CUANDO LA PAREJA NO MARCHA ¿QUÉ HACER?
Alicia MORENO
Psicóloga clínica,
especialista en terapia de pareja y familia
Profesora en la Universidad Comillas, Madrid
(C/ Murcia, 4, 1.° A. 28045 Madrid
Tfno. [91] 527 64 48
¿Qué es lo que hace que una pareja funcione? ¿En qué
aspectos deben trabajar las parejas que son infelices para mejorar
su relación? Se suele hablar de la importancia de la comunicación o
de la incapacidad de negociar y resolver conflictos entre los
cónyuges. Otro factor relevante, que se analizará en el presente
artículo, es el grado en que los cónyuges han desarrollado
personalidades maduras y autónomas o, lo que es lo mismo, el
grado de «diferenciación del Yo».
PAREJA/RELACION MA/PAREJA-ARMONIA: En contra del mito
del amor romántico, en el que los cónyuges se «funden» en uno y
se olvidan de sí mismos, la perspectiva presentada en este artículo
propondrá que lo mejor para que una pareja funcione es que ambos
cónyuges conserven y desarrollen su individualidad. Es desde la
autonomía, no desde la dependencia o necesidad del otro, como se
puede conseguir una relación más sólida.
Las ideas expuestas a continuación están basadas en la práctica
clínica del trabajo con parejas y familias y en las teorías de los
siguientes autores: Murray Bowen, Terapia Familiar en la Práctica
Clínica; Harriet Goldhor Lerner, The dance of anger. The dance of
intimacy; y Mark Karpel, «Individuation: From Fusion to Dialogue»,
en Family Process 15/1 (1976).
En este artículo se presentará, en primer lugar, el concepto de
«diferenciación del Yo», a continuación se describirán las
consecuencias que puede tener para la relación de pareja la falta
de diferenciación de los cónyuges; y, por último, se sugerirán
estrategias concretas para trabajar en el «Yo» y mejorar la
relación.
YO/DIFERENCIACION: La diferenciación del yo
Un primer paso para entender nuestras dificultades en las
relaciones íntimas es valorar hasta qué punto nuestro «yo» está
bien diferenciado, es decir, hasta qué punto tenemos una identidad
autónoma, definida desde nosotros mismos, y somos capaces de
asumir verdaderamente la responsabilidad por los propios
sentimientos, pensamientos y acciones, en lugar de poner esa
responsabilidad en los otros (padres, cónyuge, etc.).
A partir de las relaciones tempranas en nuestra familia de origen,
y sobre todo de los vínculos intensos de dependencia hacia
nuestros padres, vamos desarrollando un concepto de nosotros
mismos. En un primer momento, en nuestra infancia, este
autoconcepto dependerá fundamentalmente de la aprobación y el
cariño de nuestros padres.
Posteriormente, vamos siendo capaces de actuar, pensar y sentir
autónomamente. Llega un momento, a partir de la adolescencia, en
que cuestionamos la relación con nuestra familia y la visión de
nosotros mismos que nos hemos formado a partir de esa relación.
Formamos entonces nuestra personalidad adulta escogiendo o
identificándonos con aquellos aspectos de nuestra familia que
consideramos positivos (estilos de comunicación, de relación, de
resolución de conflictos, valores, creencias, costumbres, etc.) y, a la
vez, definiendo otros aspectos en los que escogemos estilos de
funcionamiento distintos. Llegamos también, a partir de ese
proceso, a desmitificar a nuestros padres, hasta que somos
capaces de verlos con objetividad y establecer con ellos una
relación adulta. El resultado final de este proceso es lo que
llamamos un «Yo» bien diferenciado: una capacidad para combinar
la autonomía y la intimidad y para establecer relaciones en las que
no repitamos problemas sin resolver que tengamos aún pendientes
con respecto a nuestra familia de origen.
¿Cómo sabemos si hemos completado o no este proceso?
Podemos ver hasta qué punto nos identificamos con las
características de una persona bien diferenciada, que serían las
siguientes:
—La capacidad de separar los pensamientos de los
sentimientos. Ser capaz de estar en contacto con los propios
sentimientos, por muy dolorosos o intensos que sean, pero no
dejarse inundar o dominar por ellos. Ser capaz de pensar y analizar
las cosas con calma.
—Capacidad de mantenerse conectado emocionalmente con las
personas significativas del entorno. No cortar la relación por
completo cuando ésta se vuelve difícil, como si eso resolviese los
conflictos.
—Tener una visión realista de uno mismo, de los propios fallos y
cualidades. Es importante tener una especie de «plan de vida», es
decir, haberse planteado qué es lo que uno realmente piensa,
quiere, cuáles son sus necesidades, sus prioridades, sus valores,
etc.
—No tener temas tabú: poder hablar de asuntos significativos y
difíciles con las personas de nuestro entorno, y mantener una
postura clara con respecto a ellos.
—Respetar la individualidad: tolerar las diferencias de opinión
con personas significativas sin intentar convencerlas ni abandonar
las propias creencias. No sacrificar «Yo» por la relación, ni esperar
que el otro lo haga.
—Actuar en función de uno mismo, de lo que uno piensa y
quiere, no de una forma impulsiva o movida por la ansiedad, sino de
forma pausada y racional.
Todas estas características facilitan las relaciones íntimas. La
falta de diferenciación, por el contrario, dificulta nuestras
relaciones:
—Reaccionamos con más ansiedad ante problemas o
dificultades en la relación. Nos sentimos más atrapados, menos
dueños de nuestras acciones y estados de ánimo. Pensamos que
es el otro el que provoca nuestras reacciones o sentimientos.
—Actuamos de una forma reactiva, como provocada por la
puesta en marcha de un piloto automático. No nos observamos ni
pensamos con calma en nuestra forma de actuar.
—Nos distanciamos, o ponemos demasiada intensidad negativa
en la relación. Nos empeñamos en repetir una y otra vez las mismas
pautas de relación que no funcionan, y que suelen estar basadas
en conflictos sin resolver con nuestra familia de origen. Por ejemplo,
puede que nos distanciemos del cónyuge para intentar evitar las
peleas, tal como hacíamos con nuestros padres; puede que
pretendamos encargarnos de solucionar los problemas del otro, o
que nos mostremos indefensos para que el otro venga en nuestra
ayuda, si ésos eran los roles que teníamos asignados en nuestra
familia.
Tipología palabras en conflicto
Después de evaluar nuestro grado de madurez o diferenciación.
un segundo paso para entender cómo podemos mejorar nuestra
relación de pareja es identificar dónde se ha «atascado». ¿A qué
tipo de pareja, de entre las presentadas a continuación, se parece
más la nuestra?
1. La pareja en la que los dos se distancian
Esta pareja sería aquella en la que los cónyuges tienen poco
contacto emocional entre sí: pasan poco tiempo juntos, no hablan
apenas, tienen únicamente amistades y actividades independientes
uno del otro, apenas tienen relaciones sexuales, desconocen cómo
piensa o siente el otro en asuntos importantes, etc. Como les
produce angustia o malestar el enfrentarse a las dificultades de
relación o tratar determinados temas con su cónyuge (problemas
sexuales, infidelidad, necesidad de un espacio propio, etc.), evitan
esa angustia mediante la distancia física o emocional. Este
distanciamiento no se debería tanto a una falta de amor o de
sentimientos por el otro, sino que sería una señal de que los
cónyuges se sienten demasiado «atrapados» o angustiados; no son
capaces de ver claramente qué les ocurre, ni de mantener la calma
para afrontar un diálogo difícil. En definitiva, su falta de
diferenciación es lo que interfiere en la relación.
El caso extremo de esta distancia suele darse en las relaciones
con la familia de origen, cuando cortamos por completo el contacto
con algún miembro de la familia con el que quedan pendientes
conflictos sin resolver. Esto suele ocurrir porque «nos saca de
quicio», porque su mera presencia o mención provoca una reacción
emocional automática fuerte, que nos impide actuar pausada y
racionalmente. Es decir, estamos tan poco diferenciados o
independizados de esa persona que necesitamos la distancia física
para tener la sensación de que somos autónomos.
En la pareja, ese tipo de distancia se suele dar mediante un
«triángulo»: cuando el ambiente emocional se va haciendo tenso,
uno o ambos cónyuges buscan, consciente o inconscientemente,
una persona, tema o situación -un «tercero»- que les sirva de foco
de conflicto y que distraiga su atención y energía de los problemas
maritales. Este tercer vértice del triángulo puede ser un hijo
problemático, una «aventura» extramatrimonial, el trabajo, los
suegros, el dinero, el consumo de alcohol de uno de los cónyuges
o, en general, cualquier asunto sobre el que los cónyuges puedan
estar en desacuerdo y pelearse. De esta forma, el «problema»,
aparentemente, no es ya la relación de pareja, sino otro asunto
menos amenazante. Todos podemos identificarnos con este tipo de
«estrategia» en aquellas situaciones en las que evitamos el
contacto con personas significativas cuando la relación se hace
tensa, o acabamos peleándonos por asuntos irrelevantes que nada
tienen que ver con la causa de nuestro malestar.
2. La pareja en la que uno se distancia y el otro le persigue
En esta pareja, uno de los cónyuges expresa el deseo de mayor
autonomía (típicamente, el hombre), y el otro el deseo de mayor
intimidad (típicamente, la mujer). Cada uno está convencido de que
la culpa de que la relación no «marche» la tiene el otro. Él se queja
de que ella «le agobia», «es una histérica», «no le deja en paz»...;
ella se queja de que él «nunca quiere hablar», «no siente nada»,
«es como una maquina»...
El cónyuge perseguidor intenta, cuando se encuentra
angustiado, conseguir mayor intimidad en la relación; insiste en la
importancia de hablar de los problemas; tiende a interpretar la
distancia del otro como un rechazo; suele perseguirle con gran
empeño y, posteriormente, si el otro no responde ante ese
acercamiento, retirarse como una forma de «castigo». El otro
cónyuge, el que se distancia, suele reaccionar ante esas mismas
situaciones de estrés o ansiedad alejándose física o
emocionalmente, o incluso constando por completo la relación
cuando ésta se vuelve demasiado problemática o intensa. Suele
verse a sí mismo como autosuficiente o independiente, y se siente
«asfixiado» por la persecución del otro. Aunque tiene necesidad de
relación y de intimidad, le resulta difícil expresar su parte más
«dependiente».
Distribuidos así los roles, la relación se convierte en una especie
de persecución-huida sin fin. Cada cónyuge se ve atrapado en un
papel del que no sabe salir, y actúa de una forma reactiva ante
cada acción del otro. Con frecuencia están, en realidad,
reaccionando ante dificultades de relación en su familia de origen,
tanto para tener intimidad como para conseguir autonomía. Siguen
empeñados, por ejemplo, en buscar compulsivamente esa intimidad
que no vivieron, o en mantener a toda costa una sensación de
independencia que no pudieron lograr en su familia.
3. La pareja del super-competente y el poco competente
Éste es un tipo de relación en la que uno de los cónyuges es
aparentemente más maduro, tiene un «Yo» más definido, y el otro
aparece como más inmaduro o problemático. El cónyuge más débil
o menos competente suele desarrollar síntomas físicos o
emocionales cuando aumenta el estrés o la ansiedad,
convirtiéndose así en el tema de preocupación de la pareja o la
familia. De forma implícita, invitaría a los demás a «rescatarle» y a
hacerse cargo de él. Por otro lado el cónyuge aparentemente más
fuerte o competente es el que parece que lo tiene todo muy claro,
sobre todo en lo que se refiere a los problemas ajenos. Acude
rápidamente a dar consejos; asume la responsabilidad o el control
de los problemas de los demás, y le resulta muy difícil mantenerse
al margen y dejar que el otro se las arregle solo. Al centrar su
energía en el otro, tiene dificultad en ocuparse de sí mismo y de sus
propios problemas, y le cuesta mucho mostrar al otro la parte más
vulnerable de sí mismo. En esta relación hay una especie de
contrato implícito mediante el que uno de los cónyuges «gana Yo»,
a costa del otro, que lo pierde.
Al igual que en la tipología anterior, cada uno de los cónyuges se
queda «atascado» en su papel, y le resulta difícil ver cómo está
contribuyendo a mantener el ciclo problemático. El cónyuge más
«competente» se suele sentir frustrado, porque está haciendo
esfuerzos por ayudar al otro, y éste no responde. Pero, en general,
suele sacar bastante provecho de este papel, puesto que se siente
útil y competente, y esto le da seguridad en sí mismo. Se siente bien
en comparación con el otro, que parece estar tan mal. El dejar de
ser tan competente le produciría una gran ansiedad e inseguridad,
puesto que su propia vulnerabilidad se pondría de manifiesto.
Por otro lado, el cónyuge menos competente, el que es
aparentemente más dependiente de la relación, se siente cada vez
más inseguro y confuso. Suele tener la sensación de que está
sacrificándose por la relación y por el otro cónyuge, y siente una ira
y un resentimiento crecientes al ver que no está obteniendo lo que
esperaba del otro. Su dificultad para iniciar un cambio se debe al
hecho de que siente que no puede vivir sin el otro, y percibe
cualquier movimiento hacia su propia autoafirmación y autonomía
como un peligro para la estabilidad de la relación.
Estrategias para mejorar
Hemos apuntado ya en los apartados anteriores los dos primeros
pasos a dar para trabajar en la relación de pareja.
En primer lugar, es importante hacer un auto-análisis y ver hasta
qué punto necesitamos definir mejor nuestro «Yo». Para ello
podemos hacernos preguntas como: ¿Qué situaciones nos crean
ansiedad? ¿Podemos actuar con calma ante situaciones
conflictivas? ¿Somos capaces de asumir la responsabilidad de
nuestro propio bienestar. o tendemos a delegarla en el otro?
¿Perdemos «Yo» en las relaciones (es decir, sacrificamos nuestras
necesidades por el otro)? ¿Ganamos «Yo» a costa del otro (es
decir, intentamos que el otro se acomode a nosotros)? ¿Estamos en
contacto con nuestras necesidades tanto de autonomía como de
intimidad? En general, ¿tenemos claro lo que pensamos y
queremos, o nos resulta confuso? El trabajo personal por aclarar
estas cuestiones nos llevará a estar mejor preparados para aportar
más a la relación de pareja.
El segundo paso para mejorar la relación sería entender de qué
forma estamos manteniendo el problema. Podemos revisas las
descripciones de tipos de parejas del apartado anterior y
preguntarnos: ¿En qué papel nos encontramos con más frecuencia:
perseguidor, evitados, super-competente, etc.? ¿De qué forma
contribuimos a las reacciones del otro que tanto nos molestan?
Debemos preguntarnos: ¿qué ventajas y desventajas tiene
desempeñar ese papel? Por ejemplo, el ser perseguidor puede
tener como desventaja la frustración y vacío que se sienten al no
conseguir lo que uno quiere del otro; como contrapartida, uno se ve
a sí mismo como el que cuida de la relación, y se siente bien por
ello. Además, evita enfrentarse a otros motivos de insatisfacción en
su vida (por ejemplo, en el trabajo, con sus amigos, etc. ). De igual
forma, el ser, por ejemplo, el «débil» o «incompetente» en la
relación tiene la ventaja de que así se atrae uno la atención del
cónyuge, y no se arriesga a que, si llegara a mostrarse más fuerte,
el otro lo vea como una amenaza o no lo tolere. De esta forma, el
«débil» cuida al otro y la relación, que valora más que su propio
bienestar.
Cualquiera que sea el papel que juguemos en la pareja,
debemos pensar que lo hacemos por alguna razón válida, que es
preciso entender antes de plantearnos cualquier cambio. En
general, esas razones tienen que ver con el aprendizaje de las
relaciones en nuestra familia de origen. En este sentido, podemos
preguntarnos si nuestro papel en la pareja es parecido al que
desempeñábamos en otras relaciones anteriores, con los miembros
de nuestra familia. ¿O quizá estamos en el presente haciendo todo
lo posible para evitar que se repitan experiencias anteriores (por
ejemplo, evitando la intimidad, debido a una relación «agobiante»
con nuestros padres)? ¿Quién, en nuestra familia, tenía en sus
relaciones problemas similares a los nuestros? Las situaciones de
pareja que tienden a repetirse, o que provocan en nosotros
reacciones intensas, ¿se parecen en algo a situaciones del
pasado? Esto sería señal de que estamos reaccionando a algo
anterior a la pareja, perteneciente al pasado y que tiene poco que
ver con nuestro cónyuge en el presente.
Una vez que vemos claro cómo contribuimos a mantener el
problema, podemos iniciar el tercer paso en la mejora de la relación,
que sería el escoger un «acto de valentía», un pequeño paso en
dirección distinta de la que hemos seguido hasta ahora.
Antes de ello, sin embargo, debemos reflexionar sobre si
verdaderamente estamos dispuestos a asumir los riesgos del
cambio, y sobre si éste es el momento apropiado para ello. Quizá
nuestra pareja no funcione muy bien si sigue como hasta ahora,
pero al menos así pisamos terreno conocido. Si trabajamos en una
mayor «diferenciación» de nuestro «Yo» y en nuestra
autoafirmación, el cónyuge puede acabar haciendo lo mismo, con lo
que la relación se robustecería; o puede que el otro no tenga la
capacidad o el deseo de adaptarse al cambio, y la relación se
rompa. Por ello es importante ir dando pasos y asumiendo riesgos
poco a poco, e iniciar esta nueva forma de estar en la relación con
la convicción de que lo hacemos por nosotros mismos. Debe ser un
cambio motivado por un deseo auténtico de crecimiento personal, y
no una «estrategia» para intentar cambiar al otro o para
«castigarlo». Por ejemplo, una mujer que quiere dejar de centrarse
exclusivamente en su matrimonio y desea emprender nuevas
relaciones de amistad, debería hacerlo movida por su deseo de
crecimiento personal, no como una forma indirecta de conseguir la
atención de su marido o de decirle: «ahí te quedas». Hacerlo así
sólo conseguiría prolongar el problema.
Una vez que hemos decidido que es el momento de emprender el
cambio, podemos empezar por escoger alguna acción pequeña que
rompa el «círculo vicioso», que sea distinta de lo que solemos hacer
habitualmente. La clave del cambio es hacerlo muy poco a poco,
planteándonos metas modestas y mediante acciones que no nos
provoquen una gran ansiedad. Por ejemplo, para definir nuestro
«Yo» podemos empezar por no quedarnos callados ante temas o
asuntos que son importantes para nosotros, si es eso lo que
solíamos hacer anteriormente. En lugar de empezar por la situación
más difícil o el tema más conflictivo, deberíamos ir practicando en
situaciones menos relevantes. Podemos, quizá, romper el silencio
respecto a un tema tabú preguntando a personas de nuestro
entorno acerca de sus experiencias y opiniones en ese tema.
Otra tarea enriquecedora, que nos daría una mejor perspectiva
sobre nosotros mismos y nuestras relaciones, sería la de aprender
más sobre nuestra familia de origen, es decir, tener más información
sobre cómo nuestros padres u otros miembros de la familia se
enfrentaron a situaciones similares a las que nos enfrentamos
nosotros en la actualidad. Cuanto más sepamos de sus
experiencias, más claridad tendremos sobre ellos y sobre nosotros
mismos, y será menos probable que repitamos sus mismos errores.
En cuanto a las pautas «atascadas» de la relación, sólo nos
atreveremos a cambiarlas si partimos del convencimiento de que,
por mucho que lo hayamos intentado, hasta ahora no nos han
funcionado.
Si somos perseguidores, podemos, por ejemplo, dar pequeños
pasos para centrar en nosotros mismos parte de esa energía que
estamos empleando en perseguir al cónyuge. Si nos sentimos poco
entendidos, es hora de que hagamos algo especial por nosotros
mismos, en lugar de esperar que el otro lo haga por nosotros. Si
tenemos tendencia a solucionarles los problemas a los demás,
podríamos elegir algún pequeño problema o conflicto en el que, por
una vez, no vamos a intervenir. También podemos empezar a
cambiar la imagen de persona super-competente que damos al
cónyuge, al que indirectamente hacemos sentir incompetente, si
compartimos con él algún asunto sobre el que tenemos dudas o
necesitamos ayuda.
Sean cuales sean los nuevos pasos que demos en la relación,
debemos estar preparados para las resistencias, es decir, las
«fuerzas», tanto externas como internas, que van a «tirar» de
nosotros en dirección contraria al cambio.
No debemos sorprendernos si el otro presiona, más o menos
sutilmente, para que continuemos haciendo lo mismo de siempre.
Por ejemplo, el cónyuge que se queja de que el otro «le agobia»,
seguramente le acusará de falta de cariño o de compromiso cuando
éste deje de perseguirle y dedique más tiempo a sí mismo o a otras
relaciones. Si no estamos preparados para ellas, este tipo de
reacciones pueden provocar una gran inseguridad y confusión,
precisamente en un momento en que estamos pisando terreno
desconocido. Podemos interpretarlas como un señal de que nos
hemos equivocado de camino, cuando en realidad están indicando
que hemos «dado en el clavo».
Por último, debemos prever que. una vez iniciado el cambio,
vamos a «echar de menos» nuestra forma de actuar anterior, y una
«fuerza» dentro de nosotros va a empujarnos a retroceder. Quizá,
por ejemplo, al dejar de sacrificar siempre nuestras opiniones o
deseos «por el bien de la relación», echemos de menos la falta de
riesgo que suponía el acomodarnos a los demás y no tener que
plantearnos qué es lo que realmente queremos o pensamos.
El proceso que acabamos de describir es largo y arriesgado. Si
algo hay que tener en cuenta a la hora de intentar cambiar una
relación de pareja que no marcha, es que debemos estar
preparados para los obstáculos, tanto internos como externos, y
que debemos movernos siempre en el camino de una mayor
autoafirmación y «diferenciación». De esa forma, podremos aportar
mayor riqueza a la relación.
SAL TERRAE 1994/02. Págs. 125-134