El padre Pío de Pietrelcina

Ejerció su ministerio de manera especial a través de la dirección espiritual y la confesión

Nació el 25 de mayo de 1887 en Pietrelcina, archidiócesis de Benevento (Italia). Fue bautizado al día siguiente, con el nombre de Francisco. A los 12 años recibió el sacramento de la confirmación y la primera comunión. El 6 de enero de 1903, cuando contaba 16 años, entró en el noviciado de la Orden de los Frailes Menores Capuchinos en Morcone, y recibió el nombre de fray Pío. Acabado el año de noviciado, emitió la profesión de los votos simples y, el 27 de enero de 1907, la profesión solemne.

Después de la ordenación sacerdotal, recibida el 10 de agosto de 1910 en Benevento, por motivos de salud permaneció con su familia hasta 1916. En septiembre de ese año fue enviado al convento de San Giovanni Rotondo, en el que permaneció hasta su muerte.

Impulsado por el amor a Dios y al prójimo, el padre Pío vivió en plenitud la vocación de colaborar en la redención del hombre, según la misión especial que caracterizó toda su vida y que llevó a cabo mediante la dirección espiritual de los fieles, la reconciliación sacramental de los penitentes y la celebración de la eucaristía, momento cumbre de su actividad apostólica.

En el orden de la caridad social se esforzó siempre por aliviar los dolores y las miserias de las familias, especialmente con la fundación de la "Casa de Alivio del Sufrimiento", inaugurada el 5 de mayo de 1956.

Para él la fe era la vida:  quería y hacía todo a la luz de la fe. Se dedicaba asiduamente a la oración. Pasaba el día y gran parte de la noche en coloquio con Dios. Decía:  "En los libros buscamos a Dios; en la oración lo encontramos. La oración es la llave que abre el corazón de Dios". La fe lo llevó siempre a la aceptación de la voluntad misteriosa de Dios.

Vivió siempre inmerso en las realidades sobrenaturales. No solamente era un hombre de gran esperanza y total confianza en Dios, sino que, además, infundía, con su palabra y su ejemplo, estas virtudes en todos aquellos que se le acercaban.

El amor de Dios lo llenaba totalmente, colmando todas sus esperanzas; la caridad era el principio inspirador de su jornada:  amar a Dios y hacerlo amar. Su preocupación particular era crecer y hacer crecer en la caridad.

Su máximo servicio al prójimo lo realizó acogiendo, durante más de 50 años, a muchísimas personas que acudían a su ministerio y a su confesonario, recibiendo su consejo y su consuelo. Era como un asedio:  lo buscaban en la iglesia, en la sacristía y en el convento. Y él se entregaba a todos, reavivando la fe, distribuyendo la gracia y llevando luz. Pero veía la imagen de Cristo especialmente en los pobres, en quienes sufrían y en los enfermos, y a ellos atendía con mayor caridad.

Ejerció de modo ejemplar la virtud de la prudencia:  obraba y aconsejaba a la luz de Dios. Su preocupación era la gloria de Dios y el bien de las almas. Trataba a todos con justicia, con lealtad y con gran respeto.

Brilló en él la luz de la fortaleza. Comprendió bien pronto que su camino era el de la cruz y lo aceptó inmediatamente con valor y por amor. Experimentó durante muchos años los sufrimientos del alma. Soportó los dolores de sus llagas con admirable serenidad. Aceptó en silencio las numerosas intervenciones de las autoridades y calló siempre ante las calumnias.

Recurrió habitualmente a la mortificación para conseguir la virtud de la templanza, de acuerdo con el estilo franciscano.

Consciente de los compromisos adquiridos con la vida consagrada, observó con generosidad los votos profesados. Obedeció en todo las órdenes de sus superiores, incluso cuando eran difíciles. Su obediencia era sobrenatural en la intención, universal en la extensión e integral en su realización. Vivió el espíritu de pobreza con total desprendimiento de sí mismo, de los bienes terrenos, de las comodidades y de los honores. Tuvo siempre una gran predilección por la virtud de la castidad. Su comportamiento fue modesto en todas partes y con todos.
Se consideraba sinceramente inútil, indigno de los dones de Dios, lleno de miserias y, a la vez, de favores divinos. En medio de tanta admiración del mundo, repetía:  "Quiero ser sólo un pobre fraile que reza".

El padre Pío de Pietrelcina, al igual que el apóstol Pablo, puso en la cumbre de su vida y de su apostolado la cruz de su Señor como su fuerza, su sabiduría y su gloria. Inflamado de amor hacia Jesucristo, se conformó a él por medio de la inmolación de sí mismo por la salvación del mundo. En el seguimiento y la imitación de Cristo crucificado fue tan generoso y perfecto que hubiera podido decir "con Cristo estoy crucificado:  y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 19-20). Derramó en abundancia los tesoros de la gracia que Dios le había concedido con especial generosidad a través de su ministerio, sirviendo a los hombres y mujeres que se acercaban a él, cada vez más numerosos, y engendrando una inmensa multitud de hijos e hijas espirituales.

Su salud, desde la juventud, no fue muy robusta y, especialmente en los últimos años de su vida, empeoró rápidamente. La muerte lo encontró preparado y sereno el 23 de septiembre de 1968, a los 81 años de edad. Su funeral se caracterizó por una extraordinaria concurrencia de personas.

Su fama de santidad, debida a sus virtudes, a su espíritu de oración, de sacrificio y de entrega total al bien de las almas, aumentó tras su muerte.

El Papa Juan Pablo II lo beatificó en la plaza de San Pedro el 2 de mayo de 1999.

Canonizado el domingo, 16 de Junio de 2002