LA IGLESIA, PREPARADA

EN LA ANTIGUA ALIANZA

 

 

PRIMERA MEDITACION
día segundo

 

¿De dónde procede el mal?

 

Sin el drama del pecado no se comprende el sentido de la Iglesia. Porque únicamente sobre el trasfondo de la comunión original —rota por el pecado— entre Dios y los hombres, y entre unos hombres y otros, se ve claramente por qué el plan de Dios de hacer que las criaturas participen en su propia vida adquiere la forma concreta de una elección y, con ello, de una selección.

El cardenal Daniélou dice: «El plan de Dios se ve contrariado por la maldad y el pecado. Pero aunque la maldad y el pecado trastornan el plan de Dios, no pueden —ni mucho menos— hacerlo fracasar. Dios, que puso en el Paraíso al primer hombre y a la primera mujer, es decir, que los llevó a su divina felicidad, continúa persiguiendo su fin a través de la tragedia del pecado, introduciendo el sacrificio de su Hijo. El misterio de la creación se convierte en el misterio de la redención mediante ese conflicto entre el plan del amor y la resistencia ofrecida por el mal» (J.     DANIÉLOU, Gebet als Que/le christlichen Hande/ns [Einsiedeln-Friburgo 1994] 123).

La «preparación» de la Iglesia comienza en el momento en que el hombre, por el pecado, perdió la amistad de Dios. «La reunión de la Iglesia es, por así decirlo, la reacción de Dios al caos provocado por el pecado» (CIC 761). Estos caminos de la nueva congregación de la humanidad serán el tema de las meditaciones del segundo día de nuestros ejercicios espirituales. Contemplaremos en primer lugar el drama del pecado originaL y luego las promesas y los caminos del «protoevangelio», la alianza con Noé y, finalmente, la historia de amor de la Antigua Alianza, nunca denunciada por Dios.

Nuestra mirada no se dirigirá sencillamente al pasado, sino también a las dimensiones permanentes de la Iglesia. En efecto, es una misma y única Iglesia la que se fundamenta en la creación, se prepara en la Antigua Alianza y se establece al llegar la plenitud de los tiempos. En la Iglesia, durante todo su camino, siguen estando presentes todos los «estratos» de su progresiva constitución, lo mismo que en la vida del individuo subsisten al mismo tiempo el orden de la creación, el tiempo de la preparación y el tiempo de la plenitud. En las meditaciones de este día nos hallamos, por decirlo así, en el Adviento de /a Ig/esia. Ojalá que estas meditaciones despierten de nuevo en nosotros el anhe/o del Redentor, así como la sensibilidad para ver los signos de Su Adviento en nuestro tiempo, en la vida de los hombres y en la de los pueblos!

 

El misterio del pecado original («peccatum originale»). «Unde malum?», pregunta San Agustín en las Confesiones (Conf 7, 7,11): «¿De dónde viene el mal?» A esta pregunta primordial de la humanidad, ninguna búsqueda y ninguna especulación humana pueden hallar respuesta completa. El «misterio de la iniquidad» (cf. 2 Tes 2,7) no se esclarece sino a la luz del «misterio de la fe» (1 hm 3,16). «Debemos examinar la cuestión del origen del mal fijando la mirada de nuestra fe en el que es su único Vencedor» (CIC 385).

La realidad del pecado original no es accesible a la investigación histórica o a la especulación filosófica. Es una verdad revelada que como tal se sustrae a la experiencia, aunque con su luz se esclarezcan y comprendan mejor muchas experiencias humanas.

La verdadera proporción, todas las dimensiones del pecado original, no podría medirse sino a partir de Cristo. «Es preciso conocer a Cristo como fuente de la gracia para conocer a Adán como fuente del pecado. El Espíritu-Paráclito, enviado por Cristo resucitado, es quien vino “a convencer al mundo en lo referente al pecado” (Jn 16,8) revelando al que es su Redentor» (CIC 388).

El conocimiento de que únicamente en el nombre de Jesús hay salvación y de que El es el Redentor de todos los hombres, es lo que nos hace conscientes de toda la proporción que tienen las consecuencias del pecado original: «de que todos (los hombres) necesitan salvación y que la salvación es ofrecida a todos gracias a Cristo» (CIC 389).

El Catecismo afirma con encarecimiento: «La Iglesia, que tiene el sentido de Cristo (cf. 1 Cor 2,16), sabe bien que no se puede lesionar la revelación del pecado original sin atentar contra el Misterio de Cristo» (CIC 389).

Se trata aquí de un punto decisivo para nuestra fe y para nuestra vida: de la certidumbre de que, por el acto de obediencia de Uno solo, se han visto afectados, sin excepción, todos los hombres que jamás hayan vivido, que viven actualmente o que hayan de vivir; más aún: de que en Uno solo están incluidos todos.

¿Cómo el acto de un so/o hombre puede tener tales consecuencias para todos los hombres? Se trata aquí de los fundamentos de la soteriología cristiana. Si la muerte y la resurrección de Cristo no tienen sólo sentido ejemplar, sino que además son e/ acto de reconciliación divina que abarca todos los tiempos, entonces ese único acto tiene que alcanzar a todos los hombres. ¿Cómo, si no, podremos rezar: «Adorámoste, oh Señor Jesucristo, y bendecímoste, que por tu cruz redimiste a todo el mundo»? ¿O en la Plegaria Eucarística III: «Esta Víctima de reconciliación traiga la paz y la salvación a/ mundo entero»? Se trata de la universalidad de Cristo, de que El es el único Mediador.

Indudablemente, la solidaridad humana no basta aquí para fundamentar la acción de Jesús en favor de todos los hombres. Puesto que Dios le ha constituido Cabeza de la humanidad, puesto que todo «fue creado por medio de él y para él», puesto que «Cristo existe antes que todas las cosas, y todas tienen en él su consistencia» (Col 1,16-17), por eso mismo en el acto de su «obediencia hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8), está incluida toda la humanidad; por eso mismo Dios puede realizar por medio de él el plan de su beneplácito, «a saber, constituir a Cristo en cabeza de todas las cosas» (Ef 1,10), y eso por medio de la Iglesia, que es su cuerpo.

¿Será sencillamente una conclusión teológica el suponer ahora que el acto de desobediencia de un so/o hombre tiene consecuencias de perdición para todos los hombres? ¿Será fundamenta/ismo el suponer que existió un acto rea/ de nuestros primeros padres? Seria fundamentalismo el entender al pie de la letra el lenguaje simbólico de la Biblia. Pero es algo muy distinto el aceptar como válida y verdadera la convicción de fe de la Escritura de que el género humano constituye una so/a familia, de la misma naturaleza y de un origen común (cf. Gén 3,20; 5,1-2; 1 Par 1,1; Sab 10,1; Job 15,7; Edo 49,17; Mal 2,15; Tob 8,6; Hech 17,26). Esta aceptación es un presupuesto para la doctrina del pecado original, así como para la certeza sobre la igual dignidad de todos los hombres.

Ahora bien, para comprender el pecado original se necesita otra idea bíblica fundamental: en los primeros padres, en Adán y Eva, se halla incluido todo el género humano «como el cuerpo único de un único hombre» (Tomás de Aquino; CIC 404). La vocación a la que ellos fueron llamados no es una vocación meramente individual, sino que incluye a todos sus descendientes como a los miembros de un so/o cuerpo. En la «prueba de su libertad» (CIC 396) por el mandamiento divino se hallaba en juego toda la suerte de la humanidad. Por eso, su pecado personal afectó al mismo tiempo a toda la humanidad, conservada en su seno. Por este motivo, todos los hombres llegan al mundo como exules filii Hevae, como desterrados hijos de Eva (Salve Regina). Lo que nuestros primeros padres perdieron, les falta también a todos sus hijos, y a esta falta la llamamos pecado origina/.

La ana/ogía de /a fe podrá ayudarnos a comprender más profundamente el alcance de la vocación de un so/o ser humano para todos los hombres. La anunciación hecha a María fue el instante singularísimo en el que Dios puso en manos de un so/o ser humano todo el peso de la historia de la humanidad. Con grandiosidad, Bernardo de Claraval contempla ese instante en su sermón Missus est ange/us Gabrie/ (IV,8): toda la creación mira con tensión y llena de esperanza a María, le pide que dé su «sí» de asentimiento, del que depende la suerte de todos los seres humanos. Santo Tomás de Aquino añade: «Mediante el anuncio del ángell se esperaba el asentimiento de la Virgen María en representación de toda la naturaleza humana» (loco totius humanae naturae) (S.Th. III, q.3O, al; cf. CIC 511).

El realismo de este instante es seguramente la más acertada analogía de la fe para comprender la vocación de nuestros primeros padres. En María se halla en juego, en toda su concreción histórica, el destino de toda la familia humana.

Tenemos aquí una «ley fundamental» de las obras de Dios, una ley que en la Iglesia tiene un significado rico de consecuencias: Dios llega a través de determinadas personas individuales para alcanzar a todos. Jamás el destino de la humanidad es simplemente el mecanismo ciego de poderes anónimos. Puesto que la creación misma es una herencia destinada para el hombre —un llamamiento del Creador a la libertad de sus criaturas—, el destino de la creación dependerá decisivamente del libre que pronuncien las criaturas. La doctrina del pecado original confirma (juntamente con la doctrina de la redención) que la historia es siempre historia de una libertad que se otorga o que se rehúsa. La doctrina del pecado original es protección segura para la doctrina cristiana de /a /ibertad.

La creencia en el pecado original como un acto libre y real de nuestros primeros padres presupone la existencia real de los mismos. Desde el punto de vista histórico, esa existencia real es inaccesible. La arqueología y la paleontología no darán con ella. El esplendor original de una humanidad vivida en amistad con Dios no es accesible ya a nuestra mirada oscurecida y enturbiada por el pecado original.

En los santos podemos vislumbrar algo de ese esplendor original. Pero no conocemos una humanidad que no lleve las cicatrices del pecado que la afean. María es la única excepción. Tota pu/chra es, Maria, canta la liturgia (¡cómo no pensar en los motetes de Bruckner, de incomparable belleza!). Aquí reside uno de los significados del dogma de la Immacu/ata: en Maria contemplamos, como a través de innumerables generaciones, el rostro de la mujer tal como Dios la creó: Eva, la madre de todos los vivientes. ¿Se hallará aquí una de las razones del irresistible atractivo que María ejerce en todo el mundo?

Por tanto, el dogma del pecado original es de incalculable importancia para toda la estructura de la fe. Sería importante mostrar esto en concreto en diversos ámbitos de la doctrina de la fe. Habría que remitir a la antropología, en el sentido en que la entienden las famosas palabras de Pascal: «Seguramente nada nos causa más intensa extrañeza que esa doctrina. Y, no obstante, sin ese misterio, que es el más incomprensible de todos, seguiríamos siendo incomprensibles para nosotros mismos... Y, así, el hombre sin este misterio es más incomprensible aún que lo incomprensible que le resulta a él este misterio» (Pensées 434). Habría que esclarecer el gran alcance de la doctrina del pecado original para la doctrina social, tal como se hizo en la Centesimus annus n.25: «El orden social será tanto más estable cuanto más tenga en cuenta esta realidad». La desdicha que han traído las ideologías que prometen un paraíso en la tierra lo muestra nuestro «Siglo de los lobos» (como reza el titulo de las memorias de Nadeshda Mandelstam).

Pero hay un aspecto que yo desearía señalar expresamente: la relación interna entre el dogma de/ pecado origina/ y la comprensión de /a Ig/esia. La referencia se la debo a Robert Spaemann:

 El concepto de «pueblo de Dios», revalorizado desde el Concilio Vaticano II, me parece a mí una ayuda indirecta para una nueva comprensión del pecado original. Se ha creado la conciencia de una comunidad de ayuda solidaria, la conciencia de que nadie se debe la salvación a sí mismo.

 Todos nosotros debemos la salvación al sacrificio de Cristo. Todos necesitamos la salvación, porque todos estamos implicados en la culpa. Pero esta implicación colectiva en la culpa no consiste precisamente en que la humanidad sea, por decirlo así, una comunidad solidaria en la culpa, sino —inversamente— en que la humanidad, en virtud de una culpa inicial, ha dejado de ser una comunidad solidaria. «En otro tiempo no erais pueblo» (1 Pe 2,10), dice San Pedro; e Isaías, a quien Pedro cita, dice: «Andábamos todos errantes como ovejas, cada cual por su camino» (Is 53,6).

En efecto, el pecado original no es una cualidad positiva, que cada individuo herede de sus antepasados, sino que es la falta de una cualidad que él habría debido heredar. Esta cualidad que le falta es la pertenencia a una comunidad de salvación. La humanidad no es ya tal comunidad de salvación. Por tanto, el nacer en la humanidad no es el nacer en una comunidad de salvación, en un pueblo de Dios. En una cualidad que hubiera que apropiársela individualmente podríamos preguntarnos por qué esa cualidad no se concede simplemente a una persona porque otra persona la haya malogrado.

Ahora bien, la cualidad de pertenecer a un pueblo de Dios que comunique la salvación no puede transmitírse en absoluto si ese pueblo no existe tampoco en absoluto. Podríamos interpretar el pecado original como el estado de la no pertenencia inicial al pueblo de Dios. La pertenencia al nuevo pueblo de Dios no se realiza por el hecho de nacer en una conexión natural de vida, sino por medio de la fe y del sacramento. El nuevo pueblo de Dios se identifica, sí, potencialmente con la humanidad total, pero de hecho ocurre lo contrario: el pueblo de Dios es segregado de esa humanidad total. Y, así, el apóstol Pedro comienza su sermón con la exhortación: «¡Poneos a salvo de esta generación perversa!» (Hech 2,40) (en SCHÓNBORN­GÓRRES-SPAEMANN, Zur kirchlichen Erbsiindenlebre (Einsíedeln-Friburgo 1991], 63-64).

 Esta interpretación, tan interesante, del pecado original corresponde exactamente a la idea central de la doctrina del Concilio sobre el pueblo de Dios. Comienza con las siguientes palabras:

 En todo tiempo y lugar ha sido grato a Dios el que le teme y practica la justicia (cf. Hech 10,35). Sin embargo, quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre si, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa (LG 9).

 En las siguientes meditaciones iremos recorriendo las «etapas» de esa «formación del pueblo», de esa creación de la fami/ia Dei.

 

¡Alabado sea Jesucristo!