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San Benito: la economía racional

Muy a pesar de quienes, pretenciosamente en nombre de Dios, han venido a llamar lo material a los bienes de la tierra con la intención de contraponerlo a lo espiritual, —como si la realidad humana fuera divisible—, la economía, entendida como la producción y administración de los recursos, bienes y servicios dirigidos a satisfacer las necesidades humanas, ha sido y es parte toral de la vida del hombre y de la sociedad. Así lo ha entendido la Sagrada Escritura desde aquel: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla...» (Gn 1,27-30), hasta las líneas de pensamiento económico del Nuevo Testamento que tienen como eje las reflexiones de Jesús de Nazaret, entre las que destaca una parábola acuciante: el propietario de una viña contrata trabajadores para la vendimia; los primeros son apalabrados a eso de la 6 de la mañana por un denario —cantidad considerada entonces como el salario de un jornalero agrícola—, y los otros entre las 9 de la mañana y las 5 de la tarde. Al final de la jornada todos los trabajadores reciben un denario: así los que comenzaron temprano como los que solamente trabajaron una hora (Mt 20,1-16). De donde se infiere que para Jesús de Nazaret el salario se fija en función del hombre y del trabajo y no de la productividad de la empresa. Se trata, pues, de poner la economía al servicio hombre, de considerar al hombre como el parámetro de la actividad económica.

Esta racionalidad económica propuesta por Jesús de Nazaret en nombre de su querido Padre y que es parte programática de su proyecto, el Reino de Dios, encontró en el siglo VI una glosa excepcional: la Regla de San Benito (RB).

La figura de Benito de Nursia emerge en la Roma de los siglos V y VI, tiempos de crisis en torno a la caída del Imperio Romano (476 d.C.), dentro de una sociedad en franca descomposición: la economía del imperio resiente las brutales cargas impositivas para el sostenimiento del ejercito y de la burocracia del Estado, a más de la concentración de la propiedad de la tierra que entorpece el uso de técnicas intensivas de cultivo amén de producir un pequeño grupo urbano de propietarios enriquecidos y dedicados al consumo suntuario —con todos los vicios que esta perversión económica ha producido a lo largo de la historia— frente a una mayoría de campesinos depauperados. Si a lo anterior se añade que el control del aparato de gobierno está en manos de militares sin experiencia administrativa, el derrumbe socioeconómico es el correlato necesario. La Iglesia, unida, o más bien fundida, al Imperio por Constantino desde el Edicto de Milán (313 d.C.), participa, en gran parte, de este estado de cosas.

En gran parte pero no totalmente, ya que de la Iglesia honesta con el Evangelio nace la respuesta racional que enfrenta la irracionalidad arriba descrita con una organización religiosa, social y económica: el Monacato Benedictino, inscrito en la historia del monacato cristiano que tiene como constante el ser una instancia crítica tanto de la sociedad como de la Iglesia al proponer una realidad alternativa que proporciona al hombre las condiciones —circunstancial y temporalmente negadas por la sociedad y por la Iglesia— para ser dignamente humano y honestamente cristiano.

Así, Benito concibe la comunidad monástica como una unidad social autónoma y autárquica: «Si es posible, el monasterio ha de construirse en un lugar que tenga todo lo necesario, es decir, agua, molino, huerto y los diversos oficios que se ejercitaran en su recinto, para que los monjes no tengan necesidad de andar por fuera...» (RB 66). Esta organización del monasterio privilegia el trabajo como un valor económico humano y cristiano: «...porque así son verdaderamente monjes, cuando viven del trabajo de sus manos, como nuestros Padres y los apóstoles.» (RB 48 y 50). Y es en el contexto del trabajo donde Benito inscribe la oración y el estudio —“Ora et labora”— en un ambiente de sobriedad, por cierto, donde el uso de los bienes materiales es regulado con un extraordinario sentido de equilibrio y siempre en relación con la armonía de la sociedad monástica. Así pues, frente a la irracionalidad económica Benito propone, no la pobreza o la carencia, sino el trabajo y la sobriedad.

Es la sobriedad, o sea el uso mesurado e inteligente de los bienes materiales, el criterio para el vestido: «Ha de darse a los hermanos la ropa que corresponda a las condiciones y al clima del lugar en que viven [...] No hagan problema los monjes del color o de la tosquedad de ninguna prenda porque se adaptarán a lo que se encuentre en la región donde viven o a lo que pueda comprarse más barato. Pero el abad hará que lleven su ropa a la medida...»  (RB 55); para la comida: «Creemos que es suficiente en todas las mesas para la comida de cada día... con dos manjares cocidos, en atención a la salud de cada uno, para que, si alguien no puede tomar de uno, coma del otro [...] Cuando el trabajo sea más duro, si el abad lo juzga conveniente, podrá añadir algo más [...] pensamos que es suficiente una hemina de vino... Mas si, por las circunstancias del lugar en que viven, o por el trabajo, o por el calor del verano, se necesita algo más, lo dejamos a la discreción del superior...» (RB 39, 40); para los objetos de uso personal: «Por eso, para extirpar este vicio de la propiedad, dará a cada monje lo que necesite; o sea, cogulla, túnica, escarpines, calzado, ceñidor, cuchillo, estilete, aguja, pañuelo y tablillas; y así se elimina cualquier pretexto de necesidad» (RB 55); para el cuidado de los instrumentos de producción: «El abad elegirá hermanos... para encargarles los bienes del monasterio en herramientas, vestidos y demás enseres [...] Tenga el abad un inventario de todos estos objetos» (RB 32).

Todo lo anterior viene aunado al sentido de equidad, absolutamente necesario para convivencia social sana: «Está escrito: “Se distribuía todo según lo que necesitaba cada uno”. Pero con eso no queremos decir que haya discriminación de personas, ¡no lo permita Dios!, sino consideración de sus flaquezas. Por eso, aquel que necesite menos, dé gracias a Dios y no se entristezca; pero el que necesite más, humíllese por sus flaquezas y no se enorgullezca de las atenciones que se le prodigan. Así todos los miembros de la comunidad vivirán en paz...» (RB 34).

Con todo, el monasterio benedictino no pretende estar aislado del exterior sino guardar una relación críticamente distante: se prevé el trabajo lejos del monasterio: «Los hermanos que trabajan muy lejos y no pueden acudir al oratorio a las horas debidas [...] celebren el oficio divino en el mismo lugar donde trabajan [...] Igualmente, los que son enviados de viaje, no omitan el rezo de las horas prescritas, sino que las celebrarán como les sea posible...» (RB 50), y la necesidad de salir fuera: «El hermano que sale enviado para un encargo cualquiera y espera regresar el mismo día al monasterio...» (RB 51) o salir de viaje: «Los monjes que van a salir de viaje se encomendarán a la oración de los hermanos y del abad, y en las preces conclusivas de la obra de Dios se recordará siempre a todos los ausentes...» (RB 67), para lo cual se dispone, incluso, vestimentas especiales: «Los que van a salir de viaje recibirán calzones en la ropería y los devolverán, una vez lavados, cuando regresen. Tengan allí cogullas y túnicas un poco mejores que las que se usan de ordinario para entregarlas a los que van de viaje y devuélvanse al regreso» (RB 55).

Pero lo que resulta particularmente interesante es la relación económica de mercado entre el monasterio y la sociedad regulada a partir únicamente de los excedentes de producción y de las necesidades reales, tanto del monasterio como de la sociedad, y no de las demandas del mercado: «Si hay que vender las obras de estos artesanos [del monasterio], procuren no cometer fraude aquellos que hayan de hacer la venta. Recuerden siempre a Ananías y Safira, no vaya a suceder que la muerte que aquéllos padecieron en sus cuerpos, la sufran en sus almas ellos y todos los que cometieron algún fraude con los bienes del monasterio. Al fijar los precios no se infiltre el vicio de la avaricia, antes véndase siempre un poco más barato que los que puedan hacerlo los seglares “para que en todo sea Dios glorificado”» (RB 57).

De todo lo anterior resulta interesante subrayar algunas cuestiones. Ante todo no hay, como indiqué al principio, el más mínimo rastro de lo que posteriormente vino a entenderse como pobreza evangélica o bien, como la virtud de la pobreza: lo que opone Benito al dispendio de la sociedad y de la Iglesia de su tiempo es la sobriedad, no la carencia. Y es que de suyo la pobreza como ideal cristiano, más que derivado del Evangelio pertenece a una cierta corriente de pensamiento cristiano de las Iglesias de oriente, retomado en la edad media por grupos socioeconómicamente marginados para justificar sus protestas —más que razonables— en contra de la riqueza de la Iglesia y de la desigualdad en la sociedad, pensamiento que encontrará su mejor expresión en Francisco de Asís. Es entonces, insisto, la sobriedad la tónica de la regla benedictina en el uso y la relación con los bienes y las cosas.

El otro rasgo que hay que resaltar es la revaloración del trabajo productivo —entonces manual, de preferencia—, al que Benito entiende como una continuidad con la praxis histórica de la Iglesia refiriéndose a “nuestro Padres” en clara alusión a los primeros monjes de la Iglesia que trabajaban para ganarse la comida además de para agasajar a sus huéspedes y compartir algo con los necesitados, y a los apóstoles en mención implícita a San Pablo que se jactaba de no haber sido mantenido por ninguna de las comunidades por él fundadas gracias a su trabajo de tejedor de ¿cestas? ¿tiendas?, o lo que fuere. Es el hecho que el capítulo 48 de la Regla se dedica de una manera pormenorizada a organizar el trabajo del monasterio según los distintos tiempos del año. Más que evitar la “ociosidad como enemiga del alma”, como reza el principio del capítulo en cuestión, parece que a Benito le preocupa que sus monjes en nada se parezcan a los llamados monjes giróvagos, a los que se refiere en el capítulo I de la regla, monjes parásitos respecto a los cuales Benito prefiere callar que hablar.

Además es por el trabajo como ha de alcanzarse la autonomía económica propia de el estilo de ser cristiano que propone la Regla: Benito sabe —como lo sabe cualquiera que lea el Evangelio— el costo que supone vivir de bienhechores o la contradicción que implica vivir de rentas, como lamentablemente acabó sucediendo con la mayoría de los monasterios que pretenden vivir según la regla benedictina —y, en términos generales, las comunidades de lo que hoy se entiende como vida religiosa— y terminan dedicados a halagar a los llamados bienhechores o a emprender negocios altamente lucrativos —así sean instituciones educativas, hospederías degeneradas en hoteles, tiendas de souvenirs religiosos o, peor, tierras dadas en aparcería— en franca negación de la tradición monástica que Benito quiso regular: ¡resulta evangélicamente imposible hacer de la oración y el estudio el centro de la vida y volcarse al mismo tiempo a la satisfacción de los caprichos de gente adinerada o a la administración de empresas!

De allí que Benito prevea con minuciosidad la satisfacción de las necesidades humanas de lo que hoy podría considerarse un miembro de la clase media: tener lo necesario por medio del trabajo propio para nada desear y disponer del tiempo con libertad soberana para construir una sociedad paradigmática al servicio del mundo y de la Iglesia.

Por último, vale enfatizar lo que podría llamarse la relación de mercado entre el monasterio y el resto de la sociedad (RB 57), asunto que cobra particular interés en estos tiempos de neoliberalismo económico.

Aceptando la bondad intrínseca del mercado como la forma de intercambio de productos para la complementación subsidiaria en la economía de cualquier sociedad, la propuesta de la Regla de San Benito viene a cobrar una actualidad impresionante al concebir el monasterio como una unidad de producción con dimensiones humanas orientada, fundamentalmente, al consumo interno que subordina las relaciones de mercado a los excedentes de la producción agrícola y del trabajo artesanal con la posibilidad —magnífica por cierto— de ser un ente regulador de precios al buscar no la ganancia propia sino el beneficio de aquellos que adquieran los productos del monasterio.

Y es que, ya en el siglo VI o en el mismísimo siglo XXI, la oferta de productos con demanda en el mercado a precios más bajos que los fijados por el mercado mismo, puede ser el detonante que haga explotar la estructura de ganancias inhumanas, y por consiguiente inmorales, e iniciar un proceso de humanización —o mejor, de cristianización— de la actividad económica poniendo por encima de lucro y las utilidades el valor del trabajo con sentido solidario: la cita añadida de la primera carta de san Pedro (4,11) que alude a la glorificación de Dios en los asuntos de mercadeo remite ¡qué duda cabe! a la sensibilidad cristiana de Benito con relación a la economía.

Quede, pues, lo arriba escrito como un testimonio breve de la potencia de la Regla de san Benito: de su calidad privilegiada como glosa del Evangelio, de su capacidad de inspiración para una praxis cristiana en un sentido concreto, y de su intensidad humana como signo de interrogación para la Iglesia y el mundo, amén de ser una invitación urgente a quienes se llaman hoy a si mismos hijos e hijas de San Benito —monjes y monjas benedictinas— a retomar los rasgos que les permitieron ser, durante siglos, los enclaves de cristianismo y civilidad que mantuvieron los referentes con los que se construyó lo que hoy conocemos como cultura occidental, a la que usted y yo pertenecemos y que nos permite leer una y otra vez el Evangelio de Jesucristo y soñar y pensar y trabajar por construir una economía racional al servicio del hombre y de la sociedad: no del dinero y del mercado.

                                                                 

Francisco de Asís: la solidaridad

En pocos momentos de su historia la Iglesia estuvo más cerca del poder y del dinero como en el siglo XIII: la doble tentación común a todos los hombres de todas las épocas, contra la que Jesús de Nazaret instruyó a los suyos repetidamente, cuyas consecuencias Santiago, obispo de Jerusalén, denunció en su carta para los cristianos de la primera hora y que Pablo criticó en más de una ocasión cuando algunas comunidades se conducían de acuerdo a estos que vienen a ser los antivalores cristianos por antonomasia.

Gracias al aumento de la productividad y del valor nutritivo de los alimentos, los excedentes de la producción agrícola durante los siglos X, XI y XII permitieron mantener, en el siglo XIII, una vida urbana creciente con una población dedicada a la industria, entendida ésta como la producción artesanal organizada, y al comercio como actividad económica intensiva. Estas dos actividades, industria y comercio, si no nuevas sí organizadas, produjeron un estamento social emergente: la burguesía en el sentido etimológico del término, caracterizada por el control cada vez mayor de la economía por su capacidad de concentrar la riqueza que, a su vez, comienza a cuantificarse por la moneda corriente.

Paralelamente, la Iglesia, como institución, se consolida y se fortalece al punto de ser el Estado más poderoso en términos económicos sobre los estados vasallos que le rinden tributo con base en la institución del diezmo y en el aumento de la fiscalidad, o sobre los estados independientes a los que se enfrenta con todo el peso moral de una legislación más que oportuna capaz de fijar normas canónicas no sólo sobre el matrimonio sino también sobre el mercado y el crédito.

El correlato histórico a la concentración de la riqueza —en las manos que sean— es el surgimiento o la expansión de un sector depauperado en la sociedad. Y aquí se impone una precisión: desde el punto de vista del Dios de los cristianos, i.e., desde la óptica de la Sagrada Escritura, no existen el hombre o la sociedad pobres; existen, sí, el hombre y la sociedad depauperadas por el expolio de otros hombres y otras sociedades en flagrante violación a la voluntad de Dios. Es así que la llamada brecha entre la pobreza extrema y la riqueza no es más que un eufemismo diabólico para nombrar el pecado personal y social de la injusticia.

Y es justamente en este punto donde se da la experiencia cristiana de Francisco de Asís, —experiencia, por cierto, eminentemente urbana—. Los rasgos biográficos y anecdóticos de Francisco son lo bastante conocidos como para detenerse en ellos; intento, por consiguiente, una aproximación al significado de los mismos. La decisión de Francisco por Jesucristo y el Evangelio se traduce en la solidaridad con los desposeídos de su entorno al ser capaz de mirar al mismo Cristo en cada uno de ellos. Ahora bien, en la medida en que se profundiza la experiencia cristiana de Francisco tiende a radicalizarse su solidaridad, al punto de pasar de las obras de caridad a fundir literalmente su vida con la vida de los depauperados y con el ambiente natural, con un respeto extraordinario por los animales y las plantas con los que también se hermana. Esta radicalización de la experiencia cristiana de la solidaridad tuvo consecuencias necesarias: la primera de ellas es la ruptura de Francisco con su medio socioeconómico, con su familia y particularmente con su padre, comerciante él y por tanto beneficiario de la economía de mercado, en un ejercicio de congruencia con su lectura y su intelección del Evangelio; la segunda fue la inquietud de la institución eclesiástica, implícitamente cuestionada y criticada por Francisco aun sin proponérselo, que lo presiona a formar una orden religiosa y a abrazar el estado clerical que Francisco nunca busca pero que, finalmente, acepta por fidelidad y honestidad con la Iglesia.

Con todo, la fuerza y la intensidad de la solidaridad cristiana de Francisco con los menesterosos no se ve menguada en modo alguno ya que ésta no se trata de un discurso ideológico sino de una praxis que sigue muy de cerca el itinerario vital de Jesús de Nazaret. Y es que en tanto praxis cristiana, la solidaridad de Francisco no se limita a una crítica verbal a la sociedad y a la Iglesia de su tiempo sino que suscita una experiencia de inclusión en los indigentes excluidos, inclusión no tanto a las instancias que les niegan la dignidad y los convierten en prescindibles e invisibles cuanto a la esperanza y a la experiencia de la posibilidad de una sociedad y una Iglesia construidas con base al Evangelio de Jesucristo, i.e., a la medida del hombre y de lo humano. Se trata, pues, de la inclusión en una tercera realidad, contextuada por el respeto a la ecología, que remonta, en el nombre de Dios y de la dignidad humana, las realidades de la rapiña y de la miseria.

Si la intuición cristiana de solidaridad de Francisco de Asís fue una alternativa a las circunstancias religiosas, sociales y económicas de su época, en tanto que enraizada en el Evangelio y en el hombre resulta una pregunta que escuece al tiempo actual en el que riqueza y miseria a nivel nacional y mundial insultan hasta la sensibilidad más embotada y embrutecida.

Así, sin caer en la ingenuidad de pretender que las instituciones religiosas, sociales y económicas reproduzcan el paradigma de Francisco, habrá que plantear a las tales instancias la urgencia de la solidaridad con los desposeídos, al menos como vinculación de intereses para hacer causa común por la justicia, traducida, como mínimo, en una política financiera transparente tanto en la obtención como en el gasto de los recursos —tanto del Estado como de la Iglesia—, en el esfuerzo de inventar un sistema de producción respetuoso de los límites ecológicos —un desarrollo sustentable y limitado por el respeto a la vida del planeta—, y, sobre todo, en la implementación de los mecanismos que sean necesarios para la redistribución equitativa de la riqueza, al costo que haga falta y asumiendo las consecuencias sociales y políticas que sean.

 

 Domingo de Guzmán: la inteligencia vs. la ideologización

Si bien en su raíz la palabra herejía se refiere, de manera amplia, a la creencia a la que el hombre llega por sí mismo, dentro de los hechos y a lo largo de la historia el término ha servido para significar la “posición que se aparta de los principios aceptados en cualquier cuestión, ciencia o arte” según la segunda acepción del Diccionario de uso Clave. En la esfera de lo cristiano la herejía, como disensión y apartamiento de la comunidad y de las ideas que la unen, ha sido una constante tanto intelectual como práctica. Sin embargo, como todo lo humano, a pesar del tinte peyorativo del término y de su indudable sentido desgarrador, suele tener en su origen un aspecto de inconformidad con lo establecido, un cierto matiz de búsqueda y una buena dosis de actitud crítica.

Con todo, una aproximación actual al fenómeno de la herejía no puede ignorar que, en su meollo, hay un reduccionismo intelectual que degenera en una ideologización, i.e., una implantación excesiva, y por ende parcial, de cualquier ideología. Sobra apuntar que este reducionismo intelectual se traduce en una percepción empobrecida de la realidad, percepción que va a determinar tanto el discurso como la praxis en relación con la misma. Praxis y discurso ideologizados son las características contemporáneas de la herejía, que como tal goza de cabal salud, y que permiten un acercamiento al siglo XIII, a la herejía albigense y a la respuesta de Domingo de Guzmán.

En efecto, en el siglo XIII, se habían concentrado en el sur de Francia los seguidores de la doctrina de los cátaros, que desde el siglo III habían recorrido la historia y la geografía europea bajo las variantes de novacianos, paulicianos, bogomilos, y ya en el siglo XI al norte de Italia, como patarinos de donde pasaron al Languedoc francés como albigenses. La doctrina cátara albigense hace suyo el tema dualista maniqueo entendiendo a Jesucristo como el dios del bien en contraposición a Satán, el dios del mal. Rechazan lo material como pernicioso, se dividen en perfectos y creyentes aun cuando éstos últimos pueden tener acceso a la perfección después de un período de iniciación y por medio del “consolamentum” o bautismo del Espíritu Santo por medio de la imposición de las manos. Por último, sostienen que la Iglesia, por su posesión enorme de bienes materiales, es la representación de Satán y debe ser abolida. No se necesita un gran esfuerzo para suponer que el resorte de estos movimientos es el abuso escandaloso de la riqueza y la corrupción de algunos sectores de la Iglesia que, a su vez, participan en la desigualdad y la inequidad social y económica, e incluso la fomentan justificándola.

Es, pues, la injusticia y la inequidad social y económica el caldo de cultivo óptimo para ésta ideologización de la pobreza. Así, aunque la estructura ideológica de la herejía cátara resulte compleja —ya en el siglo XIII ya en el XX o XXI—, al permear sectores sociales más amplios y depauperados se reduce al rasgo de la pobreza idealizada y contrapuesta a la riqueza, con la que hay que acabar, aún a costa de renunciar al derecho legítimo de acceder a los bienes materiales. Y es que ante la imposibilidad de obtener lo justo, solo queda la defensa psicológica que sublima un estado infrahumano proponiéndolo como paradigma derivado y apoyado en una intelección interesada del Evangelio y, por ende, de la voluntad de Dios. Lo anterior supone hacer caso omiso a la lectura inteligente de la Escritura donde, de mil modos claros y explícitos, se condena a la desigualdad económica, a la pobreza pues, como una situación humana que viola de manera flagrante la intención del Creador. De modo y manera que si Jesús de Nazaret declara felices a los pobres es únicamente en cuanto propietarios del Reino de Dios (Lc 6,20), y no pertenece ni a las exégesis ni a las teologías contemporáneas el descubrimiento de que ese Reino se ha iniciado ya en la historia, i.e, en la realidad social, económica y religiosa del aquí y del ahora (Lc 4,14-21).

Y es justamente la comprensión de la Buena Noticia de Jesús de Nazaret lo que provoca en Domingo de Guzmán la decisión de combatir la ideologización del cristianismo con la inteligencia del Evangelio. Para esto, Domingo nacido y formado en España, se traslada al Languedoc, cerca de Touluse, en el corazón del pensamiento albigense, e inicia una predicación que basa su eficacia en la adopción del método propuesto por Jesús de Nazaret a los suyos: “Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis. No os procuréis oro, ni plata, ni calderilla en vuestras fajas; ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; porque el obrero merece su sustento. En la ciudad o pueblo en que entréis, informaos de quién hay en él digno, y quedaos allí  hasta que salgáis. Al entrar en la casa, saludadla. Si la casa es digna, llegue a ella vuestra paz; mas si no es digna, vuestra paz se vuelva a vosotros. Y si no se os recibe ni se escuchan vuestras palabras, salid de la casa o de la ciudad aquella sacudiendo el polvo de vuestros pies (...) Mirad que yo os envío como ovejas en medio de lobos. Sed, pues, prudentes como las serpientes, y sencillos como las palomas.” (Mt 10,7-16; cf. Mc 6,7-13; Lc 10,2-12). Y es que la verdad —cualquier verdad, sea religiosa, científica, social etc.— exige una manera de experiencia y un modo de transmisión tan sobrio como dispuso Jesús de Nazaret que se anunciara el Evangelio: lo contrario pone en riesgo su credibilidad.

Así pues, la genialidad de Domingo consiste en oponer la praxis de la sobriedad a la ideologización de la pobreza, a diferencia de sus contemporáneos que pretenden convertir a los albigenses apoyados en la riqueza y el poder que caracterizan entonces al sector pensante de la Iglesia.

Al organizar Domingo la Orden de Predicadores, modificando la regla benedictina en función del trabajo de predicación inserto en la sociedad, aporta a la Iglesia y la mundo una plataforma ad hoc para el desarrollo del trabajo intelectual: así en los inicios fundacionales dos de las primeras comunidades de la Orden se asentaron en París y Bolonia, junto a las más prestigiosas universidades de la época, de las que pronto formaron parte. Esta plataforma continúa vigente hoy: de eso dan cuenta los trabajos de teólogos tales como M. Chenú y E. Schillebeeckx, de exégetas tales como R. de Vaux y P. Benoit y de instituciones como la École Biblique et Archéologique Française de Jerusalén que, amén de muchos trabajos de la más alta erudición en torno a la Biblia, ha producido la versión crítica de la Sagrada Escritura, conocida como Biblia de Jerusalén, la más importante quizás en la historia de la Iglesia.

Para una sociedad donde la verdad política y económica depende cada vez más de la sofisticación de los medios y para una Iglesia que parece confiar más en los recursos técnicos que en el Evangelio, la sobriedad intelectual de Domingo de Guzmán queda como una instancia fuertemente crítica y cuestionante.

 

 

Vicente de Paúl: la conciencia de servicio

Que es para satisfacer el egoísmo propio, que más bien es una expresión de culpabilidad, que únicamente se busca el reconocimiento social, que se trata de una forma de justificar lo que se tiene y como se ha llegado a tenerlo ó que es un rasgo inherente a la condición humana, lo cierto es que —por los motivos que fueren y que corresponde estudiar a psicólogos o filósofos, si los hay—, la conciencia y el impulso de servicio a quienes nada tienen, está presente en los hombres de todos los tiempos y todas las culturas. Éste impulso suele entenderse como una tendencia asociada a la religiosidad: así la compasión propia del budismo, las buenas obras u obras de la ley del judaísmo, el concepto de caridad en el cristianismo, la limosna en el islamismo; sin embargo, a partir del siglo XVII, en Occidente, cuando el Estado y los ciudadanos relevan (oficialmente y en los libros de historia, desde luego) a la Iglesia en la atención a los depauperados, se retoma el concepto griego de filantropía al que Comte, en el siglo XIX, aporta un cierto desarrollo sistemático al tratar del altruismo en el incipiente pensamiento positivista.

Con todo, ni el Estado ha relevado verdaderamente a la Iglesia en el servicio a los necesitados, ni los conceptos de filantropía y de altruismo han sustituido al concepto de caridad en el Occidente cristiano, salvo las excepciones estructuradas en los llamados clubes de servicio.

Vale, entonces, intentar una aproximación al concepto cristiano de caridad. A pesar de que la carga semántica, más bien peyorativa, del termino caridad lo hace poco agradable al identificarlo con limosna, la etimología es extraordinariamente noble por tener la misma raíz griega —xaris— que gracia, gratuito, gratuidad, etc. Por otra parte, cuando la lengua castellana traduce el Nuevo Testamento dice del término griego agapen, indistintamente, caridad o amor. A lo anterior hay que añadir que en el mismo Nuevo Testamento hay como dos líneas que se refieren a la caridad con relación al prójimo: una que procede de la tradición de las cartas de Pablo, que entiende la caridad como un movimiento interior derivado de la adopción del hombre como hijo de Dios, así, por ejemplo, 1Cor 13-14 y 2Cor 8-9 donde se trata la colecta a favor de la comunidad de Jerusalén; la otra línea hunde sus raíces en los Evangelios Sinópticos, en los Hechos de los Apóstoles y se expresa hermosamente en la tradición del Evangelio y de las cartas de Juan considerando la caridad como elemento constitutivo e inherente a la vida teologal, i.e., a la relación del hombre con Dios a partir de Jesucristo y que encuentra una fórmula particularmente feliz en la primera carta de Juan: "Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios? (1Jn 3,17). Está por demás apuntar que ambas líneas se traducen en la justicia.

Ahora bien, con relación a la justicia hay quienes de ella escriben, quienes la reflexionan, quienes la teorizan, quienes la predican y quienes la hacen. A éstos últimos, a quienes hacen la justicia por la caridad, pertenece Vicente de Paúl.

Vicente accede al Orden Sacerdotal con la intención franca de hacer carrera eclesiástica. A los 12 años de ser ordenado presbítero se hace cargo de una parroquia rural cercana a París en tanto recibe el nombramiento de capellán y preceptor de la familia de Gondi. En algún momento de su itinerario vital es tocado por el Evangelio de Jesucristo de tal modo que, ya instalado en su cargo, experimenta la necesidad de ejercer la caridad con los desposeídos de su entorno y, con el mismo pragmatismo con que abrazó el estado clerical, se ocupa de organizar lo que él llama las "caridades", i.e, la asistencia a quienes nada tienen por parte de quienes tienen todo. Y es que quitar un pan de la mesa de la abundancia para ponerlo en la mesa del hambre significa construir, con hechos, el Reino de Dios.

Aquí hay que subrayar que este pragmatismo traducido en eficacia es el rasgo más interesante de la experiencia cristiana de Vicente. Pragmatismo eficaz que, muy probablemente, hoy sería tachado de inmediatismo, asistencialismo, activismo y vaya usted a saber de cuantos ismos más, tanto por los que censuran la ayuda a los necesitados por considerar aún que retrasa la agudización de las contradicciones socioeconómicas —condición sine qua non para el cambio radical—, como por quienes la evaden, invocando a Lao Tse en el "si das pescado a un hombre hambriento, le nutres durante una jornada, pero si le enseñas a pescar, le nutrirás toda su vida".

Por suerte Vicente no es taoísta sino cristiano y está más atento a palabras tales como "A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames" (Lc 6,30). Así pues, con esta sugerencia del Evangelio, Vicente organiza a las Hijas de la Caridad —comunidad de mujeres que con su trabajo resultan ser la expresión más acabada de la praxis cristiana de la caridad—, prescindiendo, en el siglo XVII, de la identidad canónica de congregación religiosa para no limitar por la clausura conventual el servicio a los desposeídos. Al contrario, Vicente les propone "por monasterios, las casas de los enfermos, por celda, una habitación de alquiler, por capilla, la parroquia, por claustro, las calles de la ciudad y las salas de los hospitales, por clausura, la obediencia, por rejas, el temor de Dios, por velo, la santa modestia".

Para las instituciones de salud del Estado en cuanto al profesionalismo de su atención médica y a la calidad de sus medicamentos, para los empresarios que consideran que el salario mínimo es suficiente, para las instituciones de beneficencia privadas más interesadas en reportajes periodísticos que en resolver problemas y para las organizaciones religiosas que emplean más tiempo y recursos en eventos sociales que en hacer el bien, queda el pragmatismo y la eficacia de la experiencia cristiana de Vicente de Paúl —vigente en el trabajo de las Hijas de la Caridad— como un interrogante abierto: "Hija, tú verás pronto que la caridad es pesada de llevar, más que la olla de sopa o el canasto lleno. No está todo en dar... eso los ricos lo pueden hacer. Tú eres la pequeña Sierva de los Pobres, la Hija de la Caridad siempre sonriente y de buen humor. Ellos son tus Amos: Amos terriblemente susceptibles y exigentes: tú verás. Entonces, cuanto más feos y más sucios sean, cuanto más injustos y groseros, tanto más deberás darles tu amor... por tu amor solamente es como los Pobres te perdonarán lo que tú les das" (Monsieur Vincent, filme de Maurice Colche, 1947).