JESUCRISTO, SACERDOTE MISERICORDIOSO


Introducción
Para definir las cualidades fundamentales del sacerdocio de 
Cristo, la Carta a los Hebreos utiliza los dos adjetivos que, ya hemos 
dicho, son muy ricos en contenido: «que tiene autoridad (digno de 
fe)» y «misericordioso». 
Cristo tenía que llegar a ser un sumo sacerdote misericordioso y 
con autoridad (Heb 2,17). Estos dos calificativos ponen de 
manifiesto dos características diversas y un tanto contrastantes del 
sacerdocio. Un aspecto de humildad y otro de gloria; un aspecto de 
solidaridad y un aspecto de autoridad divina. 
Al final del capítulo 2, el Autor enumera en primer lugar el carácter 
de misericordia y luego el de autoridad. A continuación, sin 
embargo, desarrolla y explícita primero el aspecto de autoridad, 
demostrando que Cristo tiene derecho a la fe y a la obediencia 
(3,1-4,14); mientras que el otro aspecto, el de solidaridad llena de 
compasión, viene reservado para una segunda sección, dentro de 
la misma exposición (4,15-5,10). 
Hemos considerado ya el aspecto de autoridad que le 
corresponde a Cristo en cuanto sumo sacerdote digno de fe y 
establecido sobre la casa de Dios. Nos corresponde ahora 
desarrollar el otro aspecto fundamental, es decir, el de la solidaridad 
con los hombres. 

«... Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda 
compadecerse de nuestras flaquezas. El las ha experimentado 
todas, menos el pecado. Acerquémonos, pues, con confianza al 
trono de la gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar la gracia en 
el momento oportuno» (Heb 4,15-16). 

Antes de comentar este texto y los versículos sucesivos, nos será 
útil decir algunas pocas cosas acerca de la unión de los dos 
aspectos y mostrar el profundo contraste con el sacerdocio antiguo. 


1. Necesaria unión de estos dos aspectos
Lo que constituye el sacerdocio propiamente no es ni sólo el 
aspecto de autoridad ni sólo el aspecto de solidaridad humana, sino 
más bien la íntima unión de ambos aspectos. 
Un sacerdote acreditado junto a Dios, y por tanto, con autoridad, 
pero al que le faltara la razón de solidaridad con los hombres, no 
estaría en condiciones de venir en ayuda de su miseria. Su 
situación gloriosa lo separaría de ellos; no les serviría. 
Por el contrario, un sacerdote totalmente lleno de compasión por 
sus hermanos, pero que no fuera agradable a Dios, no podría de 
ninguna manera intervenir de una manera eficaz en favor de los 
mismos; su compasión resultaría inútil. 
Todo el valor del sacerdocio de Cristo—y en consecuencia del 
sacerdocio cristiano— proviene de la perfecta unión en Cristo, de 
estas dos cualidades fundamentales; Cristo es sacerdote al mismo 
tiempo lleno de autoridad y de gran misericordia. Posee juntamente 
la más alta autoridad imaginable y la compasión más 
entrañablemente humana. Y lo que asegura la perfecta unión de 
estos dos aspectos es el modo como Cristo ha alcanzado su 
posición gloriosa, esto es, sin necesidad de separarse de los demás 
hombres, más aún, forzando hasta el máximo su solidaridad con los 
mismos. 
Cristo ha llegado a su gloria actual por el camino de la compasión, 
de los sufrimientos humanos y de la misma muerte humana. Su 
gloria está muy lejos de parecerse a la gloria de la ambición 
satisfecha, es más bien la gloria de un amor en extremo generoso. 
Esta gloria lo coloca en el corazón de la misericordia y le alcanza los 
medios de venir en ayuda de los hombres. 
Este es el punto que el Autor está empeñado en hacer resaltar a 
lo largo de la segunda sección del texto que estudiamos. Nuestro 
Autor concibe la misericordia sacerdotal como un sentimiento 
totalmente empapado de humanidad. Él se mueve con una 
compasión que se prueba a través del amor a los semejantes; no el 
sentimiento superficial de quien se conmueve fácilmente, sino el 
sentimiento que empeña todo el ser en la miseria de los demás. 
Si miramos el conjunto del contexto nos daremos cuenta de que el 
Autor ha visto en todo ello una verdadera solidaridad que paga con 
la propia persona (2,16) y proporciona auténtica ayuda. Quiere 
hacernos comprender que para compadecerse de verdad es 
necesario haber padecido en la propia persona, haber pasado por 
las mismas pruebas y soportado los mismos sufrimientos. La 
misericordia concebida desde esta luz asegura entre el sumo 
sacerdote y los hombres una relación tierna, fuerte y de auténtica 
fraternidad. Y este es uno de los motivos sobresalientes y 
relevantes de la pasión de Jesús. Era necesario que Él compartiera 
la cruz de los más probados entre nosotros para ligarse con todas 
las fibras de su humanidad, remodelada en el sufrimiento y en el 
amor. 

2. Contraste con el sacerdocio antiguo
Al examinar este punto (de la misericordia) es cuando se nos 
hace más evidente el contraste estridente y más agudo con la 
tradición del Antiguo Testamento. Algunos textos de la Biblia 
parecen exigir, como fundamento del sacerdocio, unas posturas de 
severidad y no de misericordia. Para poder ser admitidos en la 
cercanía de Dios era necesario poseer el coraje de levantarse 
contra los pecadores. Cuando el pueblo se dejó arrastrar hacia la 
idolatría, Moisés ordenó a los levitas, que se habían agrupado en 
torno a él, atacar sin piedad hasta matar quien al hermano, quien al 
amigo, quien al vecino (Ex 32,27). 
Tan pronto como la orden fue cumplida, Moisés les dice: 

«Hoy os habéis consagrado como sacerdotes del Señor, porque 
cada uno ha atacado a su hijo o a su hermano; por ello Él os da hoy 
su bendición» (Ex 32,29). 

Un episodio semejante se nos cuenta en otro lugar del libro de los 
Números. Finés, a través de una intervención no menos dura y 
enérgica, había obtenido la dignidad de sumo sacerdote (Núm 
25,6-13; Sir 45,23-24). 
La bendición ofrecida a la tribu de Leví (Dt 33,8-11) confirma esta 
perspectiva; el sacerdocio lleva consigo la ruptura de todos los 
vínculos familiares. Se pone de relieve la necesidad de una total 
adhesión a Dios, y pareciera que esta adhesión lleva consigo excluir 
toda piedad hacia los demás. 
Pero con Cristo todo cambia. Muy lejos de exigir la ruptura de 
toda unión con nosotros, la obediencia del Cristo al Padre lo va 
conduciendo por el camino de la misericordia. No es ciertamente 
descargando contra nosotros como Él llega a ser Sumo Sacerdote, 
sino asociando de la manera más estrecha posible su suerte a la 
nuestra. 
Este cambio total de orientación aparecía ya en su vida pública. 
San Mateo lo hace notar en dos ocasiones al poner de relieve la 
realización del deseo de Dios expresado por el profeta Oseas: 

«Misericordia quiero y no sacrificios» (Mt 9,13; 12,7).

Con esto no se debe sacar en consecuencia, como conclusión, 
que la lucha contra el hombre pecador requerida por el Antiguo 
Testamento haya sido pura y simplemente abandonada. Esta lucha 
continúa, pero de una manera radicalmente distinta, nueva y con 
una eficacia absolutamente diversa. 
Cristo no se ha dedicado, como Finés, a matar a sus hermanos 
para castigarlos por haber ofendido a Dios. La muerte que nosotros 
merecíamos El mismo la ha sufrido en la obediencia generosa y en 
el amor. El ha transferido la lucha a su propia humanidad, y al hacer 
esto ha obtenido, según la voluntad del Padre, la victoria de la 
misericordia. 
La muerte humana, consecuencia y castigo del pecado ha venido 
a ser, en Cristo, el medio por el cual ha llegado a triunfar su amor. 
El don de sí mismo, llevado hasta este extremo, ha sustituido a 
todos los demás sacrificios antiguos, porque Él ha realizado todo 
aquello que, en vano, pretendían obtener aquellos sacrificios: unir a 
los hombres entre sí uniéndolos a Dios. 
A propósito de esta semejanza en todo con los hombres (2,17) el 
Autor da en (4,15) una aclaración que es capital. Observa el Autor 
que esta similitud no incluye el pecado. 
El Autor distingue perfectamente la prueba de la culpa, la 
tentación del pecado. Quien padece una prueba dolorosa siempre 
está en peligro de caer, bien sea por rebeldía o por ceder al 
descorazonamiento (cfr. 12,3-4). 
Sin embargo, la tentación no puede confundirse con el pecado. 
Cristo fue probado, fue tentado, pero, sin embargo, él no ha tenido 
lo más mínimo de connivencia con el pecado. 
Esta precisión es importante, porque de la necesidad de una 
semejanza en todo con los hemanos (2,17), fácilmente se podría 
concluir la presencia del pecado en Jesús. La misma conclusión 
podría sacarse de algunos pasajes menos claros de la Carta (5,3; 
7,27). En este lugar la posición del Autor es mucho más clara; 
vendrá todavía reforzada esta posición en 7,26 y en 9,14. 
Al llegar a este punto nos surge esta pregunta: La ausencia de 
pecado en Cristo, ¿no disminuye, por ventura, su solidaridad con 
nosotros? Parecería que sí, al menos a primera vista, pero en 
realidad sucede de manera totalmente distinta. El pecado no 
contribuye en nada a establecer una verdadera solidaridad; todo lo 
contrario, crea la división, como demuestra la experiencia y la 
Escritura (después del pecado en Gen 3, cada uno acusa al otro). 
La auténtica solidaridad con los pecadores no consiste en 
convertirse en cómplices de sus pecados, sino en asumir 
generosamente con ellos su terrible situación, creada por el pecado. 

Esta generosidad Jesús la ha tenido. Ha tomado sobre sí las 
culpas de los hombres pecadores, más aún, el suplicio de los 
peores criminales, de tal modo que ningún hombre se pueda 
encontrar en una situación de dolor sin encontrar a Cristo a su lado. 

El resultado es que podemos, a partir de ahora, acercarnos con 
confianza al trono de Dios (4,16), más aún con parrhesía. Esta 
palabra no expresa solamente la confianza subjetiva, sino un 
derecho, una libertad de acceder que nos proporciona entera 
seguridad de acogida. Desde el momento que, mediante la pasión 
sufrida por nosotros, Cristo, hermano solidario nuestro, ha sido 
invitado a sentarse a la derecha de Dios (Sal 110,1, citado en Heb 
1,13), desde ese momento el trono de Dios, sede de tremenda 
santidad, se ha convertido para nosotros en el «trono de la gracia». 

En el sacerdocio de Cristo, junto al aspecto de glorificación 
recibida de parte de Dios, y, por tanto, de autoridad (3,1-6; 4,14), el 
Autor destaca el aspecto de compasión y de semejanza con 
nosotros, excepto en el pecado (4,15). En esta exclusión del pecado 
observamos de nuevo una gran innovación respecto a la 
prospectiva propia del Antiguo Testamento. Ya hemos notado cómo 
en el Antiguo Testamento no se requería para el sacerdocio una 
semejanza con los hermanos, sino más bien la separación de los 
mismos. Ahora bien, habiendo prescrito esta separación, a nadie se 
le ocurría decir que el sacerdote se debía diferenciar por la 
ausencia de pecado. El primer sacerdote, Aarón, se había dejado 
arrastrar por el pueblo al pecado de la idolatría (Ex 32,1-5-; 21-24). 

La Ley exigía del sacerdote una pureza ritual absoluta. La 
ausencia de pecado, sin embargo, no podía exigirla. Incluso la Ley 
preveía perfectamente el caso contrario: un sumo sacerdote 
mediador, cuya culpabilidad se propagaba a todo el pueblo (Lev 
4,3) y prescribía los ritos que debían remediar esta situación 
paradójica, de un mediador que, siendo pecador, hacía más difíciles 
las relaciones del pueblo con Dios (Lev 4,3; 9,1; 16,6). 
A pesar de esto, el aspecto de compasión hacia los otros 
pecadores no entraba en el ideal sacerdotal del Antiguo 
Testamento. Lo hemos observado ya. Encontramos, por tanto, un 
doble contraste paradójico. En el Antiguo Testamento los 
sacerdotes son pecadores, pero a pesar de ello no tienen 
compasión con los pecadores. Cristo, por el contrario, no tiene 
pecado, pero está lleno de misericordia para con los pecadores. 
Esta es la revelación más profunda del amor de Dios (Rm 5,8; 1 Jn 
4,10). 

3. Exposición doctrinal
La exposición doctrinal se presenta como confirmación de la 
exhortación hecha: «Porque todo sumo sacerdote...» El recurso 
lleno de confianza a Cristo sumo sacerdote (4,16) viene justificado 
por una reflexión en torno al sacerdocio y a su actualización en 
Cristo. La exposición se divide claramente en dos partes:

1. Definición de sumo sacerdote (5,1-4). 
2. Aplicación a Cristo (5,5-10). 

El Autor insiste en la solidaridad entre Cristo y los hombres, tema 
ya tratado en 2,17-18 y 4,15-16. El elemento nuevo es el 
vocabulario sacrificial, Por primera vez en la Carta a los Hebreos 
encontramos aquí el verbo prosphérein, «ofrecer», y lo 
encontramos tres veces (5,1.3.7). Después será repetido con 
frecuencia en la parte central (caps. 8-9). 
El autor pone en relación sacrificio y solidaridad. Veamos de que 
manera: 

1. La definición de sumo sacerdote se articula en tres pasos 
sucesivos: definición general, explicación de la relación con los 
hombres pecadores, explicación de la relación con Dios: 

a) Definición general (5,1); se empieza con una fórmula general 
que describe al sacerdote como mediador entre los hombres y Dios. 


«Todo sumo sacerdote, en efecto, es tomado de entre los 
hombres, y constituido en favor de los hombres, en lo tocante a 
Dios» (5,1a). 

El autor hace notar una doble ligazón de solidaridad entre el 
sacerdote y los hombres: ligazón de origen (ex) y ligazón de 
finalidad (hypér). 
El sacerdote es un hombre y está al servicio de los hombres. El 
otro punto de la mediación se expresa a continuación, sin una 
insistencia especial: «las relaciones con Dios». El autor no explica 
en qué modo un hombre viene tomado y constituido sacerdote para 
las relaciones con Dios; lo hará un poco más adelante en 5,4. 
A esta definición general el Autor añade una aclaración: 

«... a fin de ofrecer oblaciones y sacrificios por los pecados. . . » 
(5,1b). 

Entre las diversas funciones del sacerdote el Autor conserva aquí 
solamente el ministerio sacrificial, especificando su sentido de 
expiación. Usa el vocablo técnico: dóron, que los setenta traducen 
normalmente del qorban, «ofrenda»; thysía traduce a zehab, 
«sacrificio cruento», y minhah, «oblación». 
Nos encontramos en una fase ascendente del esquema del 
sacerdocio. ¿Por qué el Autor elige solamente el aspecto sacrificial? 
Porque es importante en sí mismo y porque le va a permitir luego 
insistir en la perspectiva de solidaridad. Esta presentación es la que 
correspondía al concepto de la época acerca del sacerdocio; en la 
situación concreta del hombre lo que resultaba más necesario para 
las relaciones con Dios era la eliminación del pecado, el cual 
obstaculizaba todo intento de relación con Dios. La tarea más 
importante del sacerdote es, pues, el sacrificio por los pecados. Del 
buen éxito de esta función dependen todos los otros aspectos de la 
mediación. 
El haber precisado esto le va a permitir al autor volver a insistir en 
el aspecto de solidaridad. 

b) Explicación de la relación con los hombres pecadores. El sumo 
sacerdote constituido en favor de los hombres es 

«... el que sabe ser indulgente con los ignorantes y los 
extraviados, ya que él también está envuelto en flaquezas» (5,2). 

El sentido de metriopatheîn está en discusión. En Filón significa el 
dominio de sí; pero no aparece con complemento de persona como 
en este caso. La Vulgata lo ha asimilado a simpathein y lo traduce 
condolere, «condolerse». El sentido etimológico es «tener 
sentimientos mesurados, regulados»; por eso propongo la 
traducción por adaptarse. 
Ignorare y errare (ignorar y equivocarse) son dos palabras con 
las que se señala el pecado y, al mismo tiempo, se lo disculpa. El 
Antiguo Testamento distingue entre pecados por ignorancia y 
pecados «a mano alzada» (Núm 15,22-31), es decir las 
transgresiones totalmente voluntarias. La expiación sacrificial no 
podía hacerse por estas segundas. El rebelde debía morir (Núm 
15,30-31). En otros contextos encontramos cómo todos los pecados 
pueden entrar en la categoría de «ignorancia» y «equivocación», 
porque el pecador no conoce nunca del todo las repercusiones 
últimas de sus actos (cfr. Le 23,34; Hech 3,17;17,30; Ef 4,1; 1 Pet 
1,14; Sal 95,10; Heb 3,10). 
El sumo sacerdote es capaz de una actitud adaptada a los 
hombres pecadores, porque comparte su condición humana (cfr. 
5,1), la cual es una condición de miseria o, más exactamente, de 
debilidad (cfr. 4,15), de falta de fuerza (asthéneia). 
En qué consiste esta debilidad se ve mejor en la segunda parte 
de la frase, que expresa las consecuencias de esa debilidad del 
sacerdote: 

«... y a causa de ella debe ofrecer sacrificios por los pecados 
propios a la vez que por los del pueblo» (Heb 5,3). 

Esta frase es paralela a la aclaración dada en 5,1b; retoma el 
tema del sacrificio expiatorio. En vez de hypér (5,1), el autor utiliza 
aquí perí, «a propósito de». La frase sugiere que la debilidad 
provoca el pecado, y de ahí la necesidad de expiación. 
El autor alude a las leyes que prescriben al sumo sacerdote 
ofrecer sacrificios hattat (literalmente «pecado») por los propios 
pecados. La Ley del Levítico 4,3-12 es condicional: «... si el 
sacerdote peca...». Por el contrario, la ley de la consagración de 
Aarón no tiene nada de condicional; lo primero que se le prescribe a 
Aarón es ofrecer sacrificios por el propio pecado, y Aarón, de 
hecho, «inmoló el novillo del sacrificio por su propio pecado» (Lev 
9,7). 
De una manera similar en la ceremonia del Kippur, el primer 
sacrificio prescrito es para expiar el pecado del sumo sacerdote 
(16,6.11). En un segundo tiempo debe hacerse un sacrificio igual 
por el pecado del pueblo (16,16). El ritual del Kippur tiene dos 
finalidades: demuestra que el sumo sacerdote se distingue del 
pueblo; los sacrificios son diversos y el sacrificio más importante (un 
ternero) se ofrece para el sumo sacerdote; para el pueblo basta un 
macho cabrío. 
Pero hay otro aspecto de semejanza. La necesidad de la 
expiación tanto por uno como por el otro. Nuestro autor toma aquí 
este segundo aspecto y así nos pone de manifiesto cómo expresa 
una solidaridad concreta basada en una debilidad común. 

c) Explicación de la relación con Dios. Este punto le hemos 
expuesto en la primera sección (3,1-6). El autor, sin embargo, no se 
repite, ya que aquí lo retoma y expone desde un punto de vista 
distinto, casi opuesto, de acuerdo a la prospectiva de la sección 
presente.
En-vez de hacer hincapié en el lado positivo de la relación con 
Dios, la cual confiere al sacerdote gloria y autoridad (3,3), el autor 
subraya, por el contrario, la humildad necesaria para entrar en esta 
relación, humildad basada evidentemente en el hecho de que el 
sacerdote es «un hombre tomado de entre los hombres». Humildad, 
por tanto, que sirve de base al carácter de solidaridad entre el sumo 
sacerdote y todos los hombres. 

«Y nadie se apropia esta dignidad: es preciso ser llamado por 
Dios como Aarón» (Heb 5,4). 

El aspecto glorioso del sacerdocio no viene negado, es «una 
dignidad, un honor»; sin embargo, la frase no expresa directamente 
esto; lo evoca mediante una fórmula negativa, la cual directamente 
expresa una condición de sumisión: el hombre no puede exigir esa 
dignidad, la cual no está a libre disposición. Todo depende de Dios, 
porque precisamente se trata de una relación privilegiada con Dios. 
Los verbos pasivos de 5,1 (lambanómenos, kathístatai) son 
confirmativos y puntualizadores: el sumo sacerdote es tomado, es 
nombrado por Dios. 
El Autor propone como modelo el caso de Aarón, «el sacerdote». 
De hecho la puntualización está plenamente de acuerdo con el 
Antiguo Testamento; Aarón no se designó a sí mismo, ni fue 
designado por Moisés, sino que Dios ordenó a Moisés elegirlo (Ex 
28,1): 

«... haz venir hasta ti de entre los israelitas a tu hermano Aarón y 
a sus hijos para que sean mis sacerdotes. . . » 

Y en Lev 8,2, dice: 

«Toma a Aarón y a sus hijos...» 

Por otra parte, cuando el levita Coré, con otros levitas, se 
rebelaron contra el sacerdocio de Aarón y quisieron apoderarse de 
este honor para ellos mismos, la respuesta divina fue clara y 
pavorosa. Con dos signos maravillosos mostró Dios quién era el 
consagrado (Núm 16,5-7): con la señal del incensario (16,15-18.35) 
y con la señal de las varas (17,16-24), y luego exterminó a los 
ambiciosos (16,35). 
El sacerdocio no es una conquista del hombre para alzarse por 
encima de los demás. Es un don de Dios que nos sitúa en posición 
de servicio a los hombres. 
A lo largo de esta definición, el Autor permanece fiel a toda la 
perspectiva de la sección. 

2. Después de la definición viene la aplicación de la misma a 
Cristo; el nexo está realizado con elegancia entre el fin de 5,4, que 
menciona a Aarón, y el principio de 5,5, que empieza con la mención 
de Cristo. Es con toda claridad un procedimiento de estructura 
concéntrica. 
Como la definición, también la aplicación se articula en tres 
momentos sucesivos: relación con Dios (5,5-6); situación humana y 
oferta (propuesta) (5,7-8; conclusión general (5,9-10). 

a) Relación con Dios: el autor vuelve inmediatamente a aplicar a 
Cristo el último punto de la definición, esto es, la exigencia de 
humildad. 
La construcción de la frase es paralela; una proposición negativa 
seguida de allá: 

«Así también Cristo no se apropió la gloria de ser sumo 
sacerdote, sino que Dios. . . » (Heb 5,5). 

De nuevo observamos el aspecto glorioso como no ignorado. 
Encontramos la palabra doxázein paralela a timé como en 3,3, 
donde dóxa y timé están unidas en 2,7-9: «gloria y honor». 
Pero lo que directamente nos dice la frase acerca de Cristo es 
que «no se glorificó a sí mismo». En la parte positiva de la frase, el 
Autor ha evitado repetir «glorificar»; el verbo queda sobreentendido. 
Al Autor le interesa remarcar aquí la voluntaría humillación de 
Cristo, como camino hacia su Sacerdocio. El pensamiento está en 
relación con la afirmación de 2,17: «debía hacerse semejante a los 
hermanos para llegar a alcanzar el sumo sacerdocio». Recuerda la 
primera parte del himno cristológico de Fil 2,6-11: 

«... no juzgó como codiciable tesoro el mantenerse igual a El 
(Dios)», 

que se corresponde con Heb 5,4: 

«... no se apropió la gloria...» 

Sino que, por el contrario: 

«... se humilló a sí mismo», 

que se corresponde con Heb 5,5: 

«... no se glorificó a sí mismo.» 

Otros paralelos podemos encontrar más adelante entre Fil 2,8 y 
Heb 5,10, en torno a la obediencia de Cristo; y Fil 2,9 con Heb 5,10, 
acerca del nombre dado a Cristo por Dios. 
A continuación de la parte negativa de la frase viene naturalmente 
la frase positiva, incompleta y, como ya hemos dicho, bastante 
compleja. El sujeto del verbo sobreentendido es una locución verbal 
participial, la cual introduce una citación; viene luego una 
comparativa, que abarca otra citación. El sujeto concretamente es 
Dios. Está señalado, sin embargo, con una larga perífrasis: 

«Me ha dicho. Tú eres mi hijo. Yo te he engendrado hoy» (Sal 
2,7). 

En el salmo el que habla es Dios. Habla a su Rey. El texto ha sido 
citado ya en Heb 1,5, como texto de entronización mesiánica. 
¿Cuál es el verbo que debe sobreentenderse? Se podría 
sobreentender: «lo glorificó», «le dio la gloria de llegar a ser sumo 
sacerdote». Pero quizá es mejor no hablar aquí de gloria, porque el 
Autor no quiere, por el momento, destacar este aspecto y piensa 
más bien en el camino penoso que conduce a Cristo al sacerdocio. 
Mejor es, pues, sobreentender «lo nombró sacerdote», de acuerdo 
al texto paralelo de 5,4b. 
¿De qué modo Dios nombró a Cristo sumo sacerdote? Diciéndole: 
«Hijo mío tú eres...» Esta sería una posible solución, si no nos 
encontráramos con una segunda citación introducida por la palabra 
kathós, la cual no tiene el sentido puramente comparativo, sino un 
sentido normativo. Kathós introduce con frecuencia una prueba de 
Escritura (cfr. Mt 26,64; Jn 6,31..., etc.). 
La traducción sería, por tanto: 

«Aquel que le dice: Hijo mío eres tú...»

lo nombró sacerdote

«... según esta palabra de la Escritura: Tú eres sacerdote para 
siempre según el orden de Melquisedec.» 

Esta interpretación es mucho más coherente consigo misma y en 
sí misma. No se nombra un sacerdote con una palabra que lo 
declara hijo, sino con una que lo declara sacerdote. Y esto 
aparecerá luego confirmado en los demás pasos. 
Ya en 5,10 el Autor retama la citación del Sal 110, y no la del Sal 
2; igualmente después en 6,20. Y toda la demostración del 
sacerdocio de Cristo en Heb 7, se fundará en el Sal 110; los pasos 
más explícitos son 7,20.21 y 7,28. Este último versículo dice 
claramente que Cristo ha sido constituido sacerdote con la «palabra 
del juramento divino», esto es, el oráculo del Sal 110,4, el cual tiene 
su comienzo con: «El Señor lo ha jurado...». 

b) Situación humana y propuesta (5,7-8). En este segundo paso 
el autor describe la participación dramática de Cristo en la condición 
humana; es el contexto concreto de la oferta. 

«... él, en el tiempo de su vida mortal, habiendo presentado sus 
oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas a Aquél que 
podía salvarle de la muerte, fue escuchado en atención a su piedad, 
y aun siendo Hijo. aprendió por sus sufrimientos lo que es la 
obediencia» (/Hb/05/07-08). 

La frase no termina aquí; su intenso dinamismo desemboca 
inmediatamente en la conclusión kai teleiotheís, pero, para mayor 
comodidad del comentario, la interrumpimos. 
La afirmación principal se encuentra al final en el verbo personal 
émathen, «aprendió». Viene preparada por dos participios: 
«habiendo ofrecido» y «habiendo escuchado», precedidos de una 
larga serie de complementos. El autor expresa de esta manera los 
dos aspectos diversos del mismo suceso: oración escuchada y 
educación dolorosa. 
Podrían parecer casi casi contradictorios. En el primero Dios hace 
la voluntad de Cristo; en el segundo, por el contrario, Cristo se 
somete, mediante el dolor, a la voluntad de Dios. Pero un análisis 
más profundo nos demuestra que son en realidad aspectos 
complementarios, y tanto el uno como el otro presentan a Cristo en 
una situación verdaderamente humana. 
El principio de la frase define la prospectiva: «En los días de su 
carne mortal», es decir, en el tiempo de su vida mortal. La expresión 
tiene sabor a hebraísmo. Para hablar de la vida del hombbre la 
Biblia nos dice: «sus días» (cfr. Gn 6,3.5;9,29). Por otra parte, para 
expresar la condición del hombre frágil y mortal utiliza la palabra 
«carne» (cfr. Gén 6,3; Is 40,ó; Mt 26,41; Rom 6,19..., etc.). Con esta 
expresión el autor se refiere claramente a la existencia humana de 
Jesús, participación concreta en la suerte común de los hombres, 
débiles todos ellos y amenazados por una muerte inevitable. 
El Autor nos muestra después a Jesús en una situación de 
angustia dramática. Jesús pide y suplica a Quien le puede salvar de 
la muerte, grita y llora. La frase hace comprender que Jesús está 
atravesando precisamente una situación dolorosísima, de muerte 
inminente, y suplica a Dios que tiene el poder de librarlo de la 
muerte. Su oración no es una liturgia convencional, con ritos 
predeterminados, sino la expresión viva de una angustia extrema, ya 
que acompaña a su oración con gritos vehementes y lágrimas. 
Para esta descripción el Autor se inspira en las fórmulas de los 
salmos de súplica, de una manera libre, de tal modo que no es 
posible determinar una fuente precisa. (Martín Dibelius propone Sal 
31,23 y 39,13; Strobel, por el contrario, el salmo 116.) 
En cuanto al contexto histórico, no parece que el Autor se refiera 
a un episodio único; ciertas expresiones hacen pensar en la agonía 
de Getsemaní; otras, más bien, en la muerte sobre la Cruz. Desde 
luego es, sobre todo, una evocación de toda la Pasión. 
Pero lo que resulta importante es que el autor presenta aquí la 
Pasión como una plegaria, como una súplica. El suceso dramático, 
que pone en cuestión toda la existencia de Jesús, toda su obra y 
hasta su persona misma, este suceso es afrontado como una 
oración intensa, tal que constituye una ofrenda. El Autor ha puesto 
el verbo prosférein. Después de haber dicho que «todo sumo 
sacerdote (...) es constituido (...) para ofrecer» (5,1), indica ahora 
que Cristo ha ofrecido (prosenénkas). Por medio de la plegaria la 
situación dramática de Jesús se convierte en una ofrenda. 
La súplica de Jesús ha sido escuchada. ¿Qué ha pedido Jesús? 
Algunos dicen: ha pedido ser salvado de la muerte, o sea, no morir. 
Así piensa Adolfo Harnack, a la vez que señala que, al no ser oída 
esta oración, quiere decir que nuestro texto no es exacto; el autor 
probablemente habría querido escribir ouk eisakusthéís. «Cristo no 
fue escuchado a pesar de ser Hijo de Dios.» Pero un copista, 
escandalizado de esta negativa, más bien hubiera suprimido la 
frase. La conjetura de Harnack no tiene el más mínimo fundamento 
de crítica textual, y además se basa, por otra parte, en una 
interpretación inexacta de la frase. El Autor no dice que Jesús haya 
pedido no morir. No precisa para nada el objeto de la súplica de 
Jesús. Su texto sugiere, pero no afirma. 
Jeremías retiene que el sentido del texto es que Jesús no pedía 
ser salvado de la muerte, sino triunfar sobre la muerte resucitando, 
y que esta oración sí fue escuchada. 
En realidad, el texto del Autor no dice ni siquiera esto. Permanece 
totalmente impreciso y deja, por tanto, abiertas varias posibilidades; 
en concreto, la posibilidad de una transformación de la petición en 
el transcurso de la oración. Esta me parece ser propiamente la 
intención del Autor. 
Añade, además, que Jesús fue escuchado apó tes eulabeías. 
También esta expresión ha suscitado muchas discusiones. Algunos 
entienden eulábeia por el miedo a la muerte y traducen «fue 
escuchado y liberado del miedo», tal como se encontró después del 
Getsemaní, en condición de afrontar la muerte sin miedo. Esta 
traducción no es correcta; fuerza el sentido de eulábeia y fuerza la 
construcción con apó; no hay un ejemplo de eisakúein apó con el 
sentido de «escuchar y librar de» Para la partícula apó, otro autor 
propone el sentido temporal «después» posible en algunos 
contextos. La interpretación es precisamente la contraria, la opuesta 
a la precedente: Jesús fue escuchado después de haber sufrido la 
angustia de la muerte. 
En realidad eulábeia no significa angustia; el sentido primitivo es 
«atención», luego «precaución» y luego «temor». En el vocabulario 
religioso expresa el profundo respeto a Dios (cfr. eulabés en Lc 
2,25; Hech 2,5; 8,2; 22,12). En cuanto a la preposición apó, su 
sentido normal después de eisakúein sería «a causa de» (cfr. Ex 
6,9, «No escucharon a causa de su pusilanimidad», apó aquí 
significa el origen del hecho). 
Por consiguiente, la interpretación más correcta me parece: «Fue 
escuchada a causa de su respeto a Dios.» Es precisamente la 
actitud de respeto la que permite que sea escuchada la oración, 
porque abre la persona a Dios, a su acción. Un salmo dice: Dios 

«... realiza los deseos de los que le temen; escucha su clamor y 
los libera» (Sal 144,19). 

Jesús, en medio de la prueba de muerte que lo atenaza, siente el 
deseo de evitarla. Asume esta tentación, la presenta a Dios en 
forma de una encendida súplica, pero dentro del máximo respeto y 
de una apertura de la propia alma a la acción de Dios. Quien ora de 
esta manera, se siente como atraído por Dios, seducido por Él, no 
sin lucha dolorosa, pero con una transformación muy positiva. 
El cuarto evangelio sintetiza esta transformación en 12,27-28: 

«Ahora mi alma está conturbada y ¿qué diré? ¡Padre, líbrame de 
esta hora!» 

Es la súplica espontánea, que se transforma, sin embargo, en el 
transcurso mismo de la plegaria y se convierte en: 

«Padre, glorifica tu nombre!» (Jn 12,28). 

Es decir, que en la plegaria se actúa una unión de la voluntad, la 
cual permite el perfecto cumplimiento del proyecto de Dios. La 
petición inicial no se suprime simplemente, sino que, por el 
contrario, se mantiene asumida con un sentido más hondo; Jesús no 
renuncia a pedir la victoria sobre la muerte, pero lo hace con tan 
plena confianza y conformidad con la voluntad de Dios que deja a 
Este la elección del camino (confróntese Mt 26,39 y 26,42). 
Una oración de tal clase tiene que ser escuchada con toda 
seguridad, porque remite a Dios, que sabemos desea atender con 
extraordinaria generosidad. En el caso de Jesús, el ser escuchado 
consiste en la victoria más completa sobre la muerte a través de la 
muerte misma (cfr. Heb 2,14). 
Oferta y aceptación constituyen los dos componentes del 
sacrificio. El ser escuchado forma parte del sacrificio, porque si a 
Dios no le agradase la ofrenda, ella no sería santificada; y, en 
consecuencia, tendríamos solamente una tentativa de sacrificio, no 
un sacrificio efectivo y real. 
La segunda parte de la frase expresa el aspecto de sufrimiento 
educativo. Ser escuchado no consistía en el perseverar de Jesús en 
la pasión, sino que consistía en una transformación positiva obrada 
por medio de la pasión. Encontramos de nuevo la preposición apó, 
designando otra vez el origen y la causa del proceso verificado. 
El tema de la educación por medio del dolor existía ya en la 
literatura griega y se expresaba con la asonancia patehinmatheîn. 
La Biblia nos añade una nota importante: la iniciativa de Dios en 
esta acción educativa. Por medio de la prueba dolorosa Dios se da 
a conocer al hombre, sea como juez del que no se puede huir (cfr. 
Ez 6; 7; Jb 19,29), sea como Padre solícito por el progreso de sus 
hijos (cfr. Prov 3,11-12), citado en Heb 12,5-6. Dios transforma al 
hombre de tal modo que pueda entablar con él una relación más 
íntima; esta relación es la que le confiere al hombre toda su 
dignidad. 
En el caso de Cristo, el autor hace notar que esta educación no le 
era necesaria personalmente; la ha recibido «a pesar de que era 
Hijo de Dios». Nosotros tenemos necesidad de la corrección divina 
para llegar a ser hijos de Dios, dignos de este nombre. Por el 
contrario, Cristo no tenía esa necesidad, lo cual demuestra con toda 
claridad la diferencia de plano existente entre las dos filiaciones. 
Y, sin embargo, Cristo sufrió; y no solamente sufrió, sino que fue 
transformado por el sufrimiento, enseñándonos de esta manera la 
obediencia. Afirmación audaz, que ciertos teólogos están siempre 
en la tentación de ignorar. Pero aquí vemos nosotros con total 
claridad la profunda seriedad de la Encarnación y de la Redención. 
Cierto que no podemos pensar que Jesús hubiera sido primero 
rebelde a Dios y que, mediante el castigo, Dios lo haya reducido a 
sumisión. Esta interpretación está excluida por el chorís hamartías 
de Hebreos 4,15; Jesús jamás fue personalmente indócil a Dios. Sin 
embargo, nuestra naturaleza de carne y de sangre que Él asumió 
(Heb 2,14) venía deformada por la desobediencia, y El, por 
nosotros, se somete a la corrección necesaria. Pablo expresó 
exactamente lo mismo diciendo que Dios «envió a su Hijo a una 
carne semejante (a la nuestra), la del pecado, y condenó el pecado 
en la carne» (/Rm/08/03). 
En la pasión de Cristo es recreado un nuevo hombre, el que 
corresponde perfectamente a la intención divina, porque ha sido 
establecido en el fundamento de la total obediencia hasta la muerte. 

Esta obediencia consiste, sobre todo y antes que en ninguna otra 
cosa, en el recibir la acción transformante de Dios; pero constituiría 
al mismo tiempo un comportamiento personal de una generosidad 
extrema. Por tanto, del mismo modo que en la oración, lo mismo en 
la obediencia, la acción de Dios y la acción de Cristo se abrazan y 
estrechan en admirable unidad, formando un sacrificio perfecto. La 
naturaleza humana, asumida por Cristo, ha sido transformada 
gracias a este sacrificio existencial. El fin de la Encarnación era 
precisamente realizar esta transformación. 

c) Conclusión general (5,9-10). El final de la frase no hace otra 
cosa que expresar las consecuencias de este suceso. Comprende 
tres afirmaciones que forman la conclusión del párrafo y anuncian 
las tres secciones de la parte que viene a continuación . 

«Así consumado se hizo causa de salvación eterna para todos los 
que le obedecen, habiéndole proclamado Dios sacerdote según el 
orden de Melquisedec...» (Heb 5,9-10). 

Dos afirmaciones se expresan con participios; la afirmación 
principal tiene un verbo personal (egéneto) y, por tanto, adquiere un 
mayor relieve. Y no es por casualidad; es lo que corresponde más 
directamente al tema de la sección. Expresa la capacidad de ayuda 
adquirida por Cristo; más aún, Cristo no solamente está en situación 
de ayudar (2,18; 4,16); ha llegado a convertirse él en autor de 
salvación y salvación eterna (5,10). 
En seguida nos damos cuenta que el tema de la primera sección 
está aquí aludido. La salvación vale «para todos aquellos que 
obedecen». Cristo, con su pasión, se ha hecho obediente; una vez 
glorificado tiene derecho a la obediencia; la salvación implica esta 
condición. Los dos aspectos, eleémon y pisteçós, no van 
separados. 
El sentido sacerdotal de la tercera sección es todavía más 
explícito. Cristo ha sido «proclamado» por Dios sumo sacerdote. El 
autor retoma ahora con tono triunfal lo que había expresado más 
discretamente en 5,5-6, en la prospectiva de la abnegación del 
Cristo. 
La afirmación más breve es la primera, que consta de un solo 
participio: teleiotheís. Su colocación, sin embargo, le da una 
importancia decisiva, la presenta corno capital. Las dos 
aseveraciones vienen a continuación como consecuencia de ello. 
El sentido literal de teleiotheis es «perfeccionado», que fue 
conducido a perfección». El aoristo indica que se trata de un 
proceso bien determinado, realizado de una vez y finalizado. Cristo 
fue perfeccionado, fue llevado a la perfección. 
La disposición de la frase coloca teleiolheís en relación inmediata 
con la educación dolorosa. Cristo «aprendió de sus sufrimientos» la 
obediencia, y de esta forma «fue llevado a la perfección» 
(consumado). El participio expresa la transformación de Cristo 
realizada por medio de los sufrimientos. Una frase de la primera 
parte (2,10) confirma esta interpretación, precisando además que el 
autor de la transformación es Dios. Pues nos dice que era 
conveniente a Dios «llevar a la perfección por medio del sufrimiento 
al jefe de su salvación (de los hombres)» (2-10). Esta frase confirma 
también la relación entre el perfeccionamiento y la capacidad de 
salvar. Nuestro contexto completa el pensamiento, mostrando cómo 
esa acción transformante de Dios ha sido invocada por Cristo en su 
oración suplicante (5,7), y ha sido escuchada por Dios, dada la 
docilidad de Cristo. 
Por otra parte, también viene expresada una condición que 
corresponde a nuestra salvación, la cual presupone la adhesión 
dócil de Cristo. 
Ya hemos hecho alusión a que la transformación es una 
renovación radical de la naturaleza humana, la cual se convierte de 
esta manera en una perfecta relación de comunión con Dios. La 
renovación se verifica mediante la relación con Dios (Dios obra) y 
mira a la relación con Dios (aprender la obediencia). Dios renueva 
al hombre en Cristo de manera que pueda ser introducido hasta su 
propia intimidad (cfr. 9,24, «ante la faz de Dios»). De esta manera 
Cristo fue salvado de la muerte (cfr. 5,7) a través de su muerte (cfr. 
2,14). 
Veamos ahora la profunda conexión que se realiza entre esta 
transformación y su capacidad de salvar a quien se adhiere a 
Cristo. En 5,7 la oración de Cristo no aparece hecha en favor del 
pueblo, sino en favor de sí mismo; en un momento de angustia 
suprema Cristo reclama a Quien lo puede librar de la muerte con el 
fin de ser salvado. 
Tampoco el hecho de ser escuchado, a primera vista, hace 
referencia al pueblo; pues es Cristo mismo quien obtiene de Dios 
una transformación gloriosa, triunfadora de la muerte. La 
conclusión, sin embargo, nos revela que en este suceso dramático 
el pueblo no estaba excluido, sino, todo lo contrario, incluido a un 
nivel más profundo. Es decir, Cristo ha asumido la condición 
humana de un modo tan real que le llevaba a pagar por sí mismo, 
pero extiende su solidaridad hasta un punto tal que, intercediendo 
por sí mismo, rogaba también por nosotros; y, escuchado en favor 
de sí mismo, nos obtenía también todo el favor de Dios para 
nosotros. 
Transformado en El, el hombre es transformado en sí mismo. Por 
tanto, basta adherirse a Él para sentirse y estar salvados y 
transformados. Cristo «consumado en perfección es causa de 
salvación eterna para aquellos que le obedecen». 
¿Cuál es, entonces, la relación existente entre la transformación 
de Cristo y la proclamación de su sacerdocio? (5,10). 
La frase nos deja entender que una cosa es condición de la otra. 
Cristo debía sufrir esta transformación para ser proclamado 
sacerdote sumo. Tenemos aquí, en el fondo, una frase paralela a 
2,17: «Cristo debía hacerse semejante en todo a los hermanos para 
llegar a ser sumo sacerdote.» Del mismo modo, aquí, «Cristo debía 
sufrir y aprender la obediencia para ser proclamado sumo 
sacerdote». 
Se nota, sin embargo, un progreso importante en el pensamiento, 
expresado justamente con el vocablo teleiolheis. Por medio de la 
aceptación de la semejanza con sus hermanos en el sufrimiento 
Cristo ha llegado a la perfección. La transformación en Cristo es, 
pues, doble: semejanza con el hombre, perfeccionamiento del 
hombre en Cristo. La paradoja está en que el perfeccionamiento 
glorioso del hombre se efectúa por medio de la semejanza humilde 
con el hombre caído. La explicación de la paradoja se encuentra en 
los motivos de la asimilación; es decir, la docilidad hacia Dios y el 
amor fraterno hacia los hombres. Estas dos disposiciones se 
realizan concretamente en la similación, en el asumir las pruebas y 
los sufrimientos humanos. Constituyen, por tanto, los factores de 
transformación profunda; la situación asumida viene totalmente 
cambiada, desde lo más íntimo. Y así, por medio de la semejanza 
con sus hermanos, el hombre, en Cristo, llegó al perfeccionamiento 
auténtico. En vez de una consagración ritual se ha verificado en 
plenitud una transformación existencial del sacerdote. Cristo ha sido 
transformado por su sacrificio. 
Muchas otras cosas se podrían añadir a este tema de la 
misericordia sacerdotal de Cristo, que lo lleva a ofrecerse por 
nosotros y hacerse solidario con la humilde situación de nuestra 
condición humana. 
Lo más importante, realmente, es considerar cómo este aspecto 
es fundamental también en el ministerio sacerdotal cristiano. Ya en 
la Carta a los Hebreos se hace notar este punto hasta el fin de la 
misma, cuando el Autor habla de los presidentes de la comunidad, y 
dice de ellos que cuiden y velen puesto que tienen la 
responsabilidad de las almas (Heb 13,17).
Será sobre todo San Pablo quien desarrollará este punto de la 
solidaridad misericordiosa, y lo hará de manera extraordinaria. 
Pablo, que se ha hecho todo para todos, ya en su primera carta a 
los Tesalonicenses se presenta con los dos aspectos del ministerio 
sacerdotal cristiano; es decir, por una parte, como un ministro de 
Cristo que tiene autoridad (Pablo dice que su palabra es la Palabra 
de Dios), y, por otra parte, como un hombre lleno de debilidad y 
compasión: 

«Así, pues, nunca, como sabéis y Dios es testigo de ello, fueron 
móviles nuestros la adulación y la avaricia; nunca tampoco hemos 
buscado la gloria humana ni ante vosotros ni ante nadie. Y aunque 
habíamos podido dejar sentir nuestro peso como apóstoles de 
Cristo, nuestra conducta fue afable con todos vosotros. Como la 
nodriza que cuida de sus hijos, así nosotros, impulsados por nuestro 
amor a vosotros, nos complacíamos en entregaros no sólo el 
Evangelio de Dios, sino también nuestras propias vidas. ¡A tanto 
llegaba nuestro amor por vosotros!» (1 Tes 2,6-8). 

He aquí, pues, cómo Pablo concibe su ministerio apostólico. 
La segunda carta a los Corintios muestra cómo él participa de los 
sufrimientos de Cristo para ejercer su ministerio. Al principio habla 
del Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas las 
tribulaciones, a fin de que podamos ser también nosotros consuelo 
frente a aquellos que se encuentran en situación de aflicción, 
cualquiera que ella sea. Debemos servir de consuelo a los demás 
con el mismo consuelo que Dios usa para con nosotros. 
Pablo, que acepta la tribulación, consciente de poder así 
experimentar el consuelo que viene de Dios y poderlo transmitir a 
los demás, escribe: 

«Si somos atribulados es por vuestra consolación y salvación. Si 
somos consolados, es por vuestra consolación, la cual os hace 
soportar los mismos sufrimientos que nosotros padecemos. Y 
nuestra esperanza en vosotros es firme, sabiendo que, como 
compartís nuestros sufrimientos, compartiréis también nuestra 
consolación» (2 Cor 1,6-7). 

Este es el aspecto de solidaridad de su apostolado. Más adelante, 
en la misma carta, llega al punto de decir que el misterio de Cristo 
muerto y resucitado se realiza en él en favor de los fieles. Dice: 

«... llevando siempre en el cuerpo el estado de muerte de Jesús, 
para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Porque 
nosotros, aunque vivimos, estamos siempre expuestos a la muerte 
por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se 
manifieste en nuestra carne mortal. Así que en nosotros actúa la 
muerte y en vosotros la vida» (2 Cor 4,10-12). 

Y San Pedro nos da una imagen semejante de los pastores de la 
Iglesia: 

«A los presbíteros que viven entre vosotros, les exhorto como 
copresbítero y testigo de los padecimientos de Cristo y participante 
de la gloria que ha de manifestarse: Apacentad el rebaño de Dios, 
que se os ha confiado, guardándolo no con violencia, sino de buen 
grado, según Dios; no por bajo interés, sino con ánimo generoso; 
no como déspotas de los que os han cabido en suerte, sino 
haciéndoos modelos de la grey» (1 Ped 5,1-3). 

El aspecto de misericordia es característico del ministerio 
sacerdotal cristiano y se ejercita de una manera muy especia en el 
sacramento de la Penitencia. Pero no sólo en la Penitencia; el 
centro de esta solidaridad cristiana está fuertemente ligado a la 
Eucaristía. 
Además está también el aspecto de la beneficencia, igualmente 
ligado tradicionalmente a la Eucaristía. 
También en el ministerio sacerdotal cristiano de hoy encontramos 
la imagen del sacerdocio de Cristo, fundado en la solidaridad plena 
y en el amor fraternal.

ALBERT VANHOYE
LA LLAMADA EN LA BIBLIA
Sociedad de Educación Atenas
Madrid 1983