La pastoral de las vocaciones
Conferencia de mons. Zenon Grocholewski en el Congreso nacional polaco sobre las vocaciones
Mons. Zenon
GROCHOLEWSKI
Prefecto de la Congregación
En el santuario mariano de Czestochowa tuvo lugar, del 19 al 21 de mayo de este año, el Congreso nacional de Polonia sobre las vocaciones y la pastoral vocacional, con ocasión del gran jubileo. Entre otras personalidades participó mons. Zenon Grocholewski, prefecto de la Congregación para la educación católica. Ofrecemos a continuación un extracto de su conferencia.
Este congreso se realiza durante la celebración del bimilenario del nacimiento de Cristo. Ese acontecimiento le da una connotación muy particular. Meditamos con especial intensidad en el misterio de la encarnación del Hijo de Dios y en su influjo decisivo en nuestra vida diaria; damos gracias al Padre por el amor con que nos dio a su Hijo, Salvador del mundo, ungido por el Espíritu Santo.
Al mismo tiempo, el jubileo es un compromiso profundo, que llega al corazón de las personas para convertirlas y permitirles ensanchar la mirada de la fe hacia horizontes siempre nuevos. Es un acontecimiento de gracia y, a la vez, una llamada a un renovado compromiso que orienta hacia un nuevo milenio también la reflexión de este congreso.
El
encuentro personal con Cristo
fundamento de la vocación
Este contexto jubilar nos impulsa a dar a nuestra reflexión una perspectiva profundamente cristológica. Es decir, nos lleva a reflexionar teniendo la mirada fija en Jesús, «autor y perfeccionador de nuestra fe» (Hb 12, 2). Esta «mirada orientada» será la actitud de fondo que nos llevará a afrontar los diversos temas relativos a la vocación sacerdotal y a la pastoral vocacional.
Dado que el objeto de este congreso afecta fundamentalmente a la llamada a seguir a Jesús como discípulos, creo que nos conviene reflexionar brevemente sobre lo que los evangelios dicen al respecto.
La llamada de los primeros discípulos
Entre los numerosos pasajes relativos a la llamada de los Apóstoles, parece particularmente significativo el episodio que relata san Juan en el capítulo primero de su Evangelio (cf. Jn 1, 35-39), .narrado con brevedad y densidad teológica.
El evangelista nos presenta a Juan Bautista en Betania, a la orilla del Jordán: contempla a Jesús que pasa y, sorprendiendo a dos de sus discípulos, dice: «Este es el Cordero de Dios». Esa definición, tan misteriosa, despierta su curiosidad y los impulsa a seguir a Jesús. Éste, dándose cuenta de que lo están siguiendo, inesperadamente se detiene, se vuelve hacia ellos y, tomando él el primero la palabra, les pregunta cuáles son sus verdaderas intenciones.
Su pregunta, «¿Qué buscáis?», deja perplejos a los dos discípulos, pero también pone de relieve el interés de Jesús por ellos; manifiesta su atención por su búsqueda. Con esa pregunta Jesús se pone inmediatamente en diálogo con los dos discípulos de Juan. Con su gesto de acogida elimina toda desconfianza y parece suscitar un diálogo que va más allá de la satisfacción de una simple curiosidad.
El encuentro con Jesús conmueve su corazón hasta lo más hondo. La pregunta «Maestro, ¿dónde moras?» revela claramente el interés que sienten por él; pone de manifiesto la curiosidad y casi el deseo de entrar en una relación personal con él. En efecto, de su pregunta se puede deducir que quieren tratar con Jesús acerca de cuestiones que no se pueden afrontar en el camino. Cuando manifiestan su interés por conocer el lugar donde mora, muestran indirectamente que no buscan un conocimiento abstracto, sino una intimidad con él.
Por eso, a la invitación de Jesús «Venid y lo veréis» responden sin ninguna incertidumbre o duda. La anotación de san Juan, que subraya su decisión de quedarse con él durante todo el día, sólo se puede entender a la luz de la fascinación que Jesús ejerció sobre ellos.
El evangelista no dice cómo transcurrieron aquellas horas. Es un silencio querido, para destacar la importancia del hecho de estar con Jesús, que exige disponibilidad, acogida y participación; exige tiempo para «hacer la experiencia de Jesús». Lo que realmente importa es sobre todo encontrarse con él, compartir su vida, permanecer con él.
Además, en ese pasaje de san Juan, tan sencillo y sobrio, conviene subrayar la relación que existe entre la función del Bautista, en particular la expresión con que señala a Jesús, y el consiguiente deseo de los dos discípulos de encontrarse con él.
Juan Bautista es consciente de su función específica con respecto al Mesías y lo define con esa afirmación, llena de significado teológico, que revela su profunda identidad y que, como consecuencia, suscita la curiosidad de los discípulos y su deseo de encontrarse con él de una manera profunda.
Se puede notar fácilmente que la presentación de Jesús como misterio y el deseo de encontrarse con él están íntimamente relacionados.
En otras palabras, es precisamente la presentación de Jesús en su misterio lo que arrastra a los discípulos del Bautista, hasta el punto de que dejan a su maestro para seguir a este nuevo Rabí.
Conviene destacar, asimismo, que Andrés, después de oír las palabras de Juan Bautista y de hacer la experiencia de permanecer con Jesús, siente inmediatamente el deseo de comunicar a su hermano Simón quién es aquel con quien se ha encontrado, es decir, el Mesías, y de impulsar a su hermano a hacer la misma experiencia.
Desde luego, el encuentro de Andrés con Jesús debió de ser fuerte y decisivo, pues fue capaz de despertar la curiosidad de un hombre tan concreto como era Simón.
En realidad, la vocación acogida con entusiasmo suscita de modo natural un vivo deseo de hacer que los demás sigan ese mismo camino.
Resumiendo, la página evangélica que acabo de describir nos quiere enseñar que, dado que la vocación nace del encuentro con Jesús, la promoción de las vocaciones consiste, ante todo, en señalar a Jesús en su misterio fascinante, en despertar el deseo de encontrarse con él, de estar con él, de hacer la experiencia de él, de dejarse conquistar por él. Eso es indispensable y allí está la raíz del problema vocacional.
Además, esta página nos enseña, gracias a la figura de Andrés, que el promotor de vocaciones más natural y eficaz es el que vive su propia vocación con alegría y entusiasmo.
La vocación de Saulo de Tarso
Al respecto, es muy significativa asimismo la experiencia de Saulo de Tarso. También su conversión nace de un encuentro singular con Jesús en el camino de Damasco (cf. Hch 9, 1-22; 22, 6-16); brota del hecho de haber quedado deslumbrado por él. Y Saulo se dejó conquistar por él. Percibió inmediatamente el alcance de esa llamada y su vida cambió totalmente: de su profunda formación farisaica, de su pertenencia a la clase de los acérrimos defensores de la Ley mosaica, pasó a ser un Apóstol enamorado de Jesucristo.
Este encuentro personal con Jesús fue decisivo para su vida. La pasión por Cristo determinó definitivamente sus opciones. A Cristo le entregó todo su ser, de forma que para él no existía ya nada más que Cristo. Abandonando todo su pasado, se consagró totalmente al anuncio del Evangelio. Esta experiencia personal y profunda, esta adhesión total a Jesús lo llevará a afirmar: «Lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo» (Flp 3, 7-8).
Este entusiasmo por Cristo no sólo lo impulsó a afrontar peligros y oposiciones de todo tipo, sino también a llevar a muchos otros a dejarse arrastrar por Cristo con total radicalidad.
La
promoción de las vocaciones
y la imagen de Jesús
Desde esta perspectiva, se puede afirmar que el problema de la promoción de las vocaciones es ante todo «cristológico»: es decir, depende del tipo de imagen de Jesús que se propone a nuestros jóvenes.
Debemos saber presentar la imagen real de Cristo, tal como se refleja en los textos sagrados, una imagen que fascina y suscita la decisión de seguirlo. Si a los jóvenes de hoy no les resulta clara la identidad de Cristo, les podrá parecer algo superfluo para su vida.
Al respecto, podríamos preguntarnos si algunas presentaciones cristológicas parciales no constituyen una de las causas principales de la debilitación del impulso vocacional.
De aquí se deduce, como consecuencia, que el problema de la promoción de las vocaciones no se puede reducir al uso de los métodos pedagógicos o a la preocupación de crear estructuras organizativas.
Para resolver el problema de la escasez de vocaciones es preciso comenzar por presentar a los jóvenes de hoy la persona de Jesús de una manera verdadera, persuasiva, atractiva, independiente de los condicionamientos históricos, culturales y sociales, los cuales a veces han influido, aunque sea indirectamente, en la presentación de ciertos modelos vocacionales. Pensemos, por ejemplo, en la esterilidad espiritual de la presentación de la figura de Cristo en algunas corrientes de la teología de la liberación o de la teología política, o en el debilitamiento de la figura de Cristo a causa de cristologías incompletas, o incluso erróneas; o también a causa de la confusión que siembran algunas corrientes esotéricas o sectas que encuentran fácil acogida entre los jóvenes.
Cuanto venimos diciendo nos lleva, con el espíritu de la conversión que nos pide el jubileo, a revisar, a profundizar y a testimoniar, nosotros los primeros, la imagen de Jesús que queremos transmitir a nuestros jóvenes, evitando perspectivas que no pueden interesar y fascinar de modo auténtico y duradero a las nuevas generaciones y no pueden suscitar en ellos el deseo de «experimentar» el estar con Jesús y seguirlo con «amor no dividido» (Optatam totius, 10).
La
promoción de las vocaciones
y la imagen de la Iglesia
El nexo entre la promoción de las vocaciones y la imagen de Jesús, entre la promoción de las vocaciones y la cristología, lleva, por su misma naturaleza, a la consideración de otro tema, es decir, la dimensión eclesial de las vocaciones.
La Ratio institutionis sacerdotalis pro Polonia (cf. n. 16), siguiendo la Pastores dabo vobis (cf. n. 35), constata certeramente que la vocación deriva «de la Iglesia» y de su mediación, se puede reconocer y se realiza «en la Iglesia», y se configura necesariamente como servicio «a la Iglesia».
Son muy significativas al respecto las palabras de Juan Pablo II en la citada exhortación apostólica: «El sacerdote tiene como relación fundamental la que le une con Jesucristo, cabeza y pastor. Así participa, de manera específica y auténtica, de la "unción" y de la "misión" de Cristo (cf. Lc 4, 18-19). Pero íntimamente unida a esta relación está la que tiene con la Iglesia. No se trata de "relaciones" simplemente cercanas entre sí, sino unidas interiormente en una especie de mutua inmanencia. La relación con la Iglesia se inscribe en la única y misma relación del sacerdote con Cristo, en el sentido de que la "representación sacramental" de Cristo es la que instaura y anima la relación del sacerdote con la Iglesia» (Pastores dabo vobis, 16).
En este contexto -teniendo presente el nexo ontológico que existe entre el sacerdote, Cristo y la Iglesia- resulta evidente que también la presentación de la Iglesia influye en la problemática relativa a la promoción de las vocaciones. Las presentaciones erróneas y unilaterales son, a menudo, causa de que no se acoja la vocación o de que se realice de forma equívoca.
Para que los jóvenes puedan responder positivamente a la invitación de Jesús que llama, es necesario que, además de experimentar el permanecer con él, realicen este encuentro dentro de una Iglesia que para ellos sea verdaderamente creíble, porque se les presente en su autenticidad sobrenatural y, por consiguiente, por encima de los aspectos meramente perceptibles desde fuera.
Es preciso ofrecer a los jóvenes la realidad de la Iglesia en la profundidad de su misterio:
- como «comunión de fieles», es decir, ante todo como realidad sobrenatural que, gracias al bautismo, une a los fieles con Cristo y por medio de él los une entre sí. Esta unión con Cristo es el fundamento de la unión profunda y vital de los fieles entre sí, al igual que el elemento que caracteriza sus actividades externas;
- como «Cuerpo místico de Cristo», con su dinamismo de interdependencia y complementariedad;
- como «pueblo de Dios», llamado a la santidad, que peregrina hacia la meta escatológica, animado y fortalecido continuamente por el Espíritu Santo;
- como «sacramento universal de salvación» del género humano.
Es necesario estimular a los jóvenes a ver y vivir esta dimensión de la Iglesia como misterio, que he descrito en algunos de sus aspectos, y por tanto a tener confianza en su enseñanza.
La
promoción de las vocaciones
y la imagen del sacerdocio ministerial
De suma importancia en la promoción de las vocaciones es el problema relativo a la identidad del sacerdote.
Al respecto, la exhortación apostólica Pastores dabo vobis, precisa: «El conocimiento de la naturaleza y misión del sacerdocio ministerial es el presupuesto irrenunciable y, al mismo tiempo, la guía más segura y el estímulo más incisivo para desarrollar en la Iglesia la acción pastoral de promoción y discernimiento de las vocaciones sacerdotales, y la de formación de los llamados al ministerio ordenado. El conocimiento recto y profundo de la naturaleza y misión del sacerdocio ministerial es el camino que es preciso seguir (...) para salir de la crisis sobre la identidad sacerdotal» (n. 11).
Después del Concilio, se manifestaron dentro de la Iglesia algunos errores que llevaron a concepciones equívocas o incluso erróneas con respecto a la identidad sacerdotal como: una concepción funcional, transitoria, del sacerdote; una presentación del mismo meramente horizontal; una idea de sacerdote entendido casi como un delegado de la comunidad para asegurar una organización o una misión de carácter temporal; una visión intimista, individualista, desencarnada, sin ningún influjo en los problemas de la vida real.
Estas tendencias, que aún se constatan en algunos lugares, ofuscan y dificultan la clara percepción de la naturaleza del sacerdocio y, como consecuencia, de la vocación sacerdotal.
Ante esta situación es preciso volver con fidelidad a los principios fundamentales, tal como los presenta el Magisterio de la Iglesia.
Ante todo, parece que hoy, en la vida de la Iglesia, se olvida a menudo que la diferencia entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial es esencial y no sólo de grado (cf. Lumen gentium, 10). Por consiguiente, hay que tener presente esa diferencia ontológica, basada en el carácter específico e indeleble, impreso por el sacramento del orden.
Los documentos conciliares y posconciliares ponen de relieve esa diferencia. En esta circunstancia no me es posible desarrollar de modo exhaustivo la cuestión. Solamente quisiera citar un texto de la Lumen gentium que, casi resumiendo el papel de los ministros ordenados, afirma: «En virtud del sacramento del orden, quedan consagrados como verdaderos sacerdotes de la nueva alianza, a imagen de Cristo, sumo y eterno sacerdote (cf. Hb 5, 1-10; 7, 24; 9, 11-28), para anunciar el Evangelio a los fieles, para dirigirlos y para celebrar el culto divino. Participando, según el grado de su ministerio, de la función de Cristo, único mediador (cf. 1 Tm 2, 5), anuncian a todos la palabra de Dios. Pero su verdadera función sagrada la ejercen sobre todo en el culto o en la comunidad eucarística. En ella, actuando en la persona de Cristo y proclamando su misterio, unen la ofrenda de los fieles al sacrificio de su cabeza; actualizan y aplican en el sacrificio de la misa, hasta la venida del Señor (cf. 1 Co 11, 26), el único sacrificio de la nueva alianza: el de Cristo, que se ofrece al Padre de una vez para siempre como hostia inmaculada (cf. Hb 9, 11-28). Desempeñan principalmente su ministerio con los penitentes y los enfermos para que se reconcilien y mejoren, y presentan a Dios Padre las necesidades y oraciones de sus fieles (cf. Hb 5, 1-4). Ejerciendo, en la medida de su autoridad, la función de Cristo, pastor y cabeza, reúnen a la familia de Dios como fraternidad animada por los mismos ideales y la conducen hacia Dios Padre por Cristo en el Espíritu. En medio de su rebaño adoran al Padre en espíritu y en verdad (cf. Jn 4, 24). Finalmente, se dedican a la predicación y a la catequesis (cf. 1 Tm 5, 17); creen lo que han leído al meditar la ley del Señor, enseñan lo que han creído y practican lo que han enseñado» (n. 28).
La identidad del sacerdote, descrita en ese texto, nos viene de Cristo y es preciso vivirla y anunciarla con plena fidelidad. Si se pierden o se ofuscan los elementos esenciales del sacerdocio ministerial, se corre el peligro de presentar una imagen deformada del sacerdote, con la consecuencia de que la propuesta vocacional no podrá ser eficaz y mucho menos podrá suscitar una respuesta generosa.
Con estas breves consideraciones quiero subrayar que la promoción de las vocaciones está íntimamente relacionada con la cristología, la eclesiología y la visión del ministerio ordenado.
Conviene añadir, asimismo, de modo claro, que ese nexo se ha de considerar como la motivación más profunda para vivir con gozo los compromisos sacerdotales.
En definitiva, esta reflexión nos lleva a concluir que el problema de la crisis de las vocaciones va unido a la crisis de la fe en Jesús, en la Iglesia y en la identidad del sacerdote. Cuanto más viva, operante y testimoniada sea esa fe, tanto más se suscitarán vocaciones.
Prioridades en la promoción de las vocaciones
Después de esas breves reflexiones de orden teológico, es necesario pasar a tratar sobre algunos aspectos más concretos, de orden pastoral, que pueden dar a la promoción de las vocaciones el impulso y la vitalidad que tanto necesitan.
Al respecto, el Santo Padre es nuestro maestro, pues nos ilumina con la autenticidad de su testimonio sacerdotal y con su enseñanza; repite incansablemente las verdades fundamentales relativas a Cristo y a la Iglesia, verdades que iluminan el misterio y el nacimiento de la vocación.
Estoy seguro de que todos los presentes conocen muy bien las diversas iniciativas encaminadas a la promoción de las vocaciones. Por mi parte, quisiera reflexionar en las prioridades que me parecen más significativas desde la perspectiva de las breves reflexiones teológicas que he hecho antes.
Prioridad de la pastoral vocacional dentro de la pastoral eclesial
Los tres elementos -Cristo, Iglesia y sacerdocio ministerial- son inseparables y por eso deben orientar la actividad pastoral relativa a las vocaciones sacerdotales, penetrándola y vivificándola desde dentro.
La pastoral de las vocaciones sacerdotales tiene una característica particular: se refiere al ministro ordenado, que actúa en nombre de Cristo, «in persona Christi», y en nombre de la Iglesia, «in nomine Ecclesiae» (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1548-1553). Por consiguiente, atañe directamente a la actualización de la acción salvífica de Cristo y de la Iglesia.
Eso significa que la promoción de la vocación sacerdotal no se debe ver principalmente desde la perspectiva de las demás vocaciones eclesiales, o junto a ellas, sino ante todo por sí misma, en cuanto que el sacerdocio ministerial es esencial para el cumplimiento de la misión de Cristo y de la Iglesia.
En efecto, como afirma la Pastores dabo vobis: «Concretamente, sin sacerdotes la Iglesia no podría vivir aquella obediencia fundamental que se sitúa en el centro mismo de su existencia y de su misión en la historia, esto es, la obediencia al mandato de Jesús "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes" (Mt 28, 19) y "Haced esto en conmemoración mía" (Lc 22, 19; cf. 1 Co 11, 24), o sea, el mandato de anunciar el Evangelio y de renovar cada día el sacrificio de su cuerpo entregado y de su sangre derramada por la vida del mundo» (n. 1).
A este propósito nos iluminan mucho el concilio Vaticano II, en la constitución dogmática Lumen gentium (nn. 10, 11 y 28) y en el decreto Presbyterorum ordinis (nn. 1 y 5), así como las exhortaciones apostólicas Christifideles laici del 30 de diciembre de 1988 (n. 22) y Pastores dabo vobis (nn. 1-2).
Por tanto, el anuncio de la vocación sacerdotal debe ocupar el centro de toda la pastoral eclesial, dado que sin el sacerdocio ministerial no se pueden realizar plenamente las demás vocaciones. La exhortación apostólica Christifideles laici afirma al respecto: «Los fieles laicos han de reconocer, a su vez, que el sacerdocio ministerial es enteramente necesario para su vida y para su participación en la misión de la Iglesia» (n. 22).
En efecto, la pastoral de las vocaciones sacerdotales se dirige hacia el sacramento del orden, mientras que la pastoral de las demás vocaciones se orienta al desarrollo de «la gracia bautismal» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1547).
El ministro ordenado sigue perteneciendo, en verdad, a los bautizados, pero recibe otra configuración a Cristo que deriva de una nueva llamada específica y de una nueva intervención sacramental. A este propósito, dice la Pastores dabo vobis: «El presbítero participa de la consagración y misión de Cristo de un modo específico y auténtico, o sea, mediante el sacramento del orden, en virtud del cual está configurado en su ser con Cristo, cabeza y pastor, y comparte la misión de "anunciar a los pobres la buena noticia", en el nombre y en la persona del mismo Cristo» (n. 18) y a continuación cita las palabras del Mensaje de los padres sinodales: «Nuestra identidad (la del ministro ordenado) tiene como última fuente el amor del Padre. Con el sacerdocio ministerial, por la acción del Espíritu Santo, estamos unidos sacramentalmente al Hijo, enviado por el Padre como sumo sacerdote y buen pastor. La vida y la actividad del sacerdote son continuación de la vida y de la acción del mismo Cristo» (ib.).
Anuncio de la grandeza y belleza del sacerdocio ministerial
Lo dicho nos lleva a la conclusión de que promover las vocaciones sacerdotales compete a toda la Iglesia: al Papa, a los obispos, a los sacerdotes, a los laicos, a las parroquias, a las comunidades religiosas, a los movimientos, a las comunidades eclesiales, etc. Eso debe reflejarse en todas las manifestaciones de la vida cristiana: liturgia, catequesis, actividades de grupos, diversos tipos y formas de pastoral. En efecto, se trata de un tema que afecta al ser y a la misión de la Iglesia.
Es preciso fomentar un despertar de toda la comunidad cristiana con respecto a este sacramento esencial. El decreto conciliar Optatam totius, hablando del deber -de todo el pueblo de Dios y de sus diversos componentes- de promover el incremento de las vocaciones sacerdotales, dice, entre otras cosas: «Para ello ayudarán muchísimo (...) las familias que, animadas por el espíritu de fe, amor y piedad, llegan a constituirse en el primer seminario» (n. 2). Así pues, ¿por qué no afrontar oportunamente la cuestión también en la misma preparación de los novios al matrimonio?
Desde esta perspectiva, el anuncio deberá poner de relieve la grandeza y la belleza del ministerio ordenado. No conviene comenzar presentando a los jóvenes las obligaciones y renuncias que derivan de la respuesta a la llamada, sino, ante todo, el precioso y bellísimo don que implica el actuar «in persona Christi». Hay que procurar que brille ante ellos el don de hacer presente a Cristo en la Eucaristía, el don grandísimo de perdonar los pecados en nombre de Jesucristo y de la Iglesia.
Las obligaciones y las renuncias se han de ver y presentar desde la perspectiva del don del ministerio sacerdotal, y han de ser aceptadas como exigencias derivadas de la acogida de la misión encomendada por Cristo. Cuanto más se entra en el misterio del don, tanto más se siente el gozo y se comprende el sentido de aceptar y vivir las exigencias del don mismo.
El testimonio de vida y de fe del ministro ordenado
En la pastoral vocacional sin duda desempeña un papel importante el ministro ordenado con su fe y su vida.
Ante la comunidad cristiana debe ser el primero en anunciar la vocación sacerdotal; debe ser el testigo visible de la respuesta a la llamada del Maestro a seguirlo en la entrega total.
Gracias a su testimonio de vida sacerdotal, los fieles, y particularmente los jóvenes, experimentan el gran don de la presencia de Dios en medio de su pueblo. En el ejercicio de su ministerio ven reflejada la acción de Jesús, buen Pastor.
Por tanto, su testimonio debe ser, ante todo, una manifestación gozosa de su adhesión al misterio de Jesús. Su ser y actuar «in persona Christi» debe expresar su consagración a él como persona fascinada por el misterio del Maestro, conquistada por su mirada y por su palabra. Su vida debería ser una alabanza continua por el don recibido, una acción de gracias diaria por las maravillas realizadas por el Señor. Quien se acerque a él debería percibir su pasión por la vocación sacerdotal, su amor profundo y totalizante a Jesús. Debería reflejar la belleza y la alegría que derivan del hecho de que vive en Cristo y para Cristo; debería manifestar el sentido de plena realización, también humana, que tiene su existencia.
Su vida de oración, la intensidad espiritual con que celebra la santa misa y administra los sacramentos, el modo como anima a la comunidad cristiana, deben reflejar su fe viva y sincera, así como su felicidad y realización sacerdotal.
Así se irradia también el ejemplo que fascina a los jóvenes a percibir que realmente vale la pena comprometerse de por vida en el sacerdocio ministerial.
Estos son los sacerdotes que necesitamos. Con estos sacerdotes la invitación que Jesús dirige, en lo más íntimo de su corazón, a tantos jóvenes encuentra ciertamente una respuesta generosa y el sentido de la entrega a él para siempre.
La experiencia muestra que el contacto de los jóvenes con esos sacerdotes es particularmente eficaz para orientarse a la acogida gozosa de la llamada.
La atención pastoral a los jóvenes en cuyo corazón Jesús ha sembrado su llamada
El anuncio que hace toda la comunidad cristiana, y particularmente los ministros ordenados, con su vida, ayudará ciertamente a los muchachos y a los jóvenes a abrir su corazón para acoger la llamada del Señor y seguirla.
Desde luego, la realidad actual, en sus diversas manifestaciones, no es propicia para escuchar la voz de Dios y reflexionar en la posibilidad de orientar la vida tras las huellas de Cristo, decidiéndose por el sacerdocio (cf. Pastores dabo vobis, 7-8).
Esta situación -real y presente, en mayor o menor grado, en todas partes- no debe en absoluto llevarnos al desaliento, haciéndonos perder el entusiasmo por la promoción de las vocaciones. Jesús llama también en esta situación tan compleja (cf. ib., 1). A todos nos corresponde evitar que esa llamada sea ahogada por otras voces que pueden fascinar, impidiendo a los llamados escucharla (cf. Mt 13, 3-23).
Para lograrlo, será preciso cuidar de manera seria y constante la semilla de la vocación en el corazón de los jóvenes. Al respecto, se podrían brindar varias sugerencias. Pero quisiera mencionar sólo algunas que son fundamentales e indispensables:
- Llevar a los jóvenes a Cristo en las circunstancias actuales significa ante todo iniciarlos en la oración personal. Hoy los jóvenes se ven rodeados de ruido, les gusta el bullicio y no saben escapar de ese clima. Aceptan con mucha facilidad participar en oraciones comunitarias sensacionales, pero la oración que lleva a descubrir más profundamente la llamada de Cristo es la oración personal, silenciosa, oculta. Pienso que hoy falta sobre todo este tipo de oración entre los jóvenes.
- Es de suma importancia la Eucaristía, pues alimenta, vivifica y hace madurar la semilla de la vocación. A los jóvenes hay que presentarles el misterio eucarístico en toda su riqueza y profundidad. Es necesario impulsarlos a participar en ella consciente y activamente, ayudándoles a encontrar en la Eucaristía la fuerza para su itinerario espiritual. De ahí la urgencia de subrayar que debe ser realmente el culmen y la fuente de su vida.
- El sacramento de la confesión, por desgracia en algunas naciones muy descuidado, asume una importancia decisiva con vistas a la conversión del corazón y a un progresivo y constante crecimiento en la intimidad con Jesús, en la identificación con él, en el seguimiento radical.
- La dirección espiritual es otro aspecto en el que conviene poner atención, especialmente en el actual contexto de incertidumbre. La misión del director espiritual consistirá en ayudar al joven a interiorizar su elección, a madurarla profundamente y a considerarla como compromiso definitivo posible para su vida. A este respecto son muy significativas las palabras de sor Faustina Kowalska, canonizada el pasado 30 de abril: «Es una gracia muy grande tener un director espiritual. Facilita la práctica de la virtud, esclarece la voluntad de Dios, impulsa a cumplirla con fidelidad y hace más seguro y cierto el camino» (Diario, 31). Y, reflexionando sobre su experiencia personal, reconoce con cierta tristeza: «Si yo hubiera tenido desde el principio un director espiritual, no habría perdido tantas gracias divinas» (Diario, 35).
- La atención siempre dirigida a María, Reina de los apóstoles, estimulará a los jóvenes a la oración, para que el Señor les conceda, por la intercesión de su Madre, la perseverancia en la vocación. En efecto, se puede constatar con facilidad que el sacerdocio gozoso y dinámico de Juan Pablo II se apoya fuertemente en su consagración total a la Virgen.
Conclusión
En este año, en el que celebramos el bimilenario del nacimiento de Jesús, se nos invita a comprender más profundamente que el don total de la propia vida a Cristo, buen Pastor, puede llegar a ser cada vez más fascinante en la medida en que tomamos plena conciencia de que el misterio de la Encarnación y de la Redención exige esencialmente la misión indispensable del ministerio sacerdotal.
Sin embargo, todas nuestras actividades deben estar animadas y vivificadas por una oración constante. Nos da ejemplo Jesús mismo, el cual llama a los Doce después de haber orado. San Lucas, el evangelista de la oración, subraya que Jesús pasó una noche entera en oración en la montaña antes de elegir a los Doce (cf. Lc 6, 12-16). Esta larga oración nocturna revela la importancia decisiva que él atribuía a esta elección. Parece que san Lucas desea poner de relieve que Jesús, antes de constituir a los Doce, quiso hablar con el Padre, que lo había enviado.
Es significativa la invitación de Jesús a la oración, tal como se manifiesta en el evangelio de san Mateo: «La mies es mucha, pero los obreros pocos. Por tanto, rogad al dueño de la mies que mande obreros a su mies» (Mt 9, 37-38).