HACIA UNA VIVENCIA MÁS TEOLOGAL DEL MINISTERIO PRESBITERAL


Antonio BRAVO
Responsable General de la
«Asociación de Sacerdotes del Prado»
Lyon


¿Hacia dónde vamos los sacerdotes diocesanos? ¿Hacia dónde 
nos empuja el Espíritu? La respuesta no es fácil ni puede ser 
uniforme, pues nos encontramos insertos en universos culturales y 
eclesiales muy diversos. Mi propósito, en estas líneas, es compartir 
algunas reflexiones y convicciones, nacidas del encuentro con 
hermanos de diferentes países y continentes. No me detendré en 
los análisis ni me extenderé sobre las respuestas institucionales a 
nuestros problemas, ya que son objeto de estudio en los otros 
artículos de este mismo número de la revista. 
Insertos en la sociedad y en la Iglesia, los sacerdotes seculares 
vivimos una identidad inquieta, reflejo, sin duda, de cuanto acontece 
en una y en otra. Ya en los años cincuenta y sesenta, con el 
declinar de la cristiandad en nuestro viejo continente, los 
presbíteros de ciertos países, como Alemania y Francia, se 
interrogaban con inquietud sobre su identidad y futuro. En España, 
la cuestión se plantea abiertamente con la recepción del Concilio 
Vaticano II y, sobre todo, con la celebración de la Asamblea 
Conjunta de Obispos y Sacerdotes. 
Mucho se ha escrito y vivido desde entonces. Las orientaciones 
emanadas del Concilio, de los Sínodos y del Magisterio en general, 
así como la reflexión de teólogos, pastoralistas, sociólogos y 
psicólogos, han contribuido a plantear los problemas y a encontrar 
respuestas más adecuadas. Este trabajo no ha sido baldío y 
merece ser continuado por todos con ilusión y convicción. 
El hecho de que, a pesar de tanto esfuerzo, persistan la 
perplejidad y un cierto malestar nos obliga a preguntarnos si 
abordamos la cuestión con el realismo esperanzado de los profetas 
y de los testigos del Resucitado. ¿No tenemos la tentación de 
querer salir de modo precipitado de la crisis? ¿No son también las 
novedades y mutaciones lugar desde el que el Espiritu va 
modelando nuestra identidad de servidores del Pueblo de Dios? 
El verdadero profeta no preconiza soluciones inmediatas ni 
acepta alianzas engañosas; su trabajo consiste en establecer la 
esperanza en el corazón de sus hermanos para recorrer el camino. 
Su mensaje se apoya en la fe. El Dios de la historia prepara ya un 
nuevo Exodo en medio de la Diáspora; en el invierno incuba la 
primavera; desde el futuro -Él es poder de futuro- sigue llevando a 
sus servidores, y mediante ellos al mundo, hacia su plenitud. La fe 
invita a la conversión y a la colaboración. Con la humildad y 
tenacidad del Siervo de Yahvéh, estamos llamados a llevar adelante 
la misión. 
El apóstol avanza desde el «ya» de la resurrección. El poder del 
Espíritu le da la posibilidad de encaminarse hacia un mañana 
nuevo, pues sabe por experiencia cómo su fragilidad es liberada y 
fecundada por él para el testimonio. La comunidad apostólica, 
cercada por la persecución, oraba: «Concede a tus siervos que 
puedan predicar tu Palabra con toda valentía» La respuesta no se 
hizo esperar: «Acabada la oración, retembló el lugar donde estaban 
reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y predicaban la 
Palabra de Dios con valentía» (Hch 4, 29.31). El Don de Dios no 
recrea necesariamente una situación confortable, pero sí hace 
posible abordarla con libertad y audacia. 
La fe de los profetas y de los apóstoles no es evasión, sino 
solidaridad inquebrantable con la historia, aunque según los 
parámetros de Dios, tan diferentes de los de los hombres. La fe, en 
efecto, nos permite asumir los acontecimientos desde el futuro de 
Dios: «¿No os acordáis de lo pasado ni caéis en la cuenta de lo 
antiguo? Pues bien, he aquí que yo lo renuevo: ya está en marcha, 
¿no lo conocéis?» (/Is/43/18-19). Nace así el compromiso gozoso y 
dialogante con un mundo amado por El hasta la entrega de su Hijo. 
Los presbíteros hemos recibido la misión de sostener la esperanza 
del pueblo peregrino. Misión apasionante, pero arriesgada y que 
nos incapacitamos para realizar si nos encerramos en nuestros 
problemas funcionales, existenciales o identitarios. ¿Vivimos 
suficientemente el riesgo, la aventura de la fe? 

I. «PASTOREAR LA IGLESIA DE DIOS»

«Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha 
puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que 
El se adquirió con su propia sangre» (Hch 20, 28) 

La recomendación de Pablo a los presbíteros de Éfeso nos 
recuerda la dimensión carismática de nuestro ministerio. El Espíritu 
nos ha colocado al servicio del pueblo peregrino que Dios se ha 
dado, y nuestra misión es guiarlo a su plenitud, es decir, «hasta que 
lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del 
Hijo de Dios, al estado del hombre perfecto, a la madurez de la 
plenitud de Cristo» (Ef 4~13). 
¿Puede «el ministerio del Espíritu» (cfr. 2 Cor 3,8) ser 
encorsetado en unas funciones? He aquí una cuestión decisiva si 
queremos superar viejos esquemas y avanzar con fidelidad y 
creatividad. 
Los presbíteros seculares, en nuestra condición de «próvidos 
cooperadores» del Orden episcopal, nos encontramos al servicio de 
la totalidad de necesidades del Pueblo de Dios, presente en un 
lugar y un pueblo determinados. ¿Puede reducirse al cumplimiento 
de unas funciones el presidir y encabezar la marcha de un pueblo? 
Pastorear bajo la autoridad del Espíritu y en comunión con los otros 
pastores exige creatividad, adaptabilidad y sentido del todo. 

Los modelos funcionales, útiles y necesarios...
Las funciones son y seguirán siendo necesarias en la Iglesia, 
pues «el poder» que Dios nos da para edificar su pueblo tiene 
siempre una expresión funcional. 
Sin la Palabra, que convoca y dirige, no hay Iglesia. Su anuncio 
en la historia necesita de servidores. Los presbíteros hemos de 
estar prontos para dar el «buen pan» a nuestros hermanos y en el 
momento oportuno. Estar al servicio del encuentro de la Palabra y 
de la experiencia del hombre situado requiere memoria y 
creatividad, imposibles de conseguir sin trabajo y entrega radicales. 

La celebración de los sacramentos, expresión de la iniciativa de 
Dios en el pueblo sacerdotal, es también de todo punto 
indispensable. La estructura más profunda de la Iglesia es mistérica, 
sacramental. La celebración sacramental es exigencia de su misma 
naturaleza. El servicio de las dos mesas, de la Palabra y del Cuerpo 
eucarístico de Cristo, es y seguirá siendo siempre necesario. 
Otro tanto ha de decirse de la koinonía. El servicio de las mesas, 
expresión de la solidaridad e igualdad de todos en el Resucitado, 
forma parte también de la estructura sacramental de la Iglesia en el 
mundo. 
El Pueblo sacerdotal, profético y real no se desarrollaría en la 
historia si le faltasen esas funciones ministeriales. Los modelos 
funcionales han comprendido bien la dimensión social de la 
comunidad eclesial y han contribuido a clarificar no poco la 
identidad del sacerdote tanto en la Iglesia como en el mundo. 
Una cuestión, sin embargo, no ha cesado de plantearse entre los 
presbíteros, agudizada en Europa por la escasez de vocaciones y la 
complejidad de nuestras sociedades: ¿tienen estos modelos el 
dinamismo necesario para suscitar identidades gozosas y creativas? 


...pero insuficientes
El pastoreo de la Iglesia, como acabo de indicar, incluye el 
desarrollo de unas funciones, pero no se agota en ninguna de ellas, 
por muy central que fuere, como tampoco en la suma de todas ellas. 
Tampoco vale organizar todo el ministerio sacerdotal en torno a una 
de estas funciones, pues se corre el riesgo de idelogización o de 
reduccionismo. 
La fecundidad apostólica requiere nuevos horizontes de 
existencia y de acción. El progreso de la «COMUNIÓN» que es la 
Iglesia, y no sólo algunas personas, grupos o valores, no parece ser 
puesto bastante de relieve por los modelos funcionales. 
Todo modelo tiene su parte de verdad, pero también sus 
limitaciones: adolece de una cierta incapacidad para cooperar en la 
manifestación de la novedad pascual abriéndose camino en la 
evolución de pueblos y culturas por la acción del Espíritu Santo, el 
cual, como recuerda el Concilio, modela ya el Cuerpo del 
Resucitado en el corazón de todo hombre, pues ya los está llevando 
a la Pascua del Unigénito (cfr. Gaudium et Spes, 22). ¿Qué 
repercusiones tiene esto para nuestro ministerio? Cuando esta 
profunda realidad se deja en la penumbra, el ministerio presbiteral 
tiende a convertirse en algo anacrónico. Es como si no se diesen 
las condiciones necesarias para un auténtico diálogo con el mundo, 
para un discernimiento y creatividad pastoral. Para muchos 
sacerdotes, brota entonces la cuestión dramática de cómo situarse 
en la historia, de cómo conectar con los hombres de hoy y de 
mañana. 
Los modelos funcionales conllevan, por otra parte, el riesgo de 
instalarse en la repetición rutinaria y aburrida, generando 
sentimientos de tedio y languidez. Si, como decimos y es mi 
convicción, el ministerio presbiteral totaliza la persona y su acción, 
el cumplimiento de unas funciones no llena existencialmente la vida 
de buena parte de hermanos. La causa de su cansancio, a mi modo 
de ver, más que en la multiplicidad y en la complejidad del trabajo, 
hay que buscarla en la sensación de pertenecer a un cuerpo de 
funcionarios, cuyo futuro no se ve muy claro. Poco importa si tienen 
o no razón para pensar así; son sus cuestiones vitales. 
Asociados al ministerio apostólico por el sacramento del Orden 
los presbíteros recibimos el encargo de velar y trabajar en la 
edificación de todo un pueblo, enviado a ser sacramento de 
salvación en y para el mundo. Esto supone suscitar la 
corresponsabilidad de todos los miembros según la gracia recibida. 
El presbítero se realiza en la medida en que desarrolla la 
participación de quienes han recibido la dignidad sacerdotal, 
profética y real. Seria funesto para la misma sacramentalidad de la 
Iglesia el que hubiera rivalidad entre el ministerio ordenado y la 
comunidad. La mentalidad de derechos y obligaciones, la 
reivindicación de competencias, no puede crear comunión. La 
comunidad de salvación quedaría reducida a una institución, y se 
arruinaría la dinámica de la gracia y de la gratuidad. La comunión 
dejaría de expresarse en la diferencia, y la diferencia dejaría de 
afirmarse en la comunión. La misión del Pueblo de Dios de ser 
sacramento de la unidad del género humano en Cristo perdería 
mordiente y credibilidad. 
En nuestra sociedad plural, indiferente y escéptica ante el futuro, 
la misión de poner en camino a los cansados y abatidos ¿no sería 
capaz de ilusionar a los discípulos cuando, tristes y como 
defraudados, andamos en retirada? Pero esto supone abandonar 
los caminos trillados, tal como se nos proponen al menos en ciertos 
modelos funcionales, para arriesgarse a avanzar por caminos 
inéditos. 

Misión y funciones
La función del presbítero, si sirve la paradoja, no puede 
reducirse al ejercicio de unas funciones. La misión de un pastor ha 
de ser una actualización en el Espíritu de la misión misma del único 
Buen Pastor. 
Estamos ante un salto hacia adelante que reclama de todo el 
Pueblo de Dios gran seriedad. La escasez de candidatos al 
sacerdocio ministerial debería ir acompañada de una mayor 
exigencia en el discernimiento de las vocaciones. La Iglesia, al 
llamar en nombre del Señor, ha de tener la garantía, en la medida 
de lo posible, de que alguien es elegido para ser «vigilante» de un 
pueblo. Jesús pasó toda la noche en la oración de Dios antes de 
llamar a los que el Padre le daba. 
Al rigor en el discernimiento de las vocaciones hay que añadir la 
formación para la complementariedad en el seno del presbiterio. El 
sacerdocio es radicalmente comunitario. Somos pastores en y de un 
pueblo. Nadie puede trabajar por libre y nadie puede bastarse a sí 
mismo. Recibimos la misma misión, pero el Espíritu se manifiesta 
distinto en cada presbítero, aunque nunca en contradicción u 
oposición consigo mismo. Reparte dones diferentes para el bien 
común. Nadie puede limitarse a cumplir unas funciones 
despreocupándose de la marcha del único Cuerpo de Cristo, a no 
ser que nuestro ministerio quede reducido a unos servicios según la 
demanda de la gente. Dentro del Colegio Apostólico, la 
complementariedad del ministerio petrino y del paulino enriquecía a 
ambos y los hacía mutuamente posibles. No había espacio para la 
concurrencia. Bernabé y Pablo aparecían como complementarios en 
la convocación y fortalecimiento de las comunidades. El ministerio 
recibe poder de edificar la «COMUNIÓN PARA LA MISIÓN»; ¿cómo 
podría ejercerlo fuera de la comunión y la complementariedad? 
Por el hecho de ser puestos al frente del Pueblo de Dios —no 
frente a él— por el Espíritu, los presbíteros debemos aprender 
nuestro ministerio en la escucha y la contemplación. Somos testigos 
del Resucitado, en el Espíritu. Este nos conduce, tanto al pueblo 
como a los ministros, a la verdad plena y a la comunión. Si el 
protagonista trascendente de la misión, como han afirmado Pablo 
VII y Juan Pablo II, no es otro que el Espíritu Santo, nuestro servicio 
no puede ser más que una colaboración lúcida y dócil. La 
espiritualidad sacerdotal necesita recobrar el dinamismo 
contemplativo y místico de la fe. Ya no podemos contentarnos con 
unas prácticas espirituales para un correcto ejercicio de unas 
funciones. Necesitamos hoy el temple de los contemplativos y 
místicos, es decir, de los hombres apasionados por llegar a ser 
instrumentos libres y responsables entre las manos de Dios. ¿Cómo 
encontrar los caminos de una oración profundamente apostólica, 
capaz de discernimiento y de riesgo? 
Una acción pastoral proveniente de la escucha y la 
contemplación conlleva escudriñar con ahinco la Palabra y su 
Tradición eclesial, así como la existencia histórica de los hombres. 
Todo pastor está llamado a ser teólogo, es decir, un hombre que 
hace posible el encuentro de la Palabra con la experiencia de los 
hombres de nuestro mundo. La fidelidad, insisto, no es repetición, 
sino apertura dócil y creativa en la comunión. La fidelidad al Espíritu 
nos proyecta hacia la plenitud de la verdad, hacia la novedad del 
futuro. 
¿Hacia dónde, pues, se nos invita a caminar a los presbíteros 
diocesanos'? Creo sinceramente que el Señor nos pide trabajar con 
alegría y pasión para ser expertos en fe y en humanidad. Es el 
camino obligado, a mi entender, para colaborar con fecundidad e 
ilusión en la edificación de una Iglesia, misterio de comunión y de 
misión, al servicio de la plenitud del hombre; pero también para 
realizar con sentido e ilusión las diferentes funciones. 


II. AFIANZAR LA VOCACIÓN Y LA ELECCIÓN
«Hermanos, poned el mayor empeño en afianzar vuestra vocación y vuestra 
elección» (2 Pe 1,10). 
Ante los límites de los modelos funcionales, la reflexión se centra 
en las relaciones, elemento determinante de toda identidad. 
El Concilio Vaticano II abría la senda para unas nuevas 
relaciones de la Iglesia con el mundo. El sacerdote era convocado a 
situarse como «un hombre entre los hombres», superando los 
modelos que propugnan la «separación» y el dualismo entre lo 
sagrado y lo profano. El diálogo con el mundo, tal como fuera 
propiciado por Pablo VI y el Concilio, reclamaban proximidad y 
simpatía. Había que bajar del pedestal de los privilegiados y entrar 
por el camino del servicio humilde. La Iglesia y el sacerdote se 
recrearían en su identidad a través de las nuevas relaciones. Y se 
produjo —preciso es reconocerlo— un formidable dinamismo de 
conversión y de cambio, aunque no faltasen las reacciones 
fundamentalistas e integristas. 
El Concilio por otra parte, ahonda la conciencia de la Iglesia 
como Pueblo de Dios. Las relaciones entre seglares y clérigos 
sufren profundos cambios. El laico es definido de manera positiva, 
abandonando la vieja fórmula que lo consideraba como el «no 
clérigo». La igualdad de todos en Cristo obligaba a superar el 
esquema relacional docente-discente, potestad activa-potestad 
pasiva. La Iglesia es un pueblo sacerdotal, profético y real. La 
gracia bautismal inserta a todos de manera activa y responsable en 
el Cuerpo. «Hermano entre los hermanos» era la formula que 
definía las nuevas relaciones en el Primogénito. Las relaciones 
autoritarias de poder y dominio, en la sociedad democrática, 
velaban por el misterio de comunión: «ser uno en Cristo». 
Quien considera el camino recorrido en este sentido no puede 
más que congratularse y dar gracias al Señor por la generosidad de 
unos y otros para poner en práctica las nuevas orientaciones 
conciliares. Ciertamente se pueden lamentar exageraciones en 
unos casos y resistencias en otros; pero seríamos miopes si no 
reconociéramos con profunda admiración el camino recorrido a 
impulsos del Espíritu Santo. 
La admiración no está reñida con la lucidez y la búsqueda crítica. 
Los que podríamos llamar «modelos relacionales» son, ciertamente, 
un aporte útil y necesario para vivir y pensar la identidad 
presbiteral. Ésta se desarrolla en un tejido de relaciones que la 
configuran y determinan. Y, sin embargo, cuando uno escucha y 
comparte la vida y el ministerio de los presbíteros, experimenta su 
insuficiencia para responder a ciertas cuestiones vitales: ¿dónde 
fundar las relaciones?; ¿de quién viene mi identidad y ante quién 
debo vivirla?; ¿qué fecundidad estoy llamado a vivir en la Iglesia y 
en el mundo?; ¿cómo determina la cultura mis relaciones tanto 
fuera como dentro de la comunidad eclesial'?; ¿qué relaciones 
mantener en una Iglesia urgida a salir a los caminos y encrucijadas 
culturales?; ¿qué supone para las relaciones dar un puesto de 
honor en el banquete del Reino a pobres y excluidos?; ¿cómo forjar 
una identidad positiva en un mundo pluralista y complejo?... 

El don del ministerio sacerdotal
Cristo, como se subraya en la Carta a los Hebreos, «no se 
apropió la gloria del Sumo Sacerdocio, sino que la tuvo de quien le 
dijo: 'Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy'. Como también dice 
en otro lugar: 'Tú eres sacerdote para siempre, a semejanza de 
Melquisedec'» (5, 5-6) Se pertenece conscientemente al pueblo 
sacerdotal por una respuesta libre a la llamada de Dios. Estamos en 
el orden de la gracia y del ágape; y ninguna criatura puede 
reivindicar derechos ante el que convoca. También el sacerdocio 
ministerial es del orden de la llamada y de la elección. No puede 
reducirse a una función de la comunidad, por necesaria que ésta 
pueda ser. 
El ministerio apostólico, del que participa el presbítero por la 
ordenación sacerdotal, es un don de Dios a la comunidad y al 
mundo. Con el don de la salvación se nos da también el don del 
ministerio: «Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por 
Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación... Y como 
cooperadores suyos que somos...» (2 Cor 5,18; 6,1). El ministerio 
ordenado no puede ser pensado sólo como respuesta a las 
expectativas o necesidades de la comunidad reunida; tampoco 
puede reducirse a una función social de la sociedad. Como don de 
Dios, su misión será el servicio de la Palabra que interpela y 
discierne, de la Verdad que libera y cuestiona. El ministerio proviene 
del Resucitado, y por ello los presbíteros hemos de mantener unas 
relaciones específicas en el mundo y en la comunidad eclesial. 
La Carta a los Efesios, en la misma perspectiva, afirma que 
Cristo exaltado abre a los santos el acceso a la gloria y les regala el 
don del ministerio, para su edificación hasta su plenitud (cfr. Ef 
4,7-13). El don escatológico del Espíritu y el don del ministerio se 
nos dan como fruto de la Pascua. Mediante ellos, el Resucitado 
continúa edificando su Cuerpo. La comunidad eclesial no puede 
«disponer» ni de uno ni de otro, aunque esté llamada a discernir el 
uno y a regular el otro en el curso de la historia. Una buena 
ilustración de esto la tenemos en la elección de Matías' así como en 
la de Pablo y los otros servidores del Evangelio. La comunidad es 
activa en la elección y, ante todo, en la recepción de aquel que Dios 
«pone a parte» o «se reserva» para llevar adelante su 
reconciliación, su nueva creación. 
Recibimos nuestra identidad más profunda de Jesús resucitado. 
Su llamada, que nos alcanza a través de la mediación necesaria del 
Pueblo de Dios, nos da nuestro estatuto en el mundo y en su 
Iglesia. Mediante el sacramento del Orden, como lo recuerda la 
exhortación Pastores dabo vobis, Él nos da el ser y la misión. La 
relación que funda las relaciones en el mundo y en la Iglesia es don. 
Sin esta conciencia creyente, nuestras relaciones terminan 
alineándose sobre los modelos culturales del momento; carecen de 
la vitalidad profética y testimonial; no están marcadas por la 
parresía del Espíritu, es decir, por la libertad y la audacia 
misioneras. Nuestra identidad nos viene de Cristo en, por y para su 
Cuerpo, que es la Iglesia. Quien entra en esta experiencia mística 
acepta gozosamente ser un don para los otros, ser, en y con Cristo, 
para los demás. El presbítero es un hombre para los demás porque 
ha aceptado ser «puesto aparte» para pastorear al Pueblo de Dios, 
«sacramento de salvación» para el mundo. 
PBRO/IDENTIDAD: Dios nos ha considerado dignos de confianza 
al colocarnos en el ministerio (cfr. 1 Tim 1,12-17). Nuestra identidad 
positiva se origina en la experiencia de la salvación, en el sentirse 
dignos de la confianza y la fidelidad de nuestro Padre. Pero esta 
identidad, lejos de excluir la incomprensión y la lucha, nos recuerda 
que, por ser elegidos como ministros suyos, hemos de contar con 
una y otra. La experiencia de Pablo es la nuestra. La fe, en 
consecuencia, es la raíz de una identidad libre y entregada a la 
misión. Sentirse considerado digno de la confianza de Dios, con sus 
fragilidades y limitaciones, lleva al gozo y a la humildad apostólica. 
Pablo se sabe testigo de la salvación, pues él ha sido el primer 
rescatado. Amará y servirá a los pecadores desde una profunda 
solidaridad. Su acción apostólica no se funda en la fuerza, sino en 
la fragilidad y debilidad. «Por eso me complazco en mis flaquezas, 
en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y en las 
angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es 
cuando soy fuerte» (2 Cor 12,10). Los presbíteros necesitamos 
experimentar con hondura el fundamento de nuestra identidad; de 
otra forma corremos el riesgo de caer o en el tedio de los 
funcionarios o en unas relaciones más o menos confortables, según 
temperamentos y culturas. 

Elegidos para el servicio del Evangelio
La elección confiere siempre una nueva identidad, un nuevo 
estatuto en el mundo y en la Iglesia. Toda elección acontece en 
favor de los demás y confiere una nueva manera de ser y estar en 
la existencia. Consentir en la elección es aceptar que pertenecemos 
a otro, que somos entregados como servidores de y para un 
pueblo. El Apóstol, dando su testimonio ante los presbíteros de 
Éfeso, les decía: «No vale la pena que yo os hable de mi vida, con 
tal de que termine mi carrera y cumpla el ministerio que he recibido 
del Señor Jesús de dar testimonio del Evangelio de la gracia de 
Dios» (Hch 20,24). La elección lleva a un descentramiento radical. 
La «carrera» del ministro ya no es la de los notables o los 
poderosos, sino una lucha incesante por el Reino de Dios y su 
justicia. El llamado encuentra su realización en el hecho de haber 
sido asociado al anuncio evangélico, a la evangelización y defensa 
de los que no cuentan. En los mismos sufrimientos de la misión 
encuentra su alegría. 
No se trata de descuidar las condiciones del ejercicio del 
ministerio ni de olvidar nuestra constitución social y psicológica. En 
efecto, somos quebradizos vasos de arcilla. La fe nos descentra de 
nuestra fragilidad para centrarnos en el tesoro, graciosamente 
depositado en nosotros. El centro de gravedad se desplaza hacia la 
misión y hacia los hombres convocados al banquete del Reino. 
Andamos, a mi entender, demasiado preocupados por nosotros 
mismos. Nuestro futuro depende en gran medida de nuestra 
capacidad para arriesgarlo todo a causa del Evangelio. Llamados a 
proseguir la misión del Buen Pastor, nos debemos tanto a la 
comunidad reunida como a nuestro mundo indiferente y escéptico. 
Desde la misión global, las funciones y las relaciones adquieren 
su dinamismo y su verdad liberadora, tanto para la comunidad 
eclesial como para la misma persona del presbítero. Ya no se trata 
de retirarse del mundo, sino de estar en él con la misma pasión del 
único Pastor. La fecundidad apostólica no se mide por los 
resultados; la indiferencia o la hostilidad del mundo no es 
precisamente signo de infidelidad. Si nos movemos desde la fe, no 
podemos dejar de acoger la palabra del Maestro a sus discípulos: 
«Os he dicho estas cosas para que tenguáis paz en mí. En el 
mundo tendréis tribulación, pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo» 
(Jn 16,33). Nuestra arma eficaz para evangelizar la cultura y las 
culturas, para transformar el mundo y liberar al hombre, es la fe. «Y 
lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe» (lJn 
5,4). 
No hay identidad positiva y gozosa sin una justa estima de sí 
mismo. Las funciones y las relaciones contribuyen a su desarrollo, 
pero sólo la experiencia de la fe proporciona el soporte para las 
unas y las otras. La vida del discípulo y del ministro presuponen 
siempre esta experiencia mística: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú 
tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que 
tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,68-69). ¿Hacia dónde vamos? 
Salgamos al encuentro del Santo de Dios y, desde la experiencia 
del Resucitado, seamos imaginativos para recrear funciones y 
relaciones. 

Con la mirada puesta en el futuro
La fe nos da una clara conciencia de victoria frente al desánimo y 
la sensación de fracaso. Lo experimentaron los primeros discípulos 
y lo seguimos experimentado nosotros. Nos cuesta asumir la 
frustración de nuestras expectativas mesiánicas, más o menos 
camufladas. Rechazamos espontáneamente los caminos humildes y 
fecundos del grano de trigo, pues nos gusta el triunfo de los 
resultados rápidos y espectaculares. Profetas y apóstoles nos 
indican cuál ha de ser el dinamismo de la esperanza de la fe en los 
servidores de la Palabra hecha carne: está hecha de libertad, 
paciencia, seguridad y audacia para dejar al Espíritu dar testimonio 
en nosotros, para ser instrumentos que lleven a la comunidad de los 
discípulos a la Verdad plena. 
«Yo soy el Alfa y la Omega, dice el Señor Dios, 'Aquel que es, 
que era y que ha de venir,' el Todopoderoso» (Ap 1,8). Estas 
palabras se dirigían y se dirigen a comunidades y servidores 
profundamente desestabilizados por la situación histórica. Nos dicen 
que Dios es poder de futuro y que sus servidores podemos avanzar 
con aplomo y confianza. En medio de las dificultades y oscuridades 
del camino, la Palabra nos garantiza la victoria personal y la de las 
ovejas, propiedad de Dios. Nos lo recuerda Jesús: «Yo les doy vida 
eterna, y no perecerán jamás; nadie las arrebatará de mi mano. El 
Padre, que me las ha dado, es más que todos, y nadie puede 
arrebatar nada de la mano del Padre. El Padre y yo somos una sola 
cosa» (Jn 10,28-29). La esperanza del pastor se apoya en la 
comunión de la fe. 
Existe entre nosotros la dolorosa experiencia de una cierta 
incapacidad para engendrar verdaderas comunidades misioneras. 
No acertamos con los caminos ni con los recursos adecuados. Nos 
asalta entonces la tentación de los falsos profetas y apóstoles, es 
decir, la de ignorar la crisis o abandonarla con rapidez en busca de 
lugares confortables. La esperanza de la fe nos encamina hacia el 
mañana, aceptando no conocer ni el camino ni la hora de la llegada, 
pero con la garantía de que el futuro ya está en nuestras manos, 
pues pertenece a Quien es el Alfa y la Omega. Él hace suya la 
causa de sus ovejas y servidores. Los presbíteros hemos de perder 
mucho lastre histórico para recorrer el camino, pero sin sentirnos 
derrotados. ¿No sería el signo de haber reducido el sacerdocio a 
unas tareas o servicios socio-religiosos? 


lll. El ÉXODO DEL PASTOR
«Siendo libre de todos, me he hecho esclavo de todos para ganar a los 
más que pueda... Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a 
algunos. Y todo esto lo hago por el Evangelio, para ser partícipe del mismo» (1 
Cor 9,19.23). 
Quien encabeza la marcha del pueblo peregrino no puede 
instalarse sin traicionar su misión. Como nómada del desierto, ha de 
conducirlo hacia buenos pastos. Su misión, en última instancia, 
consiste en mantener y guiar la marcha de los hermanos hacia la 
Alianza del Espíritu, hacia la libertad y la paz. El camino es arduo y 
árido; las tentaciones y las revueltas del mismo pueblo no faltarán. 
El pastor debe adaptarse con paciencia, solidaridad y entereza a las 
diferentes etapas. 
Para servir a la esperanza y la libertad de un pueblo pobre y 
humillado, los presbiteros estamos urgidos a vivir el éxodo del amor. 
Pablo, libre de todos, se hace esclavo de todos. El amor del pastor 
implica la solidaridad y las rupturas del Siervo de Yahvéh. Hay que 
estar dispuestos al sacrificio de su misma integración social, si así lo 
requiere el servicio de la libertad de los hermanos. ¿No nos lo 
recuerda así la presidencia de la celebración eucarística? 
La caridad pastoral es irreductible a la generosidad, aunque la 
incluya. La fe, principio de todo éxodo, exige de nosotros 
enraizarnos en la Palabra que convoca, edifica y guía al Pueblo de 
Dios. Amar es guiar al otro hacia y en la verdad liberadora. Verdad 
recibida en y de la fe del pueblo, al frente del cual Dios nos ha 
constituido como sus servidores. Es necesario salir de sus 
opiniones, ideas y proyectos personales; incluso las propias 
experiencias deben ser sacrificadas para servir a la libertad y la 
responsabilidad de todos. La catolicidad del amor implica hacerse 
todo a todos. La generosidad se convierte con frecuencia en 
proyección de uno mismo y genera dependencias; el amor libera 
para la libertad. 
El amor toma siempre la iniciativa. Se pone en camino para 
buscar a la oveja descarriada, para convocar a los excluidos, para ir 
a los que están lejos; en una palabra, para buscar lo perdido. La 
caridad no soporta que nadie se pierda: por eso es siempre 
misionera. Adecuar nuestra existencia presbiteral a la Eucaristía 
supone adentrarse en la iniciativa del ágape paterno. Tanto ama al 
mundo que envía a su Hijo. El servicio del amor, como lo 
celebramos en la Pascua, toma siempre la delantera, va más allá de 
las necesidades y expectativas de los hombres.
La gratuidad es otra etapa decisiva en este éxodo. El amor busca 
ser correspondido, pero no impone a nadie la respuesta. El 
dinamismo de la Alianza y de la comunión es imposible sin la libre 
respuesta de la persona. Cuando no se cultiva la libertad del 
hermano, ya no estamos en el anuncio de la Buena Noticia, sino en 
esquemas religioso-culturales, aunque el ropaje pueda tener 
apariencias evangélicas. Es gratuito en el amor quien se hace 
pastor de la libertad de los hermanos, quien vela y lucha por ella. 
Este amor sólo se aprende en el corazón manso y humilde del Buen 
Pastor. El aprendizaje del amor dura toda la existencia. El ministro 
de la gratuidad de Dios pone el poder o los poderes recibidos al 
servicio de la edificación de un pueblo de discípulos y testigos de la 
libertad del Espíritu. 
El amor es tenaz, paciente y confiado. No cesa de buscar lo que 
estaba perdido. No considera a nadie irrecuperable, pues cree en el 
poder del Espíritu y confía en la libertad del hombre. Como el 
Siervo, se empeña en una lucha permanente hasta llevar a su 
cumplimiento la esperanza de los pueblos. Su trabajo es abrir la 
comunidad hacia su futuro, Dios todo en todo. Los pastores no 
podemos imponer ni los tiempos ni los ritmos de la conversión. 
Nuestro ministerio no puede realizarse más que en la fe. 
El éxodo del amor descentra al pastor hacia los más débiles y 
necesitados. Por la fe, comulga con el dinamismo del amor divino, 
que no cesa de hacer suya la causa de los humillados y oprimidos. 
Su defensa en el seno de la comunidad se completa por un trabajo 
incesante, a fin de que ésta los coloque en el centro de su vida y 
acción, hasta llegar a una solidaridad efectiva con los que no 
cuentan. Los pobres han de ser centro vital de la existencia del 
pastor y de la comunidad, pues con ellos se identifica Cristo de 
manera especial. 
Solidaridad, comunión y obediencia son expresión del ágape en 
la existencia del Buen Pastor. Solidario de la condición humana, 
viene en nuestra «carne de pecado». Su misión se realizó en la 
comunión y conduce a la comunión con el Padre: «Yo les he dado la 
gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos 
uno; yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y' el 
mundo conozca que tú me has enviado» (Jn 17,22-23). Para 
hacerles pasar a la comunión, Jesús hizo de la voluntad del Padre 
su comida. El secreto de su fecundidad se encuentra en la 
comunión filial y en la obediencia hasta la muerte. Nuestra 
fecundidad apostólica pasa también por una real solidaridad con los 
hombres, por la comunión en el Pueblo de Dios y en el seno de 
nuestros presbiterios, así como por la obediencia libre y 
responsable de la fe a nuestros obispos, de quienes el Espíritu nos 
ha hecho «próvidos cooperadores». 
Por la Ordenación sacerdotal, los presbiteros formamos una 
fraternidad sacramental. Si queremos desarrollarla con verdad y 
eficacia, ayudémonos a ahondar en las raíces de nuestro ministerio 
y desarrollemos su dinamismo teologal en nuestras relaciones y 
funciones. 

SAL TERRAE 1996/06. Págs. 459-473