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Fuente
y cumbre
Comenzábamos
nuestro escrito afirmando con la Iglesia que «la celebración de la misa es el
centro de toda la vida cristiana» (OGMR 1). Volvamos, pues, sobre este
tema, una vez que hemos analizado y contemplado las diversas partes de la
eucaristía.
Eucaristía y
vida cristiana
En todo momento
de gracia, el cristiano, muriendo al hombre viejo carnal, vive el hombre nuevo
espiritual. Si un cristiano perdona, mata en sí el deseo de venganza y vive
la misericordia de Cristo. Si da una limosna, muere al egoísmo y vive la
caridad del Espíritu Santo. Si se priva de un placer pecaminoso, toma la cruz y
sigue a Cristo. Y así sucede «cada día», en todos y cada uno de los
instantes de la vida cristiana: muerte y vida, cruz y resurrección. No se puede
participar de la vida divina sin inmolar al Señor sacrificialmente toda la vida
humana, en cuanto está marcada por el pecado: sentimientos y afectos, memoria,
entendimiento y voluntad. San Juan de la Cruz es, quizá, quien más
profundamente ha explicado este misterio.
Esto significa
que toda la vida cristiana es una participación en el misterio pascual de
Cristo, que muere y resucita, para salvarnos del pecado y darnos vida
divina. De Cristo nos viene, pues, juntamente, la capacidad de morir a la vida
vieja, y la posibilidad de recibir la vida nueva y santa. De Él nos viene esta
gracia, y no sólo como ejemplo, sino como impulso que íntimamente
nos mueve y vivifica.
Ahora bien, siendo
la misa actualización del misterio pascual, es en ella fundamentalmente donde
participamos de la muerte y resurrección del Salvador. Por tanto, de la
eucaristía fluye, como de su fuente, toda la vida cristiana, la personal y
la comunitaria. «Todas las obras de la vida cristiana se relacionan con ella, proceden
de ella y a ella se ordenan» (OGMR 1).
Esto nos hace
concluir que la espiritualidad cristiana ha de arraigarse siempre y cada vez
más en la eucaristía. Quiere Dios que haya en la Iglesia diversas
espiritualidades, en referencia a un santo fundador, a un cierto estado de vida,
a un servicio de caridad predominante. Pero, en todo caso, será excéntrica
cualquier espiritualidad cristiana concreta que no tenga su centro en el
sacrificio de la Nueva Alianza. Y, pasando ya del plano teórico al de los
hechos, habrá que reconocer que hay espiritualidades concretas más o menos
centradas en la eucaristía. Las más centradas en el sacrificio
eucarístico son las más perfectas, las más conformes a la revelación y a la
tradición; las menos centradas son las más deficientes. Éstas, al
extremo, pueden ser simplemente una falsificación del cristianismo.
Eucaristía y
vida sacramental
El concilio Vaticano
II nos enseña que todos los sacramentos «están unidos con la eucaristía y
a ella se ordenan, pues en la sagrada eucaristía se contiene todo el bien
espiritual de la Iglesia, Cristo mismo, nuestra Pascua y pan vivo, que por su
carne vivificada y vivificante en el Espíritu Santo, da vida a los hombres» (PO
5b).
Todos los
sacramentos contienen la gracia que significan, y la confieren a
los fieles que los reciben con buena disposición. «Pero en la eucaristía está
el autor mismo de la santidad» (Trento: Denz 876/1639). Y en todos y cada uno
de los sacramentos -bautismo, penitencia, etc.-, participa el cristiano de la
pasión de Cristo, muriendo al pecado, y de su gloriosa resurrección,
renaciendo y viviendo a la vida santa de la gracia.
Eucaristía y
Liturgia de las Horas
«La "obra de
la redención de los hombres y de la perfecta glorificación de Dios" (SC
5b) es realizada por Cristo en el Espíritu Santo por medio de su Iglesia no sólo
en la celebración de la eucaristía y en la administración de los
sacramentos, sino también, con preferencia a los modos restantes, cuando
se celebra la Liturgia de las Horas. En ella, Cristo está presente en la
asamblea congregada, en la palabra de Dios que se proclama y "cuando la
Iglesia suplica y canta salmos" (SC 7a)» (Ordenación general de la
Liturgia de las Horas 13).
-Preparación a
la eucaristía. Pues bien, según nos enseña la Iglesia, «la celebración
eucarística halla una preparación magnífica en la Liturgia de las Horas,
ya que ésta suscita y acrecienta muy bien las disposiciones que son necesarias
para celebrar la eucaristía, como la fe, la esperanza, la caridad, la devoción
y el espíritu de abnegación» (ib. 12).
-Extensión de la
eucaristía. Y, por otra parte, «la Liturgia de las Horas extiende a los
distintos momentos del día la alabanza y la acción de gracias [de la eucaristía],
así como el recuerdo de los misterios de la salvación, las súplicas y el
gusto anticipado de la gloria celeste, que se nos ofrecen en el misterio eucarístico,
"centro y cumbre de toda la vida de la comunidad cristiana"» (ib.).
El Misal de los
fieles
Estimamos
sumamente recomendable el uso habitual del Misal de los fieles. Él pone en
nuestras manos las maravillosas oraciones del Ordinario de la misa,
especialmente las Plegarias Eucarísticas, y cada día nos ofrece las lecturas bíblicas,
las oraciones variables, que van celebrando, con distintas tonalidades, el Año
del Señor, sus grandes misterios, las fiestas de los santos.
Es tal la riqueza
del Misal en doctrina y espiritualidad, que apenas puede ser asimilada,
si sólo en el momento de la celebración, entra el fiel en contacto con las
oraciones y lecturas, anáforas, antífonas y aclamaciones. Sin embargo, la
espiritualidad de los cristianos, sin duda alguna, debe buscar y
encontrar en el Misal y en las Horas las fuentes más preciosas de
donde mana inagotablemente el Espíritu de Jesucristo y de su Iglesia.
En los años de la
renovación litúrgica que precedieron al concilio Vaticano II se difundieron
abundantemente entre los fieles los Misales manuales, normalmente bilingües.
Ellos ayudaron mucho a los fieles a participar en la eucaristía. Pero después
del Concilio, una vez traducida la liturgia a las lenguas vernáculas, el uso de
esos Misales ha disminuido notablemente. Es, por tanto, muy deseable que todos
los hogares cristianos tengan un Misal de fieles, como deben tener la Biblia
o el Catecismo de la Iglesia. Y los utilicen, claro.
El culto de la
eucaristía fuera de la misa
El pueblo cristiano,
con sus pastores al frente, al paso de los siglos, ha ido prestando un culto
siempre creciente a la eucaristía fuera de la misa: oración ante el
Sagrario, exposiciones en la Custodia, procesiones, Horas santas, visitas al
Santísimo, asociaciones de Adoración nocturna o perpetua, etc. Esto lo ha ido
haciendo la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo, que nos conduce «hacia
la verdad plena» (+Jn 14,26; 16,13). Con toda verdad dijo Cristo del Espíritu
Santo: «Él me glorificará» (Jn 16,14).
Recordemos en esto
la enseñanza del Catecismo de la Iglesia Católica:
«El culto de la
Eucaristía. En la liturgia de la misa expresamos nuestra fe en la presencia
real de Cristo bajo las especies de pan y de vino, entre otras maneras, arrodillándonos
o inclinándonos profundamente en señal de adoración al Señor. "La
Iglesia católica ha dado y continúa dando este culto de adoración que se debe
al sacramento de la Eucaristía no solamente durante la misa, sino también
fuera de su celebración: conservando con el mayor cuidado las hostias
consagradas, presentándolas a los fieles para que las veneren con solemnidad,
llevándolas en procesión" (Mysterium fidei)» (1378).
«Es grandemente
admirable que Cristo haya querido hacerse presente en su Iglesia de esta
singular manera. Puesto que Cristo iba a dejar a los suyos bajo su forma
visible, quiso darnos su presencia sacramental; puesto que iba a ofrecerse en la
cruz por nuestra salvación, quiso que tuviéramos el memorial del amor con que
nos había amado "hasta el extremo" (Jn 13,1), hasta el don de su
vida. En efecto, en su presencia eucarística permanece misteriosamente en medio
de nosotros como quien nos amó y se entregó por nosotros (+Gál 2,20), y se
queda bajo los signos que expresan y comunican este amor:
«"La Iglesia y
el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos
espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo
en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las
faltas graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración" ([Juan
Pablo II], Dominicae cenae 3)» (1380).
Todo hace pensar que
si Dios le concede a un cristiano la gracia de la comunión diaria, querrá
concederle también la gracia de adorarle diariamente, en una oración más o
menos prolongada, ante el sagrario.
La eucaristía,
«prenda de la gloria futura»
«¡Oh sagrado
banquete (o sacrum convivium), en que Cristo es nuestra comida; se
celebra el memorial de su pasión; el alma se llena de gracia, y se nos da la
prenda de la gloria futura!». Como dice esta antigua oración de la Iglesia, la
eucaristía es, en efecto, como dice esta antigua oración de la Iglesia, «la
anticipación de la gloria celestial» (Catecismo 1402). Es la reunión
con Dios y la comunión con los santos. Es, pues, el cielo en la tierra. O si se
quiere, es el punto eclesial de tangencia entre la esfera celestial y la esfera
terrestre.
El mismo Cristo
quiso que la Cena eucarística fuera entendida también como prenda anticipadora
del banquete celestial, «hasta que llegue el reino de Dios» (Lc 22,18; +Mt
26,29; +Mc 14,25). Por eso, «cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía
recuerda esta promesa, y su mirada se dirige hacia "el que viene" (Ap
1,4). Y en su oración, implora su venida: "Marán athá" (1Cor
16,22), "Ven, Señor Jesús" (Ap 22,20), "que tu gracia venga y
que este mundo pase" (Dídaque 10,6)» (Catecismo 1403).
Cada vez que nos
reunimos en la eucaristía debe avivarse en nosotros el deseo del cielo,
pues la celebramos «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador
Jesucristo» (oración después del Padrenuestro; +Tit 2,13). Con frecuencia las
oraciones de la misa, especialmente las postcomuniones, piden que cuantos
celebran aquí la eucaristía, lleguen a participar «en el banquete del Reino
de los cielos». La eucaristía, pues, es como una puerta abierta al más allá
celestial. Por eso en ella pedimos al Padre entrar «en tu reino, donde
esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás
las lágrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte como tú eres, Dios
nuestro, seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus
alabanzas, por Cristo, Señor Nuestro» (PE III, en misa por difuntos).
«La creación
entera hasta ahora gime y siente dolores de parto, y no sólo ella, sino también
nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros
mismos, suspirando por la adopción, por la redención de nuestro cuerpo. Porque
es en esperanza como estamos salvados» (Rm 8,22-24). Pues bien, en este tiempo
de prueba, paciente y esperanzado, la eucaristía es la anticipación y la
prenda más segura de «los cielos nuevos y la tierra nueva» (2Pe 3,13), allí
donde, finalmente, «Dios será todo en todas las cosas» (1Cor 15,28).
María y la
eucaristía
Sabemos que, después
de la ascensión de nuestro Señor Jesucristo, la Virgen María fue «acogida en
la casa» del apóstol San Juan (Jn 19,27). Como también sabemos que los apóstoles
comenzaron a celebrar la eucaristía a partir de Pentecostés. Esto nos hace,
por tanto, suponer con base muy cierta que la santísima Virgen participó en la
eucaristía cuantas veces pudo hasta el momento de su asunción a los cielos.
La Virgen María
es, pues, indudablemente el modelo perfecto de participación en la misa.
Nadie como ella ha vivido la liturgia eucarística como actualización del
sacrificio de la cruz. Nadie ha reconocido como ella la presencia de Jesús en
los fieles congregados en su Nombre. Nadie como ella ha distinguido la voz de su
hijo divino en la liturgia de la Palabra. Nadie ha hecho suyas las oraciones,
alabanzas y súplicas de la misa con tanta fe y esperanza, con tanto amor como
la Virgen María. Nadie en la misa se ha ofrecido con Cristo al Padre de modo
tan total a como ella lo hacía. Nadie ha comulgado el cuerpo de Cristo, ni el
mayor de los santos, con el amor de la Virgen Madre. Nadie ha suplicado la paz y
la unidad de la santa Iglesia con la apasionada confianza de la Virgen en la
misericordia de Dios providente. Nadie, en toda la historia de la Iglesia, ha
estado en la misa tan atenta, tan humilde y respetuosa, tan encendida en oración
y en amor, como la Madre de la divina gracia.
Conviene, pues,
que tomemos a la Virgen María como modelo y como intercesora para adentrarnos más
en el misterio eucarístico. Oigamos la Palabra «con la fe de María».
Elevemos al Padre la atrevida oración de los fieles «con la esperanza de María».
Acerquémonos a comulgar «con el amor de María». Que sea ella, la que estuvo
al pie de la Cruz, la que, con la paciencia propia de las madres, nos enseñe a
participar más y mejor en la santa misa, sacrificio de la Nueva Alianza.
Textos
eucarísticos primitivos
En el libro de los
Hechos, San Lucas atestigua la asidua celebración de la eucaristía en Jerusalén:
los que habían creído, «perseveraban en escuchar la enseñanza de los apóstoles
y en la comunidad de vida, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch
2,42). El «día primero de la semana» (20,7) era el día más apropiado para
la celebración de la eucaristía.
De las formas en que
ésta se celebraba tenemos huellas muy valiosas. Además de la breve descripción
de la eucaristía que nos ofrece San Pablo hacia el año 55, en 1 Corintios
10,16-17.21; 11,20-34, y a la que ya nos hemos referido más arriba, tenemos
otras relaciones de textos muy antiguos.
La Doctrina de
los doce apóstoles (Dídaque) (70?)
La Dídaque o
Doctrina de los doce apóstoles, escrita quizá hacia el año 70, es uno de
los más antiguos documentos cristianos extrabíblicos. En ella se recogen
algunas plegarias de carácter plenamente eucarístico, en las que se describen
usos y formas litúrgicas ya vigentes.
«Respecto a la acción
de gracias (eucaristía), daréis las gracias de esta manera.
«Primeramente, sobre
el cáliz: Te damos gracias, Padre santo, por la santa viña de David, tu
siervo, la que nos has revelado por Jesús, tu siervo. A ti sea la gloria por
los siglos.
«Luego, sobre el
trozo de pan: Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y la ciencia que
nos revelaste por medio de Jesús, tu siervo. A ti la honra por los siglos.
«Como este pan
partido estaba antes disperso por los montes y, recogido, se ha hecho uno, así sea
reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino. Porque tuya es
la gloria y el poder por Jesucristo en los siglos.
«Pero que nadie
coma ni beba de vuestra eucaristía sin estar bautizado en el nombre del Señor,
pues de esto dijo el Señor: "No deis lo santo a los perros" [Mt 7,6].
«Y después de que
os hayáis saciado, dad así las gracias:
«Te damos
gracias, Padre santo, por tu santo Nombre, que hiciste que habitara en
nuestros corazones; y por el conocimiento y la fe y la inmortalidad que nos
manifestaste por Jesús, tu siervo. A ti la gloria por los siglos.
«Tú, Señor
omnipotente, creaste todas las cosas por tu Nombre, y diste a los hombres
comida y bebida para su disfrute. Mas a nosotros nos hiciste gracia de comida y
bebida espiritual y de vida eterna por tu Siervo. Ante todo, te damos
gracias porque eres poderoso. A ti la gloria por los siglos.
«Acuérdate, Señor,
de tu Iglesia, para librarla de todo mal y para perfeccionarla en tu
caridad. Y reúnela de los cuatro vientos, ya santificada, en tu reino, que le
tienes preparado. Porque tuyo es el poder y la gloria por los siglos.
«Venga la gracia y
pase este mundo. Hosanna al Dios de David. El que sea santo que se
acerque. El que no lo sea, que haga penitencia. Marán athá. Amén.
«A los profetas
permitidles que den gracias cuantas quieran (Did. 9-10).
«Reunidos cada día
del Señor, partid el pan y dad gracias, después de haber confesado vuestros
pecados, para que vuestro sacrificio sea puro. Todo aquel, sin embargo, que
tenga contienda con su compañero, no se reuna con vosotros hasta tanto no se
hayan reconciliado, a fin de que no se profane vuestro sacrificio. Pues éste es
el sacrificio del que dijo el Señor: "En todo lugar y en todo tiempo se me
ha de ofrecer un sacrificio puro, dice el Señor, porque soy yo Rey grande, y mi
nombre es admirable entre las naciones" [+Mal 1,11-14]» (Díd. 14).
San Justino (+163)
El filósofo
samaritano Justino, convertido al cristianismo, escribe hacia el 153 su I
Apología en defensa de los cristianos, dirigida al emperador Antonino Pío,
al Senado y al pueblo romano. Y en Roma selló su testimonio con su sangre. En
ese texto hallamos una primera descripción de la misa, muy semejante, al menos
en sus líneas fundamentales, a la misa actual.
«Nosotros, después
de haber bautizado al que ha creído y se ha unido a nosotros [bautismo y
comunión eclesial], le llevamos a los llamados hermanos, allí donde están
reunidos, para rezar fervorosamente las oraciones comunes por nosotros mismos,
por el que acaba de ser iluminado y por todos los otros esparcidos por todo el
mundo, suplicando se nos conceda, ya que hemos conocido la verdad, ser hallados
por nuestras obras hombres de buena conducta, y cumplidores de los mandamientos,
de suerte que consigamos la salvación eterna. Acabadas las preces, nos
saludamos mutuamente con el ósculo de paz. Seguidamente, al que preside
entre los hermanos, se le presenta pan y una copa de agua y de vino.
Cuando lo ha recibido, alaba y glorifica al Padre del universo por el
nombre de su Hijo y por el Espíritu Santo, y pronuncia una larga acción de
gracias, por habernos concedido esos dones que de Él nos vienen. Y cuando el
presidente ha terminado las oraciones y la acción de gracias, todo el pueblo
presente aclama, diciendo: "Amén". "Amén"
significa, en hebreo, "Así sea". Y una vez que el presidente ha dado
gracias y todo el pueblo ha aclamado, los que entre nosotros se llaman diáconos
dan a cada uno de los presentes a participar del pan, y del vino y del agua
sobre los que se dijo la acción de gracias, y también lo llevan a los ausentes
(I Apol. 65).
«Este alimento se
llama entre nosotros eucaristía; de la que a nadie es lícito
participar, sino al que [1] cree que nuestra doctrina es verdadera, y que
[2] ha sido purificado con el baño que da el perdón de los pecados y la
regeneración, y que [3] vive como Cristo enseñó. Porque estas cosas no las
tomamos como pan común ni bebida ordinaria, sino que así como Jesucristo,
nuestro Salvador, hecho carne por virtud del Verbo de Dios, tuvo carne y sangre
por nuestra salvación; así se nos ha enseñado que, por virtud de la oración
al Verbo que de Dios procede, el alimento sobre el que fue dicha la acción de
gracias -alimento de que, por transformación, se nutren nuestra sangre y
nuestra carne- es la carne y la sangre de aquel mismo Jesús encarnado.
Pues los apóstoles, en los Recuerdos por ellos compuestos llamados Evangelios,
nos transmitieron que así les había sido mandado, cuando Jesús, habiendo
tomado el pan y dado gracias, dijo: «Haced esto en memoria de mí; éste es mi
cuerpo» [Lc 22,19; 1Cor 11,24], y que, habiendo tomado del mismo modo el cáliz
y dado gracias, dijo: «Ésta es mi sangre» [Mt 26,27]; y que sólo a ellos les
dio parte» (66).
«Nosotros, por
tanto, después de esta primera iniciación, recordamos constantemente entre
nosotros estas cosas, y los que tenemos, socorremos a todos los abandonados, y
nos asistimos siempre unos a otros. Y por todas las cosas de las cuales nos
alimentamos, bendecimos al Creador de todo por medio de su Hijo Jesucristo y
del Espíritu Santo. Y el día llamado del sol [el domingo] se tiene
una reunión en un mismo sitio de todos los que habitan en las ciudades o en los
campos, y se leen, en cuanto el tiempo lo permite, los Recuerdos
de los apóstoles o las escrituras de los profetas. Luego, cuando el lector ha
acabado, el que preside exhorta e incita de palabra a la imitación de
estos buenos ejemplos. Después nos levantamos todos a una y elevamos nuestras
preces; y, como antes dijimos, cuando hemos terminado de orar, se presenta pan,
vino y agua, y el que preside eleva a Dios, según sus posibilidades, oraciones
y acciones de gracias, y el pueblo aclama diciendo el "Amén".
Seguidamente viene la distribución y participación, que se hace a cada
uno, de los alimentos consagrados por la acción de gracias, y a los ausentes se
les envía por medio de los diáconos. Los que tienen y quieren, cada uno
según su libre voluntad, dan lo que bien les parece, y lo recogido se
entrega al presidente, y él socorre de ello a los huérfanos y las viudas, a
los que por enfermedad o por cualquier otra causa se hallan abandonados, y a los
encarcelados, a los forasteros de paso, y, en una palabra, él cuida de cuantos
padecen necesidad. Y celebramos esta reunión general el día del sol,
puesto que es el día primero, en el cual Dios, transformando las tinieblas y la
materia, creó el mundo, y el día también en que Jesucristo, nuestro
Salvador, resucitó de entre los muertos. Pues un día antes del día de
Saturno [sábado] lo crucificaron y un día después del de Saturno, que es el día
del sol, se apareció a los apóstoles y discípulos, y nos enseñó estas cosas
que he propuesto a vuestra consideración» (67).
San Ireneo (130?-200?)
El obispo de Lión,
sede primada de las Galias, San Ireneo, mártir, ve la eucaristía como el
sacrificio de Cristo que la Iglesia ofrece siempre el Padre.
«Cristo tomó el
pan, que es algo de la creación, y dio gracias, diciendo: "Esto es mi
cuerpo". Y de la misma manera afirmó que el cáliz, que es de esta nuestra
creación terrena, era su sangre. Y enseñó la nueva oblación del Nuevo
Testamento, la cual, recibiéndola de los apóstoles, la Iglesia ofrece en todo
el mundo a Dios» (Adversus haereses 4,17,5).
Traditio
apostolica (215?)
El canon eucarístico
más antiguo que se conoce es el que se expone en la Traditio apostolica,
documento escrito probablemente en Roma por San Hipólito (+235). Esta anáfora,
de notable plenitud teológica, muy antigua y venerable, y que muestra una
tradición litúrgica anterior, tuvo gran influjo en las liturgias de Occidente
e incluso de Oriente. En ella está inspirada actualmente la Plegaria eucarística
II. Y también siguen su pauta las otras plegarias eucarísticas, por
ejemplo, en el solemne diálogo inicial del prefacio.
«Ofrézcanle los diáconos
[al ordenado obispo] la oblación, y él, imponiendo las manos sobre ella con
todos los presbíteros, dando gracias, diga: "El Señor con
vosotros" . Y todos digan: "Y con tu espíritu". "Arriba
los corazones". "Los tenemos ya elevados hacia el Señor". "Demos
gracias al Señor". "Esto es digno y justo". Y continúe así:
«Te damos
gracias, ¡oh Dios!, por medio de tu amado Hijo, Jesucristo, que nos
enviaste en los últimos tiempos como salvador y redentor nuestro, y como
anunciador de tu voluntad. Él es tu Verbo inseparable, por quien hiciste todas
las cosas y en el que te has complacido. Tú lo enviaste desde el cielo al seno
de una virgen, y habiendo sido concebido, se encarnó y se mostró como Hijo
tuyo, nacido del Espíritu Santo y de la Virgen. Él, cumpliendo tu voluntad y
conquistándote tu pueblo santo, extendió sus manos, padeciendo para librar del
sufrimiento a los que creyeron en ti. El cual, habiéndose entregado
voluntariamente a la pasión para destruir la muerte, romper las cadenas del
demonio, humillar al infierno, iluminar a los justos, cumplirlo todo y
manifestar la resurrección, mostrando el pan y dándote gracias, dijo:
"Tomad, comed. Éste es mi cuerpo, que por vosotros será destrozado".
Del mismo modo, tomó el cáliz, diciendo: "Ésta es mi sangre, que
por vosotros es derramada. Cuando hacéis esto, hacedlo en memoria mía".
«Recordando,
pues, su muerte y su resurrección, te ofrecemos este pan y este cáliz,
dándote gracias porque nos tuviste por dignos de estar en tu presencia y de
servirte como sacerdotes.
«Y te pedimos que envíes
tu Espíritu Santo sobre la oblación de la santa Iglesia. Reuniéndolos en
uno, da a todos los santos que la reciben que sean llenos del Espíritu Santo,
para confirmación de la fe en la verdad, a fin de que te alabemos y
glorifiquemos por tu Hijo Jesucristo, que tiene tu gloria y tu honor con el Espíritu
Santo en la santa Iglesia, ahora y por los siglos de los siglos. Amén» (4).
-La comunión
primera de los neófitos. «Todas estas cosas el obispo las explicará a los
que reciben [por primera vez] la comunión. Cuando parte el pan, al presentar
cada trozo, dirá: "El pan del cielo en Cristo Jesús". Y el que lo
recibe responderá: "Amén". Si no hay presbíteros suficientes para
ofrecer los cálices, intervengan los diáconos, atentos a observar
perfectamente el orden; el primero sostenga el caliz del agua; el segundo, el de
la leche, y el tercero, el del vino. Los comulgantes gusten de cada uno de los cálices
(21).
-La comunión
ordinaria de los domingos. «Los domingos, si es posible, el obispo
distribuirá de su propia mano [la comunión] a todo el pueblo, mientras que los
diáconos y los presbíteros partirán el pan. Luego el diácono ofrecerá la
eucaristía y la patena al sacerdote; éste las recibirá, las tomará en sus
manos para luego distribuirlas a todo el pueblo. Los demás días se comulgará
siguiendo las instrucciones del obispo» (22).
-La comunión
realizada privadamente en casa. «Todos los fieles tengan cuidado de tomar
la eucaristía antes de que coman cualquier otro alimento...Y cuídese que no la
tome un infiel, ni un ratón ni otro animal, y de que nadie la vuelque ni la
derrame, ni la pierda. Siendo el Cuerpo de Cristo, que será comido por los
creyentes, no debe ser menospreciado» (37). «También el cáliz bendito en el
nombre del Señor se recibe como sangre de Cristo. Por eso nada debe ser
derramado... Si tú lo menosprecias, serás tan responsable de la sangre vertida
como aquél que no valora el precio por el que fue adquirido» (38).
Orígenes (185-253)
Asceta y gran teólogo,
lleva Orígenes a su apogeo la escuela de Alejandría, y sufre diversos
tormentos en la persecución de Decio. Este gran doctor venera de modo semejante
la presencia eucarística de Cristo en el Pan y en la Palabra:
«Conocéis
vosotros, los que soléis asistir a los divinos misterios, cómo cuando recibís
el cuerpo del Señor, lo guardáis con toda cautela y veneración, para que no
se caiga ni un poco de él, ni desaparezca algo del don consgrado. Pues os creéis
reos, y rectamente por cierto, si se pierde algo de él por negligencia. Y si
empleáis, y con razón, tanta cautela para conservar su cuerpo, ¿cómo juzgáis
cosa menos impía haber descuidado su palabra que su cuerpo?» (Sobre Éxodo,
hom. 13,3).
San Cipriano (210-258)
El obispo de
Cartago, San Cipriano, mártir, halla siempre para la Iglesia en el sacrificio
eucarístico la fuente de toda fortaleza y unidad.
La misa es el
sacrificio de la cruz. «Si Cristo Jesús, Señor y Dios nuestro, es sumo
sacerdote de Dios Padre, y el primero que se ofreció en sacrificio al Padre, y
prescribió que se hiciera esto en memoria de sí, no hay duda que cumple el
oficio de Cristo aquel sacerdote que reproduce lo que Cristo hizo, y entonces
ofrece en la Iglesia a Dios Padre el sacrificio verdadero y pleno, cuando ofrece
a tenor de lo que Cristo mismo ofreció» (Carta 63,14). «Y ya que
hacemos mención de su pasión en todos los sacrificios, pues la pasión del
Señor es el sacrificio que ofrecemos, no debemos hacer otra cosa que lo que
Él hizo» (63,17). La eucaristía, pues, consiste en «ofrecer la oblación y
el sacrificio» (12,2; +37,1; 39,3).
La celebración
es diaria. «Todos los días celebramos el sacrificio de Dios» (57,3).
La plegaria eucarística
ha de ser sobria. «Cuando nos reunimos con los hermanos y celebramos los
divinos sacrificios con el sacerdote de Dios, no proferimos nuestras oraciones
con descompasadas palabras, ni lanzamos en torrente de palabrería la petición
que debemos confiar a Dios con toda modestia» (De oratione dominica 4).
La comunión es
la mejor preparación para el martirio, y por eso debe llevarse a los
confesores que en la cárcel se disponen a confesar su fe (Carta 5,2). «Se
echa encima una lucha más dura y feroz, a la que se deben preparar los soldados
de Cristo con una fe incorrupta y una virtud acérrima, considerando que para
eso beben todos los días el cáliz de la sangre de Cristo, para poder derramar
a su vez ellos mismos la sangre por Cristo» (58,1).
Los pecadores públicos
no deben ser recibidos en la eucaristía. No han de ser recibidos a ella los
que no están reconciliados y en paz con la Iglesia, ni han hecho penitencia, ni
han recibido la imposición de manos del obispo o del clero (Carta 15,1;
16,2; 17,2).
Eusebio de
Cesarea (265?-340?)
Nacido y educado en
Cesarea, de la que fue obispo, Eusebio, afectado por el arrianismo, es autor de
importantes obras doctrinales e históricas. En el siguiente texto refleja la
profunda unidad que la Iglesia antigua descubre entre la eucaristía litúrgica
y el sacrificio espiritual de toda vida cristiana fiel.
«Nosotros enseñamos
que, en vez de los antiguos sacrificios y holocaustos, fue ofrecida a Dios la
venida en carne de Cristo y el cuerpo a Él adaptado. Y ésta es la buena nueva
que se anuncia a su Iglesia, como un gran misterio... Nosotros hemos recibido
ciertamente el mandato de celebrar en la mesa [eucarística] la memoria de
este sacrificio por medio de los símbolos de su cuerpo y de su salvadora
sangre, según la institución del Nuevo Testamento... Y así todas estas
cosas predichas por inspiración divina desde antiguo, se celebran actualmente
en todas las naciones, gracias a las enseñanzas evangélicas de nuestro
Salvador... Sacrificamos, por consiguiente, al Dios supremo un sacrificio de
alabanza; sacrificamos el sacrificio inspirado por Dios, venerado y sagrado;
sacrificamos de un modo nuevo, según el Nuevo Testamento, "el sacrificio
puro", y se ha dicho: "mi sacrificio es un espíritu
quebrantado"; y "un corazón quebrantado y humillado Tú no los
desprecias" [Sal 50,19]... "Suba mi oración como incienso en tu
presencia" [140,2].
«Por consiguiente,
no sólo sacrificamos, sino que también quemamos incienso. Unas veces, celebrando
la memoria del gran sacrificio, según los misterios que nos han sido
confiado por Él, y ofreciendo a Dios, por medio de piadosos himnos y oraciones,
la acción de gracias [eucaristía] por nuestra salvación. Otras veces, sometiéndonos
a nosotros mismos por completo a Él, y consagrándonos en cuerpo y alma a
su Sacerdote, el Verbo mismo. Por eso procuramos conservar para Él el cuerpo
puro e inmaculado de toda deshonestidad, y le entregamos el alma purificada de
toda pasión y mancha proveniente de la maldad, y le honramos piadosamente con
pensamientos sinceros, con sentimientos no fingidos y con la profesión de la
verdad. Pues se nos ha enseñado que estas cosas les son más gratas que
multitud de hostias sacrificadas con sangre, humo y olor a víctima quemada [+Is
1,11] (Demostración evangélica 1,10).
En cuanto al
sacrificio eucarístico, «de la misma manera que nuestro Salvador y Señor en
persona, el primero, después todos los sacerdotes procedentes de Él,
cumpliendo el espiritual ministerio sacerdotal, según los ritos eclesiásticos,
por todas las naciones expresan con pan y vino los misterios de su cuerpo y
de su salvadora sangre. Y estas cosas las vio ya de antemano Melquisedec, en
el divino Espíritu, pues él usó de figuras de las cosas que habían de
suceder, según lo atestigua la Escritura de Moisés, diciendo: "Y
Melquisedec, rey de Salén, presentó panes y vino; y era sacerdote del Dios Altísimo,
y bendijo a Abraham" [Gén 14,18ss]. Con razón, pues, sólo a Aquél
que ha sido manifestado "el Señor le ha jurado y no se arrepiente: Tú
eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec" [Sal 109,4]» (ib.
5,3).
San Atanasio
(295-373)
Obispo de Alejandría,
doctor de la Iglesia, San Atanasio hubo de sufrir varios exilios y muchas
persecuciones, como gran defensor de la fe católica en Cristo, contra los
errores de los arrianos.
«Nosotros no
estamos ya en tiempo de sombras, y ahora no inmolamos un cordero material, sino aquel
verdadero Cordero que fue inmolado, nuestro Señor Jesucristo, el que fue
conducido al matadero como una oveja, sin que dijera palabra ante el matarife [+Is
53,7], purificándonos así con su preciosa sangre, que habla mucho más que la
de Abel [+Heb 12,24] (Carta 1,9).
«Nosotros nos
alimentamos con el pan de la vida, y deleitamos siempre nuestra alma con su
preciosa sangre, como si fuera una fuente. Y, sin embargo, siempre estamos
ardiendo de sed. Y Él mismo está presente en los que tienen sed, y por su
benignidad llama a la fiesta a aquellos que tienen entrañas sedientas: "Si
alguno tiene sed, venga a mí y beba" [Jn 7,37]» (Carta 5,1).