan nuestro de cada día (¡ cuántas personas hay entre nosotros que están angustiadas por su puesto de trabajo, o que ya lo han perdido!), por el buen entendimiento con la gente («perdona nuestras ofensas...») y, sobre todo, la petición de verse preservado del mal y de la tentación, de la tribulación y de la desesperanza («No nos dejes caer en la tentación», «líbranos del mal»): todas estas peticiones que brotan de en medio de las necesidades de nuestra vida, apremian y quieren aparecer en primer plano, agobian nuestro corazón y, por tanto, suelen ser nuestras primeras y más encarecidas súplicas.

Pero el solo hecho de que nos dirijamos a Dios con estas peticiones demuestra que, en todas estas calamidades, esperamos efectivamente la ayuda de El, es decir, tenemos puesta nuestra esperanza en El. La oración es «esperanza en acción», como dice eí cardenal Ratzinger (Auf Christus schauen. Einiibung in Glaube, HofJnung, Liebe [Friburgo 1989], 69), porque «orar es el lenguaje de la esperanza» (ibid., 68). «Una persona desesperada no ora ya, porque ya no espera; una persona que se siente segura de sí misma y de su propio poder, no ora, porque sólo confía en sí misma. El que ora, espera en una bondad y en un poder que van mucho más allá de su propia capacidad» (ibid., 69).

Si pedimos realmente lo que se expresa en las cuatro peticiones de la segunda parte del Padrenuestro, entonces estamos ya esperando, y esta esperanza sobrepasa lo que pedimos y se dirige hacia Aquel a quien pedimos: «Santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad...» Y se va convirtiendo en una confianza cada vez mayor, que finalmente se atreve a llamar «Padre nuestro» a Dios.

El Padrenuestro es informativa totius nostri affectus, como dice Santo Tomás de Aquino. Y de hecho oímos incesantemente que hay personas que. por medio de la oración del Padrenuestro, han experimentado curación hasta en las raíces mismas de su vida. (Pienso en Dimitri Panin, amigo de Alexander Solsbenizyn [Mémoires de Sologdin, París 19731, o en Tatiana Goricheva, quien mediante la recitación del Padrenuestro recibió la gracia de la conversión.) Si nuestro affectus está plasmado por el Padrenuestro, entonces nuestros deseos y anhelos serán sanos y se hallarán en consonancia con la acción de Dios; y entonces nuestra oración será también más eficaz, porque corresponderá efectivamente al plan de Dios y cooperará con la Providencia divina. Entonces nuestra oración estará de acuerdo con el «sentir del Espíritu», que «intercede por los creyentes según la voluntad de Dios» (Rom 8,27).

En el «Compendium theologiae» dice Santo Tomás de Aquino: «El Padrenuestro es la oración que más hace que nuestra esperanza se dirija a Dios» (Comp. II, 3).

Ahora bien, ¿qué es la esperanza? «La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo» (CIC 1817).

Con toda sencillez lo dice Josef Pieper: «La esperanza es la expectación llena de confianza de la eterna bienaventuranza consistente en la participación —contemplativa y total— de la vida trinitaria» (Uber die Hoffnung, 31). De manera más sencilla aún lo dice Cayetano, comentando a Santo Tomás: Spes sperat Deum a Deo (Com. a JI-II, q.17, a.5). La esperanza aguarda de Dios mismo la felicidad eterna e indestructible. No espera algo, sino que espera a Dios mismo, al Dador de todos los bienes. Todavía no contempla, todavía no posee, y sin embargo llega «hasta el interior de Dios», en cierto modo «está anclada en Dios», está «afianzada» en El.

Así como la fe se siente segura y cierta, porque cree en Dios, así también la esperanza no decepciona (Rom 5,5), porque con plena confianza espera de Dios lo que El promete. Esta certeza victoriosa la tiene la esperanza únicamente por Dios: «In te, Domine, speravi, non confundar in aeternum». ¡Qué música tan maravillosa puso Anton Bruckner a esta frase final del Te Deum!

Si la oración es «esperanza en acción», entonces las dificultades y los riesgos de la oración serán también crisis de la esperanza. Desperatio y praesumptio, la desesperación (como falta de esperanza) y la presunción (como falsas esperanzas) son, según la doctrina de los maestros cristianos, actitudes equivocadas que son contrarias a la esperanza.

Desearía hablar aquí de una forma equivocada que se acerca mucho a la desesperación, y que nos aflige especialmente a nosotros los clérigos, constituye una amenaza para nuestra vida espiritual y arrebata sus vuelos a la esperanza. Se trata del hastío espiritual, del que ya hablamos brevemente en la tarde del primer día de Ejercicios.

¿Qué entendemos por hastío espiritual? Guarda estrecha afinidad con la cólera y la tristeza. «El hastío espiritual es primeramente una atonía de índole muy general, una especie de bajada de tensión de las energías naturales del alma, que hace al hombre incapaz para defenderse contra los "pensamientos" que le asaltan violentamente. De este estado de adormecimiento general se derivan todos los.., aspectos del hastío espiritual, el sentimiento de vacío y de tedio, la incapacidad para fijar la mente en algo determinado, la repugnancia y la aversión hacia todas y cada una de las cosas, la paralizante cavilación, el cansancio y la angustia de corazón...» (G. BUNGE, Akedia. Die geistliche Lehre des Evagrios Pontikos von Uberdruk [Colonia 19891, 38).

El hastío espiritual, al que los antiguos llamaban también «el demonio del mediodía», porque acomete al monje especialmente en las horas cálidas y sofocantes del mediodía, es una singular mezcla de frustración y agresividad: aversión a lo existente; ensueño difuso en lo que no existe. Es una especie de callejón sin salida en la vida del alma (BUNGE, o.c. 45).

No sin asombro leemos cómo los monjes antiguos y experimentados describen el hastío espiritual, haciéndolo con seriedad y también con su granito de ironía sobre sí mismos. El hastío espiritual se muestra a través de una especie de pereza espiritual, pero a menudo también a través de una actividad desenfrenada. La evasión de la celda del propio convento: tal era el impulso con que se manifestaba en los monjes. Pero no es difícil ver cómo ese hastío espiritual puede mostrarse también en las situaciones de nuestra propia vida. Se muestra como temor a estar a solas consigo mismo, como miedo a sí mismo, al silencio. Verbositas y curiositas, la locuacidad y la curiosidad son las «hijas» del hastío espiritual; el desasosiego interior, el afán constante de novedades como sustitutivos del gozo en Dios y en su amor; la inconstancia en la vida y en los propósitos; a esto se añaden, como ulteriores ramificaciones del hastío espiritual, el embotamiento espiritual (torpor) ante las cosas de la fe y ante la presencia del Señor, la pusilanimidad (pusillanimitas), la irritación (rancor), que hoy día se encuentra tanto entre nosotros en la Iglesia, hasta llegar a la maldad intencionada (malitia).

Tales cosas ¿no son una constante tentación para nosotros, una tentación con que nos asalta el demonio del hastío espiritual? Son la frustración y la agresión, como diríamos en la terminología actual. «El espíritu abatido seca los huesos» (Prov 17,22): ¿no estaremos amenazados nosotros por semejante sequedad espiritual? Muchas lamentaciones y explosiones de ira en la Iglesia ¿no procederán de tal hastio? El hastío amenaza nuestra vida, haciendo que nuestra alma gire obtusamente en torno de sí misma y se hunda a sí misma. Priva de toda su fuerza a la vida de oración, y nos arrebata, por tanto, el oxígeno de la vida espiritual.

Contra el hastio espiritual, esa forma concreta de desesperanza, los maestros antiguos de la vida espiritual conocen principalmente un remedio: la perseverancia, la paciencia, la hypomoné en el sentido literal de la palabra: el «aguantar y quedarse» bajo el yugo. La perseverancia es ya expresión de esperanza: no querer «salir por nosotros al aire libre» por medio de toda clase de intentos de fuga y evasión, que no nos librarán de las cadenas de nuestro estar centrados en nosotros mismos, sino que a menudo nos sujetarán aún más a esas cadenas. Sino el «esperar firmemente en Dios»: esa actitud que, en la oración, dirige su mirada con fidelidad y paciencia hacia Dios. Esta perseverancia en medio de la oscuridad de las tentaciones del hastío espiritual es como caminar en medio de la espesa niebla: todo parece difuso, no se ve el sendero. Pero de repente se levanta la niebla, el sol la disipa, y vuelve a lucir radiante la luz del día. Así sucede con nuestra tentación de hastío espiritual. De repente desaparece. Y vuelven la paz profunda y la indecible alegría. La esperanza ha vencido.

En la vida de San Antonio hay un episodio que describe de manera muy impresionante este perseverar con paciencia hasta que «se disipa la niebla». Después de un prolongado tiempo de tentación, Antonio pregunta en tono de reproche:

«Señor, ¿dónde estabas tú durante todo ese tiempo? ¿Por qué no te manifestaste en seguida para aliviar mis sufrimientos?» Entonces escucha una voz: «¡Allí estaba, Antonio! ¡Aguardaba viendo tu lucha!» (Vita Antoni¿ cap. 10).

La esperanza, dice el P. Marie-Eugéne, «es la virtud del progreso en la vida espiritual; el motor que la impulsa hacía delante, el par de alas que la hacen remontar el vuelo» (fe veux voir Dieu, V, 4A, p.825). Mientras que el hastío espiritual tiene que ver mucho con el amor propio decepcionado, y es por tanto un vicio de los «ricos», que llegan a sentir toda la «tristeza del mundo», vemos que la esperanza tiene algo que ver con la «pobreza en el espíritu». La gran maestra de la esperanza, en el umbral de este siglo que tanto abunda en desesperación, es Santa Teresa del Niño Jesús. Su «camino filial», su «pequeño camino», nos presenta de manera concreta y viva cómo puede vivirse la virtud de la esperanza.

A la pregunta: ¿Qué camino querría usted mostrar a las almas?, Santa Teresita responde sin vacilar: «El camino del espíritu filial, el camino de la confianza y del total abandono [du total abandonj» (Ultimas conversaciones, 17 de julio de1897).

Una de las «síntesis» más importantes del «pequeño camino» dice así: «Nunca se tendrá excesiva confianza para amar a Dios, que tan poderoso y misericordioso es. De El se obtiene tanto como de El se espera».

Por tanto, la confianza significa: tener una gran opinión de Dios. El presupuesto para ello, según Santa Teresita, es el amor a la propia pobreza: «Jesús lo hace todo, y yo no hago nada» (Cartas a Céline, 6 de julio de 1893). «Aunque yo hubiera realizado todas las obras de San Pablo, yo seguiría sintiéndome como "siervo inútil" (Lc 17,10), pero esto precisamente es para mí un motivo de alegría, porque si yo no tengo nada, entonces lo recibiré todo de nuestro Dios» (Ultimas conversaciones, 23 de junio de 1897). Esto no significa, ni mucho menos, para Santa Teresita que ella debe permanecer puramente pasiva. Ser pobre significa para ella recibir como dádiva toda capacidad y toda acción, incluso el esfuerzo decidido. Esta pobreza la impulsa a buscar la constante unión con Dios: «En realidad, mi confianza no ha quedado nunca decepcionada: Dios Nuestro Señor se ha dignado siempre llenar mi mano, cuantas veces era necesario, para nutrir las almas de mis hermanas» (Autobiografía, Ms. C, 22 y0). Raras veces se vio con tanta claridad con qué decisión se vive la primera bienaventuranza: «Dichosos los pobres en el espíritu, porque suyo es el reino de los cielos» (Mt 5,3), es decir, Dios mismo.

Para terminar, sintetizaré de nuevo —brevisímamente— el pequeño camino: «A Dios le agrada que yo ame mi pequeñez y mi pobreza, la ciega esperanza en su misericordia (l'espérance aveugle en sa miséricorde)... Este es mi único tesoro. ¿Por qué este único tesoro mío no iba a ser también el vuestro?» (Carta a Sor Marie du Sacré-Coeur, 17 de septiembre de 1896).

¡Alabado sea Jesucristo!