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El
sacrificio de la Nueva Alianza
En la plenitud de
los tiempos, después de treinta años de vida oculta, nuestro Señor
Jesucristo -el Mesías de Dios (Lc 9,20), el Hijo del Altísimo, el Santo (Lc
1, 31-35), nacido de mujer (Gál 4,4), nacido de una virgen (Is 7,14; Lc 1,34),
enviado de Dios (Jn 3,17), esplendor de la gloria del Padre (Heb 1,3), anterior
a Abraham (Jn 8,58), Primogénito de toda criatura (Col 1,15), Principio y fin
de todo (Ap 22,13), santo Siervo de Dios (Hch 4,30), Consolador de Israel (Lc
2,25), Príncipe y Salvador (Hch 5,31), Cristo, Dios bendito por los siglos (Rm
9,5)-, durante tres años, predicó el Evangelio a los hombres como
Profeta de Dios (Lc 7,16), mostrándose entre ellos poderoso en obras y palabras
(24,19).
Y una vez proclamada
la Palabra divina, consumó su obra salvadora con el sacrificio de su vida.
Primero la Palabra, después el Sacrificio.
El Cordero de
Dios, que quita el pecado del mundo
En cuanto Jesús
inicia su misión pública entre los hombres, Juan el Bautista, su precursor, le
señala con su mano y le confiesa repetidas veces con su boca: «ése es el
Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29.36). Él es el que
tiene poder para vencer el pecado de los hombres, Él va a ser verdaderamente
nuestro Salvador.
Jesucristo, por
su parte, es plenamente consciente de su condición de Cordero de Dios,
destinado al sacrificio pascual, para la gloria del Padre y la salvación de los
hombres. Si Juan Bautista, siendo sólo un hombre, en cuanto lo ve, reconoce en
él «el Cordero» dispuesto por Dios para el definitivo sacrificio purificador
del mundo, ¿no iba el mismo Cristo a ser consciente de su propia vocación?
Porque Cristo conoce el designio del Padre, anunciado en las Escrituras, por eso
se reafirma siempre en la misión redentora que le es propia, y por eso rechaza
inmediatamente -como sucede en las tentaciones diabólicas del desierto- toda
tentación de mesianismos triunfalistas.
Por otra parte Jesús,
en varias ocasiones, avanzando serenamente hacia la cruz, meta de su vida
temporal, predice su Pasión a los discípulos: «Entonces comenzó a
manifestar a sus discípulos que tenía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte
de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas, y ser entregado a la
muerte, y resucitar al tercer día» (Mt 16,21; +17,22-23; 20,17-19). «Ellos no
entendieron nada de esto, y estas palabras quedaron veladas. No entendieron lo
que había dicho» (Lc 18,34). Era para ellos inconcebible que su Maestro, capaz
de resucitar muertos, pudiera ser maltratado y llevado violentamente a la
muerte.
En estas ocasiones,
y en muchas otras, el Señor se muestra siempre consciente de que va acercándose
hacia una muerte sacrificial y redentora. Él es el Pastor bueno, que «da su
vida por las ovejas» (Jn 10,11). Él es «el grano de trigo que cae en tierra,
muere, y consigue mucho fruto» (12,24). Y por eso asegura: «levantado de la
tierra, atraeré todos a mí» (12,32; +8,28)...
La multiplicación
de los panes
En el tercer año,
probablemente, de su vida pública, nuestro Señor Jesucristo, estando con miles
de hombres en un monte, junto al lago de Tiberíades, poco antes de la Pascua
judía, realiza una prodigiosa multiplicación de los panes y de los peces (Jn
6,1-15).
Más tarde, regresó
a Cafarnaúm, y allí predicó, anunciando la eucaristía, sobre el pan de
vida, un alimento infinitamente superior al maná que Moisés dio al
pueblo en el desierto: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo... Mi carne es
verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida... El que me come vivirá por
mí» (6,48-59).
Muchos se
escandalizaron de estas palabras, que consideraron increíbles. Y «desde
entonces muchos de sus discípulos se retiraron, y ya no le seguían». Pero los
Doce permanecieron con Él, diciendo: «Señor ¿a quién iríamos? Tú tienes
palabras de vida eterna» (6,60-69).
Jesucristo, entre
Moisés y Elías
También,
seguramente, en el año tercero de su ministerio público, Jesús, un día que
se fue al monte con Pedro, Santiago y Juan, «mientras oraba», se transfiguró
completamente, como si «la plenitud de la divinidad, que en él habitaba
corporalmente» (Col 2,9), y que normalmente quedaba velada por su
humanidad sagrada, fuese ahora revelada por esa misma humanidad santísima
(Mt 17,1-13; Mc 9,2-13; Lc 9,28-36).
Extasiados los tres
apóstoles, vieron de pronto que «se les aparecieron Moisés y Elías, hablando
con Él». «Ellos también aparecían resplandecientes, y hablaban de su
muerte, que había de tener lugar en Jerusalén». Y al punto salió de la
nube la voz del Padre, garantizando a Jesús: «Éste es mi hijo, el predilecto:
escuchadle».
Jesús, antes de
sellar con su sangre una Alianza Nueva y definitiva, recibe así ante sus tres
íntimos discípulos el testimonio de Moisés, el mediador de la Antigua
Alianza, y de Elías, el que la restauró. Uno y otro cumplieron su misión
sobre un altar de doce piedras, con sangre de animales sacrificados; y Jesús,
en la última Cena, lo hará también sobre la mesa de los doce apóstoles, pero
esta vez con su propia sangre. Por tanto, el mayor de los patriarcas, Moisés, y
el principal de los profetas, Elías, dan testimonio de Jesús. Todo el
misterio pascual de Cristo es, pues, un pleno cumplimiento de «la Ley y los
profetas» (+Mt 5,17; 7,12; 11,13; 22,40).
Se decide la
muerte de Cristo
La resurrección de
Lázaro, ocurrida en Betania, a las puertas de Jerusalén, y poco antes de la
Pascua, exaspera totalmente el odio que hacia Cristo se había ido formando,
sobre todo entre las personas más influyentes de Jerusalén.
«¿Qué hacemos,
que este hombre hace muchos milagros?... ¿No comprendéis que conviene que
muera un hombre por todo el pueblo?... Profetizó así [Caifás] que Jesús había
de morir por el pueblo, y no sólo por el pueblo, sino para reunir en la unidad
a todos los hijos de Dios que están dispersos. Desde aquel día tomaron la
resolución de matarle. Jesús, pues, ya no andaba en público entre los judíos,
sino que se fue a una región próxima al desierto, a una ciudad llamada Efrem,
y allí moraba con los discípulos» (Jn 11, 45-54).
Jesús celebra la
Pascua
Los sucesos van a
precipitarse poco después: la unción de Jesús en Betania, su entrada triunfal
en Jerusalén, el pacto de Judas con el Sanedrín y, finalmente, en el Cenáculo,
la celebración de la Pascua judía. En ella, hasta el último momento, observa
Cristo con los doce -«conviene que cumplamos toda justicia» (Mt 3,15)- cuanto
Moisés había prescrito en este rito, instituído como memorial perpetuo:
«Cuando llegó la
hora, se puso a la mesa con sus apóstoles. Y les dijo: He deseado ardientemente
comer esta Pascua con vosotros antes de padecer. Porque os digo que ya no la comeré
hasta que se cumpla en el reino de Dios. Y tomando una copa, dio gracias y
dijo: Tomadla y repartidla entre vosotros. Pues os digo que no beberé ya del
fruto de la vid hasta que llegue el reino de Dios» (Lc 22,14-28).
Liturgia eucarística
de la Palabra
Gracias al apóstol
Juan (Jn 13-17), conocemos al detalle el Sermón de la Cena, esa grandiosa
Liturgia de la Palabra, en la que Jesucristo revela plenamente la caridad
divina trinitaria, proclamando con máxima elocuencia la Ley evangélica: el
amor a Dios y el amor a los hombres.
-Amor a Dios:
«Conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre, y que, según el mandato
que me dio el Padre, así hago» (14,31), «obediente hasta la muerte, y muerte
de cruz» (Flp 2,8). Jesucristo entiende la cruz como la plena revelación de su
amor al Padre; como la proclamación plena del primer mandamiento de la ley de
Dios: «así hay que amar al Padre, y así hay que obedecerle; hasta dar la vida
por su gloria».
-Amor a los
hombres: «Viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al
Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, al fin extremadamente
los amó» (Jn 13,1). Y les dijo: «Amáos los unos a los otros, como yo os he
amado» (13,34). «No hay amor más grande que dar la vida por los amigos»
(15,13). El Señor entiende, pues, su cruz como la plena proclamación del
segundo mandamiento de la ley de Dios: «así hay que amar al prójimo, hasta
dar la vida por su bien».
Liturgia eucarística
del Sacrificio
Cuatro relatos
nos han llegado sobre la celebración primera del sacrificio de la Nueva
Alianza, es decir, sobre la institución de la eucaristía. Los dos
primeros, de Mateo y Marcos, son muy semejantes, y expresan la tradición litúrgica
judía, de Jerusalén, llevada por Pedro a Roma. Los dos segundos testimonios
representan más bien la tradición litúrgica de Antioquía, difundida en sus
correrías apostólicas por Pablo y Lucas.
-Mateo
26,26-28. «Mientras comían, Jesús tomó pan, lo bendijo, lo partió y dándoselo
a los discípulos, dijo: Tomad y comed, éste es mi cuerpo. Y tomando un cáliz
y dando gracias, se lo dió, diciendo: Bebed de él todos, que ésta es mi
sangre, del Nuevo Testamento, que será derramada por muchos para remisión de
los pecados».
-Marcos
14,22-24. «Mientras comían, tomó pan y bendiciéndolo, lo partió, se lo dió
y dijo: Tomad, éste es mi cuerpo. Tomando el cáliz, después de dar gracias,
se lo entregó, y bebieron de él todos. Y les dijo: Ésta es mi sangre de la
Alianza, que es derramada por muchos».
-Lucas
22,19-20. «Tomando el pan, dio gracias, lo partió y se lo dió, diciendo: Éste
es mi cuerpo, que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía.
Asimismo el cáliz, después de haber cenado, diciendo: Éste caliz es la Nueva
Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros».
-San Pablo, 1
Corintios 11,23-26. «Yo he recibido del Señor lo que os he transmitido; que el
Señor Jesús, en la noche en que fue entregado, tomó el pan, y después de dar
gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced
esto en memoria mía. Y asimismo, después de cenar, tomó el cáliz, diciendo:
Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre; cuantas veces lo bebáis, haced
esto en memoria mía. Pues cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz
anunciáis la muerte del Señor hasta que Él venga».
Nótese que el
relato de San Pablo, que se presenta explícitamente como «recibido del Señor»,
fue escrito en fecha muy temprana, hacia el año 55, y que a su vez refleja una
tradición eucarística anterior.
Institución de
la Eucaristía
Según esto, en
la Cena del jueves realiza el Señor la entrega sacrificial de su cuerpo y de su
sangre -«mi cuerpo entregado», «mi sangre derramada»-, anticipando
ya, en la forma litúrgica del pan y del vino, la entrega física de su cuerpo y
de su sangre, la que se cumplirá el viernes en la cruz.
-La acción
ritual. Conforme a la tradición judía del rito pascual, el Señor «toma»,
«da gracias» a Dios (bendice), «parte» el pan y lo «reparte» entre los
discípulos. Son gestos también apuntados en la multiplicación de los panes (Jn
6,11) o en las apariciones de Cristo resucitado (Emaús, Lc 24,30; pesca
milagrosa, Jn 21,13).
-Cordero pascual
nuevo. «Cristo, nuestro cordero pascual, ha sido inmolado» (1Cor 5,7),
para la salvación de todos. Hemos sido, pues, rescatados «no con plata y oro,
corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, cordero sin defecto ni
mancha, ya conocido antes de la creación del mundo, y manifestado al fin de los
tiempos por amor vuestro» (1Pe 1,18-20). San Juan en el Apocalipsis menciona
veintiocho veces a Cristo como Cordero. Y es justamente «el Cordero degollado»
el que preside la grandiosa liturgia celestial (Ap 5,6.12).
-La Nueva
Alianza. En la Cena-Cruz-Eucaristía establece Cristo una Alianza Nueva
entre Dios y los hombres. Y esta vez la Alianza no es sellada con sangre de
animales sacrificados en honor de Dios, sino en la propia sangre de Jesús: «Este
cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre». La alianza del monte Sinaí queda
definitivamente superada por la alianza del monte Calvario (+Ex 24,1-8; Heb
9,1-10,18).
«La eucaristía
aparece al mismo tiempo como el origen y fundamento del nuevo pueblo de Dios,
liberado ahora por la pascua de Cristo y fundado sobre la sangre de la Nueva
Alianza» (Sayés, El misterio eucarístico 107). La Cena pascual de Moisés
marca el nacimiento de Israel como pueblo libre. La Cena pascual de Cristo funda
permanentemente a la Iglesia, el nuevo Israel.
-Memorial
perpetuo. Como la Pascua judía, la cristiana se establece como un memorial
a perpetuidad: «haced esto en memoria mía». En la eucaristía, por tanto, la
Iglesia ha de actualizar hasta el fin de los siglos el sacrificio de la cruz, y
ha de hacerlo empleando en su liturgia la misma forma decidida por el Señor en
la última Cena.
-Presencia real
de Cristo. En la eucaristía el pan y el vino se convierten realmente en el
cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo. Ya no hay pan: «esto es mi
cuerpo que se entrega»; ya no hay vino: «ésta es mi sangre que se derrama».
Se trata, pues, de una presencia real, verdadera y substancial de Cristo.
-Pan vivo bajado
del cielo. Y es una presencia que debe ser recibida como alimento
de vida eterna: «Tomad y comed, mi carne es verdadera comida»; «tomad y
bebed, mi sangre es verdadera bebida».
-Sacrificio de la
Nueva Alianza. La Cena-Cruz-Eucaristía, por tanto, es un sacrificio: el
sacrificio de la Nueva Alianza, que tiene a Cristo como Sacerdote y como Víctima.
En efecto, «Cristo ofreció por los pecados, para siempre jamás, un solo
sacrificio... Con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los que
van siendo consagrados» (Heb 10,12.14). Volveremos sobre esto una vez que
hayamos contemplado la Pasión.
La agonía en
Getsemaní
Jesús, en el
Huerto de los Olivos, baja hasta el último fondo posible de la angustia humana
(Mt 26,36-46; Mc 14,32-42; Lc 22,40-46). «Pavor y angustia» (Mc), «sudor de
sangre» (Lc), desamparo de los tres amigos más íntimos, que se duermen;
consuelo de un ángel; refugio absoluto en la oración: «pase de mí este cáliz,
pero no se haga mi voluntad, sino la tuya»...
¿Es la muerte
atroz e ignominiosa, que se le viene encima, «el cáliz» que Cristo pide al
Padre que pase, si es posible? No parece creíble. El
Señor se encarna y entra en la raza humana precisamente para morir por
nosotros y darnos vida. Desea ardientemente ser inmolado, como Cordero pascual
que, quitando el pecado del mundo, salva a los hombres, amándolos con amor
extremo. Él no se echa atrás, ni en forma condicional de humilde súplica, ni
siquiera en la agonía de Getsemaní o del Calvario. Por el contrario, cuando se
acerca la tentación y le asalta -«¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta
hora?»-, él responde inmediatamente: «¡para esto he venido yo a esta hora!»
(Jn 12,27). Y cuando Pedro rechaza la pasión de Jesús, anunciada por éste: «No
quiera Dios, Señor, que esto suceda», Cristo reacciona con terrible dureza: «Apártate
de mí, Satanás, que me sirves de escándalo» (Mt 16,21-23).
No. El «cáliz»
que abruma a Jesús es el conocimiento de los pecados, con sus terribles
consecuencias, que a pesar del Evangelio y de la Cruz, van a darse en el mundo:
ese océano de mentiras y maldades en el que tantos hombres van a ahogarse,
paganos o bautizados, por rechazar su Palabra y por menospreciar su Sangre en
los sacramentos, sobre todo en la eucaristía. Más aún, la pasión del
Salvador es causada principalmente por el pecado de los malos cristianos
que, despreciando el magisterio apostólico, falsificarán o silenciarán su
Palabra; avergonzándose de su Evangelio, buscarán salvación, si es que la
buscan, por otro camino; endureciendo sus corazones por la soberbia, despreciarán
los sacramentos, y sobre todo la eucaristía, profanándola o alejándose de
ella... En definitiva, es la posible reprobación final de pecadores lo que
angustia al Señor, y le lleva a una tristeza de muerte.
Como bien señala la
madre María de Jesús de Agreda, «a este dolor llamó Su Majestad cáliz».
Y en esa angustia sin fondo pedía el Salvador a su Padre que, «siendo ya
inexcusable la muerte, ninguno, si era posible, se perdiese»... Y eso es
lo que, con lágrimas y sudor de sangre, Cristo suplica al Padre
insistentemente, en una «como altercación y contienda entre la humanidad santísima
de Cristo y la divinidad» (Mística Ciudad de Dios, 1212-1215).
La libre ofrenda
de la Cruz
Importa mucho
entender que en la cruz se entrega Cristo a la muerte libre y voluntariamente.
Otras ocasiones hubo en que quisieron prender a Jesús, pero no lo consiguieron,
«porque no había llegado su hora» (Jn 7,30; 8,20). Así, por ejemplo,
en Nazaret, cuando querían despeñarle, pero él, «atravesando por medio de
ellos, se fue» (Lc 4,30). Ahora, en cambio, «ha llegado su hora, la de
pasar de este mundo al Padre» (Jn 13,1). Y los evangelistas, al narrar el
Prendimiento, ponen especial cuidado en atestiguar la libertad y la
voluntariedad de la entrega que Cristo hace de sí mismo.
-Cristo Sacerdote
se acerca serenamente al altar de la cruz. En el Huerto, recuperado por la
oración de su estado espiritual agónico, sale ya sereno, plenamente
consciente, al encuentro de los que vienen a prenderlo: conocía
ciertamente que era Judas quien iba a entregarle (Jn 13,26), y «sabía todo lo
que iba a sucederle» (18,4).
-Hasta en el
prendimiento manifiesta Cristo su poder irresistible. Sin esconderse, Él
mismo se presenta: «Yo soy [el que buscáis]». Y al manifestar su identidad,
todos caen en tierra (Jn 18,5-6). Ese yo soy [ego eimi] en
su labios es equivalente al yo soy de Yavé en los libros antiguos de la
Escritura. Y Juan se ha dado cuenta de este misterio (+Jn 8,58; 13,19; 18,5).
Los enemigos de Cristo caen en tierra, se postran ante él en homenaje
forzado, impuesto milagrosamente por Jesús, que, antes de padecer, muestra así
un destello de su poder divino y manifiesta claramente que su entrega a la
muerte es perfectamente libre.
-Jesús impide
que le defiendan. Detiene toda acción violenta de quien intenta protegerle
con la espada, y cura la oreja herida de Malco, el siervo del Pontífice (Jn
18,10-11). No se resiste, pudiendo hacerlo. Y explica por qué no lo hace: «Ésta
es vuestra hora y el poder de las tinieblas» (Lc 22,53).
-Jesús no opone
resistencia. Él sabe bien, y lo afirma, que hubiera podido pedir y
conseguir del Padre «doce legiones de ángeles» que le defendieran; pero
quiere que se cumpla la providencia del Padre. Él, que había enseñado «no
resistáis al mal, y si alguno te abofetea en la mejilla derecha, dale también
la otra» (Mt 5,39-41), practica ahora su propia doctrina.
-Jesús calla.
«Maltratado y afligido, no abrió la boca, como cordero llevado al matadero,
como oveja muda ante los trasquiladores» (Is 53,7). En los pasos tenebrosos que
preceden a su pasión -interrogatorios, bofetadas, azotes, burlas-, «Jesús
callaba» (ante Caifás, Mt 26,63; Pilatos, 27,14; Herodes, Lc 23,9; Pilatos, Jn
19,9).
-Se entrega
libremente a la muerte. Es, pues, un dato fundamental para entender la Pasión
de Cristo conocer la perfecta y libre voluntad con que realiza su entrega
sacrificial a la muerte: «Yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie
me la quita, sino que yo la doy por mí mismo» (Jn 10,17-18). Jesucristo es
el Señor, también en Getsemaní y en el Calvario, por insondable que
sea entonces su humillación y abatimiento.
-La cruz es
providencia amorosa del Padre, anunciada desde el fondo de los siglos. Quiso
Dios permitir en su providencia la atrocidad extrema de la cruz para que en
ella, finalmente, se revelara «el amor extremo» de Cristo a los suyos (Jn
13,1), pues, ciertamente, es en la cruz «cuando se produce la epifanía de la
bondad y el amor de Dios hacia los hombres» (Tit 3,4). No fue, pues, la cruz un
accidente lamentable, ni un fracaso de los planes de Dios. Cristo, convencido de
lo contrario, se entrega a la cruz, con toda obediencia y sin resistencia
alguna, para que «se cumplan las Escrituras», es decir, para se realice la
voluntad providente del Padre (Mt 26,53-54.56), que es así como ha
dispuesto restaurar su gloria y procurar la salvación de los hombres.
La ofrenda
sacrificial que Cristo hace de sí mismo produce un estremecimiento en todo el
universo, como si éste intuyera su propia liberación, ya definitivamente
decretada. Se rasga el velo del Templo de arriba a abajo, y, eclipsado el sol,
se obscurece toda la tierra; las piedras se parten, se abren sepulcros, y hay
muertos que resucitan y se aparecen a los vivos; la muchedumbre se vuelve del
Calvario golpeándose el pecho; el centurión y los suyos no pueden menos de
reconocer: «Verdaderamente, éste era Hijo de Dios» (Mt 27,51-53; Mc 15,38; Lc
23,44-45).
Resurrección de
Cristo
Los relatos de la
resurrección de Nuestro Señor Jesucristo y de sus apariciones (Mt 28,120; Mc
16,1-20; Lc 24; Jn 2021) ponen de relieve la desesperanza en que los discípulos
quedaron hundidos tras los sucesos del Calvario. Se resisten, después, a creer
en la realidad de la resurrección de Cristo, y éste hubo de «reprenderles por
su incredulidad y dureza de corazón, pues no habían creído a los que lo habían
visto resucitado de entre los muertos» (Mc 16,14). Es el acontecimiento de
la Resurrección lo que despierta y fundamenta la fe de los apóstoles. Por
eso, cuando se aparece a los Once, para acabar de convencerles, come
delante de ellos un trozo de pez asado (Lc 24,42).
Y otras muchas veces
come con ellos (Emaús, Lc 24,30; pesca milagrosa, Jn 21,12-13), apareciéndoseles
«durante cuarenta días, y hablándoles del reino de Dios» (Hch 1,3). Pues
bien, ese comer de Cristo con los discípulos les impresionó especialísimamente.
En ello ven probada una y otra vez tanto la realidad del Resucitado, como
la familiaridad íntima que con ellos tiene. Y así Pedro dirá en un
discurso importante, asegurando las apariciones de Cristo: nosotros somos los «testigos
de antemano elegidos por Dios, nosotros, que comimos y bebimos con Él
después de su resurrección de entre los muertos» (Hch 10,41). La alegría
pascual que caracterizaba esas comidas, de posible condición eucarística, con
el Resucitado, es la alegría actual de la eucaristía cristiana.
El sacrificio de
la Nueva Alianza
-Sacrificio. Jesús
entiende su muerte como un sacrificio de expiación, por el cual,
estableciendo una Alianza Nueva, con plena libertad, «entrega su vida» -su
cuerpo, su sangre- para el rescate de todos los hombres (+Catecismo
1362-1372, 1544-1545). De sus palabras y actos se deriva claramente su
conciencia de ser el Cordero de Dios, que con su sacrificio pascual quita el
pecado del mundo. Que así lo entendió Jesús nos consta por los evangelios,
pero también porque así lo entendieron sus apóstoles.
La enseñanza de San
Pablo es en esto muy explícita: «Cristo nos amó y se entregó por
nosotros en oblación y sacrificio a Dios de suave aroma» (Ef 5,2; +Rm 3,25).
Es el amor, en efecto, lo que le lleva al sacrificio: «Dios probó su amor
hacia nosotros en que, siendo pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8;
+Gál 2,20). Y por eso ahora «en Él tenemos la redención por la virtud de su
sangre, la remisión de los pecados» (Ef 1,7; +Col 1,20). Por tanto, «nuestro
Cordero pascual, Cristo, ya ha sido inmolado» (1Cor 5,7; igual doctrina en 1Pe
1,2.9; 3,18).
San Juan, por
su parte, ve en Cristo crucificado el Cordero pascual definitivo, el que con su
muerte sacrificial «quita el pecado del mundo» (Jn 1,29.37). Según disponía
la antigua ley mosaica sobre el Cordero pascual, ninguno de sus huesos fue
quebrado en la cruz (19,37 = Ex 12,46). Los fieles son, pues, «los que lavaron
sus túnicas y las blanquearon en la sangre del Cordero» (Ap 7,14), es decir,
«los que han vencido por la sangre del Cordero» (12,11). Y ese Cordero
degollado, ahora, para siempre, preside ante el Padre la liturgia celestial
(5,6.9.12). Así pues, el sacrificio de la vida humana de Jesús gana en la cruz
la salvación para todos: «él es la Víctima propiciatoria por nuestros
pecados, y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo» (1Jn 2,2).
-Sacrificio único
y definitivo. La carta a los Hebreos, por su parte, contempla a Cristo como sumo
Sacerdote, y su muerte, como el sacrificio único y supremo, en el que se
establece la Nueva Alianza. En este precioso documento, anterior quizá al año
70, puede verse el primer tratado de cristología. Y en él se enseña que los
antiguos sacrificios judíos -aunque establecidos por Dios, como figuras
anunciadoras de la plenitud mesiánica- «nunca podían quitar los pecados»,
por mucho que se reiterasen (10,11), y que por eso mismo estaban llamados a
desaparecer «a causa de su ineficacia e inutilidad» (7,18). Ahora, en cambio,
en la plenitud de los tiempos, en la Alianza Nueva, nos ha sido dado Jesucristo,
el Sacerdote santo, inocente e inmaculado (7,26-28), que siendo plenamente
divino (1,1-2; 3,6) y perfectamente humano (2,11-17; 4,15; 5,8), es capaz de
ofrecer una sola vez un sacrificio único, el del Calvario (9,26-28), de
grandiosa y total eficacia para santificar a los creyentes (7,16-24; 9;
10,10.14).
-Sacrificio de
expiación y redención. Cristo nos ha redimido con su propia sangre, sufriendo
en la cruz el castigo que nosotros merecíamos por nuestros pecados. «Traspasado
por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados, el castigo salvador pesó
sobre él, y en sus llagas hemos sido curados» (Is 53,5). De este modo nuestro
Salvador ha vencido en la humanidad el pecado y la muerte, y la ha liberado de
la sujeción al Demonio.
«Dios estaba en
Cristo, reconciliando al mundo consigo, y no imputándole sus delitos» (2Cor
5,19). En efecto, nosotros estábamos «muertos a causa de nuestros pecados»,
pero Cristo nos ha hecho «revivir con él, perdonando todas nuestros delitos, y
cancelando el acta de condenación que nos era contraria, la ha quitado de en
medio, clavándola en la cruz. Así fue como despojó a los principados y
potestades, y los sacó valientemente a la vergüenza, triunfando de ellos en la
cruz» (Col 2,13-15). En la cruz, efectivamente, Cristo «ha destruido por la
muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo» (Heb 2,14), y
«haciéndose Sacerdote misericordioso y fiel», de este modo misterioso e
inefable, «ha expiado los pecados del pueblo» (2,17).
-Sacrificio de
acción de gracias. Ahora nosotros, «rescatados no con plata y oro,
corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo, cordero sin defecto ni
mancha» (1Pe 1,18-19), tenemos un ministerio litúrgico de alegría infinita,
que iniciamos en la eucaristía de este mundo, para continuarlo eternamente en
el cielo, cantando la gloria de nuestro Redentor bendito:
«Él es el
verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo; muriendo, destruyó nuestra
muerte, y resucitando, restauró la vida. Por eso, con esta efusión de gozo
pascual, el mundo entero se desborda de alegría, y también los coros
celestiales, los ángeles y los arcángeles, cantan sin cesar el himno de tu
gloria» (Prefacio I pascual).
((Los protestantes
primeros -Lutero, Zuinglio, Calvino-, reconociendo el carácter sacrificial de
la cruz, niegan que la misa sea un sacrificio, porque ignoran que la
eucaristía no es sino el mismo misterio de la cruz. Partiendo de ese
gran error, abominan de la misa, como si fuera una superstición horrible, y del
sacerdocio católico. Una de las dos o tres ideas fundamentales de la Reforma
protestante es, sin duda, la extinción del sacrificio eucarístico y del
sacerdocio católico.))
En el signo de la
Cruz
Todo el Evangelio
tiene su clave en «la doctrina de la cruz de Cristo» (1Cor 1,18). Por eso
el Apóstol no presume de saber de nada, sino de «Jesucristo, y éste
crucificado» (1Cor 2,2). Según ya vimos, es en la cruz donde se escribe con
sangre la ley divina fundamental: cómo hay que amar a Dios y cómo hay que amar
al prójimo.
Pero en la cruz
se nos revela también el amor inmenso que Dios nos tiene. Es en la cruz
donde se produce la suprema epifanía de Dios, que «es amor» (1Jn 4,8).
Mirando a la cruz, que preside nuestras iglesias y que honra con su signo
sagrado todo lo cristiano, es como nos sabemos hijos «elegidos de Dios, santos
y amados» (Col 3,12). Pues, aunque sea un misterio insondable, la cruz sucedió
«según los designios de la presciencia de Dios» (Hch 2,23). No fue, como ya
vimos, un accidente imprevisto, ni un fracaso: fue un «mandato del Padre» (Jn
14,31), obedecido por el Hijo hasta la muerte (Flp 2,8). Todo lo relacionado con
la cruz del Hijo de Dios es, sin duda, «escándalo para los judíos, locura
para los gentiles, pero fuerza y sabiduría de Dios para los llamados, judíos o
griegos» (1Cor 1,23-24). La cruz es, en efecto, la locura del amor de Dios
hacia los hombres.
«La verdad es que
apenas habrá quien muera por un justo; sin embargo, pudiera ser que muriera
alguno por uno bueno; pero Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo
pecadores, murió Cristo por nosotros» (Rm 5,7-8). El Padre, en efecto, «no
perdonó a su propio Hijo, sino que le entregó por todos nosotros» (8,32).
Este asombro de San Pablo es el mismo de San Juan: «En esto se manifestó el
amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único, para que
vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos
amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima
de propiciación por nuestros pecados» (1Jn 4,9-10).
Los Padres de la
Iglesia no apartan sus ojos de la cruz de Cristo, actualizada siempre en la
eucaristía, y no se cansan de cantar su gloria en sus escritos y predicaciones.
Ningún otro aspecto de la fe es tratado por ellos con tanta frecuencia, con
tanto gozo y amor. Y no hacen en eso sino prolongar la predicación de los apóstoles:
«Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en
mí. Y aunque al presente vivo en la carne, vivo en la fe del Hijo de Dios,
que me amó y se entregó por mí» (Gál 2,19-20). Este espíritu de los
Padres, es el que ha animado a los santos de todos los tiempos. Así San Juan
Crisóstomo:
«La cruz es el
trofeo erigido contra los demonios, la espada contra el pecado, la espada con la
que Cristo atravesó a la serpiente; la cruz es la voluntad del Padre, la gloria
de su Hijo único, el júbilo del Espíritu Santo, el ornato de los ángeles, la
seguridad de la Iglesia, el motivo de gloriarse de Pablo, la protección de los
santos, la luz de todo el orbe» (MG 49,396).
La cruz, aún más
que la resurrección, revela que Dios es amor, y manifiesta inequívocamente el
amor que nos ha tenido Dios. Esto es lo que hace de la cruz la clave
indiscutible del cristianismo. La resurrección gloriosa expresa de modo
formidable la divinidad de Jesucristo, su victoria sobre la muerte y el demonio,
el pecado y el mundo. Pero la cruz, la sagrada y bendita cruz, es la revelación
suprema de Dios, que es amor, y la prueba máxima del amor que Dios nos tiene.
La misericordia de Dios con los pecadores, la solicitud paternal de su
providencia, la locura del amor divino, la misteriosa naturaleza íntima del
mismo Dios, se revelan ante todo y sobre todo en la cruz de Cristo, esa cruz que
se actualiza en el sacrificio litúrgico de la misa. «Tanto amó Dios al mundo,
que le entregó [en Belén, y aún más, en el Calvario] su Unigénito
Hijo» (Jn 3,16).
San Agustín exclama
en sus Confesiones:
«¡Oh, cómo nos
amaste, Padre bueno, que "no perdonaste a tu Hijo único, sino que lo
entregaste por nosotros, que éramos pecadores" [Rm 8,32]! ¡Cómo nos
amaste a nosotros, por quienes tu Hijo "no hizo alarde de ser igual a ti,
sino que se rebajó hasta someterse a una muerte de cruz" [+Flp 2,6]!
Siendo como era el único libre entre los muertos, "tuvo poder para
entregar su vida y tuvo poder para recuperarla" [+Jn 10,18]. Por nosotros
se hizo ante ti vencedor y víctima: vencedor, precisamente por ser víctima;
por nosotros se hizo ante ti sacerdote y sacrificio: sacerdote, precisamente del
sacrificio que fue él mismo. Siendo tu Hijo, se hizo nuestro servidor, y nos
transformó, para ti, de esclavos en hijos...
«Aterrado por mis
pecados y por el peso enorme de mi miseria, había meditado en mi corazón y
decidido huir a la soledad; pero tú me lo prohibiste y me tranquilizaste,
diciendo: "Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para
sí, sino para aquel que murió por ellos" [1Cor 5,75].
«He aquí, pues, Señor,
que arrojo ya en ti mi cuidado, a fin de que viva y pueda "contemplar las
maravillas de tu voluntad" [Sal 118,18]. Tú conoces mi ignorancia y mi
flaqueza: enséñame y sáname. Tu Hijo único, "en quien están encerrados
todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia" [Col 2,3], me redimió
con su sangre. "No me opriman los insolentes" [Sal 118,122], porque yo
tengo en cuenta mi rescate, y lo como y lo bebo y lo distribuyo, y aunque pobre,
deseo saciarme de él en compañía de aquellos que comen de él y son saciados
por él. "Y alabarán al Señor los que le buscan" [Sal 21,27]» (Confesiones
X,43,69-70).
La cruz del Señor,
actualizada cada día en la eucaristía, es el sello de garantía de todo lo
cristiano. Lo que no está marcado por su gloriosa huella es sin duda una
falsificación del cristianismo. No es posible ser discípulo de Cristo, no es
posible seguirle, sin tomar cada día la cruz (Lc 14,27). El verdadero camino
evangélico, que lleva a la vida y a la alegría, es un camino estrecho, que
pasa por una puerta angosta (Mt 7,13-14).
La Iglesia que «no
se avergüenza del Evangelio» (+Rm 1,16; 2Tim 1,8) es la que se gloría
siempre en la cruz de Cristo (Gál 6,14), y no en otras cosas. Es la que en
su fe, predicación y espiritualidad permanece fielmente centrada en la Cruz
sagrada, de donde procede toda salvación, honor y gracia. En tal Iglesia no se
requieren grandes explicaciones sobre la eucaristía. Pocas palabras bastan para
introducir en el misterio de su liturgia. Por el contrario, allí donde
prevalezcan «los enemigos de la cruz de Cristo» (Flp 3,18), allí donde se
va dejando de lado la Pasión redentora, para centrar la atención de los
cristianos en temas «más positivos», la eucaristía resulta ininteligible. Y
entonces, de poco le servirán al pueblo cristiano las explicaciones sobre la
liturgia eucarística, por minuciosas y pedagógicas que sean. Alejado de la
Cruz, el pueblo ha ido perdiendo la inteligencia de la fe.
Stabat Mater
dolorosa juxta Crucem lacrimosa
No hemos de terminar
esta breve evocación de la Pasión sin decir que en el mismo centro del
Misterio Pascual está la Virgen María: «junto a la cruz de Jesús estaba
su madre» (Jn 19,25). Ella se une tan indeciblemente a Cristo por el amor, que
durante la Pasión puede decirse que es insultada, tentada por el demonio,
abandonada por los discípulos, azotada y despreciada, y que, como su Hijo, ella
también sufre pavor y angustia, pensando sobre todo en la posible suerte de los
réprobos. Finalmente, la lanza del soldado, más que a Cristo, ya muerto e
impasible, la atraviesa a ella, que está viva, aunque medio muerta por la pena.
Se han cumplido,
pues, aquellas palabras proféticas que Simeón, con el niño Jesús en sus
brazos, «dijo a María, su madre: Mira, éste está puesto para caída y
levantamiento de muchos en Israel y para señal de contradicción; mientras que
a ti una espada te atravesará el corazón» (Lc 2,34-35).
La pasión de la
Virgen María es, pues, parte integrante del Misterio Pascual y, por tanto, de
la santa misa, que lo actualiza bajo los velos de la liturgia (+Catecismo
964).