EL MATRIMONIO, UN CAMINO DE SANTIDAD


Luis Fernando Figari


CONTENIDOS 

-INTRODUCCIÓN 
-VOCACIÓN A LA SANTIDAD 
-VOCACIONES DE VIDA CRISTIANA 
-Encuentro y donación humana 
-Donación de sí y matrimonio 
-Ilustración y cultura de muerte 
-MATRIMONIO: COMUNIDAD DE PERSONAS 
-HORIZONTES DE LA VOCACIÓN MATRIMONIAL 
-Educación para el amor y el don de sí 
-El nosotros y la personalización 
-El matrimonio y la vida de los hijos 
-Ante la vocación de los hijos 
-Dinamismo reconciliador 
-Un camino de vida cristiana 
-Conversión y oración 
-Compartiendo la Buena Nueva 
-HAY TODAVÍA MÁS... 

* * * * *

INTRODUCCIÓN

MA/CAMINO-SANTIDAD: Estas reflexiones se encarnan en la 
realidad del Pueblo de Dios. Mi intención primaria es compartirlas 
con quien habiendo sido bautizado ha recibido la filiación adoptiva 
de Dios, ha sido hecho hijo en el Hijo, y es invitado a creer y a 
adherirse al Señor Jesés, Camino, Verdad y Vida, poniendo su vida 
toda en sintonía con esa fe y esa adhesión, y anunciando al Señor 
a los demás en todas las ocasiones posibles. Hago esta precisión 
para aclarar desde un inicio que me moveré en la fe y razonando 
desde esa fe. Quede pues en claro que hablo como creyente.


VOCACIÓN A LA SANTIDAD

SANTIDAD/VOCACIÓN: Todo hijo de la Iglesia debe comprender 
que está llamado a ser santo[1]. El sed siempre y enteramente 
santos, como santo es el que os llamó [2]neotestamentario sitúa al 
cristiano en el horizonte de una vida conforme al designio divino que 
pide la perfección en el amor. Es precisamente el Señor Jesés quien 
invita a seguir su camino hacia la plenitud, enseñando: Por lo tanto 
sean perfectos como es perfecto vuestro Padre que está en los 
cielos[3]. La palabra del Señor invita a todos cuantos la oyen a la 
vida santa. «El divino Maestro y Modelo de toda perfección, el Señor 
Jesés, predicó a todos y a cada uno de sus discípulos, cualquiera 
que fuese su condición, la santidad de vida, de la que Él es iniciador 
y consumador»[4]. El Concilio Vaticano II ha sido muy claro al 
respecto dedicándole todo un capítulo de la Constitución Dogmática 
Lumen gentium[5]. En él leemos un pasaje fundamental en el que 
conviene reflexionar: «Es, pues, completamente claro que todos los 
fieles, de cualquier estado o condición [6]están llamados a la 
plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, y esta 
santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la 
sociedad terrena. En el logro de esa perfección empeñan los fieles 
las fuerzas recibidas según la medida de la donación de Cristo, a fin 
de que, siguiendo sus huellas y hechos conformes a su imagen, 
obedeciendo en todo a la voluntad del Padre, se entreguen con 
toda su alma a la gloria de Dios y al servicio del prójimo»[7].

La vocación a la vida cristiana y el llamado a la santidad son, 
pues, equivalentes, ya que todo fiel está llamado a la santidad[8]. La 
santidad está en la misma línea que la conformación con Aquel que 
precisamente es Maestro y Modelo de santidad. Nadie pues que 
realmente quiera ser cristiano puede considerarse exento del 
imperativo de aspirar a la santidad. Ninguna excusa, como la 
dificultad de ese camino o las atracciones del mundo o lo complejo 
de la vida hodierna, puede aducirse para escamotear el destino de 
felicidad al que Dios llama al hombre. No hay, pues, excusas válidas 
para desoir el llamado a caminar hacia la plenitud, hacia la felicidad 
plena. Existe sí la libertad de decir «no». Siempre existe esa 
posibilidad, pero al decir «no» la persona se está cerrando al 
designio que Dios le tiene preparado, es decir, está renunciando a 
su felicidad. Es posible decir «no», pero esa es una actitud no libre 
de gravísimas consecuencias para la persona y para la misión que 
está llamada a realizar en el mundo. En el fondo, decir «no» es 
optar por la muerte. Es sin duda rechazar la Vida que trae el Señor 
Jesés, es no conformarse a la vida cristiana que de Él proviene, es 
cerrarse al camino de profunda transformación y quedarse 
sumergido en las propias inconsistencias, en el anti-amor, en la 
anti-vida.

No es el caso abundar aquí sobre la naturaleza de este llamado a 
la santidad y el designio divino sobre el ser humano[9], pues 
además del Concilio Vaticano II no pocos autores se han ocupado 
de él[10], y por lo demás hoy es un asunto bien conocido. Hay, sin 
embargo, algunas cosas que conviene poner de relieve.

Si bien la santidad en la Iglesia es la misma para todos[11], ella no 
se manifiesta de una única forma. Por ello la insistencia en que cada 
uno ha de santificarse en el género de vida al cual ha sido llamado, 
siguiendo en él al Señor Jesés, modelo de toda santidad.

Cada uno, en su estado de vida y en su ocupación, desde sus 
circunstancias concretas, «debe avanzar por el camino de fe viva, 
que suscita esperanza y se traduce en obra de amor»[12]. Así, el 
obispo se ha de santificar como obispo concreto, el sacerdote como 
sacerdote concreto, el diácono como tal, las diversas categorías de 
personas que han sido llamadas a la vida de plena disponibilidad en 
su llamado y circunstancias concretas, los laicos casados como 
casados[13], y los laicos no casados aspirando a la perfección de la 
caridad como laicos. Así pues, cada uno ha de buscar santificarse 
en su propio estado, condición de vida y en sus circunstancias 
concretas. Esta es una enseñanza de siempre, si bien el Vaticano II 
ha sido ocasión para que recupere toda su fuerza doctrinal[14].

Esta vinculación de la misma vida cristiana con la santidad está 
fundada en el bautismo, cuyas virtudes cada bautizado debe 
procurar conservar, manteniéndose en la relación con Dios que la 
gracia posibilita y evitando toda ruptura en esa relación 
fundamental. Igualmente se trata no sólo de permanecer en el amor 
y así permanecer con Dios[15], sino de poner por obra la gracia 
amorosa que el Espíritu derrama en los corazones[16]. El cristiano 
que realmente aspira a ser coherente ha de vivir según la fe en 
todos los momentos de su vida, nutriéndose de la gracia y 
celebrando la fe de tal modo que toda su vida se desarrolle en 
presencia de Dios, en espíritu de oración, aspirando a que los 
dinamismos de comunión se alienten en el ejemplo del don 
eucarístico. No existe eso de cristiano en cómodas cuotas horarias, 
diarias ni mucho menos semanales. La vida cristiana debe 
manifestarse cotidianamente y en todos los momentos. Así, cada 
uno irá cooperando desde su libertad con la gracia recibida, 
creciendo en amorosa adhesión al Señor Jesés y conformándose 
con Él, tendiendo a la perfección del amor de la que nos da 
paradigmático ejemplo. Así pues, una vez más con la esperanza de 
que quede del todo claro: «Todos los cristianos, por tanto, están 
llamados y obligados a tender a la santidad y a la perfección de su 
propio estado de vida»[17]. Es decir, todos, en los distintos estados 
y condiciones de vida, han de orientar su existencia según el Plan 
de Dios evitando dar cabida a pensamientos, sentimientos, deseos 
o acciones que obstaculizan ese designio divino y llevan a 
considerar como permanente este mundo que pasa[18], y buscando 
seguir cada vez más de cerca el Plan amoroso de Dios hasta 
producir los frutos del Espíritu, viviendo y actuando según Él[19].

La santidad es el gran regalo para el ser humano. Por los 
misterios de la Anunciación-Encarnación, Vida, Pasión, Muerte, 
Resurrección y Ascensión del Verbo Encarnado, el amor de Dios se 
abre de modo inefable a la humanidad y posibilita el 
restablecimiento, a niveles impensados, como «hijos en el Hijo», de 
la amistad con Dios. Esta santidad es pues decisiva para la felicidad 
del ser humano. Es meta fundamental a la que se debe tender para 
alcanzar la plenitud. No es superflua, en lo más mínimo, aunque es 
gratuita. Se debe siempre a la iniciativa y al don de Dios, pero 
requiere de una colaboración entusiasta y eficaz. El deber querer 
ser santo es algo que debe ir con naturalidad con la vida cristiana. 
Todo creyente debe dejarse invadir por un intenso ardor por aspirar 
a la propia santidad. No hacerlo es demencial. Todo bautizado debe 
tomar conciencia de qué significa realmente ser bautizado y valorar 
tan magno tesoro pensando, sintiendo y actuando como cristiano. 
Es, pues, necesario que cada uno ponga el mayor interés y dedique 
lo mejor de sí a responder a la gracia, cooperando con ella desde 
su libertad para vivir cristianamente y así acoger el designio divino y 
llegar a ser santo, para llegar a ser feliz.

Pienso que la asincronía existencial que el secularismo ha 
introducido de manera flagrante en la vida de los seres humanos de 
hoy es el mayor peligro de la seducción del mundo en el aquí y 
ahora. La coherencia y unidad del ser humano no pueden ser 
juguete de los ritmos de la vida hodierna, ya que su felicidad eterna 
está en juego. Así pues, si un bautizado no encuentra en sí el 
suficiente entusiasmo para entregarse con todo su ser a la hermosa 
tarea de hacerse ser humano pleno en amistad con Dios, ha de 
preguntarse, ante todo, qué mentira le tiene embotado el corazón; 
por qué se permite la locura de vivir en una dualidad existencial, por 
un lado lo que dice creer y por otro su vida diaria. La santidad es 
una apasionante tarea que, cuando se la entiende como lo que en 
verdad es, despierta un entusiasmo desbordante y una opción 
fundamental firme por vivir a plenitud la vida cristiana, viviendo, 
precisamente, en cristiano los diversos actos en que se va 
manifestando la existencia[20].

En el proceso de valorar la santidad y de entusiasmarse por ella, 
hay una persona que ilumina toda santificación en la Iglesia. Es 
María[21], Virgen y Madre, que brilla ante todos como paradigma 
ejemplar de todas las virtudes[22]. Ella que es el fruto adelantado 
de la reconciliación «en cierta manera reúne en sí y refleja las más 
altas verdades de la fe. Al honrarla en la predicación y en el culto, 
atrae a los creyentes hacia su Hijo, hacia su sacrificio y hacia el 
amor del Padre»[23]. María, por su adherencia y unión con el Señor 
Jesés, es modelo extraordinario de santidad, que se expresa en su 
fe, esperanza y amor, y desde esa santidad, ejerciendo tiernamente 
la tarea de ser Madre de todos sus «hijos en su Hijo», que le fue 
explicitada al pie de la Cruz[24], coopera a la santidad de cada uno 
ayudando a su nacimiento, guiándolo, educándolo en la adhesión y 
comunión con el Señor Jesés[25].


VOCACIONES DE VIDA CRISTIANA

La vocación a la vida cristiana se hace concreta en diferentes 
estados y condiciones de vida. Podemos encontrar una primera 
gran distinción en la forma de vivir la vida cristiana, ya en el 
celibato[26] ya en el matrimonio. En torno a esto ha habido muchos 
errores, que hoy felizmente se van superando entre personas 
maduras en la fe. Sin embargo, no parece que se esté libre de que 
los antiguos disparates se reaviven o surjan otros nuevos[27]. 
Precisamente el secularismo y el consumismo, y más aún una visión 
erotizada de la existencia presentan en no pocos ambientes una 
casi compulsividad societal hacia el matrimonio o hacia sus 
inaceptables sustitutos como son uniones extra-maritales, el llamado 
«amor» libre, la poligamia u otras deformaciones que desconocen la 
gran dignidad del matrimonio[28]. No seguir tales caminos suele 
convertir a la persona que así procede en blanco de censuras. Y es 
que una de las trágicas características de la cultura de muerte, 
lamentablemente predominante, es la erotización extrema de la 
vida.

Por lo demás, dando testimonio de su opción radical por el ser 
humano y por su dignidad, fruto de su adhesión a la verdad, la 
Iglesia que peregrina tiene una recta visión de la sexualidad humana 
según el divino designio. Y es en ese sentido que ayer como hoy ha 
valorado muy en alto la castidad[29] así como el celibato por el 
Reino[30], y también, sin duda, lo seguirá haciendo en el tiempo por 
venir, dada la naturaleza de tan alto don[31]. En igual sentido es la 
Iglesia, maestra de humanidad, la que valora y defiende la gran 
dignidad del matrimonio y de la familia[32]. Precisamente, ante todo 
ello cabe reiterar con toda claridad que una forma como la otra son 
caminos legítimos y muy necesarios para que los hijos de la Iglesia 
puedan cumplir el designio de Dios en esta terrena peregrinación, 
según el llamado personal de cada cual. Estas dos realidades, el 
sacramento del matrimonio y el celibato por el Reino de Dios, vienen 
del Señor mismo. Es Él quien les da sentido y quien concede, a 
quien en cada caso llama, la gracia indispensable para vivir en ese 
estado conforme a su designio[33]. Escribiendo a los Corintios, 
precisamente sobre estos temas del matrimonio y el celibato por el 
Reino, San Pablo enseña: «cada uno ha recibido de Dios su propio 
don: unos de un modo y otros de otro»[34] Así pues, la estima del 
celibato por el Reino[35] y la estima por el sentido cristiano del 
matrimonio son inseparables para el hijo del la Iglesia[36]. A tal 
punto es esto verdad que denigrar uno es afectar seriamente a 
ambos, y valorar uno es también apreciar al otro. Cada cual es 
camino adecuado para quien ha sido llamado a él. Es pues asunto 
de vocación[37] divina.

Hay personas llamadas por Dios a consagrarse por entero a un 
valor que se les presenta como fundamental y que conlleva una 
entrega de tal grado que exige una disponibilidad plena en todo 
momento. Es una opción por una mayor libertad e independencia 
para poder cumplir con la sublime misión de servicio evangelizador 
que se experimenta como decisiva para cumplir con el divino 
designio y alcanzar así la realización personal. Las características 
de vida del Señor Jesés se presentan con una gran fuerza para 
quien como Él acepta libremente responder, amorosa y 
obediencialmente, al Plan divino y asumir las condiciones que un 
seguimiento de plena disponibilidad implica. El celibato queda 
definido por la libre respuesta a la gracia del llamado de seguir así 
al Señor Jesés, tornando disponible, a la persona que a él 
responde, a una dedicación exclusiva a las responsabilidades y 
tareas que el designio divino ponga delante de sí. Así, celibato y 
libre disponibilidad para el servicio y el apostolado son conceptos 
vinculados muy cercanamente. Las formas concretas que asume 
esta plena disponibilidad por el Reino son diversas en la 
Iglesia[38].

Una concreción muy especial de la castidad perfecta por el Reino 
es la que han de asumir los clérigos que se obligan a guardar el 
celibato perpetuo. Esta continencia perfecta y perpetua por amor 
del Reino está vinculada en la Iglesia latina en forma especial al 
sacerdocio, por graves razones que se fundamentan en el misterio 
del Señor Jesés y en su misión. Al ponderar el celibato eclesiástico, 
el Concilio Vaticano II señala que éste «está en múltiple armonía con 
el sacerdocio. Efectivamente, la misión del sacerdote está 
integralmente consagrada al servicio de la nueva humanidad, que 
Cristo, vencedor de la muerte, suscita por su Espíritu en el mundo, y 
que trae su origen no de las sangres, ni de la voluntad de la carne, 
ni de la voluntad del varón, sino de Dios (Jn 1,13)»[39]. 


Encuentro y donación humana
H/SER-EN-RELACIÓN INDIVIDUALISMO: Así pues, se ve muy 
claro cómo se hace concreto aquel hermoso pasaje del Concilio 
Vaticano II que tanto nos dice sobre la realidad de los dinamismos 
profundos del ser humano como orientados al horizonte comunitario: 
«Más aún, el Señor Jesés, cuando le pide al Padre que todos sean 
uno..., como también nosotros somos uno[40], ofreciendo 
perspectivas inaccesibles a la razón humana, sugiere cierta 
semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los 
hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza muestra 
que el ser humano, que es la única criatura en la tierra a la que Dios 
ha amado por sí misma, no puede encontrarse plenamente sino en 
la sincera donación de sí mismo»[41]. Esta condición se encuentra 
firmemente arraigada en lo profundo de la naturaleza humana. 
Estamos aquí ante una de las verdades fundamentales de la 
antropología cristiana, una verdad sólidamente teológica. El ser 
humano es una creatura abierta hacia el encuentro. Desde su 
realidad fondal está impulsado al encuentro con Dios y con los 
demás seres humanos. Esta es una realidad óntico estructural que 
se manifiesta en múltiples formas. Lo fundamental es que el ser 
humano no está hecho para encerrarse en sí mismo en un 
individualismo[42] fatal. Tal individualismo es una anomalía. Sus 
dinamismos orientados al encuentro hacen que la persona, que está 
invitada estructuralmente a la auto-posesión, se posea cada vez 
más en la medida en que desenvuelve su acción en la dirección a la 
que apunta su ser más profundo, esto es en la apertura al 
encuentro con Dios Amor, y desde ese compromiso interior al 
encuentro con los hermanos. Así, tenemos que el ser humano es 
menos persona y se posee menos cuando se cierra en forma 
egoísta sobre sí que cuando se abre al encuentro con otros seres 
humanos, en un dinamismo que sigue el impulso análogo a la 
aspiración del encuentro definitivo con el Té divino.

La donación de sí por el amor y el servicio, de la que es capaz el 
ser humano y que lleva a la comunión de las personas, en unos 
casos pide un té específico al que se dirija la entrega personal y ser 
acogida por este té específico; en otros casos, esta donación 
personal está dirigida hacia numerosas personas y pide ser acogida 
por ellas[43]. Esto nos pone ante un universo relacional que nace 
de la estructura fundamental del ser humano y que conduce a la 
comunión de personas. 


Donación de sí y matrimonio
La modalidad de la donación de sí en el matrimonio responde a 
este dinamismo. Yendo más allá de un mero aglomeramiento de dos 
individualidades[44], el matrimonio es un proceso íntimo de 
integración personal en el amor mutuo de los cónyuges. Se trata de 
un tipo especial de amistad entre el hombre y la mujer que se donan 
recíprocamente el uno al otro con la explícita intención de hacer 
permanente esa donación y se ponen uno a disposición del otro en 
respeto profundo, reconocimiento de lo singular e individualmente 
valioso del té al que se donan, y lo expresan en una concreción 
espiritual y corporal construyendo un nosotros de amor como 
pareja, conformada por un hombre y una mujer abiertos a traer 
nuevas personas al mundo como fruto concreto de su amor.

Esta realidad del matrimonio, que como tal responde al designio 
divino desde la primera unión[45], está, también por ese mismo 
designio, consagrado por su condición de sacramento, y es, como lo 
enseña León XIII, «en cuanto concierne a la sustancia y santidad del 
vínculo, un acto esencialmente sagrado y religioso»[46]. El 
dinamismo santificador del sacramento del matrimonio llega al 
esposo y a la esposa en su experiencia de donación y entrega en el 
amor y el servicio, experimentando la fuerza del amor divino que los 
mueve a acercarse más y más al Señor, así como entre sí, 
madurando como personas, poseyéndose cada vez más, siendo 
cada vez más libres y creciendo en el amor a Dios y entre sí, y 
sobreabundando en amor hacia sus hijos, tornándose la familia un 
cenáculo de amor. Un santuario de la vida y de los rostros del amor 
humano que en él se viven[47], en el que en la medida de la 
fidelidad cristiana de los esposos y la vida en el Señor de los hijos, 
se sienten impulsados los miembros de la familia al anuncio de la 
Buena Nueva que viven en el hogar. Obviamente esto sucede en la 
medida en que se acepta la gracia amorosa que el Espíritu derrama 
en los corazones y se ponen los medios correspondientes para 
cooperar con el designio divino. No pocas veces el ideal descrito, 
sin embargo, no es alcanzado, pues las personas que no avanzan 
por el camino de su felicidad no llegan a comprender que la 
vocación matrimonial es un camino de vida cristiana que lleva 
anejas todas las exigencias que el seguimiento del Señor Jesés 
implica.

Santo Domingo lo dice muy hermosamente: «Jesucristo es la 
Nueva Alianza, en Él el matrimonio adquiere su verdadera 
dimensión. Por su Encarnación y por su vida en familia con María y 
José en el hogar de Nazaret se constituye en modelo de toda 
familia. El amor de los esposos por Cristo llega a ser como Él: total, 
exclusivo, fiel y fecundo. A partir de Cristo y por su voluntad, 
proclamada por el Apóstol, el matrimonio no sólo vuelve a la 
perfección primera sino que se enriquece con nuevos 
contenidos»[48]. El matrimonio cristiano es un sacramento en el que 
el amor humano es santificante y comunica la vida divina por la obra 
de Cristo, un sacramento en el que los esposos significan y realizan 
el amor de Cristo y de su Iglesia, amor que pasa por el camino de la 
cruz, de las limitaciones, del perdón y de los defectos para llegar al 
gozo de la resurrección[49].

Así pues, el matrimonio cristiano es un ideal muy hermoso en el 
que el mismo amor del esposo y la esposa, puesto ante todos de 
manifiesto en la alianza sacramental, expresa como público símbolo 
el amor de un hombre y una mujer que han aceptado el Plan divino, 
tornándose testimonio de la presencia pascual del Señor[50], y que 
se comprometen establemente a donarse a sí mismos y constituir 
una comunidad de amor, una Iglesia doméstica en la que se forja 
una parte irremplazable del destino de la humanidad y en la que se 
concreta una nueva frontera del proceso de la Nueva 
Evangelización[51].

A Dios gracias, hay familias que, como dice el Documento de 
Santo Domingo, «se esfuerzan y viven llenas de esperanza y con 
fidelidad el proyecto de Dios Creador y Redentor, la fidelidad, la 
apertura a la vida, la educación cristiana de los hijos y el 
compromiso con la Iglesia y con el mundo»[52]. Pero 
lamentablemente son también muchos, demasiados, los que 
desconocen «que el matrimonio y la familia son un proyecto de Dios, 
que invita al hombre y la mujer creados por amor a realizar su 
proyecto de amor en fidelidad hasta la muerte, debido al 
secularismo reinante, a la inmadurez psicológica y a causas 
socio-económicas y políticas, que llevan a quebrantar los valores 
morales y éticos de la misma familia. Dando como resultado la 
dolorosa realidad de familias incompletas, parejas en situación 
irregular y el creciente matrimonio civil sin celebración sacramental y 
uniones consensuales[53]. 


Ilustración y cultura de muerte
En verdad estas situaciones de carácter negativo que amenazan 
al matrimonio y a la familia, no sólo como casos aislados y como 
defectos de las personas en ellos involucradas sino como un 
fenómeno cultural concretado en lo que conocemos como cultura de 
muerte[54], parecen tener su origen en la Ilustración. Al menos ya a 
mediados del siglo XVIII se percibe una muy grave inquietud por el 
fenómeno que está ocurriendo. Así se expresaba ya el Papa 
Benedicto XIV[55] en la encíclica Matrimonii, en el primer año de su 
pontificado: «Los hechos que se nos refieren atestiguan el 
menosprecio en que se tiene al matrimonio... Por lo cual no existen 
lágrimas ni palabras aptas para expresaros toda Nuestra 
preocupación, y el dolor tan acerbo de Nuestro espíritu de 
Pontífice»[56]. No vamos a abundar en la historia de cómo la 
Ilustración y el proceso naturalista, racionalista y subjetivista que la 
acompaña van afectando socio-culturalmente al matrimonio y a la 
familia. Seguir los documentos pontificios puede dar una idea 
bastante aproximada de la extensión y malignidad de ese proceso. 
Baste en esta ocasión señalar su existencia y apuntar que el 
problema de hoy hunde sus raíces en un proceso de pérdida de 
identidad de no pocos hijos de la Iglesia. Precisamente de allí la 
inmensa trascendencia de la Nueva Evangelización que se nos 
presenta hoy como horizonte.


MATRIMONIO: COMUNIDAD DE PERSONAS

Pocos años antes de ser elegido pontífice[57], el Cardenal Karol 
Wojtyla, escribía en un artículo titulado La paternidad como 
comunidad de personas: «Una genuina comprensión de la realidad 
del matrimonio y la paternidad y maternidad en el contexto de la fe 
requiere de la inclusión de una antropología de la persona y del 
don; también requiere del criterio de comunidad de personas 
(communio personarum) si ha de estar a la altura de las exigencias 
de la fe que está orgánicamente conectada con los principios de 
moralidad conyugal y parental. Una visión puramente naturalista del 
matrimonio, una que considere el impulso sexual como la realidad 
dominante, puede fácilmente oscurecer estos principios de 
moralidad conyugal y familiar en los que los cristianos deben 
discernir el llamado de su fe. Esto también se aplica al sentido 
teológico esencial de los principios de moralidad conyugal. En la 
práctica --sigue el Cardenal Wojtyla--, esto no constituye una 
tendencia a minimizar el impulso sexual, sino simplemente a verlo en 
el contexto de la realidad integral de la persona humana y de la 
cualidad comunal inscrita en ella. Esta verdad debe de alguna 
manera prevalecer en nuestra visión de todo el asunto del 
matrimonio y de la paternidad y maternidad; debe finalmente 
prevalecer. Para lograr esto, un tipo de purificación espiritual se 
hace necesario, una purificación en el campo de los conceptos, 
valores, sentimientos y acciones»[58]

No cabe duda que la tarea de recuperación del horizonte de la 
recta imagen del matrimonio y de su noble dignidad requiere un 
proceso de purificación. Hay que tomar conciencia de que la misma 
verdad, en diversos niveles, está hoy en crisis[59]. Pienso que ese 
proceso de purificación ha de ir, como acaba de ser señalado, 
desde el campo de lo conceptual, del mundo de las ideas, y habría 
también que decir imágenes, hasta el campo de la concreción 
personal. Esto plantea, pues, una consideración fundamental que 
es la identidad cristiana y la internalización personal de lo que 
implica, ante todo como persona individual que sigue al Señor y 
procura vivir según el divino Plan, y luego, también, la idea divina de 
la naturaleza, las características y los dinamismos del matrimonio 
como un camino de santidad y de la familia como Iglesia 
doméstica[60], santuario de la vida[61], comunidad de personas, 
cenáculo de amor, signo social de opción por la vida cristiana.


HORIZONTES DE LA VOCACIÓN MATRIMONIAL

La santidad del matrimonio es fuente en la que se apoya el 
desarrollo cristiano de la familia. Junto al problema «socio-cultural» 
señalado y al necesario proceso de internalización, y dependiente 
de una toma de conciencia de la verdad y los valores sobre el 
matrimonio y la familia, está, ocupando un lugar fundamental, el 
comprender el camino del matrimonio como una vocación específica 
a la santidad, esto es, como un llamado a una persona concreta 
para seguir el camino hacia la santidad en el matrimonio y la familia. 
Precisamente, Juan Pablo II destaca que «Cristo quiere garantizar la 
santidad del matrimonio y de la familia, quiere defender la plena 
verdad sobre la persona humana y su dignidad»[62]

Los caminos de vida que se abren ante el creyente son 
vocaciones, es decir cada una constituye un llamado divino a la 
persona. Así pues, no es un asunto de vehemencia ni de capricho, 
sino de discernir[63] el llamado propio, el camino para mejor cumplir 
el Plan de Dios según las características personales, suponiendo 
una madurez adecuada y el ejercicio de la libertad sin coacciones. 


Educación para el amor y el don de sí
Cada quien debe ahondar en su mismidad y buscar el designio de 
Dios para su propia vida. Esto implica un proceso de educación 
orientado a la libre elección, un proceso de auténtica 
personalización, un proceso de educación para el amor y el don de 
sí que, por lo mismo, sea coherente con la opción por la fe asumida 
por la persona. Este proceso, por las condiciones socio-culturales, 
tiene que ser un proceso simultáneo de educación en la verdad 
fundamental de lo que significa la adhesión al Señor Jesés, 
ahondando en la fe de la Iglesia, iluminando los caminos 
vocacionales, y al mismo tiempo un proceso de liberación de 
presuposiciones y prejuicios de lo que hoy llamamos cultura de 
muerte. Siguiéndolo, pero sin ser por ello menos importante, ha de ir 
un proceso de maduración integral de la persona. Ocurre no poco 
que se confunde el pasar de los años con la madurez. Y bien 
sabemos que esa confusión no se ajusta a la verdad. La madurez 
es un proceso de reconocimiento de la propia identidad, de 
reconciliación de las rupturas personales y de restablecimiento de 
las relaciones básicas de la persona.

Así pues, hay que considerar, en presencia del tema del 
matrimonio y de la familia enfocados con visión cristiana, que la 
dimensión antropológica básica del matrimonio, al ser una mutua 
donación amorosa del esposo y de la esposa, implica y presupone 
que la condición estructural de auto-posesión del ser humano sea 
en cada uno de los cónyuges una realidad en proceso de 
crecimiento y maduración. Así pues, la respuesta concreta a la 
vocación matrimonial libremente discernida supone la experiencia 
efectiva de que la posesión objetivante de sí mismo en libertad 
empieza a ser un hecho de cierta madurez, manifestada no sólo en 
el aspecto psico-afectivo-sexual, sino también y muy 
significativamente en la internalización de la verdad y de los valores 
que de ésta provienen.

MA/DON-MUTUO: El matrimonio se ofrece así como un camino 
integral para el ser humano que ha sido llamado a santificarse por 
él[64]. La dinámica de la vida conyugal será para el esposo y la 
esposa un lugar especial para encontrarse con la gracia de Dios 
que amorosamente se derrama en sus corazones. Acogiendo la 
fuerza divina y cooperando con ella, la vida conyugal favorecerá la 
transformación de los cónyuges en la medida en que se donan uno 
al otro, dando muerte al egoísmo, y construyendo una comunión 
cada vez más fuerte e intensa en el Señor. Aparece un horizonte 
muy importante del amor como don mutuo, que se va acrecentando 
y se expande hacia los hijos y hacia los más próximos en un 
dinamismo de caridad cuyo horizonte universal aparece claro.

En su Carta a las familias, el Santo Padre dice: «El Concilio 
Vaticano II, particularmente atento al problema del hombre y de su 
vocación, afirma que la unión conyugal --significada en la expresión 
bíblica «una sola carne«-- sólo puede ser comprendida y explicada 
plenamente recurriendo a los valores de la «persona« y de la 
«entrega«. Cada hombre y cada mujer se realizan en plenitud 
mediante la entrega sincera de sí mismo; y, para los esposos, el 
momento de la unión conyugal constituye una experiencia 
particularísima de ello. Es entonces cuando el hombre y la mujer, en 
la «verdad« de su masculinidad y femineidad, se convierten en 
entrega recíproca»[65].

Esto es una verdad para la vocación matrimonial y por lo mismo lo 
es también en la vida y en el encuentro marital. Precisamente por 
ello supone un serio proceso de educación para el amor y para el 
don de sí. Muchos fracasos ocurren porque quienes acceden al 
estado de casados no han discernido suficientemente o, con 
dolorosa frecuencia, no han madurado su vocación o no continúan 
haciéndolo luego de casados. El matrimonio no es un juego. Es un 
asunto tan serio como hermoso. Y precisamente por ello se 
requieren las condiciones, en activo, para vivir ofreciéndose como 
auténtico don uno al otro, como expresión dinámica del amoroso 
don de sí, y experimentando en su conciencia del sacramento con 
que Dios los ha bendecido un impulso transformador hacia la 
contemplación de la bondad y el amor divinos. 


El nosotros y la personalización
En la base del matrimonio está la persona del hombre y la 
persona de la mujer, esto es, personas concretas con sus propias 
realidades. Al valorar el ideal hermoso del nosotros conyugal no se 
ha de perder de vista que en la base de ese nosotros están dos 
personas individuales, dos seres humanos[66]. Ni la persona del 
marido ni la de la mujer se disuelve en el nosotros, sino que desde 
su ser personal asume una nueva realidad en la que el ser personal 
subsiste en una de las más sublimes formas de comunión[67].

Pienso que el no tener en cuenta, no sólo en teoría sino en la 
vida concreta, estos horizontes de educación para la madurez 
humano-cristiana, el amor don de sí, y la efectiva internalización de 
valores, lleva a rasgos como los del cuadro descrito por el Papa 
Juan Pablo II en relación al horizonte real de muchas, demasiadas, 
parejas: «sucede con frecuencia que el hombre se siente 
desanimado a realizar las condiciones auténticas de la reproducción 
humana y se ve inducido a considerar la propia vida y a sí mismo 
como un conjunto de sensaciones que hay que experimentar más 
bien que como una obra a realizar. De aquí nace una falta de 
libertad que le hace renunciar al compromiso de vincularse de 
manera estable con otra persona y engendrar hijos, o bien le mueve 
a considerar a éstos como una de tantas «cosas« que es posible 
tener o no tener, según los propios gustos y que se presentan como 
otras opciones»[68].

Teniendo en cuenta estas consideraciones y asumiendo ante 
todo la realidad del matrimonio como sacramento, con toda la rica 
teología implicada, se ve cómo la vocación al matrimonio constituye 
un llamado a madurar más plenamente, en un auténtico crecimiento 
de cada cual según el designio divino para la vida humana, 
reconciliándose de las propias heridas, construyendo un nosotros 
personalizante mediante la mutua amorosa donación, mantenida 
perseverantemente día a día por todos los años de vida de la 
persona. 


El matrimonio y la vida de los hijos
El matrimonio visto en su rica realidad de sacramento es un 
proceso de transformación objetiva de la realidad personal de cada 
uno de los cónyuges que requiere de su efectiva adhesión personal 
y común al Señor Jesús, y así se abre a la realidad apasionante de 
cooperar con Dios trayendo vida al mundo y donándose 
permanentemente a esas nuevas vidas personales que son los 
hijos, con amorosa reverencia y respeto, respondiendo a la misión 
de educar cristianamente a la prole, respetando la personalidad y 
libertad de cada una de las nuevas personas fruto del amor 
conyugal.

Hablando del tema, el Santo Padre Juan Pablo II profundiza en los 
alcances del cuarto mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre». 
Al hacerlo destaca la palabra «honra» que nos sitúa ante un modo 
especial de expresar la familia: «comunidad de relaciones 
interpersonales particularmente intensas: entre esposos, entre 
padres e hijos, entre generaciones. Es una comunidad que ha de 
ser especialmente garantizada. Y Dios no encuentra mejor garantía 
que ésta: «Honra«»69. Y más adelante añade: «¿Es unilateral el 
sistema interpersonal indicado en el cuarto mandamiento? ¿Obliga 
éste a honrar sólo a los padres? Literalmente, sí; pero, 
indirectamente, podemos hablar también de la «honra« que los 
padres deben a los hijos. «Honra« quiere decir: reconoce, o sea, 
déjate guiar por el reconocimiento convencido de la persona, de la 
del padre y de la madre ante todo, y también de la de todos los 
demás miembros de la familia. La honra es una actitud 
esencialmente desinteresada. Podría decirse que es «una entrega 
sincera de la persona a la persona« y, en este sentido, la honra 
converge con el amor. Si el cuarto mandamiento exige honrar al 
padre y a la madre --sigue diciendo el Papa--, lo hace por el bien de 
la familia; pero precisamente por esto, presenta unas exigencias a 
los mismos padres[70]. ¡Padres --parece recordarles el precepto 
divino--, actuad de modo que vuestro comportamiento merezca la 
honra (y el amor) por parte de vuestros hijos! ¡No dejéis caer en un 
vacío moral la exigencia de la honra para vosotros! En definitiva, se 
trata pues de una honra recíproca. El mandamiento «honra a tu 
padre y a tu madre« dice indirectamente a los padres: Honrad a 
vuestros hijos e hijas. Lo merecen porque existen, porque son lo 
que son: esto es válido desde el primer momento de su concepción. 
Así, este mandamiento, expresando el vínculo íntimo de la familia, 
manifiesta el fundamento de su cohesión interior»[71].

ABORTO/COSIFICA-V: También en relación a los hijos se 
requiere una profundización teológica que recuerde que toda vida 
humana viene de Dios, y que desde su concepción es persona 
sujeto de derechos, con una dignidad que debe ser respetada[72]. 
Así pues, al considerar las cosas como son, uno de los difundidos 
males de nuestro tiempo, el aborto, tiene más que ver con la muerte 
de una persona --y en tal sentido, de ser intencionalmente 
provocado[73] es un asesinato de un ser humano indefenso-- que 
con supuestos derechos de la madre o el padre. Una reducción 
cosificadora de la vida humana lleva a considerar a aquellas 
personas indefensas como «objetos», cosas, de las que se puede 
disponer[74]. El subjetivismo que reduce la verdad a la experiencia 
propia o al gusto propio, fuente de un desbordante egoísmo, nos 
vuelve a remitir al necesario proceso de maduración 
humano-cristiana, a la recta internalización ético-cultural. El acceso 
de este horrendo crimen a una legislación permisiva es una 
flagrante aberración propia de la cultura de muerte y de la 
corrupción de las costumbres que ella porta.

La bendición de los hijos debe ser asumida responsablemente por 
los padres, pues no sólo se trata de una hermosa tarea, sino que 
forma parte del camino de santificación por la vida matrimonial.

Una recta visión del matrimonio y la familia lleva a comprender el 
sentido integral de esas designaciones del hogar como «santuario 
de la vida» y como «cenáculo de amor». 


Ante la vocación de los hijos
No pocas veces ocurre que mientras los hijos van creciendo, los 
padres no van alentando un cambio en la relación 
paterno-materno-filial que corresponda a las nuevas circunstancias. 
Esta lamentable situación es causa de no pocas tensiones y 
problemas que, afectando a la familia, llegan también a afectar al 
matrimonio.

Si bien es una verdad a la vista que la mayor parte de los 
integrantes del Pueblo de Dios tiene vocación a la santidad viviendo 
cristianamente el matrimonio y constituyendo una familia según el 
Plan divino, ello no constituye razón para dar por sentado que cada 
niño o niña, cada joven o muchacha, cada hombre y mujer adultos 
están de hecho llamados al matrimonio. De allí la importancia 
fundamental[75] de insistir en el discernimiento libre. Y allí la grave 
responsabilidad de los padres en educar a sus hijos para un 
discernimiento objetivo, en presencia de Dios.

El tema es clave y tratarlo es difícil cuando se olvida la noble 
naturaleza del matrimonio y la familia. Los hijos no son objetos, son 
personas dignas y libres, sujetos de deberes pero también de 
derechos desde su concepción. Han nacido del amor del padre y de 
la madre, gracias a un don de Dios. ¡Gracias a Dios a quien deben 
su ser! Cuando la pareja vive una dimensión personalizante y la 
familia es una auténtica comunidad de personas, priman el respeto 
y amor mutuo, la solidaridad y el servicio. Pero no siempre es así. 
Lamentablemente no son pocos los casos en que se producen 
irrespetos a la dignidad, derechos y vocación del hijo o de la hija, al 
procurar imponer una vocación específica, o una determinada 
candidatura para el matrimonio, a gusto de los padres. O incluso 
cosas como un lugar para los estudios superiores o hasta una 
carrera determinada. Si bien los padres deben educar a los hijos y 
darles una firme base humano-cristiana, y también aconsejarlos con 
toda solicitud y constancia, una vez que éstos llegan a una edad en 
que se pueden formar prudentemente un juicio, no está bien querer 
imponerles el propio[76]. El diálogo no sólo es correcto, sino 
necesario, indispensable. Pero no hay que olvidar que está de por 
medio la vocación y la libertad de la persona concreta.

El caso de las vocaciones a la vida sacerdotal o a la plena 
disponibilidad apostólica es uno de los más sensibles. A Dios 
gracias no siempre es así, y son muchísimos los padres y las 
madres que viven esa experiencia vocacional de hijos o hijas como 
un don. El Cardenal Richard Cushing --tan conocido en América 
Latina-- planteaba que las vocaciones se pueden perder. Dada la 
grave importancia de tal asunto, y su cercana relación con los 
deberes educativos y promocionales de los padres, voy a transcribir 
unos párrafos suyos sumamente claros: «Pero el hecho lamentable 
es que las vocaciones se pueden perder. La invitación de Nuestro 
Señor --Sequere me-- Sígueme, no ha sido aceptada por muchos, 
pues han sucumbido a otras llamadas y por ello han perdido su 
verdadera vocación. Las vocaciones al sacerdocio o la 
consagración vienen de Dios, pero son nutridas en el hogar. 
Pueden perderse en el nido (familiar) cuando no refleja las sencillas 
y hermosas virtudes del hogar de Nazaret donde Jesús, María y 
José vivieron. Oración en familia, amor y sacrificio, alegría y 
paciencia, intimidad con Dios a través de los sacramentos, todo esto 
se requiere en el hogar ideal, la primera escuela de los niños, el 
jardín donde las vocaciones dadas por Dios son cultivadas para Su 
servicio. Las vocaciones también se pueden perder por la falta de 
interés por parte de los progenitores. Hubo un tiempo en que los 
padres y las madres rezaban para que sus hijos e hijas recibieran la 
vocación de Dios como Sus instrumentos al servicio de la extensión 
del Reino. Algunos padres y madres continúan rezando por tan 
sublime intención, pero hay otros que ya positivamente, ya 
negativamente, desalientan a sus hijos de aspirar a ese alto camino. 
Para expresarlo suavemente, pienso que padres y madres que 
interfieren con la vocación divina tendrán mucho por qué 
responder»[77].

La recta prudencia, el respetuoso acompañamiento, la promoción 
de la libertad y el respeto son características que deben guiar el 
diálogo correspondiente entre los padres y los hijos. Y cuando los 
hijos han alcanzado la mayoría de juicio, así cuando han alcanzado 
la mayoría de edad, las características recién enumeradas deben 
de ser mucho más intensas aún. Quiero culminar este acápite 
citando las palabras del Papa Pío XII sobre este asunto: 
«Exhortamos a los padres y madres de familia a ofrendar gustosos 
para el servicio divino aquellos de sus hijos que sienten esa 
vocación. Y si esto les resultare duro, triste y penoso, mediten 
atentamente las palabras con que San Ambrosio[78] amonestaba a 
las madres de Milán: Sé de muchas jóvenes que quieren ser 
vírgenes, y sus madres les prohíben aun venir a escucharme... Si 
vuestras hijas quisieran amar a un hombre, podrían elegir a quien 
quisieran según las leyes. Y a quienes se les concede elegir a 
cualquier hombre, ¿no se les permite escoger a Dios?»[79]. 


Dinamismo reconciliador
La familia ha de acoger la gracia divina para constituir una célula 
social que viva intensamente el dinamismo de la reconciliación: con 
Dios, de cada uno consigo mismo, de todos entre sí y volcándose 
con espíritu de comunión y servicio fraterno a quienes no forman 
parte del núcleo familiar, y, también, de reconciliación con el 
ambiente, con la naturaleza.

En ese sentido, la familia debe ser una activa escuela de 
reconciliación en la que todos sus miembros, empezando por 
supuesto por los padres, acojan el ministerio de la reconciliación y lo 
vivan en sus relaciones familiares y sociales. Eso es no sólo acoger 
un don personal y familiar, sino también cumplir un estricto deber de 
justicia social. Las familias reconciliadas llevan a una sociedad 
reconciliada, que viva en paz, respeto, libertad, cooperación social y 
justicia. Es, pienso, por ello que se puede hablar en un sentido 
integral de la familia como célula básica de la sociedad; no sólo 
como la célula social más pequeña, sino como célula en que se 
fundamenta la salud de la vida social[80]. 


Un camino de vida cristiana
Muchos matrimonios y familias no son capaces de vivir el hermoso 
horizonte al que están invitados[81]. Ello es motivo para ahondar 
con intensidad en un proceso socio-cultural que haga recuperar el 
recto horizonte del matrimonio y de la vida familiar cristiana, y que 
ayude a internalizar su verdad y sus valores al tiempo de educar, a 
quien está llamado al camino de santidad por el matrimonio y a 
constituir una familia, a que madure humana y cristianamente para 
que aporte con libre y eficaz decisión a su vida conyugal y familiar 
un espíritu cristiano interiorizado, que es fuente del más puro 
humanismo según el divino Plan. Así, el hogar formado con 
conciencia de responder al llamado del Señor a alcanzar la plenitud 
de la caridad en la vida conyugal y familiar se sabrá peregrino con 
el Señor Jesús, colaborador suyo en el servicio del anuncio de la 
Buena Nueva, fermento evangelizador, reconciliador, escuela de 
libertad y respeto a los derechos y dignidad humanas. Así, 
asumiendo su compromiso cristiano sin concesiones al racionalismo, 
al subjetivismo, al consumismo y demás errores e ídolos hodiernos, 
verá la realidad con la visión de Dios y actuará en ella procurando 
conformar su vida al divino Plan, buscando la más plena fidelidad al 
designio de Dios Amor[82]. 


Conversión y oración
Cada uno de los cónyuges ha de ser consciente de su personal 
responsabilidad, ante todo por sí mismo, para desde su corazón 
convertirse al Señor Jesús y entregarse al cumplimiento del designio 
divino. Es necesario, con el auxilio de la gracia, que cada cual se 
consolide en la fe. Debe también ser consciente de lo que implica la 
alianza de amor matrimonial y expresar ese amor en el recorrido de 
un camino conjunto, acompañando amorosamente al cónyuge y 
expresándose mutuamente un cariño solidario y de compañía en la 
senda personal y como pareja en la maduración en Cristo Jesús, 
quien en el matrimonio se dona al esposo y a la esposa invitándole 
a construir un nosotros centrado en Él.

La educación humano-cristiana de los hijos y por lo tanto la forja 
de una auténtica familia cristiana son horizontes estimulantes, cuyas 
exigencias y muchas veces sinsabores permiten una mayor 
adhesión al camino del Señor Jesús. La vida cristiana matrimonial, 
como toda vida humana, pero aún más, tiene hermosos e intensos 
momentos de alegría[83]. Y aunque se dan también momentos de 
dolor que acercan a la cruz del Señor, a ejemplo de Él que es 
Camino, Verdad y Vida plena, éstos no son aplastantes ni 
avasalladores si, como ha de ser, son integrados en el todo de la 
experiencia cristiana y quedan bajo la radiante iluminación de la 
experiencia pascual y la esperanza en la plena comunión a la que 
cada quien está invitado. «Lo que los esposos se prometen 
recíprocamente, es decir, ser «siempre fieles en las alegrías y en 
las penas, y amarse y respetarse todos los días de la vida«, sólo es 
posible en la dimensión del amor hermoso. El hombre de hoy no 
puede aprender esto de los contenidos de la moderna cultura de 
masas. El amor hermoso se aprende sobre todo rezando. En efecto, 
la oración comporta siempre, para usar una expresión de San 
Pablo, una especie de escondimiento con Cristo en Dios: «vuestra 
vida está oculta con Cristo en Dios«[84]. Sólo en ese escondimiento 
actúa el Espíritu Santo fuente del amor hermoso. Él derrama ese 
amor no sólo en el corazón de María y de José, sino también en el 
corazón de los esposos, dispuestos a escuchar la palabra de Dios y 
a custodiarla[85]»86. Así, la fe vivida permite no sólo vivir 
intensamente las experiencias humanas, sino muy en especial 
entenderlas en su sentido real ante los misterios de amor del Señor 
Jesús.

La oración es fundamental no sólo en la vida personal sino 
también en aquella Iglesia doméstica que es el hogar familiar. No 
sólo por la verdad de aquel lema de «Familia que reza unida, 
permanece unida», sino que a ritmos de oración la pareja se dona 
mutuamente más y más, y la familia se convierte en un lugar donde 
se vive la fe y donde se celebra la fe con entusiasmo y alegría.

Asumir el matrimonio y la familia como un camino de santidad 
implica que el dinamismo de comunión se enraiza auténticamente en 
el hogar. Así, junto al diálogo humano debe darse también un 
diálogo divino que acoja las gracias recibidas y las proyecte en la 
pareja y los hijos, y los parientes cuando los hay, construyendo una 
porción de la civilización del amor en la propia casa.

Los momentos fuertes de oración son ocasiones para rezar, ya 
personalmente, ya en comunidad familiar. Pero ello no es suficiente; 
toda la vida debe hacerse oración, liturgia que se eleve 
cotidianamente al Padre, por el Hijo en el Espíritu. Las relaciones 
intrafamiliares han de expresar ese clima de oración y diálogo 
cristiano en el hogar. El servicio y la donación de uno a otro han de 
ser realizados en espíritu de oración.

La memoria del sacramento debe acompañar al esposo y a la 
esposa día a día. La conciencia de la promesa de la asistencia del 
Espíritu debe motivar a los cónyuges para sobrellevar con espíritu 
de esperanza los momentos difíciles que se puedan producir. Con 
trabajo diligente y entusiasta la pareja debe poner medios concretos 
para cooperar con la gracia, para que esta produzca sus frutos. 
Decía Pío XI dirigiéndose a los matrimonios en su conocida encíclica 
Casti connubii: «las fuerzas de la gracia que, provenientes del 
sacramento, yacen escondidas en el fondo del alma, han de 
desarrollarse por el cuidado propio y el propio trabajo. No 
desprecien, por tanto, los esposos la gracia del sacramento que hay 
en ellos»[87].


Compartiendo la Buena Nueva
Toda esta experiencia del matrimonio y de la familia lleva a vivir la 
vida de una manera misional, entendiendo bien por la internalización 
de verdades y valores, por una vida de asidua oración personal y 
familiar, por una efectiva vivencia solidaria de la caridad familiar y 
social; y lleva también a un anuncio de la Buena Nueva como quien 
experimenta sus bondades en su propia vida personal, matrimonial y 
familiar[88].

El primer campo de apostolado es la misma persona. Cada 
cónyuge debe ser muy consciente de ello y preocuparse por 
responder a los dones y gracias recibidos desde el fondo de su 
corazón. Ha de buscar sus momentos de soledad con Dios, para 
intimar con Él por medio de la oración y la profundización en la fe. 
Este aspecto es fundamental, pues permite la acción de Dios sobre 
el propio corazón, siempre necesitado de purificación y maduración 
cristiana, y constituye una escuela para morir al egoísmo, darse 
como auténtico don y compartir, desde la experiencia personal de la 
relación con el Altísimo, con la pareja y con los hijos.

El dinamismo de comunión del esposo y la esposa constituyen el 
inmediato horizonte para vivir y compartir la fe. El mutuo 
acompañamiento en el proceso de adherirse más y más al Señor 
Jesús ha de ser un horizonte en el que poner el mayor empeño. El 
crecer en esa cercanía y el experimentar un mayor conocimiento, 
iluminado por las enseñanzas de la Iglesia, y percibir con más 
claridad las bondades divinas, han de conducir al esposo y a la 
esposa a una más intensa integración personal, a una más vital 
comunidad de personas, a una mayor conciencia del nosotros 
edificado en la roca firme que es el Señor Jesús.

Y luego, los hijos a cuya educación cristiana se comprometen de 
manera especial los esposos. Ante todo por el ejemplo, pues en la 
familia, como en otras formas de vida social, el ejemplo arrastra. Así 
pues, el proceso de consolidación de la vida cristiana del hogar está 
fundado en la opción por la santidad del esposo y de la esposa, y 
de los medios que ponen para ello cooperando con la gracia. Pero, 
también en la enseñanza de la fe a la que los padres se han 
adherido.

El apostolado en el propio hogar es una hermosísima tarea a la 
que están invitados los padres. La gracia de Dios y la experiencia 
de sus dones en el amor mutuo compartido, el despojarse del 
egocentrismo en sus diversas formas, el ver el hogar crecer en un 
horizonte de esperanza, aunque no falten los sinsabores, la 
conciencia de la propia identidad descubierta día a día en la oración 
y en el ejercicio de presencia de Dios, llevan a un encuentro 
plenificador con el Señor y a vivir una auténtica vida cristiana. Y ella, 
la vida cristiana, no se queda encerrada, sino que su dinamismo 
busca fructificar expresando relaciones de reconciliación, comunión, 
paz y amor con las personas cercanas.

Así, hay un apostolado en el hogar, y aparece un apostolado 
desde el hogar. Ante todo como signo de opción cristiana a través 
de un hogar cristiano. Pero la pareja en cuanto pareja está también 
invitada a compartir su fe y la alegría de seguir el camino de la vida 
cristiana. La unión con otras parejas y el compromiso mutuo 
procurando hacer del propio hogar un cenáculo de amor como el de 
Jesús, María y José en Nazaret, forman un horizonte solidario que 
refuerza la gesta de fe de la pareja. El compartir la oración, la 
reflexión sobre las verdades que nos transmite la Iglesia, la caridad, 
son fundamentales. Más aún lo son en sociedades 
urbano-industriales que sufren un agudo proceso de secularización 
y de agresión contra la fe. El mutuo testimonio, el reflexionar juntos 
a la luz de las enseñanzas de la fe, todo ello es una valiosa 
experiencia que ayudará al esposo y a la esposa en su camino de 
mayor adhesión al Señor.

En esta línea de solidaridad entre parejas, el Papa Juan Pablo II 
propone también el apostolado de familias entre sí, procurando 
trazar lazos de solidaridad y ofreciéndose mutuamente un servicio 
educativo[89].


HAY TODAVÍA MÁS...

Hay mucho más que compartir sobre este tema del matrimonio 
como un camino de santidad y de la familia cristiana, asuntos, hoy 
como ayer y siempre, de la más alta y profunda trascendencia para 
la vida de la sociedad y de la Iglesia, pero será en otra ocasión. Por 
ahora, quisiera terminar estas reflexiones alentando a quienes luego 
de un discernimiento adecuado han descubierto su llamado a la 
santidad por el matrimonio y la vida familiar, a profundizar en la 
educación de sí mismos buscando los recursos necesarios para 
cumplir con decisión firme esa misión y poniendo los medios para 
ello. A los esposos y esposas de hoy toca no sólo reflexionar y 
profundizar, sino sobre todo la hermosa tarea de colaborar con la 
gracia y, tomando impulso del edificante y vital ejemplo de la Familia 
de Nazaret, llevar a la práctica la misión de construir un santuario de 
la vida, una célula personalizadora, un cenáculo de amor cristiano, 
una comunidad reconciliada y reconciliadora, evangelizada y 
evangelizadora, una auténtica Iglesia doméstica. Todo ello 
comprometidos con el proceso de la Nueva Evangelización de cara 
al tercer milenio de la fe.

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1 Para profundizar en el llamado universal, a todos los seres humanos, a 
la santidad se puede ver Armando Bandera, O.P., La vocación cristiana en la 
Iglesia, RIALP, Madrid 1988, pp. 33ss.
2 1Pe 1,15; también ver v. 16 y Lev 11,44s.; 19,2; 20,7.26.
3 Mt 5,48.
4 Lumen gentium 40a.
5 El capítulo 5 de la Constitución se llama Universal vocación a la santidad 
en la Iglesia.
6 Con independencia de las distinciones que existen en razón del Sagrado 
Orden o de llamados especiales, todos los hijos de la Iglesia están llamados 
a ser santos en la condición y oficio que como miembros del Pueblo de Dios 
tienen.
7 Lumen gentium 40b. Sub.n.
8 El Código de Derecho Canónico, buena expresión del espíritu del 
Concilio, dice: «Todos los fieles deben es- forzarse, según su propia 
condición, por llevar una vida santa, así como por incrementar la Iglesia y 
promover su continua santificación» (c. 210).
9 Ver 1Tes 4,3; Ef 1,4.
10 Ver p. ej. Comentarios a la Constitución sobre la Iglesia, BAC, Madrid 
1966, pp. 723ss.; Antonio Royo Marín, O.P., Espiritualidad de los seglares, 
BAC, Madrid 1968, pp. 24ss.; G. Philips, La Iglesia y su misterio, Herder, 
Barcelona 1968, vol. II, pp. 87ss.; Justo Collantes, S.J., La Iglesia de la Palabra, 
BAC, Madrid 1972, vol. II, pp. 41ss.; también se puede ver un artículo mío: La 
santidad: un llamado para todos, en Huellas de un peregrinar, Fondo Editorial 
(FE), Lima 1991, pp. 23ss.
11 Ver Lumen gentium 41a.
12 Lug. cit.
13 «Los esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino, deben 
apoyarse mutuamente en la gracia, con un amor fiel a lo largo de toda su vida, 
y educar en la enseñanza cristiana y en los valores evangélicos a sus hijos 
recibidos amorosamente de Dios» (Lumen gentium 41e).
14 Este énfasis en que el designio divino llama a cada uno a ser santo en 
sus características concretas, aunque, como se ha dicho, es de siempre y el 
Vaticano II lo destaca de forma muy intensa, en la forma en que acabo de 
presentarlo se inspira en San Alfonso María de Ligorio, el gran moralista del 
siglo XVIII, autor de Las glorias de María.
15 Ver 1Jn 4,16.
16 Ver Rom 5,5.
17 Lumen gentium 42e.
18 Ver lug. cit.
19 Ver Gál 5,22-26.
20 Ver Veritatis splendor 67.
21 Ver Puebla 333.
22 Ver Lumen gentium 65.
23 Lug. cit.
24 Ver Jn 19,26.
25 Ver Lumen gentium 63. 
26 Es muy importante distinguir el celibato o virginidad por el Reino de la 
simple situación de no casado, soltero (ver p. ej. Mulieris dignitatem 20g; 
Catecismo de la Iglesia Católica 1618ss. y 1658; Carta a las familias 18f).
27 Los Padres en Santo Domingo ubican el tema del matrimonio y la familia 
en el campo de promoción humana, considerándolo un desafío de especial 
urgencia, precisamente por los graves problemas que hoy amenazan a esa 
célula base de la vida social y venerable institución querida por Dios desde el 
principio.
28 Ver Gaudium et spes 47b.
29 Todos los hijos de la Iglesia están llamados a una vida casta, cada uno 
según su estado de vida. Existe castidad para los no casados, así como existe 
otra, diversa, para quienes viven el estado matrimonial. Esta última implica la 
unión conyugal según los sagrados fines y características cristianas del 
matrimonio. Ver Catecismo de la Iglesia Católica 2348-2350.
30 Puede verse algunos ejemplos: Mt 19,11ss.; 1Cor 7,25ss. y 38-40; 
Concilio de Trento, c. 10, sesión XXIV; Sacra virginitas; Lumen gentium 42c; 
Presbyterorum ordinis 16; Perfectae caritatis 12a; Optatam totius 10a; 
Evangelica testificatio 13-15; Novo incipiente 8-9; Redemptoris Mater 43c; 
Redemptoris missio 70; Mulieris dignitatem 20s.; Redemptionis donum 11; 
Medellín 11,21; 12,4; 13,12; Puebla 294; 692; 749; Santo Domingo 85ss.; 
Catecismo de la Iglesia Católica 915; 922; 2053; 2349.
31 Ver el comentario del Papa Juan Pablo II a Mt 19,10, en el que menciona 
cómo el Señor Jesés «aprovecha la ocasión para afirmar el valor de la opción 
de no casarse en vistas del Reino de Dios» (Carta a las familias 18f).
32 Son numerosísimos los pronunciamientos del Magisterio sobre el 
matrimonio y la familia. Entre ellos están: de Pío XI, la encíclica Casti connubii; 
del Papa Pío XII, la serie de mensajes conocidos como Familia y sociedad 
(20/9/49), Familia humana (1951: 18/9, 29/10, 27/11), Familias numerosas 
(20/1/58), Mensaje al Congreso Mundial de la Familia (10/6/58); de S.S. Juan 
XXIII, Santidad del matrimonio (25/10/60); Gaudium et spes, segunda parte, 
cap. 1 (47ss.); de S.S. Pablo VI, Dignidad de la familia a la luz de la fe cristiana 
(20/6/73), El programa de los esposos cristianos (13/4/75); de S.S. Juan Pablo 
I, La familia cristiana (21/9/78); de S.S. Juan Pablo II, Familiaris consortio y 
Carta a las familias. También Medellín, Puebla y Santo Domingo traen valiosas 
referencias a estos temas.
33 Ver Mt 19,3-12.
34 1Cor 7,7b.
35 Es importante señalar acentuadamente que la vocación a la castidad 
perfecta por el Reino implica, como enseña el Papa Pío XII, «que Dios 
comunique desde arriba su don», y el libre ejercicio de la libertad (Sacra 
virginitas III, a).
36 Ver Catecismo de la Iglesia Católica 1620.
37 Cabe precisar que vocación proviene del latín vocatio, vocationis, que 
significa «acción de llamar«, llamar.
38 En el Código de Derecho Canónico se pueden ver enumeradas las 
principales manifestaciones concretas que asume este desarrollo de la gracia 
bautismal en el celibato por el Reino de los Cielos. Ver Libro II, Parte III; 
también ver el c. 277 <185 1.
39 Presbyterorum ordinis 16b. Ver también p.ej. S.S. Pío XI, Ad catholici 
sacerdotii; S.S. Pablo VI, Sacerdotalis caelibatus; S.S. Juan Pablo II, 
Redemptor hominis 21d; Pastores dabo vobis 44; Ratio fundamentalis 
institutionis sacerdotalis 48; Congregación para el Clero, Directorio para el 
ministerio y la vida de los presbíteros 57-60.
40 Jn 17,21-22.
41 Gaudium et spes 24c.
42 Ver Carta a las familias 14e.
43 Para este pasaje me he inspirado en las reflexiones del Cardenal Karol 
Wojtyla, tomadas de Person and Community. Selected Essays, Peter Lang, 
Nueva York 1993, p. 322.
44 Ver el radiomensaje del Papa Pío XII, Unión de familias, 17/6/45.
45 P. ej., Santo Domingo recuerda que tanto el matrimonio como la familia 
«en el proyecto original de Dios son instituciones de origen divino y no 
productos de la voluntad humana+ (Santo Domingo 211).
46 Ci siamo, Carta sobre el matrimonio civil en el Piamonte (Italia).
47 En Puebla (583), en relación a la familia, se habla de cuatro rostros del 
amor humano que las familias cristianas han de vivir. La nupcialidad, la 
paternidad y maternidad, la filiación y la hermandad serían esas experiencias 
fundamentales, análogas a las experiencias de amor del Señor Jesés por su 
Iglesia, de Dios como Padre, de «hijos en, con y por el Hijo», y de Cristo Jesés 
como hermano.
48 Ver Ef 5,25-33.
49 Santo Domingo 213. Ver también Puebla 585.
50 Ver Puebla 583.
51 Ver Santo Domingo 210a. Ver también S.S. Juan Pablo II, Discurso 
Inaugural en Santo Domingo 18; y Familiaris consortio 86e.
52 Santo Domingo 214. Ver también Puebla 579.
53 Santo Domingo 217. Ver también Puebla 571-578; 94; Medellín 3,1ss.
54 Si bien el término «cultura de muerte» es ya de uso común e incluso 
personalmente lo utilizo con frecuencia, cabe señalar sin embargo que 
estrictamente hablando el sentido neutro de «cultura» se suele inclinar hacia 
lo positivo y, como es evidente, una cultura calificada por muerte tiene un 
enfoque contrario. Esta reflexión ha surgido al leer en el Documento de Santo 
Domingo (219c) la expresión «anticultura de la muerte», que refleja el sentido 
negativo y anticivilizado de lo que usualmente llamamos «cultura de muerte». 
En su Carta a las familias (13i), el Papa Juan Pablo II utiliza un término 
análogo: «anticivilización».
55 Nacido en Bolonia en 1675, fue elegido Papa en 1740 hasta 1758, fecha 
de su tránsito.
56 Matrimonii, 11 de abril de 1741. Y esto ocurría buen tiempo antes de 
Freud y del subsecuente proceso de erotización de la cultura que hoy se sufre. 

57 En 1975.
58 Person and Community, ob. cit., pp. 330-331.
59 Escribe el Papa Juan Pablo II: «¿Quién puede negar que la nuestra es 
una época de gran crisis, que se manifiesta ante todo como una profunda 
crisis de la verdad? Crisis de la verdad significa, en primer lugar, crisis de 
conceptos. Los términos amor, libertad, entrega sincera, e incluso persona, 
derechos de la persona, ¿significan realmente lo que su naturaleza contiene?» 
(Carta a las familias 13e).
60 Ver Familiaris consortio 49b.
61 Ver Centesimus annus 39b. 
62 Carta a las familias 20l.
63 S.S. Juan Pablo II llama al discernimiento vocacional «cuestión esencial» 
(Carta a las familias 16n).
64 Ver Lumen gentium 11b.
65 Carta a las familias 12i.
66 concretos Ver Carta a las familias 16b.
67 Años atrás escribía en un artículo, La familia: cenáculo de amor, de una 
«crisis de amor que genera la crisis de familia» que se experimenta hoy. 
Precisamente esa crisis de amor está centrada en la falta de caridad para con 
uno mismo, y ante la ausencia de un recto amor según el mandato del Señor 
Jesús (Mt 22,39; Mc 12,31; Lc 10,27) brota a raudales el egoísmo que no sólo 
es ruptura con la realidad profunda de la persona misma, sino que se vuelca 
en relaciones sociales que manifiestan esa ruptura y se concretan en 
cosificaciones, opresiones e injusticias. (Ver Huellas de un peregrinar, ob. cit., 
pp. 43ss.)
68 Centesimus annus 39a.
69 Carta a las familias 15b.
70 Exigencias que, a no dudarlo, forman parte de su camino de santidad 
paterno y materno y familiar.
71 Carta a las familias 15e.
72 Una consecuencia de la falta de educación en el amor y de 
internalización de la visión y valores cristianos se manifiesta como una falta de 
preparación para tratar a los hijos como personas, como sujetos, y no 
cosificarlos como objetos desconociendo su individualidad personal, su 
dignidad, libertad y derechos. Ver Centesimus annus 39a.
73 No es tema de estas reflexiones entrar en matices morales ni en 
pormenores sobre el aborto. Por otro lado, la enseñanza de la Iglesia es clara 
al respecto. De desearse profundizar en el tema y en los matices morales se 
puede ver entre los últimos documentos eclesiales p. ej.: Código de Derecho 
Canónico, c. 1398; Gaudium et spes 27c; 51b-c; Redemptor hominis 8a; Dives 
in misericordia 12d; Dominum et vivificantem 43c; Sollicitudo rei socialis 26f; 
Veritatis splendor 80a; Familiaris consortio 6b; 30f; 71c; Christifideles laici 5b; 
38; Puebla 318; 577; 611s.; 1261; Santo Domingo 9; 215; 219; 223; Carta a las 
familias 13f; 21s.; Congregación para la Doctrina de la Fe, Donum vitae, 
22/2/87, I, 1s.; III; Pontificio Consejo para la Familia, Evoluciones demográficas: 
Dimensiones éticas y pastorales, 25/3/94, 32-36.
74 Ver Carta a las familias 13f.
75 Ver Carta a las familias 16n.
76 En realidad nunca está bien imponer el propio gusto o capricho, de lo 
que se trata es de buscar lo mejor, lo más adecuado, la verdad. Y cuando la 
persona tiene efectiva capacidad de juicio el respeto a su libertad debe 
concretarse en formas más cuidadosas de su dignidad fundamental.
77 Card. Richard Cushing, Come, Follow Me. Conferences on Vocations to 
the Service of God, Daughters of St. Paul, Boston, p. 22.
78 N. c. 339-397.
79 S.S. Pío XII, Sacra Virginitas IVc.
80 En Puebla se señala: «Para que funcione bien, la sociedad requiere las 
mismas exigencias del hogar; formar personas conscientes, unidas en 
comunidad de fraternidad para fomentar el desarrollo común. La oración, el 
trabajo y la actividad educadora de la familia, como célula social, debe, pues, 
orientarse a trocar las estructuras injustas, por la comunión y participación 
entre los hombres y por la celebración de la fe en la vida cotidiana» (587) y 
sigue en esa línea.
81 Ver Medellín 3,6.
82 Ver Puebla 589.
83 Ver Carta a las familias 13i.
84 Col 3,3.
85 Ver Lc 8,15.
86 Carta a las familias 20m.
87 Casti connubii 69a.
88 Sobre la familia y el apostolado se puede ver Apostolicam 
actuositatem11.
89 Carta a las familias 16n.