Teresa de Lisieux

Historia de una misión

Hans Urs von Balthasar *

Ofrecemos la introducción del libro que el gran teólogo suizo dedicó a la Santa de Lisieux: Teresita del Niño Jesús, cuya aparente simplicidad ha sido a menudo explotada desdibujando su recio perfil espiritual, con mengua evidente de los valores de santidad que su vida y sus enseñanzas nos transmiten. Un relato puramente biográfico y psicológico, al estilo de algunas hagiografías fáciles, nos hubiera proporcionado sólo una visión parcial y superficial. Un santo únicamente puede comprenderse desde la teología, es decir, en función de su vocación y de su misión. El "caminito" de la santa de Lisieux, la sublime doctrina de la "infancia espiritual" y de "entrega" al Señor, desbordan la anécdota y, por encima de todo gazmoño sentimentalismo, adquieren auténtico relieve y se insertan en el plan salvífico de Cristo, como algo que, siendo enteramente nuevo en su formulación, arranca directamente de la esencia misma del Evangelio.

La Iglesia de Cristo, conforme a las palabras de Pablo, está fundada sobre apóstoles y profetas (Eph 1, 20), es decir, sobre ministerio y carisma o, más exactamente, puesto que d ministerio es también una forma del carisma, sobre carisma objetivo y subjetivo, sobre santidad objetiva y subjetiva. El hecho de que la Iglesia, en su institución y tradición, en su jerarquía, en sus sacramentos y en sus estados, ha recibido promesa de una santidad objetiva sobre la que no han de prevalecer las puertas del infierno, garantiza su misión divina hasta el fin de los tiempos. Mas ello la exime tan poco de la obligación de la santidad subjetiva, personal y vivida que, más bien, y a la postre, todo lo institucional y objetivo se da en ella por la razón única de esa vida. El ministerio del sacerdote so da en ella para la comunidad, las fuentes de gracia de los sacramentos fluyen en ella para quienes los reciben, la palabra do Dios se predica para los oyentes. Y cuanto un hombre está más cercano a las fuentes objetivas de la santidad de la Iglesia, como sacerdote, como miembro de una orden religiosa o como custodio de una gracia sacramental, tanto más obligado está a ajustar su vida y ponerla a disposición de aquella gracia a que sirve o custodia.

Mas también puede decirse inversamente. Si la santidad subjetiva de los miembros de la Iglesia es el fin de la institución eclesiástica, ese fin, sin embargo, no puede adquirirse en otra parte que en la Iglesia. En la Iglesia y para la Iglesia.

Porque la Iglesia es el cuerpo de Cristo, y este cuerpo se edifica por la realización, en todos sus miembros, del espíritu de amor a Dios y al prójimo, hasta el perfecto desprendimiento de sí mismo. «En esto conocemos el amor, en que Él ha dado su vida por nosotros. Luego también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos» (1 Ioh 3, 16). Cristo no «se santifica» por otro motivo, sino porque también sus discípulos «sean santificados en la verdad» (Ioh 17, 19). La santidad, subjetivamente, es idéntica a aquel amor que prefiere Dios y los hombres a sí mismo, y que, por ende, vive para la comunidad de la Iglesia. «La caridad no busca su interés» (1 Cor 13, 5). Una santidad que se buscara a sí misma, que se tomara a sí misma por fin, sería una intrínseca contradicción.

Sin embargo, no se deja al arbitrio de cada individuo, como miembro de la Iglesia, la manera como ha de entregarse en favor de la comunidad. En ese caso, surgiría en el cuerpo de la Iglesia una especie de caos de la caridad. Justamente la caridad conoce una íntima ordenación, y el espíritu de amor, que edifica la santidad subjetiva de la Iglesia dentro del marco de su objetividad, es a la vez el Espíritu que distribuye los ministerios y los carismas. «Hay diversidad de carismas, pero el mismo Espíritu. Y hay diversidad de ministerios, pero el mismo Señor. Y diversidad de operaciones, pero el mismo Dios que lo obra todo en todos. A cada uno se le da la manifestación del Espíritu para común aprovechamiento. Porque a uno, por el Espíritu, se le da palabra de sabiduría; a otro, por el mismo Espíritu, a otro conocimiento; a otro fe, en el mismo Espíritu; a otro gracia de curaciones en el mismo Espíritu; a otro don de milagros, a otro profecía, a otro discernimiento de espíritus, a otro don de lenguas. Mas todo esto lo obra el único y mismo Espíritu que reparte particularmente a cada uno según quiere» (I Cor 12, 4-11)

En la misma misión cada uno recibe, se cifra esencialmente la forma de santidad que se le da y se le exige. El cumplimiento de esa se identifica para él con la santidad a que se le destina y que puede ser por él alcanzada. De ahí resulta, pues, que la santidad es algo esencialmente social, y, por ende, algo sustraído al capricho del individuo. Dios tiene de cada cristiano una idea que le marca su puesto dentro de la comunidad de la Iglesia. No hay peligro que esta, que es única y personal, y que encarna la santidad destinada a cada uno, no sea para alguien suficientemente elevada y amplia. Esa santidad participa de la infinitud divina y es tan sublime que por nadie, fuera de María, fue perfectamente alcanzada. Realizar esta idea que descansa en Dios, realizar esta «ley individual» que es una ley sobrenatural, libremente trazada por Dios, es el supremo fin del cristiano.

Así, Teresita ora: «Yo deseo cumplir perfectamente vuestra voluntad y llegar al grado de gloria que me habéis preparado en vuestro reino: en una palabra, yo deseo ser santa» [1].

El cumplimiento de la voluntad de Dios no es ni el seguimiento de una ley general y anónima que fuera igual para todos, ni, por otra parte, la copia servil de un modelo individual — como pinta un niño un dibujo en blanco y negro —, sino la realización, libre, de un designio amoroso de Dios, que cuenta con la libertad, más aún, que da la misma libertad. Nadie es en tanto grado él mismo como el santo, que se ajusta al plan de Dios y pone a su disposición su ser entero, su cuerpo, alma y espíritu.

Dios cuenta, al trazar su plan de santidad, con la naturaleza, con las fuerzas y posibilidades de cada uno. Pero procede en ello tan libremente, como el artista con los colores de su paleta. No es posible prever de antemano qué colores preferirá el artista, cuáles tal vez apurará; cuáles, por el contrario, no hará más que tocar, de qué mezclas gustará más, qué efectos en general pretende producir.

De la contemplación de la pura naturaleza de un hombre, no puede jamás deducirse qué es lo que la gracia de Dios su propone con ella, ni la manera en que esa naturaleza habrá de entregarse — sólo la necesidad de la entrega es de antemano evidente, pues todo amor es renuncia de sí mismo —, ni a qué idea de la santidad de Dios tendrá que acomodarse. Cada uno ha de averiguar, ha de tratar de escuchar en la oración y meditación la voluntad de santidad de Dios, y nadie puede hallar su llamamiento a la santidad fuera de la oración. Sobre esta idea, entre otras, estriba todo el edificio de los Ejercicios de San Ignacio: allí «comenzaremos juntamente contemplando su vida (de Cristo) a investigar y a demandar en qué vida o estado se quiere servir de nosotros su divina majestad... y cómo nos debemos disponer para venir a perfección en cualquier estado o vida que Dios nuestro Señor nos diere para elegir» [2].

Dentro de la vocación a la santidad, no sólo se dan los infinitos matices en lo personal, sino que hay también determinadas diferencias de volumen. Hay, sin que aquí pueda establecerse una transición brusca, un llamamiento a la santidad ordinaria, que el cristiano ha de realizar normalmente dentro de la Iglesia y la comunidad, y hay una vocación a una santidad particular y diferenciada, a que Dios, para bien de la Iglesia y de la comunidad, levanta a un individuo como ejemplo singular de santidad. De ese modo, verbi gratia, fue levantado Pablo, quien, consciente de su misión, convida a la Iglesia a que le mire a él y le imite, como él imita al Señor. Y Pablo puede hacerlo, porque tiene la certeza de no haber sido él quien se ha atribuido a sí mismo ese papel, sino que, como vaso de elección, fue colocado, contra todo lo que pudiera esperarse, en ese puesto de excepción. Es más, él está cierto de que cometería una desobediencia en el punto más esencial, si no correspondiera a este mandato de «representar» y brillar delante de toda la Iglesia.

Todos los que después de Pablo han sido llamados a la santidad representativa, saben lo mismo de sí mismos: al aceptar su misión diferenciada y realizarla a la vista de toda la Iglesia, no hacen sino obedecer un estricto mandato del Espíritu Santo.

La condición normal previa para la investidura de pareja misión especial de santidad, es la renuncia evangélica que Jesús exige a los que quieren ser sus discípulos en estricto y aun estrictísimo sentido: venderlo todo y seguirle, entrar por la puerta estrecha, comprender lo que sólo pocos comprenden, poner sin reservas su vida a disposición de la voluntad y del reino de Dios. Por esta liberación de todos los lazos terrenos, una vida se convierte en aquella materia prima que la mano de Dios requiere para conformarlo todo según su libre designio.

Para las misiones peculiares de santidad es sobre todo válida la palabra del Señor: «No me habéis escogido vosotros a mí, sino que os he escogido yo a vosotros y os he puesto para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto sea permanente» (Ioh 15, 16).

Hay también en la historia de la Iglesia ejemplos de quienes se arrogaron, sin ser llamados, una misión especial de santidad. Llevaron su tensión y su esfuerzo hasta lo extremo; pero algo en su conducta delataba su inautenticidad. Las fuerzas que para su misión desmesurada necesitaban, tenían que sacarlas de fuente distinta de la de Dios. Los verdaderos santos, por Dios mismo enviados y levantados, son todos obedientes. No son sencillamente hombres y mujeres de vuelo superior que, a base de un esfuerzo o de unas dotes especiales, han conseguido más que los demás, o estuvieron dotados de valor personal para una obra seria, mientras los otros, tímidos, se quedan en la medianía. Algo hay ciertamente de verdad en este modo de ver, pues la santidad exige también valor, y muchos que fueron llamados no aceptan por falta de valor su vocación. Pero más esencial es que la misión de santidad particular, tal como la recibieron, por ejemplo, los grandes fundadores de órdenes religiosas, es un puro regalo de Dios, una gracia que, bien o mal, mejor o peor, ha de aceptar el agraciado.

Con esta distinción entre santidad ordinaria y representativa, anda junta otra que no coincide totalmente con ella. Hay dentro de la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo, misiones y caminos de santidad que van más del cuerpo a la cabeza; y otras, más de la cabeza al cuerpo. Aun cuando cabeza y miembros forman un solo cuerpo, aun cuando Cristo y la Iglesia viven de la sola y única gracia y santidad de Dios; hay, sin embargo, dentro de esta unidad, cierta polaridad. Y esto justamente dentro de las santidades diferenciadas. Hay misiones que parecen disparadas como rayos del cielo sobre la Iglesia y que han de presentar a ésta una voluntad única e inequívoca de Dios. Y hay, por otra parte, misiones que brotan del seno de la Iglesia y de la comunidad, del seno de las órdenes religiosas y que, por su pureza y consecuencia, se convierten en modelos para los demás. Las primeras vienen de Dios y se implantan en la Iglesia; y la Iglesia, si quiere obedecer al Espíritu Santo, tiene que recibirlas y edificarse en la plenitud concreta de su santidad. Las otras proceden de la Iglesia, son flores que su suelo feraz ha producido y son por ella ofrecidas a Dios como primicias de sus frutos. Ambos tipos de santos viven del mismo espíritu de Dios y ambos son, a la par, cristianos y eclesiásticos. Ambos, pues, han de demostrar su espíritu cristiano por su espíritu eclesiástico; pero el primer grupo lleva un cuño incomparablemente más marcado que el segundo. Ese grupo contiene aquellos claros tipos y formas de santidad que Dios mismo presenta como piedras angulares, como notas de reconocimiento, como esquemas definitivos de exposición del Evangelio para hoy y para siglos. Son irrebatibles, inatacables, indivisibles como números primos. Expresan lo que el Espíritu de Dios, que sopla siempre vitalmente donde quiere, y sin cesar descubre nuevos aspectos de la revelación infinita, quiere decir justamente hoy. En la canonización del primer grupo de santos es más bien la Iglesia la que obedece a Dios. En la canonización del segundo grupo es más bien Dios quien accede a un justo deseo de la Iglesia. Pero, como es más importante que la Iglesia secunde los deseos de Dios, que no que Dios siga los de la Iglesia, de ahí que tenga más importancia también para ésta averiguar con toda diligencia aquellos santos que Dios le envía expresamente y sin sombra de duda y se los propone por modelo, aceptarlos e incorporarse su mensaje; tiene, finalmente, más importancia alcanzar y hacer posibles tales mensajeros de Dios por medio de la general santidad de la Iglesia, que no irse añadiendo, como si dijéramos, por propio parecer, una gran muchedumbre de santos propios.

Las misiones regaladas inmediatamente por Dios a su Iglesia, poseen todas algo de lo que es propiedad de Dios, ser a la vez totalmente concretas y totalmente incomprensibles. Son, cómo la esencia de Dios, lo absolutamente determinado, inconfundible, concluso y realizado, y son a la vez de una infinitud e ilimitación de riqueza que desafía toda definitiva fijación y definición. De ahí justamente viene su eficacia de entusiasmo y atracción sobre la Iglesia, tanto en el innúmero pueblo fiel, puesto que cada uno halla ahí algo conforme a su gusto y todos, sin embargo, están de acuerdo sobre la esencia y carácter del santo; como sobre la investigación de los teólogos y de todos aquellos que quieren ahondar en el fenómeno de ese santo, y que, con razón, descubren y describen en él aspectos siempre nuevos. Los santos que no pertenecen a este grupo, no poseen esta paradoja o, en todo caso, sólo en la medida en que la posee toda vida cristiana. Son un realce de lo ordinario, ejemplos de perfección de una o de varias virtudes cristianas, y pueden por ello ser familiares al pueblo cristiano de otra manera: porque salen de él y le muestran hasta dónde se puede llegar en parejas condiciones de vida, naturales y sobrenaturales. Sin embargo, los predilectos del pueblo son los santos del otro grupo. Aun cuando son mucho menos imitables directamente, el pueblo sabe por instinto que ellos son los grandes regalos que Dios le hace, no sólo como patronos a quienes se puede invocar en determinadas necesidades, sino como grandes luminares de consuelo y de fervor que Dios ha colocado en medio de su Iglesia. Para el pueblo, ellos son sobre todo una nueva forma de imitación de Cristo en la vida, dada por el Espíritu Santo, una imagen y ejemplificación del Evangelio en la vida diaria.

Para el teólogo, esos santos son más bien una nueva exposición de la revelación, un enriquecimiento de la doctrina, en torno a rasgos poco observados hasta ahora. Aun cuando ellos mismos no fueran teólogos o sabios, su existencia, como totalidad, es un fenómeno teológico que encierra en sí una doctrina viva, fecunda y adaptada a la época, doctrina regalada por el Espíritu Santo y que debe, por ende, ser muy bien atendida, y junto a la cual, dirigida como está a toda la Iglesia, nadie puede pasar distraídamente. Cierto que no está nadie obligado a venerar a un santo, a creer en un milagro o revelación privada concreta, a admitir una palabra o una doctrina de un santo como exposición auténtica de la revelación de Dios.

Pero no se trata aquí de esa acotación negativa que pone a salvo lo absoluto y único de la revelación de Cristo. Se trata del trozo vivo y esencial de tradición que estos santos representan, de aquella tradición de la Iglesia que nos muestra a través de todos los siglos la acción vivificante del Espíritu Santo en la exposición de la revelación de Cristo consignada en la Escritura. Esta exposición no cabe duda que se cumple, de un lado, por el ministerio de los apóstoles, es decir, de la jerarquía; pero se realiza también, de modo no menos penetrante, por medio de los santos, que son el evangelio viviente.

La objeción de que la Biblia es suficiente es harto superficial. Porque ¿quién puede medir la extensión de la palabra de Dios? ¿Quién puede prescindir de mirar a aquellos expositores que han sido propuestos por el Espíritu Santo mismo a la Iglesia como representaciones auténticas del sentido de la Escritura?

De ahí resulta la necesidad de una interacción lo más íntima posible de jerarquía y santidad, no menos que de la teología especulativoescolástica y la teología de los santos. Sólo el que personalmente está en el ámbito de lo santo, puede entender e interpretar la palabra de Dios. Toda la teología de la Iglesia vive de aquella época, que va de los apóstoles a la Edad Media, en que los grandes teólogos eran también santos. Aquí vida y doctrina se interpretaban recíprocamente, se fecundaban y atestiguaban. En los tiempos modernos, para daño grande de ambas, teología y santidad se han desenvuelto independientemente. Los santos, sólo en raros casos son ahora teólogos; de ahí que los teólogos no los tengan en cuenta, sino que los relegan con sus opiniones a una especie de ala lateral de «la espiritualidad» o, en el mejor de los casos, de «la teología mística».

La moderna hagiografía ha contribuido lo suyo a esta rotura, al presentar a los santos, su vida y su acción, casi exclusivamente bajo categorías históricas y psicológicas y no haberse dado cuenta, si no es muy raramente, de que su tema era también, y principalmente, teológico. Este tema, empero, exige un método convenientemente modificado: no tanto el desarrollo psicológico del individuo, mirado desde abajo, cuanto una especie de fenomenología sobrenatural de las grandes misiones, miradas desde arriba. Lo más importante en el gran santo es su misión, el nuevo carisma otorgado por el Espíritu a la Iglesia. El hombre que lo recibe y lo lleva, es un servidor suyo, un débil y hasta en las supremas realizaciones un desfallecido servidor, en que lo iluminador no es la persona, sino el testimonio, la misión, el ministerio: «Él no era la luz, sino que vino para dar testimonio de la luz». Todos los santos, ellos justamente, conocen la deficiencia de su servicio a su misión y hay que creerlos en lo que tan enérgicamente afirman. Lo capital en ellos no es su personal acción heroica, sino la decidida obediencia con que se entregaron de una vez para siempre por esclavos de su misión y que ya no entendieron su existencia entera sino como función y envoltura de esa misión. Habría que poner a plena luz lo que ellos mismos quieren y deben poner a plena luz: su misión, su exposición de Cristo y de la Sagrada Escritura. Habría que dejar en la penumbra lo que ellos mismos quieren y deben dejar en la penumbra: su pobre personalidad. Habría, pues, que intentar leer y entender, a través de su existencia de santos, la misión dada por Dios a la Iglesia. Habría que deslindar, en la medida de lo posible, la misión entera y verdadera de las deficientes realizaciones. No en el sentido de una separación, puesto que esa misión está justamente encarnada en la vida, en los hechos y sufrimientos del santo; encarnada también en su persona, en su historia y psicología, y en todas las menudas anécdotas y aconteceres que acompañan y enmarcan la vida de un santo. No se trata, pues, de una abstracción de lo viviente, de una ideación de lo concreto, sino del hilo conductor del método fenomenológico que deletrea, en cuanto el hombre alcanza, en lo concreto la esencia, en lo sensible lo inteligible: intelligibile in sensibili. Sólo que lo inteligible es aquí un hecho sobrenatural y su comprensión supone la fe y hasta la participación en la vida de santidad.

Lo que en el santo es perfecto es primariamente su misión. Secundariamente puede también él, personalmente, ser llamado perfecto, si realiza esa misión en la medida de la fuerza que le ha sido dada por la gracia. Muchos han aceptado gozosa mente y como de vuelo su misión; otros la han llevado pesadamente, arrastrando y casi contra su voluntad; pero su misión era más fuerte que ellos y los forzó a su servicio. Unos han intentado llenar de sangre y vida la complicada figura geométrica de su misión en todos sus ángulos y ramificaciones; otros se han contentado con cubrir las superficies esenciales, y muchas márgenes quedan vacías. Es que dentro del reino de la santidad hay muchas graduaciones: desde el ínfimo límite de una integridad sustancial de la misión, hasta el supremo de una identificación de misión y persona — límite que sólo fue alcanzado por la Madre del Señor.

Teresa de Lisieux se nos presenta, sin género de duda, con una misión otorgada inmediatamente por Dios a la Iglesia. Las primeras palabras de la alocución de Pío XI en su beatificación aluden inequívocamente a ello: «Es cierto que la voz de Dios y la voz del pueblo se han como divinamente unido para exaltar a la Venerable Teresa del Niño Jesús; pero la voz de Dios es la que se ha dejado oír la primera. No ha sido ella la que se ha armonizado con la voz del pueblo, sino la voz del pueblo la que ha reconocido y seguido a la voz de Dios [3]. Puede incluso decirse (si bien tales afirmaciones, por razón de los límites imprecisos entre la santidad primariamente divina y la primariamente eclesiástica, tienen siempre algo de atrevido) que Teresa, juntamente con el cura de Ars, representa el único ejemplo absolutamente evidente de una misión teológica en amplio sentido dentro del siglo xrx (Catalina Labouré y Bernardita Soubirous tienen más bien la misión de un mensaje único, Don Bosco y Gemma Galgani no alcanzan totalmente el volumen de una primaria misión teológica) y que ella, hasta hoy, ha sido también la última. Así podría también corresponder a la conciencia general del pueblo creyente. Pío XI la llamaba la gran santa de los tiempos modernos.

La misión de Teresa lleva expresos los rasgos de una unicidad de contornos precisos, que a la primera mirada nos fascina, y ello no tanto por el personal destino de la santita cuanto por la carismática figura que, de la movediza arena de las anécdotas menudas, fue plasmada como por una mano fuerte e invisible en duro y macizo bloque. Realmente es un hecho que no cabía esperar que, del tan sencillo y modesto destino de esta muchacha, hacia el fin, se vaya contorneando una doctrina y una teología cada vez más clara, triunfante e irrebatible. Ella misma, al principio, no había ni soñado que fuera portadora de un mensaje definitivo para toda la Iglesia. Esta conciencia se despertó en ella, sólo cuando su obra estaba casi acabada, después de que había vivido su doctrina y hasta después de escritas las partes esenciales de su libro. Sólo a la vista de lo que tiene delante de sí, ve de pronto lo extraño, más que personal, que, sin saberlo, había obedientemente realizado. Y ahora que lo ve, lo entiende también y se ase a ello con una especie de vehemencia.

Teresa tiene desde niña una peculiar propensión a meditar y a reflexionar sobre sí misma. Esta propensión le da, una vez que ha descubierto su misión, una conciencia, que es rara en los santos. Teresa sabe ahora que está puesta sobre el candelero, y que su vida, las más pequeñas de sus acciones, han de convertirse en modelo para muchas «almas pequeñitas». Se sitúa a sí misma en su relación con otras grandes misiones, compara su misión con la de su amiga Juana de Arco: «En mi misión, como en la de Juana de Arco, la voluntad de Dios se cumplirá, a despecho de la envidia de los hombres» [4]. Define cada vez con más exactitud el contenido de su mensaje, al buscar expresar en fórmulas más nítidas su doctrina del «caminito». Ve en la publicación de su manuscrito «una obra importante», sabe que «todo el mundo la amará», que sus escritos «han de hacer mucho bien» [5]. En sus últimos meses pronuncia incesantemente como palabras testamentarias: «Hay que decir a las almas...» Hace muy precisas manifestaciones acerca de su misión ultraterrena en el cielo que muy pronto iba a comenzar: o Siento que mi misión pronto va a comenzar: mi misión de hacer amar a Dios como yo le amo, de dar mi caminito a las almas. Si mis deseos son escuchados, mi cielo se habrá pasado sobre la tierra hasta el fin del mundo» [6]. Y como su hermana Paulina le preguntara qué caminito era aquel que había que enseñar a las almas después de su muerte, Teresa responde con plena conciencia de su responsabilidad: «Es el camino de la infancia espiritual, el camino de la confianza y de la total entrega. Quiero enseñarles esos medios chiquitos que tan buen resultado me han dado a mí...» [7]

Teresa prevé, pues, la posición de su mensaje dentro de la Iglesia universal; no sólo, pues, su propia canonización, puesto que siempre supo que era una santa y jamás lo disimuló, como lo prueba el haber distribuido en su lecho de muerte sus propias reliquias o por lo menos no oponerse a su distribución: crucifijos, estampas, pétalos de rosa, y también cabellos, uñas, lágrimas y pestañas; Teresa prevé igualmente la canonización, si así puede decirse, de su doctrina.

Ambas cosas son inseparables. Su doctrina no son tanto sus escritos como su vida misma, como por otro lado tampoco sus escritos hablan apenas de otra cosa que de su propia vida. En su existencia ve ella encarnada aquella doctrina que «tanto bien puede hacer a las almas», y por eso no teme poner a disposición de la Iglesia esa existencia como un ejemplo. Teresa pertenece al número de aquellos que «son expropiados para utilidad pública», según la palabra de María Antonieta de Geuser. Y su existencia es de valor ejemplar para la Iglesia por cuanto el Espíritu Santo se apoderó de ella y de ella se ha servido para demostrar por su medio algo a la Iglesia, para abrir un par de perspectivas nuevas sobre el Evangelio.

Esto y sólo esto debiera interesar a la Iglesia en Teresa. Esto y sólo esto debieran también observar y retener en ella los que advierten que se levantan objeciones o por lo menos resistencias totalmente indefinibles contra muchos rasgos de su culto, y hasta quizá de su mismo carácter. De hecho, pocas veces quizá ha sido tan urgente separar la misión de un santo de lo accesorio, como aquí. Aquella peculiaridad de Teresa que todo lo penetra y a que ya se ha aludido, su espíritu reflexivo, no puede ser contado entre lo esencial. Más bien habremos de mostrar cómo esa tendencia fue en parte exacerbada por lamentables accidentes. Teresa semeja a un enfermo en la sala de experimentación que va siguiendo con el mayor interés y graba en sí cuanto el profesor cuenta a los alumnos sobre su caso; y se olvida un poco de que en esta situación, ella hubiera tenido que ser más bien objeto y caso neutral, que no sujeto y personal destino. Se toma indefectiblemente a sí misma personalmente allí donde en realidad sólo habría que entenderla objetivamente. Esto puede también turbar por un momento la mirada objetiva de su contemplador. Y puede también, como ha sucedido a muchos, excitar una ligera irritación de nervios. Habrá que mostrar en qué amplia medida es Teresa misma responsable de su propia canonización, en qué amplia medida sus hermanas carnales pusieron, ya en vida de ella, en el Carmen, los fundamentos de su culto. Pero la tarea de verdad importante no es responder a esta tendencia de Teresa a la propia contemplación con un psicoanálisis extremado, sino, por el contrario, a consciente distancia de ello, dirigir la atención a la misión objetiva. Cierto que Teresa, por su propensión a reflexionar, no facilita esta tarea. Ésta, como ya hemos dicho, no se resuelve tampoco por el intento de disociar puramente su misión de lo personal y psicológico. Tal empresa no es posible en santo alguno, y doblemente imposible en Teresa, cuya misión consistió realmente en la presentación de «su camino». El único procedimiento posible es dejar que, lenta y cuidadosamente, se vayan dibujando los contentos de su misión a través de todo lo biográfico.

El tránsito, en la exposición de la santidad de Teresa, de lo biográfico-psicológico a lo dogmático, puede apoyarse en la autoridad de la Iglesia. Hemos oído hablar a Pío XI sobre la misión divina de la santa. Más adelante la llama «una cosa venuta di cielo in terra a miracolo mostrare.» Y se plantea esta pregunta: «¿Cuál es la palabra que quiere Dios decirnos?» «¿Qué quiere decirnos Teresita, que se ha convertido, también ella, en palabra de Dios? Porque Dios habla por sus obras...» [8] Y en la homilía de la misa de canonización, Pío xi da un paso más. El papa expone primeramente la doctrina de la infancia espiritual en su fundamento evangélico y prosigue luego :

«La nueva santa Teresa se penetró de esta doctrina evangélica y la hizo pasar a la práctica cotidiana de su vida. Es más, este camino de la infancia espiritual, lo enseñó ella por sus palabras y por sus ejemplos a las novicias de su monasterio y lo ha revelado a todos por sus escritos, que se han divulgado por toda la tierra y que nadie seguramente ha leído sin quedar encantado de ellos y sin leerlos y releerlos con gran placer y provecho... [9] Le plugo, pues, a la divina bondad dotarla y enriquecerla con un don de sabiduría absolutamente excepcional. En las lecciones del catecismo había bebido abundantemente la pura doctrina de la fe, la doctrina ascética en el libro de oro de la Imitación de Cristo, la de la mística en los escritos de su Padre San Juan de la Cruz. Pero, sobre todo, Teresa nutría su espíritu y su corazón en la meditación asidua de las santas Escrituras, y el Espíritu de verdad le descubrió y enseñó aquello que Él ordinariamente oculta a los sabios y prudentes y revela a los humildes. Teresa adquirió, en efecto, según testimonio de nuestro Predecesor inmediato, ciencia tal de las cosas sobrenaturales que pudo trazar a los demás un camino cierto de salvación» [10].

En el mismo sentido habla Pío XI, en un discurso el día siguiente de la canonización, «de un nuevo mensaje» o «de una nueva misión»; y la bula de canonización, de un nuevo modelo de santidad [11]. En carta al Cardenal Vico, legado en Lisieux, de fecha de 28-30 de mayo de 1923, el papa la llama «maestra» en las cosas del espíritu; y el decretum de tuto para la canonización había ya afirmado (29 de marzo de 1925, p. 180 s) que la canonización iba más allá de la persona de Teresa.

Estas indicaciones de los papas han hallado durante largo tiempo escaso eco. Las obras más conocidas y más penetrantes que hasta los últimos tiempos se han ocupado sobre Teresa de Lisieux, se mueven preferentemente dentro de categorías historicobiográficas y psicologicoascéticas. En esta línea han surgido una serie de obras conocidas que se proponen ante todo por blanco, frente al amaneramiento y la empalagosa cursilería con que se ha presentado a la santita, sacar a la luz la autenticidad de su figura. Lo cual, de acuerdo con sus medios de trabajo, creyeron los autores de aquellas obras que no podían realizar de otro modo que por medio del descubrimiento de «la verdad histórica». Dos rasgos caracterizan esta literatura. Ante todo, su tendencia a la «revelación». Apodándose en la creencia, no injustificada, que más de un pormenor doloroso y amargo en la vida religiosa de Teresa había sido, por razones de miramiento, ocultado por sus hermanas de religión, se desencadenó una verdadera tempestad contra la «mendacidad» de las biografías oficiales y se entabló una como porfía en la publicación de trágicos pormenores, en parte escandalosos y estremecedores. Con esto se enlaza el segundo rasgo de estas obras: la figura de Teresa pareció ganar así en grandeza y dimensión, pues detrás del silencioso y sonriente «caminito», se perfilaron los rasgos sobrehumanos, heroicos y trágicos de su destino y de sus sufrimientos, y todo lo que ella misma borrara o cubriera de cristiano perdón, se desplegaba, desnudo y sangrante, ante los ojos del lector [12].

Los excesos del método psicológico están clamando por un complemento y rectificación por parte de la teología. Y el camino para ésta fue ya abierto y felizmente recorrido por la obra, discreta y ponderada, de H. Petitot O. P.: Sainte Thérèse de Lisieux, une renaissance spirituelle (1925).

El autor, con ejemplar diligencia, procede por descripción y conforme a un plan íntimamente ajustado al contenido doctrinal de Teresa, va componiendo rasgo a rasgo su interior estampa. Petitot resistió además a la tentación de estilizar la imagen de Teresa según los cánones de su propia orden. Sólo en la prudente moderación, para evitar todo extremo, y hasta en la descripción de la santidad como «medio», reconocemos al experto discípulo de Santo Tomás [13].

El P. M. Philipon O. P. ha sentado recientemente, en su obra Sainte Thérése de Lisieux, une voie toute nouvelle (Desclée de Brouwer, París 1947) [14], los principios fundamentales que, en contraste con el exagerado análisis psicológico de los santos, son imprescindibles para una auténtica objetividad de exposición. En toda hagiografía es necesaria una fina percepción para la teología: «Se exige de un médico psiquiatra que conozca la psiquiatría cuando nos habla de sus enfermos; y no parece que se sospecha siquiera que es menester ser teólogo para tratar de las operaciones divinas en el alma de sus santos» (p. 8). «La tarea del teólogo, realmente gigantesca y jamás acabada, no se limita al análisis y síntesis de los principales misterios de nuestra fe, sino que debe seguir, menudamente, el largo caminar de la revelación a través de la historia y darnos la inteligencia integral del plan de Dios, no sólo en el gobierno exterior del mundo, sino en la dirección más íntima de las almas. Esa tarea se extiende a toda la historia de la vida de la gracia en la Iglesia y en el cuerpo místico de Cristo». Justamente los progresos de la psicología invitan al teólogo a un plan en que aprovechando los resultados de esta ciencia, habría que emprender una nueva hagiografía teológica:

«Nuestra teología escolar, con harta frecuencia esquemática y abstracta, cuando se vuelve a la casuística, ganaría mucho con un estudio profundo, no sólo histórico y descriptivo, sino también verdaderamente teológico y explicativo, de la psicología de los santos» (p. 9). Y esto, señaladamente, en los casos en que la misión no es sólo de santidad, sino también de doctrina, «como sucede en un San Juan de la Cruz, San Francisco de Sales y muchos fundadores de órdenes religiosas» (p. 11).

El método para llegar ahí es difícil y todavía hay que encontrarlo: «Para comprender el alma de los santos habría que mirarlos con la mirada misma de Dios» (p. 13). Para ello es menester una cierta unidad, difícil de describir, de amor y crítica, de proximidad y distancia, de sentimiento y abstracción. Y Philipon percibe bien que «en los santos, como en los grandes maestros, las más vastas perspectivas se reducen siempre a ciertos elementos sencillos, pero decisivos, que desempeñan en la síntesis concreta de sus almas, el mismo papel que los primeros principios directivos de una ciencia. Cuando se los ha comprendido, se tiene en la mano la clave del todo» (p. 14). Pero mientras los psicólogos dramatizan la vida de Teresa, exageran los hechos y esparcen negras sombras sobre su contorno y hasta sobre sus noches oscuras y sus angustias, en el mundo de los teólogos hasta ahora las cosas seguían no raras veces inmersas en una luz sin sombras, en una especie de orbe sapiencial y de teológica perfección, en que la vida aparecía casi exclusivamente como ilustración de un tratado de virtutibus. Tal vez se pone aquí de manifiesto una hipótesis previa en ambos bandos [15] cuya aceptación sin reparo impide una postrera vivificación, que habría de realizarse sin violencia del objeto. Me refiero al supuesto previo de que con la canonización de un santo, con la declaración, por ende, de que todas sus virtudes han alcanzado un grado heroico — no indaguemos de momento qué hubiera dicho Teresa sobre este criterio a la luz de su doctrina—, a todos sus hechos y pensamientos y, más aún, a su existencia como totalidad ha de marcárselos con la etiqueta de «perfectos», una etiqueta que tendría en cada santo el mismo sentido, la misma plenitud, la misma extensión. Si se concede desde luego que hay caminos diversos para la santidad, diversos caracteres de los santos, destinos y cuños varios de la santidad única, se cree también ser un deber afirmar que toda esa plenitud de posibilidades no afectan para nada el concepto de santidad; más bien, el que dice santo, dice perfecto, y el que dice perfecto expresa un non plus ultra que no es posible pasar.

Pero no es así. Para convencerse de ello basta considerar que, entre los pecadores ordinarios y los santos canonizados, entre las ovejas blancas y negras, media toda una escala de matices grises que veda una respuesta precisa sobre el grado de perfección en que un cristiano sea realmente canonizable. Siendo esto así, la gradación se proseguirá también dentro de la serie de los canonizados. Dios nos libre del intento de trazar aquí ahora semejante gradación. Pero ya el mero pensamiento de que también los santos siguen siendo hombres con sus flaquezas, quizá, ocasionalmente, hasta con pecados; y, lo que tiene aquí mayor importancia, que entienden, aceptan y realizan de modo muy diferente su misión, da a su figura un dramatismo totalmente distinto y proyecta sobre ella sombras y luces bien distintas que las de un sondeo psicológico, aquí fundamentalmente fuera de lugar. Hay santos — los mártires— que han sido canonizados por razón de un acto único. Pero hay asimismo quienes, sin ser mártires, realizaron también en su vida el acto único de un sí total y fueron luego en su camino más bien empujados por la inexorabilidad de su sí pronunciado, que no por haber sido ellos dueños libre de su palabra de afirmación. Hay quienes han mantenido su misión, clara y sonoramente como un toque de clarín, dentro de un mundo y de una Iglesia circundante que en cerrada falange la atacaba, como Juana de Arco. Pero hay también otros, cuya misión era de tal naturaleza que, para su pleno florecimiento, hubiera necesitado del concurso inteligente de su ambiente, y hubieron de sufrir daño por el pecado y la obstinación de quienes los rodearon. Un daño que no podía atentar a la sustancia de su misión, pero que sí entorpeció su desenvolvimiento, su eficacia y su crecimiento rectilíneo.

En Teresa de Lisieux, esta dramática tensión entre misión y persona ha de ser considerada con atención particular y eso desde puntos de vista primariamente teológicos, que en manera alguna excluyen la aplicación de la psicología. En este sentido, el estudio que sigue pudiera ser entendido como un ensayo teológico de fenomenología espiritual. Creemos con Philipon que pocas cosas pueden fecundar y rejuvenecer la teología y, por ella, toda la vida cristiana, como una inyección de sangre de la hagiografía, suponiendo que ésta se cultive teológicamente y que la esencia de la santidad sea realmente entendida evangélica y eclesiásticamente, es decir, misionalmente y no meramente con criterio asceticomístico e individual.

Aun en el caso de que el presente intento resultara fracasado, el método que en él se ensaya no quedaría con ello refutado. De su afortunada realización pudiera depender no poco la conciencia viva de la Iglesia sobre la presencia de los santos en ella para el próximo futuro. No sólo la veneración de los santos, su conocimiento sobre todo ha sufrido un rápido descenso en el pueblo de casi todos los países. Y muy poco es lo que se hace para mantener fresca la memoria del pueblo. Los antiguos relatos hagiográficos, aun cuando pudieran todavía adquirirse, no satisfacen a los cristianos de hoy y de mañana. El artificial aislamiento de que los circundó la hagiografía barroca o de fin de siglo, los ha hecho extraños a los hombres de hoy. La imagen futura de los santos, no sólo por razón de las necesidades actuales, sino por exigencia de la profundidad de la verdad revelada, ha de ser creada nuevamente, de manera que los santos, como antaño, vivan con nosotros, junto a nosotros, por nosotros y en nosotros, como los mejores guardianes y vivificadores de la santa comunidad de la Iglesia [16].
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* Quizá el más grande teólogo católico del siglo XX. Nació en Lucerna, Suiza en 1905. Estudió en las Universidades de Zurich, Viena, Berlín, Munich y Lyon. Jesuita de 1928 a 1948. Fundó con Adrianne von Speyr un instituto secular. En 1971 fundó con Joseph Ratzinger y Henri De Lubac la revista “Communio”. Revista católica internacional. Fue miembro de la Comisión teológica internacional desde su fundación (1968). Murió en 1988, dos días antes de su incorporación al colegio cardenalicio por parte de Juan Pablo II. Es autor de una amplísima obra que abarca la teología, la filosofía, la literatura, el arte. Algunos títulos importantes: Sólo el amor es digno de fe, El complejo antirromano, Teresa de Lisieux. Historia de una Misión, Estados de vida cristiano, ¿Quién es cristiano? Su obra capital es la famosa Trilogía: Gloria. Una estética teológica (7 vols.), Teodramática (5 vols.), y Teológica (3 vols.).

 

Notas

[1] Histoire d´une âme (Conseils et Souvenirs. Poésies), 253

[2] Ejercicios espirituales, núm. 135.

[3] Histoire d´une âme (Conseils et Souvenirs. Poésies), 545

[4] Novissima Verba. Lisieux, 1926, 94-95

[5] Novissima Verba. Lisieux, 1926, 107-108.

[6] Novissima Verba. Lisieux, 1926, 81

[7] Novissima Verba. Lisieux, 1926, 82-83

[8] Histoire d´une âme (Conseils et Souvenirs. Poésies), 547

[9] Histoire d´une âme (Conseils et Souvenirs. Poésies), 452

[10] Histoire d´une âme (Conseils et Souvenirs. Poésies), 553-554; el testimonio de Benedicto XV, Histoire d´une âme (Conseils et Souvenirs. Poésies), 536.

[11] AAS 1925, p. 346.

[12] El primero que entró por este camino de las revelaciones psicológicas fue el capuchino P. Ubald d'Alençon en su escrito Sainte Térèse, comme je l'ai connue («Estudis Franciscans», Barcelona, 1926). Su artículo hubiera quedado para siempre sepultado en la revista catalana, difícil de hallar, si Lucie Delarue-Mardrus, que ya había publicado un violento escrito «revelador»: Sainte Térèse de Lisieux (París, 1925) no lo hubiera reproducido y comentado con copiosa bilis (La Petite Thérése de Lisieux, 1937). Ghéon y Bemoville, cada uno a su modo, arremeten contra la cursilería escayolada de Lisieux. Bemoville dramatiza para ello escenas particulares de la autobiografía; Ghéon filosofa sobre lo cursi y busca ponernos en claro por qué hubo Teresa de esconderse tras esta fachada y responder así al gusto de su tiempo, a pesar de que tras la máscara se ocultaba una realidad totalmente distinta.

Este método psicológico ha sido posteriormente llevado hasta el extremo por dos obras importantes, tan al extremo que, patentemente, nada queda ya por hacer en este terreno. Estas obras son la que en Alemania abrió camino: Das verborgene Antlitz, de I. Frederike Corres (Herder, Friburgo de Brisgovia, 1944), y la de Maxence van der Meersch, La petite Sainte Thérése (Michel, París, 1947), tr. esp. Santa Teresita (Janes, Barcelona, Z1953). Van der Meersch, biznieto de León Bloy, estiliza a Teresa a la manera expresionista y apocalíptica del mismo Bloy. Como narrador magistral que es, el autor pone en su biografía fluencia, tempo y casta, llega al extremo en la «revelación» y hace aparecer a Teresa como la grandiosa heroína de una tragedia antigua. Todo está febrilmente exagerado, sobrecalentado y, a despecho del relieve así obtenido, falsificado. Para convencerse de ello, basta examinar su exposición de la quintaesencia del «caminito»: «Éste consiste, sencillamente y ante todo, en aceptar la propia debilidad, aceptar hasta la derrota, aceptar, aun doliéndonos haber desfallecido, haber pecado. Busquen los fuertes la victoria, salten por encima de los obstáculos: es su derecho y su deber. Los humildes conténtense con hacer, muy humildemente, su pobre esfuerzo, lamentable e impotente, aun sabiendo de antemano que están vencidos. Su derrota será su victoria. Derrotados a nuestros ojos, Dios no verá ni su desfallecimiento ni su pecado, sino solamente su esfuerzo. Éste es, a nuestro parecer, el verdadero sentido, audaz quizá, pero indiscutible, del "camino de infancia"». No se necesita prueba alguna para demostrar que Teresa (que jamás habla del pecado) no habría reconocido sus pensamientos en estas frases.

Un talento de escritor de no menos patente cuño se puso al servicio de la santita con Ida Frederike Corres. También en ésta radica la importancia y, desde luego, la fuerza capital de la obra en lo biográfico y psicológico. Corres ha aducido cuanto de asequible existe en fuentes y documentos para enriquecer la figura de Teresa, ampliarla y hacerla aparecer más plásticamente ante nosotros. Tanto el ambiente de la familia (a cuyo cuadro pudieran hoy añadirse todavía muchos más rasgos pintorescos gracias a la obra del P. Piat, OFM, Histoire d'une famille) como el del convento están pintados con tan minuciosa diligencia, Teresa aparece en ellos de modo tan viviente, que muchos rasgos de sus escritos que, en otro caso, hubieran quedado incoloros, adquieren un relieve inesperado. Pero mientras van der Meersch viste a su Teresa de furibunda revolucionaria del Evangelio a lo Bloy, Corres la estiliza conforme al personalismo germánico. Uno y otra, para trazarnos la imagen positiva, parten de la tesis negativa del «caminito», del repudio de las «grandes obras» y de la «gran ascesis». Para van der Meersch esta tesis negativa está en el desenmascaramiento del fariseísmo; pero, sobre todo, del fariseísmo del propio corazón, de su «profunda e incurable perversidad», pues todos llevamos en el fondo de nosotros mismos «monstruos desconocidos». Teresa es, por lo tanto y sobre todo, el genio del propio conocimiento, la más profunda psicóloga de los tiempos modernos (pp. 180, 189, 187). Para Corres, respondiendo al movimiento juvenil, la tesis negativa está en el rompimiento con el formalismo eclesiástico y ascético, a fin de descubrir tras él la zona de la peculiaridad personal. Con labia a veces genial, su crítica se vierte sobre la piedad burguesa de su ambiente familiar, del convento retrógrado y de la anticuada teología de la vida y de los estados, en que la idea, por ejemplo, de elección de estado, por la que una muchacha de 17 o 20 años ha de comprometerse para siempre en los votos o en el matrimonio, pertenece a uno de los prejuicios que apenas pueden ya ser hoy comprendidos: «Aquí quedó siempre estancada en el grado de una piadosa colegiala de su época» (p. 157). Corres no posee categoría alguna para distinguir entre persona y misión. De ahí que, para mostrar la grandeza de su heroína, haya de echar mano de un sondeo psicológico que la lleva a patentes interpretaciones erróneas. Cuanto tiene de brillantez su exposición del ambiente y de la vida personal de Teresa, otro tanto acusa su falta de dominio de la parte teológica.

[13] Preferentemente desde el punto de vista de la doctrina trata asimismo a la santa un incógnito benedictino belga: Sainte Thérése de l'Enfant Jesús, considérée comme aimante de la Bible, docteur de la voie fenfance spirituelle et séraphin d'amour (Ch. Byaert, Brujas 1934). El amable libro muestra, empero, poca fuerza sintética y se queda muy atrás de Petitot. Tiene la ventaja de haber sido el primero que dirigió su atención al uso de la Biblia por Teresa, aun cuando la colección de material no va acompañada de ninguna valoración crítica.

El tomo de la colección «Présences» Une sainte parmi nous (Pión, París, 1937) contiene el homenaje de algunos poetas y literatos a la santita. Como no podía esperarse de otro modo, las contribuciones de E. Fumet, G. Thibon, J. Malégue, J. Madaule, Daniel Rops y otros, abundan en profundos puntos de vista sobre la misión de Teresa en nuestro tiempo, señaladamente en Francia.

André Combes cultiva el conocimiento teológico en dos obras sobre Teresa, a las que ha de seguir otra aún más voluminosa. En su Introduction a la spiritualité de Sainte Thérése de l'Enfant Jesús («Études de Théologie et d'Histoire de la Spiritualité», ed. Gilson et Combes (Vrín, París 1946) y en su Sainte Thérése de l'Enfant Jesús et la souf-france (Vrin, París 1948), Combes ofrece una serie de muy cuidadosas monografías: sobre las ideas teresianas acerca de la vida, el amor, la vocación y el apostolado, de la oración y meditación, sobre el caminito, sobre el desenvolvimiento de su idea del sufrir; estudios que, por la limpieza de su método y, señaladamente, por la estricta observación de la cronología, son decisivos. Lamentable es que, con frecuencia, un exceso de retórica más bien vela que no esclarece los contornos fijos y los reales descubrimientos. Mgr. Paulot, vicario general de Reims, escribió en 1934 un estudio dogmático: Message doctrinal de Sainte Thérése de l'Enfant Jesús á la lumiére de Saint Paul (Éd. du Cerf, Juvisy). El estudio, bien comenzado, pero que se pierde demasiado en estilo edificante y panegírico, está reclamando alguien que lo continúe y lo ahonde, es decir, que realice una rigurosa y sobria confrontación de Pablo y Teresa, no sólo en sentencias particulares, sino en el tenor general de su teología.

[14] A esta obra le precedió una redacción popular más breve: Le message de Thérése de Lisieux (Bonne Presse, París 1946).

[15] Bandos que, aun hoy, pueden chocar entre sí con harta violencia. Cf. Robert Rouqyette, S. I., en «Études» 80 (1947), n.« 255, p. 246, 261; y André Combes, en Sainte Thérése et la souffranee (1948), 17-18.

[16] Un estudio sobre la santa de Lisieux sólo podrá aspirar a una exactitud última cuando poseamos en su texto primitivo la Historia de un alma. La edición de todas las cartas completas por obra de André Combes (1948) nos ha traído, juntamente con el gozo de tantas fuentes por vez primera abiertas, la triste certidumbre de que no sólo el texto de las cartas, sino el mismo de la autobiografía fue cambiado, acortado, ampliado, pulido, de manera incomprensible e irresponsable. Las pruebas que ofrece Combes (p. 334 s.) son suficientes para conmover toda confianza en la literalidad. Por otra parte, empero, no puede decirse que las numerosas variantes atenten al sentido fundamental del texto, ni que pudieran deformar en pasaje alguno la clara misión de Teresa. Las o correcciones» que se tuvo por necesario introducir afectan casi exclusivamente al estilo, con lo que no hay duda desapareció mucho de espontáneo, fuerte y encantador bajo el barniz de una lisura y hasta de un sentimentalismo innocuo. El que quiera oír hoy aún el auténtico timbre de la palabra de Teresa, ha de atenerse ante todo a las cartas. Respecto a la literalidad de los Novissima Verba, hay que proceder con la máxima cautela.

 

Fuente: Hans Urs von Balthasar, Teresa de Lisieux. Historia de una misión, Herder, Barcelona, 1989.