SYNODUS EPISCOPORUM
X COETUS GENERALIS ORDINARIUS

 

EL OBISPO
SERVIDOR DEL
EVANGELIO DE JESUCRISTO
PARA LA
ESPERANZA DEL MUNDO

 

Instrumentum laboris

 

 

CAPÍTULO V

AL SERVICIO DEL EVANGELIO 
PARA LA ESPERANZA DEL MUNDO

 

En Jesucristo el perenne Jubileo de la Iglesia

127. El Jubileo del 2000, apenas concluido, ha ofrecido a la Iglesia y al mundo la ocasión de fijar la mirada en Cristo, que ha venido a anunciar la buena noticia a los pobres (cf. Lc 4,16 ss.). Él, enviado por el Padre ha venido a llamar a todos a la conversión, a dar a la humanidad la esperanza, a revelar al hombre su dignidad de hijo de Dios y su destino de gloria. Con sus obras, especialmente con su misterio pascual, ha manifestado el amor de Dios que busca al hombre, le revela su vocación, le hace tomar conciencia de su altísima vocación.

Toda la vida de Jesús ha sido un gran tiempo jubilar, en el cual él ha comunicado la gracia y el perdón del Padre, ha mostrado el sendero de la verdad, se ha hecho prójimo de todos. Él ha anunciado la salvación y la ha llevado a cumplimiento con sus palabras, con sus obras y con la efusión del Espíritu Santo.

En la figura evangélica de Jesús de Nazaret, la Iglesia reconoce un Mesías jubilar, que vive en el don total de sí mismo, comunica la verdad y la vida a todos, llama a la conversión, enseña el camino nuevo del amor que él trae al mundo como modo de ser y de obrar de la Trinidad.

En él se hace evidente que la salvación es para todos. Él, que se unió con la encarnación a cada hombre y con su pasión y muerte a cada sufrimiento humano, mediante la resurrección se transforma en causa de salvación y de esperanza para cada ser humano, destinado a la comunión con Dios en la gloria.

La Iglesia, desde Pentecostés, con la gracia del Espíritu Santo, continua la misión de Jesús, anunciando cada día la buena noticia y la liberación del mal.


El ministerio de salvación de la Iglesia

128. Según el espíritu de la colegialidad y de la comunión jerárquica todos los obispos continúan este anuncio que pone al centro de la predicación Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, único salvador del mundo.

Aún cuando puedan escapar a nuestra consideración los caminos a través de los cuales Cristo ejerce esta salvación más allá de las estructuras sacramentales de su Cuerpo, al cual él mismo ha confiado el ministerio de la predicación y de la santificación, la Iglesia cree que toda la humanidad pertenece a Cristo, primogénito de toda creatura (cf. Col 1,15 ss).

Por este motivo, el horizonte de la esperanza, que tiene como último término la reconciliación de todo y de todos en Cristo, ilumina a la Iglesia que anuncia la paz y la salvación a los que están lejos y a los que están cerca, "pues por él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu"(Ef 2,17-18) y reanuda con confianza el múltiple diálogo de la salvación, para que también el futuro de la historia pertenezca al Señor, conocido y amado como nuestro Hermano, revelación del amor del Padre. "Por esta vía, - afirma la Gaudium et spes en la conclusión - en todo el mundo los hombres se sentirán despertados a una viva esperanza, que es don del Espíritu Santo, para que, por fin, llegada la hora, sean recibidos en la paz y en la suma bienaventuranza en la patria que brillará con la gloria del Señor".


Una nueva situación religiosa

129. La situación religiosa al comienzo del milenio es muy compleja y no hace fácil la misión de la Iglesia. La presencia de las grandes religiones, en cuanto ellas son portadoras de auténticos valores humanos, exige de la Iglesia una actitud respetuosa para descubrir en tales religiones el designio del único Dios salvador.

Por otra parte, en los grandes continentes invadidos por las religiones tradicionales, hoy a causa de las migraciones destinadas a aumentar en el futuro, así como también a raíz de los movimientos y de los intercambios económicos y culturales, se vive una situación nueva, multiétnica y multirreligiosa.

Las iglesias jóvenes, que especialmente en Asia, África y Oceanía conviven con aquellas religiones, mientras están particularmente comprometidas en el diálogo interreligioso, prestan también una considerable ayuda misionera en otras partes del pueblo de Dios.

130. En las repuestas a los Lineamenta algunas Conferencias Episcopales se refieren a la necesidad de afrontar un fenómeno, ciertamente no ajeno a la historia, pero que hoy adquiere, tal vez, dimensiones desconocidas. Se trata de las nuevas y reiteradas inmigraciones. Éstas crean problemas pastorales nuevos y concretos como son la evangelización y el diálogo interreligioso, especialmente para cuantos profesan religiones no cristianas. En cuanto a los inmigrantes católicos, desarraigados de sus tierras y de sus costumbres, es necesaria la colaboración de sacerdotes nativos para sostener y fortalecer la fe y la vida cristiana de esa gente.

La Iglesia entera, por lo tanto, se orienta hacia un renovado compromiso de evangelización en el cual no deben faltar jamás el anuncio explícito de la revelación como don irrenunciable, el diálogo como método de comprensión recíproca, el testimonio evangélico, especialmente el de la caridad, en todo y sobre todo, como signo de la verdad proclamada y fundamento del diálogo, para que Cristo sea reconocido en sus discípulos. Además el anuncio integral de la salvación requiere una solicitud de la Iglesia por todos los valores humanos auténticos.

De estas premisas surge la acción pastoral de la Iglesia, la cual no puede renunciar a proclamar el sentido de la vida y de la historia a la luz del misterio de Cristo, confiando en la fuerza del Evangelio y en la ayuda del Espíritu Santo, don de Cristo resucitado para revelar y realizar la plenitud de la verdad y de la vida divina.


Diálogo ecuménico

131. El compromiso de la Iglesia en el diálogo ecuménico por la unidad de los cristianos, fruto precioso de la acción del Espíritu Santo, es irreversible. Ello responde a la oración y a las intenciones del Señor (cf. Jn 17, 21-23), a su oblación en la cruz para reunir a todos los hijos dispersos (cf. Jn 11,52), al necesario testimonio de la Iglesia en el mundo (cf. Ef 4,4-5).

Los obispos participan de la solicitud del Romano Pontífice, expresada por el Decreto conciliar Unitatis redintegratio, y del renovado empeño de la Iglesia por la unidad de todos los bautizados, confirmado por la Encíclica Ut unum sint, como tarea prioritatia del nuevo milenio para la esperanza del mundo.

Siguiendo las directivas de la Santa Sede, en comunión con la Conferencia Episcopal cada obispo es promotor de la unidad y apóstol del ecumenismo espiritual y del diálogo, por medio de contactos fraternos con las iglesias y comunidades cristianas. Con la promoción de cuanto haya de positivo no puede admitir gestos ambiguos y apresurados que dañen, con la impaciencia, el verdadero ecumenismo.

Él promueve entre sus fieles la pasión por la unidad que ardía en el corazón de Cristo, anhelando con esperanza la gracia de la comunión de todos en la única Iglesia de Cristo, según el designio del Espíritu Santo.

Al obispo y sus colaboradores en la diócesis es confiada la tarea específica del ecumenismo local, con todas las iniciativas posibles, como la semana de oración por la unidad de los cristianos, los intercambios de oración y el testimonio del único Evangelio de Cristo Señor. Finalmente, es siempre valioso el diálogo cotidiano y el ecumenismo de los simples gestos cotidianos de comunión y de servicio, que acercan los corazones y las mentes de los cristianos.


El anuncio del Evangelio

132. Nuevas son las tareas de la misión de la Iglesia porque nuevos son los fenómenos sociales y las emergencias culturales, los areópagos de la evangelización, los compromisos que surgen de la comprensión del mensaje evangélico: la promoción de la paz, el desarrollo y la liberación de los pueblos, el reconocimiento de los derechos de las minorías, la promoción de la mujer, una nueva preocupación por los niños y los jóvenes, la salvaguardia de la creación, la promoción de una auténtica cultura y la investigación científica respetuosa de los valores de la vida, el diálogo internacional y los nuevos proyectos mundiales.

En este contexto social y cultural el Evangelio de la esperanza es anunciado como la verdad de siempre, pero con nuevos lenguajes, con nuevo brío y fervor, con nuevos métodos, especialmente con la fuerza que nace de la santidad de la Iglesia y del testimonio de su unidad. Este objetivo es confiado a aquellos que por el Espíritu Santo han sido puestos como obispos para apacentar la Iglesia de Dios (cf. Hch 20, 28).


Acción y cooperación misionera

133. A imitación de Jesús de Nazaret, evangelizador del Padre, el obispo, animado por la esperanza inherente al anuncio de la Buena Nueva, dilata los confines de su ministerio a todo el mundo, puesto que todos son destinatarios de su solicitud pastoral. La misma posición del obispo en la Iglesia y la misión que es llamado a desarrollar hacen de él el primer responsable de la perenne misión de llevar el Evangelio a cuantos aún no conocen a Cristo, redentor del hombre. La misión del obispo está intrínsecamente vinculada a su ministerio universal de enseñanza y a la plena relación con la comunidad que él preside en nombre de Cristo Pastor.

El mandato confiado por el Señor Resucitado a sus apóstoles se refiere a todas las gentes. En los apóstoles mismos, "la Iglesia recibió una misión universal, que no conoce confines y concierne a la salvación en toda su integridad, de conformidad con la plenitud de vida que Cristo vino a traer (cf. Jn 10,10)".

También para los sucesores de los apóstoles el deber de anunciar el Evangelio no está limitado al ámbito eclesial, puesto que el Evangelio es para todos los hombres y la misma Iglesia es sacramento de salvación para todos los hombres. Ella, más bien, es "fuerza dinámica en el camino de la humanidad hacia el Reino escatológico; es signo y a la vez promotora de los valores evangélicos entre los hombres". Por ello, siempre incumbe a los sucesores de los apóstoles la responsabilidad de difundir el Evangelio en toda la tierra.

Consagrados no solamente para una diócesis sino también para la salvación del mundo entero, los obispos, ya sea como miembros del colegio episcopal, ya sea como pastores individuales de las iglesias particulares, son, junto con el obispo de Roma, directamente responsables de la evangelización de cuantos aún no reconocen en Cristo al único salvador y todavía no ponen en él la propia esperanza.

En este contexto no pueden ser olvidados tantos obispos misioneros que, ayer como hoy, ofrecen a la Iglesia la santidad de vida y la generosidad de su ímpetu apostólico. Algunos de ellos han sido además fundadores de Institutos misioneros.

134. En cuando pastor de una iglesia particular, corresponde al obispo guiar sus caminos misioneros, dirigirlos y coordinarlos. Él cumple con su deber de comprometer a fondo el impulso evangelizador de la propia iglesia particular cuando suscita, promueve y guía la obra misionera en su diócesis. De este modo, "hace presente y como visible el espíritu y el ardor misionero del Pueblo de Dios, de forma que toda la diócesis se haga misionera".

En su celo por la actividad misionera el obispo se muestra siempre servidor y testigo de la esperanza. En efecto, la misión es, sin duda, "el índice exacto de nuestra fe en Cristo y en su amor por nosotros" y, mientras impulsa al hombre de todos los tiempos a una vida nueva, es, ella misma, fruto de la esperanza cristiana.

Anunciando a Cristo Resucitado, los cristianos anuncian a Aquel que inaugura una nueva era de la historia y proclaman al mundo la buena noticia de una salvación integral y universal, que contiene en sí la anticipación de un mundo nuevo, en el cual el dolor y la injusticia dejarán lugar a la alegría y a la belleza. Por lo tanto oran como Jesús les ha enseñado: "Venga tu Reino" (Mt 6, 10). La actividad misionera, además, en su objetivo último de poner a disposición de cada hombre la salvación ofrecida por Cristo de una vez para siempre, tiende de por sí a la plenitud escatológica. Gracias a ella se acrecienta el Pueblo de Dios, se dilata el Cuerpo de Cristo y se amplía el Templo del Espíritu hasta la consumación de los siglos.

Al comienzo del tercer milenio, cuando ya se ha acentuado la conciencia de la universalidad de la salvación y se experimenta que el anuncio del Evangelio debe ser renovado cada día, la Iglesia siente que no debe disminuir su empeño misionero, es más, debe unir las fuerzas en vista de una nueva y más profunda cooperación misionera, con la colaboración de todos los sucesores de los apóstoles y de sus iglesias particulares.


Diálogo interreligioso y encuentro con las otras religiones

135. Como maestros de la fe, los obispos deben también prestar una adecuada atención al diálogo interreligioso, primero entre todos el especial diálogo con los hermanos de Israel, pueblo de la primera alianza.

A todos resulta evidente, en efecto, que en las actuales circunstancias históricas el diálogo interreligioso ha asumido una nueva e inmediata urgencia. Para muchas comunidades cristianas, como por ejemplo las que se encuentran en África y en Asia, el diálogo interreligioso constituye una parte de la vida cotidiana de las familias, de las comunidades locales, del ambiente de trabajo y de los servicios públicos. En otras comunidades, en cambio, como sucede en las de Europa occidental y, en todo caso, en los países de más antigua cristiandad, se trata de un fenómeno nuevo. También aquí sucede siempre más frecuentemente que creyentes de diversas religiones y cultos se encuentren y a menudo vivan juntos, a raíz de las migraciones de los pueblos, de los viajes, de las comunicaciones sociales y de decisiones personales.

El diálogo interreligioso, como ha recordado Juan Pablo II, es parte de la misión evangelizadora de la Iglesia y entra en la perspectiva del Jubileo del 2000 y de los desafíos del tercer milenio. Entre las principales razones el decreto Nostra aetate enumera aquellas que nacen de la profesión de la esperanza cristiana. Todos los hombres, en efecto, tienen un origen común en Dios, en cuanto ellos son criaturas amadas por Él, y además tienen el común destino del fin último que es Dios.

En este diálogo los cristianos tienen, además, no pocas cosas para aprender. Sin embargo, deben siempre testimoniar la propia esperanza en Cristo, único Salvador del hombre, cultivando el deber y la determinación en la proclamación, sin titubeos, de la unicidad de Cristo redentor. En ningún otro, el cristiano pone su esperanza, puesto que es Cristo el cumplimiento di cualquier esperanza. Él es "la esperanza de cuantos, en todos los pueblos, esperan la manifestación de la bondad divina". Además, el diálogo deber ser conducido y actuado por los fieles con la convicción que la única verdadera religión subsiste "en la Iglesia católica y apostólica, a la cual el Señor Jesús confió la obligación de difundirla a todos los hombres".

136. A todos los fieles y a todas las comunidades cristianas corresponde practicar el diálogo interreligioso, aún cuando no siempre con la misma intensidad y al mismo nivel. Sin embargo, allí donde las situaciones lo requieran y lo permitan, es deber de cada obispo en su iglesia particular ayudar, con su predicación y con la acción pastoral, a todos los fieles a respetar y estimar los valores, las tradiciones, la convicciones de los otros creyentes, así como también promover una sólida y adecuada formación religiosa de los mismos cristianos, para que sepan dar un convincente testimonio del gran don de la fe cristiana.

El obispo debe además cuidar la calidad teológica del diálogo interreligioso, cuando éste tuviera lugar en la propia iglesia particular, de modo que nunca caiga en el silencio o no sea afirmada la universalidad y la unicidad de la redención realizada por Cristo, único Salvador del hombre y revelador del misterio de Dios. Sólo en la coherencia con la propia fe, en efecto, es posible también compartir, comparar y enriquecer las experiencias espirituales y las formas de oración, como caminos de encuentro con Dios.

El diálogo interreligioso, no obstante, no se refiere solamente al campo doctrinal, sino que se extiende a las múltiples relaciones cotidianas entre los creyentes, en el respeto recíproco y el conocimiento común. Se trata del diálogo de la vida, donde los creyentes de las diversas religiones dan recíprocamente testimonio de los propios valores humanos y espirituales con el objetivo de favorecer la convivencia pacífica y la colaboración para que la sociedad sea más justa y más fraterna. Al favorecer y al preocuparse atentamente por ese diálogo, el obispo recordará siempre a los fieles que este empeño nace de las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad y que crece juntamente con ellas.


Una atención particular al fenómeno de las sectas

137. La solicitud del obispo por sus fieles debe tener en cuenta con realismo también el peligro de la seducción que las sectas religiosas y otros movimientos alternativos de diverso género y nombre pueden suscitar en las personas menos preparadas. Frecuentemente se trata de movimientos orientados a corroer la fe católica, propuestos en ambientes de incomodidad social y familiar, juntamente con la manipulación de las personas y de las conciencias. Se difunden incluso sectas satánicas que se distinguen por tener objetivos anticristianos, ritos y formas morales aberrantes.

El estudio diligente de las sectas y de su modo de obrar, así como también el recurso a quien tiene la capacidad de ayudar a los fieles atrapados o amenazados por las mismas sectas, puede ser de gran ayuda para restituir a las personas la serenidad y la profesión de la fe. Pero se trata sobre todo de formar comunidades cristianas vivas y auténticas, plenas de vitalidad y de entusiasmo, promotoras de esperanza; es decir, comunidades capaces de transformarse en lugares para compartir el Evangelio, para comprometerse en la misión, para atender a la persona, para ayudarse recíprocamente y para llevar adelante una verdadera y propia terapia espiritual para los hombres y las mujeres de nuestro mundo, mediante la oración y los sacramentos.

En lo que se refiere, luego, a la lucha contra el mal y el maligno, corresponde al obispo encargar, según la legislación canónica, a sacerdotes dotados de piedad, ciencia, prudencia e integridad de vida, el ejercicio de exorcismos y proveer también a la práctica de oraciones para obtener la curación de parte de Dios.


Diálogo con personas de otras convicciones

138. La Iglesia, en su empeño de evangelizar y anunciar la salvación en Cristo a todos, no descuida establecer en los modos más idóneos el diálogo con personas de otras convicciones religiosas. Ellas son a menudo sensibles al atractivo del Evangelio, a la persona de Jesús, a los valores auténticamente humanos de su predicación y de su ejemplo. Frecuentemente esperan de la Iglesia la palabra iluminadora, la superación de los prejuicios, la búsqueda atenta de los valores creíbles de la verdad y de la justicia. Sienten a veces una secreta nostalgia del cristianismo donde se conjugan las razones de la fe con las de la esperanza, mientras hoy, caídas la utopías, la falta de fe se traduce en una actitud incapaz de atravesar el umbral de la esperanza.

Por este motivo, el obispo en su iglesia debe favorecer los encuentros que puedan comprometer a los hombres y a las mujeres que buscan la verdad, que son sensibles a los valores trascendentes de la bondad, de la justicia y de la belleza, que están preocupados por la humanidad de nuestro tiempo. Y todo ello con la finalidad de favorecer la búsqueda común de senderos para la promoción de los valores del hombre, especialmente a través del diálogo con autorizados exponentes de la cultura y de la espiritualidad.

Como pastor de todos y responsable del anuncio del Evangelio en la compleja situación de nuestra sociedad, el obispo no debe olvidar que es defensor de los derechos de los fieles católicos y también de la Iglesia, frecuentemente negados o contestados en diversos lugares o en ciertas circunstancias sociales o políticas. Porque es el sostén de sus fieles, el obispo debe infundir y promover la esperanza en los momentos de persecución o de hostilidad contra los propios feligreses, fortalecido con el testimonio de la verdad y con la coherencia de la propia vida.


Atención a los nuevos problemas sociales y a las nuevas pobrezas

139. La solicitud por los pobres es un aspecto privilegiado del anuncio de la esperanza en nuestra sociedad actual, en la cual ninguno debe olvidar que de la vida económica y social, como ha recordado el Concilio Vaticano II, el hombre es autor, centro y fin. De ahí la preocupación de la Iglesia para que el desarrollo no sea entendido en sentido exclusivamente económico, sino más bien en sentido integralmente humano.

La esperanza cristiana está ciertamente orientada hacia el Reino de los cielos y hacia la vida eterna. Este destino escatológico, sin embargo, no atenúa el compromiso por el progreso de la ciudad terrena. Al contrario, le da sentido y fuerza, mientras "el impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad". La distinción entre progreso terrestre y crecimiento del Reino, en efecto, no implica separación, porque la vocación del hombre a la vida eterna, más que abolir, aumenta el deber del hombre de poner en acto las energías recibidas del Creador para el desarrollo de su vida temporal.

140. No es competencia específica de la Iglesia ofrecer soluciones a las cuestiones económicas y sociales, pero su doctrina contiene un conjunto de principios indispensables para la construcción de un sistema social y económico justo. También en este ámbito la Iglesia tiene un Evangelio que anunciar, del cual el obispo, en su iglesia particular, debe hacerse portador, indicando en esa Buena Noticia el corazón en las Bienaventuranzas evangélicas.

Dado que, el mandamiento del amor al prójimo es muy concreto, será necesario que el obispo promueva en su diócesis iniciativas apropiadas y exhorte a la superación de eventuales actitudes de apatía, de pasividad y de egoísmo individual y de grupo. Es igualmente importante que con su predicación el obispo despierte la conciencia cristiana de todos los ciudadanos, exhortándolos a obrar, con una solidaridad activa y con los medios a su disposición, en la defensa del hermano, contra cualquier abuso que atente a la dignidad humana. Debe, a este respecto, recordar siempre a los fieles que en cada pobre y en cada necesitado está presente Cristo (cf. Mt 25, 31-46). La misma figura del Señor como juez escatológico es la promesa de una justicia finalmente perfecta para los vivos y para los muertos, para los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares.


Cercano a cuantos sufren

141. Recordando su título de padre y defensor de los pobres, el obispo tiene el deber de alentar el ejercicio de la caridad hacia los pobres con el ejemplo, con las obras de misericordia y de la justicia, con intervenciones individuales, y también con amplios programas de solidaridad.

De entre las tareas, que en las respuestas a los Lineamenta se asignan a los obispos como promotores de la caridad de nuestro tiempo, es necesario recordar algunas en particular.

En su diócesis cada pastor, con el auxilio de personas cualificadas en el campo de la pastoral sanitaria, anuncia el Evangelio en el ámbito de la asistencia a la salud física y psíquica. El cuidado de la salud ocupa un puesto de relieve en nuestra sociedad. La humanización de la medicina y de la asistencia a los enfermos, así como la cercanía a todos en el momento del sufrimiento, despierta en el corazón de cada discípulo de Jesús la figura del Cristo misericordioso, médico de los cuerpos y de las almas, y al mismo tiempo recuerda la perentoria palabra de la misión: "Curad enfermos"(Mt 10,8).

La organización y la promoción continua de este sector de la pastoral merece una prioridad en el corazón y en la vida de un obispo.


Promotor de la justicia y de la paz

142. Los temas de la justicia y del amor al prójimo aluden espontáneamente al tema de la paz: "frutos de justicia se siembran en la paz para los que procuran la paz" (St 3, 18). Lo que la Iglesia anuncia es la paz de Cristo, el "príncipe de la paz" que ha proclamado la bienaventuranza de los "que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios"(Mt 5, 9). Tales son no solamente aquellos que renuncian al uso de la violencia como método habitual, sino también todos aquellos que tienen el coraje de obrar para que sea cancelado lo que impide la paz. Ellos saben bien que la paz nace en el corazón del hombre. Por ello actúan contra el egoísmo, que impide ver a los otros como hermanos y hermanas en una única familia humana, sostenidos en esto por la esperanza en Jesucristo, el Redentor inocente cuyo sufrimiento es un signo irrevocable de esperanza para la humanidad. Cristo es la paz (cf. Ef 2,14) y el hombre no encontrará la paz si no encuentra a Cristo.

La paz es una responsabilidad universal, que pasa a través de muchos pequeños actos de la vida de cada día. Los hombres se expresan a favor de la paz o contra ella según el proprio modo cotidiano de vivir con los otros. La paz espera sus profetas y sus artífices. Estos arquitectos de la paz no pueden faltar sobre todo en la comunidad eclesial, de la cual el obispo es pastor.

Es necesario, por lo tanto, que el obispo no deje perder ninguna ocasión para promover en las conciencias la aspiración a la concordia y para favorecer el entendimiento entre las personas en la preocupación por la causa de la justicia y la paz. Se trata de una tarea ardua, que exige dedicación, esfuerzos renovados y una insistente acción educativa, sobre todo hacia las nuevas generaciones, para que se empeñen, con nuevo gozo y esperanza cristiana, en la construcción de un mundo más pacífico y fraterno. El obrar en favor de la paz es también una tarea prioritaria de la evangelización. Por este motivo, la promoción de una auténtica cultura del diálogo y de la paz es, al mismo tiempo, un objetivo fundamental de la acción pastoral de un obispo.

143. El obispo, en cuanto voz de la Iglesia que, evangelizando, llama y convoca a todos los hombres, no deja de obrar concretamente y de hacer escuchar su palabra sabia y equilibrada, para que los responsables de la vida política, social y económica busquen soluciones posibles más justas para resolver los problemas de la convivencia civil.

Las condiciones en las cuales los pastores desarrollan su misión en estos ámbitos son a menudo muy difíciles, tanto para la evangelización como para la promoción humana, y es sobre todo aquí que se pone de manifiesto cuánto y cómo, en el ministerio episcopal, deba ser incluida la disponibilidad al sufrimiento. Sin ella no es posible que los obispos se dediquen a su misión. Por ello, grande debe ser su confianza en el Espíritu del Señor resucitado y sus corazones deben estar siempre llenos de la esperanza que no falla (cf. Rom 5, 5).


Custodios de la esperanza, testigos de la caridad de Cristo

144. Los cristianos cumplen con un mandato profético recibido de Cristo cuando actúan para llevar al mundo el germen de la esperanza. Por esta razón el Concilio Vaticano II recuerda que la Iglesia "avanza juntamente con toda la humanidad, experimenta la suerte terrena del mundo, y su razón de ser es actuar como fermento y como alma de la sociedad, que debe renovarse en Cristo y transformarse en familia de Dios".

La asunción de responsabilidades en relación al mundo entero y a sus problemas, a sus interrogantes y a sus anhelos, pertenece a la tarea de la evangelización, a la cual la Iglesia es llamada por el Señor. Todo ello implica en primera persona a cada obispo, obligándolo a leer con atención "los signos de los tiempos", de modo que sea reavivada en los hombres una nueva esperanza. En esto él obra como ministro del Espíritu que, también hoy, en el umbral del tercer milenio, no cesa de obrar grandes cosas para que sea renovada la faz de la tierra. Siguiendo el ejemplo del Buen Pastor, el obispo también indica al hombre el camino que debe recorrer y, como el Samaritano, se inclina sobre él para curar sus heridas.

145. Además, el hombre es esencialmente un "ser de la esperanza". Es verdad que no son pocos, en varias partes de la tierra, los eventos que inducen al escepticismo y a la desconfianza: tales y tantos son los desafíos que hoy son dirigidos a la esperanza. Sin embargo, la Iglesia encuentra en el misterio de la cruz y de la resurrección de su Señor el fundamento de la "beata esperanza". De ahí ella toma fuerzas para ponerse y permanecer al servicio del hombre y de cada hombre.

El Evangelio, del cual la Iglesia es servidora, es un mensaje de libertad y una fuerza de liberación que, mientras pone al descubierto y juzga las esperanzas ilusorias y falaces, lleva a cumplimiento las aspiraciones más auténticas del hombre. El núcleo central de este anuncio consiste en que Cristo, mediante su cruz, su resurrección y el don del Espíritu Santo, ha abierto nuevos caminos de libertad y de liberación para la humanidad.

Entre los ámbitos en los cuales el obispo guía a la propia comunidad, delineando empeños y poniendo en acto comportamientos que son ejemplos de la fuerza renovadora del Evangelio y eficaces señales de esperanza, deben indicarse algunos de particular relieve, que se refieren a la doctrina social de la Iglesia. Ésta, en efecto, no sólo no es ajena, sino que es parte esencial del mensaje cristiano, porque propone las directas consecuencias del Evangelio en la vida de la sociedad. Por lo tanto, sobre ella se ha detenido varias veces el Magisterio, ilustrándola a la luz del misterio pascual, que es para la Iglesia fuente del conocimiento de la verdad sobre la historia y sobre el hombre, recordando además que corresponde a las iglesias particulares, en comunión con la Sede de Pedro y entre ellas, llevar esa misma doctrina a aplicaciones concretas.

146. Un primer ámbito se refiere a la relación con la sociedad civil y política. Es evidente, a este respecto, que la misión de la Iglesia es una misión religiosa y que el fin privilegiado de su actividad es el anuncio de Jesucristo, el único Nombre "dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Hch 4, 12). De ello deriva, entre otras cosas, la distinción, reafirmada por el Concilio Vaticano II, entre comunidad política e Iglesia. Independientes y autónomas en el propio campo, ellas tienen en común, sin embargo, el servicio a la vocación personal y social de las mismas personas.

Por lo tanto la Iglesia, por mandato del Señor, abierta a todos los hombres de buena voluntad, no es, ni jamás puede ser, competidora de la vida política, mas ni siquiera extraña a los problemas de la vida social. Por este motivo, permaneciendo dentro de la propia competencia de la promoción integral del hombre, la Iglesia puede buscar también soluciones a los problemas de orden temporal, especialmente allí donde está comprometida la dignidad del hombre y son pisoteados sus más elementales derechos.

147. En este contexto se coloca también la actividad del obispo, el cual reconoce la autonomía del Estado y evita, por ello, la confusión entre fe y política sirviendo, en cambio, a la libertad de todos. Ajeno a gestos que induzcan a identificar la fe con una determinada forma política, él busca sobre todo el Reino de Dios y es así que, asumiendo un más valido y puro amor para ayudar a sus hermanos y para realizar, inspirado por la caridad, las obras de la justicia, él se presenta como custodio del carácter trascendente de la persona humana y como signo de esperanza. La contribución específica que un obispo ofrece en este ámbito es aquella misma de la Iglesia, es decir, "la dignidad de la persona, que se manifiesta en toda su plenitud en el misterio del Verbo encarnado".

La autonomía de la comunidad política no incluye, en efecto, su independencia de los principios morales; es más, una política carente de referencias morales lleva inevitablemente al degrado de la vida social, a la violación de la dignidad y de los derechos de la persona humana. Por esta razón, a la Iglesia le interesa que en lo que se refiere a la política sea conservada, o restituida, la imagen del servicio que hay que ofrecer al hombre y a la sociedad. Dado que, además, es tarea propia de los fieles laicos comprometerse directamente en la política, la preocupación del obispo es la de ayudar a sus feligreses a discutir sus cuestiones y asumir las propias decisiones a la luz de la Palabra de la Verdad; de favorecer y guiar la formación en modo que en las decisiones los fieles sean motivados por una sincera solicitud por el bien común de la sociedad en que viven, es decir, el bien de todos los hombres y de todo el hombre; de insistir para que exista coherencia entre la moral pública y la privada.


La legión de los testigos y el ancla de la esperanza

148. Discípulo y testigo de Cristo, el obispo en este inicio de siglo y de milenio se preocupa por anunciar, celebrar y promover, como Jesús, el Reino del Padre en la esperanza.

Firme en la fe, que es la "garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven" (Hb 11,1), está dispuesto a hacer caminar a su pueblo, como Israel en el desierto, imagen viva de la Iglesia peregrina en el tiempo, "entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios". Con la mirada fija en Cristo, autor y perfeccionador de la fe, sostenido por la legión de los testigos de la fe y la esperanza, el obispo se transforma en testigo creíble de la fidelidad de Dios en todo tiempo. Por ello, la Iglesia del final del siglo y del milenio ha querido, entre otras cosas, hacer memoria ecuménica de los testigos de la fe del siglo XX, como heraldos de la esperanza cristiana, para las nuevas generaciones.

En un modo globalizado el obispo proclama la comunión y la solidaridad, la unidad y la reconciliación. En una sociedad que va a la búsqueda del sentido de la vida, el obispo ofrece la palabra liberadora del Evangelio, palabra de verdad que abre los horizontes de los hombres más allá de la muerte e ilumina con la luz de la Pascua de Cristo los senderos de la vida.

El obispo, aferrado a la esperanza, segura y firme como un ancla (cf. Hb 6,18 ss), guía a su pueblo con confianza, en el espíritu del servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo.

 

CONCLUSIÓN

149. Entre los días 6 y 8 de octubre del 2000, los obispos de todo el mundo han celebrado el Jubileo en comunión con el Papa en un clima de conversión y de oración, inspirándose al mismo tema de la próxima Asamblea General Ordinaria del sínodo: El Obispo servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo. Como ha sido observado, por la primera vez desde los tiempos del Concilio Vaticano II, tantos obispos, provenientes de todo el mundo, se encontraron juntos para vivir momentos de auténtica espiritualidad jubilar: el rito penitencial en San Juan de Letrán, la celebración misionera en San Pablo extra muros, el Santo Rosario en el Aula Pablo VI, los encuentros con el Romano Pontífice, especialmente la solemne concelebración eucarística del Domingo 8 de octubre, momento culminante del Jubileo de los Obispos.

La devoción a María, manifestada en la veneración de la estatua de la Virgen de Fátima, que ha guiado por senderos de esperanza la afanosa historia de la Iglesia en el siglo XX, ha dado al encuentro jubilar una particular intensidad emotiva. Como a menudo ha repetido el Papa, ha sido casi como un retorno de los sucesores de los apóstoles al Cenáculo de Pentecostés, con María, la Madre de Jesús.

150. En esta particular circunstancia Juan Pablo II ha confiado a la Madre del Señor, con una vibrante oración, los frutos del Jubileo y las ansias del nuevo milenio.

En las palabras de la oración de consagración a la Virgen María se han concentrado las esperanzas para el futuro, con la convicción que la única salvación es Cristo Señor y que el Espíritu de la verdad es la indispensable fuente de la vida para la Iglesia.

Junto a la memoria de los grandes progresos de una humanidad que se encuentra en la encrucijada de la historia, el Santo Padre ha recordado las necesidades de los más débiles: niños aún no nacidos o nacidos en condiciones de pobreza y sufrimiento; jóvenes a la búsqueda del sentido de la vida; personas carentes de trabajo o probadas por el hambre y la enfermedad, familias arruinadas, ancianos sin asistencia, personas solas y sin esperanza.

Está en juego en las esperanzas de la humanidad el valor de la vida humana que la Iglesia defiende y propone con coraje ante todas las amenazas, confiando en el Dios de la vida y en la Madre de Aquel que es el camino, la verdad y la vida.

En las palabras del Sucesor de Pedro y en su imploración en favor de la humanidad hemos escuchado nuevamente la oración por un mundo que busca razones para creer y esperar. Como una lógica continuación los obispos se reunirán en la próxima Asamblea sinodal para proclamar la esperanza en Cristo y en la acción del Espíritu para el futuro de la Iglesia y de la humanidad.

De María, la humilde servidora que se entregó a Dios, la Iglesia aprende a proclamar el Evangelio de la salvación y de la esperanza. En el canto del Magnificat resuenan las certezas de todos los pobres del Señor que esperan en su Palabra. En ella, mujer vestida de sol, asunta a la gloria junto al Hijo resucitado, la Iglesia tiene la garantía del cumplimiento de las promesas del Señor por la humanidad, llamada a la victoria final sobre el mal y sobre la muerte. A Ella, que para cuantos son aún peregrinos sobre la tierra brilla "como signo de esperanza cierta y de consuelo, hasta que llegue el día del Señor", la Iglesia dirige su súplica invocándola como madre de la esperanza, primicia del mundo futuro.