PRIMER DíA

lunes, 26 de febrero de 1996

SCHONBORN

Arzobispo de Viena

El arzobispo de Viena introdujo sus meditaciones con la pregunta que los dos primeros discípulos dirigieron a Jesús: «Rabí ¿ dónde vives?» El les dice:  «Venid y ved» (Jn 1,3 ss). El conferenciante nos hace entrar a nosotros en esa pregunta; nos hace sentir que es también nuestra pregunta. y nos inicia así por el camino que los dos discípulos siguieron para estar con su Maestro y gracias al cual encontraron su morada permanente, aprendiendo a conocerle y, con ello, a conocerse a sí mismos, a conocer la vida verdadera. Era fascinante ver cómo el conferenciante nos mostraba ese camino, con todas sus perspectivas e intuiciones, basándose en el Catecismo de la Iglesia Católica, del que había sido secretario de redacción. La riqueza de ese libro se nos manifestó de manera inesperada. Aprendimos a leerlo de nuevo, y a entenderlo no sólo como un libro didáctico, sino principalmente como un libro para la vida.

 

 

Introducción

 

25 de febrero de 1996, por la tarde

¡Alabado sea Jesucristo!

¡Santo Padre, venerables hermanos en el ministerio episcopal y sacerdotal!

«Dios [es] infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo» (CIC 1).

Con estas palabras comienza el Catecismo de la Iglesia Católica. Con estas mismas palabras comenzaremos los días de ejercicios espirituales. Nos mostrarán el «lugar» adonde el Señor nos invita a dirigirnos en estos días, y donde hemos de encontrar "el lugar dc su reposo» (cf. Heb 4 11). «Maestro, ¿dónde vives?» —tal fue la pregunta de los primeros discípulos en aquel día inolvidable en que ellos por primera vez se encontraron con Jesus-- \ el se volvió, los miró y les preguntó: "¿Qué que buscáis?" (Jn 1,38). «"Maestro. ¿dónde vives? les respondió: "¡Venid y ved!" Se fueron con el vieron dónde vivía y pasaron aquel día con él. Eran como las cuatro de la tarde» (Jn 1 8,38-39) Incluso a edad avanzada el discípulo aquel a quien amaba recordaba muy bien aquel encuentro: "eran como las cuatro de la tarde». Desde aquella primera bora comenzó una comunidad un comunión de vida con él; comenzo la Iglesia. Pues  ¿qué es la Iglesia sino una "comunión de vida con Jesucristo" (como dice la la Catechesi tradendae; el ( cf. CIC 426)? Comenzó

 

 

Introducción

 

 

25 de febrero de 1996, por la tarde

 

¡Alabado sea Jesucristo!

 

¡Santo Padre, venerables hermanos en el ministerio episcopal y sacerdotal!

«Dios [es] infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo» (CIC 1).

 

Con estas palabras comienza el Catecismo de la Iglesia Católica. Con estas mismas palabras comenzaremos los días de ejercicios espirituales. Nos mostrarán el «lugar» adonde el Señor nos invita a dirigirnos en estos días, y donde hemos de encontrar "el lugar dc su reposo» (cf. Heb 4 11). «Maestro, ¿dónde vives?» —tal fue la pregunta de los priineros discípulos en aquel día inolvidable en que ellos por primera vez se encontraron con Jesus-- \ el se volvió, los miró y les preguntó: "¿Qué que buscáis?" (Jn 1,38). «“Maestro. ¿dónde vives? les respondió: “¡Venid y ved!” Se fueron con el vieron dónde vivía y pasaron aquel día con Él.

Sería como las cuatro de la tarde» (Jn 1 8,38-39) Incluso a edad avanzada el discípulo aquel a quien amaba recordaba muy bien aquel encuentro: como las cuatro de la tarde». Desde aquella primera hora comenzó una comunidad un comunión de vida con él; comenzo la Iglesia. Pues  ¿qué es la Iglesia sino una "comunión" de vida con Jesucristo" (como dice la la Catechesi tradendae; el ( cf. CIC 426)?

Comenzó la Iglesia cuando Juan el Bautista se dirigió a «dos de sus discípulos» que estaban a su lado e hizo que se fijaran en Jesús: «Vio a Jesús que pasaba por allí, y dijo: “¡Este es el Cordero de Dios”» (Jn 1,35-36). El encuentro con él y, de este modo, el comienzo de la comunión de vida con él, que es precisamente a lo que llamamos la «Iglesia», tuvo un largo período de preparación. Fueron precisos muchos siglos «para que Dios y el hombre se habituaran el uno al otro», como dice San Ireneo (CIC 53), hasta que por fin llegó la hora.

Como sucede en todo el Evangelio de San Juan, se entrecruzan lo visible y lo invisible, lo celestial y lo terreno: «¿Dónde vives?» Es la sencilla pregunta de dos hombres jóvenes, algo apurados, que no saben cómo entablar conversación. Y, no obstante, en esa pregunta se escucha toda la búsqueda de la humanidad, la pregunta que interroga por Aquel con quien los humanos tuvieron una vez una relación íntima, que luego perdieron: «Maestro, ¿dónde vives?» Y el anhelo que se expresa en esta pregunta es ya el llamamiento que hace Aquel que, por su parte, desde el primer pecado, llama al hombre y le pregunta: «Adán, ¿dónde estás?» (Gén 3,9).

Y de esta manera, en la mirada retrospectiva del anciano apóstol, esa primera hora adquiere todo el peso del misterio del comienzo: no sólo del primer momento del encuentro, en sentido temporal y cronológico, sino también del origen de ese encuentro en aquel principio en que Dios creó el cielo y la tierra (Gén 1,1); más aún: en sentido más profundo todavía, en aquel principio en el que érase la Palabra, y la Palabra érase con Dios, y la Palabra era Dios y sigue siendo Dios (Jn 1,1).

La hora del primer encuentro aparece para el anciano apóstol a la luz de este principio de este origen, que es el misterio más íntimo de Dios. Allí comenzó el camino de la intimidad con Jesús, el camino por el que Juan y los demás que se añadirían pronto serían conducidos por Jesús mismo al lugar más interior, donde El habita. De este lugar puede decir Juan a la luz clara de la fe pascual: «A Dios nadie lo vio jamás; el Hijo único, que es Dios y que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer» (Jn 1,18). En este «lugar de su reposo», en el seno del Padre, introducirá Jesús a los demás. De allí viene Jesús. El es el único que revela al Padre (Jn 1,18). Y la revelación que el Hijo Unigénito nos trae desde el corazón del Padre dice así: «Padre..., la vida eterna consiste en esto: en que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, tu enviado» (Jn 17,3).

Allí, en el corazón del Padre, no sólo reposa el Hijo; de allí procede el decreto de la creación, el plan de la comunión que se llama y es la Iglesia.

Todo esto se halla aún oculto en esa primera hora del encuentro. ¿Qué habló Jesús con ellos cuando «pasaron aquel día con él»? (Jn 1,39). Es curioso que Juan guarde silencio sobre ello a pesar de ser el evangelista que, como ningún otro, transmite las palabras más íntimas de Jesús a sus discípulos (Jn 13-17). Este primer encuentro se guarda como un misterio en su corazón. Y, no obstante, es como si todo lo que sucedió más tarde se encontrara ya oculto en el misterio de esa hora.

Lo decisivas que fueron las horas pasadas con Jesús lo vemos por lo que ocurrió al día siguiente: Andrés lleva a Simón a donde estaba Jesús:

«Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1,41). Y un día después Natanael dice a Jesús: «Tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel» (Jn 1,49).

 

El Concilio dice que la Iglesia

1.     «estuvo prefigurada ya desde el origen del mundo»;

2.     «estuvo preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza»;

3.     «se constituyó en los últimos tiempos»;

4.     «se manifestó por la efusión del Espíritu»;

5.     «llegará gloriosamente a su plenitud al final de los siglos» (LG 2; CIC 759).

Cada uno de los cinco días de nuestros ejercicios espirituales estará dedicado a una de esas etapas. Recurriremos constantemente al Catecismo de la Iglesia Católica. Este expresará, según palabras del Santo Padre, «la sinfonía de la fe» (constitución apostólica Fidei depositum, 2), y precisamente de este «acorde de todas las notas», y de esta visión conjunta de todas las partes, se tratará en las meditaciones: «En la lectura del Catecismo de la Iglesia Católica se puede percibir la admirable unidad del misterio de Dios, de su designio de salvación, así como el lugar central de Jesucristo, Hijo único de Dios» (ibid., 3).

No en vano el Santo Padre, en Pastores dabo vobis (n.62), recomienda a los seminaristas el estudio del Catecismo para que tengan una visión de conjunto de la doctrina de la fe. En los ejercicios espirituales, el Catecismo será para nosotros una ayuda, a fin de que nuestra fe se consolide escuchando y acogiendo lo que nos dice nuestra Madre la Iglesia (de la que seguimos siendo hijos, incluso en nuestro oficio como pastores). El Catecismo dice: «Como una madre que enseña a sus hijos a hablar, y con ello a comprender y a comunicar, la Iglesia, nuestra Madre, nos enseña el lenguaje de la fe para introducirnos en la inteligencia y la vida de la fe» (CIC 171).

 

Pero, para terminar, volvamos de nuevo a la primera frase de nuestra introducción, a la primera frase del Catecismo:

«Dios (es) infinitamente Perfecto y Bienaventurado». La primera palabra del Catecismo es Dios. La primera afirmación del Catecismo es, diría yo, una exclamación de júbilo: «Dios es infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo». En esta primera y fundamental confesión de fe se escucha ya la adoración: Dios es infinitamente digno de ser adorado. Para alabarlo no hace falta ninguna justificación. El es infinitamente digno de alabanza. Sin embargo, esta alabanza no puede añadirle nada. A El nada le falta; Dios es en sí mismo infinitamente Bienaventurado. Meditar en El, alabarle, adorarle: para todo esto El es la razón suficiente.

El P. Reginald Garrigou-Lagrange pronunciaba todos los sábados una conferencia pública en el Aula Magna del Angelicum de Roma. Asistían a ella muchos seglares, incluso muchos seglares de la ciudad. Un sábado el padre iba a comenzar su conferencia. La primera palabra fue «Dios». El conferenciante la pronunció y guardó silencio. Al cabo de un rato volvió a comenzar, pero, al repetir la palabra «Dios», no pudo decir ya nada más. Todos aguardaban en tenso silencio. Al cabo de un rato, el conferenciante cerró su libro, se levantó y se fue... El testigo ocular que me contó esta anécdota (y que todavía vive) terminó su relato diciendo: «Fue la más impresionante lección de teología que jamás he escuchado».

Puesto que Dios es en sí mismo infinitamente bienaventurado y perfecto, por esta razón, y por esta sola razón, todo lo que El hace lo hace «por pura bondad», por amor. Nada le fuerza a hacerlo. El no necesita de nosotros para realizarse. Sólo Dios ES (CIC 212). Nunca podremos comprender exhaustivamente lo que El es: «Si lo comprendieras, no sería Dios» (5. AGUsTÍN, Serm. 52,6,16; CIC 230). Sin embargo, participaremos en su bienaventuranza. Para esto fuimos creados:

«En un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada». Lo que se afirma a continuación en el número 1 del Catecismo es como el resumen de todo el curso de nuestros ejercicios espirituales: «Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, está cerca del hombre. Le llama y le ayuda a buscarlo, a conocerle y a amarle con todas sus fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia: la Iglesia. Lo hace mediante su Hijo, que envió como Redentor y Salvador al llegar la plenitud de los tiempos. En El y por El llama a los hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción y, por tanto, los herederos de su vida bienaventurada» (CIC 1).

 

lux, beata Trínitas et principalis Unítas, jam sol recedit igneus: infunde lumen cordibus!

[Oh Luz bienaventurada, Trinidad y Unidad primordial, ahora que va poniéndose el sol, derrama tu luz en nuestros corazones!]

 

Así oramos en el himno de vísperas del domingo del tiempo ordinario. Al atardecer de este día oremos al Dios Trino y Uno para que en estos ejercicios espirituales infunda en nuestros corazones aquella Luz que es El mismo: O lux, beata Trinitas!