LA ORACIÓN DE LA IGLESIA

 

 

“Por El, con El y en El, a ti, Dios Padre omnipotente en la unidad el Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos”.

Con estas solemnes palabras concluye el sacerdote en la celebración de la Eucaristía las oraciones que tienen como punto central el acontecimiento lleno de misterio de la Transubstanciación. Al mismo tiempo se resume allí de la manera más concisa lo que es la oración de la Iglesia: Gloria y honor del Dios Uno y Trino por, con y en Cristo. Aun cuando estas palabras estén dirigidas al Padre, es de notar que no hay una glorificación del Hijo y del Espíritu Santo. La doxología proclama la gloria que el Padre comparte con el Hijo y ambos con el Espíritu Santo por todos los siglos de los siglos.

Toda alabanza dirigida a Dios acontece por, con y en Cristo. Por El, porque la humanidad tiene acceso al Padre sólo por Cristo y porque su ser humano-divino y su obra de salvación representan la glorificación más perfecta del Padre. Con El, porque cada oración auténtica es el fruto de la unión con Cristo y al mismo tiempo un refuerzo de esa unión; además porque cada alabanza del Hijo es una alabanza del Padre y viceversa. En El, porque Cristo mismo es la Iglesia orante y cada orante en particular un miembro vivo de su Cuerpo Místico y, además, porque el Padre está en el Hijo y en el Hijo se hace visible el resplandor y la gloria del Padre. El sentido doble del “por”, “con” y “en” se transforma de esa manera en la expresión del carácter mediador del Verbo Encarnado.

Así podemos decir que la oración de la Iglesia es la oración del Cristo viviente y encuentra su modelo original en la oración de Cristo durante su vida terrena.

 

 

La oración de la Iglesia como Liturgia y como Eucaristía

 

Por los relatos evangélicos sabemos que Cristo rezó como rezaba todo judío creyente y fiel a la ley. También sabemos que, en los años de su infancia con sus padres y mas tarde con los discípulos, peregrinaba en las épocas prescritas a Jerusalén para celebrar las grandes fiestas en el Templo. Sin duda alguna cantó junto con los suyos lleno de entusiasmo los himnos de gozo que brotaban de la alegría inmensa de los peregrinos: “¡Que alegría cuando me dijeron, vamos a la casa del Señor!” (Salmo 121,1). Las narraciones del último encuentro de Jesús con sus discípulos, que estuvo dedicado al cumplimiento de una de las más sagradas obligaciones religiosas, a saber, la celebración solemne de la Cena Pascual, en conmemoración de la liberación de la esclavitud de Egipto, nos testifican que El pronunciaba las antiguas bendiciones judías, tal como se rezan todavía hoy sobre el pan, el vino y los frutos del campo. Quizá sea precisamente ese encuentro el que nos pueda dar la visión más profunda de la oración de Cristo y la clave para la comprensión de la oración de la Iglesia.

“Y mientras estaban comiendo tomó Jesús el pan, lo bendijo y dándoselo a sus discípulos dijo: Tomad y comed, ese es mi cuerpo. Luego tomó el cáliz |y dadas las gracias se lo dio diciendo: Tomad y bebed todos de él, porque esta es la Sangre de la Nueva Alianza que será derramada por muchos para el perdón de los pecados:” (Mt.26,26-28).

La bendición y fracción del pan y la bendición y entrega del vino pertenecían ya al rito del banquete pascual, pero ambos gestos reciben en este momento un sentido totalmente nuevo. En este preciso instante comienza la vida de la Iglesia. Ella se presentará públicamente, como una comunidad visible y llena del Espíritu, el mismo día de Pentecostés, pero aquí, durante la Cena Pascual, se realiza el injerto de los sarmientos en la vid, lo cual hizo posible que les fuera derramado el Espíritu.

3       Las antiguas bendiciones se convirtieron en boca de Cristo en palabras creadoras de vida. Los frutos de la tierra se convirtieron en su Cuerpo y su Sangre y fueron colmados de vida. La creación visible de la cual Cristo había tomado parte por medio de la encarnación se fusionaría con El de una manera nueva y misteriosa. Los elementos que sirven para la constitución del cuerpo humano son transformados sustancialmente y, por su recepción, son transformados también los hombres, son introducidos en la unidad de vida con Cristo y plenificados con su vida divina. La fuerza vivificadora de la palabra está íntimamente unida a la víctima inmolada. La Palabra se hizo carne para ofrecer en holocausto la vida carnal que había asumido; para ofrecerse a sí misma y, por su entrega, presentar la creación redimida como ofrenda de alabanza al Creador.

La memoria de la Antigua Alianza se convirtió, en la Ultima Cena de Cristo con sus apóstoles, en el banquete pascual del Nuevo Testamento, en la ofrenda de la cruz del monte Calvario, en el gozoso banquete entre la Pascua y la Ascensión al cielo, en el cual los discípulos reconocieron al Señor en la fracción del pan, y en la ofrenda eucarística con la santa comunión.

Cuando Jesús tomó el cáliz, dio gracias; aquí podemos pensar en las palabras de bendición que están contenidas en una acción de gracias al Creador. También sabemos que Cristo acostumbraba a dar gracias cuando, frente a un milagro, elevaba los ojos al cielo. El daba gracias al Padre porque sabía que le escuchaba. Cristo da gracias por la fuerza divina que lleva en sí mismo y a través de la cual puede presentar a los ojos de los hombres el poder infinito del Creador. El da gracias por la obra de salvación que ha venido a realizar, y también a través de ella, que en sí misma es glorificación de la divinidad trinitaria, porque por esa obra de salvación se renueva y embellece la imagen y semejanza divina de la creación que había sido deformada por el pecado.

De esta manera podemos interpretar la ofrenda perpetua de Cristo -en la Cruz, en la Eucaristía y en la gloria eterna del cielo- como una única acción de gracias al Creador, como una acción de gracias por la creación, la salvación y la plenificación. Cristo se ofrece a sí mismo en nombre el mundo creado, cuyo modelo es El mismo y al cual ha descendido para transformarlo desde dentro y para conducirlo a la perfección. El invita también a toda la creación a unírsele en el ofrecimiento de acción de gracias debido al Creador.

4       A la Antigua Alianza le había sido dada ya la comprensión del carácter “eucarístico” de la oración: las imágenes milagrosas del tabernáculo y más tarde el templo del rey Salomón, que había sido construido según indicaciones divinas, fueron interpretados como modelos de toda la creación que se reúne en torno a su Señor en actitud de contemplación y de servicio. La tienda, en torno a la cual acampaba el pueblo de Israel durante su peregrinación por el desierto, se llamaba “la morada de la presencia de Dios” (Ex.38,21). Esa era la “morada inferior” en contraposición a la “morada superior”. El salmista canta: “Yahveh, yo amo la belleza de tu casa, el lugar donde se asienta tu gloria” (Salmo 25,8), porque la tienda de la Alianza tiene el mismo valor que la creación del mundo.

Así como en la narración de la creación el cielo fue extendido como una alfombra, de la misma manera estaban prescritas numerosas alfombras como paredes de la tienda, y así como las aguas del cielo fueron separadas de las aguas de la tierra, así estaba separado el Santo de los Santos de los recintos exteriores por un velo. El “mar de bronce” está hecho también según el modelo del mar que fue contenido por las costas. Como símbolo de las estrellas del cielo se encuentra en la tienda el candelabro de los siete brazos. Corderos y aves representan la muchedumbre de seres vivientes que pueblan las aguas, la tierra y el aire. Y de la misma manera que la tierra fue entregada a los hombres, así se encuentra en el santuario el suma sacerdote, que fue consagrado para servir y obrar en nombre de Dios. La tienda, una vez terminada, fue bendecida, ungida y santificada por Moisés, de la misma manera que Dios bendijo y santificó la obra de sus manos el séptimo día. Así como los cielos y la tierra son testigos de Dios, así habrá de ser su morada un testimonio de la presencia de Dios en la tierra (Dt.30,19).

5       En lugar del templo salomónico Cristo edificó un templo de piedras vivas, la comunidad de los santos. Cristo se encuentra en el centro mismo de ese templo como sumo y eterno sacerdote, y El mismo es la ofrenda depositada sobre el altar. Y nuevamente vemos a toda la creación integrada en la “Liturgia”, en la solemne ceremonia divina: los frutos de la tierra como ofrenda misteriosa, las flores y los candelabros con las luces, las alfombras y el velo, el sacerdote consagrado, la unción y bendición de la casa de Dios. Tampoco faltan los querubines que, cincelados por las manos del artista, hacen guardia en formas visibles junto al Santo de los Santos. Semejante a los ángeles y como sus imágenes vivientes rodean los monjes el altar de la ofrenda y se ocupan de que los himnos de alabanza a Dios no enmudezcan, así en la tierra como en el cielo. Las oraciones solemnes que ellos elevan al cielo, en tanto que son los labios orantes de la Iglesia, rodean la ofrenda santa y traspasan y santifican todas las otras obras del día, de tal manera que la oración y el trabajo se convierten en un único “oficio divino”, en una única “Liturgia”.

Las lecturas de las Sagradas Escrituras y de los Padres, de los documentos de la Iglesia y de las proclamaciones doctrinales de sus pastores son un inmenso y constantemente creciente himno de alabanza a la acción de la Providencia divina y al desarrollo evolutivo del plan eterno de salvación. Las oraciones matinales invitan a la creación entera a reunirse en torno al Salvador: los montes y las colinas, los ríos y las corrientes de agua, el mar, la tierra y todo cuanto habita en ellos, las nubes y los vientos, la lluvia y la nieve, todos los pueblos de la tierra, las razas y naciones y, finalmente, también los habitantes del cielo, los ángeles y los santos: todos, y no sólo sus imágenes hechas por manos humanas, han de participar personalmente de la gran Eucaristía de la creación -o más precisamente, nosotros hemos de unirnos a través de nuestra liturgia a su viva y eterna alabanza divina. Todos nosotros -y eso significa no sólo los religiosos cuya “profesión” es la alabanza de Dios, sino todo el pueblo de Dios- manifestamos nuestra conciencia de haber sido llamados a la alabanza divina cada vez que en las grandes solemnidades nos acercamos a las catedrales y abadías y cada vez que participamos de las grandes corales populares y a través de las nuevas formas litúrgicas nos integramos llenos de alegría a esa alabanza.

6       La expresión más fuerte de la unidad litúrgica entre la Iglesia celestial y la terrena -ambas dan gracias al Padre “por Cristo”- se encuentra en el Prefacio y en el Sanctus de la Santa Misa. La liturgia no deja, sin embargo, ninguna duda de que todavía no somos ciudadanos perfectos de la Jerusalén celestial, sino peregrinos en camino hacia la patria eterna. Antes de atrevernos a elevar los ojos a lo alto, para entonar con los coros celestiales el ”Santo, Santo, Santo”, necesitamos prepararnos debidamente. Todo lo creado que es utilizado en el servicio divino tiene que ser apartado de su uso y sentido profano, tiene que ser consagrado y santificado. El sacerdote ha de purificarse a través del reconocimiento de sus pecados antes de subir las gradas del altar y, junto con él, también todos los creyentes. Antes de cada nuevo paso en el sacrificio de la ofrenda tiene que repetir la súplica del perdón de los pecados, por él mismo, por los allí presentes y por todos aquellos a quienes habrán de alcanzar los frutos de la ofrenda santa. La ofrenda del altar es un sacrificio que junto con los dones presentados transforma también a los creyentes, les abre el Reino de los Cielos y les hace aptos para una acción de gracias agradable a Dios.

Todo lo que nosotros necesitamos para ser acogidos en la comunidad de los espíritus celestiales está resumido en las siete peticiones del Padrenuestro, que Cristo no rezó en nombre propio, sino para que aprendiéramos de El. Nosotros rezamos el Padrenuestro antes de comulgar y si lo hacemos sinceramente y de corazón y luego recibimos la comunión con espíritu recto, entonces nos proporciona ella el cumplimiento de las peticiones: ella nos proporciona el perdón de los pecados y nos da fuerzas contra la tentación. La comunión es el pan de la vida que necesitamos diariamente para ir acercándonos a la vida eterna; ella hace de nuestra voluntad un instrumento dócil de la voluntad de Dios, ella es el fundamento del Reino de Dios en nosotros y nos da un corazón y nos labios puros para glorificar el santo nombre de Dios. De esa manera se manifiesta cuán íntimamente unidos están el sacrificio, el banquete de la ofrenda y la alabanza divina. La participación en el sacrificio y en el banquete de la ofrenda transforman el alma en una piedra viva de la ciudad de Dios, y a cada una de ellas en particular en un templo divino.

 

 

El diálogo personal con Dios como oración de la Iglesia

 

¡El alma de cada hombre concreto es templo de Dios¡ Esta frase nos abre horizontes totalmente nuevos. La vida de oración de Jesús es la clave para la comprensión de la oración de la Iglesia. Ya hemos visto que Cristo participó en el Culto Divino público y legalmente establecido de su pueblo (es decir, en lo que llamamos normalmente “liturgia”). El puso ese culto en íntima comunicación con la ofrenda de su vida, dándole de esa manera su sentido total y propio (el de acción de gracias de la creación al Creador) y de esa manera llevó la liturgia del Antiguo Testamento a su realización y transformación en el Nuevo.

Cristo, sin embargo, no participó solamente del culto público. Los Evangelios nos cuentan, quizá con más frecuencia aún, que Cristo oraba solo, en el silencio de la noche, sobre las colinas o en la soledad del desierto. Su vida pública fue precedida por cuarenta días y cuarenta noches de oración en el desierto (Mt.4,1-2). Antes de elegir y enviar a predicar a los doce apóstoles se retiró a la soledad de un monte para orar (Lc. 1,12). En el monte de los olivos se preparó para el camino del Gólgota. Lo que El dijo al Padre en esa hora difícil de su vida nos fue revelado en unas pocas palabras, palabras que nos han sido dadas como guías en nuestras horas de Getsemaní: “Padre, si es posible que pase de mi este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc. 22,42). Esas palabras son como un rayo de luz, que por un momento nos dejan entrever la vida interior de Jesús, el misterio inconmensurable de su ser divino y humano en diálogo con el Padre. Sin duda alguna que ese diálogo se extendió a lo largo de toda la vida y nunca fue interrumpido.

Cristo oraba interiormente no sólo cuando se alejaba de la multitud, sino también cuando estaba en medio de los hombres. Pero una vez nos dio una larga y profunda visión de ese misterioso diálogo. No fue mucho antes de la hora del monte de los olivos, más precisamente, justo antes de ponerse en camino hacia allí, al acabar la Ultima Cena, en la hora en que nosotros consideramos que nació la Iglesia. “Y El, que había amado a los suyos... los amó hasta el extremo” (Jn.13,1). Cristo sabía muy bien que ese sería su último encuentro y por eso quiso darles aún todo cuanto podía; sabía también, sin embargo, que ellos no podrían soportarlo ni entenderlo. Primero habría de venir el Espíritu de la verdad para abrirles los ojos. Y después de haber dicho y hecho todo lo que El había de hacer y de decir elevó los ojos al cielo y habló en presencia de ellos con el Padre. Esa oración la llamamos la oración de Cristo Sumo Sacerdote, pues también esa oración tenía su imagen en el Antiguo Testamento.

8       Una vez al año, en el día más santo y solemne, en el día de la Expiación, entraba el sumo sacerdote en el Santuario y se postraba ante la presencia de Dios para orar por sí mismo, por su casa y por toda la comunidad de Israel, para rociar el trono de la gracia con la sangre del ternero y del macho cabrío que había sacrificado anteriormente, para expiar sus propios pecados y los de su casa y para preservar al Santuario de las impurezas de los hijos de Israel, de sus faltas y transgresiones.

Nadie podía estar en la Tienda (en el ámbito sagrado frente al Santo de los Santos) cuando el sumo sacerdote se postraba en ese santo lugar en la presencia de Dios. El sumo sacerdote era el único que tenía acceso a ese recinto y solamente a una hora determinada. En esa ocasión había de ofrecer el incienso “...para que la nube de incienso envuelva el propiciatorio que está encima del Testimonio y no muera” (Lev. 16,13). En el más profundo misterio se realizaba entonces ese diálogo. El día de la Expiación es la imagen veterotestamentaria del Viernes Santo. El cordero que era degollado por los pecados del pueblo representaba al Cordero de Dios inmaculado, así como aquel otro que, determinado por la suerte y cargado con los pecados del pueblo, era enviado al desierto. También el sumo sacerdote de la casa de Aarón representa la imagen del Sacerdote eterno, Jesucristo. Así como Cristo en la Ultima Cena anticipó su sacrificio, de la misma manera anticipaba El la oración sacerdotal.

Cristo no necesitaba ofrecer una ofrenda expiatoria por sí mismo, pues El no tenía pecado; El no necesitaba esperar la hora indicada por la ley, ni tampoco dirigirse al Santuario en el templo, El está siempre y en todas partes en la presencia de Dios, su misma alma es el Santuario y ella no es solamente morada de Dios, sino que está inseparable y esencialmente unida al mismo Dios. El no necesita protegerse del Padre con una nube de incienso, contempla sin ningún velo el rostro del Eterno y no tiene porqué temer, la mirada del Padre no va a producir su muerte. De esa manera desvela Cristo el misterio del sumo sacerdocio; todos los suyos pueden oír cómo habla al Padre en el santuario de su corazón; sus discípulos han de experimentar de qué se trata y han de aprender también a hablar con el Padre en sus corazones (Cfr. Jn.17,1,ss.).

9       La oración sacerdotal de nuestro Salvador nos revela el misterio de las vida interior: la intimidad de las Personas divinas y la morada de Dios en el alma. En esa misteriosa profundidad se preparó y realizó, escondida y en silencio, la grandiosa obra de la salvación, y así se continuará hasta que al final de los tiempos todos alcancen la perfección en la unidad. En el silencio eterno de la vida divina fue concebida a sentencia de la salvación. En la soledad del silencioso aposento de Nazaret descendió la fuerza del Espíritu Santo sobre la Virgen orante, llevando así a plenitud la Encarnación del Salvador. Reunida en torno a la Virgen, silenciosa y orante, esperaba la Iglesia en gestación el nuevo derramamiento del Espíritu Paráclito que habría de vivificarla y conducirla a la claridad interior y a una actividad externa llena de frutos.

 

El apóstol Pablo esperaba, en la noche de la ceguera que Dios había derramado sobre sus ojos y en oración solitaria, la respuesta a su pregunta: Señor, ¿qué quieres que haga? (Hechos 9). En la oración privada se preparó también Pedro a ser enviado a los gentiles (Hechos 10). Y así permaneció a través de todos los siglos. En el silencioso diálogo de las almas consagradas a Dios con su Señor se prepararon todos los acontecimientos visibles de la historia de la Iglesia y que renovaron la faz de la tierra. La Virgen, que guardaba en su corazón toda palabra salida de la boca de Dios, es el modelo de aquellas almas dispuestas, en las cuales se vivifica siempre de nuevo la oración sacerdotal de Jesús. Y las mujeres, que lo mismo que ellas se olvidaron de sí mismas en la entrega total a la vida y pasión de Cristo, fueron elegidas por el Señor con amor preferencial como su instrumento para realizar grandes obras en la Iglesia.

10     Así, por ejemplo, Santa Brígida o Santa Catalina de Siena. Y cuando Santa Teresa, la gran reformadora de la Orden del Carmen, quiso ir en ayuda de la Iglesia en una época de gran decadencia de la fe, vio que el medio mas apropiado para ello era la renovación de la verdadera vida interior. La noticia de la decadencia de la vida religiosa, que se extendía continuamente en torno suyo, la preocupaba de manera especial: “...diome gran fatiga, y como si yo pudiera algo o fuera algo, lloraba con el Señor y le suplicaba remediase tanto mal. Parecíame que mil vidas pusiera yo para remedio de un alma de las muchas que allí se perdían. Y como me vi mujer y ruin, e imposibilitada de aprovechar en lo que yo quisiera en el servicio del Señor, y toda mi ansia era y aún es, que pues tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que esos fuesen buenos, determiné a hacer eso poquito que era en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese y procurar que estas poquitas que están aquí, hiciesen lo mismo, confiada en la gran bondad de Dios que nunca falta de ayudar a quien por El se determina a dejarlo todo; y que siendo tales cuales yo las pintaba en mis deseos, entre sus virtudes no tendrían fuerza mis faltas, y podría yo contentar en algo al Señor, y que todas ocupadas en oración por los que son defensores de la Iglesia y predicadores y letrados que la defienden, ayudásemos en lo que pudiésemos a este Señor mío, que tan apretado le traen aquellos a los que ha hecho tanto bien, que parece le querrían tornar ahora a la cruz, y que no tuviese donde reclinar la cabeza... ¡Oh hermanas mías en Cristo!ayudadme a suplicar esto al Señor, que para eso os juntó aquí; este es vuestro llamamiento, estos han de ser vuestros negocios, estos han de ser vuestros deseos, aquí vuestras lágrimas, aquí vuestras peticiones” (Camino de Perfección, Cap.1).

11     A la Santa le parecía necesario que aquí suceda lo que en tiempo de guerra. “Hame parecido es menester como cuando los enemigos en tiempo de guerra han corrido toda la tierra y viéndose el Señor de ella apretado, se recoge a una ciudad que hace muy bien fortalecer, y desde allí acaece algunas veces dar en los contrarios, y ser tales los que están en la ciudad, como es gente escogida, que pueden más ellos a solas que con muchos soldados, si eran cobardes, pudieron, y muchas veces se gana de esta manera victoria... Mas, ¿para qué he dicho esto? Para que entendáis, hermanas mías, que lo que hemos de pedir a Dios es que en este castillo que hay ya de buenos cristianos, no se nos vaya ya ninguno con los contrarios, y a los capitanes de este castillo o ciudad los haga muy aventajados en los caminos del Señor, que son los predicadores y teólogos. Y pues los más están en las religiones, que vayan muy adelante en su perfección y llamamiento, que es muy necesario... ¡Buenos quedarían los soldados sin capitanes!; han de vivir entre los hombres y tratar con los hombres y estar en los palacios y aún hacerse algunas veces con ellos en lo exterior. ¿Pensáis, hijas mías, que es menester poco para tratar con el mundo y vivir en el mundo y tratar negocios del mundo... y ser en lo exterior extraños del mundo... y, en fin, no ser hombres sino ángeles? Porque, a no ser esto así, ni merecen nombre de capitanes, ni permita el Señor salgan de sus celdas, que más daño harán que provecho; porque no es ahora tiempo de ver imperfecciones en los que han de enseñar. Y si en lo interior no están fortalecidos en entender lo mucho que va en tenerlo todo debajo de los pies y estar desasidos de las cosas que se acaban y asidos a las eternas, por mucho que lo quieran encubrir, han de dar señal. Pues ¿con quién lo han sino con el mundo? No hayan miedo se lo perdone, ni que ninguna imperfección dejen de entender. Cosas buenas, muchas se les pasarán por alto, y aún por ventura no las tendrán por tales; mas mala o imperfecta, no hayan miedo. Ahora yo me espanto quién los muestra la perfección, no para guardarla, que de esto ninguna obligación les parece tienen..., sino para condenar, y a las veces lo que es virtud les parece regalo. Así que no penséis es menester poco favor de Dios para esta gran batalla adonde se meten, sino grandísimo... Así que os pido, por amor del Señor, pidáis a su Majestad nos oiga en esto. Yo, aunque miserable, lo pido a su Majestad, pues es para gloria suya y bien de su Iglesia, que aquí van mis deseos... Vean las que vinieren que teniendo santo prelado lo serán las súbditas, y como cosa tan importante ponedla siempre delante del Señor; y cuando vuestras oraciones y deseos y disciplinas y ayunos no se emplearen por esto que he dicho, pensad que no hacéis ni cumplís el fin para que aquí os juntó el Señor” (“Camino de Perfección”, Cap.3).

12     ¿Qué es lo que proporcionó a esa religiosa, que había vivido en oración desde hacía decenios en una celda conventual, el ardiente deseo de hacer algo por la causa de la Iglesia y una mirada aguda para las necesidades y exigencias de su tiempo? Precisamente el hecho de haber vivido en oración, de haberse dejado llevar por el Señor cada vez más profundamente a las moradas interiores del castillo del alma, hasta esa última donde El podía decirle “...que ya era tiempo de que sus cosas tomase ella por suyas y El tendría cuidado de las suyas, y otras palabras que son más para sentir que para decir” (Morada 7, 2,1). Por eso no podía ella sino ocuparse con diligencia de las cosas del Señor, el Dios de los ejércitos. (Palabras de nuestro Santo Padre Elías que fueron tomadas como lema en el escudo de nuestra Orden). Quien se entrega incondicionalmente al Señor es elegido como instrumento para construir su Reino. Sólo Dios sabe de cuán gran ayuda fueron las oraciones de Santa Teresa y de sus hijas para evitar el cisma de la fe en España, y qué poder increíble desarrolló esa oración en las luchas de fe en Francia, Holanda y Alemania.

 

La historia oficial no menciona esos poderes invisibles e inquebrantables, pero a confianza de los pueblos creyentes y el examinante y cuidadoso juicio de la Iglesia les conocen perfectamente. Y nuestra época se ve cada vez más obligada, cuando todo fracasa, a esperar de esa fuente escondida la última salvación.

 

 

La vida interior, las formas externas y las obras

 

La obra de la salvación se realiza en la soledad y el silencio. En el diálogo silencioso del corazón con Dios se preparan las piedras vivas de las cuales está construido el Reino de Dios y se modelan los instrumentos selectos que ayudan en la construcción. La corriente mística que atraviesa los siglos no es un afluente errante que se separó imperceptiblemente de la vida de oración de la Iglesia; ella constituye precisamente la instancia más íntima de su vida orante. Cuando rompe con las formas tradicionales, sucede porque en esa corriente vive el Espíritu que sopla donde quiere, que ha creado todas las formas de la tradición, y que va creando siempre nuevas formas. Sin el Espíritu y sin las corrientes místicas en las que El se manifiesta no habría ni liturgia ni Iglesia.

¿No era el alma del salmista real un arpa cuyas cuerdas sonaban bajo la caricia del aliento del Espíritu Santo? Del corazón rebosante de la Virgen llena de gracia brotó el himno de gozo del “Magnificat”. El cántico profético del “Benedictus” abrió los labios enmudecidos del anciano Zacarías cuando vio realizarse visiblemente las misteriosas palabras del ángel. Lo que en aquel momento emanaba de los corazones inundados del Espíritu y encontraba su expresión en palabras y obras, fue transmitido luego de generación en generación.

La corriente mística de que antes hablábamos constituye de esa manera el himno de alabanza polifónico y siempre creciente al Creador, Dios Uno, Trino y Salvador. Es por eso que no se trata de contraponer las formas libres de oración como expresión de la piedad “subjetiva” a la liturgia como forma “objetiva” de oración de la Iglesia: a través de cada oración auténtica se produce algo en la Iglesia, y es la misma Iglesia la que ora en cada alma, pues es el Espíritu Santo, que vive en ella, el que intercede por nosotros con gemidos inefables (Rom. 8,26). Esa es la oración auténtica, pues “nadie puede decir ‘Señor Jesús’, sino en el Espíritu Santo” (1Cor. 12,3). ¿Qué podría ser la oración de la Iglesia, sino la entrega de los grandes amantes a Dios, que es el Amor mismo? La entrega de amor incondicional a Dios y la respuesta divina -la unión total y eterna- son la exaltación más grande que puede alcanzar un corazón humano, el estadio más alto de la vida de oración. Las almas que lo han alcanzado constituyen verdaderamente el corazón de la Iglesia, en cada uno de ellas vive el amor sacerdotal de Jesús. Escondidas con Cristo en Dios no pueden sino transmitir a otros corazones el amor divino con el cual han sido colmadas, y de esa manera cooperan en el perfeccionamiento de todos y en el camino hacia la unión con Dios que fue y sigue siendo el gran deseo de Jesús.

14     De esa misma manera entendió María Antonieta de Geuser su vocación. Ella se sentía llamada a realizar la gran empresa del cristiano en medio del mundo y el camino que ella siguió tiene sin duda alguna carácter de modelo para los muchos que hoy se sienten movidos a comprometerse en la Iglesia a través de una entrega radical en su vida interior, pero que no les ha sido dada la vocación de seguir al Señor en el recogimiento de un convento.

El alma que ha alcanzado el grado más alto de la oración mística en la actividad apacible de la vida divina, no piensa ya en otra cosa, sino en entregarse al apostolado al que El la ha llamado.

“Esa es la tranquilidad en el orden y a la vez la actividad liberada de toda atadura. El alma se presenta a esa lucha llena de paz, porque ella está actuando según el sentido de los decretos divinos. Ella sabe que la voluntad de su Dios se plenifica por el crecimiento de su gloria, pues, si bien muchas veces la voluntad humana pone barreras a la omnipotencia divina, es siempre la omnipotencia divina la que triunfa, y la que realiza una obra grandiosa con el material que queda. Esa victoria del poder divino sobre la libertad humana, que a pesar de todo permite obrar libremente, es uno de los aspectos más grandiosos y más dignos de admiración del plan de salvación...” (Marie de la Trinite”, carta del 27 de septiembre de 1917). Cuando María Antonieta de Geuser escribió esta carta se encontraba ya en los umbrales de la eternidad; sólo un velo suave la separaba de esa última perfección que nosotros llamamos la vida de gloria.

En los espíritus bienaventurados que entraron a formar parte de la unidad de la vida divina, todo es uno: actividad y quietud, contemplar y obrar, hablar y callar, escuchar y expresarse, entrega total receptora del amor y sobreabundancia de ese amor que se derrama en cantos de alabanza y agradecimiento. Tanto tiempo como nos encontremos todavía de camino (y cuanto más lejana la meta, tanto más intensamente), estaremos sujetos a las leyes de la temporalidad, y no podremos prescindir del hecho de que para la realización de la vida divina en nosotros es necesaria una evolución y una complementación mutua de todos los miembros del Cuerpo Místico.

15     Todos necesitamos de esas horas en las que escuchamos en silencio y dejamos que la Palabra divina obre en nosotros hasta el momento en que ella nos conduce a ser fructíferos en la ofrenda de la alabanza y en la ofrenda de las obras concretas. Todos nosotros necesitamos de las formas que nos han sido transmitidas y de la participación en el culto divino público, para que de esa manera nuestra vida interior sea motivada y conducida por rectos caminos y para que allí encuentre sus modos de expresión más convenientes. La solemne alabanza divina tiene que tener también un lugar en este mundo, donde ha de alcanzar la más grande perfección de la que los hombres son capaces.

Sólo desde aquí puede elevarse al cielo por el bien de toda la Iglesia, y transformar a sus miembros, despertar la vida interior y animarla a la coherencia exterior. La oración pública, a su vez, tiene que ser vivificada por dentro en tanto que deja espacio en las moradas interiores del alma para una profundización silenciosa y recogida. De no ser así se convertiría en una charlatanería estéril y falta de vida. Las moradas de la vida interior ofrecen un refugio contra ese peligro, ellas son los lugares donde las almas están en presencia de Dios en silencio y soledad, para convertirse en amor vivificante en el corazón de la Iglesia. Cristo es el único camino hacia el interior de nuestra vida, así como hacia el coro de los espíritus bienaventurados, que cantan el “Sanctus” eterno. Su Sangre es el velo a través del cual entramos en el santuario de la vida divina.

En el bautismo y en el sacramento de la reconciliación nos purifica de nuestros pecados, nos abre los ojos para la luz eterna, los oídos para percibir la palabra de Dios y los labios para cantar himnos de alabanza y para rezar oraciones de expiación, de petición y de agradecimiento, que no son sino distintas formas de adoración y veneración de las criaturas ante el Dios todopoderoso y de infinita bondad. El sacramento de la Confirmación marca y fortifica a los luchadores de Cristo en el testimonio valiente de la fe; pero el sacramento que nos hace miembros de su Cuerpo Místico es sobre todo el de la Eucaristía, donde Cristo está real y personalmente presente.

16     En tanto que participamos en el banquete eucarístico y en tanto que somos alimentados por su Cuerpo y por su Sangre, en la misma medida somos transformados en su Cuerpo y su Sangre. Y sólo en tanto que somos miembros de su Cuerpo podemos ser vivificados y conducidos por su Espíritu. “...el Espíritu es el que vivifica, pues el Espíritu es el que hace de los miembros, miembros vivos; el Espíritu, sin embargo, vivifica solamente los miembros que se encuentran en el cuerpo... Por eso nada habrá de temer el cristiano tanto como la separación del Cuerpo Místico de Cristo, pues si él es separado del Cuerpo de Cristo, deja de ser su miembro y no puede ser ya vivificado por el Espíritu” (San Agustín, Tract.27, in Joannem).

Miembros del Cuerpo de Cristo somos ademásÊ“...no sólo por el amor, sino en verdad por la unión con su cuerpo. La unión misma es causada por el alimento que El nos ha regalado para probarnos sus ansias de permanecer con nosotros. Por eso ha querido sumergirse en nuestra propia existencia y proyectar su cuerpo en el nuestro para que todos seamos uno como la cabeza y el cuerpo son uno” (San Juan Crisóstomo, Homilía 61 al pueblo de Antioquía). Como miembros de su Cuerpo, animados por su Espíritu, nos ofrecemos también nosotros como víctimas “por El”, “con El” y “en El” y entonamos con los coros celestiales el eterno himno de agradecimiento. Por eso la Iglesia, después del banquete sagrado, reza:

         Saciados con tan grandes dones,

         te pedimos Señor, concédenos que los

         dones que recibimos nos sirvan para nuestra

         salvación y para que nunca abandonemos

         la alabanza de tu nombre.