La confesión, sacramento de la nueva reconciliación
I/SANTA-PECADORA: ¿Por qué confesar si existen tantos otros
caminos de reconciliación? ¿Por qué reconocer la propia culpa ante
una Iglesia, pecadora también, en el sacramento de la penitencia?
Esta objeción se debe tomar en serio. Porque quien conoce la
historia de la Iglesia, sin modificaciones ni falsificaciones debidas a
fanatismos falsamente apologéticos, tiene motivos para maravillarse
de que esta Iglesia pecadora haya pervivido dos mil años. Pero no
es sólo la santidad de la Iglesia la prueba de que en ella habite el
Espíritu divino, sino también la realidad de su pervivencia a pesar
de toda su falta de santidad y de sus pecados.
La Iglesia, que anuncia la reconciliación en nombre de Jesús, ¡es
pecadora y necesita también la reconciliación! La enseñanza y la
vida se encuentran a menudo contrastadas entre sí, y a veces no es
necesario ser un profundo conocedor de la historia de la Iglesia
para saber que la «ortodoxia» no siempre es fidedigna.
¿Ante esta Iglesia, que se ha mantenido lejos de reconocer sus
propias culpas -por ejemplo ante los judíos-, ha de reconocer el
pecador su culpa? ¿Con ella, que tan a menudo se ha manifestado
tan reacia a la reconciliación, tiene que reconciliarse? Esta Iglesia
pecadora y falible, ¿no es más un obstáculo que una ayuda para la
reconciliación? Frente a estas preguntas, dudas y objeciones,
observa Hans Kung, uno de los teólogos más comprometidos de
nuestro tiempo, con gran acierto: «Quien ataca los abusos de la
Iglesia, ataca a la Iglesia real, pero no a su esencia».13 Que en la
Iglesia existan abusos no dice nada contra su esencia, sino que
significa simplemente que en la Iglesia existe realmente el pecado.
La Iglesia no es una grandeza abstracta; está formada por hombres
bautizados en nombre de Jesús y que quieren seguirle. Iglesia no es
igual que Papa, obispo o párroco. La Iglesia es la comunidad de
todos los creyentes. De la misma forma, tampoco hay que identificar
Iglesia y Reino de Dios inaugurado por Jesús; la Iglesia está
subordinada al Reino de Dios. Como Iglesia peregrina, la
comunidad de los creyentes necesita de continua conversión, de la
penitencia y de cambio de mente y corazón. No está en posesión de
la santidad (aunque un falso triunfalismo la lleve, a veces, a creerse
esta presunción), sino que está llamada a hacerla realidad.
La Iglesia es exactamente tan santa y tan pecadora como cada
uno de los creyentes es santo y pecador.
Pecado como falta contra la comunidad eclesial
P/ASPECTO-SOCIAL: En consecuencia, es claro, también, que
cualquier pecado, incluso el más oculto, no sólo se realiza contra
Dios o contra el prójimo, sino que también ataca a la santidad de la
Iglesia y, con ello, a la comunidad de aquellos que pertenecen a la
Iglesia y que son Iglesia.
Este aspecto social del pecado se encuentra ya básicamente en
la concepción veterotestamentaria de la culpa, porque la falta de un
individuo supone también una contravención a la alianza que realizó
Yahvé con todo su pueblo. Esta dimensión pertenece a la esencia
del pecado que destruye la relación de la alianza divina con su
pueblo elegido.
El Nuevo Testamento subraya de forma igualmente clara este
hecho en relación con el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia. Con
facilidad podemos darnos cuenta de que la mayoría de los pecados
que se nombran en las Cartas neotestamentarias son pecados de
tipo social. Citaremos aquI un solo ejemplo, uno de los llamados
«catálogos de pecados».
«Cualquier clase de injusticia y de maldad se extiende entre
ellos (los hombres) rápidamente. Están llenos de egoísmo, odio y
envidia. Asesinan, disputan y engañan. Se tienden trampas unos a
otros. Hablan con odio de su prójimo y le calumnian. Odian a Dios.
Son violentos, arrogantes y fanfarrones. Idean siempre nuevos
crímenes. No obedecen a sus padres y hacen su propia voluntad.
No mantienen sus promesas. No conocen el amor ni la compasión.
Por ello, sabemos exactamente que todos los que así viven
merecen la muerte según el juicio divino. Sin embargo, continúan
comportándose así y aplauden a todos los que se comportan de
esta manera» (Rm 1, 29-32) .
Estos pecados sociales que perjudican a toda la comunidad
cristiana y que alteran la convivencia pacífica o la hacen imposible,
son los más violentamente atacados por los autores del Nuevo
Testamento, y son de los que hay que mantenerse apartados con
mayor radicalidad, como muestra el siguiente ejemplo:
«Sabéis lo que se dijo a vuestros antepasados: ¡No matarás! El
que comete un asesinato debe ser juzgado. Sin embargo, yo os
digo: El que se enfada con su hermano ya debería ser juzgado.
Pero el que dice a su hermano: Eres idiota, debería presentarse
ante el tribunal supremo. Y el que dice a su hermano: Vete al
infierno, merece ser arrojado al fuego del mismo» (Mt 5, 21 s).
Podemos seguir la pista de este enfoque, como un hilo rojo, a
través de todo el Nuevo Testamento, desde el principio hasta los
últimos escritos. El autor de la primera carta de Juan (finales del
siglo I), denomina asesinato al odio entre hermanos (cfr. 1 Jn 3,14).
Según el Nuevo Testamento, es pecado todo lo que trastorna la
convivencia humana y, con ello, el desarrollo de la comunidad
cristiana. Evidentemente, la comunidad cristiana perfecta es el
criterio por el cual se miden los pecados.
Esto no es sólo en teoría, sino que también se realiza en la
práctica y lo ratifica la reacción de la Iglesia primitiva ante el pecado.
A veces esta reacción era tan intensa que el pecador era excluido,
sin más, de la liturgia eclesial.
También es falta contra la comunidad eclesial el pecado
individual «oculto». Quien, por ejemplo, disputa con Dios, blasfema
o se desentiende de El en su interior, lo hace como bautizado y
miembro de la Iglesia, aun cuando nada manifieste hacia fuera. El
pecador se sitúa, en cualquier caso, en oposición al espíritu de la
Iglesia a la que pertenece; su voluntad humana se opone al Espíritu
divino (cfr. Gal 5,17), que inspira y guía a la Iglesia. Como quiera
que todos los pecados se dirigen no sólo contra Dios, sino que
representan también una agresión a la santidad de la Iglesia, no
existen los pecados «privados». Por ello Pablo compara la Iglesia
con un cuerpo y sus miembros, diciendo: «Cuando sufre una parte
del cuerpo, sufren con ella todos los demás» (1 Cor 12, 26).
Precisamente en el modo que tenga de entender el pecado,
muestra el creyente el desarrollo de su conciencia eclesial: Si no
considera su culpa también como falta contra la Iglesia, es un indicio
de lo poco que se identifica realmente con aquello que reconoce
aparentemente.
Tras lo dicho, es evidente que el pecador debe reconciliarse con
la comunidad eclesial a la que ha faltado.
Para ello se le ofrecen dos caminos La confesión individual y la
celebración penitencial comunitaria. Ambas formas acentúan de
forma especial el carácter eclesial de la conversión y de la
reconciliación. El pecador -que se ha apartado por sus graves faltas
de la comunidad eclesial y con ello de la participación total en la
Eucaristía (recepción de la comunión)- recibe la promesa del
perdón de la Iglesia y se reconcilia con ella. Incluso a los creyentes
que no son conscientes de haber cometido faltas graves se les
ofrece, tanto en la confesión como en la misa penitencial, la
oportunidad de reconocer ante la Iglesia su tibieza y su falta de
entrega (aunque estos se consideren pecados veniales).
Tanto la misa penitencial como la confesión individual tienen su
origen en las formas penitenciales de la Iglesia primitiva. La
brevísima ojeada a la historia penitencial de la Iglesia que daremos
a continuación nos ayudará a entender mejor la praxis actual. Al
mismo tiempo nos muestra que la evolución en este tema es posible
y adecuada, cuando responde a una verdadera necesidad Y es una
ayuda para los creyentes.
Una ojeada retrospectiva hacia los orígenes
Para eliminar rápidamente una objeción bien conocida diremos:
en los Evangelios no se encuentra ningún fragmento que permita
deducir que los Apóstoles se sentaban en el confesonario los
sábados por la tarde. Esto no es de extrañar si se piensa que la
predicación de Jesús está encaminada no a una nueva
reconciliación y a una «segunda conversión», sino a la conversión
primera, a la fe en El. Cuando existen esta voluntad de conversión y
el cambio de mente y corazón que origina, se dan las condiciones
para la recepción del bautismo como sacramento de la «primera»
converslon.
Tras la muerte de Jesús y su resurrección, sus seguidores siguen
anunciando el mensaje de la llegada del Reino de Dios, llaman, a su
vez, a la conversión y a la fe en Jesús y forman comunidades
cristianas. La Iglesia surge, entonces, por sí misma, a partir del
mensaje de Jesús y de la fe en El.
I/FUNDAMENTO: La Iglesia tiene su fundamento en la causa de
Jesús. La unión de sus seguidores en comunidades brota para
atender al servicio de la misión para que «se diga a todos los
hombres y a todos los pueblos que su culpa les será perdonada si
se convierten a Dios» (/Lc/24/47).
Sin embargo, con la conversión (bautismo) no se descarta la
posibilidad de una vuelta al pecado. ¡Muy al contrario! La joven
Iglesia comprueba en seguida que algunos de sus miembros
abandonan su entusiasmo primitivo y queda patente que buena
parte de éste se queda. en agua de borra]as. Algunos caen en
pecados muy graves y escandalosos.
Estos casos son los que la Iglesia intenta resolver, de acuerdo
con el espíritu de Jesús y conforme al mensaje de amor comunicado
por El. Encontramos numerosos pasajes en el Nuevo Testamento
que muestran de forma evidente cómo se procedía en tales casos.
Por ejemplo en la «regla de la comunidad» en Mateo (18,15-18). El
que peca, en primer lugar, ha de ser amonestado en privado. Si
esta advertencia fraternal no da fruto, hay que repetir la
amonestación ante testigos y, en el caso de que el culpable no
quiera entrar en razón, poner el asunto en manos de la comunidad.
Si el pecador permanece en su obstinación, la comunidad deberá
expulsarlo de ella. Si se convierte deberá aceptarle de nuevo.
ATAR/DESATAR: En este contexto deben entenderse también las
conocidas palabras de «atar» y «desatar» (/Mt/18/19 y /Mt/16/18).
Lo que Mateo expresa con ello resulta evidente por una declaración
de Jesús que el evangelista Juan pone en boca del resucitado:
«Recibid el Espíritu Santo. Cuando vosotros canceléis una culpa,
será cancelada; cuando la retengáis, quedará retenida»
(/Jn/20/22-23). Ambos pares de conceptos «atar-desatar» y
«cancelar-retener» expresan dos formas de la misma realidad: En
Mateo se acentúan la exclusión de la comunidad (¡«atar» en el
sentido de «excomulgar»!) y la nueva admisión («retirar la
excomunión»), mientras que en Juan se destaca en primer plano el
efecto de esta forma de actuar: La expulsión pone de relieve la
situación pecadora del culpable (el retener), la nueva admisión
produce el perdón de los pecados. Juan subraya que este perdón
se realiza por el Espíritu del Señor resucitado y subido a los cielos,
que actúa en la Iglesia. Las palabras con las que hoy en día se
pronuncia el perdón de los pecados en el rito penitencial lo
manifiestan de forma evidente:
«Dios Padre misericordioso,
que reconcilió consigo al mundo
por la muerte y la resurrección de su Hijo
y derramó el Espíritu Santo
para la remisión de los pecados,
te conceda,
por el ministerio de la Iglesia,
el perdón y la paz».
Casi de la misma manera se expresan los autores de los
fragmentos (sobre esta cuestión) del Kerygma (predicación) de
después de Pascua. Aquí la «regla de la comunidad» no aparece
como resultado de una orden específica de Jesús, sino todo lo
contrario: El evangelista parte de una praxis ya existente y vuelve
atrás desde ésta a Jesús. Esto no es raro, si se piensa que los
evangelistas no tienen la intención de explicar sólo «historia», sino
que quieren proclamar el acontecimiento de Cristo en las precisas
situaciones que las comunidades están viviendo. Precisamente en
estas situaciones, que cambian de una comunidad a otra, debe
llevarse a cabo efectivamente la llamada de Jesús a la conversión
del hombre y su mensaje de la predisposición divina a la
reconciliación. La joven comunidad.está convencida de que
precisamente por la práctica que realiza y que corresponde al
Evangelio, está siguiendo su voluntad y está manteniéndose fiel a
El. En este sentido sigue teniendo toda su fuerza, y con razón, la
afirmación del Concilio de Trento de que Jesús creó el sacramento
de la penitencia.
Aunque de otra forma, también en las epístolas paulinas
encontramos indicaciones que permiten llegar a conclusiones
acerca de la praxis en las comunidades cristianas primitivas, en Io
referente a la expulsión de pecadores y a su nueva reconciliación
con la Iglesia. En un escrito muy antiguo, la segunda carta a los
tesalonicenses, aconseja el apóstol evitar la compañía de aquellos
que no siguen sus observaciones (1 Tes 3, 6). Una de las reglas
comunitarias de Mateo encaja perfectamente en la Carta a Tito: Los
sectarios habrán de ser advertidos una o dos veces y si continúan
sin volver en razón, serán evitados (Tit 3,10). En la primera Carta a
la comunidad cristiana de Corintio (5,1 s) se presenta un caso de
excomunión por inmoralidad pública. La excomunión es el último
recurso para mover a la conversión a un pecador obstinado (cfr. 2
Tes 3,14). Pero siempre quedaban abiertas las puertas y Pablo
anima a la comunidad a que perdone y anime, a su vez, al culpable
para que no se sienta abrumado y acabe mal; lo importante es que
pueda llegar a una verdadera reconciliación (cfr. 2 Cor 2, 5-11).
La preocupación por la santidad de la comunidad corresponde a
todos; todos deben alentarse entre sí (1 Tes 5,11) y advertir a
aquellos que lleven una vida desordenada (1 Tes 5,14; Gal 6, 1 s).
La facultad de atar y desatar, como la presenta Mateo (Mt 18,18),
podemos entenderla mejor como algo que pertenece al conjunto de
la comunidad. El hecho de que se convirtiera en función especial de
sus dirigentes, debió surgir, en procesos normales, de la misma
estructura de las comunidades. La cuestión de que en Juan se
conceda el poder de perdonar pecados a los discípulos (20, 21 s),
no significa que éstos puedan ser vistos como algo aislado del resto
de la comunidad; este fragmento refleja, nada más, el significado
especial que tenían los dirigentes de la comunidad, ya que en estos
casos ellos eran los encargados de la excomunión y de la nueva
reconciliación.
La situación neotestamentaria que hemos trazado aquí a
grandes rasgos, demuestra que ya al principio de la disciplina
penitencial se utilizaban aquellos elementos que siglos más tarde se
considerarán específicos de este sacramento 14. Como la
penitencia está basada en la exigencia de Jesús a la conversión, se
remonta hasta la voluntad de Jesús. Se realiza en el interior de la
manifestación de la Iglesia, bajo la dirección del dirigente de la
comunidad. Y finalmente, su efecto no es únicamete externo (nueva
reconciliación con la Iglesia), sino que tiene la pretensión de ser
válido ante Dios; es decir, que cuando la Iglesia anuncia y da el
perdón al pecador, también Dios le concede el perdón.
El camino hacia un callejón sin salida
Los grandes teólogos de los primeros siglos seguramente se
hubieran quedado boquiabiertos si alguien les hubiera dicho que
nosotros enviaríamos a nuestros hijos a confesarse cada dos
semanas. Precisamente entonces se discutía seriamente la cuestion
de si existía realmente, después del bautismo, un «segundo»
perdón de los pecados.
Finalmente prevaleció la convicción de que las faltas graves,
como son la pérdida de la fe (que en tiempos de la persecución
resultaba de actualidad), el asesinato y el adulterio (más tarde se
incluyó también el atraco a mano armada entre estos «pecados
capitales») podían llegar a perdonarse, pero no mediante el
bautismo, que es un acto de pura misericordia divina, sino mediante
obras de penitencia especialmente severas. Esto significaba: no,
sencillamente, la «eliminación» sino la «penitenciación» de los
pecados.
PT-PUBLICA: P/SOLIDARIDAD: En la práctica, parece que el
pecador comunicaba primero sus faltas al Obispo en privado y,
luego, hacía penitencia en público. Durante esta penitencia debía
colocarse, en la iglesia, en un sitio determinado, especial para los
penitentes. Estaba excluido de la Eucaristia. Esta situación se
denominaba «excomunión litúrgica»; el culpable se sometía a ella
voluntariamente. Hay que diferenciarla de la «excomunión real»,
que se aplica a una persona determinada, con separación total de
la Iglesia. El que se encontraba en «situación penitencial» era
acompañado por la comunidad con oraciones y consuelos. San
Jerónimo (hacia 420) afirmaba, incluso, que los Obispos sólo debian
permitir a los pecadores acercarse de nuevo al altar cuando todos
los miembros de la comunidad hubieran llorado sus culpas con él.
¡Los cristianos de ahora podríamos aprender algo de esta
solidaridad con los caídos, a los que a menudo preferimos arroiar
piedras!
Es importante saber que esta «segunda» conversión sólo se
permitía ura sola vez, porque un nuevo retroceso se consideraba
como una carga insoportable para la comunidad. Al que caía
nuevamente, se le abandonaba, simplemente, al juicio divino (lo que
no quiere decir: ¡a la condenación! ).
Por su dureza y su irrepetibilidad, este procedimiento de
manifestación penitencial habría de llevar, más pronto o más tarde,
a un callejón sin salida. Con el fin de evitar las consecuencias de
una recaída, se empezó a aplazar la admisión al estado penitencial
hasta edades muy avanzadas y finalmente, hasta el lecho de
muerte. Así, aunque resulte paradójico, la misma Iglesia ha
aconsejado, en tiempos, este desplazamiento de la penitencia al
final de la vida. Por ejemplo, el Sínodo de Orleans en el año 538,
aconsejaba a los creyentes jóvenes, e incluso a los casados, que
no se pusieran en estado de penitentes. Los motivos para ello se
pueden suponer fácilmente: La continencia sexual sobrehumana o,
mejor aún, inhumana, que a menudo iba ligada a ese estado
penitencial, se evitaba de esa forma, o se aplazaba hasta la vejez.
Y, además, así se envitaba el peligro de una recaída después de
realizar la penitencia, porque al desplazar todas las faltas a una
celebración penitencial única, en ella quedaban todas perdonadas.
Era posible participar en la Eucaristía con un grave pecado
secreto, porque los que lo hacían no estaban aún «en el estado
penitencial». No debemos transferir estos modos de enfocar las
cosas a nuestra situación actual, pues todo ha evolucionado
fuertemente con el tiempo.
«Libros-penitenciales»
Así se procedió hasta el s. VI, en que hizo su aparición una
novedad que comenzó en los conventos irlandeses y anglosajones.
Tenían alli la costumbre de comentar las dificultades espirituales
con un compañero. De esta forma se desarrolló, a partir de la
«dirección espiritual», una especie de confesión privada. No
solamente se pedía consejo, sino que también se reconocían los
pecados cometidos. Finalmente, los frailes y monjas empezaron a
otorgar penitencia y reconciliación no sólo a sus hermanos de
comunidad, sino también al pueblo y repetidamente. Este modo de
perdonar los pecados empezó a extenderse por todas partes, a
pesar de las advertencias de la «Iglesia oficial» sobre todo porque
eran repetibles, a diferencia de los severos actos penitenciales que
se llevaban a cabo en Italia, Africa y Asia Menor. Se unían a ello
otras novedaes de forma. Ya no era sólo el Obispo el que podía
conceder el perdón en nombre de la Iglesia, sino también los
sacerdotes «normales». Además, este perdón se concedía ya antes
(y no al final) de la plena realización del acto penitencial. Es
comprensible que poco a poco las severas prácticas penitenciales
fueran perdiendo su fuerza, aunque al principio se intentase
conservarlas. Conocemos todo esto por los numerosos «libros
penitenciales» que se han conservado, una especie de catálogos
de pecados con la indicación de la penitencia correspondiente a
cada pecado; en ellos se presta especial atención a las faltas
sexuales.
Copiamos a continuación algunos párrafos de uno de tales
«libros-penitenciales». Para algunos investigadores fue escrito
por el reverendo Beda, un monie inglés (+ 735): «Quien declare en
falso contra alguien ha de ayunar según la gravedad de su falta.
Quien maldiga a su hermano en un arrebato de cólera, deberá
reconciliarse con él y ayunar durante siete días. Un clérigo o monje
que se pelee con otro, deberá reconciliarse con él y ayunar durante
siete días.
Un soltero que mantenga relaciones pecaminosas con la mujer de
otro, deberá hacer dos años de ayuno. Un hombre casado que
mantenga relaciones pecaminosas con una mujer casada deberá
hacer tres años de ayuno, durante el primero de los cuales no
deberá acercarse a su mujer
El que bebe hasta vomitar, deberá ayunar durante catorce días si
se trata de un sacerdote o de un diácono; treinta días si se trata de
un monje y doce días si es un laico. El que vomita porque está
enfermo, no peca. El que vomita por haber comido demasiado
deberá hacer tres días de ayuno. El que, a pesar de la prohibición
de su Señor, se emborracha, pero no vomita, ha de ayunar durante
siete días» 15. Ayunar significa aquí prescindir de las comidas
copiosas; prácticamente sólo se permitían como alimento pan, agua,
verduras y frutas. No hemos de olvidar que, tras el reconocimiento
de pecado, se sumaban todas las penitencias por los distintos
pecados, lo que podía prolongar durante largo tiempo el ayuno
impuesto
El hecho de que la severidad continua de esta «escala de
penitencias» (asI se llama en términos técnicos este libro) no
pudiera soportarse y presentarse, en última instancia, un obstáculo
para la reconciliación con la Iglesia, hizo que se pensase en buscar
ayuda. Como consecuencia, se declaró que podían sustituirse los
distintos actos penitenciales por otras obras; por ejemplo, cuando
había que hacer largos ayunos que en ocasiones podían ser con
total abstención de alimentos, podían sustituirse por un ayuno más
corto al que se añadían oraciones y buenas obras (por ejemplo),
limosnas; o que un hombre rico, en lugar de ayunar durante un año,
patrocinara una obra útil para la comunidad, como la construcción
de un puente o que, en lugar del acto penitencial prescrito, hiciera
una peregrinación.
PT/ABUSOS: Pero como con este cambio de las prácticas
penitenciales por obras piadosas (conmutación) se echaba de
menos una mayor claridad surgieron nuevamente «listas» en las
cuales se indicaba exactamente la forma de substituir una obra
penitencial por otra. De esta forma, cada confesor tenía la
posibilidad de consultar, por ejemplo, cuántos salmos había que
rezar en vez de ayunar durante un día y también cuantas
genuflexiones de adoración había que realizar a cambio de no
recitar dichos salmos. En todos estos casos se mantenía todavía
una estrecha relación entre la obra penitencial y el penitente; pero
más tarde aun esto se perdió, de forma que llegó a existir la
posibilidad de comprar el perdón mediante dinero penitencial o misa
(pagadas) e incluso se llegó a permitir la colaboración de terceros
en la obra penitencial ¡si era demasiado cara! La confirmación de
que estos abusos graves se practicaban realmente, la tenemos
leyendo un libro penitencial del siglo X, en el cual se describe cómo
un hombre rico liquida en un par de días el ayuno de siete años que
se le había ordenado.
«Doce hombres han de ayunar en su lugar durante tres días, a
pan, agua y verdura. Después ha de ordenar a siete veces 120
hombres que ayunen en su lugar cada uno de ellos, durante tres
días. Los días ayunados de esta forma corresponden a siete
años».16
Estas prácticas, que hoy nos resultan tan extrañas, pueden
comprenderse algo mejor si se piensa que entonces se tenía un
entendimiento «material» de la justicia: cada falta correspondía a un
sacrificio penitencial; no dieron mucha importancia al proceso que
condujo a esto. Es inútil recalcar que así se habían alejado
sobremanera de la exigencia bíblica de la conversión como cambio
personal de mente y corazón.
Medidas disciplinarias y aclaraciones dogmáticas
En la Alta Edad Media hasta el Concilio de Trento, el sacramento
de la nueva reconciliación fue objeto de una movida discusión
teológica, cuyo centro le ocupan, sobre todo, la cuestión de las
medidas disciplinarias y las cuestiones dogmáticas.
De los ejercicios penitenciales individuales se da cada vez mayor
relieve al reconocimiento de la culpa ante el sacerdote. Se veía en
ello el signo más importante de la conversión. La posibilidad de la
repetición del sacramento penitencial ya no representaba ningún
problema; más bien se animaba a realizarla. En 1215 el IV Concilio
Lateranense creó la obligación de reconocer, por lo menos una vez
al año, los pecados en el sacramento de la confesión. Esta norma,
válida hasta hoy, debe ser interpretada como dirigida a aquellos
cristianos que son conscientes de haber cometido pecado mortal.
En la discusión con los Reformadores, el Concilio de Trento se vio
obligado a manifestarse acerca de la práctica penitencial. Los
Padres del Concilio recurrieron a los grandes teólogos de la Alta
Escolástica, entre los cuales se encuentran Tomás de Aquino y
Duns Scoto. La celebración de las votaciones se celebró el 25 de
noviembre de 1551. No estará de más repasarlo, sobre todo para
quienes encuentren dificultad en la actual praxis penitencial de la
Iglesia.
El mismo Concilio limitó el marco de su planteamiento del
problema. No trató de todas las formas de penitencia eclesial, sino
únicamente de la confesión de boca que por entonces era ya
corriente. Se preguntó en qué consistía exactamente el sacramento
y qué relación había entre la realización del sacramento (la acción
eclesial) y el perdón de los pecados por Dios.
La concepción sacramental de entonces se articulaba mediante
los términos «materia» y «forma» de un sacramento. En relación
con la confesión, se entiende por «materia» la acción del pecador
dispuesto a la penitencia, sin lo cual no puede realizarse el
sacramento: algo parecido al hecho de que sin agua no hay
bautismo posible. El Concilio de Trento nombra tres elementos
integrantes de la «materia»: arrepentimiento, confesión de la culpa,
realización de una penitencia. Como forma del sacramento de la
penitencia se entiende la absolución a través del sacerdote: de la
misma forma en que en el bautismo las palabras bautismales del
que lo lleva a cabo son la «forma» («Yo te bautizo»).
ARREPENTIMIENTO/CV:Que el arrepentimiento forma parte de la
conversión, no precisa de explicación. Desde el momento en que el
pecador se orienta de nuevo hacia Dios, demuestra, precisamente,
que siente no sólo haber faltado al mandamiento divino, sino haber
herido y despreciado su amor; por tanto, el arrepentimiento consiste
no sólo en el reconocimiento de haber hecho algo mal (como quien
suspende un examen, reconoce que pone en peligro la propia
carrera; es algo que puede sentirse, pero se está pensando nada
más en las propias ventajas de uno mismo). El arrepentimiento
verdadero se muestra mucho más en la entrega confiada al Dios
que ama y que perdona (cfr. Lc 7, 47.50). Está claro que tal
arrepentimiento lleva consigo la decisión de cambiar. Este proceso
de cambio lo hemos visto ya suficientemente en el capitulo titulado
«Caminos de reconciliación».
Por lo que respecta al arrepentimiento y a la realización de una
obra penitencial plena de sentido y adecuada, las manifestaciones
del Concilio de Trento no ofrecen dificultades serias para los
creyentes de hoy. Lo contrario ocurre con la exigencia de la
confesión de las faltas graves y posibles circunstancias que influyan
en las mismas. Esta confesión es para los Padres del Concilio una
«exigencia de la ley divina», lo que significa que es absolutamente
necesario. Esto se debe a que el sacerdote posee la función de
«juez» y ha de sentenciar las faltas del pecador para aplicar la
penitencia correspondiente.
Las manifestaciones del Concilio deben ser entendidas dentro del
polémico contexto de aquella época y precisamente, como reacción
a los puntos de vista diferentes que tenían los Reformadores. Para
nosotros la idea de que el sacerdote «es el juez» del pecador,
dificilmente se aviene con la imagen del Padre que al regreso del
hijo pródigo no sólo le recibe, sino que, al vislumbrarle a lo lejos,
corre a su encuentro. Lo único que el confesor ha de decidir es si el
que se acerca cumple la condición requerida, es decir, el
arrepentimiento. No es juez, sino ayudador.
La necesidad de la confesión de los pecados muy graves tiene
otro fundamento. En efecto, la propia acusación es dura y lo seguirá
siendo. Pero, ¿no siente el hombre a menudo, en su interior, la
necesidad de compartir su culpa con alguien? ¿No es precisamente
esa manifestación una forma de salir de la soledad y del aislamiento
de la culpa? En ese encuentro el sacerdote es también,
naturalmente, representante de la Iglesia, con la cual el culpable se
reconcilia; pero, por encima de todo, ha de utilizar toda su
capacidad humana para que el pecador perciba también realmente,
durante la confesión, que Dios le perdona. De todos modos, sin
embargo, sigue en pie la pregunta: ¿Hay que confesar
imprescindiblemente lqs pecados graves en la confesión? ¿No
basta con la participación activa en una celebración penitencial, en
la cual también se realiza la reconciliación con Dios y con la
comunidad de la Iglesia? ¿Hay que observar siempre las normas del
Concilio de Trento, incluso cuando el individuo no vea su necesidad
interna, o por cualquier otro motivo (por ejemplo, gran temor) vacile
en realizar la confesión personal e individualizada de su culpa? ¿Es
posible contestar a todas las posibles dificultades con un «es
preciso hacerlo»?
Intentaremos dar respuesta a esta pregunta en el capítulo
siguiente, al tratar de la celebración comunitaria penitencial.
La crisis de la confesión en la actualidad
Realmente nos llevamos las manos a la cabeza cuando
escuchamos que la bienaventuradas Dorothea von Montau
(1347-94), en ciertos períodos de su vida, confesaba varias veces
al día. Dorothea von Montau, por su parte, se habría asombrado
sobremanera si hubiese llegado a suponer que hoy en día para
algunos cristianos la primera confesión es la única que realizan.
En mis trabajos como sacerdote he podido apreciar en distintas
comunidades de la ciudad que los párrocos no tenían ya un horario
fijo y regular de confesión. Incluso los dias anteriores a la Navidad y
a la Semana Santa les sobra tiempo en los ratos que están en el
confesonario para rezar el breviario o leer un libro. En los círculos
tradicionalistas se dice, por ello, una y otra vez, que los teólogos y
los párrocos modernos han eliminado la confesión. Cuando escucho
estas acusaciones, pienso siempre en una activísima parroquia en
que estuve trabajando en diversas épocas.
En la hoja parroquial de esta comunidad apareció esta Nota: «En
nuestro confesonario ha habido todos los sábados, durante dos
horas, un sacerdote para los que deseaban confesar. Como quiera
que en los últimos años apenas se ha aprovechado esta
oportunidad, en el futuro no se fijarán horarios oficiales de
confesión. Al mismo tiempo, deseo preguntarles a Vds., como su
párroco que soy: ¿Quién ha eliminado realmente la confesión? » .
PT-SO/CRISIS CONFESION/CRISIS: La crisis actual del
sacramento de la penitencia parece tanto más asombrosa teniendo
en cuenta que, en comparación con los siglos anteriores, hoy en día
debería resultar más fácil para los cre yentes reconocer su culpa en
la confesión y pedir la absolución. Nadie sentencia ya a un pecador
a ir por las calles vestido de penitente y a ayunar durante años.
Pero está claro que el hecho de que efectivamente algunas cosas
sean más fáciles ahora, no es una motivación suficiente para la
confesión. Los motivos de la actual crisis de la confesión son, sin
duda, muy numerosos: un menor sentimiento de culpabilidad,
menos temor al infierno. También la existencia de confesores
incompetentes y de experiencias negativas con ellos. O porque ya
no se ve el pecado tanto como una consecuencia de los propios
actos, sino que se ven sus raíces en las instituciones y estructuras
existentes. O porque se cree seriamente que existen distintas
formas de perdón de los pecados y de reconciliación. Una cierta
dosis de dejadez o ligereza también juega su papel; ésta ha existido
en todas las épocas, aunque no siempre en la misma medida.
Muchos cristianos dan prioridad a la misa. Otros se sienten
oprimidos en el estrecho confesonario (lo que es comprensible) y en
una habitación no se atreven, porque no saben exactamente cómo
irá aquello (esto ya parece menos claro). Y puede haber otros
motivos que nos pueden aportar los expertos en comunicación si
están preparados teológicamente y los teólogos que tengan
preparación en psicología.
Vamos a hablar un poco más extensamente de un motivo que me
parece más profundo y, por consiguiente, más digno de
consideración. Por un lado: en el sacramento de la penitencia se
realiza la reconciliación también con la Iglesia. Teóricamente esto
parece evidente a la mayoría de los cristianos. Por otro lado: estos
mismos cristianos no experimentan prácticamente, sin embargo,
ninguna necesidad interna de reconciliarse realmente con la Iglesia;
obedecen -como mucho- simplemente a la obligación establecida de
confesión.
¿Por qué esta inconsecuencia? Yo opino que: porque en nuestra
Iglesia, o hablando más claramente, en nuestras comunidades
parroquiales hay muy poca comunidad. Todos pertenecen a ella
-están bautizados- pero no sienten que pertenecen realmente a
ella. Sencillamente, en la Iglesia no se encuentran «en su casa».
Y ahora viene la pregunta: si nuestras parroquias llevaran una
vida realmente parroquial y no simplemente social, ¿no sentiría
también cada uno, en su interior, que sus pecados van contra su
comunidad, que la dañan? Sólo cuando existe una verdadera
comunidad se ve de forma sensible y sin reservas que la culpa de
uno se dirige contra todos los demás. Sólo cuando esta comunidad
deja de ser exclusivamente verbal para convertirse en algo vivo, se
experimenta la necesidad imperiosa de remediar el mal que se le ha
causado y de reconciliarse con ella. La crisis actual de la confesión
podría ser, entonces, también una manifestación de la crisis de las
comunidades eclesiales. Este es el punto en que hay que aplicar la
terapia. Unicamente cuando dentro de una comunidad parroquial se
siente uno responsable ante los otros, cuando los unos sostienen y
ayudah a los otros, les aconsejan y consuelan -no sólo en las
dificultades religiosas, sino también en la vida cotidiana (cfr. Hech 4,
32-35)-, entonces y sólo entonces, tendrá ocasión el sacramento de
la penitencia de volver a ser lo que era originariamente y lo que es
esencialmente: nueva reconciliación con Dios y con la Iglesia 17.
Por ello no debe ponerse todo el acento de la educación
penitencial en la forma tradicional del sacramento de la penitencia.
La evolución que este sacramento ha experimentado a lo largo de
los siglos, nos da pie a poder pensar en nuevas formas que se
correspondan mejor con la concepción penitencial del hombre
actual. En otras palabras: merece la pena hacer un esfuerzo
reflexivo por ver si, además de la forma utilizada hasta ahora para
otorgar y recibir el sacramento de la penitencia, se encuentra otra
forma, no como alternativa, sino como complemento necesario. Las
experiencias habidas hasta ahora apuntan, como una posibilidad, la
celebración comunitaria de la penitencia.
JOSEF IMBACH
PERDÓNANOS NUESTRAS DEUDAS
Col. ALCANCE 30
Santander-1983. Págs 145-182
....................
13 H. Kung: La Iglesia, Barcelona 1972).
14 Para las preguntas que con ello se plantean, cfr. Rahner: Escritos de
Teología, Madrid 1975).
15 C. Vogel: Il peccatore e la penitenza nel Medioevo, Torino 1970, págs. 62,
65, 66.
16 Ibid.. pág. 103
17 Cfr. vaticano II: Lumen Gentium, Il. Optatam totius, 5.