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El
misterio de la liturgia
Ascensión del Señor
a los cielos
Cristo Salvador,
una vez cumplida su obra, ascendió a los cielos. Había salido del Padre
para venir al mundo, y ahora deja el mundo para volver al Padre (Jn 16,28). Y a
los discípulos les es dado «ver» cómo Jesús se va del mundo y asciende al
cielo (Hch 1,9). Desde allí ha de venir, al final de los tiempos, para juzgar a
vivos y muertos (Mt 25,31-33). Pero hasta que se produzca esta gloriosa parusía,
una cierta nostalgia de la presencia visible de Jesús forma parte de la
espiritualidad cristiana.
Y así dice San
Pablo: «deseo morir para estar con Cristo, que es mucho mejor» (Flp 1,23); y
también: «mientras moramos en este cuerpo estamos ausentes del Señor, porque
caminamos en fe y no en visión; pero confiamos y quisiéramos más partir del
cuerpo y estar presentes al Señor» (2 Cor 5,6-8). Por eso, hasta entonces, «mientras
esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo», debemos «buscar
las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios» (Col
3,1).
Ahora bien, no
olvidemos que, antes de su ascensión, Cristo nos prometió su presencia
espiritual hasta el fin de los siglos (Mt 28,20). No nos ha dejado huérfanos,
pues está en nosotros y actúa en nosotros por su Espíritu (Jn 14,15-19;
16,5-15). Y esta presencia activa y misteriosa se produce sobre todo en
los ritos litúrgicos. En efecto, ascendido a los cielos, Jesucristo, sacerdote
eterno, «vive siempre para interceder por nosotros» (+Heb 7,25).
La verdadera
naturaleza de la liturgia cristiana nos viene, pues, definida en tres
afirmaciones básicas del Vaticano II.
1. La liturgia es
«el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo».
«En ella los signos
sensibles significan y, cada uno de ellos a su manera, realizan la
santificación del hombre, y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la
Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro» (SC 7c). En la
liturgia, la finalidad doxológica, por la que se glorifica a Dios (doxa,
gloria), y la soteriológica, que procura al hombre la salvación (sotería),
van siempre expresamente unidas.
2. La liturgia de
la Iglesia visible es una participación de la liturgia celestial.
«En la liturgia
terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra
en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos»
(SC 8). Esta doctrina es la clave misma de la carta a los Hebreos, y sin ella no
puede entenderse la liturgia cristiana: «El punto principal de todo lo dicho es
que tenemos un Sumo Sacerdote que está sentado a la diestra del trono de la
Majestad en los cielos, como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero»
(Heb 8,1-2).
3. La liturgia
terrena es, pues, presencia eficacísima en este mundo del Cristo glorioso.
En efecto, «Cristo
está siempre presente a su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica.
Está presente en el sacrificio de la misa, sea en la persona del ministro,
ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se
ofreció en la cruz, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está
presente con su virtud en los sacramentos, de modo que, cuando alguien
bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues
cuando se lee en la Iglesia la sagrada Escritura, es él quien habla. Está
presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, aquel
mismo que prometió: «donde dos o tres están congregados en mi nombre, allí
estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20)» (SC 7a). A partir de la presencia de
Jesús, que está en los cielos, han de entenderse todos estos modos eclesiales
de hacerse realmente presente entre nosotros.
El pueblo
cristiano sacerdotal
Todo el pueblo
cristiano es sacerdotal. La comunidad reunida en torno a Cristo forma «una
estirpe elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido para
pregonar el poder del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1Pe
2,5-9; +Ex 19,6). También en el Apocalipsis los cristianos, especialmente los mártires,
son llamados sacerdotes de Dios (1,6; 5,10; 20,6). Y esta inmensa
dignidad les viene de su unión sacramental a Cristo sacerdote.
Así Santo Tomás de
Aquino: «Todo el culto cristiano deriva del sacerdocio de Cristo. Y por eso es
evidente que el carácter sacramental es específicamente carácter de Cristo, a
cuyo sacerdocio son configurados los fieles según los caracteres sacramentales
[bautismo, confirmación, orden], que no son otra cosa sino ciertas
participaciones del sacerdocio de Cristo, del mismo Cristo derivadas» (STh
III,63,3).
Pues bien, en la
liturgia Jesucristo ejercita su sacerdocio unido a su pueblo sacerdotal, que es
la Iglesia. Y «realmente en esta obra tan grande, por la que Dios es
perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre
consigo a su amadísima esposa la Iglesia» (SC 7b). Concretamente, cualquier
acción litúrgica, como enseña Pablo VI, «cualquier misa, aunque celebrada
privadamente por el sacerdote, sin embargo no es privada, sino que es acto de
Cristo y de la Iglesia» (Mysterium fidei; +LG 26a).
Y por otra parte la
misma vida cristiana ha de ser toda ella una liturgia permanente. Si hemos
de «dar en todo gracias a Dios» (1 Tes 5,18), eso es precisamente la eucaristía:
acción de gracias, «siempre y en todo lugar» (Prefacios). Si en la
misa le pedimos a Dios que «nos transforme en ofrenda permanente» (PE III),
es porque sabemos que toda nuestra vida tiene que ser un culto incesante. Así
lo entendió la Iglesia desde su inicio:
La limosna es una «liturgia»
(2 Cor 9,12; +Rm 15,27; Sant 1,27). Comer, beber, realizar cualquier actividad,
todo ha de hacerse para gloria de Dios, en acción de gracias (1 Cor 10,31). La
entrega misionera del Apóstol es liturgia y sacrificio (Flp 2,17). En la
evangelización se oficia un ministerio sagrado (Rm 15,16). La oración de los
fieles es un sacrificio de alabanza (Heb 13,15). En fin, los cristianos debemos
entregar día a día nuestra vida al Señor como «perfume de suavidad,
sacrificio acepto, agradable a Dios» (Flp 4,18); es decir, «como hostia viva,
santa, grata a Dios; éste ha de ser vuestro culto espiritual» (Rm 12,1).
Así pues, todos
los cristianos han de ejercitar con Cristo su sacerdocio tanto en su vida, como
en el culto litúrgico, aunque en éste no todos participen del sacerdocio
de Jesucristo del mismo modo.
El sacerdote,
ministro representante de Cristo
Todo el pueblo
cristiano es sacerdotal, pues tiene por cabeza a Cristo Sacerdote, y está
destinado a promover la gloria de Dios y la salvación de los hombres, haciendo
de sus propias vidas una ofrenda permanente. Pero quiso el Señor instituir un
«especial sacramento [el del Orden] con el que los presbíteros, por la unción
del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así se
configuran con Cristo sacerdote, de suerte que puedan obrar como en persona
de Cristo cabeza» (Vat.II, PO 2c). La gracia propia del sacramento les da un
nuevo ser, que les hace posible un nuevo obrar. En adelante, estos
cristianos constituidos sacerdotes-ministros, han de vivir, siempre y en todo
lugar, el ministerio de la representación de Cristo entre sus hermanos.
Sacerdos alter Christus.
En efecto, el
Vaticano II nos enseña que «el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio
ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente, y no sólo en
grado, se ordenan sin embargo el uno al otro, pues ambos participan a su manera
del único sacerdocio de Cristo. El sacerdocio ministerial, por la
potestad sagrada de que goza, forma y dirige al pueblo sacerdotal, confecciona
el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo, y lo ofrece en nombre de
todo el pueblo de Dios. Los fieles en cambio, en virtud de su sacerdocio real,
concurren a la ofrenda de la eucaristía, y lo ejercen en la recepción de los
sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una
vida santa, en la abnegación y caridad operante» (LG 10b).
Con más fuerza
expresiva aún el Sínodo Episcopal de 1971, dedicado al tema del
sacerdocio, afirma estas realidades de la fe: «Entre los diversos carismas y
servicios, únicamente el ministerio sacerdotal del Nuevo Testamento, que continúa
el ministerio de Cristo mediador y es distinto del sacerdocio común de los
fieles por su esencia, y no solo por grado, es el que hace perenne la obra
esencial de los Apóstoles. En efecto, proclamando eficazmente el Evangelio,
reuniendo y guiando la comunidad, perdonando los pecados y, sobre todo,
celebrando la Eucaristía, hace presente a Cristo, Cabeza de la
comunidad, en el ejercicio de su obra de redención humana y de perfecta
glorificación de Dios... El sacerdote hace sacramentalmente presente a
Cristo, Salvador de todo el hombre, entre los hermanos, no sólo en su vida
personal, sino también social» (II,4).
Que el sacerdote
representa a Cristo en la eucaristía, y que obra en su persona, en su
nombre, es algo cierto en la fe. Las oraciones eucarísticas presidenciales, las
que reza el sacerdote solo, son oraciones «de Cristo con su Cuerpo al Padre» (+SC
84). En la liturgia de la Palabra, es Cristo mismo el que enseña y predica a su
pueblo. Es Él mismo, ciertamente, quien en la liturgia sacrificial dice «esto
es mi cuerpo, ésta es mi sangre». Es Él quien saluda al pueblo, quien lo
bendice, quien, al final de la misa, lo envía al mundo. Con sus ornamentos,
palabras y acciones sagradas, el sacerdote es símbolo litúrgico de
Jesucristo; no tanto del Cristo histórico, sino del Cristo resucitado y
celestial, que sentado a la derecha del Padre, como Sacerdote de la Nueva
Alianza, «vive siempre para interceder» por nosotros (Heb 7,25).
Por eso, la
vivencia plena de la eucaristía exige una facilidad para reconocer a Cristo en
el sacerdote. Apenas es posible entender bien en la fe la eucaristía, y
participar de ella, si en la práctica se ignora este aspecto del misterio. En
efecto, el ministro sacerdote en la misa visibiliza la presencia y la
acción invisible del único sacerdote, Jesucristo. Y, por supuesto, el
ministerio del sacerdote visible no debe velar, sino revelar esa
presencia invisible del Sacerdote eterno.
((Si no se ve a
Cristo en el sacerdote, la misa resulta en buena parte ininteligible, y será
inevitable que en su celebración se incurra en prácticas erróneas -sobre
todo si el mismo sacerdote vive escasamente este misterio de la fe-. Podemos
apreciar esto con algunos ejemplos. El presbítero en la sede representa a
Cristo, que preside la asamblea eucarística, sentado a la derecha de Dios
Padre: una banquetilla, que hace de sede, proclama la ignorancia de esta
realidad de la fe. El Domingo de Ramos los fieles en la procesión aclaman a
Cristo, representado por el sacerdote celebrante, que entra en el templo -en
Jerusalén-, para ofrecer el sacrificio, y le acompañan con palmas: si el
sacerdote lleva también su palma no parece que tenga muy clara conciencia
de que en esa procesión de los ramos él está simbolizando a Cristo. Ignora
igualmente el sacerdote esa representación misteriosa de Cristo cuando, modificando
los saludos y bendiciones, dice en la misa: «El Señor esté con nosotros»,
la bendición de Dios «descienda sobre nosotros», «Vayamos en paz». En
realidad, actuando no en cuanto ministro representante de Cristo-cabeza, sino
como un miembro más de Cristo, oculta al Señor, a quien debería visibilizar
en esos actos ministeriales.
Se podrían
multiplicar los ejemplos, pero todos ellos nos llevarían a la misma comprobación:
la fe en el ministerio de la representación litúrgica de Cristo está
hoy con frecuencia escasamente actualizada, incluso entre los mismos sacerdotes.
El igualitarismo de la mentalidad vigente es, sin duda, uno de los
condicionantes ambientales que explican ese oscurecimiento de un aspecto de la
fe.))
Lo sagrado
cristiano
En la esfera litúrgica
es frecuente el uso de la categoría de «sagrado». Pero ¿qué es lo
sagrado en la Iglesia? En un sentido amplio, toda la Iglesia es sagrada,
pues es «sacramento universal de salvación» (LG 48b, AG 1a). Sin embargo, el
lenguaje tradicional suele hablar más bien de sagradas Escrituras, lugares
sagrados, sagrados cánones conciliares, sagrados pastores, etc., y por
supuesto, sagrada liturgia. En efecto, en Cristo, en su Cuerpo místico, que es
la Iglesia, se dicen sagradas aquellas criaturas -personas, cosas, lugares,
tiempos, acciones- que han sido especialmente elegidas y consagradas por Dios en
orden a su glorificación y a la santificación de los hombres.
Según esto, santo
y sagrado son distintos. Un ministro sagrado, por ejemplo, si es pecador,
no es santo, pero sigue teniendo una sacralidad especial, que le permite
realizar con eficacia ciertas funciones santificantes. De Dios no se dice que
sea sagrado, sino que es Santo. Lo sagrado, en efecto, es siempre criatura.
Jesucristo, en cambio, es a un tiempo el Santo y el sagrado por excelencia. En
efecto, la humanidad sagrada de Cristo, el Ungido de Dios, es la fuente de toda
sacralidad cristiana.
La disciplina
sagrada de la sagrada liturgia
La Iglesia tiene
el derecho y el deber de configurar las formas concretas de la sagrada liturgia,
porque ellas son la expresión más importante del misterio de la fe. El
concilio Vaticano II, por ejemplo, ateniéndose a esta verdad, da normas sobre
imágenes y templos, cantos y ritos (SC 22), y por eso mismo, previendo las
arbitrariedades posibles de orgullosos o ignorantes, ordena «que nadie, aunque
sea sacerdote, añade, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la
liturgia» (22,3).
Lo sagrado es un
lenguaje, verbal o fáctico, que establece y expresa la comunión espiritual
unánime de los fieles. Pero un lenguaje, si es arbitrario, no establece
comunicación, como no sea entre un grupo de iniciados. Por eso los ritos
sagrados implican repetición tradicional, serenamente previsible. En
este sentido, los fieles tienen derecho a participar en la eucaristía de la
Iglesia católica -no en la de Don Fulano-. Y para que puedan participar más
profundamente en los ritos litúrgicos, «los ministros no sólo han de desempeñar
su función rectamente, según las normas de las leyes litúrgicas, sino actuar
de tal modo que inculquen el sentido de lo sagrado» (Eucharisticum mysterium
20).
Que la mente
concuerde con la voz
Hemos recordado
brevemente la naturaleza misteriosa de lo sagrado y de la liturgia. Afirmemos
ahora, antes de analizar la celebración de la eucaristía, el valor precioso
de la oración vocal, y especialmente de la oración vocal litúrgica. Toda
la liturgia, y concretamente la eucaristía, es una gran oración, una grandiosa
oración vocal: himnos y colectas, salmos, responsorios, anáforas.
La oración vocal
-como en otro lugar hemos escrito- «es el modo de orar más humilde, más fácil
de enseñar y de aprender, más universalmente practicado en la historia de la
Iglesia, y más válido en todas las edades espirituales... El cristiano,
rezando las oraciones vocales de la Iglesia, procedentes de la Biblia, de la
liturgia o de la tradición piadosa, abre su corazón al influjo del Espíritu
Santo, que le configura así a Cristo orante. Se hace como niño, y se deja enseñar
a orar» (Rivera- Iraburu, Síntesis 434).
El menosprecio de la
oración vocal cierra en gran medida la puerta a la espiritualidad litúrgica.
Por el contrario, tener devoción y afecto por las oraciones vocales facilita en
gran medida la vida litúrgica, y concretamente la vivencia de la misa. En
efecto, una de las maneras más sencillas y eficaces de participar en la
eucaristía consiste simplemente en procurar «que la mente concuerde con la voz».
Esta norma litúrgica del Vaticano II (SC 90) es sumamente tradicional, y la
encontramos, por ejemplo, en Santo Tomás (STh II-II,83,13) o en Santa
Teresa (Camino Perf. 25,3; 37,1). Digamos, pues, de corazón lo que
decimos en la misa. Hagamos nuestro de verdad, con una continua atención e
intención, todo lo que dice el sacerdote. No tenga que reprocharnos el Señor:
«Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mt
7,6 = Is 29,13).
Y que la voz se
oiga y entienda
El sacerdote que
preside, dando a su recitación la claridad, entonación y velocidad
convenientes, ha de pretender que los fieles asistentes a la celebración puedan
con facilidad entender, atender y participar, haciendo suyo lo que él va
diciendo. No está él haciendo una oración sólamente ordenada a su devoción
privada, sino que está orando, en un ministerio sagrado, en el nombre de Cristo
y de la Iglesia.
Y los fieles
congregados, por supuesto, deben participar también activamente en aquellos
cantos y respuestas, acciones y aclamaciones que les corresponden, poniendo el
corazón en lo que dicen o hacen. En la Casa de Dios están en su casa, como
hijos del Padre, hermanos de Cristo, unidos en un mismo Espíritu. No tienen,
pues, que estar cohibidos. El respeto y la humildad con que se debe asistir a
los sagrados misterios no debe llevarles a colocarse al fondo de la Iglesia, lo
más lejos posible del altar, o a recitar lo que es su parte en voz casi
inaudible, como si en cierto modo fueran espectadores distantes o intrusos
ajenos a la celebración. Los cristianos no van a oir misa, sino a participar
en ella. Éste es, grandiosamente, su derecho y su deber.