¿CELEBRAR LA COMUNIÓN EXCLUYENDO A «ALGUNOS»?

por Jesús BURGALETA
Sacerdote secular
Profesor de Teología en el
Instituto Superior de Pastoral
Madrid


Comienzo a escribir este artículo en la tarde del Jueves Santo, 
con el corazón en la mano y la cabeza en el corazón. Tengo ante mí 
la Mesa de la Cena de despedida y, sobre todo, la actitud existencial 
de quien se despide, Jesús. Y me dispongo, con Jesús y la mesa de 
acogida, la cabeza en el corazón y el corazón en la mano, a pensar 
sobre la Eucaristía de nuestra Iglesia y sobre nuestra actitud con los 
«más» pobres, excluidos, marginados... y su acceso a la MESA.

-1-
Lo primero que contemplo en Jesús es que es «cuerpo entregado 
por vosotros» (Lc 22,19; 1 Cor 11,24), «por todos» (Mc 14,24).
Y veo que la entrega de Jesús es universal, que no hace 
excepciones; no exige ni carnet, ni pasaporte, ni pureza de sangre, 
ni verificación de sexo (Gal 3,28-29). Dios no tiene caprichos 
respecto a las personas (Hch 10,34).
Lo que me llama la atención es que su entrega pide entregarse; 
que esa entrega de Jesús no compagina bien con la traición (Jn 
13,18-26); que participa del banquete el que es capaz de «beber» y 
vivir ese destino de amar hasta dar la vida (Lc 22,28-30); que se 
sienta a la mesa el que se pone al servicio de los demás: se deja 
servir y sirve (Jn 13,8; Lc 22,27).
Me alegra descubrir que lo que Jesús da en la mesa no es nada 
raro, ni sacral, ni puro, ni ritual, sino que es «su carne por la vida 
del mundo» (Jn 6,5 l). Come su carne el que se adhiere a este 
proyecto de Jesús (Jn 6,35), el que ha descubierto que la carne 
mata y el amor vivifica (v.63), el que va al fondo de la cuestión de 
Dios y del hombre y pone la verdad por encima de la institución (Mt 
12,1-8), y al Espíritu por encima del culto (Jn 4,24), y el 
amor-misericordia por encima del sacrificio (Mt 5,23-24; 12,7).
A mí esto me llena de gozo y me ensancha el corazón. A otros 
también. ¿Por qué les enfurece a algunos? Siempre les sacó de 
quicio (Jn 6,52.60-61.66). «¿No se van a respetar las cosas más 
sagradas?», se decían. Pero Jesús siguió, erre que erre: hay que 
mirar el corazón, no la apariencia (Mt 5,18-19); hacer el bien es lo 
que importa (Mt 11, 10. 12), «ser buenos como Dios, 
misericordiosos» (Mt 5,48).

-2-
Lo segundo que pienso es que Jesús es «integrador», no 
excluyente.
J/INTEGRADOR: Sin embargo, esta formulación me parece 
pobre. Es mejor decir: Jesús acoge a todos, pero antes a aquellos a 
los que nadie acoge. «A los pobres se les anuncia el Evangelio» (Mt 
11,5). Los «primeros» son los «últimos», los mínimos por 
«minimizados», los más frágiles. El que se cree «fuerte» es el último 
(Lc 22,27); el discípulo es el que se hace servidor del más 
insignificante de los siervos (Mt 24,45-47). El que pretende hacerse 
más que el otro ha roto la dinámica del banquete de la comunión y 
ha quebrado el seguimiento de Jesús (Mt 18,6-10). ¿No se ha 
celebrado en este Jueves Santo, en el corazón de la Cena, el 
lavatorio de los pies de los más pequeños?
A Jesús le interesan, ante todo, los enfermos; los sanos ya se las 
arreglan ellos solos (Mt 9,12). Le preocupan los pecadores: se 
supone que «los justos» ya están cerca de Dios (Mt 18,13-14). 
Presta atención a los leprosos, tan excluidos, a los que nadie quería 
(Lc 17, 1 1 ss). Le desvelan los que están lejos: los de cerca ya 
están en el redil (Lc 15,7). Tiene predilección por los más pequeños 
(Mt 18,3-5; 25,40)... 
Me divierte cómo trata Jesús a la adúltera, aunque fuera adúltera 
(Jn 8,2ss); y a la samaritana, aunque hubiera tenido tantos maridos, 
a la que ofrece «beber» (Jn 4,10.15); y a la pecadora pública, 
aunque los comensales se escandalizasen (Lc 7,36ss). ¿Se puede 
imaginar alguien la cara de los «puros» cuando Jesús les dice que 
en el Reino de Dios les van a preceder las prostitutas? (Mt 
21,31-32). La misma cara que puso el hijo mayor, tan formal, 
cuando descubrió que el «padre» estaba celebrando un gran 
banquete con el «hijo perdido» que había retornado a casa (Lc 
15,20-32).
No me extraña que a Jesús le llamaran «comilón», «borracho» (Mt 
11,18-19; Lc 7,34), «amigo de publicanos y pecadores» (Mc 2,16), 
porque se relacionaba con gente de muy mala ralea, de mal vivir y 
de peor fama. ¡No eran buenas compañías para un enviado de 
Dios! Me pregunto cómo tuvo Jesús tanto coraje para enfrentarse a 
una sociedad tan cerrada. Comía con los amigos de Mateo 
-pecadores y publicanos- (Mt 9, 10); entró en casa de Zaqueo y 
también comió con él (Lc 19,1-10); frecuentaba la mesa de aquellos 
con los que «¡con ésos, ni sentarse a la mesa!».
Ofreció el banquete del Reino a todos; primero a los más 
necesitados. Dio de comer a los que le seguían hambrientos (Jn 
6,5-7). Abrió las puertas del banquete a los pobres de cuneta, cojos 
de caminos, ciegos de esquina; a todos aquellos despreciados por 
los «importantes» que no acudieron a la invitación (Lc 14,15-24; Mt 
22,1ss). Antes de que Buñuel filmara su famoso banquete en 
Viridiana, Jesús había diseñado, en serio, la comida escatológica; 
esa comida ofrecida a «éstos» era la obra de Dios, su misma 
presencia en el mundo.
Además, para que nadie encontrara obstáculos inventados por 
los hombres para poder acceder a Dios, Jesús pisotea «la ley de lo 
puro y lo impuro»: ¡esa barrera infranqueable para los excluidos!, 
¡esa ley que los puros guardaban escrupulosamente mientras 
asesinaban a Jesús! (Jn 18,28). El Nazareno deslegitima esa ley (Mt 
15,2ss; Mc 7,1-7) y se comporta violándola y transgrediéndola: se 
deja tocar -sólo eso contaminaba- por la pecadora (Lc 7,39), por la 
mujer con flujo de sangre (Mt 9,18-22); más aún, él mismo toma la 
iniciativa y toca al leproso (Mt 8,3) o se encamina a casa del 
extranjero (Mt 15,21-28; Lc 7, 6-8).

-3-
Cuando me estoy recreando en que Jesús abre la puerta a 
todos, me doy cuenta, al mismo tiempo, de que no es tonto ni 
ingenuo ni se chupa el dedo. ¡Eso es lo que hubieran querido los 
que le rechazaban!
Es verdad, Jesús acoge a todos en la comunión de su mesa. 
Pero hay que añadir: a condición de que todos los que se sienten a 
su mesa estén en comunión. Porque lo que Jesús busca, ante todo, 
es el bien del otro: si está esclavizado, que se libere; si está roto, 
que se reconstruya. Por eso pide fe, conversión, vida nueva (Lc 
7,36ss; Jn 8,2ss; Mt 21,32).
El «principio misericordia» no es un coladero, un «todovale». La 
misericordia es conmoverse ante la situación del otro y hacerle el 
bien. Si lo que el otro necesita es cambiar de vida, la misericordia 
ayuda a que la vida se transforme. Pero la misericordia no 
«excluye», sino que ayuda a cambiar si es necesario; no 
«excomulga», sino que llama a la comunión y ofrece, si es preciso, 
un camino-ayuda para llegar a ella.
Y así es como ocurre. Mateo, el publicano, le sigue, respondiendo 
a su llamada (Mt 9,9); Zaqueo da la mitad de sus bienes y se sienta 
con Jesús a comer (Lc 19,7-9); la pecadora sale de su situación 
porque ama mucho (Lc 7,38.44-50); los excluidos se sientan a la 
mesa, porque han abandonado los caminos y han entrado en la 
sala del banquete (Mt 22,10).
A Jesús no le entra en la cabeza que haya gente «con cara»: que 
se sienten a la mesa y no sean cuerpo entregado (Jn 13,8); que 
beban el cáliz y no participen de su mismo destino (Lc 22,20.28.30); 
que estén entre los discípulos celebrando la comunión y sean unos 
traidores redomados (Lc 22,21-22); que se pongan a compartir el 
pan eucarístico y no compartan nada en la vida y, además, no estén 
haciendo otra cosa que aprovecharse de los demás (1 Cor 
11,20-21). Esto no vale. Todo el mundo sensato sabe que esto no 
es.- Hay que jugar limpio. ¿Cómo se puede participar en el 
banquete sin llevar «el traje de fiesta»? (Mt 22,11).
¿Quién podría conjugar eucaristía e injusticia; eucaristía y 
sentimientos de superioridad; eucaristía y poder de dominación; 
eucaristía y violación de los derechos humanos; eucaristía y no 
compartir, o acumulación y apropiación; eucaristía y venta de sí 
mismo; eucaristía y corrupción; eucaristía y relacionarse con el otro 
como si fuera un objeto; eucaristía y falta de solidaridad con los 
pueblos crucificados ... ?
Pero, una vez que he escrito esto, no quisiera precipitarme. 
Porque, desde esta perspectiva, muchos se sienten legitimados 
para decir: «¡A éstos, a éstos y a éstos hay que excluirlos de la 
comunión eucarística!».
¡Cuidado! Habrá que discernir nuestros criterios. Tendremos que 
ser cautos. «No juzguéis y no os juzgarán; porque os van a juzgar 
como juzguéis vosotros, y la medida que uséis la usarán con 
vosotros» (Mt 7,1-2).
Es que ya sabemos todos que se forman juicios previos 
-prejuicios-, juicios temerarios y juicios precipitados de los que luego 
hay que arrepentirse. Lo avisó Jesús: «cuidado con arrancar la 
cizaña antes de la siega, nos podemos equivocar y arrancar trigo 
creyendo que es cizaña» (Mt 13,27-30: la cizaña se arrancará al 
final; y los encargados de hacerlo serán los ángeles, no los 
hombres).
El problema que nos debe mantener cautos está en si sabemos o 
no qué es estar en comunión y quién está de verdad en comunión, 
quién puede acceder a la mesa eucarística.
¿Quién determinará qué es lo que «excluye» y hace que uno 
haya salido de esa situación? No sea que la medida del «salir» sea 
que el otro «se haga como yo»... ¿Y cómo soy yo?. « i Ay de 
vosotros, letrados y fariseos hipócritas, que recorréis mar y tierra 
para ganar un prosélito y, cuando lo conseguís, lo hacéis tan 
desgraciado como vosotros!» (Mt 23,15). Que nadie se llame a 
engaño: esto se da.
¿A quién hay que negar el acceso a la mesa del Señor? «¡Ay de 
vosotros, letrados y fariseos hipócritas, que cerráis a los hombres el 
Reino de Dios. Porque vosotros no entráis, y a los que están 
entrando tampoco los dejáis» (Mt 23,13).
¿Quién es el que vive de acuerdo con el Espíritu de Jesús? 
Habría que recordar, para aprender, que los judeo-cristianos 
excluían de las comidas fraternales a los incircuncisos, porque 
creían que la fe en Jesús les obligaba al cumplimiento de la ley de 
Moisés. Pablo, sin embargo, cree que no. Y denuncia a Pedro 
porque, coaccionado por aquéllos, no se atrevió a comer con los 
incircuncisos. Tuvieron que celebrar la reunión de Jerusalén para 
llegar a esta conclusión: hay dos caminos diferentes, queridos por 
Dios, que hay que respetar sin excluir a nadie y sin romper la 
comunión (Hch 15,1-29; Gal 2,11-14).
Con esto del excluir hay que tener sumo cuidado. Porque, por 
ejemplo, los que estaban contra Jesús decían que «comía con los 
pecadores», a pesar de que los pecadores habían dejado de serlo 
-por eso comían juntos-. En este caso, ¿quiénes eran los 
«pecadores»: los que comían con Jesús o los que le acusaban de 
comer con ellos? ¿Y qué significaba para esos «santones» ser 
pecador? Siempre me estremece la clarividencia de los profetas 
cuando echan en cara a los piadosos oficiales -que sostienen, 
organizan y legislan sobre el culto- su práctica de acudir a las 
fiestas y sacrificios de comunión con desamor, opresión, explotación 
y hasta con las manos manchadas de sangre. Y éstos son los que 
imponen «el orden» (ls 1,10-17; 29,13-14; 58,1-8; 59,2-4; Am 4,1-5; 
5,21-27).
Si alguien quiere discernir acerca de quién puede participar en la 
eucaristía, debería tener presentes estos criterios:

* Si Dios mira el «corazón», nosotros no tenemos derecho a emitir 
un juicio mirando sólo la «etiqueta».
Hay que poner la atención en lo de «dentro», no en lo de fuera. 
Lo exterior puede equivocar: «hay gente que me honra con los 
labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mt 15,8). «El interior no 
engaña nunca: lo que viene del corazón... es lo que mancha al 
hombre» (vv. 18.20). «Dad lo de dentro.... y así lo tendréis limpio 
todo» (Lc 1 1,4 l). No sea que lo de fuera esté blanqueado, y lo de 
dentro lleno de corrupción (Mt 23,27-28).

* No se puede confundir lo que Dios quiere con lo que nosotros 
organizamos.
Porque se puede dar el caso que provoca la advertencia de 
Jesús: «en nombre de vuestra tradición habéis invalidado el 
mandamiento de Dios» (Mt 15,6). O aquello que se dice en los 
Hechos: «Lo que Dios ha purificado, no lo llames tú profano e 
impuro» (10, 14.28-29).
Veo que en nombre de formas culturales, sistemas filosóficos, 
modos humanos de organizar la vida, estructuras opresoras de 
unos sobre otros, se está invalidando el mandamiento de Dios, que 
tengo entendido es sólo uno: «amarás a Dios... y amarás al prójimo 
como a ti mismo» (Mc 12,29-31) « ... no hay otro mandamiento 
mayor que éstos» (v. 3 l). Con esto se cumple la ley entera y los 
profetas (Mt 22,40). Donde hay esta realidad del amor, hay 
comunión, se puede celebrar la comunión.
Creo que nos tendríamos que hacer, en el mismo corazón de la 
Eucaristía, la misma pregunta de Mateo: «¿Se puede saber por qué 
os saltáis vosotros el mandamiento de Dios en nombre de vuestra 
tradición?» (Mt 15,3 ). ¿Acaso tendremos que reconocer también 
que «la doctrina que enseñan son preceptos humanos»? (Mt 15,9; 
Is 29,13).

* Hay que dejarse de teorías y mirar a la vida práctica. «Por sus 
frutos los conoceréis» (Mt 7,20); «los árboles sanos dan buenos 
frutos» (v. 17).
El «próximo» no es ni el sacerdote ni el levita, sino el samaritano 
que es capaz de hacerse cargo del hombre herido y abandonado 
(Lc 10,25-37). Este próximo, verdadero prójimo, es el que se puede 
sentar codo con codo a la misma mesa.
Porque tener fe es recibirla en el corazón y ponerla por obra (Mt 
7,24). «Estar en comunión» es vivir ese amor práctico que hace el 
bien al que ahora lo está necesitando junto a mí. ¡Esto lo sabe toda 
la gente, menos los que no queremos enterarnos! El amor práctico 
lleva incluso a comprometer algo de sí por los demás (1 Jn 3,16; Jn 
15.13), «no con palabras y de boquilla, sino con obras y de verdad» 
(v. 18), es decir, «no cerrando las entrañas al que pasa necesidad» 
(v. 17; St 2,14-17).
Y en este caso, «si nos amamos mutuamente, Dios está con 
nosotros -Dios es amor (v. 8)-, y su amor está realizado en 
nosotros... estamos con él, y él con nosotros» (1 Jn 4,12-13.16).
La comunión con Jesús es dar de comer al hambriento, vestir al 
desnudo, visitar al preso, acoger al drogadicto, integrar como 
legítimos a «los diferentes». «Cada vez que lo hicisteis con esos 
más humildes, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40-45). El que hace esto 
¿no va a estar en comunión con Jesús y con nosotros? 
«Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de 
personas, sino que en cualquier nación el que le teme y practica la 
justicia le es grato» (Hch 10,34-35).
Por lo tanto, nada de golpes de pecho, sino la voluntad de Dios 
(Mt 7,21); lo demás es pérdida de tiempo y culto inútil (Mt 15,9).
El compendio del Sermón del Monte es la regla de oro del 
comportamiento y el discernimiento: «En resumen, todo lo que 
querríais que hicieran los demás por vosotros, hacedlo vosotros por 
ellos, porque eso significan la ley y los profetas» (Mt 7,12).
Pero entre nosotros hay personas, incluso muy señaladas, que 
sólo aceptan sentar a su mesa eucarística a los «iguales»; de 
ningún modo a «los diferentes». Lo «diferente» les pone nerviosos, 
les enerva, les pone enfermos; es como si se sintieran aludidos (Mt 
21,43). Reaccionan como los discípulos ante los que no eran como 
ellos, pero hacían lo mismo: «hemos intentado impedírselo [que 
expulsara demonios en nombre de Jesús], porque no anda con 
nosotros». Pero Jesús les dijo: «No se lo impidáis» (Mc 9,38-39; Lc 
9,43-50). Con los años, Pedro es más sensato y reconoce: «Si Dios 
les ha concedido [a los no judíos] el mismo don [Espíritu] que a 
nosotros, que hemos creído en Jesucristo, ¿quién era yo para 
poner obstáculos a Dios» (Hch 11,18).
Los que no asumen en la comunión «lo diferente» van buscando 
una eucaristía «clónica», en la que, de un modo narcisista, «el otro» 
no sea sino la imagen de uno mismo. ¡Vaya gracia... ! Así todo el 
mundo viviría en comunión (Mt 5,46-48). Pablo denuncia los 
conflictos de esos «diferentes» (1 Cor 1, 10- 13) que no son 
capaces de sentarse en comunión en tomo a la misma mesa (1 1, 
17-19 ).
Recuerdo en este Jueves Santo que quien invita a la Cena de 
Despedida es aquel que los representantes de Dios y del orden 
establecido (político, social, económico, religioso ... ) tuvieron por 
raro (Jn 7,48), tramposo (Mt 12,22ss), sedicioso (Lc 22,2-14) y 
blasfemo (Mc 1464). Todos ellos lo declararon «diferente» y lo 
expulsaron de la vida, le quitaron la silla de la mesa de la 
convivencia, lo apartaron de su lado... ¿Puede quien excluye 
celebrar la comunión con el excluido?
Si alguien desde fuera nos echara un vistazo -¡y nos lo echan!- y 
viera cómo nos comportamos, seguro que se llevaría las manos a la 
cabeza y exclamaría: «¡Jesús, Jesús!».
En el corazón mismo de la Cena se sigue manteniendo el eco de 
aquellas palabras: en las naciones, en las culturas, en los sistemas, 
se comportan de no buena manera. «Pero no ha de ser así entre 
vosotros; al contrario ... » (Lc 22- 26).

-4-
Esta especie de soliloquio en favor de toda comunión posible, sin 
exclusión, me lleva a pensar que muchas de nuestras prohibiciones 
no son sólo un problema de «desamor». Si así fuera, se 
solucionarían con «algo más de capacidad para querer a Dios y a 
los seres humanos». Tengo para mí que no pocos comportamientos 
son de «injusticia», no de desamor. (Aunque el que no es justo no 
ama, y el amor sobrepasa toda justicia (Mt 20,13-16).
Como miembro de la mesa eucarística, quiero preguntarme si 
nuestras «exclusiones» no se deben a que no respetamos los 
derechos humanos fundamentales. ¿Estamos violando los derechos 
humanos en torno a la libertad de elección, la fe, el sexo, las 
peculiaridades raciales, los afectos y las relaciones? ¿No 
atropellamos el derecho a la igualdad?
Es cierto que nos podemos justificar diciendo que somos hijos de 
nuestra cultura. Pero no es menos cierto que hoy, entre nosotros, 
tenemos la posibilidad de realizar, con responsabilidad y riesgo, otra 
cultura diferente (quizá no menos farisaico que la anterior, es 
verdad... ¿Por qué nos aferramos a la vieja cultura, que excluye a 
tantos de la comunión, y no nos abrimos a otra cultura que nos 
capacite para una mayor integración?
Sé que los escribas y los piadosos encuentran mil razones para 
mantenerse aferrados a sus posiciones. Saben componer mil 
matices y disquisiciones. Podrían escribir una biblioteca 
especializada en casuística y soluciones equilibradas y sibilinas.
También sé que Jesús no hizo mucho caso de la casuística y que 
siempre se planteó llegar al fondo de las cuestiones (Mt 19,14ss; Mc 
2,18-22; Lc 5,33ss; Mt 12ss; 15,2ss; 19,3.16; 22,15ss; 23,Iss). Él 
sabía que, mientras se discutía si se podía en sábado sacar de un 
pozo a quien hubiera caído en él, éste podía ahogarse. Lo que hay 
que hacer es sacarlo ya (Mt 12,11-13; Lc 14,5-6).
¿Seguiremos siendo personas perdidas por los vericuetos de las 
doctrinas, preocupadas por las minucias del diezmo y «pasando por 
alto la justicia y el amor de Dios»? (Lc 11,42).
Lo que pertenece a la justicia no entra en la categoría de la 
misericordia; se sobrentiende. Lo que en la Iglesia se excluye de la 
comunión por cerrazón, ignorancia culpable, incapacidad voluntaria, 
por error sostenido, injusticia, violación de derechos -habrá un 
tiempo en que situaciones humanas que no se entienden, o no se 
quieren entender, se entenderán, y entonces habrá que pedir 
perdón después de haber causado tanto sufrimiento a las 
personas-, es contrario a la mesa eucarística. Mesa de 
comprensión, diálogo, apertura; de ponerse en el lugar del otro y 
hacerse cargo de él; de reconocimiento, fraternidad e igualdad. 
Todo lo que viola los derechos humanos viola el derecho de Dios. Y 
si hubiera dudas, lo que es vejatorio para las personas hay que 
resolverlo siempre en favor del ser humano, no en beneficio de las 
ideas, de los principios o de los sistemas. ¿No hemos olvidado ya 
que en nombre de Dios se puede llegar incluso a matar al hombre? 
En nombre de Dios, el Viernes Santo, mataron a Jesús (Jn 19,7). 
«Llegará el día en que os maten pensando que así dan culto a 
Dios» (16,2).

* * * * *

Y al terminar este artículo, cuando se ha echado ya la noche 
sobre el Jueves Santo y está a punto de despertar ese Viernes en el 
que Jesús murió para «reunir a los hijos de Dios dispersos» (Jn 
11,52), mientras tantos hermanos siguen en vela en tomo al 
Monumento, voy dándole vueltas en mi corazón a la eucaristía y la 
comunión con los hermanos de otras confesiones cristianas; a la 
eucaristía y la comunión con los discapacitados; a la eucaristía y la 
comunión con personas psicológicamente enfermas; a la eucaristía 
y la comunión con los marginados; a la eucaristía y la comunión con 
los extranjeros; a la eucaristía y la comunión con los divorciados que 
vuelven a vivir en pareja; a la eucaristía y la comunión con los que 
tienen un comportamiento sexual y afectivo diferente; a la eucaristía 
y la comunión con los pueblos excluidos de los bienes necesarios 
para vivir...
Cuando recorro todo este paisaje humano y contemplo a la vez 
las eucaristías que celebramos, miro al Monumento y se me 
transforma en el Huerto de los Olivos. Ahí, el corazón de Cristo (y el 
de tantos discípulos) entra en agonía y hasta suda sangre de 
comunión en favor de los excomulgados por falta de justicia y por 
carencia de amor (Lc 22,44-45).

JESÚS BURGALETA
SAL TERRAE 1995, 5. Págs. 367-376

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SOBRE ESTE MISMO TEMA
Una exposición honda y fundamentada de la Eucaristía puede 
encontrarse en la obra de M. GESTEIRA, La Eucaristía, misterio de 
comunión, Sígueme, Salamanca 1992.
A nivel más sencillo y pedagógico, puede verse: R. CABIÉ, La 
misa, sencillamente, CPL, Barcelona 1994.
Un estudio, breve y profundo al mismo tiempo, es el de J.A. 
PAGOLA, La Eucaristía, experiencia de amor y de justicia, Sal 
Terrae, Santander 1990.
De los «Cuademos PHASE» son recomendables los números 
siguientes:
49: El arte de bien celebrar.
52: Liturgia y vida espiritual.
54: La Iglesia celebrante y su teología.
58: ¿Dónde celebramos? 
60: Los domingos sin sacerdote.

También es recomendable J. LLopis, La escucha de la palabra, 
CPL, Barcelona 1994