MANUSCRITO
DEDICADO
A
LA MADRE MARIA DE GONZAGA
Manuscrito
"C"
CAPÍTULO
X
LA
PRUEBA DE LA FE
(18961897)
[1rº]
J.M.J.T.
Madre
mía querida, me ha manifestado el deseo de que termine de cantar con usted las
misericordias del Señor.
Este
dulce canto había empezado a cantarlo con su hija querida, Inés de Jesús, que
fue la madre a quien Dios encomendó la misión de guiarme en los años de mi
niñez. Con ella, pues, tenía que cantar las gracias otorgadas a la florecita
de la Santísima Virgen en la primavera de su vida.
Pero
ahora que los tímidos rayos de la aurora han dado paso a los ardientes rayos
del mediodía, es con usted con quien debo cantar la felicidad de esa florecilla.
Teresa
y su priora
Sí,
Madre querida, con usted. Y para responder a su deseo, intentaré expresar los
sentimientos de mi alma, mi gratitud a Dios y también a usted que lo representa
visiblemente a mis ojos. ¿No me entregué toda a El precisamente entre sus
manos maternales?
¿Se
acuerda, Madre, de aquel día...? Sí, yo sé que su corazón no lo olvida... En
cuanto a mí, tendré que esperar a estar en el cielo, pues aquí abajo en la
tierra no encuentro palabras para traducir lo que aquel día bendito pasó en mi
corazón.
Madre
querida, hay otro día en que mi alma se unió aún más, si es posible, a la
suya. Fue el día en que Jesús volvió a poner sobre sus hombros la carga del
priorato1.
Aquel día, Madre querida, usted sembró entre lágrimas, pero en el cielo
rebosará de alegría [1vº] al ver sus manos cargadas de preciosas gavillas.
Perdóneme,
Madre, mi sencillez infantil. Yo sé que me va a permitir hablarle sin andar
rebuscando lo que a una joven religiosa le está permitido decirle a su priora.
Tal vez no siempre me mantenga dentro de los límites prescritos a los
súbditos; pero, Madre, me atrevo a decir que la culpa será suya, pues yo la
trato como una hija2,
ya que usted no me trata como priora sino como madre...
Sé
muy bien, Madre querida, que a través de usted me habla Dios.
Muchas
hermanas piensan que usted me ha mimado, que desde mi entrada en el arca santa
no he recibido de usted más que halagos y caricias. Sin embargo, no es así.
En
el cuaderno que contiene mis recuerdos de la infancia, podrá ver lo que pienso
sobre la educación recia y maternal que usted me dio. Desde lo más hondo de mi
corazón le agradezco que no me haya tratado con miramientos. Jesús sabía muy
bien que su florecita necesitaba el agua vivificante de la humillación, que era
demasiado débil para echar raíces sin esa ayuda, y quiso prestársela, Madre,
por medio de usted.
De
un año y medio a esta parte, Jesús ha querido cambiar la forma de hacer crecer
a su florecita; sin duda pensó que estaba ya suficientemente regada, pues ahora
es el sol quien la hace crecer. Jesús no quiere ya para ella más que su
sonrisa divina, y esa sonrisa se la da también por medio de usted, Madre
querida. Y ese dulce sol, lejos de ajar a la florecita, la [2rº] hace crecer de
una manera maravillosa. En el fondo de su cáliz conserva las preciosas gotas de
roció que recibió, y esas gotas le recuerdan incesantemente que es pequeña y
débil...
Ya
pueden todas las criaturas inclinarse hacia ella, admirarla, colmarla de
alabanzas. No sé por qué, pero nada de eso lograría añadir ni una gota de
falsa alegría a la verdadera alegría que saborea en su corazón al ver lo que
es en realidad a los ojos de Dios: una pobre nada, y sólo eso.
Digo
que no sé por qué, ¿pero no será porque hasta tanto que su pequeño cáliz
no estuvo lo suficientemente lleno del rocío de la humillación, se vio privada
del agua de las alabanzas? Ahora ya no existe ese peligro; al contrario, a la
florecita le parece tan delicioso el rocío que la llena, que no lo cambiaría
por el agua insípida de los halagos.
No
quiero hablar, Madre querida, de las muestras de amor y de confianza que usted
me ha dado3.
Pero no piense que el corazón de su hija sea insensible a ellas. Lo que pasa es
que sé muy bien que ahora no tengo nada que temer; al contrario, puedo gozarme
de ellas, atribuyendo a Dios todo lo bueno que él ha querido poner en mí. Si a
él le gusta hacerme parecer mejor de lo que soy, no es cosa mía, es muy libre
de hacer lo que quiera...
¡Por
qué caminos tan diferentes, Madre, lleva el Señor a las almas! En la vida de
los santos, vemos que hay muchos que no han querido dejar nada de sí mismos
[2vº] después de su muerte: ni el menor recuerdo, ni el menor escrito; hay
otros, en cambio, como nuestra Madre santa Teresa, que han enriquecido a la
Iglesia con sus sublimes revelaciones, sin temor alguno a revelar los secretos
del Rey, a fin de que sea más conocido y más amado de las almas.
¿Cuál
de estos dos tipos de santo agrada más a Dios? Me parece, Madre, que ambos le
agradan por igual, pues todos ellos han seguido las mociones del Espíritu
Santo, y el Señor dijo: Decid al justo que todo está bien. Sí, cuando sólo
se busca la voluntad de Jesús, todo está bien. Por eso, yo, pobre florecita,
obedezco a Jesús tratando de complacer a mi Madre querida.
Usted,
Madre, sabe bien que yo siempre he deseado ser santa. Pero, ¡ay!, cuando me
comparo con los santos, siempre constato que entre ellos y yo existe la misma
diferencia que entre una montaña cuya cumbre se pierde en el cielo y el oscuro
grano que los caminantes pisan al andar. Pero en vez de desanimarme, me he dicho
a mí misma: Dios no puede inspirar deseos irrealizables4;
por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad. Agrandarme
es imposible; tendré que soportarme tal cual soy, con todas mis imperfecciones.
Pero quiero buscar la forma de ir al cielo por un caminito muy recto y muy
corto, por un caminito totalmente nuevo.
El
ascensor divino
Estamos
en un siglo de inventos. Ahora no hay que tomarse ya el trabajo de subir los
peldaños de una [3rº] escalera: en las casas de los ricos, un ascensor la
suple ventajosamente.
Yo
quisiera también encontrar un ascensor para elevarme hasta Jesús, pues soy
demasiado pequeña para subir la dura escalera de la perfección. Entonces
busqué en los Libros Sagrados algún indicio del ascensor, objeto de mi deseo,
y leí estas palabras salidas de la boca de Sabiduría eterna: El que sea
pequeñito, que venga a mí.
Y
entonces fui, adivinando que había encontrado lo que buscaba. Y queriendo
saber, Dios mío, lo que harías con el que pequeñito que responda a tu
llamada, continué mi búsqueda, y he aquí lo que encontré: Como una madre
acaricia a su hijo, así os consolaré yo; os llevaré en mis brazos y sobre mis
rodillas os meceré.
Nunca
palabras más tiernas ni más melodiosas alegraron mi alma ¡El ascensor que ha
de elevarme hasta el cielo son tus brazos, Jesús! Y para eso, no necesito
crecer; al contrario, tengo que seguir siendo pequeña, tengo que
empequeñecerme más y más.
Tú,
Dios mío, has rebasado mi esperanza, y yo quiero cantar tus misericordias:
"Me instruiste desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas, y las
seguiré publicando hasta mi edad más avanzada". Sal. LXX.
¿Cuál
será para mí esta edad avanzada? Me parece que podría ser ya ahora, pues dos
mil años no son más a los ojos de Dios que veinte años..., que un solo
día...
No
piense, Madre querida, que su hija quiera dejarla... No crea que estime como una
[3vº] gracia mayor morir en la aurora de la vida que al atardecer. Lo que ella
estima, lo único que desea es agradar a Jesús... Ahora que él parece
acercarse a ella para llevarla a la morada de su gloria, su hija se alegra. Hace
ya mucho que ha comprendido que Dios no tiene necesidad de nadie (y mucho menos
de ella que de los demás) para hacer el bien en la tierra.
Perdóneme,
Madre, si la estoy poniendo triste..., me gustaría tanto alegrarla... Pero si
sus oraciones no son escuchadas en la tierra, si Jesús separa durante algunos
días a la Madre de la hija, ¿cree que esas oraciones no serán escuchadas en
el cielo...?
Yo
sé que su deseo es que yo realice junto a usted una misión muy5
dulce y muy fácil. ¿Pero no podría concluirla desde el cielo...? Como un día
Jesús dijo a san Pedro, también usted le dijo a su hija: "Apacienta mis
corderos". Y yo me quedé atónita, y le dije que "era demasiado
pequeña...", y le pedí que apacentase usted misma a sus corderitos, y que
me cuidase también a mí y me concediera la gracia de pastar con ellos. Y
usted, Madre querida, respondiendo en parte a mi justo deseo, cuidó de los
corderitos a la vez que de las ovejas6,
encargándome a mí de llevarlos a ellos con frecuencia a pacer a la sombra, de
enseñarles las hierbas mejores y las más nutritivas, y también de mostrarles
las flores de brillantes colores que nunca deben tocar a no ser para aplastarlas
con sus pies...
Usted
no ha temido, Madre querida, que yo extraviase a sus corderitos. Ni mi
inexperiencia ni mi [4rº] juventud la han asustado. Tal vez se acordó de que
el Señor se suele complacer en conceder la sabiduría a los pequeños, y de que
un día, exultante de gozo, bendijo a su Padre por haber escondido sus secretos
a los sabios y entendidos y habérselas revelado a los más pequeños.
Usted,
Madre, sabe bien que son muy pocas las almas que no miden el poder divino por la
medida de sus cortos pensamientos y que quieren que haya excepciones a todo en
la tierra. ¡Sólo Dios no tiene derecho alguno a hacerlas! Sé que hace mucho
tiempo que entre los humanos se practica esta forma de medir la experiencia por
los años, pues ya el santo rey David en su adolescencia cantaba al Señor:
"Soy joven y despreciado". Sin embargo, no teme decir en ese mismo
salmo 118: "Soy más sagaz que los ancianos, porque busco tu voluntad... Tu
palabra es lámpara para mis pasos... Estoy dispuesto para cumplir tus mandatos,
y nada me turba..."
Madre
querida, usted no tuvo reparo en decirme un día que Dios iluminaba mi alma, que
hasta me daba la experiencia de los años... Madre, yo soy demasiado pequeña
para sentir vanidad, soy demasiado pequeña también para hacer frases bonitas
con el fin de hacerle creer que tengo una gran humildad. Prefiero reconocer con
toda sencillez que el Todopoderoso ha hecho obras grandes en el alma de la hija
de su divina Madre, y que la más grande de todas es haberle hecho ver su
pequeñez, su impotencia.
[4vº]
Madre querida, usted sabe cómo Dios ha querido que mi alma pasara por muchas
clases de pruebas. He sufrido mucho desde que estoy en la tierra. Pero si en mi
niñez sufría con tristeza, ahora ya no sufro así: lo hago con alegría y con
paz, soy realmente feliz de sufrir.
Madre,
muy bien tiene que conocer usted todos los secretos de mi alma para no sonreír
al leer estas líneas. Pues, a juzgar por las apariencias, ¿existe acaso un
alma menos probada que la mía? Pero ¡qué extrañada se quedaría mucha gente
si la prueba que desde hace un año vengo sufriendo apareciese ante sus ojos...!
Usted,
Madre querida, conoce ya esta prueba. Sin embargo, quiero volver a hablarle de
ella, pues la considero como una gracia muy grande que he recibido durante su
bendito priorato.
Primeras
hemoptisis
El
año pasado, Dios me concedió el consuelo de observar los ayunos de cuaresma en
todo su rigor. Nunca me había sentido tan fuerte, y estas fuerzas se
mantuvieron hasta Pascua.
Sin
embargo, el día de Viernes Santo7
Jesús quiso darme la esperanza de ir pronto a verle en el cielo... ¡Qué dulce
es el recuerdo que tengo de ello...! Después de haberme quedado hasta media
noche ante el monumento, volví a nuestra celda. Pero apenas había apoyado la
cabeza en la almohada, cuando sentí como un flujo que subía, que me subía
borboteando hasta los labios.
Yo
no sabía lo que era, pero pensé que a lo mejor me iba a morir, y mi alma se
sintió inundada [5rº] de gozo... Sin embargo, como nuestra lámpara estaba
apagada, me dije a mí misma que tendría que esperar hasta la mañana para
cerciorarme de mi felicidad, pues me parecía que lo que había vomitado era
sangre.
La
mañana no se hizo esperar mucho, y lo primero que pensé al despertarme fue que
iba a descubrir algo muy hermoso. Acercándome a la ventana, pude comprobar que
no me había equivocado..., ¡y mi alma se llenó de una enorme alegría! Estaba
íntimamente convencida de que Jesús, en el aniversario de su muerte, quería
hacerme oír una primera llamada. Era como un tenue y lejano murmullo que me
anunciaba la llegada del Esposo...
Asistí
con gran fervor a Prima y al capítulo de los perdones8.
Estaba impaciente porque me llegara el turno, para, al pedirle perdón, Madre
querida, poder confiarle mi esperanza y mi felicidad. Pero añadí que no
sufría lo más mínimo (lo cual era muy cierto), y le pedí, Madre, que no me
diese nada especial. Y, en efecto, tuve la alegría de pasar el Viernes Santo
como deseaba. Nunca me parecieron tan deliciosas las austeridades del Carmelo.
La esperanza de ir al cielo me volvía loca de alegría.
Cuando
llegó la noche de aquel venturoso día, nos fuimos a descansar. Pero, como la
noche anterior, Jesús me dio la misma señal de que mi entrada en la vida
eterna no estaba lejos...
La
mesa de los pecadores
Yo
gozaba por entonces de una fe tan viva y tan clara, que el pensamiento del cielo
constituía toda mi felicidad. No me cabía en la cabeza [5vº] que hubiese
incrédulos que no tuviesen fe. Me parecía que hablaban por hablar cuando
negaban la existencia del cielo, de ese hermoso cielo donde el mismo Dios
quería ser su eterna recompensa.
Durante
los días tan gozosos del tiempo pascual, Jesús me hizo conocer por experiencia
que realmente hay almas que no tienen fe, y otras que, por abusar de la gracia,
pierden ese precioso tesoro, fuente de las única alegrías puras y verdaderas.
Permitió
que mi alma se viese invadida por las más densas tinieblas, y que el
pensamiento del cielo, tan dulce para mí, sólo fuese en adelante motivo de
lucha y de tormento...
Esta
prueba no debía durar sólo unos días, o unas semanas: no se extinguirá hasta
la hora marcada por Dios..., y esa hora no ha sonado todavía...
Quisiera
poder expresar lo que siento, pero, ¡ay!, creo que es imposible. Es preciso
haber peregrinado por este negro túnel para comprender su oscuridad. Trataré,
sin embargo, de explicarlo con una comparación.
Me
imagino que he nacido en un país cubierto de espesa niebla, y que nunca he
contemplado el rostro risueño de la naturaleza inundada de luz y transfigurada
por el sol radiante. Es cierto que desde la niñez estoy oyendo hablar de esas
maravillas. Sé que el país en el que vivo no es mi patria y que hay otro al
que debo aspirar sin cesar. Esto no es una historia inventada por un habitante
del triste país donde me encuentro, sino que es una verdadera realidad, porque
el Rey de aquella patria del sol radiante ha venido a vivir 33 años [6rº] en
el país de la tinieblas.
Las
tinieblas, ¡ay!, no supieron comprender que este Rey divino era la luz del
mundo... Pero tu hija, Señor, ha comprendido tu divina luz y te pide perdón
para sus hermanos. Acepta comer el pan del dolor todo el tiempo que tú quieras,
y no quiere levantarse de esta mesa repleta de amargura, donde comen los pobres
pecadores, hasta que llegue el día que tú tienes señalado... ¿Y no podrá
también decir en nombre de ellos, en nombre de sus hermanos: Ten compasión de
nosotros, Señor, porque somos pecadores...? ¡Haz, Señor, que volvamos
justificados...! Que todos los que no viven iluminados por la antorcha luminosa
de la fe la vean, por fin, brillar...
¡Oh,
Jesús!, si es necesario que un alma que te ama purifique la mesa que ellos han
manchado, yo acepto comer sola en ella el pan de la tribulación hasta que
tengas a bien introducirme en tu reino luminoso... La única gracia que te pido
es la de no ofenderte jamás...
Madre
querida, esto que le estoy escribiendo no tiene la menor ilación. Mi pequeña
historia, que se parecía a un cuento de hadas, se ha cambiado de pronto en
oración.
Yo
no sé qué interés pueda usted encontrar en leer todos estos pensamientos
confusos y mal expresados. De todas maneras, Madre, no escribo para hacer una
obra literaria, sino por obediencia. Si la aburro, verá al menos que su hija ha
dado pruebas de su buena voluntad. Voy, pues, [6vº] a continuar con mi
comparación, sin desanimarme, desde el punto en que la dejé.
Decía
que desde niña crecí con la convicción de que un día me iría lejos de aquel
país triste y tenebroso. No sólo creía por lo que oía decir a personas más
sabias que yo, sino porque en el fondo de mi corazón yo misma sentía profundas
aspiraciones hacia una región más bella. Lo mismo que a Cristóbal Colón su
genio le hizo intuir que existía un nuevo mundo, cuando nadie había soñado
aún con él, así yo sentía que un día otra tierra me habría de servir de
morada permanente.
Pero
de pronto, las nieblas que me rodean se hacen más densas, penetran en mi alma y
la envuelven de tal suerte, que me es imposible descubrir en ella la imagen tan
dulce de mi patria. ¡Todo ha desaparecido...! Cuando quiero que mi corazón,
cansado por las tinieblas que lo rodean, descanse con el recuerdo del país
luminoso por el que suspira, se redoblan mis tormentos. Me parece que las
tinieblas, adoptando la voz de los pecadores, me dicen burlándose de mí:
"Sueñas con la luz, con una patria aromada con los más suaves perfumes;
sueñas con la posesión eterna del Creador de todas esas maravillas; crees que
un día saldrás de las nieblas que te rodean. ¡Adelante, adelante! Alégrate
de la muerte, que te dará, no lo que tú esperas, sino una noche más profunda
todavía, la noche de la nada".
[7rº]
Madre querida, la imagen que he querido darle de las tinieblas que oscurecen mi
alma es tan imperfecta como un boceto comparado con el modelo. Sin embargo, no
quiero escribir más, por temor a blasfemar... Hasta tengo miedo de haber dicho
demasiado...
Que
Jesús me perdone si le he disgustado. Pero él sabe muy bien que, aunque yo no
goce de la alegría de la fe, al menos trato de realizar sus obras. Creo que he
hecho más actos de fe de un año a esta parte que durante toda mi vida. Cada
vez que se presenta el combate, cuando los enemigos vienen a provocarme, me
porto valientemente: sabiendo que batirse en duelo es una cobardía, vuelvo la
espalda a mis adversarios sin dignarme siquiera mirarlos a la cara, corro hacia
mi Jesús y le digo que estoy dispuesta a derramar hasta la última gota de mi
sangre por confesar que existe un cielo; le digo que me alegro de no gozar de
ese hermoso cielo aquí en la tierra para que él lo abra a los pobres
incrédulos por toda la eternidad.
Así,
a pesar de esta prueba que me roba todo goce, aún puedo exclamar: "Tus
acciones, Señor, son mi alegría" (Sal XCI). Porque ¿existe alegría
mayor que la de sufrir por tu amor...? Cuanto más íntimo es el sufrimiento,
tanto menos aparece a los ojos de las criaturas y más te alegra a ti, Dios
mío. Pero si, por un imposible, ni tú mismo llegases a conocer mi sufrimiento,
yo aún me sentiría feliz de padecerlo si con él pudiese impedir o reparar un
solo pecado contra la fe...
[7vº]
Madre querida, quizás le parezca que estoy exagerando mi prueba. En efecto, si
usted juzga por los sentimientos que expreso en las humildes poesías que he
compuesto durante este año, debo de parecerle un alma llena de consuelos, para
quien casi se ha rasgado ya el velo de la fe. Y sin embargo, no es ya un velo
para mí, es un muro que se alza hasta los cielos y que cubre el firmamento
estrellado...
Cuando
canto la felicidad del cielo y la eterna posesión de Dios, no experimento la
menor alegría, pues canto simplemente lo que quiero creer. Es cierto que, a
veces, un rayo pequeñito de sol viene a iluminar mis tinieblas, y entonces la
prueba cesa un instante. Pero luego, el recuerdo de ese rayo, en vez de causarme
alegría, hace todavía más densas mis tinieblas.
Nunca,
Madre, he experimentado tan bien como ahora cuán compasivo y misericordioso es
el Señor: él no me ha enviado esta prueba hasta el momento en que tenía
fuerzas para soportarla; antes, creo que me hubiese hundido en el desánimo...
Ahora hace que desaparezca todo lo que pudiera haber de satisfacción natural en
el deseo que yo tenía del cielo... Madre querida, ahora me parece que nada me
impide ya volar, pues no tengo ya grandes deseos, a no ser el de amar hasta
morir de amor... (9 de junio)9.
[8rº]
Madre querida, estoy completamente asombrada de lo que le escribí ayer. ¡Qué
garabatos...! Me temblaba tanto la mano, que no pude continuar, y ahora lamento
hasta haber intentado seguir escribiendo. Espero poder hacerlo hoy de manera
más legible, pues ya no estoy en la cama, sino en un precioso silloncito todo
blanco.
Veo,
Madre, que todo esto que le digo no tiene la menor ilación; pero antes de
hablarle del pasado, siento la necesidad de hablarle de mis sentimientos
actuales, pues más tarde quizás los haya olvidado
Quiero,
ante todo, decirle cómo me conmueven todas sus delicadezas maternales. Créame,
Madre querida, el corazón de su hija desborda de gratitud y nunca olvidará lo
mucho que le debe...
Madre,
lo que más me ha emocionado de todo es la novena que está haciendo a nuestra
Señora de las Victorias, son las Misas que ha encargado decir para obtener mi
curación. Siento que todos esos tesoros espirituales hacen un gran bien a mi
alma.
Al
empezar la novena, yo le decía, Madre, que la Santísima Virgen tenía que
curarme o bien llevarme al cielo, pues me parecía muy triste para usted y para
la comunidad tener que cargar con una joven religiosa enferma. Ahora acepto
estar toda la vida enferma, si eso le agrada a Dios, y me resigno incluso a que
mi vida sea muy larga. La única gracia [8vº] que deseo es que mi vida acabe
rota por el amor.
No,
no temo una vida larga, no rehúso el combate, pues el Señor es la roca sobre
la que me alzo, que adiestra mis manos para el combate, mis dedos para la pelea,
él es mi escudo, yo confío en él (Sal CXLIII). Por eso, nunca he pedido a
Dios morir joven10,
aunque es cierto que siempre he esperado que fuera ésa su voluntad.
Muchas
veces el Señor se conforma con nuestros deseos de trabajar por su gloria, y
usted sabe, Madre mía, que mis deseos son muy grandes. También sabe que Jesús
me ha presentado más de un cáliz amargo y que lo ha alejado de mis labios
antes de que lo bebiera, pero no sin antes darme a probar su amargura.
Madre
querida, tenía razón el santo rey David cuando cantaba: Ved qué dulzura, qué
delicia convivir los hermanos unidos. Es verdad, y yo lo he experimentado muchas
veces, pero esa unión tiene que realizarse en la tierra a base de sacrificios.
Yo no vine al Carmelo para vivir con mis hermanas, sino sólo por responder a la
llamada de Jesús. Intuía claramente que vivir con las propias hermanas, cuando
una no quiere hacer la menor concesión a la naturaleza, iba a ser un motivo de
continuo sacrificio,
¿Cómo
se puede decir que es más perfecto alejarse de los suyos...? ¿Se les ha
reprochado alguna vez a los hermanos que combatan en el mismo campo de batalla?
¿Se les ha reprochado el volar juntos a recoger la palma del martirio...? Al
contrario, se ha pensado, [9rº] y con razón, que se animaban mutuamente, pero
también que el martirio de cada uno de ellos se convertía en el martirio de
todos los demás.
Lo
mismo ocurre en la vida religiosa, a la que los teólogos llaman martirio. El
corazón, al entregarse a Dios, no pierde su cariño natural; al contrario, ese
cariño crece al hacerse más puro y más divino.
Madre
querida, con este cariño la amo yo a usted y amo a mis hermanas. Soy feliz de
combatir en familia11
por la gloria del Rey de los cielos. Pero estoy dispuesta también a volar a
otro campo de batalla, si el divino General me expresa su deseo de que lo haga.
No haría falta una orden, bastaría una mirada, una simple señal.
La
vocación misionera
Desde
mi entrada en el arca bendita, siempre he pensado que si Jesús no me llevaba
muy pronto al cielo, mi suerte sería la misma que la de la palomita de Noé:
que un día el Señor abriría la ventana del arca y me mandaría volar muy
lejos, muy lejos, hacia las riberas infieles, llevando conmigo la ramita de
olivo.
Este
pensamiento, Madre, ha hecho que mi alma creciera, y me ha hecho cernerme por
encima de todo lo creado. Comprendí que incluso en el Carmelo podía haber
separaciones y que sólo en el cielo la unión será completa y eterna. Y
entonces quise que mi alma habitase en el cielo y que sólo de lejos mirase las
cosas de la tierra. Acepté no sólo desterrarme yo a un pueblo desconocido,
sino que también -lo cual me resultaba mucho más amargo- acepté el destierro
[9vº] de mis hermanas.
Nunca
olvidaré el 2 de agosto de 1896. Aquel día, que coincidió precisamente con el
de la partida de los misioneros12,
se trató muy en serio de la partida de la madre Inés de Jesús. Yo no hubiera
movido un solo dedo para impedirle partir; sin embargo, sentía una gran
tristeza en mi corazón. Me parecía que su alma, tan sensible y delicada, no
estaba hecha para vivir entre unas almas que no sabrían comprenderla. Otros mil
pensamientos se agolpaban en mi mente. Y Jesús callaba, no increpaba a la
tempestad... Y yo le decía: Dios mío, por tu amor lo acepto todo. Si así lo
quieres, acepto sufrir hasta morir de pena.
Jesús
se contentó con la aceptación. Pero algunos meses después se habló de la
partida de sor Genoveva y de sor María de la Trinidad. Aquélla fue otra clase
de sufrimiento, muy íntimo, muy profundo. Me imaginaba todos los trabajos y
todas las decepciones que iban a tener que sufrir. En una palabra, mi cielo
estaba cargado de nubarrones... Sólo el fondo de mi corazón seguía en calma y
en la paz.
Su
prudencia, Madre querida, supo descubrir la voluntad de Dios, y en su nombre
prohibió a las novicias pensar por el momento en abandonar la cuna de su
infancia religiosa.
No
obstante, usted comprendía sus aspiraciones, pues usted misma, Madre, había
pedido en su juventud ir a Saigón. Ocurre con frecuencia que los deseos de las
madres hallan eco en el alma [10rº] de sus hijas. Y usted sabe, Madre querida,
que su deseo apostólico halla en mi alma un eco fiel. Permítame confiarle por
qué he deseado, y aún sigo deseándolo, si la Santísima Virgen me cura,
cambiar por una tierra extranjera el oasis donde vivo tan feliz bajo su mirada
maternal.
Para
vivir en los Carmelos extranjeros -usted, Madre, me lo dijo- hay que tener una
vocación muy especial. Muchas almas se creen llamadas a ello sin estarlo en
realidad. Usted también me dijo que yo tenía esa vocación, y que el único
obstáculo para ello era mi salud. Sé que, si Dios me llamara a tierras
lejanas, ese obstáculo desaparecería. Por eso, vivo sin la menor inquietud.
Si
un día tuviese que dejar mi querido Carmelo, no lo haría, no, sin dolor.
Jesús no me ha dado un corazón insensible; y justamente porque mi corazón es
capaz de sufrir, deseo que le dé a Jesús todo lo que puede darle. Aquí, Madre
querida, vivo sin la menor preocupación por las cosas de esta tierra miserable;
mi único quehacer es cumplir la dulce y fácil misión que usted me ha
encomendado.
Aquí
me veo colmada de sus atenciones maternales; no sé lo que es la pobreza, pues
nunca me ha faltado nada.
Pero,
sobre todo, aquí me siento amada, por usted y por todas las hermanas, y este
afecto es muy dulce para mí.
Por
eso sueño con un monasterio donde nadie me conociese, donde tuviese que sufrir
la pobreza, la falta de cariño, en una palabra, el destierro del corazón.
No,
la razón para abandonar todo esto que tanto amo no sería la de prestar una
serie de servicios al Carmelo que [10vº] quisiera recibirme. Ciertamente,
haría todo lo que dependiese de mí; pero conozco mi incapacidad13
y sé que, aun haciendo todo lo posible, no lograría hacer nada de provecho,
pues, como decía hace un momento, no tengo el menor conocimiento de las cosas
de la tierra. Mi único objetivo sería, pues, hacer la voluntad de Dios y
sacrificarme por él de la manera que a él más le agradase.
Estoy
segura de que no sufriría la menor decepción, pues cuando se espera un
sufrimiento puro y sin mezcla de ninguna clase, la menor alegría resulta una
sorpresa inesperada. Y además, usted sabe, Madre, que el mismo sufrimiento,
cuando se lo busca como el más preciado tesoro, se convierte en la mayor de las
alegrías.
No,
tampoco quiero partir con la intención de gozar del fruto de mis trabajos. Si
eso fuera lo que busco, no sentiría esta dulce paz que me inunda, e incluso
sufriría por no poder hacer realidad mi vocación en las lejanas misiones.
Hace
ya mucho tiempo que no me pertenezco a mí misma, vivo totalmente entregada a
Jesús. Por lo tanto, él es libre de hacer de mí lo que le plazca. El me dio
la vocación del destierro total, y me hizo comprender todos los sufrimientos
que en el iba a encontrar, preguntándome si quería beber ese cáliz hasta las
heces. Yo quise coger sin tardanza esa copa que Jesús me ofrecía; pero él,
retirando la mano, me dio a entender que se conformaba con mi aceptación.
[11rº]
¡De cuántas inquietudes nos libramos, Madre mía, al hacer el voto de
obediencia! ¡Qué dichosas son las simples religiosas! Al ser su única
brújula la voluntad de los superiores, tienen siempre la seguridad de estar en
el buen camino. No tienen por qué temer equivocarse, aun cuando les parezca
seguro que los superiores se equivocan.
Pero
cuando dejamos de mirar a esa brújula infalible, cuando nos separamos del
camino que ella nos señala, bajo pretexto de cumplir la voluntad de Dios, que
no ilumina bien a los que sin embargo están en su lugar, entonces el alma se
extravía por áridos caminos en los que pronto le faltará el agua de la
gracia.
Madre
queridísima, usted es la brújula que Jesús me ha dado para guiarme con
seguridad a las riberas eternas. ¡Qué bueno es para mí fijar en usted la
mirada y luego cumplir la voluntad del Señor! Desde que él permitió que
sufriese tentaciones contra la fe, ha hecho crecer enormemente en mi corazón el
espíritu de fe, que me hace ver en usted, no sólo a una madre que me ama y a
quien amo, sino que, sobre todo, me hace ver a Jesús que vive en su alma y que
me comunica por medio de usted su voluntad.
Sé
muy bien, Madre, que usted me trata como a un alma débil, como a una niña
mimada; por eso, no me resulta pesado cargar con el yugo de la obediencia. Pero,
a juzgar por lo que siento en el fondo del corazón, creo que no cambiaría de
conducta y que el amor que le tengo no sufriría merma alguna aunque [11vº] me
tratase con severidad, pues seguiría pensando que era voluntad de Jesús que
usted actuase así para el mayor bien de mi alma.
La
caridad
Este
año, Madre querida, Dios me ha concedido la gracia de comprender lo que es la
caridad. Es cierto que también antes la comprendía, pero de manera imperfecta.
No había profundizado en estas palabras de Jesús: "El segundo mandamiento
es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo".
Yo
me dedicaba sobre todo a amar a Dios. Y amándolo, comprendí que mi amor no
podía expresarse tan sólo en palabras, porque: "No todo el que me dice
Señor, Señor entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la
voluntad de Dios". Y esta voluntad, Jesús la dio a conocer muchas veces,
debería decir que casi en cada página de su Evangelio. Pero en la última
cena, cuando sabía que el corazón de sus discípulos ardía con un amor más
vivo hacia él, que acababa de entregarse a ellos en el inefable misterio de la
Eucaristía, aquel dulce Salvador quiso darles un mandamientos nuevo. Y les
dijo, con inefable ternura: os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a
otros, que os améis unos a otros igual que yo os he amado. La señal por la que
conocerán todos que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros.
[12rº]
¿Y cómo amó Jesús a sus discípulos, y por qué los amó? No, no eran sus
cualidades naturales las que podían atraerle. Entre ellos y él la distancia
era infinita. El era la Ciencia, la Sabiduría eterna; ellos eran unos pobres
pescadores, ignorantes y llenos de pensamientos terrenos. Sin embargo, Jesús
los llama sus amigos, sus hermanos. Quiere verles reinar con él en el reino de
su Padre, y, para abrirles las puertas de ese reino, quiere morir en una cruz,
pues dijo: Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
Madre
querida, meditando estas palabras de Jesús, comprendí lo imperfecto que era mi
amor a mis hermanas y vi que no las amaba como las ama Dios. Sí, ahora
comprendo que la caridad perfecta consiste en soportar los defectos de los
demás, en no extrañarse de sus debilidades, en edificarse de los más
pequeños actos de virtud que les veamos practicar. Pero, sobre todo, comprendí
que la caridad no debe quedarse encerrada en el fondo del corazón: Nadie, dijo
Jesús, enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para
ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de la casa.
Yo
pienso que esa lámpara representa a la caridad, que debe alumbrar y alegrar, no
sólo a los que me son más queridos, sino a todos los que están en la casa,
sin exceptuar a nadie.
Cuando
el Señor mandó a su pueblo amar al prójimo [12vº] como a sí mismo, todavía
no había venido a la tierra. Por eso, sabiendo bien hasta qué grado se ama uno
a sí mismo, no podía pedir a sus criaturas un amor mayor al prójimo. Pero
cuando Jesús dio a sus apóstoles un mandamiento nuevo -su mandamiento, como lo
llama más adelante-, ya no habla de amar al prójimo como a uno mismo, sino de
amarle como él, Jesús, le amó y como le amará hasta la consumación de los
siglos...
Yo
sé, Señor, que tú no mandas nada imposible. Tú conoces mejor que yo mi
debilidad, mi imperfección. Tú sabes bien que yo nunca podría amar a mis
hermanas como tú las amas, si tú mismo, Jesús mío, no las amaras también en
mí. Y porque querías concederme esta gracia, por eso diste un mandamiento
nuevo...
¡Y
cómo amo este mandamiento, pues me da la certeza de que tu voluntad es amar tú
en mí a todos los que me mandas amar...!
Sí,
lo se: cuando soy caritativa, es únicamente Jesús quien actúa en mí. Cuanto
más unida estoy a él, más amo a todas mis hermanas. Cuando quiero hacer que
crezca en mí ese amor, y sobre todo cuando el demonio intenta poner ante los
ojos de mi alma los defectos de tal o cual hermana que me cae menos simpática,
me apresuro a buscar sus virtudes y sus buenos deseos, pienso que si la he visto
caer una vez, puede haber conseguido un gran [13rº] número de victorias que
oculta por humildad, y que incluso lo que a mí me parece una falta puede muy
bien ser, debido a la recta intención, un acto de virtud. Y no me cuesta
convencerme de ello, pues yo misma viví un día una experiencia que me
demostró que no debemos juzgar a los demás..
Fue
durante la recreación. La portera tocó dos campanadas, había que abrir la
puerta de clausura a unos obreros para que metieran unos árboles destinados al
belén. La recreación no estaba animada, pues faltaba usted, Madre querida.
Así que pensé que me gustaría mucho que me mandasen como tercera; y justo la
madre subpriora me dijo que fuese yo a prestar ese servicio, o bien la hermana
que estaba a mi lado. Inmediatamente comencé a desatarme el delantal, pero muy
despacio para que mi compañera pudiese quitarse el suyo antes que yo, pues
pensaba darle un gusto dejándola hacer de tercera. La hermana que suplía a la
procuradora nos miraba riendo, y, al ver que yo me había levantado la última,
me dijo: Ya sabía yo que no eras tú quien iba a ganarse una perla para tu
corona, ibas demasiado despacio...
Toda
la comunidad, a no dudarlo, pensó que yo había actuado siguiendo mi impulso
natural. Pero es increíble el bien que una cosa tan insignificante hizo a mi
alma y lo comprensiva que me volvió ante las debilidades de las demás.
Eso
mismo me impide también tener vanidad cuando me juzgan favorablemente, pues
razono así: Si mis pequeños actos de virtud los toman por imperfecciones, lo
mismo pueden [13vº] engañarse tomando por virtud lo que sólo es
imperfección. Entonces digo con san Pablo: Para mí, lo de menos es que me pida
cuentas un tribunal humano; ni siquiera yo me pido cuentas. Mi juez es el
Señor. Por eso, para que el juicio del Señor me sea favorable, o, mejor,
simplemente para no ser juzgada, quiero tener siempre pensamientos caritativos,
pues Jesús nos dijo: No juzguéis, y no os juzgarán.
Madre,
al leer lo que acabo de escribir, usted podría pensar que la práctica de la
caridad no me resulta difícil. Es cierto que, desde hace algunos meses, ya no
tengo que luchar para practicar esta hermosa virtud. No quiero decir con esto
que no cometa algunas faltas. No, soy demasiado imperfecta para eso. Pero cuando
caigo, no me cuesta mucho levantarme, porque en un cierto combate conseguí la
victoria, y desde entonces la milicia celestial viene en mi ayuda, pues no puede
sufrir verme vencida después de haber salido victoriosa en la gloriosa batalla
que voy a tratar de describir.
Hay
en la comunidad una hermana que tiene el don de desagradarme en todo. Sus
modales, sus palabras, su carácter me resultan sumamente desagradables. Sin
embargo, es una santa religiosa, que debe de ser sumamente agradable a Dios.
Entonces,
para no ceder a la antipatía natural que experimentaba, me dije a mí misma que
la caridad no debía consistir en simples sentimientos, sino en obras, y [14rº]
me dediqué a portarme con esa hermana como lo hubiera hecho con la persona a
quien más quiero. Cada vez que la encontraba, pedía a Dios por ella,
ofreciéndole todas sus virtudes y sus méritos.
Sabía
muy bien que esto le gustaba a Jesús, pues no hay artista a quien no le guste
recibir alabanzas por sus obras. Y a Jesús, el Artista de las almas, tiene que
gustarle enormemente que no nos detengamos en lo exterior, sino que penetremos
en el santuario íntimo que él se ha escogido por morada y admiremos su
belleza.
No
me conformaba con rezar mucho por esa hermana que era para mí motivo de tanta
lucha. Trataba de prestarle todos los servicios que podía; y cuando sentía la
tentación de contestarle de manera desagradable, me limitaba a dirigirle la
más encantadora de mis sonrisas y procuraba cambiar de conversación, pues,
como dice la Imitación: Mejor es dejar a cada uno con su idea que pararse a
contestar.
Con
frecuencia también, fuera de la recreación (quiero decir durante las horas de
trabajo), como tenía que mantener relaciones con esta hermana a causa del
oficio14,
cuando mis combates interiores eran demasiado fuertes, huía como un desertor.
Como
ella ignoraba por completo lo que yo sentía hacia su persona, nunca sospechó
los motivos de mi conducta, y vive convencida de que su carácter me resultaba
agradable.
Un
día, en la recreación, me dijo con aire muy satisfecho más o menos estas
palabras: "¿Querría decirme, hermana Teresa del Niño Jesús, qué es lo
que la atrae tanto en mí? Siempre que me mira, la veo sonreír". ¡Ay!, lo
que me atraía era Jesús, escondido en el fondo de su alma... Jesús, que hace
dulce hasta lo más amargo... Le respondí que sonreía porque me alegraba verla
(por supuesto que no añadí que era bajo un punto de vista espiritual).
[14vº]
Madre querida, como le he dicho, mi último recurso para no ser vencida en los
combates es la deserción. Este recurso lo empleaba ya durante el noviciado, y
siempre me dio muy buenos resultados. Quiero, Madre, citarle un ejemplo que la
va a hacer sonreír.
Durante
una de sus bronquitis, fui una mañana muy despacito a dejar en su celda las
llaves de la reja de la comunión, pues era sacristana. En el fondo, no me
disgustaba aquella ocasión que tenía de verla a usted, incluso me agradaba
mucho, aunque trataba de disimularlo. Una hermana, animada de un santo celo,
pero que sin embargo me quería mucho, al verme entrar en su celda, pensó,
Madre, que iba a despertarla, y quiso cogerme las llaves; pero yo era demasiado
lista para dárselas y ceder de mis derechos. Le dije, lo más educadamente que
pude, que yo tenía tanto interés como ella en no despertarla, y que me tocaba
a mí entregar las llaves...
Ahora
comprendo que habría sido mucho más perfecto ceder ante aquella hermana,
joven, es cierto, pero al fin más antigua que yo15.
Pero entonces no lo comprendí; y por eso, queriendo a toda costa entrar a su
pesar detrás de ella, que empujaba la puerta para no dejarme pasar, pronto
ocurrió la desgracia que las dos nos temíamos: el ruido que hacíamos le hizo
a usted abrir los ojos...
Entonces,
Madre, toda la culpa recayó sobre mí. La pobre hermana a la que yo había
opuesto resistencia se puso a echar un discurso, cuyo fondo sonaba así: Ha sido
sor Teresa del Niño Jesús la que ha hecho ruido... ¡Dios mío, qué hermana
tan antipática...!, etc. [15rº] Yo, que pensaba todo lo contrario, sentía
unas ganas enormes de defenderme. Afortunadamente, me vino una idea luminosa:
pensé en mi interior que, si empezaba a justificarme, no iba a poder conservar
la paz en mi alma; sabía también que no tenía la suficiente virtud como para
dejarme acusar sin decir nada. Así que mi única tabla de salvación era la
huida. Pensado y hecho: me fui sin decir ni mus, dejando que la hermana
continuase su discurso, que se parecía a las imprecaciones de Camila contra
Roma.
Me
latía tan fuerte el corazón, que no pude ir muy lejos, y me senté en la
escalera para disfrutar en paz los frutos de mi victoria. Aquello no era
valentía, ¿verdad, Madre querida? Pero creo que, cuando la derrota es segura,
vale más no exponerse al combate.
¡Ay!,
cuando vuelvo con el pensamiento al tiempo de mi noviciado, me doy cuenta de lo
imperfecta que era... Me angustiaba por tan poca cosa, que ahora me río de
ello. ¡Qué bueno es el Señor, que hizo crecer a mi alma y le dio alas...!
Ahora ya ni todas las redes juntas de los cazadores me dan miedo, "pues de
nada sirve tender redes a la vista de las aves" (Prov.).
Seguramente
que más adelante el tiempo en que ahora vivo me parecerá también lleno de
imperfecciones, pero ahora no me sorprendo ya de nada ni me aflijo al ver que
soy la debilidad misma; al contrario, me glorío de ello y espero descubrir cada
día en mí nuevas imperfecciones. Acordándome de que la caridad cubre la
multitud de los [15vº] pecados, exploto esta mina fecunda que Jesús ha abierto
ante mí.
El
Señor explica en el Evangelio en qué consiste su mandamiento nuevo. Dice en
san Mateo: "Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás
a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, y rezad por los
que os persiguen".
La
verdad es que en el Carmelo una no encuentra enemigos, pero sí que hay
simpatías. Se siente atracción por una hermana, mientras que ante otra darías
un gran rodeo para evitar encontrarte con ella, y así, sin darse cuenta, se
convierte en motivo de persecución. Pues bien, Jesús me dice que a esa hermana
hay que amarla, que hay que rezar por ella, aun cuando su conducta me indujese a
pensar que ella no me ama: "Pues si amáis sólo a los que os aman, ¿qué
mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman". San
Lucas, VI.
Y
no basta con amar, hay que demostrarlo. Es natural que nos guste hacer un regalo
a un amigo, y sobre todo que nos guste dar sorpresas. Pero eso no es caridad,
pues también los pecadores lo hacen. Y Jesús nos dice también: "A todo
el que te pide, dale, y al que se lleve lo tuyo no se lo reclames".
Dar
a todas las que pidan gusta menos que ofrecer algo una misma por propia
iniciativa. Más aún, cuando se nos pide algo amablemente, no nos cuesta dar.
Pero si, por desgracia, no se emplean palabras bastante delicadas, enseguida el
alma se rebela si no está firmemente afianzada en la caridad. Encuentra mil
razones para negar [16rº] lo que le piden y sólo después de haber convencido
de su falta de delicadeza a la que pide acaba dándole como un favor lo que
reclama, o le presta un ligero servicio16
que le habría exigido veinte veces menos tiempo del que le llevó hacer valer
sus derechos imaginarios.
Si
es difícil dar a todo el que nos pide, lo es todavía mucho más dejar que nos
cojan lo que nos pertenece, sin reclamarlo. Digo, Madre, que es difícil, pero
debería más bien decir que parece difícil, pues el yugo del Señor es suave y
ligero. Cuando lo aceptamos, sentimos enseguida su suavidad y exclamamos con el
salmista: "Corrí por el camino de tus mandatos cuando me ensanchaste el
corazón".
Sólo
la caridad puede ensanchar mi corazón. Y desde que esta dulce llama lo consume,
Jesús, corro alegre por el camino de tu mandato nuevo... Y quiero correr por
él hasta que llegue el día venturoso en que, uniéndome al cortejo de las
vírgenes, pueda seguirte por los espacios infinitos cantando tu cántico nuevo,
que será el cántico del amor.
Decía
que Jesús no quiere que reclame lo que me pertenece. Y debería parecerme
fácil y natural, pues no tengo nada mío. Por el voto de pobreza he renunciado
a los bienes de la tierra. No tengo, pues, derecho a quejarme si me quitan algo
que no me pertenece; al contrario, debería alegrarme cuando se me ofrece la
ocasión de vivir la pobreza.
Tiempo
atrás creía no estar apegada a nada. Pero desde que comprendí las palabras de
Jesús, veo que, cuando llega la ocasión, [16vº] soy aún muy imperfecta.
Por
ejemplo, en el oficio de pintura nada es mío, lo sé muy bien. Pero si, al
ponerme a trabajar, encuentro los pinceles y las pinturas en completo desorden,
si ha desaparecido una regla o un cortaplumas, ya me pongo en un tris de perder
la paciencia y tengo que armarme de todo mi valor para no reclamar con aspereza
los objetos que me faltan.
A
veces, ¿cómo no?, hay que pedir las cosas indispensables; pero si se hace con
humildad, no se falta al mandamiento de Jesús, al contrario, se obra como los
pobres, que tienden la mano para recibir lo que necesitan, y, si son rechazados,
no se extrañan, pues nadie les debe nada.
¡Y
qué paz inunda el alma cuando se eleva por encima de los sentimientos de la
naturaleza...! No, no existe alegría comparable a la que saborea el verdadero
pobre de espíritu. Si pide con desprendimiento algo que necesita, y no sólo se
lo niegan sino que hasta intentan quitarle lo que tiene, está siguiendo el
consejo de Jesús: "Al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica,
dale también la capa..." Darle también la capa es, creo yo, renunciar una
a sus últimos derechos, considerarse como la sierva y la esclava de las demás.
Cuando
se ha entregado la capa, es más fácil caminar, correr. Por eso Jesús añade:
"Y al que te exija caminar con él mil pasos, acompáñale dos mil".
Así
que [17rº] no basta con dar a quien me pida; debo adelantarme a su deseos,
mostrarme muy agradecida y muy honrada de poder prestarle un servicio; y si me
cogen una cosa que tengo a mi uso, no he de hacer ver que lo siento, sino, por
el contrario, mostrarme contenta de que me hayan quitado de en medio ese
estorbo.
Madre
querida, estoy muy lejos de practicar lo que entiendo tan bien, pero el simple
deseo que tengo de hacerlo me da paz.
Me
doy cuenta, más aún que los días anteriores, que me he explicado
rematadamente mal. He hecho una especie de discurso sobre la caridad, cuya
lectura ha tenido que cansarla.
Perdóneme,
Madre querida, y piense que en este momento las enfermeras17
están practicando conmigo lo que acabo de escribir: no les importa caminar dos
mil pasos cuando veinte bastarían. ¡He podido, pues, contemplar la caridad en
acción18!
Sin duda que mi alma debe sentirse perfumada por ello. Pero mi mente confieso
que se ha paralizado un poco ante semejante abnegación, y mi pluma ha perdido
agilidad.
Para
poder trasladar al papel mis pensamientos, tendría que estar como el pájaro
solitario19,
y pocas veces tengo esa suerte. En cuanto cojo la pluma, aparece una hermana que
pasa junto a mí con la horca al hombro y que cree que me distraerá dándome un
poco de palique: el heno, los patos, las gallinas, la visita del médico, todo
sale a relucir.
A
decir verdad, la escena no dura mucho; pero hay más de una hermana caritativa,
y de pronto otra heneadora me deja unas flores sobre las rodillas, pensando
quizás inspirarme pensamientos poéticos. Y yo, que en ese momento no los
busco, [17vº] preferiría que las flores siguieran meciéndose en sus tallos.
Por
fin, cansada de abrir y cerrar este famoso cuaderno, abro un libro (que no
quiere quedarse abierto), y digo muy decidida que estoy copiando algunos
pensamientos de los salmos y del Evangelio para el santo de nuestra Madre. Y es
muy cierto, pues no economizo precisamente las citas...
Madre
querida, creo que la divertiría mucho si le contase todas mis aventuras en los
bosquecillos del Carmelo. No sé si habré podido escribir diez líneas sin
verme interrumpida. Esto no debería hacerme reír, ni divertirme; pero, por
amor a Dios y a mis hermanas (tan caritativas conmigo), trato de parecer
contenta, y sobre todo de estarlo...
Ahora
mismo acaba de irse una heneadora después de decirme con tono compasivo:
-"Pobre hermanita, ¡cómo tiene que cansarte estar escribiendo así todo
el día! -"No te preocupes, le contesté, parece que escribo mucho, pero en
realidad no escribo casi nada". -"Me alegro, me dijo ya más
tranquila; de todas formas, me alegro de que estemos con la siega, pues eso no
dejará de distraerte un poco".
Y,
en efecto, es una distracción tan grande la que tengo (sin contar las visitas
de las enfermeras), que no miento cuando digo que no escribo casi nada.
Por
suerte, no me desanimo fácilmente. Para demostrárselo, Madre, voy a terminar
de explicarle lo que Jesús me ha hecho comprender acerca de la caridad.
Hasta
aquí sólo le he hablado de lo exterior. Ahora quisiera decirle cómo entiendo
yo la [18rº] caridad puramente espiritual.
Estoy
segura, Madre, de que no tardaré en mezclar una con otra. Pero como es a usted
a quien le hablo, sé que no le será difícil captar mi pensamiento y
desenredar la madeja de su hija.
No
siempre es posible en el Carmelo practicar al pie de la letra las enseñanzas
del Evangelio. A veces una se ve obligada, en razón de su oficio, a negarse a
hacer un favor. Pero cuando la caridad ha echado hondas raíces en el alma, se
manifiesta al exterior. Hay una forma tan elegante de negar lo que no se puede
dar, que la negativa agrada tanto como el mismo don. Es cierto que cuesta menos
pedir un favor a una hermana que está siempre dispuesta a complacernos. Pero
Jesús dijo: "Al que te pide prestado, no lo rehuyas". Así pues, no
debemos huir de las hermanas que tienen la costumbre de estar siempre pidiendo
favores, con el pretexto de que tendremos que negárselos. Ni debemos tampoco
ser serviciales por parecerlo, o con la esperanza de que en otra ocasión la
hermana a la que ahora ayudamos nos devolverá el favor, pues Nuestro Señor nos
dice también: "Y si prestáis a aquellos de los esperáis recibir, ¿qué
mérito tenéis? También los pecadores prestar a otros pecadores con intención
de cobrárselo. No, vosotros prestad sin esperar nada, y tendréis un gran
premio".
Sí,
el premio es grande, incluso en esta tierra... En este camino, sólo cuesta dar
el primer paso. Prestar sin esperar nada a cambio parece duro a la naturaleza;
preferiríamos dar, pues lo que damos [18vº] ya no nos pertenece.
Cuando
alguien viene a decirnos con aire muy sincero: "Hermana, necesito tu ayuda
durante unas horas; pero no te preocupes, que ya tengo permiso de nuestra Madre,
y en otra ocasión te devolveré el tiempo que me dediques, pues sé lo ocupada
que estás", como realmente sabemos muy bien que ese tiempo que prestamos
nunca se nos devolverá, preferiríamos decir: Te lo regalo
Esto
satisfaría nuestro amor propio, pues dar es un acto más generoso que prestar,
y además así hacemos saber a la hermana que no contamos con sus servicios...
¡Qué
contrarias a los sentimientos de la naturaleza son las enseñanzas de Jesús!
Sin la ayuda de su gracia, no sólo no podríamos ponerlas por obra, sino ni
siquiera comprenderlas.
NOTAS
AL MANUSCRITO C (CAPÍTULO X)
1
La difícil elección de la madre María de Gonzaga para el priorato, el
21/3/1896. A pesar de que la madre Inés no fue reelegida, Teresa mostró una
lealtad a toda prueba hacia la nueva (y antigua) priora.
2
Teresa define en pocas palabras su relación con la madre María de Gonzaga, a
la que conoce desde la edad de nueve años, y que creyó en su vocación (Ms A
26vº). La priora la trató como a una hija, aunque durante sus primeros años
en el Carmelo se mostró con ella muy severa (cf Ms A 70vº).
3
Al encargar a Teresa de la formación de las novicias (sin el título de
maestra) y al pedirle que escribiera sus pensamientos.
4
Uno de los grandes pilares en el pensamiento y en la vida de Teresa (Ms A 71rº;
Ms C 22vº, 31rº).
5
La de cuidar a las novicias.
6
La novicias y las profesas.
7
Primera hemoptisis en la noche del 2 al 3 de abril de 1896; segunda, en la noche
del viernes 3.
8
El Viernes Santo, la priora hacía en la sala capitular una plática sobre la
caridad, y las hermanas se pedían perdón dándose un abrazo.
9
Segundo aniversario de la Ofrenda al Amor misericordioso. Esa fecha, escrita a
lápiz por Teresa, parece tardía.
10
A Teresa siempre le gustaron los santos y los mártires jóvenes: Cecilia,
Inés, Juana de Arco, Teófano Vénard, Tarsicio, Estanislao Kostka, los Santos
Inocentes.
11
El subrayado de en familia muestra bien a las claras que Teresa quiere insistir
en el hecho de que su familia no son las hermanas Martin, sino todas las
hermanas del monasterio.
12
El P. Roulland embarcaba en Marsella rumbo a China.
13
Teresa pasaba por ser lenta y poco hábil; cf, por ejemplo, CA 15.5.6 y 13.7.18.
Si desea partir, no es para predicar o para prestar servicios; en tierras de
misión, el ideal carmelitano sigue siendo el mismo: amar, sacrificarse.
14
En la sacristía.
15
Sor Marta tenía siete años y medio más que Teresa, y había entrado en el
Carmelo cuatro meses antes que ella.
16
La forma de prestar un servicio, cosa tan importante en la vida comunitaria,
atraviesa muchas páginas del Ms C (14rº, 17rº, 18rº, 28rº, 29rº, 29vº).
17
Sor San Estanislao y sor Genoveva.
18
Teresa cuenta lo que está viendo desde su silla de ruedas de enferma en el
paseo de los castaños.
19 Alusión a san Juan de la Cruz, Cántico Espiritual, canc. 1415, nº 24.