LA RECONCILIACIÓN, GRACIA DE DIOS PARA FRATERNIZARNOS 


Josep VIVES
Jesuita
Profesor en la
Facultad de Teología de Cataluña
Barcelona


«Sólo el perdón ofrecido y recibido puede ir conduciendo a un 
diálogo fecundo que selle una reconciliación plenamente cristiana"
(JUAN PABLO II, en París, 23.08.97)

«Perdónanos como nosotros perdonamos»
Leí una vez sobre cierta persona que, mientras rezaba 
rutinariamente el Padrenuestro, de repente se dio cuenta de lo que 
significan las palabras perdona nuestras ofensas como nosotros 
perdonamos a los que nos ofenden. Al punto, dejó de rezar y 
permaneció durante varios años sin atreverse a recitar la oración 
del Señor. Tenía conciencia de que no estaba dispuesto a 
perdonar a alguien que le había ofendido, y veía que no podía 
pedir que Dios le perdonase como él perdonaba. Si lo pensáramos 
bien, no sé si muchos de nosotros nos atreveríamos a rezar el 
Padrenuestro con tanta tranquilidad. 
Al incluir en la oración básica del cristiano aquella petición, el 
Señor quiere que tomemos conciencia de algo muy importante que, 
por otra parte, había enseñado frecuentemente a sus discípulos: 
que la reconciliación con Dios exige la previa reconciliación de 
nosotros unos con otros. A este respecto son particularmente 
contundentes las palabras que hallamos en el evangelio de Lucas 
6,36-38, con paralelos en los otros sinópticos: 

«Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. No 
juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis 
condenados. Perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará: una 
medida buena, apretada, remecida hasta rebasar... Porque con la 
medida con que midáis se os medirá a vosotros». 

Lo cual no es más que una aplicación del gran principio 
regulador de toda ética cristiana: 
«Lo que queréis que los hombres os hagan a vosotros, 
hacédselo también vosotros a ellos, porque ésta es la Ley y los 
Profetas (Mt 7,12; Lc 6,31). 

Esta doctrina básica la enseña Jesús, además, de una manera 
plástica, que entra por los ojos, en aquella parábola del siervo 
injusto. Este siervo perverso consigue con llantos y súplicas que su 
señor, movido a compasión, le perdone una deuda de millones. Él, 
en cambio, nada más salir de la presencia de su amo, se encuentra 
con un compañero que le debía unos pocos dineros, se los exige 
violentamente y, al no poder éste pagarlos, le envía a la cárcel. Al 
enterarse el señor, le recrimina duramente: 

«¡Siervo malvado! ¿No debías compadecerte de tu compañero 
como yo me compadece de ti? Y el señor, encolerizado, lo entregó 
a los verdugos... Esto mismo hará con vosotros el Padre celestial si 
cada uno no perdona de corazón a su hermano» (Lc 18,33-34). 

Perfectos (= misericordiosos) como el Padre del Cielo
De esta forma se toca en esta historia el motivo teológico más 
profundo de la exigencia de perdón y de reconciliación entre los 
hijos de un mismo Dios-Padre: la compasión. Dios es compasivo, es 
misericordioso. Y nosotros, para que Él nos reconozca como sus 
hijos, hemos de ser igualmente compasivos y misericordiosos. Éste 
fue también uno de los principios básicos del Sermón de la 
Montaña. Según /Mt/05/47, Jesús habría dicho: «Sed perfectos 
como vuestro Padre celestial es perfecto». Esta formulación podría 
parecer extraña: ¿Cómo puede un hombre pretender ser perfecto 
como Dios? Pero, evidentemente, no se trata de imitar a Dios en su 
infinitud ontológica. Se trata, como muestra el contexto, de imitar 
aquella perfección de Dios que define su relación con nosotros: la 
compasión, la misericordia gratuita, incondicional. Hay que ser 
misericordiosos como el Padre, «que hace salir el sol sobre buenos 
y malos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5,45). Dios es 
generoso, gratuitamente acogedor y perdonador de todos, de los 
que se lo merecen y de los que no. Lucas precisa el verdadero 
sentido de las palabras de Jesús al dar una versión ligeramente 
distinta de la de Mateo: «Sed misericordiosos como vuestro Padre 
celestial es misericordioso» (6,36). 

La reconciliación arraigada en el ser trinitario de Dios
Nunca se insistirá suficientemente en afirmar que el cristianismo 
es esencialmente una religión de salvación, de reconciliación. San 
Pablo lo expresó en apretada síntesis: «En Cristo se da una nueva 
creación, ya que todo proviene de Dios, que ha querido 
reconciliarnos consigo por medio de Cristo y nos ha otorgado a 
nosotros el ministerio de la reconciliación» (2 Cor 5,17-18). 
La función de Cristo es la reconciliación de todo con Dios; y la 
función de la iglesia es el ministerio de la reconciliación, por 
encargo de Cristo. El pecado había alienado y enemistado al 
hombre con Dios, y a los hombres entre sí y con la misma creación. 
Cristo viene a ofrecer la posibilidad y el don gratuito de la 
reconciliación de los hombres con Dios, entre ellos mismos y con la 
creación. El cristianismo no es más que un inesperado e inmerecido 
ofrecimiento de reconciliación de parte de Dios Padre. A eso envió 
El a su Hijo; y éste lo proclamó repetidas veces: 

«Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo unigénito, a fin 
de que todo el que crea en él no perezca, sino que alcance vida 
eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para juzgar al 
mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,17). 

«El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba 
perdido» (Lc 19,10). 

«Dios quiere que todos los hombres se salven y vengan al 
conocimiento de la verdad» (1 Tm 2,4). 

Desgraciadamente. todavía abundan entre nosotros los que 
piensan a Dios principalmente como justiciero. Éstos no han 
entendido nada del mensaje de Cristo, que vino precisamente a 
decir que Dios, su Padre, se ha autodeterminado libremente, no al 
juicio y a la justicia, sino a la misericordia, al perdón gratuito e 
inmerecido, a la reconciliación1. Una reconciliación que requerirá 
ciertamente «conversión», es decir, que, así como es libremente 
ofrecida, ha de ser también libremente acogida y responsablemente 
realizada con un «cambio de vida», con una recuperación de la 
relación amorosa originaria con Dios, con los demás hombres y con 
la creación. Por eso la oración suprema de Jesús será: «Que todos 
sean uno, como tú, Padre, en mi y yo en ti; que sean uno en 
nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 
17-21). 
Con esto llegamos al último fundamento teológico del 
principio-reconciliación, que no puede ser otro que el mismo ser 
trinitario de Dios. Dios es amor, es comunión, y no puede querer 
más que la comunión. La creación, como obra de Dios, y el hombre 
como cima de la misma, no pueden ser más que imagen de la 
comunión que Dios es en sí mismo, en el seno de su eterna vida 
trinitaria. La comunión sólo puede ser amorosa y, por eso mismo, 
libre. En el seno de Dios, es eterna e infinita comunión de gozo 
entre el Padre, el Hijo y el Espíritu. Entre nosotros, nuestra finitud 
deja la puerta abierta a la ruptura o a la parcialización y dispersión 
de la comunión. La reconciliación es la recuperación de la 
comunión maltrecha o perdida. La acción propia de Dios tiende 
siempre a la reconciliación, a la salvación. Toda la Biblia no es más 
que testimonio de esto. 

Reconocer a Dios como Padre 
en la vivencia de la fraternidad reconciliada 
Desde aquí se comprende toda la hondura del mensaje salvador 
de Jesús. Jesús viene a proclamar: «El Reino de Dios está cerca: 
convertíos y creed en esta buena noticia» (Mc 1,15). La buena 
noticia es que Dios no ha decidido hacer un juicio de condenación 
sobre el mundo, sino una gran gesta de salvación, de 
reconciliación. Lucas dirá, de manera semejante y con palabras de 
Isaías, que Jesús viene a «proclamar el año de gracia del Señor»: 
la reconciliación general (Le 4,19)2. 
Consecuentemente, la revelación central que Jesús hace acerca 
de Dios es que «Dios es Padre»: Padre de Jesús, pero también 
Padre nuestro. La actuación de Jesús en nombre de Dios su Padre, 
cuando acoge a los pobres, los lisiados y los pecadores, quiere 
mostrar el amor paternal de Dios especialmente para con ellos. La 
expresión plástica de esta revelación es la incomparable parábola 
que llamamos del hijo prodigo, la parábola de la reconciliación 
gratuita y gozosa, que es como el momento supremo de la 
revelación neotestamentaria de Dios. Los fariseos -que, como 
tantos fariseos de hoy, sólo creían en el Dios justiciero- no pudieron 
comprenderlo, y por eso mataron a Jesús. 
El Reino de Dios, que Jesús viene a inaugurar, se configura, 
pues, como la comunidad de los reconciliados con Dios y entre sí. 
Es la restauración de la comunidad destrozada por el pecado: la 
comunidad de los que reconocen a Dios como Padre de todos 
reconociéndose práxicamente—con obras y ele verdad—como 
hermanos. Es, simplemente, la confesión de la filiación para con 
Dios en la vivencia práctica de la fraternidad. Por eso el 
mandamiento nuevo será que nos amemos como Dios nos ha 
amado: que acojamos la reconciliación que Dios nos ofrece como 
Padre reconciliándonos entre nosotros como hermanos. Queda así 
patente que «la reconciliación está en el centro mismo del 
cristianismo». 

La reconciliación humanizadora
La reconciliación cumple, pues, una irrenunciable función 
humanizadora. Sin ella, sencillamente, no podríamos sobrevivir 
como humanos. Esto lo expresó con inigualable hondura Hannah 
Arendt en su lúcido ensayo La condicion humana3. Me permitiré 
citarla con alguna extensión, pues difícilmente se puede mejorar lo 
que ella dice: 

PERDON/RECREACIÓN: «Perdonar sirve para deshacer los 
hechos del pasado, cuyo 'pecado' cuelga como espada de 
Damocles sobre las nuevas generaciones... Si no hubiera perdón y 
liberación de las consecuencias de lo que hemos hecho, nuestra 
capacidad de acción quedaría como paralizada por un hecho 
concreto del que ya nunca podríamos liberarnos. Seríamos victimas 
de sus consecuencias para siempre, como el aprendiz de brujo, que 
no tenía la fórmula mágica que le librara de su embrujo... El 
descubridor del papel del perdón en la vida humana fue Jesús de 
Nazaret... Jesús mantiene contra los escribas y fariseos, primero, 
que no es verdad que sólo Dios tenga el poder de perdonar (Lc 
5,21-24), y segundo, que este poder... ha de ser practicado por los 
hombres entre ellos antes de que puedan esperar ser perdonados 
también por Dios... Cometer faltas es algo que ocurre 
constantemente: está en la misma naturaleza de la acción humana, 
la cual está siempre estableciendo nuevas relaciones dentro de una 
red relacional y necesita el perdón y la liberación para que la vida 
pueda seguir adelante, liberando a los hombres de lo que han 
hecho 'sin saber lo que hacían'. Sólo con ese permanente liberarse 
de lo que hacen pueden los hombres seguir siendo agentes libres. 
Sólo supuesta la permanente voluntad de convertirse y de 
recomenzar, se puede confiar en los hombres permitiéndoles 
comenzar algo nuevo. El perdón es, pues, lo exactamente opuesto 
a la venganza, que actúa como una reacción contra la falta original 
y que, con ello, en vez de poner término a las consecuencias del 
primer error. hace que todos queden ligados en un proceso que 
abre una reacción en cadena, dejando a la acción un curso 
desbocado... Perdonar es la única acción que no es mera 
re-acción, sino una acción nueva, inesperada, incondicionada por 
el acto que la provocó... Como supone el cristianismo, sólo el amor 
puede perdonar («se le ha perdonado mucho porque ha amado 
mucho»), porque sólo el amor comprende quién es el otro, hasta el 
punto de estar siempre dispuesto a perdonar cualquier cosa que 
hubiera hecho...» 

La reconciliación es un proceso de desbloqueo de una relación 
dañada y dolorosa; es una verdadera liberación mutua. El ofensor 
ha de ser liberado de su culpa y de sus dañinas consecuencias; el 
ofendido ha de ser liberado al menos del daño personal de sentirse 
enemigo del ofensor, ofendido o humillado por él. Que se puedan o 
no reparar del todo los daños fisicos causados es relativamente 
secundario. Desde luego, hay que procurar esta reparación en la 
medida de lo posible. Pero la reconciliación es primariamente un 
proceso de catarsis interior, de reencuentro de la situación 
personal originaria, que ha de ir más allá de la posibilidad de 
reparar los daños subsiguientes. 
Este proceso puede ser difícil: el ofensor teme reconocer su 
culpa, bien porque en lo hondo siente que esto le deshonra, bien 
porque teme la reacción del ofendido. Éste, a su vez, teme admitir 
el perdón: su orgullo le encastilla en su posición de ofendido, en la 
que se siente superior al otro; o teme tal vez aparecer débil y 
vulnerable de nuevo ante el ofensor o ante la opinión general. En 
realidad, los dos quedarían liberados del peso de estos miedos si 
lograran la reconciliación. 
Con todo, hay que tener claro que, en rigor, no es posible 
simplemente recuperar la relación originaria. No es posible hacer 
que la culpa o el mal no hayan existido. Pero sí es posible asumir 
esto conscientemente y pasar a una situación de mejor relación 
mutua, en la que el ofensor vive del gozo y el agradecimiento de 
haber sido perdonado, y el ofendido vive del gozo de haberse 
liberado del odio y el rencor contra el ofensor. Al final, la 
reconciliación es posible siempre sólo en el amor. Ofensor y 
ofendido, al perdonarse, se afirman en el amor y confianza del uno 
para con el otro. La reconciliación será prácticamente imposible 
mientras el amor no venga a secar las fuentes de la desconfianza 
mutua. Por eso en el cristianismo la reconciliación está tan 
intimamente ligada al mandamiento primero del amor. 
La reconciliación incluye siempre la confesión de la culpa. No 
basta con reparar los daños hechos si no hay confesión, porque lo 
peor de una relación negativa no son los daños externos que haya 
producido, sino el extrañamiento personal, las desconfianzas, odios 
y rencores que ha producido. Estos daños sólo se reparan con una 
acto personal explícito de confesión y con un acto personal explícito 
de perdón. Para reconstruir el amor hay que expresarlo. El énfasis 
de una reconciliación hay que ponerlo, más que en la 
reparación—a menudo imposible—en la disponibilidad a caminar de 
nuevo juntos, con un amor que no será exactamente como antes, 
pero que sí puede ser verdaderamente nuevo y mejor. 
Empecinarse en no reconocer la falta o, simplemente, en 
disimularla o aligerarla con subterfugios y excusas, es reafirmar la 
hostilidad y desconfianza para con el otro; como también 
empecinarse en no conceder el perdón solicitado es reafirmarse en 
permanecer prisionero del orgullo propio y del rencor. (Recuérdese 
la actitud del hijo mayor en la parábola del hijo pródigo). 
La reconciliación no sólo es necesaria a nivel personal. Hay 
faltas y errores que pueden afectar a grupos más o menos amplios 
y que se sienten como ofensas a través de varias generaciones. 
Pensemos en los grupos étnicos o culturales que han sido 
oprimidos en el seno de una determinada comunidad, como los 
indígenas en países coloniales los judíos en la Alemania nazi; 
diversos grupos protestantes en tierras católicas, y viceversa... Los 
casos recientes más sangrantes serían los de las etnias de la 
antigua Yugoslavia, o las del Africa Central. En estos casos, la 
reconciliación puede ser muy ardua, porque es muy difícil provocar 
cambios en la conciencia de grupo. Pero es absolutamente 
necesario que se intente. Y para ello los dirigentes del grupo y las 
personas de mayor responsabilidad e influencia pueden tener un 
papel decisivo, en sentido positivo o negativo. De lo contrario, se irá 
alimentando permanentemente la espiral del rencor, que no hará 
sino bloquear cada vez más la posibilidad de relaciones libres entre 
los grupos, con empobrecimiento y debilitamiento de unos y de 
otros. Lo vemos todos los días en los conflictos étnicos, religiosos, 
nacionalistas, etc.: los grupos separados por culpas antiguas, al 
empecinarse en no abrirse a la reconciliación, se encaminan a la 
autodestrucción por la violencia. 
En el ensayo citado, Hannah Arendt afirma que la capacidad de 
perdonar está en conexión con la capacidad de prometer. Si puede 
haber reconciliación, es porque hay capacidad de propósito de la 
enmienda, que no es capacidad de anular el mal ya hecho, sino 
capacidad -en el ofensor y en el ofendido- de reconocer el mal 
hecho y de prometer no sólo que no se va a repetir, sino que no se 
permitirá que «el mal pasado siga dañando el futuro». Es evidente 
que esta confianza tiene sus riesgos; que muchos proponen la 
enmienda y luego no la cumplen. Pero vale la pena correr el riesgo, 
porque encerrarse en la irreconciliación es perderse en el pozo 
negro de la culpa y del rencor. Sólo en la reconciliación hay luz y 
hay libertad: vale la pena buscarla a toda costa. Al menos esto es lo 
que parece pensar el buen Dios, que ofrece siempre reconciliación, 
aunque sabe bien cuán poca consistencia tienen casi siempre 
nuestros propósitos de enmienda. 

La reconciliación como gracia
En su Ética, Bonhoeffer reconoce que la reconciliación perfecta 
está por encima de las posibilidades humanas: sólo en Dios y como 
don de Dios es posible la reconciliación absoluta, la eliminación 
total tanto de la culpa como del rencor que ésta produce. La 
reconciliación plena es en realidad una gracia; y, como toda gracia, 
ha de ser toda ella obra de Dios y toda ella tarea nuestra. Hay que 
desearla, pedirla, esperarla; y hay que esforzarse por ponerla en 
práctica con actitudes y con hechos conciliatorios, que serán 
nuestra manera de pedir la gracia y de disponernos a ella. Cuando 
nos es dada, hay que acogerla con gozo, agradecerla y cuidar de 
no echarla a perder. Y podemos pensar que, como sucede con 
toda gracia que nos es necesaria, Dios no nos la negará si 
hacemos lo que está de nuestra parte. 

¿Ofendidos u ofensores? 
En un esfuerzo de presentación simplificada, hemos estado 
hablando de reconciliación entre «ofensor» y «ofendido». Pero en 
la mayoría de los casos resulta bien problemático hacer esta 
distinción de roles. Cualquiera que haya tratado casos de 
separación o de divorcio sabe cuán difícil es, en la mayoría de 
ellos, distinguir una parte «inocente» de una parte «culpable». En 
un tejido de relaciones complejas, como son casi siempre las 
relaciones continuadas entre individuos o grupos, se dan procesos 
sutiles de ofensa y contraofensa, de ataque y respuesta solapada, 
de tergiversación de motivos y de hechos... que finalmente hacen 
que todos sean en realidad cómplices de situaciones de deterioro o 
de antagonismos destructores. 
Por eso, de ordinario, la reconciliación no tendrá lugar en la 
forma simple de un proceso en el que uno, reconociendo su falta, 
es perdonado, mientras que otro otorga el perdón. Lo más común 
será que ambas partes tengan que llegar a reconocer que son 
cómplices en el extrañamiento mutuo y que por ello han de llegar a 
ponerse a la vez en actitud de perdonar y de ser perdonados. La 
obstinación de una de las partes en pensar que ella es totalmente 
inocente y que sólo la otra es culpable es una de las causas más 
frecuentes de fracaso en los intentos conciliadores. Ni puede dar 
resultados positivos cualquier intento de medir y comparar la 
culpabilidad, con la pretensión de mantener que el otro es más 
culpable que yo, o que él empezó primero, como en las peleas de 
niños, tantas veces reproducidas por los mayores. 

La reconciliación entre los cristianos
Sin duda. ha sido una gracia que la reciente Asamblea 
Ecuménica Europea de Graz se haya puesto bajo el lema de la 
reconciliación. Las Iglesias cristianas, si queremos salir del bloqueo 
interno a que nos someten siglos de infortunados desencuentros y 
si deseamos ser signo luminoso en un mundo destrozado por las 
divisiones y antagonismos fratricidas, hemos de entrar más 
decididamente por el camino de la reconciliación. 
Afortunadamente, los católicos tenemos un Papa que, teniendo a 
veces que vencer resistencias de sus «curiales», ha iniciado el 
camino de pedir perdón por pasadas conductas eclesiásticas 
vergonzosas. Pero hay que ir mucho más allá en este difícil camino. 
El hecho de que profesemos que nuestra Iglesia es garantía 
fundamental de la verdad revelada no quiere decir que todas las 
conductas eclesiásticas hayan sido siempre irreprochables o 
evangélicas, ni siquiera que nuestra formulación de las verdades 
reveladas sea de tal manera absoluta que las podamos imponer sin 
más a otros que quizás han intentado expresar y vivir de otra 
manera una fe fundamentalmente idéntica. Evidentemente, la 
cuestión es delicada. No se trata de admitir el «todo vale»; pero 
tampoco de mantener a ultranza fórmulas o modos de hacer que 
son contingentes e históricamente condicionados. La historia de la 
separación entre las Iglesias de Oriente y las de Occidente, y en 
buena parte también la de la exclusión de las Iglesias de la 
Reforma, tiene páginas tristes de desencuentro por falta de 
voluntad de reconocer admisibles diferencias dentro de una 
voluntad de fidelidad al único Dios. Bajo el impulso del amor 
evangélico, busquemos ante todo lo que nos une, y seguramente 
hallaremos que lo que nos separa es mucho menos de lo que 
creíamos. Sobre todo, que no sea el orgullo empecinado o la 
estrechez de miras lo que impida que se cumpla la oración suprema 
del Señor de todos: «Que todos sean uno, como tú, Padre, en mi y 
yo en ti... para que el mundo crea que tú me has enviado». 

SAL TERRAE 1997, 11. Págs. 787-796

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1. A-D/CONDENACION: Más de uno me dirá enseguida: pero Dios es 
justo, y justamente castiga con el infierno. Bien, pero insisto en que «Dios 
quiere que todos los hombres se salven»; y que, por tanto, en todo rigor, 
Dios no condena a nadie. El que se condena, se condena él a sí mismo al 
no aceptar la reconciliación que Dios le ofrece gratuitamente. El infierno 
(con el pecado, que es su causa) es la única realidad que no ha hecho 
Dios, sino que ha sido hecha —bien podemos decir que contra la voluntad 
del mismo Dios— exclusivamente por la libertad humana. Porque el 
pecado es precisamente lo que Dios no quiere; y el infierno es lo que 
resulta cuando el hombre rechaza totalmente la oferta amorosa de Dios. 
El amor no puede ser impuesto: Dios lo ofrece gratuitamente incluso al 
que no se lo ha merecido. Pero si éste persiste en rechazarlo, se hallará 
fuera de todo bien y dentro de todo mal posible. 
2. Curiosamente. el texto de Isaías citado por Jesús en la sinagoga de 
Nazaret acababa diciendo: «y a pregonar el día de venganza de nuestro 
Dios» (Is 61, 7). Pero, según el evangelista, Jesús no habría hecho 
referencia a este último versículo. 
3. Seix Barral. Barcelona 1974. Varias veces reeditado.