JESUCRISTO, SACERDOTE MISERICORDIOSO
Introducción
Para definir las cualidades fundamentales del sacerdocio de
Cristo, la Carta a los Hebreos utiliza los dos adjetivos que, ya hemos
dicho, son muy ricos en contenido: «que tiene autoridad (digno de
fe)» y «misericordioso».
Cristo tenía que llegar a ser un sumo sacerdote misericordioso y
con autoridad (Heb 2,17). Estos dos calificativos ponen de
manifiesto dos características diversas y un tanto contrastantes del
sacerdocio. Un aspecto de humildad y otro de gloria; un aspecto de
solidaridad y un aspecto de autoridad divina.
Al final del capítulo 2, el Autor enumera en primer lugar el carácter
de misericordia y luego el de autoridad. A continuación, sin
embargo, desarrolla y explícita primero el aspecto de autoridad,
demostrando que Cristo tiene derecho a la fe y a la obediencia
(3,1-4,14); mientras que el otro aspecto, el de solidaridad llena de
compasión, viene reservado para una segunda sección, dentro de
la misma exposición (4,15-5,10).
Hemos considerado ya el aspecto de autoridad que le
corresponde a Cristo en cuanto sumo sacerdote digno de fe y
establecido sobre la casa de Dios. Nos corresponde ahora
desarrollar el otro aspecto fundamental, es decir, el de la solidaridad
con los hombres.
«... Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda
compadecerse de nuestras flaquezas. El las ha experimentado
todas, menos el pecado. Acerquémonos, pues, con confianza al
trono de la gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar la gracia en
el momento oportuno» (Heb 4,15-16).
Antes de comentar este texto y los versículos sucesivos, nos será
útil decir algunas pocas cosas acerca de la unión de los dos
aspectos y mostrar el profundo contraste con el sacerdocio antiguo.
1. Necesaria unión de estos dos aspectos
Lo que constituye el sacerdocio propiamente no es ni sólo el
aspecto de autoridad ni sólo el aspecto de solidaridad humana, sino
más bien la íntima unión de ambos aspectos.
Un sacerdote acreditado junto a Dios, y por tanto, con autoridad,
pero al que le faltara la razón de solidaridad con los hombres, no
estaría en condiciones de venir en ayuda de su miseria. Su
situación gloriosa lo separaría de ellos; no les serviría.
Por el contrario, un sacerdote totalmente lleno de compasión por
sus hermanos, pero que no fuera agradable a Dios, no podría de
ninguna manera intervenir de una manera eficaz en favor de los
mismos; su compasión resultaría inútil.
Todo el valor del sacerdocio de Cristo—y en consecuencia del
sacerdocio cristiano— proviene de la perfecta unión en Cristo, de
estas dos cualidades fundamentales; Cristo es sacerdote al mismo
tiempo lleno de autoridad y de gran misericordia. Posee juntamente
la más alta autoridad imaginable y la compasión más
entrañablemente humana. Y lo que asegura la perfecta unión de
estos dos aspectos es el modo como Cristo ha alcanzado su
posición gloriosa, esto es, sin necesidad de separarse de los demás
hombres, más aún, forzando hasta el máximo su solidaridad con los
mismos.
Cristo ha llegado a su gloria actual por el camino de la compasión,
de los sufrimientos humanos y de la misma muerte humana. Su
gloria está muy lejos de parecerse a la gloria de la ambición
satisfecha, es más bien la gloria de un amor en extremo generoso.
Esta gloria lo coloca en el corazón de la misericordia y le alcanza los
medios de venir en ayuda de los hombres.
Este es el punto que el Autor está empeñado en hacer resaltar a
lo largo de la segunda sección del texto que estudiamos. Nuestro
Autor concibe la misericordia sacerdotal como un sentimiento
totalmente empapado de humanidad. Él se mueve con una
compasión que se prueba a través del amor a los semejantes; no el
sentimiento superficial de quien se conmueve fácilmente, sino el
sentimiento que empeña todo el ser en la miseria de los demás.
Si miramos el conjunto del contexto nos daremos cuenta de que el
Autor ha visto en todo ello una verdadera solidaridad que paga con
la propia persona (2,16) y proporciona auténtica ayuda. Quiere
hacernos comprender que para compadecerse de verdad es
necesario haber padecido en la propia persona, haber pasado por
las mismas pruebas y soportado los mismos sufrimientos. La
misericordia concebida desde esta luz asegura entre el sumo
sacerdote y los hombres una relación tierna, fuerte y de auténtica
fraternidad. Y este es uno de los motivos sobresalientes y
relevantes de la pasión de Jesús. Era necesario que Él compartiera
la cruz de los más probados entre nosotros para ligarse con todas
las fibras de su humanidad, remodelada en el sufrimiento y en el
amor.
2. Contraste con el sacerdocio antiguo
Al examinar este punto (de la misericordia) es cuando se nos
hace más evidente el contraste estridente y más agudo con la
tradición del Antiguo Testamento. Algunos textos de la Biblia
parecen exigir, como fundamento del sacerdocio, unas posturas de
severidad y no de misericordia. Para poder ser admitidos en la
cercanía de Dios era necesario poseer el coraje de levantarse
contra los pecadores. Cuando el pueblo se dejó arrastrar hacia la
idolatría, Moisés ordenó a los levitas, que se habían agrupado en
torno a él, atacar sin piedad hasta matar quien al hermano, quien al
amigo, quien al vecino (Ex 32,27).
Tan pronto como la orden fue cumplida, Moisés les dice:
«Hoy os habéis consagrado como sacerdotes del Señor, porque
cada uno ha atacado a su hijo o a su hermano; por ello Él os da hoy
su bendición» (Ex 32,29).
Un episodio semejante se nos cuenta en otro lugar del libro de los
Números. Finés, a través de una intervención no menos dura y
enérgica, había obtenido la dignidad de sumo sacerdote (Núm
25,6-13; Sir 45,23-24).
La bendición ofrecida a la tribu de Leví (Dt 33,8-11) confirma esta
perspectiva; el sacerdocio lleva consigo la ruptura de todos los
vínculos familiares. Se pone de relieve la necesidad de una total
adhesión a Dios, y pareciera que esta adhesión lleva consigo excluir
toda piedad hacia los demás.
Pero con Cristo todo cambia. Muy lejos de exigir la ruptura de
toda unión con nosotros, la obediencia del Cristo al Padre lo va
conduciendo por el camino de la misericordia. No es ciertamente
descargando contra nosotros como Él llega a ser Sumo Sacerdote,
sino asociando de la manera más estrecha posible su suerte a la
nuestra.
Este cambio total de orientación aparecía ya en su vida pública.
San Mateo lo hace notar en dos ocasiones al poner de relieve la
realización del deseo de Dios expresado por el profeta Oseas:
«Misericordia quiero y no sacrificios» (Mt 9,13; 12,7).
Con esto no se debe sacar en consecuencia, como conclusión,
que la lucha contra el hombre pecador requerida por el Antiguo
Testamento haya sido pura y simplemente abandonada. Esta lucha
continúa, pero de una manera radicalmente distinta, nueva y con
una eficacia absolutamente diversa.
Cristo no se ha dedicado, como Finés, a matar a sus hermanos
para castigarlos por haber ofendido a Dios. La muerte que nosotros
merecíamos El mismo la ha sufrido en la obediencia generosa y en
el amor. El ha transferido la lucha a su propia humanidad, y al hacer
esto ha obtenido, según la voluntad del Padre, la victoria de la
misericordia.
La muerte humana, consecuencia y castigo del pecado ha venido
a ser, en Cristo, el medio por el cual ha llegado a triunfar su amor.
El don de sí mismo, llevado hasta este extremo, ha sustituido a
todos los demás sacrificios antiguos, porque Él ha realizado todo
aquello que, en vano, pretendían obtener aquellos sacrificios: unir a
los hombres entre sí uniéndolos a Dios.
A propósito de esta semejanza en todo con los hombres (2,17) el
Autor da en (4,15) una aclaración que es capital. Observa el Autor
que esta similitud no incluye el pecado.
El Autor distingue perfectamente la prueba de la culpa, la
tentación del pecado. Quien padece una prueba dolorosa siempre
está en peligro de caer, bien sea por rebeldía o por ceder al
descorazonamiento (cfr. 12,3-4).
Sin embargo, la tentación no puede confundirse con el pecado.
Cristo fue probado, fue tentado, pero, sin embargo, él no ha tenido
lo más mínimo de connivencia con el pecado.
Esta precisión es importante, porque de la necesidad de una
semejanza en todo con los hemanos (2,17), fácilmente se podría
concluir la presencia del pecado en Jesús. La misma conclusión
podría sacarse de algunos pasajes menos claros de la Carta (5,3;
7,27). En este lugar la posición del Autor es mucho más clara;
vendrá todavía reforzada esta posición en 7,26 y en 9,14.
Al llegar a este punto nos surge esta pregunta: La ausencia de
pecado en Cristo, ¿no disminuye, por ventura, su solidaridad con
nosotros? Parecería que sí, al menos a primera vista, pero en
realidad sucede de manera totalmente distinta. El pecado no
contribuye en nada a establecer una verdadera solidaridad; todo lo
contrario, crea la división, como demuestra la experiencia y la
Escritura (después del pecado en Gen 3, cada uno acusa al otro).
La auténtica solidaridad con los pecadores no consiste en
convertirse en cómplices de sus pecados, sino en asumir
generosamente con ellos su terrible situación, creada por el pecado.
Esta generosidad Jesús la ha tenido. Ha tomado sobre sí las
culpas de los hombres pecadores, más aún, el suplicio de los
peores criminales, de tal modo que ningún hombre se pueda
encontrar en una situación de dolor sin encontrar a Cristo a su lado.
El resultado es que podemos, a partir de ahora, acercarnos con
confianza al trono de Dios (4,16), más aún con parrhesía. Esta
palabra no expresa solamente la confianza subjetiva, sino un
derecho, una libertad de acceder que nos proporciona entera
seguridad de acogida. Desde el momento que, mediante la pasión
sufrida por nosotros, Cristo, hermano solidario nuestro, ha sido
invitado a sentarse a la derecha de Dios (Sal 110,1, citado en Heb
1,13), desde ese momento el trono de Dios, sede de tremenda
santidad, se ha convertido para nosotros en el «trono de la gracia».
En el sacerdocio de Cristo, junto al aspecto de glorificación
recibida de parte de Dios, y, por tanto, de autoridad (3,1-6; 4,14), el
Autor destaca el aspecto de compasión y de semejanza con
nosotros, excepto en el pecado (4,15). En esta exclusión del pecado
observamos de nuevo una gran innovación respecto a la
prospectiva propia del Antiguo Testamento. Ya hemos notado cómo
en el Antiguo Testamento no se requería para el sacerdocio una
semejanza con los hermanos, sino más bien la separación de los
mismos. Ahora bien, habiendo prescrito esta separación, a nadie se
le ocurría decir que el sacerdote se debía diferenciar por la
ausencia de pecado. El primer sacerdote, Aarón, se había dejado
arrastrar por el pueblo al pecado de la idolatría (Ex 32,1-5-; 21-24).
La Ley exigía del sacerdote una pureza ritual absoluta. La
ausencia de pecado, sin embargo, no podía exigirla. Incluso la Ley
preveía perfectamente el caso contrario: un sumo sacerdote
mediador, cuya culpabilidad se propagaba a todo el pueblo (Lev
4,3) y prescribía los ritos que debían remediar esta situación
paradójica, de un mediador que, siendo pecador, hacía más difíciles
las relaciones del pueblo con Dios (Lev 4,3; 9,1; 16,6).
A pesar de esto, el aspecto de compasión hacia los otros
pecadores no entraba en el ideal sacerdotal del Antiguo
Testamento. Lo hemos observado ya. Encontramos, por tanto, un
doble contraste paradójico. En el Antiguo Testamento los
sacerdotes son pecadores, pero a pesar de ello no tienen
compasión con los pecadores. Cristo, por el contrario, no tiene
pecado, pero está lleno de misericordia para con los pecadores.
Esta es la revelación más profunda del amor de Dios (Rm 5,8; 1 Jn
4,10).
3. Exposición doctrinal
La exposición doctrinal se presenta como confirmación de la
exhortación hecha: «Porque todo sumo sacerdote...» El recurso
lleno de confianza a Cristo sumo sacerdote (4,16) viene justificado
por una reflexión en torno al sacerdocio y a su actualización en
Cristo. La exposición se divide claramente en dos partes:
1. Definición de sumo sacerdote (5,1-4).
2. Aplicación a Cristo (5,5-10).
El Autor insiste en la solidaridad entre Cristo y los hombres, tema
ya tratado en 2,17-18 y 4,15-16. El elemento nuevo es el
vocabulario sacrificial, Por primera vez en la Carta a los Hebreos
encontramos aquí el verbo prosphérein, «ofrecer», y lo
encontramos tres veces (5,1.3.7). Después será repetido con
frecuencia en la parte central (caps. 8-9).
El autor pone en relación sacrificio y solidaridad. Veamos de que
manera:
1. La definición de sumo sacerdote se articula en tres pasos
sucesivos: definición general, explicación de la relación con los
hombres pecadores, explicación de la relación con Dios:
a) Definición general (5,1); se empieza con una fórmula general
que describe al sacerdote como mediador entre los hombres y Dios.
«Todo sumo sacerdote, en efecto, es tomado de entre los
hombres, y constituido en favor de los hombres, en lo tocante a
Dios» (5,1a).
El autor hace notar una doble ligazón de solidaridad entre el
sacerdote y los hombres: ligazón de origen (ex) y ligazón de
finalidad (hypér).
El sacerdote es un hombre y está al servicio de los hombres. El
otro punto de la mediación se expresa a continuación, sin una
insistencia especial: «las relaciones con Dios». El autor no explica
en qué modo un hombre viene tomado y constituido sacerdote para
las relaciones con Dios; lo hará un poco más adelante en 5,4.
A esta definición general el Autor añade una aclaración:
«... a fin de ofrecer oblaciones y sacrificios por los pecados. . . »
(5,1b).
Entre las diversas funciones del sacerdote el Autor conserva aquí
solamente el ministerio sacrificial, especificando su sentido de
expiación. Usa el vocablo técnico: dóron, que los setenta traducen
normalmente del qorban, «ofrenda»; thysía traduce a zehab,
«sacrificio cruento», y minhah, «oblación».
Nos encontramos en una fase ascendente del esquema del
sacerdocio. ¿Por qué el Autor elige solamente el aspecto sacrificial?
Porque es importante en sí mismo y porque le va a permitir luego
insistir en la perspectiva de solidaridad. Esta presentación es la que
correspondía al concepto de la época acerca del sacerdocio; en la
situación concreta del hombre lo que resultaba más necesario para
las relaciones con Dios era la eliminación del pecado, el cual
obstaculizaba todo intento de relación con Dios. La tarea más
importante del sacerdote es, pues, el sacrificio por los pecados. Del
buen éxito de esta función dependen todos los otros aspectos de la
mediación.
El haber precisado esto le va a permitir al autor volver a insistir en
el aspecto de solidaridad.
b) Explicación de la relación con los hombres pecadores. El sumo
sacerdote constituido en favor de los hombres es
«... el que sabe ser indulgente con los ignorantes y los
extraviados, ya que él también está envuelto en flaquezas» (5,2).
El sentido de metriopatheîn está en discusión. En Filón significa el
dominio de sí; pero no aparece con complemento de persona como
en este caso. La Vulgata lo ha asimilado a simpathein y lo traduce
condolere, «condolerse». El sentido etimológico es «tener
sentimientos mesurados, regulados»; por eso propongo la
traducción por adaptarse.
Ignorare y errare (ignorar y equivocarse) son dos palabras con
las que se señala el pecado y, al mismo tiempo, se lo disculpa. El
Antiguo Testamento distingue entre pecados por ignorancia y
pecados «a mano alzada» (Núm 15,22-31), es decir las
transgresiones totalmente voluntarias. La expiación sacrificial no
podía hacerse por estas segundas. El rebelde debía morir (Núm
15,30-31). En otros contextos encontramos cómo todos los pecados
pueden entrar en la categoría de «ignorancia» y «equivocación»,
porque el pecador no conoce nunca del todo las repercusiones
últimas de sus actos (cfr. Le 23,34; Hech 3,17;17,30; Ef 4,1; 1 Pet
1,14; Sal 95,10; Heb 3,10).
El sumo sacerdote es capaz de una actitud adaptada a los
hombres pecadores, porque comparte su condición humana (cfr.
5,1), la cual es una condición de miseria o, más exactamente, de
debilidad (cfr. 4,15), de falta de fuerza (asthéneia).
En qué consiste esta debilidad se ve mejor en la segunda parte
de la frase, que expresa las consecuencias de esa debilidad del
sacerdote:
«... y a causa de ella debe ofrecer sacrificios por los pecados
propios a la vez que por los del pueblo» (Heb 5,3).
Esta frase es paralela a la aclaración dada en 5,1b; retoma el
tema del sacrificio expiatorio. En vez de hypér (5,1), el autor utiliza
aquí perí, «a propósito de». La frase sugiere que la debilidad
provoca el pecado, y de ahí la necesidad de expiación.
El autor alude a las leyes que prescriben al sumo sacerdote
ofrecer sacrificios hattat (literalmente «pecado») por los propios
pecados. La Ley del Levítico 4,3-12 es condicional: «... si el
sacerdote peca...». Por el contrario, la ley de la consagración de
Aarón no tiene nada de condicional; lo primero que se le prescribe a
Aarón es ofrecer sacrificios por el propio pecado, y Aarón, de
hecho, «inmoló el novillo del sacrificio por su propio pecado» (Lev
9,7).
De una manera similar en la ceremonia del Kippur, el primer
sacrificio prescrito es para expiar el pecado del sumo sacerdote
(16,6.11). En un segundo tiempo debe hacerse un sacrificio igual
por el pecado del pueblo (16,16). El ritual del Kippur tiene dos
finalidades: demuestra que el sumo sacerdote se distingue del
pueblo; los sacrificios son diversos y el sacrificio más importante (un
ternero) se ofrece para el sumo sacerdote; para el pueblo basta un
macho cabrío.
Pero hay otro aspecto de semejanza. La necesidad de la
expiación tanto por uno como por el otro. Nuestro autor toma aquí
este segundo aspecto y así nos pone de manifiesto cómo expresa
una solidaridad concreta basada en una debilidad común.
c) Explicación de la relación con Dios. Este punto le hemos
expuesto en la primera sección (3,1-6). El autor, sin embargo, no se
repite, ya que aquí lo retoma y expone desde un punto de vista
distinto, casi opuesto, de acuerdo a la prospectiva de la sección
presente.
En-vez de hacer hincapié en el lado positivo de la relación con
Dios, la cual confiere al sacerdote gloria y autoridad (3,3), el autor
subraya, por el contrario, la humildad necesaria para entrar en esta
relación, humildad basada evidentemente en el hecho de que el
sacerdote es «un hombre tomado de entre los hombres». Humildad,
por tanto, que sirve de base al carácter de solidaridad entre el sumo
sacerdote y todos los hombres.
«Y nadie se apropia esta dignidad: es preciso ser llamado por
Dios como Aarón» (Heb 5,4).
El aspecto glorioso del sacerdocio no viene negado, es «una
dignidad, un honor»; sin embargo, la frase no expresa directamente
esto; lo evoca mediante una fórmula negativa, la cual directamente
expresa una condición de sumisión: el hombre no puede exigir esa
dignidad, la cual no está a libre disposición. Todo depende de Dios,
porque precisamente se trata de una relación privilegiada con Dios.
Los verbos pasivos de 5,1 (lambanómenos, kathístatai) son
confirmativos y puntualizadores: el sumo sacerdote es tomado, es
nombrado por Dios.
El Autor propone como modelo el caso de Aarón, «el sacerdote».
De hecho la puntualización está plenamente de acuerdo con el
Antiguo Testamento; Aarón no se designó a sí mismo, ni fue
designado por Moisés, sino que Dios ordenó a Moisés elegirlo (Ex
28,1):
«... haz venir hasta ti de entre los israelitas a tu hermano Aarón y
a sus hijos para que sean mis sacerdotes. . . »
Y en Lev 8,2, dice:
«Toma a Aarón y a sus hijos...»
Por otra parte, cuando el levita Coré, con otros levitas, se
rebelaron contra el sacerdocio de Aarón y quisieron apoderarse de
este honor para ellos mismos, la respuesta divina fue clara y
pavorosa. Con dos signos maravillosos mostró Dios quién era el
consagrado (Núm 16,5-7): con la señal del incensario (16,15-18.35)
y con la señal de las varas (17,16-24), y luego exterminó a los
ambiciosos (16,35).
El sacerdocio no es una conquista del hombre para alzarse por
encima de los demás. Es un don de Dios que nos sitúa en posición
de servicio a los hombres.
A lo largo de esta definición, el Autor permanece fiel a toda la
perspectiva de la sección.
2. Después de la definición viene la aplicación de la misma a
Cristo; el nexo está realizado con elegancia entre el fin de 5,4, que
menciona a Aarón, y el principio de 5,5, que empieza con la mención
de Cristo. Es con toda claridad un procedimiento de estructura
concéntrica.
Como la definición, también la aplicación se articula en tres
momentos sucesivos: relación con Dios (5,5-6); situación humana y
oferta (propuesta) (5,7-8; conclusión general (5,9-10).
a) Relación con Dios: el autor vuelve inmediatamente a aplicar a
Cristo el último punto de la definición, esto es, la exigencia de
humildad.
La construcción de la frase es paralela; una proposición negativa
seguida de allá:
«Así también Cristo no se apropió la gloria de ser sumo
sacerdote, sino que Dios. . . » (Heb 5,5).
De nuevo observamos el aspecto glorioso como no ignorado.
Encontramos la palabra doxázein paralela a timé como en 3,3,
donde dóxa y timé están unidas en 2,7-9: «gloria y honor».
Pero lo que directamente nos dice la frase acerca de Cristo es
que «no se glorificó a sí mismo». En la parte positiva de la frase, el
Autor ha evitado repetir «glorificar»; el verbo queda sobreentendido.
Al Autor le interesa remarcar aquí la voluntaría humillación de
Cristo, como camino hacia su Sacerdocio. El pensamiento está en
relación con la afirmación de 2,17: «debía hacerse semejante a los
hermanos para llegar a alcanzar el sumo sacerdocio». Recuerda la
primera parte del himno cristológico de Fil 2,6-11:
«... no juzgó como codiciable tesoro el mantenerse igual a El
(Dios)»,
que se corresponde con Heb 5,4:
«... no se apropió la gloria...»
Sino que, por el contrario:
«... se humilló a sí mismo»,
que se corresponde con Heb 5,5:
«... no se glorificó a sí mismo.»
Otros paralelos podemos encontrar más adelante entre Fil 2,8 y
Heb 5,10, en torno a la obediencia de Cristo; y Fil 2,9 con Heb 5,10,
acerca del nombre dado a Cristo por Dios.
A continuación de la parte negativa de la frase viene naturalmente
la frase positiva, incompleta y, como ya hemos dicho, bastante
compleja. El sujeto del verbo sobreentendido es una locución verbal
participial, la cual introduce una citación; viene luego una
comparativa, que abarca otra citación. El sujeto concretamente es
Dios. Está señalado, sin embargo, con una larga perífrasis:
«Me ha dicho. Tú eres mi hijo. Yo te he engendrado hoy» (Sal
2,7).
En el salmo el que habla es Dios. Habla a su Rey. El texto ha sido
citado ya en Heb 1,5, como texto de entronización mesiánica.
¿Cuál es el verbo que debe sobreentenderse? Se podría
sobreentender: «lo glorificó», «le dio la gloria de llegar a ser sumo
sacerdote». Pero quizá es mejor no hablar aquí de gloria, porque el
Autor no quiere, por el momento, destacar este aspecto y piensa
más bien en el camino penoso que conduce a Cristo al sacerdocio.
Mejor es, pues, sobreentender «lo nombró sacerdote», de acuerdo
al texto paralelo de 5,4b.
¿De qué modo Dios nombró a Cristo sumo sacerdote? Diciéndole:
«Hijo mío tú eres...» Esta sería una posible solución, si no nos
encontráramos con una segunda citación introducida por la palabra
kathós, la cual no tiene el sentido puramente comparativo, sino un
sentido normativo. Kathós introduce con frecuencia una prueba de
Escritura (cfr. Mt 26,64; Jn 6,31..., etc.).
La traducción sería, por tanto:
«Aquel que le dice: Hijo mío eres tú...»
lo nombró sacerdote
«... según esta palabra de la Escritura: Tú eres sacerdote para
siempre según el orden de Melquisedec.»
Esta interpretación es mucho más coherente consigo misma y en
sí misma. No se nombra un sacerdote con una palabra que lo
declara hijo, sino con una que lo declara sacerdote. Y esto
aparecerá luego confirmado en los demás pasos.
Ya en 5,10 el Autor retama la citación del Sal 110, y no la del Sal
2; igualmente después en 6,20. Y toda la demostración del
sacerdocio de Cristo en Heb 7, se fundará en el Sal 110; los pasos
más explícitos son 7,20.21 y 7,28. Este último versículo dice
claramente que Cristo ha sido constituido sacerdote con la «palabra
del juramento divino», esto es, el oráculo del Sal 110,4, el cual tiene
su comienzo con: «El Señor lo ha jurado...».
b) Situación humana y propuesta (5,7-8). En este segundo paso
el autor describe la participación dramática de Cristo en la condición
humana; es el contexto concreto de la oferta.
«... él, en el tiempo de su vida mortal, habiendo presentado sus
oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas a Aquél que
podía salvarle de la muerte, fue escuchado en atención a su piedad,
y aun siendo Hijo. aprendió por sus sufrimientos lo que es la
obediencia» (/Hb/05/07-08).
La frase no termina aquí; su intenso dinamismo desemboca
inmediatamente en la conclusión kai teleiotheís, pero, para mayor
comodidad del comentario, la interrumpimos.
La afirmación principal se encuentra al final en el verbo personal
émathen, «aprendió». Viene preparada por dos participios:
«habiendo ofrecido» y «habiendo escuchado», precedidos de una
larga serie de complementos. El autor expresa de esta manera los
dos aspectos diversos del mismo suceso: oración escuchada y
educación dolorosa.
Podrían parecer casi casi contradictorios. En el primero Dios hace
la voluntad de Cristo; en el segundo, por el contrario, Cristo se
somete, mediante el dolor, a la voluntad de Dios. Pero un análisis
más profundo nos demuestra que son en realidad aspectos
complementarios, y tanto el uno como el otro presentan a Cristo en
una situación verdaderamente humana.
El principio de la frase define la prospectiva: «En los días de su
carne mortal», es decir, en el tiempo de su vida mortal. La expresión
tiene sabor a hebraísmo. Para hablar de la vida del hombbre la
Biblia nos dice: «sus días» (cfr. Gn 6,3.5;9,29). Por otra parte, para
expresar la condición del hombre frágil y mortal utiliza la palabra
«carne» (cfr. Gén 6,3; Is 40,ó; Mt 26,41; Rom 6,19..., etc.). Con esta
expresión el autor se refiere claramente a la existencia humana de
Jesús, participación concreta en la suerte común de los hombres,
débiles todos ellos y amenazados por una muerte inevitable.
El Autor nos muestra después a Jesús en una situación de
angustia dramática. Jesús pide y suplica a Quien le puede salvar de
la muerte, grita y llora. La frase hace comprender que Jesús está
atravesando precisamente una situación dolorosísima, de muerte
inminente, y suplica a Dios que tiene el poder de librarlo de la
muerte. Su oración no es una liturgia convencional, con ritos
predeterminados, sino la expresión viva de una angustia extrema, ya
que acompaña a su oración con gritos vehementes y lágrimas.
Para esta descripción el Autor se inspira en las fórmulas de los
salmos de súplica, de una manera libre, de tal modo que no es
posible determinar una fuente precisa. (Martín Dibelius propone Sal
31,23 y 39,13; Strobel, por el contrario, el salmo 116.)
En cuanto al contexto histórico, no parece que el Autor se refiera
a un episodio único; ciertas expresiones hacen pensar en la agonía
de Getsemaní; otras, más bien, en la muerte sobre la Cruz. Desde
luego es, sobre todo, una evocación de toda la Pasión.
Pero lo que resulta importante es que el autor presenta aquí la
Pasión como una plegaria, como una súplica. El suceso dramático,
que pone en cuestión toda la existencia de Jesús, toda su obra y
hasta su persona misma, este suceso es afrontado como una
oración intensa, tal que constituye una ofrenda. El Autor ha puesto
el verbo prosférein. Después de haber dicho que «todo sumo
sacerdote (...) es constituido (...) para ofrecer» (5,1), indica ahora
que Cristo ha ofrecido (prosenénkas). Por medio de la plegaria la
situación dramática de Jesús se convierte en una ofrenda.
La súplica de Jesús ha sido escuchada. ¿Qué ha pedido Jesús?
Algunos dicen: ha pedido ser salvado de la muerte, o sea, no morir.
Así piensa Adolfo Harnack, a la vez que señala que, al no ser oída
esta oración, quiere decir que nuestro texto no es exacto; el autor
probablemente habría querido escribir ouk eisakusthéís. «Cristo no
fue escuchado a pesar de ser Hijo de Dios.» Pero un copista,
escandalizado de esta negativa, más bien hubiera suprimido la
frase. La conjetura de Harnack no tiene el más mínimo fundamento
de crítica textual, y además se basa, por otra parte, en una
interpretación inexacta de la frase. El Autor no dice que Jesús haya
pedido no morir. No precisa para nada el objeto de la súplica de
Jesús. Su texto sugiere, pero no afirma.
Jeremías retiene que el sentido del texto es que Jesús no pedía
ser salvado de la muerte, sino triunfar sobre la muerte resucitando,
y que esta oración sí fue escuchada.
En realidad, el texto del Autor no dice ni siquiera esto. Permanece
totalmente impreciso y deja, por tanto, abiertas varias posibilidades;
en concreto, la posibilidad de una transformación de la petición en
el transcurso de la oración. Esta me parece ser propiamente la
intención del Autor.
Añade, además, que Jesús fue escuchado apó tes eulabeías.
También esta expresión ha suscitado muchas discusiones. Algunos
entienden eulábeia por el miedo a la muerte y traducen «fue
escuchado y liberado del miedo», tal como se encontró después del
Getsemaní, en condición de afrontar la muerte sin miedo. Esta
traducción no es correcta; fuerza el sentido de eulábeia y fuerza la
construcción con apó; no hay un ejemplo de eisakúein apó con el
sentido de «escuchar y librar de» Para la partícula apó, otro autor
propone el sentido temporal «después» posible en algunos
contextos. La interpretación es precisamente la contraria, la opuesta
a la precedente: Jesús fue escuchado después de haber sufrido la
angustia de la muerte.
En realidad eulábeia no significa angustia; el sentido primitivo es
«atención», luego «precaución» y luego «temor». En el vocabulario
religioso expresa el profundo respeto a Dios (cfr. eulabés en Lc
2,25; Hech 2,5; 8,2; 22,12). En cuanto a la preposición apó, su
sentido normal después de eisakúein sería «a causa de» (cfr. Ex
6,9, «No escucharon a causa de su pusilanimidad», apó aquí
significa el origen del hecho).
Por consiguiente, la interpretación más correcta me parece: «Fue
escuchada a causa de su respeto a Dios.» Es precisamente la
actitud de respeto la que permite que sea escuchada la oración,
porque abre la persona a Dios, a su acción. Un salmo dice: Dios
«... realiza los deseos de los que le temen; escucha su clamor y
los libera» (Sal 144,19).
Jesús, en medio de la prueba de muerte que lo atenaza, siente el
deseo de evitarla. Asume esta tentación, la presenta a Dios en
forma de una encendida súplica, pero dentro del máximo respeto y
de una apertura de la propia alma a la acción de Dios. Quien ora de
esta manera, se siente como atraído por Dios, seducido por Él, no
sin lucha dolorosa, pero con una transformación muy positiva.
El cuarto evangelio sintetiza esta transformación en 12,27-28:
«Ahora mi alma está conturbada y ¿qué diré? ¡Padre, líbrame de
esta hora!»
Es la súplica espontánea, que se transforma, sin embargo, en el
transcurso mismo de la plegaria y se convierte en:
«Padre, glorifica tu nombre!» (Jn 12,28).
Es decir, que en la plegaria se actúa una unión de la voluntad, la
cual permite el perfecto cumplimiento del proyecto de Dios. La
petición inicial no se suprime simplemente, sino que, por el
contrario, se mantiene asumida con un sentido más hondo; Jesús no
renuncia a pedir la victoria sobre la muerte, pero lo hace con tan
plena confianza y conformidad con la voluntad de Dios que deja a
Este la elección del camino (confróntese Mt 26,39 y 26,42).
Una oración de tal clase tiene que ser escuchada con toda
seguridad, porque remite a Dios, que sabemos desea atender con
extraordinaria generosidad. En el caso de Jesús, el ser escuchado
consiste en la victoria más completa sobre la muerte a través de la
muerte misma (cfr. Heb 2,14).
Oferta y aceptación constituyen los dos componentes del
sacrificio. El ser escuchado forma parte del sacrificio, porque si a
Dios no le agradase la ofrenda, ella no sería santificada; y, en
consecuencia, tendríamos solamente una tentativa de sacrificio, no
un sacrificio efectivo y real.
La segunda parte de la frase expresa el aspecto de sufrimiento
educativo. Ser escuchado no consistía en el perseverar de Jesús en
la pasión, sino que consistía en una transformación positiva obrada
por medio de la pasión. Encontramos de nuevo la preposición apó,
designando otra vez el origen y la causa del proceso verificado.
El tema de la educación por medio del dolor existía ya en la
literatura griega y se expresaba con la asonancia patehinmatheîn.
La Biblia nos añade una nota importante: la iniciativa de Dios en
esta acción educativa. Por medio de la prueba dolorosa Dios se da
a conocer al hombre, sea como juez del que no se puede huir (cfr.
Ez 6; 7; Jb 19,29), sea como Padre solícito por el progreso de sus
hijos (cfr. Prov 3,11-12), citado en Heb 12,5-6. Dios transforma al
hombre de tal modo que pueda entablar con él una relación más
íntima; esta relación es la que le confiere al hombre toda su
dignidad.
En el caso de Cristo, el autor hace notar que esta educación no le
era necesaria personalmente; la ha recibido «a pesar de que era
Hijo de Dios». Nosotros tenemos necesidad de la corrección divina
para llegar a ser hijos de Dios, dignos de este nombre. Por el
contrario, Cristo no tenía esa necesidad, lo cual demuestra con toda
claridad la diferencia de plano existente entre las dos filiaciones.
Y, sin embargo, Cristo sufrió; y no solamente sufrió, sino que fue
transformado por el sufrimiento, enseñándonos de esta manera la
obediencia. Afirmación audaz, que ciertos teólogos están siempre
en la tentación de ignorar. Pero aquí vemos nosotros con total
claridad la profunda seriedad de la Encarnación y de la Redención.
Cierto que no podemos pensar que Jesús hubiera sido primero
rebelde a Dios y que, mediante el castigo, Dios lo haya reducido a
sumisión. Esta interpretación está excluida por el chorís hamartías
de Hebreos 4,15; Jesús jamás fue personalmente indócil a Dios. Sin
embargo, nuestra naturaleza de carne y de sangre que Él asumió
(Heb 2,14) venía deformada por la desobediencia, y El, por
nosotros, se somete a la corrección necesaria. Pablo expresó
exactamente lo mismo diciendo que Dios «envió a su Hijo a una
carne semejante (a la nuestra), la del pecado, y condenó el pecado
en la carne» (/Rm/08/03).
En la pasión de Cristo es recreado un nuevo hombre, el que
corresponde perfectamente a la intención divina, porque ha sido
establecido en el fundamento de la total obediencia hasta la muerte.
Esta obediencia consiste, sobre todo y antes que en ninguna otra
cosa, en el recibir la acción transformante de Dios; pero constituiría
al mismo tiempo un comportamiento personal de una generosidad
extrema. Por tanto, del mismo modo que en la oración, lo mismo en
la obediencia, la acción de Dios y la acción de Cristo se abrazan y
estrechan en admirable unidad, formando un sacrificio perfecto. La
naturaleza humana, asumida por Cristo, ha sido transformada
gracias a este sacrificio existencial. El fin de la Encarnación era
precisamente realizar esta transformación.
c) Conclusión general (5,9-10). El final de la frase no hace otra
cosa que expresar las consecuencias de este suceso. Comprende
tres afirmaciones que forman la conclusión del párrafo y anuncian
las tres secciones de la parte que viene a continuación .
«Así consumado se hizo causa de salvación eterna para todos los
que le obedecen, habiéndole proclamado Dios sacerdote según el
orden de Melquisedec...» (Heb 5,9-10).
Dos afirmaciones se expresan con participios; la afirmación
principal tiene un verbo personal (egéneto) y, por tanto, adquiere un
mayor relieve. Y no es por casualidad; es lo que corresponde más
directamente al tema de la sección. Expresa la capacidad de ayuda
adquirida por Cristo; más aún, Cristo no solamente está en situación
de ayudar (2,18; 4,16); ha llegado a convertirse él en autor de
salvación y salvación eterna (5,10).
En seguida nos damos cuenta que el tema de la primera sección
está aquí aludido. La salvación vale «para todos aquellos que
obedecen». Cristo, con su pasión, se ha hecho obediente; una vez
glorificado tiene derecho a la obediencia; la salvación implica esta
condición. Los dos aspectos, eleémon y pisteçós, no van
separados.
El sentido sacerdotal de la tercera sección es todavía más
explícito. Cristo ha sido «proclamado» por Dios sumo sacerdote. El
autor retoma ahora con tono triunfal lo que había expresado más
discretamente en 5,5-6, en la prospectiva de la abnegación del
Cristo.
La afirmación más breve es la primera, que consta de un solo
participio: teleiotheís. Su colocación, sin embargo, le da una
importancia decisiva, la presenta corno capital. Las dos
aseveraciones vienen a continuación como consecuencia de ello.
El sentido literal de teleiotheis es «perfeccionado», que fue
conducido a perfección». El aoristo indica que se trata de un
proceso bien determinado, realizado de una vez y finalizado. Cristo
fue perfeccionado, fue llevado a la perfección.
La disposición de la frase coloca teleiolheís en relación inmediata
con la educación dolorosa. Cristo «aprendió de sus sufrimientos» la
obediencia, y de esta forma «fue llevado a la perfección»
(consumado). El participio expresa la transformación de Cristo
realizada por medio de los sufrimientos. Una frase de la primera
parte (2,10) confirma esta interpretación, precisando además que el
autor de la transformación es Dios. Pues nos dice que era
conveniente a Dios «llevar a la perfección por medio del sufrimiento
al jefe de su salvación (de los hombres)» (2-10). Esta frase confirma
también la relación entre el perfeccionamiento y la capacidad de
salvar. Nuestro contexto completa el pensamiento, mostrando cómo
esa acción transformante de Dios ha sido invocada por Cristo en su
oración suplicante (5,7), y ha sido escuchada por Dios, dada la
docilidad de Cristo.
Por otra parte, también viene expresada una condición que
corresponde a nuestra salvación, la cual presupone la adhesión
dócil de Cristo.
Ya hemos hecho alusión a que la transformación es una
renovación radical de la naturaleza humana, la cual se convierte de
esta manera en una perfecta relación de comunión con Dios. La
renovación se verifica mediante la relación con Dios (Dios obra) y
mira a la relación con Dios (aprender la obediencia). Dios renueva
al hombre en Cristo de manera que pueda ser introducido hasta su
propia intimidad (cfr. 9,24, «ante la faz de Dios»). De esta manera
Cristo fue salvado de la muerte (cfr. 5,7) a través de su muerte (cfr.
2,14).
Veamos ahora la profunda conexión que se realiza entre esta
transformación y su capacidad de salvar a quien se adhiere a
Cristo. En 5,7 la oración de Cristo no aparece hecha en favor del
pueblo, sino en favor de sí mismo; en un momento de angustia
suprema Cristo reclama a Quien lo puede librar de la muerte con el
fin de ser salvado.
Tampoco el hecho de ser escuchado, a primera vista, hace
referencia al pueblo; pues es Cristo mismo quien obtiene de Dios
una transformación gloriosa, triunfadora de la muerte. La
conclusión, sin embargo, nos revela que en este suceso dramático
el pueblo no estaba excluido, sino, todo lo contrario, incluido a un
nivel más profundo. Es decir, Cristo ha asumido la condición
humana de un modo tan real que le llevaba a pagar por sí mismo,
pero extiende su solidaridad hasta un punto tal que, intercediendo
por sí mismo, rogaba también por nosotros; y, escuchado en favor
de sí mismo, nos obtenía también todo el favor de Dios para
nosotros.
Transformado en El, el hombre es transformado en sí mismo. Por
tanto, basta adherirse a Él para sentirse y estar salvados y
transformados. Cristo «consumado en perfección es causa de
salvación eterna para aquellos que le obedecen».
¿Cuál es, entonces, la relación existente entre la transformación
de Cristo y la proclamación de su sacerdocio? (5,10).
La frase nos deja entender que una cosa es condición de la otra.
Cristo debía sufrir esta transformación para ser proclamado
sacerdote sumo. Tenemos aquí, en el fondo, una frase paralela a
2,17: «Cristo debía hacerse semejante en todo a los hermanos para
llegar a ser sumo sacerdote.» Del mismo modo, aquí, «Cristo debía
sufrir y aprender la obediencia para ser proclamado sumo
sacerdote».
Se nota, sin embargo, un progreso importante en el pensamiento,
expresado justamente con el vocablo teleiolheis. Por medio de la
aceptación de la semejanza con sus hermanos en el sufrimiento
Cristo ha llegado a la perfección. La transformación en Cristo es,
pues, doble: semejanza con el hombre, perfeccionamiento del
hombre en Cristo. La paradoja está en que el perfeccionamiento
glorioso del hombre se efectúa por medio de la semejanza humilde
con el hombre caído. La explicación de la paradoja se encuentra en
los motivos de la asimilación; es decir, la docilidad hacia Dios y el
amor fraterno hacia los hombres. Estas dos disposiciones se
realizan concretamente en la similación, en el asumir las pruebas y
los sufrimientos humanos. Constituyen, por tanto, los factores de
transformación profunda; la situación asumida viene totalmente
cambiada, desde lo más íntimo. Y así, por medio de la semejanza
con sus hermanos, el hombre, en Cristo, llegó al perfeccionamiento
auténtico. En vez de una consagración ritual se ha verificado en
plenitud una transformación existencial del sacerdote. Cristo ha sido
transformado por su sacrificio.
Muchas otras cosas se podrían añadir a este tema de la
misericordia sacerdotal de Cristo, que lo lleva a ofrecerse por
nosotros y hacerse solidario con la humilde situación de nuestra
condición humana.
Lo más importante, realmente, es considerar cómo este aspecto
es fundamental también en el ministerio sacerdotal cristiano. Ya en
la Carta a los Hebreos se hace notar este punto hasta el fin de la
misma, cuando el Autor habla de los presidentes de la comunidad, y
dice de ellos que cuiden y velen puesto que tienen la
responsabilidad de las almas (Heb 13,17).
Será sobre todo San Pablo quien desarrollará este punto de la
solidaridad misericordiosa, y lo hará de manera extraordinaria.
Pablo, que se ha hecho todo para todos, ya en su primera carta a
los Tesalonicenses se presenta con los dos aspectos del ministerio
sacerdotal cristiano; es decir, por una parte, como un ministro de
Cristo que tiene autoridad (Pablo dice que su palabra es la Palabra
de Dios), y, por otra parte, como un hombre lleno de debilidad y
compasión:
«Así, pues, nunca, como sabéis y Dios es testigo de ello, fueron
móviles nuestros la adulación y la avaricia; nunca tampoco hemos
buscado la gloria humana ni ante vosotros ni ante nadie. Y aunque
habíamos podido dejar sentir nuestro peso como apóstoles de
Cristo, nuestra conducta fue afable con todos vosotros. Como la
nodriza que cuida de sus hijos, así nosotros, impulsados por nuestro
amor a vosotros, nos complacíamos en entregaros no sólo el
Evangelio de Dios, sino también nuestras propias vidas. ¡A tanto
llegaba nuestro amor por vosotros!» (1 Tes 2,6-8).
He aquí, pues, cómo Pablo concibe su ministerio apostólico.
La segunda carta a los Corintios muestra cómo él participa de los
sufrimientos de Cristo para ejercer su ministerio. Al principio habla
del Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas las
tribulaciones, a fin de que podamos ser también nosotros consuelo
frente a aquellos que se encuentran en situación de aflicción,
cualquiera que ella sea. Debemos servir de consuelo a los demás
con el mismo consuelo que Dios usa para con nosotros.
Pablo, que acepta la tribulación, consciente de poder así
experimentar el consuelo que viene de Dios y poderlo transmitir a
los demás, escribe:
«Si somos atribulados es por vuestra consolación y salvación. Si
somos consolados, es por vuestra consolación, la cual os hace
soportar los mismos sufrimientos que nosotros padecemos. Y
nuestra esperanza en vosotros es firme, sabiendo que, como
compartís nuestros sufrimientos, compartiréis también nuestra
consolación» (2 Cor 1,6-7).
Este es el aspecto de solidaridad de su apostolado. Más adelante,
en la misma carta, llega al punto de decir que el misterio de Cristo
muerto y resucitado se realiza en él en favor de los fieles. Dice:
«... llevando siempre en el cuerpo el estado de muerte de Jesús,
para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Porque
nosotros, aunque vivimos, estamos siempre expuestos a la muerte
por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se
manifieste en nuestra carne mortal. Así que en nosotros actúa la
muerte y en vosotros la vida» (2 Cor 4,10-12).
Y San Pedro nos da una imagen semejante de los pastores de la
Iglesia:
«A los presbíteros que viven entre vosotros, les exhorto como
copresbítero y testigo de los padecimientos de Cristo y participante
de la gloria que ha de manifestarse: Apacentad el rebaño de Dios,
que se os ha confiado, guardándolo no con violencia, sino de buen
grado, según Dios; no por bajo interés, sino con ánimo generoso;
no como déspotas de los que os han cabido en suerte, sino
haciéndoos modelos de la grey» (1 Ped 5,1-3).
El aspecto de misericordia es característico del ministerio
sacerdotal cristiano y se ejercita de una manera muy especia en el
sacramento de la Penitencia. Pero no sólo en la Penitencia; el
centro de esta solidaridad cristiana está fuertemente ligado a la
Eucaristía.
Además está también el aspecto de la beneficencia, igualmente
ligado tradicionalmente a la Eucaristía.
También en el ministerio sacerdotal cristiano de hoy encontramos
la imagen del sacerdocio de Cristo, fundado en la solidaridad plena
y en el amor fraternal.
ALBERT
VANHOYE
LA LLAMADA EN LA BIBLIA
Sociedad de Educación Atenas
Madrid 1983