AMOR POR LA CRUZ

 

1 Algunas reflexiones con motivo de la fiesta de San Juan de la Cruz

 

 

Siempre se nos ha querido mostrar que San Juan de la Cruz no deseaba para sí otra cosa que el sufrimiento y el desprecio. Hoy nos preguntamos por los motivos de ese amor por el sufrimiento. ¿Es que se trata solamente del recuerdo amoroso del camino sufriente de nuestro Señor en la tierra, una suerte de apremio de la sensibilidad humana por acercársele a través de una vida que se asemeja a la suya? Esto parece no corresponder a la elevada y estricta espiritualidad del maestro místico; casi significaría que, en virtud del “varón de dolores”, se olvida al Rey triunfante sentado en el trono, al divina Vencedor sobre el pecado, la muerte y el abismo. ¿Acaso no ha desterrado Cristo la esclavitud?Ê¿No nos ha conducido también al Reino de la Luz y nos ha llamado a ser hijos felices del Padre Celestial? La visión del mundo en que vivimos, la necesidad, la miseria y el abismo de la maldad son causa suficiente para aplacar el gozo del triunfo de la luz. La humanidad lucha todavía en el fango y el rebaño de los que se liberaron de él en la cumbre más alta de los montes es aún muy pequeño. La batalla entre Cristo y el Anticristo no ha concluido todavía. En medio de esa lucha tienen su puesto los seguidores de Jesús y su arma principal es la Cruz.

¿Cómo podemos entender esto? El peso de la Cruz con el que Cristo se ha cargado es la corrupción de la naturaleza humana, con todas sus consecuencias de pecado y sufrimiento, con las cuales fue acunada la humanidad caída. El sentido último de la Cruz es liberar al mundo de esa carga. El retorno de la humanidad liberada al corazón del Padre celestial y la aceptación de la herencia legítima es un don libre de la gracia y del amor misericordioso de Dios. Tal liberación no habrá de suceder, sin embargo, a costa de la santidad y la justicia divinas. La suma total de los errores humanos, desde el pecado original hasta el día del juicio final, tiene que ser borrada por una obra de expiación de medidas equivalentes. Y esa expiación no es otra cosa que el calvario, el camino de la Cruz. Las tres caídas de Cristo bajo el peso de la Cruz corresponden a la triple caída de la humanidad: el pecado original, el rechazo del Salvador por su pueblo elegido y la caída de aquellos que llevan el nombre de cristianos.

2       El Redentor no estaba solo en el camino de la Cruz y los que le rodeaban y apretujaban no eran solamente sus adversarios, sino también hombres y mujeres que le apoyaban: la Madre de Dios, María, como modelo de los seguidores de la Cruz de todos los tiempos; Simon de Cirene, como ejemplo para todos aquellos que aceptan el sufrimiento que les ha sido impuesto y que encuentran su felicidad en tanto que lo soportan; Verónica, como representante de las almas amantes que se sienten impulsadas a servir al Señor. Cada uno de los que a la largo de la historia han cargado con un destino difícil en memoria del Redentor sufriente, o bien voluntariamente tomaron sobre sí la expiación del pecado, han ayudado con ello al Señor a cargar con su yugo y han disminuido, en parte, el peso brutal del pecado de la humanidad. Más aún, Cristo mismo como Cabeza realiza la expiación del pecado en esos miembros concretos de su Cuerpo místico, que se han puesto a disposición de su obra de salvación en cuerpo y alma.

Muy bien podemos suponer que la presencia de los amigos que habrían de seguirle en el camino del dolor dio muchas fuerzas al Salvador en la noche del monte de los olivos. Y la fuerza de esos “Cargadores de la Cruz” viene en su ayuda después de cada caída. Los justos del Antiguo Testamento son quienes le acompañaron en el camino entre la primera y la segunda caída. Los discípulos y discípulas, que se reunieron en torno a El durante su vida terrena, fueron sus ayudantes en el segundo tramo. Finalmente, los amantes de la Cruz, que El ha suscitado y habrá de suscitar siempre de nuevo en la historia cambiante de una Iglesia controvertida, serán sus compañeros hasta el fin de los tiempos. Para ello hemos sido llamados también nosotros.

3       Por lo tanto, si alguien anhela el sufrimiento, no lo hace por un recuerdo puramente piadoso de los sufrimientos del Señor. La expiación voluntaria es lo que nos une verdadera y más profundamente con el Señor. Tal unión está por encima de la ya existente con Cristo, pues el hombre natural huye del sufrimiento, y la búsqueda del dolor para satisfacer una inclinación perversa al sufrimiento, nada tiene que ver con las ansias de sufrimiento como expiación de los pecados. La inclinación perversa por el dolor no es, además, una aspiración espiritual, sino una pretensión puramente sensible y, en cuanto tal, no es mejor que otros vicios de la concupiscencia, sino precisamente peor por ser antinatural. Solamente quien tiene abiertos los ojos del espíritu para el sentido sobrenatural de los acontecimientos del mundo puede experimentar ansias por el sufrimiento expiatorio. Eso, sin embargo, sólo es posible para aquellos en los cuales vive el Espíritu de Cristo, que como miembros de un cuerpo, reciben de la cabeza su fuerza, su sentido y su dirección. La expiación, por otra parte, nos une más íntimamente con Cristo, de la misma manera que cada comunidad se siente más íntimamente unida en la realización de una tarea conjunta y como los miembros de un cuerpo se unifican cada vez más en el juego orgánico de sus funciones.

El amor por la Cruz y la gozosa filiación divina, además, no se oponen, pues la unión con Cristo es nuestra beatificación celestial y el crecimiento evolutivo en esa unión representa nuestra felicidad en la tierra. Ayudar a cargar con la Cruz de Cristo nos proporciona una alegría fuerte y pura, y quienes pueden y tienen derecho a hacerlo, los constructores del Reino de Dios, son sus verdaderos hijos. De ahí que la preferencia por el camino de la Cruz no signifique de ninguna manera que olvidemos que el Viernes Santo ya ha sido superado y la Obra de la Salvación consumada.

Solamente los redimidos, los hijos de la gracia pueden ayudar a Cristo a cargar con la Cruz. El sufrimiento humano recibe fuerza expiatoria sólo si está unido al sufrimiento de la cabeza divina. La vida del cristiano consiste en sufrir y en ser feliz en el sufrimiento, en ser parte del mundo, andar por los miserables y ásperos caminos de esta tierra y, a pesar de todo, reinar con Cristo a la derecha del Padre, en reír y llorar con los hijos de este mundo y cantar ininterrumpidamente con los coros de los ángeles las alabanzas de Dios, hasta que despunte la aurora de la eternidad.