EL MISTERIO DE LA NOCHEBUENA

 

 

1 Adviento y Navidad

 

1       Cuando los días se acortan paulatinamente y en un invierno normal comienzan a caer los primeros copos de nieve, surgen tímido y calladamente los primeros pensamientos de la Navidad. De la sola palabra brota ya un encanto especial, al cual apenas un corazón puede presentar resistencia. Aquellos que no comparten nuestra fe y aún los no creyentes, para los cuales la vieja historia del Niño de Belén carece de significado, se preparan para esta festividad y discurren modos y maneras de encender aquí y allá un rayo de felicidad. Es como si desde semanas y meses atrás un cálido torrente de amor se desbordase sobre la tierra. Una fiesta de amor y alegría, esto es la estrella hacia la cual marchamos todos en los primeros meses de invierno. Para los cristianos y, en especial para los católicos, significa algo todavía más profundo. La estrella los conduce hasta el pesebre con el Niño que trajo la paz al mundo. El arte cristiano nos lo presenta ante nuestros ojos en numerosas y tiernas imágenes; viejas melodías, en las cuales resuena todo el encanto de la infancia, nos hablan de él.

Las campanas del “rorate” y los cánticos del Adviento despiertan en el corazón del que vive con la Iglesia un anhelo santo; y aquel que ha penetrado en el inagotable manantial de la liturgia se siente día a día más profundamente estremecido por las palabras y promesas del Profeta de la Encarnación que dice: “¡Que caiga el rocío del cielo!¡Que las nubes lluevan al justo!(Isaías 45,8). ¡El Señor está cerca, venid adorémosle!¡Ven, ven Señor, no tardes!¡Alégrate Jerusalén, llénate de gozo por viene tu Salvador!(Zacarías 9,9)”.

2       Desde el 17 hasta el 24 de diciembre resuenan las solemnes antífonas “Oh” del Magnificat (¡Oh Sabiduría!; ¿Oh Adonai!; ¡Oh Raíz de Jesé!; ¡Oh Llave de David!; ¡Oh Amanecer!; ¡Oh Rey de los pueblos!) llamando cada vez más fervientes y ansiosas: “¡Ven a salvarnos!” Cada vez más prometedor resuena también el “He aquí que todo se ha cumplido” (en el último domingo de Adviento); y finalmente: “Hoy veréis que el Señor se acerca y mañana contemplaréis su grandeza”. Precisamente cuando al anochecer se enciende el Arbol de Navidad y comienza el intercambio de regalos, una ansia todavía insatisfecha nos impulsa hacia afuera, hacia el resplandor de otra luz, hasta que las campanas tocan a la Misa del Gallo y el misterio de la Nochebuena se renueva sobre los altares cubiertos de flores y de luces: “¡Y el Verbo se hizo carne!” (Jn.1,14). Esa es la hora de la plenitud.

 

 

2 El séquito del Hijo de Dios hecho hombre

 

1       Todos nosotros hemos sentido alguna vez una tal felicidad en la Nochebuena, aun cuando el cielo y la tierra todavía no se han unido. La estrella de Belén es todavía hoy una estrella en la noche oscura. Apenas dos días después se quita la Iglesia las vestiduras blancas y se reviste del color de la sangre, al cuarto día del morado de la tristeza. San Esteban, el Protomártir, el primero que siguió al Señor en el martirio y los Santos Inocentes de Belén y de Judá, los niños de pecho brutalmente degollados por los soldados de Herodes, son el cortejo del Niño del Pesebre. ¿Qué significa esto? ¿Dónde está el júbilo de los ejércitos celestiales? ¿Dónde la callada beatitud de la Nochebuena? ¿Dónde la paz sobre la tierra? “Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”. Pero no todos tienen buena voluntad.

Es por eso que el Hijo del Eterno Padre tuvo que bajar desde la grandeza de su gloria a la pequeñez de la tierra, ya que el misterio de la iniquidad la había cubierto de las sombras de la noche.

Las tinieblas cubrían la tierra y Él vino a nosotros como la luz que alumbra en las tinieblas, pero las tinieblas no lo recibieron. A aquellos que lo recibieron, les trajo Él la luz y la paz; la paz con el Padre en el cielo, la paz con todos aquellos que igualmente son hijos de la luz y del Padre celestial y la profunda e íntima paz del corazón. Pero de ninguna manera la paz con los hijos de las tinieblas. El Príncipe de la paz no les trae a ellos la paz, sino la espada. Para ellos es él piedra de tropiezo, contra la cual chocan y se estrellan.

Esta es una verdad difícil y muy seria que no debemos encubrir con el poético encanto del Niño de Belén. El misterio de la Encarnación y el misterio del mal están muy íntimamente unidos. Frente a la luz que ha venido de lo alto se vuelven las tinieblas del pecado tanto más oscuras y lúgubres. El Niño del pesebre extiende sus bracitos y su sonrisa parece predecir lo que más tarde pronunciarán los labios del hombre: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré” (Mt.11,28). A aquellos que escucharon su llamada, a los pobres pastores, a quienes el resplandecer del cielo y la voz de los ángeles les anunciaron la buena noticia en los campos de Belén y que, poniéndose en camino, respondieron a esa llamada diciendo: “Vamos a Belén” (Lc.2,15); también a los reyes que desde el lejano Oriente habían seguido con fe sencilla la maravillosa estrella, a todos ellos les fue derramado el rocío de la gracia que emanaba de las manos del pequeño Niño y fueron “colmados de un gran gozo” (Mt.2,10).

Esas manos conceden y exigen al mismo tiempo: vosotros sabios, deponed vuestra sabiduría y haceos sencillos como los niños; los reyes, entregad vuestras coronas y tesoros e inclinaos humildemente ante el Rey de los Reyes y aceptad sin titubeos los trabajos, penas y sufrimientos que su servicio exige. De vosotros niños, que no podéis dar nada todavía voluntariamente, de vosotros toman las manos del Niño Jesús la ternura de vuestra vida, antes casi de que haya comenzado. Ella no podría ser mejor empleada que en el sacrificio por el Señor dela Vida.

2       ¡Sígueme! De esa manera se expresan las manos del Niño, como más tarde lo harán los labios del hombre (Mc. 1,17). Así hablaron sus labios al discípulo que el Señor amaba y que ahora también pertenece a su séquito. El mismo Juan, el más joven de todos, el discípulo con corazón de niño, lo siguió sin preguntar a dónde o para qué. Abandonó la barca de su padre y siguió al Señor por todos sus caminos hasta la cumbre misma del Gólgota.

¡Sígueme!Lo mismo hizo también Esteban. Siguió los pasos del Señor en la lucha contra el poder de las tinieblas y contra el enceguecimiento de la incredulidad empedernida; finalmente dio testimonio de El con su palabra y con su sangre. Lo siguió también en el espíritu; en el espíritu de Amor que combate el pecado, pero que ama al pecador y que, aún frente a la muerte, intercede ante Dios por sus asesinos.

Estas son las figuras de la luz que se arrodillan en torno al pesebre: los tiernos niños inocentes, los fieles pastores, los humildes reyes, San Esteban, el discípulo entusiasta, y Juan, el apóstol del amor. Todos ellos siguieron la llamada del Señor. Frente a ellos se extiende la noche cerrada de la incomprensible dureza de corazón y de la ceguera de espíritu: la de los escribas, que podían señalar con exactitud el momento y el lugar donde el Salvador del mundo habría de nacer, pero que, sin embargo, fueron incapaces de deducir de allí un decidido: “Vamos a Belén” (Lc.2,15); y la del rey Herodes que quiso quitar la vida al Señor de la Vida.

Frente al Niño recostado en el pesebre se dividen los espíritus. El es el Rey de los Reyes y Señor sobre la vida y la muerte. El pronuncia su “sígueme” y el que no está con El está contra El. El nos lo dice también a nosotros y nos coloca frente a la decisión entre la luz y las tinieblas.