CAPÍTULO
XI
LOS
QUE USTED ME DIO
(18961897)
Madre,
Jesús ha concedido a su hija la gracia de penetrar en las profundidades
misteriosas de la caridad. Si ella pudiese expresar todo lo que se la ha dado a
entender, usted escucharía una melodía de cielo. Pero, ¡ay!, lo único que
puedo hacerle oír son simples balbuceos infantiles... Si no vinieran en mi
ayuda las propias palabras de Jesús, me sentiría tentada de pedirle disculpas
y de dejar la pluma... Pero no, he de terminar por obediencia lo que comencé
por obediencia.
Novicias
y hermanos espirituales
Madre
querida, yo escribía ayer que, al no ser míos los bienes de aquí abajo, no
debería resultarme difícil no reclamarlos nunca si alguien me los quita.
Tampoco
los bienes del cielo me pertenecen. Me han sido prestados por Dios, que puede
[19rº] quitármelos sin que yo tenga ningún derecho a quejarme.
Sin
embargo, los bienes que vienen directamente de Dios, las intuiciones de la
inteligencia y del corazón, los pensamientos profundos, todo eso constituye una
riqueza a la que solemos apegarnos como a un bien propio que nadie tiene derecho
a tocar...
Por
ejemplo, si durante la licencia comunicamos a una hermana alguna luz recibida en
la oración, y poco después esa hermana, hablando con otra, le dice lo que le
habíamos confiado como si lo hubiese pensado ella misma, parece que se apropia
de algo que no era suyo.
O
bien, cuando en la recreación decimos por lo bajo a nuestra compañera una
frase ingeniosa o que viene como anillo al dedo, si ella la repite en voz alta
sin decir la fuente de donde procede, parece también un robo a la propietaria,
que no reclama nada pero que tiene muchas ganas de hacerlo y que aprovechará la
primera ocasión para hacer saber sutilmente que se han apropiado de sus
pensamientos.
Instrumentos
de Dios
Madre,
yo no sabría explicarle tan bien estos tristes sentimientos de la naturaleza si
yo misma no los hubiese experimentado en mi propio corazón. Y me gustaría
mecerme en la dulce ilusión de que sólo han visitado el mío, si usted no me
hubiese mandado escuchar las tentaciones de sus queridas novicias.
En
el cumplimiento de la misión que usted me confió he aprendido mucho. Sobre
todo, me he visto obligada a practicar yo misma lo que enseñaba a las demás. Y
así, ahora puedo decir que Jesús me ha concedido la gracia de no estar más
apegada a los bienes del espíritu y del corazón que a los de la tierra.
Si
alguna vez me ocurre pensar y decir algo [19vº] que les gusta a mis hermanas,
me parece completamente natural que se apropien de ello como de un bien suyo
propio. Ese pensamiento pertenece al Espíritu Santo y no a mí, pues san Pablo
dice que, sin ese Espíritu de amor, no podemos llamar "Padre" a
nuestro Padre que está en el cielo. El es, pues, muy libre de servirse de mí
para comunicar a un alma un buen pensamiento. Si yo creyera que ese pensamiento
me pertenece, me parecería al "asno que llevaba las reliquias", que
pensaba que los homenajes tributados a los santos iban dirigidos a él.
No
desprecio los pensamientos profundos que alimentan el alma y la unen a Dios.
Pero hace mucho tiempo ya que he comprendido que el alma no debe apoyarse en
ellos, ni hacer consistir la perfección en recibir muchas iluminaciones. Los
pensamientos más hermosos no son nada sin las obras.
Es
cierto que los demás pueden sacar mucho provecho de las luces que a ella se le
conceden, si se humillan y saben dar gracias a Dios por permitirles tomar parte
en el festín de un alma a la que él se digna enriquecer con sus gracias. Pero
si esta alma se complace en sus grandes pensamientos y hace la oración del
fariseo, entonces viene a ser como una persona que se muere de hambre ante una
mesa bien surtida mientras todos sus invitados disfrutan en ella de comida
abundante y hasta dirigen de vez en cuando una mirada de envidia al personaje
poseedor de tantos bienes.
¡Qué
gran verdad es que sólo Dios conoce el fondo de los corazones...! ¡Y qué
cortos son los pensamientos de las criaturas...! Cuando ven un alma con más
luces que las otras, enseguida [20rº] sacan la conclusión de que Jesús las
ama a ellas menos que a esa alma y de que no las llama a la misma perfección.
¿Desde
cuándo no tiene ya derecho el Señor a servirse de una de sus criaturas para
conceder a las almas que ama el alimento que necesitan? En tiempos del faraón
el Señor aún tenía ese derecho, pues en la Sagrada Escritura le dice a este
monarca: "Te he constituido rey para mostrar en ti mi poder y para hacer
famoso mi nombre en toda la tierra". Desde que el Todopoderoso pronunció
estas palabras han pasado siglos y siglos, y su forma de actuar sigue siendo la
misma: siempre se ha servido de sus criaturas como de instrumentos para realizar
su obra en las almas.
El
pincelito
Si
el lienzo que pinta un artista pudiera pensar y hablar, seguramente no se
quejaría de que el pincel lo toque y lo retoque sin cesar; ni tampoco
envidiaría la suerte de ese instrumento, pues sabría que la belleza que lo
adorna no se la debe al pincel sino al artista que lo maneja.
El
pincel, por su parte, no puede gloriarse de haber hecho él la obra de arte.
Sabe que los artistas no se atan a un instrumento, que se ríen de las
dificultades, que a veces les gusta escoger instrumentos débiles y
defectuosos...
Madre
querida, yo soy un pincelito que Jesús ha escogido para pintar su imagen en las
almas que usted me ha confiado. Un artista no utiliza solamente un pincel,
necesita al menos dos. El primero es el más útil, con él da los colores
comunes, [20vº] y cubre totalmente el lienzo en muy poco tiempo; del otro, del
más pequeño, se sirve para los detalles.
Madre
querida, usted representa el precioso pincel que la mano de Jesús toma con amor
cuando quiere hacer un gran trabajo en el alma de sus hijas; y yo soy el
pequeñito del que luego quiere servirse para los detalles menores.
La
primera vez que Jesús se sirvió de su pincelito fue hacia el 8 de diciembre de
1892. Siempre recordaré aquella época como un tiempo de gracias. Voy a
confiarle, Madre querida, aquellos dulces recuerdos.
Cuando,
a los 15 años, tuve la dicha de entrar en el Carmelo, me encontré con una
compañera de noviciado que había ingresado unos meses antes. Tenía ocho años
más que yo; pero su temperamento infantil borraba la diferencia de los años,
así que pronto usted, Madre, tuvo la alegría de ver que sus dos postulantes se
entendían a las mil maravillas y se hacían inseparables.
En
orden a propiciar aquel afecto naciente, que le parecía que había de dar
buenos frutos, nos permitió que tuviéramos juntas, de vez en cuando, algunas
charlas espirituales.
Mi
querida compañera me encantaba por su inocencia y por su carácter abierto.
Pero, por otro lado, me extrañaba ver cuán distinto era el afecto que ella le
tenía a usted del que le tenía yo. Había también, en su comportamiento con
las hermanas, muchas otras cosas que yo hubiera deseado que cambiase...
Ya
en aquella época Dios me hizo [21rº] comprender que hay almas a las que su
misericordia no se cansa de esperar, a las que no concede su luz sino paso a
paso. Por eso, yo me cuidaba muy bien de adelantar su hora y esperaba
pacientemente a que Jesús tuviese a bien hacerla llegar.
Reflexionando
un día sobre el permiso que usted nos había dado para hablar y así
inflamarnos más en el amor de nuestro Esposo, como dicen nuestras santas
Constituciones, me di cuenta con tristeza de que nuestras conversaciones no
alcanzaban el fin deseado. Entonces Dios me dio a entender que había llegado el
momento y que ya no tenía por qué tener miedo a hablar, o que, de lo
contrario, debería poner fin a unas conversaciones que tanto se parecían a las
de dos amigas del mundo
Aquel
día era sábado. Al día siguiente, durante la acción de gracias, le pedí a
Dios que pusiera en mi boca palabras tiernas y convincentes, o, más bien, que
hablase él mismo por mi boca. Jesús escuchó mi oración y permitió que el
resultado colmase ampliamente mi esperanza, pues los que vuelvan su mirada hacia
él quedarán radiantes (Sal XXXIII) y la luz brillará en las tinieblas para
los rectos de corazón. Las primeras palabras se aplican a mí y las segundas a
mi compañera, que realmente tenía un corazón recto...
Cuando
llegó la hora en que habíamos quedado para encontrarnos, al poner los ojos en
mí la pobre hermanita se dio cuenta enseguida de que yo no era la misma. Se
sentó a mi lado, sonrojada, y yo, apoyando su cabeza en mi corazón, le dije,
con llanto en [21vº] la voz, todo lo que pensaba de ella, pero con palabras tan
tiernas y manifestándole tanto cariño, que pronto sus lágrimas se mezclaron
con las mías.
Reconoció
con gran humildad que todo lo que le decía era verdad, me prometió comenzar
una nueva vida y me pidió, como un favor, que le advirtiese siempre sus faltas.
Al final, en el momento de separarnos, nuestro afecto se había vuelto
totalmente espiritual, no había ya en él nada de humano20.
Se hacía realidad en nosotras aquel pasaje de la Sagrada Escritura:
"Hermano ayudado por su hermano es como una plaza fuerte".
Lo
que Jesús hizo con su pincelito se hubiera borrado pronto si él, Madre, no
hubiese echado mano de usted para consumar su obra en aquella alma que él
quería toda para sí.
A
mi pobre compañera la prueba le pareció muy amarga, pero la firmeza que usted
usó con ella acabó por triunfar. Y entonces fue cuando yo, tratando de
consolarla, pude explicarle a quien usted me había dado por hermana entre todas
las demás en qué consiste el verdadero amor. Le hice ver que era a sí misma a
quien amaba, y no a usted. Le conté cómo la amaba a usted yo, y los
sacrificios que me había visto obligada a hacer en los comienzos de mi vida
religiosa para no encariñarme con usted de manera puramente material, como el
perro se encariña con su dueño. El amor se alimenta de sacrificios; y de
cuantas más satisfacciones naturales se priva el alma, más fuerte y
desinteresado se hace su cariño.
Recuerdo
que, siendo postulante, me venían a veces tan fuertes [22rº] tentaciones de
entrar en su celda por mi satisfacción personal, por encontrar algunas gotas de
alegría, que me veía obligada a pasar a toda prisa por delante de la procura21
y a agarrarme fuertemente al pasamanos de la escalera; me venían a la cabeza un
montón de permisos que pedir. En una palabra, encontraba mil razones para dar
gusto a mi naturaleza...
Poder
de la oración y el sacrificio
¡Cuanto
me alegro ahora de todas las renuncias que me impuse desde el comienzo de mi
vida religiosa! Ahora gozo ya del premio22
prometido a los que luchan valientemente. Siento que ya no necesito negarme
todos los consuelos del corazón, pues mi alma está afianzada en el Unico a
quien quería amar. Veo feliz que, amándolo a él, el corazón se ensancha y
que puede dar un cariño incomparablemente mayor a los que ama que si se
encerrase en un amor egoísta e infructuoso.
Madre
querida, le he recordado el primer trabajo que usted y Jesús quisieron llevar a
cabo sirviéndose de mí. No era más que el preludio de los que iban a serme
confiados.
Cuando
me fue dado penetrar en el santuario de las almas23,
vi enseguida que la tarea era superior a mis fuerzas. Entonces me eché en los
brazos de Dios como un niñito, y, escondiendo mi rostro entre sus cabellos, le
dije: Señor, yo soy demasiado pequeña para dar de comer a tus hijas. Si tú
quieres darle a cada una, por medio de mí, lo que necesita, llena tú mi mano;
y entonces, sin separarme de tus brazos y sin volver siquiera la cabeza, [22vº]
yo entregaré tus tesoros al alma que venga a pedirme su alimento. Si lo
encuentra de su gusto, sabré que no me lo debe a mí, sino a ti; si, por el
contrario, se queja y encuentra amargo lo que le ofrezco, no perderé la paz,
intentaré convencerla de que ese alimento viene de ti y me guardaré muy bien
de buscarle otro.
Madre,
desde que comprendí que no podía hacer nada por mí misma, la tarea que usted
me encomendó dejó de parecerme difícil. Vi que la única cosa necesaria era
unirme cada día más a Jesús y que todo lo demás se me daría por añadidura.
Y mi esperanza nunca ha sido defraudada. Dios ha tenido a bien llenar mi manita
cuantas veces ha sido necesario para que yo pudiese alimentar el alma de mis
hermanas.
Le
confieso, Madre querida, que si me hubiese apoyado lo más mínimo en mis
propias fuerzas, pronto le hubiera entregado las armas...
De
lejos, parece de color de rosa eso de hacer bien a las almas, hacerlas amar más
a Dios, en una palabra modelarlas según los propios puntos de vista y los
criterios personales. De cerca ocurre todo lo contrario: el color rosa
desaparece..., y una ve por experiencia que hacer el bien es algo tan imposible
sin la ayuda de Dios como hacer brillar el sol en plena noche... Se comprueba
que hay que olvidarse por completo de los propios gustos y de las ideas
personales, y guiar a las almas por los caminos que Jesús ha trazado para
ellas, sin pretender hacerlas ir [23rº] por el nuestro.
Pero
esto no es todavía lo más difícil. Lo que más me cuesta de todo es tener que
estar pendiente de las faltas y de las más ligeras imperfecciones y declararles
una guerra a muerte. Iba a decir: por desgracia para mí; pero no, eso sería
cobardía. Así que digo: por suerte para mis hermanas.
Desde
que me puse en brazos de Jesús, soy como el vigía que observa al enemigo desde
la torre más alta de una fortaleza. Nada escapa a mis ojos. Muchas veces yo
misma me sorprendo de ver tan claro, y me parece muy digno de excusas el profeta
Jonás por haber huido en vez de ir a anunciar la ruina de Nínive. Preferiría
mil veces ser reprendida que reprender yo a las demás. Pero entiendo que es muy
necesario que eso me resulte doloroso, pues cuando obramos por impulso natural,
es imposible que el alma a quien queremos hacer ver sus faltas entienda sus
errores, ya que no ve más que una cosa: la hermana encargada de guiarme está
enfadada, y pago los platos rotos yo, que estoy llena de la mejor voluntad.
Sé
muy bien que a tus corderitos les parezco severa. Si leyeran estas líneas,
dirían que no parece costarme lo más mínimo correr detrás de ellos,
hablarles en tono severo mostrándoles su hermoso vellón manchado, o bien
traerles algún ligero mechón de lana que han dejado prendido en los espinos
del camino.
Los
corderitos pueden decir lo que quieran. En el fondo, saben que les amo con
verdadero amor y que yo nunca imitaré al mercenario, que, al ver venir al lobo,
abandona el rebaño y [23vº] huye. Yo estoy dispuesta a dar mi vida por ellos.
Pero mi afecto es tan puro, que no deseo que lo sepan. Nunca, por la gracia de
Jesús, he tratado de granjearme sus corazones. Siempre he tenido muy claro que
mi misión consistía en llevarlos a Dios y en hacerles comprender que, aquí en
la tierra, usted, Madre, era el Jesús visible a quien deben amar y respetar.
Le
he dicho, Madre querida, que yo misma había aprendido mucho instruyendo a las
demás. Lo primero que descubrí es que todas las almas sufren más o menos las
mismas luchas, pero que, por otra parte, son tan diferentes las unas de las
otras, que no me resulta difícil comprender lo que decía el P. Pichon:
"Hay mucha más diferencia entre las almas que entre los rostros".
Por
tanto, no se las puede tratar a todas de la misma manera. Con ciertas almas, veo
que tengo que hacerme pequeña, no tener reparo en humillarme confesando mis
luchas y mis derrotas. Al ver que yo tengo las mismas debilidades que ellas, mis
hermanitas me confiesan a su vez las faltas que se reprochan a sí mismas y se
alegran de que las comprenda por experiencia. Con otras, por el contrario, he
comprobado que, para ayudarlas, hay que tener una gran firmeza y no dar nunca
marcha atrás de lo que se ha dicho. Abajarse no sería humildad, sino
debilidad.
Dios
me ha concedido la gracia de no temer el combate. Tengo que cumplir con mi deber
al precio que sea. Más de una vez he oído decir esto: "Si quieres
conseguir algo de mí, tendrás que ganarme por el camino de la dulzura; por
[24rº] el de la fuerza no conseguirás nada". Sé que nadie es buen juez
en propia causa, y que un niño al que el médico somete a una operación
dolorosa no dejará de chillar y de decir que es peor el remedio que la
enfermedad; sin embargo, cuando a los pocos días se encuentre curado, se
sentirá feliz de poder jugar y correr.
Lo
mismo ocurre con las almas. No tardan en reconocer que, en ocasiones, un poco de
acíbar es preferible al azúcar, y no tienen reparo en confesarlo.
A
veces no puedo dejar de sonreír en mi interior al ver qué cambio se opera de
un día para otro. ¡Parece cosa de magia...! Vienen a decirme: "Tuviste
razón ayer al ser tan severa. En un primer momento me sublevó lo que me
dijiste, pero luego fui recordándolo todo y vi que tenías razón... Ya ves,
cuando me fui de tu lado, pensé que todo había terminado, y me decía: Iré a
ver a nuestra Madre y le diré que ya no volveré más con sor Teresa del Niño
Jesús. Pero me di cuenta de que era el demonio quien me inspiraba esas cosas.
Además, me pareció que tú estabas rezando por mí. Entonces recobré la paz y
la luz empezó a brillar. Pero ahora necesito que me acabes de iluminar, y por
eso he venido".
Y
enseguida entablamos conversación. Y me siento feliz de seguir los dictados de
mi corazón no teniendo ya que servir ningún plato amargo.
Sí,
pero... no tardo en darme cuenta de que no debo precipitarme, de que una sola
palabra podría derribar todo el edificio construido entre lágrimas. Si tengo
la mala suerte de decir una palabra que pueda atenuar lo que dije la víspera,
veo que mi hermanita [24vº] intenta agarrarse a ella como a un clavo ardiendo;
entonces rezo interiormente una oracioncita, y la verdad acaba triunfando.
Sí,
toda mi fuerza se encuentra en la oración y en el sacrificio; son las armas
invencibles que Jesús me ha dado, y logran mover los corazones mucho más que
las palabras. Muchas veces lo he comprobado por experiencia. Pero hay una, entre
todas ellas, que me ha dejado una grata y profunda impresión.
Fue
durante la cuaresma. Yo me encargaba por entonces de la única novicia que
había en el convento, pues era su ángel. Un mañana vino a verme toda
radiante: "Si supieras, me dijo, lo que soñé anoche... Estaba con mi
hermana e intentaba desasirla de todas las vanidades a que está tan apegada.
Para lograrlo, me puse a explicarle esta estrofa del Vivir de amor:
"¡Jesús, amarte es pérdida fecunda! / Tuyos son mis perfumes para
siempre". Yo veía que mis palabras penetraban en su alma, y estaba loca de
alegría. Esta mañana, al despertarme, pensé que quizás Dios quería que le
ofreciera esta alma. ¿Y si le escribiera después de la cuaresma contándole mi
sueño y diciéndole que Jesús la quiere toda para sí?"
Yo,
sin pensarlo demasiado, le dije que podía muy bien intentarlo, pero que antes
tenía que pedir permiso a nuestra madre.
Como
la cuaresma estaba todavía lejos de tocar a su fin, usted, Madre querida, se
quedó muy sorprendida de semejante petición, que le parecía demasiado
prematura. Y, ciertamente inspirada por Dios, le contestó que las carmelitas no
[25rº] tienen que salvar las almas con cartas, sino con la oración.
Al
conocer su decisión, vi enseguida que era la de Jesús, y le dije a sor María
de la Trinidad: "Pongamos manos a la obra, recemos mucho. ¡Qué alegría
si al final de la cuaresma hubiésemos sido escuchadas...!"
Y
¡oh, misericordia infinita del Señor, que se digna escuchar la oración de sus
hijos...!, al final de la cuaresma, una nueva alma se consagraba a Jesús. Fue
un verdadero milagro de la gracia24,
¡un milagro alcanzado por el fervor de una humilde novicia!
¡Qué
grande es, pues el poder de la oración! Se diría que es como una reina que en
todo momento tiene acceso libre al rey y que puede alcanzar todo lo que pide.
Para
ser escuchadas, no hace falta leer en un libro una hermosa fórmula compuesta
para esa ocasión. Si fuese así..., ¡qué digna de lástima sería yo...!
Fuera del Oficio divino, que tan indigna soy de recitar, no me siento con
fuerzas para sujetarme a buscar en los libros hermosas oraciones; me produce
dolor de cabeza, ¡hay tantas..., y cada cual más hermosa...! No podría
rezarlas todas, y, al no saber cuál escoger, hago como los niños que no saben
leer: le digo a Dios simplemente lo que quiero decirle, sin componer frases
hermosas, y él siempre me entiende...
Para
mí, la oración es un impulso del corazón, una simple mirada lanzada hacia el
cielo, un grito de gratitud y de amor, tanto en medio del sufrimiento como en
medio de la alegría25.
En una palabra, es algo [25vº] grande, algo sobrenatural que me dilata el alma
y me une a Jesús.
No
quisiera, sin embargo, Madre querida, que pensara que rezo sin devoción las
oraciones comunitarias en el coro o en las ermitas. Al contrario, soy muy amiga
de las oraciones comunitarias, pues Jesús nos prometió estar en medio de los
que se reúnen en su nombre; siento entonces que el fervor de mis hermanas suple
al mío.
Pero
rezar yo sola el rosario (me da vergüenza decirlo) me cuesta más que ponerme
un instrumento de penitencia... ¡Sé que lo rezo tan mal! Por más que me
esfuerzo por meditar los misterios del rosario, no consigo fijar la atención...
Durante mucho tiempo viví desconsolada por esta falta de atención, que me
extrañaba, pues amo tanto a la Santísima Virgen, que debería resultarme
fácil rezar en su honor unas oraciones que tanto le agradan. Ahora me
entristezco ya menos, pues pienso que, como la Reina de los cielos es mi Madre,
ve mi buena voluntad y se conforma con ella.
A
veces, cuando mi espíritu está tan seco que me es imposible sacar un solo
pensamiento para unirme a Dios, rezo muy despacio un "Padrenuestro", y
luego la salutación angélica. Entonces, esas oraciones me encantan y alimentan
mi alma mucho más que si las rezase precipitadamente un centenar de veces...
La
Santísima Virgen me demuestra que no está disgustada [26rº] conmigo. Nunca
deja de protejerme en cuanto la invoco. Si me sobreviene una inquietud o me
encuentro en un aprieto, me vuelvo rápidamente hacia ella, y siempre se hace
cargo de mis intereses como la más tierna de las madres. ¡Cuántas veces,
hablando a las novicias, me ha ocurrido invocarla y sentir los beneficios de su
protección maternal...
Con
frecuencia me dicen las novicias: "Tú tienes respuesta para todo. Creía
que esta vez iba a ponerte en un apuro... ¿De dónde sacas lo que nos
dices?" Hay incluso algunas tan cándidas, que creen que leo en sus almas
porque me ha sucedido anticiparme a decirles lo que pensaban.
Una
noche, una de mis compañeras había decidido ocultarme una pena que la hacía
sufrir mucho. La encuentro por la mañana, me habla con cara sonriente, y yo,
sin contestar a lo que me decía, le digo muy segura: Tú tienes una pena. Creo
que si hubiese hecho caer la luna a sus pies, no me habría mirado con mayor
asombro. Su estupor era tan grande, que se me contagió también a mí: por un
instante, se apoderó de mí una especie de pavor sobrenatural. Estaba segura de
no poseer el don de leer en las almas, y por eso me sorprendía más haber dado
tan en el clavo. Sentí que Dios estaba allí muy cerca y que, sin darme cuenta,
había dicho, como un niño, palabras que no provenían de mí sino de él.
Madre
querida, usted sabe muy bien que a las novicias todo les está permitido.
[26vº] Tienen que poder decir lo que piensan con total libertad, lo bueno y lo
malo. Conmigo esto les resulta más fácil, pues a mí no me deben el respeto
que se tiene a una maestra de novicias.
No
puedo decir que Jesús me lleve externamente por el camino de las humillaciones.
Se conforma con humillarme en lo hondo del alma. A los ojos de las criaturas
todo me sale bien, sigo el camino de los honores, en cuanto es posible en la
vida religiosa. Comprendo que si tengo que marchar por este camino que parece
tan peligroso, no es por mí, sino por las demás. En efecto, si pasase por ser
una religiosa llena de defectos, inepta, poco inteligente y alocada, usted,
Madre, no podría dejarse ayudar por mí. Por eso Dios ha echado un velo sobre
todos mis defectos, exteriores e interiores.
A
veces ese velo me vale algunos cumplidos por parte de las novicias. Yo sé que
no me los hacen por adularme, sino que son una expresión de sus sentimientos
inocentes. Y la verdad es que no me producen la menor vanidad, pues traigo
siempre presente en la memoria el recuerdo de lo que soy.
No
obstante, a veces siento un gran deseo de escuchar algo que no sean alabanzas.
Usted, Madre querida, sabe que prefiero la vinagreta al azúcar. También mi
alma se cansa de los alimentos demasiado azucarados, y entonces Jesús permite
que le sirvan una buena ensaladita, [27rº] con mucha vinagre y muchas especias,
y en la que nada falta excepto el aceite, lo cual le da un nuevo sabor...
Esta
buena ensaladita me la sirven las novicias cuando menos lo espero. Dios levanta
el velo que oculta mis imperfecciones, y entonces mis queridas hermanitas, al
verme tal cual soy, ya no me encuentran totalmente de su agrado. Con una
sencillez que me encanta, me cuentan todas las luchas que les produzco y lo que
no les gusta de mí. En una palabra, no se muerden más la lengua que si se
tratara de cualquier otra y no de mí, sabiendo que me producen un gran placer
actuando así.
Y
verdaderamente es más que un placer, es un festín delicioso que me llena el
alma de alegría. No puedo explicarme cómo algo que desagrada tanto a la
naturaleza puede producir tanta felicidad; si no lo hubiese experimentado, no
podría creerlo...
Un
día en que deseaba particularmente ser humillada, una novicia26
se encargó de colmar tan bien mis deseos, que me acordé de Semeí maldiciendo
a David, y pensé: Sí, es el Señor quien le ordena decirme todo eso... Y mi
alma saboreaba con verdadero deleite la amarga comida que le servían en tanta
abundancia.
Así
es como Dios cuida de mí. No siempre puede darme el pan reconfortante de la
humillación exterior; pero de vez en cuando me permite alimentarme de las
migajas que caen de la mesa de los hijos. ¡Qué grande es su misericordia!
Sólo podré [27vº] cantarla en el cielo.
Madre
querida, ya que trato de empezar a cantar con usted aquí en la tierra esa
misericordia infinita, debo contarle otra gran ganancia que saqué de la misión
que usted me confió.
Antes,
cuando una hermana hacía algo que no me gustaba y que me parecía contrario a
la ley, pensaba: ¡qué tranquila me quedaría si pudiese decirle lo que pienso,
hacerle ver que está actuando mal! Desde que vengo ejercitando un poco ese
oficio, le aseguro, Madre, que he cambiado por completo de parecer. Cuando me
acontece ver que una hermana hace algo que me parece imperfecto, lanzo un
suspiro de alivio y me digo a mí misma: ¡Qué suerte!, no es una novicia, no
estoy obligada a reprenderla. Y luego, trato enseguida de disculpar a la hermana
y de atribuirle unas buenas intenciones, que seguramente tiene.
Madre
querida, desde que estoy enferma, los cuidados que usted me prodiga me han
enseñado también mucho sobre la caridad. Ningún remedio le parece demasiado
caro; y si no da resultado, prueba con otro sin cansarse.
Cuando
yo iba todavía a la recreación, ¡cómo se preocupaba porque estuviera en un
buen lugar, al abrigo de las corrientes de aire! En una palabra, si quisiera
contarlo todo, no acabaría nunca.
Pensando
en todo esto, me dije a mí misma que yo debía ser tan compasiva con las
enfermedades espirituales de mis hermanas como usted, Madre querida, lo es
cuidándome con tanto amor.
He
observado (y es muy natural) que las hermanas más santas son también las
[28rº] más queridas. Se busca su conversación, se les hacen favores sin que
los pidan. En una palabra, estas almas, tan capaces de soportar faltas de
consideración o de delicadeza, se ven rodeadas del afecto de todas. A ellas
puede aplicarse esta frase de nuestro Padre san Juan de la Cruz: "Cuando
con propio amor no lo quise, dióseme todo sin ir tras ello".
Por
el contrario, a las almas imperfectas no se las busca; se las trata,
ciertamente, conforme a las reglas de la educación religiosa; pero, por miedo a
decirles alguna palabra menos delicada, se evita su compañía.
Al
decir almas imperfectas, no me refiero solamente a las imperfecciones
espirituales, pues ni las más santas serán perfectas hasta que lleguen al
cielo. Quiero decir faltas de discreción, de educación, la susceptibilidad de
ciertos caracteres, cosas todas que no hacen la vida muy agradable.
Sé
muy bien que estas enfermedades morales son crónicas y que no hay esperanza de
curación; pero sé también que mi Madre no dejaría de cuidarme y de tratar de
aliviarme aunque siguiera enferma toda la vida.
Y
ésta es la conclusión que yo saco: en la recreación y en la licencia, debo
buscar la compañía de las hermanas que peor me caen y desempeñar con esas
almas heridas el oficio de buen samaritano. Una palabra, una sonrisa amable
bastan muchas veces para alegrar a un alma triste.
Pero
no quiero en modo alguno practicar la caridad con este fin, pues sé muy bien
que pronto cedería al desaliento: una palabra dicha con la mejor intención
puede ser interpretada completamente al revés. Por eso, para no perder el
tiempo, quiero ser amable con todas [28vº] (y especialmente con las hermanas
menos amables) por agradar a Jesús y seguir el consejo que él da en el
Evangelio, poco más o menos en estos términos: "Cuando des un banquete,
no invites a tus parientes ni a tus amigos, porque corresponderán invitándote
y así quedarás pagado. Invita a pobres, cojos, paralíticos; dichoso tú,
porque no pueden pagarte: tu Padre, que ve en lo escondido, te lo pagará".
¿Y
qué banquete puede ofrecer una carmelita a sus hermanas sino un banquete
espiritual compuesto de caridad atenta y gozosa? Yo no conozco ningún otro, y
quiero imitar a san Pablo, que se alegraba con los que estaban alegres. Es
cierto que también lloraba con los tristes, y que las lágrimas han de aparecer
también algunas veces en el banquete que yo quiero servir; pero siempre
intentaré que al final esas lágrimas se conviertan en alegría, pues el Señor
ama a los que dan con alegría.
Sor
San Pedro
Recuerdo
un acto de caridad que el Señor me inspiró hacer siendo todavía novicia. No
fue nada importante, pero nuestro Padre, que ve en lo escondido y que mira más
a la intención que a la importancia de la obra, ya me lo ha pagado sin esperar
a la otra vida.
Era
en la época en que sor San Pedro iba todavía al coro y al refectorio. En la
oración de la tarde se ponía delante de mí. Diez minutos antes de las seis,
una hermana tenía que encargarse de llevarla al refectorio, pues las enfermeras
tenían en aquel entonces demasiadas enfermas para venir a [29rº] buscarla a
ella.
Me
costaba mucho ofrecerme para prestar ese pequeño servicio, pues sabía que no
era fácil contentar a la pobre sor San Pedro, que sufría tanto que no le
gustaba andar cambiando de conductora. Sin embargo, no quería perder una
ocasión tan hermosa de practicar la caridad, recordando que Jesús había
dicho: Lo que hagáis al más pequeño de los míos, a mí me lo hacéis. Me
ofrecí, pues, con mucha humildad a conducirla, ¡y no me costó poco trabajo
conseguir que aceptara mis servicios! Al fin puse manos a la obra, y fue tanta
mi buena voluntad, que el éxito fue completo.
Todas
las tardes, cuando veía que sor San Pedro comenzaba a agitar su reloj de arena,
sabía que eso quería decir: Vamos. Es increíble lo que me costaba hacer aquel
esfuerzo, sobre todo al principio. Sin embargo, acudía inmediatamente, y a
continuación comenzaba toda una ceremonia.
Había
que mover y llevar la banqueta de una determinada manera, y, sobre todo, no ir
de prisa. Luego venía el paseo. Había que ir detrás de la pobre enferma,
sosteniéndola por la cintura. Yo lo hacía con toda la suavidad posible; pero
si, por desgracia, ella daba un paso en falso, ya le parecía que la sostenía
mal y que se iba a caer. "¡Dios mío, vas demasiado deprisa, voy a
romperme la crisma!" Si trataba de ir más despacio: "¡Pero sígueme,
no siento tu mano, me has soltado, me voy a caer! Ya decía yo que tú eras
demasiado joven para acompañarme"
Por
fin, llegábamos sin contratiempos al refectorio. Allí surgían nuevas
dificultades. Había que sentar a sor San Pedro y actuar hábilmente para
[29vº] no lastimarla; luego, había que recogerle las mangas (también de una
manera determinada); y entonces ya quedaba libre para marcharme.
Con
sus pobres manos deformadas, echaba el pan en la escudilla como mejor podía. No
tardé en darme cuenta de ello, y ya ninguna tarde me iba sin haberle prestado
ese pequeño servicio. Como ella no me lo había pedido, esa atención la
conmovió mucho, y gracias a esa atención, que yo no había buscado
intencionadamente, me gané por completo sus simpatías, y sobre todo (lo supe
más tarde) porque, después de cortarle el pan, le dirigía antes de marcharme
mi más hermosa sonrisa.
Madre
querida, quizás le extrañe que le haya escrito este pequeño acto de caridad
que tuvo lugar hace tanto tiempo. Si lo he hecho, es porque, gracias a él,
tengo que cantar las misericordias del Señor. Dios ha querido que conserve este
recuerdo como un perfume que me mueve a practicar la caridad. A veces recuerdo
ciertos detalles que son para mi alma como una brisa de primavera. He aquí uno
que me viene a la memoria.
Una
tarde de invierno estaba yo, como de costumbre, cumpliendo con mi tarea. Hacía
frío y era de noche... De pronto, oí a lo lejos el sonido armonioso de un
instrumento musical. Entonces me imaginé un salón muy iluminado, todo
resplandeciente de ricos dorados; unas jóvenes elegantemente vestidas se
hacían unas a otras toda suerte de cumplidos y de cortesías mundanas. Luego mi
mirada se posó sobre la pobre enferma a la que estaba sosteniendo: en vez de
una melodía, escuchaba de tanto en tanto sus gemidos lastimeros; en vez de
ricos dorados, [30rº] veía los ladrillos de nuestro austero claustro apenas
alumbrado por una lucecita.
No
puedo expresar lo que pasó en mi alma. Lo que sí sé es que el Señor la
iluminó con los rayos de la verdad, que excedían de tal forma el brillo
tenebroso de las fiestas de la tierra, que no podía creer en mi felicidad...
No,
no cambiaría los diez minutos que me llevó realizar mi humilde servicio de
caridad por gozar mil años de fiestas mundanas...
Si
ya en el sufrimiento y en medio de la lucha es posible gozar un instante de una
dicha que excede a todas las alegrías de la tierra sólo con pensar que Dios
nos ha sacado del mundo, ¡qué será en el cielo cuando, abismadas en un
júbilo y en un descanso eternos, veamos la gracia incomparable que el Señor
nos ha concedido al elegirnos para habitar en su casa, verdadero pórtico del
cielo...!
No
siempre he practicado la caridad entre estos transportes de júbilo. Pero en los
comienzos de mi vida religiosa Jesús quiso hacerme sentir qué dulce es verle a
él en el alma de sus esposas. Así, cuando llevaba a la hermana sor San Pedro,
lo hacía con tanto amor, que no hubiera podido hacerlo mejor si hubiese tenido
que llevar al mismo Jesús.
No,
la práctica de la caridad no me ha sido siempre tan dulce, como acabo, Madre,
de decirle. Para demostrárselo, voy a contarle algunos pequeños combates que
seguramente la harán sonreír.
Durante
mucho tiempo, en la oración de la tarde, yo me colocaba delante de una hermana
que tenía una curiosa manía, y pienso que también... muchas luces interiores,
pues rara vez se servía de algún libro. Verá cómo [30vº] me di cuenta.
En
cuanto llegaba esa hermana, se ponía a hacer un extraño ruido, parecido al que
se haría frotando dos conchas una contra otra. Sólo yo lo notaba, pues tengo
un oído extremadamente fino (demasiado a veces).
Imposible
decirle, Madre, cómo me molestaba aquel ruidito. Sentía unas ganas enormes de
volver la cabeza y mirar a la culpable, que seguramente no se daba cuenta de su
manía. Era la única forma de hacérselo ver. Pero en el fondo del corazón
sentía que era mejor sufrir aquello por amor de Dios y no hacer sufrir a la
hermana. Así que seguía quieta y trataba de unirme a Dios y de olvidar el
ruidito...
Todo
inútil. Me sentía bañada de sudor, y me veía forzada a hacer sencillamente
una oración de sufrimiento.
Pero
a la vez que sufría, buscaba la manera de hacerlo sin irritarme, sino con
alegría y paz, al menos allá en lo íntimo del alma. Trataba de amar aquel
ruidito tan desagradable: en vez de procurar no oírlo (lo cual era imposible),
centraba toda mi atención en escucharlo bien, como si se tratara de un
concierto maravilloso, y pasaba toda la oración (que no era precisamente de
quietud) ofreciendo aquel concierto a Jesús.
En
otra ocasión, en la lavandería, tenía enfrente de mí a una hermana que, cada
vez que golpeaba los pañuelos en la tabla de lavar, me salpicaba la cara de
agua sucia. Mi primer impulso fue echarme hacia atrás y [31rº] secarme la
cara, con el fin de hacer ver a la hermana que me estaba asperjando que me
haría un gran favor si ponía más cuidado. Pero enseguida pensé que sería
bien tonta si rechazaba unos tesoros que me ofrecían con tanta generosidad, y
me guardé bien de manifestar mi lucha interior. Me esforcé todo lo que pude
por desear recibir mucha agua sucia, de manera que acabé por sacarle verdadero
gusto a aquel nuevo tipo de aspersión e hice el propósito de volver otra vez a
aquel venturoso sitio en el que tantos tesoros se recibían.
Madre
querida, ya ve que yo soy una alma muy pequeña que no puede ofrecer a Dios más
que cosas muy pequeñas. Con todo, muchas veces me ocurre que dejo escapar
algunos de esos pequeños sacrificios que dan al alma tanta paz. Pero no me
desanimo por eso: me resigno a tener un poco menos de paz, y procuro poner más
cuidado la próxima vez.
El
Señor es tan bueno conmigo, que no puedo tenerle miedo. Siempre me ha dado lo
que deseaba, o, mejor dicho, me ha hecho desear lo que quería darme27.
Así,
poco tiempo antes de que comenzase mi prueba contra la fe, yo pensaba en mi
interior: Realmente, no tengo grandes pruebas exteriores, y para tenerlas
interiores Dios tendría que cambiar mi camino. No creo que lo haga. De todas
formas, no puedo vivir siempre así, en el sosiego... ¿Cómo se las arreglará,
pues, Jesús para probarme?
La
respuesta no se hizo esperar, y me hizo ver que mi Amado no es pobre en
recursos. Sin cambiar mi camino, me envió una prueba que iba a mezclar una
saludable amargura en todas mis alegrías.
Los
misioneros
Pero
Jesús no se limita [31vº] a hacérmelo presentir y desear cuando quiere
probarme.
Desde
hacía mucho tiempo, yo venía deseando algo que me parecía totalmente
irrealizable: el de tener un hermano sacerdote. Pensaba con frecuencia que, si
mis hermanitos no hubiesen volado al cielo, yo tendría la dicha de verles subir
al altar. Pero como Dios los escogió para convertirlos en angelitos, ya no
podía esperar ver mi sueño hecho realidad.
Y
he aquí que Jesús no sólo me ha concedido la gracia que deseaba, sino que me
ha unido con los lazos del alma a dos de sus apóstoles, que se han convertido
en hermanos míos...
Quiero
contarle detalladamente, Madre querida, cómo Jesús colmó mi deseo, e incluso
lo superó, pues yo sólo deseaba un hermano sacerdote que se acordase de mí a
diario en el altar santo.
Fue
nuestra Madre santa Teresa quien, en 1895, me envió como ramillete de fiesta a
mi primer hermanito28.
Estaba yo en el lavadero, muy ocupada en mi faena, cuando la madre Inés de
Jesús me llamó aparte y me leyó una carta que acababa de recibir. Se trataba
de un joven seminarista que, inspirado por santa Teresa -decía él-, pedía una
hermana que se dedicase especialmente a la salvación de su alma y que, cuando
fuese misionero, le ayudase con sus oraciones y sacrificios a salvar muchas
almas. Por su parte, él prometía tener siempre un recuerdo por la que fuese su
hermana cuando pudiera ofrecer el santo sacrificio. Y la madre Inés de Jesús
me dijo que quería que fuese yo la hermana de ese futuro misionero.
[32rº]
Imposible, Madre, decirle la dicha que sentí. El ver mi deseo colmado de manera
inesperada hizo nacer en mi corazón una alegría que yo llamaría infantil,
pues tengo que remontarme a los días de mi niñez para encontrarme con el
recuerdo de unas alegrías tan intensas que el alma es demasiado pequeña para
contenerlas.
Hacía
muchos años que no saboreaba esta clase de felicidad. Sentía que, en ese
aspecto, mi alma estaba sin estrenar. Era como si alguien hubiese pulsado por
primera vez en ella unas cuerdas musicales hasta entonces olvidadas.
Sabía
las obligaciones que asumía, así que puse manos a la obra, tratando de
redoblar mi fervor. Tengo que confesar que al principio no conté con ningún
consuelo que estimulara mi celo. Mi hermanito, tras escribir una carta preciosa,
muy emotiva y llena de nobles sentimientos, para darle las gracias a la madre
Inés de Jesús, no dio más señales de vida hasta el mes de julio siguiente,
excepto una tarjeta que envió en el mes de noviembre para decirnos que se
incorporaba al servicio militar.
Dios
le reservaba a usted, Madre querida, la consumación de la obra comenzada. Es
muy cierto que a los misioneros podemos ayudarlos por medio de la oración y el
sacrificio. Pero a veces, cuando Jesús quiere unir dos almas para su gloria,
permite que de tanto en tanto puedan comunicarse sus pensamientos y animarse
así mutuamente a amar más a Dios.
Pero
para ello se requiere la voluntad expresa de la autoridad, pues me parece que de
lo contrario esa correspondencia haría más mal que bien, si no al misionero,
sí al menos a la carmelita, llamada de continuo por su género de vida [32vº]
a vivir replegada sobre sí misma. Y entonces esa correspondencia (incluso
esporádica) pedida por ella, en vez de unirla a Dios, ocuparía su espíritu;
imaginándose el oro y el moro, no haría otra cosa que buscarse, bajo color de
celo, una distracción inútil.
A
mi modo de ver, ocurre con esto como con todo lo demás. Creo que, para que mis
cartas hagan provecho, he de escribirlas por obediencia y experimentar, al
escribirlas, más repugnancia que placer.
De
la misma manera, cuando hablo con una novicia, procuro hacerlo mortificándome y
evito hacerle preguntas que puedan satisfacer mi curiosidad. Si ella empieza a
hablar de una cosa interesante y luego, sin terminar la primera, pasa a otra que
me aburre, me guardo muy bien de recordarle el tema que ha dejado a un lado,
pues creo que no se puede hacer bien alguno cuando uno se busca a sí mismo.
Madre
querida, veo que nunca me corregiré. Una vez más, con mis disertaciones, me he
ido muy lejos del tema que estaba tratando. Le ruego que me perdone, y disculpe
si a la primera ocasión vuelvo a caer otra vez, pues no lo puedo remediar....
Usted
hace como Dios, que nunca se cansa de escucharme cuando le cuento con sencillez
mis penas y mis alegrías como si él no las conociera ya... Usted, Madre,
también conoce desde hace mucho tiempo lo que pienso y todos los
acontecimientos un poco señalados de mi vida, por lo que no puede contarle nada
nuevo.
Cuando
pienso que le estoy escribiendo pormenorizadamente tantas cosas que usted conoce
tan bien como yo, no puedo evitar la risa. [33rº] En fin, Madre querida, no
hago más que obedecerla. Y si ahora no le encuentra el menor interés a leer
estas páginas, quizás le sirvan de distracción en los días de su vejez y la
ayuden también a avivar el fuego del amor, y así no habré perdido el
tiempo... Pero me divierto hablando como un niño. No crea, Madre, que me
pregunto por la utilidad que pueda tener mi humilde trabajo. Lo hago por
obediencia, y eso me basta. Y si usted lo quemase ante mis ojos antes de leerlo,
no lo sentiría lo más mínimo.
Es
hora ya de que reanude la historia de mis hermanos, que ocupan ahora un lugar
tan importante en mi vida.
Recuerdo
que el año pasado, un día de finales del mes de mayo, usted me mandó llamar
antes de ir al refectorio. Cuando entré en su celda, Madre querida, me latía
muy fuerte el corazón; me preguntaba a mí misma qué sería lo que tenía que
decirme, pues era la primera vez que me mandaba llamar de esa manera. Después
de decirme que me sentara, me hizo esta propuesta: "¿Quieres encargarte de
los intereses espirituales de un misionero29
que se va a ordenar de sacerdote y que partirá dentro de poco"? Y a
continuación, me leyó la carta de ese joven Padre para que supiera exactamente
lo que pedía.
Mi
primer sentimiento fue un sentimiento de alegría, que inmediatamente dio paso
al de miedo. Yo le expliqué, Madre querida, que, al haber ofrecido ya mis
pobres méritos por un futuro apóstol, no creía poder ofrecerlos también por
las intenciones de otro, y que, además, había muchas hermanas mejores que yo,
que podrían responder a sus deseos.
Todas
mis objeciones fueron inútiles. Usted [33vº] me contestó que se podían tener
varios hermanos. Entonces yo le pregunté si la obediencia no podría duplicar
mis méritos. Usted me respondió que sí, añadiendo varias razones que me
hicieron ver que debía aceptar sin ningún escrúpulo un nuevo hermano.
En
el fondo, Madre, yo pensaba igual que usted. Es más: ya que "el celo de
una carmelita debe abarcar el mundo entero", espero, con la gracia de Dios,
ser útil a más de dos misioneros y nunca me olvidaré de rezar por todos, sin
dejar de lado a los simples sacerdotes, cuya misión es a veces tan difícil de
cumplir como la de los apóstoles que predican a los infieles.
En
una palabra, quiero ser hija de la Iglesia30,
como nuestra Madre santa Teresa, y rogar por las intenciones de nuestro Santo
Padre el papa, sabiendo que sus intenciones abarcan todo el universo.
Esta
es la meta global de mi vida. Pero esto no me habría impedido rezar y unirme de
una manera muy especial a la actividad de mis angelitos queridos si ellos
hubiesen sido sacerdotes.
Pues
bien, así es como me he unido espiritualmente a los apóstoles que Jesús me ha
dado por hermanos: todo lo mío es de cada uno de ellos. Sé muy bien que Dios
es demasiado bueno para andarse con repartos. Es tan rico, que me da sin medida
todo lo que le pido... Pero no vaya a creer, Madre, que me pierdo en largas
enumeraciones.
Atráeme,
y correremos
Si
desde que tengo a estos dos hermanos y a mis hermanitas, las novicias, quisiera
pedir para cada alma lo que cada una necesita y detallarlo todo bien, los días
se me harían demasiado cortos y temería olvidarme de alguna cosa importante.
Las
almas sencillas no necesitan usar medios complicados. Y como yo soy una de
ellas, una mañana, durante la acción de gracias, Jesús me inspiró un medio
muy sencillo de cumplir mi misión. Me hizo [34rº] comprender estas palabras
del Cantar de los Cantares: "Atráeme, y correremos tras el olor de tus
perfumes".
¡Oh,
Jesús!, ni siquiera es, pues, necesario decir: Al atraerme a mí, atrae
también a las almas que amo. Esta simple palabra, "Atráeme", basta.
Lo
entiendo, Señor. Cuando un alma se ha dejado fascinar por el perfume
embriagador de tus perfumes, ya no puede correr sola, todas las almas que ama se
ven arrastradas tras de ella. Y eso se hace sin tensiones, sin esfuerzos, como
una consecuencia natural de su propia atracción hacia ti. Como un torrente que
se lanza impetuosamente hacia el océano arrastrando tras de sí todo lo que
encuentra a su paso, así, Jesús mío, el alma que se hunde en el océano sin
riberas de tu amor atrae tras de sí todos los tesoros que posee...
Señor,
tu sabes que yo no tengo más tesoros que las almas que tú has querido unir a
la mía. Estos tesoros tú me los has confiado. Por eso, me atrevo a hacer mías
las palabras que tú dirigiste al Padre celestial la última noche que te vio,
peregrino y mortal, en nuestra tierra. Jesús, Amado mío, yo no sé cuándo
acabará mi destierro... Más de una noche me verá todavía cantar en el
destierro tus misericordias. Pero, finalmente, también para mí llegará la
última noche, y entonces quisiera poder decirte, Dios mío: "Yo te he
glorificado en la tierra, he coronado la obra que me encomendaste. He dado a
conocer tu nombre a los que me diste. Tuyos eran y tú me los diste. Ahora han
conocido que todo lo que me diste procede de ti, porque yo les he comunicado las
palabras que tú me diste, y ellos las han recibido y han creído que tú me has
enviado. Te ruego por éstos que tú me diste y que son tuyos.
[34vº]
Yo no voy a estar ya en el mundo, pero ellos están en el mundo mientras yo voy
a ti. Padre santo, guárdalos en tu nombre a los que me has dado. Ahora voy a
ti, y digo esto mientras estoy en el mundo para que ellos puedan participar
plenamente de mi alegría. No te ruego que los saques del mundo, sino que los
preserves del mal. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Pero no
sólo por ellos ruego, sino también por los que creerán en ti gracias a su
palabra.
Padre,
éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo y que el mundo sepa
que tú los has amado como me has amado a mí".
Sí,
Señor, esto es lo que yo quisiera repetir contigo antes de volar a tus brazos.
¿Es tal vez una temeridad? No, no. Hace ya mucho tiempo que tú me has
permitido ser audaz contigo. Como el padre del hijo pródigo cuando hablaba con
su hijo mayor, tú me dijiste: "Todo lo mío es tuyo". Por tanto, tus
palabras son mías, y yo puedo servirme de ellas para atraer sobre las almas que
están unidas a mí las gracias del Padre celestial.
Pero,
Señor, cuando digo que deseo que los que tú me diste están también donde yo
esté, no pretendo que ellos no puedan llegar a una gloria mucho más alta de la
que quieras darme a mí. Quiero simplemente pedir que un día nos veamos todos
reunidos en tu hermoso cielo.
Tú
sabes, Dios mío, que yo nunca he deseado otra cosa que amarte. No ambiciono
otra gloria. [35rº] Tu amor me ha acompañado desde la infancia, ha ido
creciendo conmigo, y ahora es un abismo cuyas profundidades no puedo sondear.
El
amor llama al amor. Por eso, Jesús mío, mi amor se lanza hacia ti y quisiera
colmar el abismo que lo atrae. Pero, ¡ay!, no es ni siquiera una gota de rocío
perdida en el océano... Para amarme como tú me amas, necesito pedirte prestado
tu propio amor. Sólo entonces encontraré reposo.
Jesús
mío, tal vez sea una ilusión, pero creo que no podrás colmar a un alma de
más amor del que has colmado la mía. Por eso me atrevo a pedirte que ames a
los que me has dado como me has amado a mí. Si un día en el cielo descubro que
los amas más que a mí, me alegraré, pues desde ahora mismo reconozco que esas
almas merecen mucho más amor que la mía. Pero aquí abajo no puedo concebir
una mayor inmensidad de amor del que te has dignado prodigarme a mí
gratuitamente y sin mérito alguno de mi parte.
Madre
querida, vuelvo a estar con usted. Estoy asombrada de lo que acabo de escribir,
pues no tenía intención de hacerlo. Ya que está escrito, habrá que dejarlo.
Pero
antes de volver a la historia de mis hermanos, quiero decirle, Madre, que las
primeras palabras que he tomado del Evangelio -"Yo les he comunicado las
palabras que tú me diste", etc.- no se las aplico a ellos, sino a mis
hermanitas, pues no me creo capaz de enseñar nada a un misionero. ¡Gracias a
Dios, todavía no soy tan orgullosa como para eso! Ni hubiera sido tampoco capaz
[35vº] de dar ningún consejo a mis hermanas si usted, madre, que representa a
Dios, no me hubiese confiado esa misión.
Pero
sí que pensaba en sus queridos hijos, que son ya mis hermanos, cuando escribía
estas palabras de Jesús y las que va a continuación de ellas: "No te
ruego que los saques del mundo... Te ruego también por los que creerán en ti
gracias a su palabra". En efecto, ¿cómo podría yo dejar de rezar por las
almas que ellos salvarán en sus misiones lejanas mediante el sufrimiento y la
predicación?
Madre,
creo necesario darle alguna explicación más sobre aquel pasaje del Cantar de
los Cantares: "Atráeme y correremos", pues me parece que no quedó
muy claro lo que quería decir.
"Nadie
puede venir a mí, dice Jesús, si no lo trae mi Padre que me ha enviado".
Y a continuación, con parábolas sublimes -y muchas veces incluso sin servirse
de este medio, tan familiar para el pueblo-, nos enseña que basta llamar para
que nos abran, buscar para encontrar, y tender humildemente la mano para recibir
lo que pedimos...Dice también que todo lo que pidamos al Padre en su nombre nos
lo concederá. Sin duda, por eso el Espíritu Santo, antes del nacimiento de
Jesús, dictó esta oración profética: Atráeme y correremos.
¿Qué
quiere decir, entonces, pedir ser atraídos, sino unirnos de una manera íntima
al objeto que nos cautiva el corazón? Si el fuego y el hierro tuvieran
inteligencia, y éste último dijera al otro "Atráeme", ¿no estaría
demostrando que quiere identificarse con el fuego de tal manera que éste lo
penetre [36rº] y lo empape de su ardiente sustancia hasta parecer una sola cosa
con él?
Fin
del Manuscrito C
Madre
querida, ésa es mi oración. Yo pido a Jesús que me atraiga a las llamas de su
amor, que me una tan íntimamente a él que sea él quien viva y quien actúe en
mí. Siento que cuanto más abrase mi corazón el fuego del amor, con mayor
fuerza diré "Atráeme"; y que cuanto más se acerquen las almas a mí
(pobre trocito de hierro, si me alejase de la hoguera divina), más ligeras
correrán tras los perfumes de su Amado.
Porque
un alma abrasada de amor no puede estarse inactiva. Es cierto que, como santa
María Magdalena, permanece a los pies de Jesús, escuchando sus palabras dulces
e inflamadas. Parece que no da nada, pero da mucho más que Marta, que anda
inquieta y nerviosa con muchas cosas y quisiera que su hermana la imitase.
Lo
que Jesús censura no son los trabajos de Marta. A trabajos como ésos se
sometió humildemente su divina Madre durante toda su vida, pues tenía que
preparar la comida de la Sagrada Familia. Lo único que Jesús quisiera corregir
es la inquietud de31
su ardiente anfitriona.
Así
lo entendieron todos los santos, y más especialmente los que han llenado el
universo con la luz de la doctrina evangélica. ¿No fue en la oración donde
san Pablo, san Agustín, san Juan de la Cruz, santo Tomás de Aquino, san
Francisco, santo Domingo y tantos otros amigos ilustres de Dios bebieron aquella
ciencia divina que cautivaba a los más grandes genios?
Un
sabio decía: "Dadme una palanca, un punto de apoyo, y levantaré el
mundo".
Lo
que Arquímedes no pudo lograr, porque su petición no se dirigía a Dios y
porque la hacía desde un punto de vista material, los santos lo lograron
[36vº] en toda su plenitud. El Todopoderoso les dio un punto de apoyo: El
mismo, El solo. Y una palanca: la oración, que abrasa con fuego de amor. Y así
levantaron el mundo. Y así lo siguen levantando los santos que aún militan en
la tierra. Y así lo seguirán levantando hasta el fin del mundo los santos que
vendrán.
Madre
querida, quisiera decirle ahora lo que yo entiendo por el olor de los perfumes
del Amado.
Dado
que Jesús ascendió al cielo, yo sólo puedo seguirle siguiendo las huellas que
él dejó. ¡Pero qué luminosas y perfumadas son esas huellas! Sólo tengo que
poner los ojos en el santo Evangelio para respirar los perfumes de la vida de
Jesús y saber hacia dónde correr... No me abalanzo al primer puesto, sino al
último; en vez de adelantarme con el fariseo, repito llena de confianza la
humilde oración del publicano. Pero, sobre todo, imito la conducta de la
Magdalena. Su asombrosa, o, mejor dicho, su amorosa audacia, que cautiva el
corazón de Jesús, seduce al mío.
Sí,
estoy segura de que, aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que
pueden cometerse, iría, con el corazón roto de arrepentimiento, a echarme en
brazos de Jesús, pues sé cómo ama al hijo pródigo que vuelve a él.
Es
cierto que Dios, en su misericordia preveniente, ha preservado mi alma del
pecado mortal. Pero no es ésa la razón de que yo me eleve a él [37rº] por la
confianza y el amor.
NOTAS
AL MANUSCRITO C (CAPÍTULO XI)
20
Naturalmente, Teresa se abstiene de añadir aquí lo que dijo a su compañera:
Si nuestra Madre nota que has llorado, y te pregunta quién te ha disgustado,
puedes contarle, si quieres, todo lo que acabo de decirte. Prefiero ser mal
mirada por ella y que me eche, si quiere, del convento, antes que faltar a mi
deber (PO p. 430).
21
El despacho de la priora (en realidad de la administradora).
22
En el Ms C Teresa (una vez que ha dejado de lado la terrible confidencia de la
prueba de la fe) aparece relajada y distendida, con la misma naturalidad con que
se expresa en las Ultimas Conversaciones, paradoja viva y muy teresiana de una
enferma grave enfrentada a los más duros sufrimientos (a los que no hace en
todo el manuscrito ni una sola alusión directa).
23
De 1893 a 1896 Teresa cuidó de sus compañeras de noviciado, primero de sor
Marta y sor María Magdalena y después de sor María de la Trinidad y sor
Genoveva (que entraron el 1894) y de sor María de la Eucaristía (agosto de
1895). En un primer tiempo, en 1893, fue ayudante, más o menos oficiosamente,
de la madre María de Gonzaga, para convertirse, a partir de marzo de 1896, en
maestra de novicias, aunque sin llevar ese título.
24
Teresa no podía prever que, después de su muerte, Ana Castel se saldría del
convento y se casaría.
25
Discreta llamada de atención, pues, en efecto, tres meses más tarde esta joven
carmelita tan serena estará muerta: el 22 de junio aún estaba en el jardín en
su coche; el 2 de julio está al límite de sus fuerzas cuando va por última
vez al oratorio; el 6 de julio volverán a aparecer las hemoptisis; el 8, la
bajan a la enfermería; por esas fechas dejará inconcluso el Ms C.
26
Su propia hermana Celina.
27
Idéntica frase unos días después en Cta 253, 2vº. Cf SAN JUAN DE LA CRUZ:
"Cuanto más quiere dar, tanto más hace desear" (Carta a la madre
Leonor de San Gabriel, del 8/7/1589), que encontramos también en el Acto de
ofrenda.
28
El abate Mauricio BarthélemyBellière (18741907), que el 15/10/1895 había
escrito a la madre Inés "en nombre y en la fiesta de la gran santa
Teresa". Huérfano de madre, seminarista de Bayeux y aspirante a misionero,
la víspera de la muerte de Teresa se embarcó para ingresar en Argel en el
noviciado de los Padres Blancos.
29
El P. Adolfo Roulland (18701934), seminarista de las Misiones Extranjeras de
París. Una de sus primeras misas la celebró en el Carmelo el 3/7/1896, y se
embarcó para China.
30
Teresa de Jesús repetía en su lecho de muerte: "Soy hija de la
Iglesia".
31
A partir de esta palabra el texto está escrito a lápiz. El 8 de julio bajan a
Teresa a la enfermería. Escribe todavía algunas líneas, pero la debilidad le
impide terminar el manuscrito.
***
*** ***