LA EUCARISTÍA
COMO ACCIÓN DE GRACIAS
LA PALABRA «EUCARISTÍA»
La palabra encaristía es la forma española de una palabra griega que
significa acción de gracias. Eucaristein, es dar gracias. En un exvoto
(probablemente del siglo II) dedicado al dios médico Esculapio, un
soldado nos cuenta así su historia: «Recuperó la vista, vino a dar
gracias -eucaristesen- públicamente al dios».
En este sentido utiliza la Biblia griega el verbo eucaristein. Judit
arenga de este modo a sus conciudadanos de Betulia: «Demos gracias
(encaristesômen) al Señor Dios nuestro que nos ha puesto a prueba
como a nuestros padres» (Jud 8, 25). El leproso samaritano
«encaristía» a Jesús que le ha curado (Lc 17, 16). El fariseo
«eucaristía» a Dios por no ser como los demás hombres (Lc 18, 11).
Ante la tumba de Lázaro, Jesús «eucaristía» a su Padre porque siempre
le escucha (Jn 11, 41).
Los textos más próximos a la Cena son sin duda los de la
multiplicación de los panes que la tradición sinóptica coloca en lo que
se ha llamado «la sección de los panes» (Mc 6, 35 a 8, 26). En el primer
milagro, Mc 8, 6, seguido por Mt 15, 36, propone un texto casi litúrgico:
«Tomando siete panes y dando gracias (encaristésen) los partió e iba
dándolos a sus discípulos».
El relato de la primera multiplicación cuenta sin duda el mismo
milagro, pero en una recensión diferente. Mc 6, 41, Mt 14, 18 y Lc 9, 16
utilizan el verbo eulogein, bendecir, mientras que el paralelo de Jn 6, 11
emplea el verbo eucaristein. En el vocabulario del Antiguo Testamento
eulogia corresponde más bien a la bendición-berejá, mientras que
eucaristie traduce acción de gracias-todá 1. Pero en el nivel de
lenguaje de la primitiva comunidad los dos términos aparecen
prácticamente como sinónimos. Al explicar a los grupos carismáticos de
Corinto que había que rezar «con inteligencia», es decir, de manera
comprensible, Pablo les pide: «Porque si no bendices (eulogés) más
que con el espíritu ¿cómo dirá «amén» a tu acción de gracias
(eucaristía) el que ocupa el lugar del no iniciado, pues no sabe lo que
dices? ¡Cierto!, tu acción de gracias (eucaristía) es excelente, pero el
otro no se edifica» (1 Co 14, 16-17).
En el relato de la Cena, la tradición Mateo-Marcos tiliza el verbo
eulogein para el pan y eucaristein para el vino, mientras que la tradición
de Antioquía representada por Pablo y Lucas sólo utiliza eucaristein. En
uno y otro caso se trata a la vez de la bendición y la acción de gracias
que Jesús dirigió a su Padre al tomar el pan y el vino.
Para abreviar, se llegó a llamar «acción de gracias» al pan y al vino
sobre los cuales se había pronunciado la oración. Al principio -digamos
hacia el año 50- en Corinto, los dos términos eucaristia y eulogia tenían
las mismas probabilidades de imponerse y nuestra eucaristía actual
pudo muy bien haberse llamado eulogia. Con el correr de la historia, fue
eucaristia la que se impuso. Hacia la mitad del siglo II, Justino es un
testigo excepcional de esta evolución, y su testimonio resume bien, en
tres afirmaciones, la evolución del lenguaje y la vida de esta palabra:
—El presidente pronuncia una larga eucaristía, es decir, una oración
de acción de gracias.
—El pan sobre el cual se pronuncia la oración se llama eucaristía
(Pablo hablaba de la copa «eulogiada», o sea bendecida).
—Este alimento recibe el nombre de eucaristia.
Tal es, resumida a grandes rasgos, la evolución de la palabra
eucaristía. Queda ahora lo más importante, que es mostrar de qué
modo nuestra eucaristía es acción de gracias.
LA ACCION DE GRACIAS EN LA PIEDAD JUDIA
«Hacer esto» en memoria de Cristo, es ante todo, repetir su acción
de gracias. Claro que no se trata de tomar al pie de la letra sus
palabras por una especie de mimetismo amoroso, sino sobre todo y de
un modo más profundo, se trata de una actitud espiritual que haga
revivir su alabanza y su acción de gracias. En efecto, su bendición
sobre el pan y el vino no tiene nada de excepcional (aunque haya
estado marcada por su personalidad). Se inserta, por el contrario, en la
oración cotidiana de Israel, da testimonio de las innumerables
bendiciones en medio de las cuales se movía la piedad judía y que
convertían la vida del fiel en una incesante fiesta eucarística.
La bendición es una actitud esencial en el yahvismo. La acción de
gracias y la alabanza del hombre son la respuesta a la epifanía del
amor de Dios que brota en la creación y en la historia humana. Yahvé
habla creando maravillas. El hombre responde bendiciendo al Dios de
las maravillas. Cuando el amor de Dios irrumpe en su vida -y todos los
caminos de Yahvé son amor, como sabe bien Israel (Sal. 25, 10)- ¿qué
otra cosa puede hacer el fiel sino acoger con alegría esta ternura que
desciende del cielo, bendecir y dar gracias? Conocemos el delicioso
relato del matrimonio de Isaac, según se cuenta en la tradición yahvista
a partir de los recuerdos familiares: por orden de Abraham, su criado
vuelve con diez camellos al país de sus antepasados, para buscar una
novia que pueda compartir, al mismo tiempo, la sangre y la fe de la
tribu. Al atardecer, junto al pozo de Najor, Dios le muestra a la bella
Rebeca. «Entonces se postró el hombre y adoró a Yahvé diciendo:
«Bendito sea Yahvé, el Dios de mi señor Abraham, que no ha retirado
su favor y su lealtad para con mi señor. Yahvé me ha traído a parar a
casa del hermano de mi señor» (Gen 24, 26-27).
La bendición se exterioriza mediante el hecho de postrarse para
adorar, se nutre de admiración a Dios, y además hace «memoria»
(«anámnesis», como dice la liturgia) de las maravillas de Dios: Yahvé ha
prodigado su bondad a Abraham y ha guidado los pasos de su siervo.
Encontramos aquí lo esencial de la estructura de la oración
«eucarística» tal como se encuentra en la Biblia y en la liturgia: acción
de gracias y anánmesis de las maravillas de Dios.
Es normal que la piedad haya cincelado las bendiciones hasta
convertirlas en fórmulas estereotipadas y que la Tradición, buscando
una mayor belleza, les haya tejido una vestidura esplendorosa. No
todas las tardes había una Rebeca que descubrir junto al pozo de
Najor, pero sí había que celebrar todos los días al Dios maravilloso en
medio de la banalidad cotidiana. Puesto que la tierra es el inmenso
templo en que la creación grita: «¡Gloria!» (Sal 29, 9), puesto que todos
los momentos de su vida están en manos de Dios (Sal 31, 16), toda la
existencia judía es un cara a cara con el Eterno, cada encuentro con la
criatura produce la alabanza, se convierte en eucaristía. Al despertarse
por la mañana, al levantarse, al abrir los ojos a la nueva luz, al lavarse,
al vestirse, al comer, al beber, al respirar un perfume agradable, al
encontrarse con un amigo, al recibir buenas noticias, en una palabra,
en cualquier ocasión, el alma de Israel se reconoce en el grito del
Salmo:
¡Bendito sea Yahvé que me ha brindado
maravillas de amor! (Sal 31, 22).
Conviene citar aquí el Shemoné Esré o Dieciocho (Bendiciones). Es
la oración más representativa del judaísmo, hasta el punto de que se le
llamaba también Tefil. Iá, es decir, Oración por excelencia. Dieciocho
bendiciones forman la trama de esta larga oración de alabanza y
petición. En sus elementos esenciales se remonta a la época
precristiana. Se recitaba tres veces al día. He aquí el principio
(ponemos entre paréntesis las adiciones posteriores).
Bendito seas tú Yahvé,
(Dios nuestro y Dios de nuestros padres),
Dios de Abrabam, de Isaac y de Jacob,
(Dios grande, santo y terrible),
Dios altísimo, creador del cielo y de la tierra,
escudo nuestro y de nuestros padres,
(confianza nuestra en todas las generaciones).
¡Bendito seas tú, Yahvé, escudo de Abraham!
Como un estribillo de luz en medio de una canto de súplica, brota
dieciocho veces la aclamación: «¡Bendito seas tú, Yahvé! ». El alma de
Israel aparece aquí al desnudo. Un alma que no puede pedir nada sin
dar las gracias, que no quiere alargar la mano para mendigar, sin
alzarla primero para bendecir.
Jesús expresó siempre su piedad con un cierto pudor, como si no
quisiera desvelar la plenitud del amor que le unía al Padre (sólo una vez
dice que ama al Padre, en Jn 14, 31). Sin embargo deja que su alma
«eucarística» se transparente en la bendición llamada himno de júbilo,
cuyo principio está tomado precisamente de las Shemoné Esré. «Se
llenó de gozo en el Espíritu Santo», cuenta Lucas (10, 21-22), y dijo:
Yo te bendigo, Padre,
Señor del cielo y de la tierra,
porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes
y se la has revelado a pequeños.
Si, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito.
Sin duda nos encontramos aquí con la más elevada expresión de la
religión de Jesús, hecha de admiración, de bendición, de alabanza
hacia la voluntad amorosa del Padre. Este «Sí, Padre», pronunciado
aquí en el gozo del Espíritu Santo, lo volveremos a encontrar en la
oración llena de humildad de Getsemaní: «¡Abba, Padre! todo es
posible para ti!» (Mc 14, 36).
La oración de Jesús durante la Cena no es la acción de gracias de un
instante. Es el reflejo de una vida enteramente «eucarística».
LA ACCION DE GRACIAS DE PASCUA
¿Podemos precisar los temas de esta alabanza de la Cena? Sí,
puesto que la Cena se sitúa en el contexto de la Pascua. La alabanza
de Jesús abraza los temas de la fiesta pascual. Ahora bien, según el
poema de las cuatro noches (v.p. 41), esta celebración es el memorial
de la noche en que Dios creó el mundo, de la noche en que Abraham
ofreció a su hijo Isaac, de la noche en que Dios liberó a su pueblo de la
esclavitud en Egipto, de la noche, al final de los tiempos, en que dará
comienzo una aurora eterna.
Pascua y la creación
PAS/CREACION CREACION/PASCUA: Celebrar la Pascua es, ante
todo, dar gracias por las maravillas de la creación. Eso es precisamente
lo que se hace con el Gran Hallel (Salmo 136). Jesús lo cantó con sus
apóstoles en la última Cena (Mt 26, 30 y Mc 14, 26 lo mencionan
expresamente) y celebró con una misma alabanza el amor del Dios
creador del universo y del liberador de su pueblo en el Exodo; el amor
que afianzó el universo sobre las aguas y el que dio la Tierra prometida
en heredad. Para Israel, la creación anticipa la «redención». Israel pasa
a pie firme desde la alabanza al Dios que cuenta las estrellas y alimenta
a las crías de cuervo, al Dios que construye Jerusalén y reune a los
deportados (Sal 147). Jamás echa en olvido que el libro del Exodo viene
después del Génesis.
Este lazo entre Pascua y la creación quedaba además subrayado por
las lecturas bíblicas usuales en la liturgia sinagogal. En Palestina, el
ciclo de lecturas era trienal. El primer año se empezaba el mes pascual
de nisán justamente con el relato de la creación según Gn 1; y el
segundo año comenzaba con Ex 12, 2: «Este mes será para vosotros el
primer mes del año». Así pues, la liturgia enlazaba afectivamente la
fiesta de la creación y la del Exodo. La Pascua al resaltar la alegría de
la primavera, se convertía tambien en memorial de la creación. «Es el
florecer de la creación, la belleza del mundo», dice una antigua homilía
pascual 2. Es, también, la fiesta de la luz, del «día eterno», como se
solía decir, puesto que, en el equinocio de primavera, el sol brilla las
doce horas del día y la luna llena las doce horas de la noche.
Como se puede adivinar fácilmente, todos estos temas aparecen
«cristianizados» en la Pascua de Cristo, transfigurados por la gloria del
Resucitado. «Hacer esto» en memoria suya es, pues, cantar al Creador
que sostiene los abismos y las montañas en la palma de su mano y,
sobre todo, dar gracias por los nuevos cielos y la nueva tierra
inaugurados por la Resurrección. Es dar gracias al Padre que ha
formado al primer hombre del barro de la tierra, pero aún más a quien
ha formado el nuevo Adán, cuya resurrección brota como vida y alegría
sobre el mundo (cf. Rm 5, 12-21). El cristiano canta a la luz «eterna»
del equinocio de primavera, pero más aún al sol de vida e inmortalidad
que brilla en su corazón (cf. 2 Tm 1, 10). Bendice a Dios por la
primavera que cubre las colinas con un manto de flores y hace germinar
las primicias de la cosecha para la Pascua, pero aún más lo bendice
por la primavera sin fin que le abre ahora las puertas de la eternidad.
Sabe que la armonía de la creación ha sido destruida por el pecado,
que su belleza se ha marchitado como una rosa deshojada por el viento
de otoño, pero sabe también que el Resucitado lo restaura todo en él,
tanto el universo de la tierra como el del cielo (cf. Ef 1, 10. 22-23; 1 Co
15, 27; Ap 21, 6). Escucha los gemidos de la creación cautiva bajo el
yugo del pecado y de la vanidad (cf. Rm 8, 19-22), pero comprende que
estos dolores no son de agonía, sino de parto por la nueva vida que
nace. Sabe que camina hacia una nueva tierra, hacia unos nuevos
cielos, hacia una nueva Jerusalén, hermosa como una novia (cf. Ap. 21,
1-5). En una palabra, la Pascua judía es la fiesta de la creación y de la
primavera. La Pascua de Cristo es la fiesta de la nueva creación y de
una primavera eterna, la Eucaristía es memorial y acción de gracias por
la una y por la otra.
Con razón la liturgia romana asocia la creación—si bien tímidamente
a la alabanza eucarística. «Tú eres verdaderamente Santo, Dios del
universo, y toda la creación proclama tu alabanza», dice la Plegaria
eucarística III. Y en la Plegaria IV, evocamos el día «en que podamos,
con toda la creación, al fin liberada del pecado y de la muerte»,
glorificar al Padre.
OJO-ENC/PLENITUD-EVOLUCION: Puede uno preguntarse si esta
alabanza cósmica no deriva directamente, como de una fuente, del
hecho mismo de la Encarnación (sin referirse necesariamente a la
Eucaristía). En efecto, la transformación del barro humano en
«Eucaristía», el paso del hombre carnal a hijo de Dios, empieza en
cuanto Jesús toma nuestra naturaleza humana. Su persona divina se
sitúa en la cumbre de la pirámide humana, al final de la evolución. ¡Ha
sido necesario tanto tiempo para que nazca del barro un cuerpo de
hombre, capaz de inteligencia, para que germine un corazón de
hombre, capaz de divinidad! En Jesús, la evolución de la raza humana
toca las orillas de la divinidad, en él los titubeos seculares consiguen
llegar, por medio del Espíritu Santo, al Hijo único del Padre.
Jesús es el primogénito. Le siguen todos sus hermanos. Mediante su
Encarnación en la Virgen María, el fermento de su divinidad ha sido
depositado en el corazón de la tierra. Toda la humanidad se convierte
de algún modo en el Cuerpo de Cristo. Toda la humanidad se convierte
en el Templo que el Espíritu llena con su gloria. Toda la humanidad
pronuncia la palabra del Padre: «Tu eres mi Hijo; yo te he engendrado
hoy» (Lc 3, 22). Hechos hijos en el Hijo, todos participamos en su
misterio, nos hacemos «eucaristía» en la misma medida en que nos
identificamos con él, en la medida en que su Pascua nos arrebata y
hace de nosotros «alabanzas vivas de gloria» (Ef. 1, 6, 12). Clemente
de Alejandría (hacia 215) describe con entusiasmo este canto
eucarístico del Hijo en la humanidad rescatada: «Dejando a un lado la
lira y la cítara, instrumentos sin alma, el Verbo de Dios se ha concedido
a sí mismo, por medio del Espíritu Santo, este mundo y sobre todo el
hombre que lo resume todo en sí mismo, en su cuerpo y en su alma, y
canta a Dios con este instrumento de mil voces, se acompaña con esta
cítara que es el hombre» 3.
Pero este movimiento de divinización, este cambio del barro en
cántico de acción de gracias, está significado de modo particularmente
intenso en la Eucaristía. ¡El grano de trigo depositado en el corazón de
la tierra, que germina acariciado por el sol primaveral, que se alza como
espiga, y madura para la siega, se hace pan de los hombres, se
transforma en el cuerpo del Hijo de Dios! ¡Y la sangre de la uva, que se
dora bajo el sol de otoño, se transforma en la sangre de Cristo
resucitado! La creación se hace Eucaristía, el pan y el vino se
convierten eN alabanza de gloria, el fruto del trabajo del hombre se
hace Cristo. No es ya solamente signo de Dios (nos muestra su
existencia por el simple hecho de haber salido de sus manos), ni tan
sólo portadora de su gracia (como los demás sacramentos). Por la
transubstanciación, es vida eterna, es el cuerpo del Hijo de Dios.
La Eucaristía revela así el sentido último del acto creador de Dios, la
vocación de toda la creación. Este significado supremo no es su salida
de Dios, su creación a partir de la nada (ex nihilo), como si Dios,
después de haberla tenido en sus manos, la lanzara a la ciega ronda de
los siglos, a la nada del mundo cósmico que gira y gira sin nunca
avanzar. Sino que es un progreso de la materia al hombre, del hombre
a Cristo y de Cristo al Padre. Esta vuelta de la criatura a Dios, este
cambio de la queja del esclavo (cf. Rm 8, 22) en canto filial de alabanza,
está significado de una manera que trasciende a todos los demás
sacramentos, mediante la Eucaristía. El momento de la consagración,
cuando el pan y el vino «frutos de la tierra y del trabajo del hombre», se
convierten en el Cuerpo de Cristo, cumple en un abrir y cerrar de ojos
la marcha de los siglos hacia Dios. Predestinado por el Padre, llamado
a la existencia por el Hijo, «primogénito de toda criatura» (Col 1, 15),
conducido por el Espíritu que mueve a todos los hijos de Dios (cf. Rm 8,
4), el hombre—y con él la creación entera—vuelve «al seno del Padre»
(Jn 1, 18), donde se encuentra el Hijo, donde reina el amor del Espíritu.
Es allí, en la paz inmutable de Dios, donde está el término de todos los
movimientos de la gracia y sobre todo del envío del Hijo a nuestra
humanidad y del don de su Espíritu. La creación, nacida del corazón de
Dios, transformada en Eucaristía por la transubstanciación, vuelve al
corazón de Dios para ser allí eternamente «alabanza de gloria de su
gracia» (Ef 1, 6).
Pascua y el sacrificio de Abraham
La segunda noche que recuerda la Pascua judía es la del sacrificio
de Abraham.
Sabemos el lugar privilegiado que ocupa Abraham en la historia de
Israel. Es padre del pueblo de la promesa, no sólo según la carne, sino
aún más según la fe. Y la manifestación de esta fe culmina en el
sacrificio de Isaac.
Con una especie de letanía de ternura, Dios pide al patrlarca ese
sacrificio supremo: «Toma a tu hijo—a tu único—al que amas—a
Isaac... y ve a ofrecérmelo sobre la montaña que yo te indicaré»
(/Gn/22/02). Abraham obedece. La epístola a los Hebreos comenta:
«Por la fe, Abraham, puesto a prueba, presentó a Isaac como ofrenda,
y el que había recibido las promesas, ofrecía a su unigénito, respecto
del cual se le había dicho: Por Isaac tendrás descendencia. Pensaba
que poderoso era Dios aun para resucitar de entre los muertos» (Hb.
11, 17-19).
La tradición judía pone el sacrificio de Isaac en relación directa con la
Pascua. El libro de los Jubileos apócrifo del siglo II antes de Cristo,
afirma que Isaac fue ofrecido el 14 de nisán, a la misma hora en que
más tarde se inmolaría el cordero pascual; y la montaña del holocausto
no fue otra que el monte Sión (2 Cro 3, 1 ya había identificado el.monte
Moria, monte del sacrificio según el Génesis, con la colina en que más
tarde se levantaría el Templo). Igual que Isaac, el primogénito, fue
rescatado con la sangre de un carnero, todos los primogénitos hebreos
serán salvados por la sangre del cordero pascual.
Isaac—según la tradición—aceptó ser inmolado por su padre con una
entrega total y una paz divina, y el patriarca, con este sacrificio, tuvo la
ocasión de interceder por todos sus descendientes. Conviene citar aquí
el targum sobre Gn 22, sin duda uno de los textos más conmovedores
de la literatura judía:
Abraham dijo a Isaac: «Delante de Yahvé estará preparado un cordero para
el holocausto. Si no, tú serás el cordero del holocausto». Y partieron los dos
juntos, con un corazón perfecto.
Llegaron al lugar que Yahvé había dicho a Abraham y éste construyó el
altar. Cortó leña, ató a su hijo Isaac, y lo colocó sobre el altar encima de la
leña. Luego, extendió la mano y tomó el cuchillo para sacrificar a su hijo
Isaac.
Isaac tomó la palabra y dijo a su padre Abraham: «Padre mio, atame fuerte,
para que no me resista... » Los ojos de Abraham estaban fijos en los ojos de
Isaac y los ojos de Isaac estaban vueltos hacia los ángeles del cielo. Abrabam
no los veía. En ese momento descendió del cielo una voz que decia: «Venid a
ver a los dos «únicos» en mi universo. Uno sacrifica y el otro es sacrificado. El
que sacrifica, no duda y el sacrificado, tiende el cuello» (...).
Abraham se puso a rezar e invocó el nombre de la Palabra de Yahvé,
diciendo: «¡Te suplico, Yahvé, por tu misericordia! (...) No ha habido doblez en
mi corazón desde el momento en que me dijiste que sacrificara a mi hijo
Isaac, que lo redujera a polvo y ceniza delante de ti. Pero al levantarme
temprano esta mañana y apresurarme a cumplir tus palabras con alegría, ya
he cumplido tu mandato. Ahora, pues, cuando sus hijos tengan que pasar por
un tiempo de necesidad, acuérdate del sacrificio de su padre Isaac y escucha
la voz de su súplica. ¡Escúchales, líbrales de cualquier tribulación!» 4.
Esto es lo que celebraba Jesús, a esto se refería su acción de
gracias pascual. «Hacer esto» en memoria suya, es dar gracias por la
fe de Abraham que construyó al pueblo de la Alianza, por la obediencia
de su amor en el sacrificio de su hijo, por la aceptación heroica de Isaac
de la voluntad de Dios sobre él, por la oración de intercesión en favor
de su descendencia cuando se encuentre en «tiempo de necesidad».
Estos temas, como los de la creación, están «cumplidos», es decir,
han llegado a la plenitud, en la Nueva Alianza. Ya que, en Jesús, el
Padre se acuerda «de su misericordia, como lo había prometido a
Abraham y a su descendencia, para siempre», tal como canta la Virgen
María, hija de Abraham (Lc 1, 54-55). En Jesús, todas las promesas
encuentran su «Sí» (2 Co 1, 20). En él, la Tierra prometida ya no es el
país de Canaán, sino el cielo del Resucitado. La posteridad,
innumerable como la arena de la playa, como las estrellas del cielo, ya
no está formada sólo por las tribus de Israel, sino por la familia universal
de todos los hijos de Dios por la fe. En él, el hijo de Abraham se hace
hijo de Dios. Tal es el motivo de la alabanza pascual cristiana.
Abraham e Isaac son profecía de la plenitud del amor de Dios al
mundo:
—Abraham, que no se ha reservado a su hijo querido (Gn 22, 12,
griego) es profecía del Padre que no se ha reservado a su propio hijo
(Rm 8, 32), que «ha amado tanto al mundo que le ha dado a su hijo
único» (Jn 3, 16).
—Isaac en la hoguera del holocausto, con sus ojos sonriendo al cielo,
al aceptar voluntariamente la muerte, es profecía de Cristo que «nos ha
amado y se ha entregado a la muerte por nosotros, ofreciéndose a Dios
en sacrificio de agradable aroma» (Ef 5, 2). En su homilía pascual
durante la Cena, Jesús mismo comentará su muerte: «No hay mayor
amor que dar la vida por aquellos a quienes se ama» (Jn 16, 13).
El sacrificio no está en la sangre de Isaac, ni en el degollamiento del
carnero, sino ante todo en el corazón del viejo patriarca y luego en el
de su hijo único. Y sólo tiene valor en cuanto que es una palabra de
amor. Isaac renaciendo, por así decir, de las cenizas de su holocausto,
y Jesús alzándose en el resplandor de la Resurrección son la respuesta
de Dios al sacrificio del hombre.
Con razón la liturgia romana, en la oración de ofrecimiento que sigue
a la consagración (Oración eucarística, I), recuerda a Abraham: «Como
quisise acoger el sacrificio de nuestro padre Abraham... mira esta
ofrenda con amor y acéptala en tu misericordia».
Pascua y el Exodo
La tercera noche que se recuerda en la Pascua judía es la del Exodo.
El yahvismo es una religión histórica, y el Exodo es el corazón de esta
historia. Y como la historia se hace más hermosa cuando se la
comtenpla con la perspectiva necesaria para cicatrizar las heridas del
camino, Israel tiñe al Exodo con todas las ternuras que acunaron su
adolescencia. La migración de las tribus nómadas y sus rebaños en
busca de agua se convierte en la procesión triunfal de todo un pueblo
de sacerdotes y reyes en marcha hacia la Tierra prometida. En medio
de la rocalla del Sinaí Dios alza una mesa para los suyos, los alimenta
con «flor de harina y miel de roca» (Sal 80, 17); la dulzura exquisita del
pan de ángeles, que se adaptaba al gusto de cada uno, manifestaba la
dulzura del Padre hacia sus hijos (Sb, 16, 20-21). Despreciando el agua
fétida de las cisternas del desierto, Dios se complace en hacer brotar
de la roca una nueva fuente de agua viva en cada etapa, y esta roca
maravillosa, siempre dispuesta para el milagro, acompañaba fielmente a
los hijos de Israel (explica Pablo, 1 Co 10, 4, tomando una tradición del
targum). Allí, en el desierto del Sinaí, Yahvé revela su nombre, no el
nombre Incomprensible de la zarza ardiendo, sino el que cada hi jo de
Israel, desde el menor al mayor, puede captar y atender: «Yahvé,
Yahvé, Dios de ternura y de piedad, lento a la cólera, rico en gracia y
fidelidad» (Ex 34, 6). Allí, también, proclama su ley; a su amada le
confía no un reglamento policial, ni una recopilación anónima de
tabúes, sino «las diez palabras de la Alianza» (Ex 34, 28); Israel no se
queja por ellas, como si fueran un pesado fardo, sino que les dedica
alabanza y acción de gracias: la Ley es alegría para el corazón, luz para
los ojos, consolación del alma, sabiduría para el sencillo, más dulce que
la miel (cf. Sal 19, 8-10). Allí, en fin, en la soledad resplandeciente de la
estepa, lo adopta como hijo primogénito, de entre todos los demás
pueblos (Dt 32) y le da, como su propio corazón, su bien más preciado:
la Alianza. Yahvé se convierte en el Dios de Israel, e Israel se convierte
en el pueblo de Yahvé.
Por este Exodo daba gracias Jesús. Ya que lo que se celebraba no
era el aniversario de una antiquísima historia, cuyo recuerdo se
guardara en ese libro de familia que es la Biblia, sino un misterio
actualizado cada primavera. «En cada generación, afirma la Mishná,
cada hombre debe considerarse a sí mismo como si hubiera salido
personalmente de Egipto. Porque está escrito (Ex 13, 8): Aquel día,
hablarás así a tu hijo: Es a causa de lo que Yahvé hizo por mí, cuando
me saco de Egipto». Esta actualización se significaba con énfasis por el
hecho de que los que celebraban la Pascua, la representaban en cierto
modo: se comían el cordero a toda prisa (Dt 16, 1-8), «con las cinturas
ceñidas, los pies calzados, el bastón en la mano», como si hubiera que
salir huyendo delante del Faraón (Ex 12, 11); se utilizaban los ázimos,
«el pan de la fatiga» (Dt 16, 3) que no había tenido tiempo de
fermentar, tan precipitada había sido la partida. Aunque todas estas
prescripciones rituales no estaban ya en vigor en tiempos de Jesús, lo
esencial seguía en pie: cada celebración pascual volvía a actualizar el
Exodo y, suscitando la acción de gracias, realizaba la profecía: «El
pueblo que yo me he formado, cantará mis alabanzas» (Is 43, 21).
Estos temas del Exodo forman el corazón de la religión de Israel. Por
muy venerables que sean, quedan sobrepasados en el marco de la
nueva Alianza. O, mejor dicho, la muerte y resurrección de Jesús -su
«Exodo», como dice Lucas (9, 31)- los transfiguran en Pascua cristiana.
Ya que, lo que es el Exodo para Israel, lo es la muerte de Jesús para el
cristiano: una salida de esta tierra de angustia, un «paso de este
mundo al Padre» (Jn 13, 1), una entrada en la gloria de la resurrección.
Jesús mismo es el cordero pascual (Ex 12, 46= Jn 19, 36) en esta
Pascua crisitiana. «Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado», dice
Pablo sencillamente, (1 Co 5, 7) como si este tema fuera
universalmente conocido por los fieles quienes, a su vez, forman una
masa nueva, son los ázimos de esta fiesta mesiánica. Como peregrinos
del Exodo cristiano, deben «ceñir los lomos de su espíritu» (I Pe 1, 13),
«caminar (en el sentido de vivir) con temor durante el tiempo de vuestro
destierro» (v. 17) ya que han sido rescatados «Con una sangre
preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo» (v. 19).
Los cristianos añaden a la acción de gracias que Israel presenta a
Dios por la Pascua judía, la acción de gracias por la Pascua de Jesús,
por su muerte, su resurrección, su ascensión (cf. la anámnesis). Dan
gracias por haber salido de la carcel egipcia, pero aún más por la
entrada del Hijo bienamado en la gloria del Padre. Dan gracias por
haber atravesado el mar Rojo, que fue como un «bautismo en la nube y
en el mar» (1 Co 10, 2), pero aún más por su propio bautismo que les
ha librado de la muerte y del pecado y les ha hecho llegar a la orilla del
país de la libertad eterna en el Resucitado. Dan gracias por la columna
de fuego que iluminaba las tinieblas del desierto, pero más aún por la
verdadera luz, que es Cristo, que se alza sobre las tinieblas del corazón
y guía hacía la vida a los descarriados (Jn 8, 12). Dan gracias por el
maná del desierto, pero aún más por el pan de Dios que da la vida al
mundo (Jn 6, 33). El banquete del desierto era sólo la profecía «del
banquete de bodas del Cordero» (Ap 19, 9). Dan gracias por Moisés,
«el servidor fiel» (He 3, 5), guía de la comunidad rescatada, pero aún
más por Jesús, nuevo Moisés, a quien el Padre «estableció como hijo,
al frente de su propia casa, que somos nosotros» (He 3, 6). Dan gracias
por las fuentes de agua viva que Dios hizo manar en el desierto, pero
aún más por «la fuente de agua que mana hasta la vida eterna» (Jn 4,
14) que les hace brotar la fe en Jesús: «El cordero será su pastor y les
conducirá a las fuentes de la vida» (Ap 7, 17). Dan gracias por la ley
promulgada —según la tradición—cincuenta días después de la salida
de Egipto, pero aún más por el Espiritu de Jesús, nueva ley derramada
en sus corazones en oleadas de amor (Rm 5, 5), cincuenta días
después de su resurrección, el día de Pentecostés. Dan gracias por la
Alianza sellada en el Sinaí, pero aún más por la nueva Alianza en la
sangre de Cristo: «La ley fue dada por Moisés, la gracia y la verdad han
venido por Jesucristo» (Jn 1, 17). Cantan el cántico de Moisés, pero
este cántico es también el del Cordero (Ap 15, 3) que celebra la liturgia
celeste del Apocalipsis (Ap 15, 3). En una palabra, la Pascua judía
celebra el Exodo de Israel. La Pascua cristiana celebra el Exodo de
Jesús. La Eucaristía es memorial a la vez de lo uno y lo otro.
Con razón la liturgia coloca en el mismo corazón de la celebración
eucarística el recuerdo de la muerte y resurrección de Jesús. La
primera vez al comienzo del relato de la Institución, de acuerdo con la
tradición paulina (1 Co 11,23), y, a continuación, en la doble anámnesis
que sigue a la consagración, proclamada primero por la asamblea,
retomada luego por el sacerdote. La Oración IV es sin duda la más
explícita:
Celebramos hoy el memorial de nuestra redención:
recordando la muerte de Jesucristo
y su descenso a la morada de los muertos,
y proclamando su resurrección y su ascensión
a tu derecha en el cielo...
te ofrecemos su cuerpo y su sangre.
La misa es la celebración de la Pascua de Jesús. Enlaza con la Cena,
donde la consagración del pan y la del vino después de comer
rodeaban como dos manos la comida sacrificial del cordero pascual. Así
la Cena se enraiza en la Pascua de Israel y en la de Jesús; y la
Eucaristía cristiana actualiza a la vez la una y la otra.
Pascua y la fiesta eterna
La cuarta noche que se conmemora en la Pascua es la del final de
los tiempos «cuando el mundo llegue a su fin para ser rescatado... y el
Rey Mesías venga de arriba». El Exodo, celebración del pasado, es
también fiesta de esperanza. Cada Pascua es profecía del Día
escatológico y mesiánico. «En esta noche han sido salvados, en esta
noche serán salvados», se decía. A la media noche se abrían las
puertas del Templo, como para apresurar y acoger la entrada triunfal
de Yahvé o de su enviado. ¿Acaso no anunciaba la profecía: «El Señor
que buscáis entrará de pronto en su santuario y el Angel de la Alianza
que deseáis, ¡helo aquí que viene!»? (Ml 3,1).
Con este fervor mesiánico se pronunciaban las oraciones de Hallel.
La bendición que las acompañaba decía: «Yahvé, Dios nuestro y Dios
de nuestros padres, concédenos llegar en paz a las fiestas que se
acercan, alegrarnos de la construcción de tu Ciudad, ser felices de
poder servirte... Te damos gracias con un cántico nuevo por nuestra
liberación. ¡Bendito seas tú, Yahvé que has rescatado a Israel!». Es
particularmente significativa la interpretación del Salmo 118 que cierra
el Hallel (Sal 113-118). El versículo 24: «Este es el día que ha hecho
Yahvé» se aplicaba al día escatológico que Dios, al final de los tiempos,
iba a llenar de alegría.
El midrash de este salmo presenta un cuadro grandioso de la
procesión que debía llevar al rey mesiánico a la Ciudad santa, mientras,
en lo alto de las murallas, los habitantes dialogan con los peregrinos,
retomando las palabras del salmo:
Los habitantes dirán desde el interior:
«¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!» (v. 26)
Y los habitantes de Judá responderán desde el exterior:
«Os bendecimos a vosotros, que estáis en la casa de Yahvé!» (v. 26)
Los habitantes de Jerusalén dirán desde el interior:
«Yahvé es Dios, él nos ilumina!» (v. 27)
Y desde fuera, los habitantes de Judá responderán:
«¡Cerrad la procesión, ramos en mano, hasta los cuernos del altar!» (v. 27)
Los habitantes de Jerusalén dirán desde dentro:
«¡Tú eres mi Dios, yo te doy gracias!»
Y los habitantes de Judá responderán desde fuera:
«Dios mio, yo te exalto» (v. 28)
Los habitantes de Jerusalén y los habitantes de Judá abren su boca
y glorifican juntos al Santo,
—¡Bendito sea!—y dirán:
«¡Dad gracias a Yahvé porque es bueno! ¡Porque es eterno su amor!» (v. 29).
De este modo, la alabanza del Hallel pascual, según la tradición judía,
termina con una aclamación unánime. Peregrinos y habitantes de
Jerusalén, elevan a Dios su alabanza y eterno amor, con un solo
corazón y una sola voz. «El día que ha hecho Dios», es el día en que
vendrá «Aquel que es bendito en el nombre del Señor». Ese será el
comienzo, por toda la eternidad, de una fiesta eucarística sin fin.
Los evangelistas se las han arreglado para darnos la alegría de
descubir en sus relatos la huella de estas esperanzas escatológicas.
Así, por ejemplo, cuando Jesus, como peregrino de Jerusalén en los
tiempos mesiánicos, entra en la Ciudad santa para celebrar la
verdadera Pascua, «la gente» (Mt 21, 9), llevando en sus manos las
palmas de que habla el Salmo 118 (v. 27), corre a su encuentro con
gritos de júbilo, y le aclama como en el Salmo de Hallel:
¡Hosanna al Hijo de David!
¡Bendito el que viene en nombre del Señor! 5
Recordemos también que muchas parábolas escatológicas se
complacen en situar en la noche la vuelta de Jesús. «Mas a media
noche se oyó un grito: ¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!»
(Mt 25, 6). Las diez vírgenes —precisamente son diez los convidados
necesarios para celebrar la Pascua—tienen que conservar encendida
la lámpara de la vigilancia. Hay que velar durante la noche, para
comparecer «de pie» ante el Hijo del hombre (Lc 21, 36). ¡Feliz el siervo
que, según prescrlbe el rito pascual, permanezca «con los lomos
ceñidos» (Lc 12, 35) para acoger a su Señor cuando vuelva de noche!
La Pascua era la fiesta más rica en esperanza escatológica y
mesiánica. El relato de la Cena da testimonio fiel de esta riqueza. En él,
Jesús afirma que no volverá a comer la Pascua «hasta que halle su
cumplimiento en el Reino de Dios», que no volverá a beber del fruto de
la vid «hasta que llegue el Reino de Dios» (Lc 22, 16 y 18). Esta
formulación está emparentada con los votos de renuncia. Por ejemplo
en el que David, según el Salmo 132, 2-5, se compromete a no
descansar hasta que haya encontrado un lugar de descanso para el
arca de la alianza, lo que significa, dicho más claramente, que se
compromete en primer lugar a encontrar un lugar para el arca y, en
segundo lugar, como señal de este propósito, a no descansar hasta
haberlo llevado a cabo. Del mismo modo, en Hch 23, 12-13, los
judaizantes se comprometen a no comer ni beber nada antes de haber
matado a Pablo, lo cual significa que se comprometen esencialmente a
matar al Apóstol. En las logia (palabras) de la Cena, tenemos
igualmente una afirmación de renuncia, secundarla, y una afirmación
principal.
En la afirmación secudaria, Jesús se compromete a no celebrar
ninguna otra Pascua. Esta es, en verdad, la última, y, mediante esta
renuncia, se niega toda posibilidad de volverse atrás de sus palabras.
Una decisión tal equivale prácticamente al anuncio profético de su
muerte. Desde el día de la Transfiguración en que Moisés y Elías ya
habían hablado de su «Exodo» a Jerusalén, su vida estuvo como
imantada por esta salida, a la vez dolorosa y triunfante, de este mundo .
Su cruz, patíbulo vergonzoso, será también trono de gloria y de
exaltación (Jn 12, 32), y la tumba que debía sepultar su cadáver en la
piedra, se convertirá en puerta de los ángeles, abierta sobre la
Ascensión. En un gesto profético, María, la mujer del vaso de alabastro,
ya había perfumado su cuerpo para la sepultura (Mc 14, 8). Aquel
mismo día comenzaba el primero del triduo que le iba a llevar a la
perfección (Lc 13, 32).
Esta hora de miseria y de gloria está iluminada por una inmensa
esperanza. Ya que la afirmación principal subraya el hecho de que la
Pascua se verá «cumplida» un día, es decir, llevada a la perfección en
el Reino. Desde hacía siglos, Israel amontonaba los años sobre la
superficiee de la historia y las Pascuas se sucedían unas a otras sin
adelantarse nunca. Ahora se alzaba en el horizonte del tiempo una
Pascua al fin perfecta, una plenitud de gozo, de fiesta, de alabanza, de
acción de gracias, una liberación infinita en una nueva creación
construida según el amor eterno de Dios. La renuncia de Jesús (ya no
volverá a celebrar la Pascua) solamente dura un tiempo, el tiempo de la
historia del mundo. Una vez pasado ese lapso de tiempo—¡un abrir y
cerrar de ojos comparado con la etenidad!—Jesús volverá a beber el
vino de la fiesta en el Reino de su Padre. Entonces, aquel día creado
para la eternidad, empezará la Pascua «acabada», el banquete
escatológico que dará comienzo al mundo nuevo: «Yahvé Sebaot
preparará un banquete para todos los pueblos... Hará desaparecer la
muerte para siempre, enjugará las lagrimas de todos los rostros» (Is 25,
6-8).
Hay que hacer notar la humildad de la expresión «Y os digo que
desde ahora no beberé de este producto de la vid hasta el día aquel en
que lo beba con vosotros, nuevo, en el Reino de mi Padre» (/Mt/26/29).
Jesús no es el organizador de esta Pascua eterna. El Padre es el amo
del banquete, en «su» Reino. El, Jesús, en tanto que Hijo—y sin duda
esta palabra es la más humilde que haya pronunciado en alabanza de
su Padre, acepta incluso ignorar el día y la hora (Mc 13, 32). En la
Cena de la Pascua, como en cada Eucaristía, Jesús da a sus discípulos
el vino de la fiesta, su propia sangre. Pero, en el banquete de la Pascua
definitiva, él se sitúa entre los convidados: «Yo lo beberé con
vosotros», les dice a los discípulos.
Se concibe fácilmente que la comunidad primitiva viviera con el ardor
del amor esta tensión hacia el Día de la eterna fiesta con Jesús. Habían
bebido con él el vino de su última Pascua. Ahora que les había dejado
para ir a la gloria del cielo, se encontraban inmersos en la dura realidad
cotidiana, con la pena y las angustias de su soledad, o simplemente con
el aburrimiento y la falta de atractivo de una existencia alejada del
rostro del Señor. Era, pues, normal que cada Eucarístia agudizase en
ellos la espera del día en que el número de convidados estaría por fin
completo y en que los signos sacramentales, ya inútiles, serían
reemplazados por su presencia corporal como la noche de la última
Pascua. Así pues, el pan y el vino eucarísticos, signos de Cristo «hasta
que venga» (1 Co 11, 26), son al mismo tiempo oración para el día de
su venida. Proclaman su presencia bajo las especies sacramentales,
revelan su ausencia en el nivel de la percepción sensible, imploran su
venida en el día de la eternidad.
La liturgia hace resaltar, con gozo, la dimensión escatológica de la
Cena. En la oración memorial (anámnesis) que sigue a la consagración,
recuerda el «Maranatha, Ven, Señor» de las primeras comunidades
cristianas (1Co 16, 22) y suplica: «Esperamos tu venida en la gloria.
¡Ven, Señor Jesús!» Cada misa es una puerta de esperanza abierta a
la eternidad.
VIATICO/SIGNIFICADO: Este misterio se realiza con una intensidad
particular en la comunión recibida como viático. Esta práctica, como se
sabe, se remonta a la antigüedad cristiana: el año 325, el Concilio de
Nicea habla de ella diciendo que es «una ley antigua y canónica»
(Canon 13). La misma palabra viaticum, designaba antiguamente las
provisiones o el dinero que se tomaban para el camino (via). Aunque no
se trata tanto de que el viajero lleve la Eucaristía como «provisión» para
el gran viaje, sino de que el mismo Cristo vaya delante del fiel y le
conduzca a la casa del Padre.
El viático sella para la eternidad, entre Jesús y los suyos, esa
comunidad de destino que cada comunión expresa tan
maravillosamente: «El que come mi carne y bebe mi sangre en mí mora
y yo en él» (Jn 6, 56), dice el Señor. Para el cristiano, en la hora de su
muerte, este «permanecer» en Cristo revela sus últimas consecuencias:
entonces es cuando muere verdaderamente con Jesús (2 Tm 3, 11),
cuando va a ser enterrado con él (Rm 6, 4; Col 2, 12), cuando se
prepara para resucitar con él (Ef 2, 6; Col 2, 13; 3, 1), para ser
glorificado con él (Rm 8, 17), en una palabra, cuando asocia su propio
Exodo, su salida de este mundo de sufrimiento y su entrada en el Reino
del gozo del Padre, al Exodo de Jesús. Cada comunión es una oración:
«¡Ven, Señor Jesús!». Ahora la oración se transforma en alegría por su
presencia: «Estaremos para siempre con el Señor» (1 Te 4, 17). Cada
comunión es una promesa de eternidad: «El que come mi carne y bebe
mi sangre tiene la vida eterna, y yo le resucitaré en el último día» (jn 6,
54). Ahora, a medida que se acerca la noche de la agonía, se levanta el
aLba de la resurrección. La Eucaristía-viático es la última acción de
gracias en el tiempo, antes que comience la de la eternidad. Es el último
encuentro con Cristo en la alabanza, antes de encontrarse con él cara
a cara en la casa del Padre.
La acción de gracias no es un aspecto entre otros del misterio de la
Eucaristía. Es en verdad su centro. Sin acción de gracias no hay misa.
El que preside da gracias «tanto como puede», dice Justino a
mediados del siglo II, para caracterizar la misa. Desde entonces, sin
duda, las rúbricas han canalizado, entre las orillas del Prefacio y de la
Oración eucarística, las riadas tumultuosas de la alabanza espontánea.
Pero el dinamismo de la oración sigue siendo el mismo. Desde que
Cristo dijo a su Iglesia: Tomad, esto es mi cuerpo, el «tanto como
puede» se ha vuelto infinito. Puesto que la Iglesia ha recibido el poder
de ofrecer no solamente al universo y al hombre que lo resume en sí
mismo, sino a Aquel que es en sí mismo «todo honor y toda gloria» para el Padre: Cristo-Jesús.
LUCIEN
DEISS
LA CENA DEL SEÑOR
DDB. BILBAO 1989 Págs. 61-88
........................
1. La Todá es una clase de sacrificio shelamim. Este banquete sacrificial y
«eucarístico» lleva consigo una proclamación de las grandezas de Dios.
2. Homilías pascuales; 1: Une homélie inspirée du Traité sur la Paque d'Hippolyte,
Cerf, coll. «Sources chrétiennes», 27, p. 145.
3. Protreptique, 1, 5.
4. Traducción (retocada) R. LE DEAUT, en A. D. MACHO, Ms. Neophyti I, I:
Genesis, Madrid-Barcelona 1968, pp. 405-406.
5. Sal. 118, 25-26: Mt. 21, 9; Mc. 11, 9, Lc 19, 38, Jn 12, 13. Hosanna viene del
hebreo hoshi ah na (v. 25), «da la Salvación».