La Eucaristía, asamblea en la que los hombres se abren a su verdadero deseo como deseo de libertad
M. ABDÓN SANTANER
5. Asamblea eucarística
y verdad del deseo de libertad
en el hombre
La Eucaristía es una Asamblea.
EU/ASAMBLEA: Esta afirmación nunca ha tenido problemas, pues
normalmente se ha hablado de la asamblea eucarística.
Pero las cosas no están tan claras al tratar de precisar en qué
consiste esta asamblea. Espontáneamente vemos en ella una asamblea
religiosa. ¿Pero es cierto que la asamblea eucarística es solamente una
reunión de gente que quiere meditar, reflexionar, orar? Todas estas
cosas, por otra parte muy laudables, pueden realizarse en un marco que
no implica de modo alguno la celebración de la Eucaristía.
En regiones que se distinguen desde hace mucho tiempo por la
práctica eucarística, la asamblea del domingo se identificaba a veces
con la reunión de la gente del pueblo. La Misa era el lugar donde se
encontraba toda la comunidad. Asamblea eucarística y asamblea
comunal se identificaban.
Esta práctica, aunque hoy en día parezca desusada o impensable,
nos invita a tratar la Eucaristía sin prescindir en ella de este movimiento
natural que lleve a los hombres a reunirse.
Para poder decir algo claro sobre la Eucaristía como Asamblea,
volveremos, pues, en primer lugar, hacia el acontecimiento de la
institución de la Eucaristía por Jesús. Allí es donde debemos intentar
comprender qué diferencia hay entre la asamblea eucarística y el resto
de las asambleas posibles. Después de precisar estas cosas, podremos
ver cómo la asamblea eucarística responde a la experiencia de los
hombres y será entonces posible reconocer a la asamblea eucarística
como un horizonte para el hombre en cuanto éste es un ser político.
Tres temas de reflexión:
1) El acontecimiento original.
2) La experiencia en nuestra vida humana.
3) La Eucaristía como Asamblea en la que el hombre se inicia en la
libertad.
El acontecimiento original
La institución de la Eucaristía ha dado lugar a tres relatos casi
idénticos en los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas. Con todo, es
interesante resaltar algunas pequeñas diferencias.
En los relatos de Mateo y de Marcos, la institución de la Eucaristía se
sitúa entre el anuncio de la traición de Judas y el anuncio de las
negaciones de Pedro (1).
En el relato de Lucas, la institución de la Eucaristía precede a ambos
anuncios (2). Además Lucas introduce entre los dos una ampliación que
Mateo y Marcos colocan en otro lugar (3). Se trata de la respuesta que
da Jesús a los discípulos cuando éstos se preguntan cuál de ellos debe
ser considerado el mayor...
Lucas coloca en el contexto de la institución de la Eucaristía un
episodio que los otros sinópticos ponen en otro lugar. ¿Debemos pensar
que trata de subsanar un simple olvido? No lo parece.
En efecto, Lucas alarga la respuesta de Jesús sobre quién es el
mayor con una ampliación que se inscribe directamente en el marco de
la cena de la Pascua:
«Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas;
yo, por mi parte, dispongo un Reino para vosotros, como mi Padre lo
dispuso para mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino y os
sentéis sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel.» (4)
No ciertamente sin intención deliberada ha colocado Lucas este
enunciado en su relato de la última cena. La cuestión se refiere al comer
y beber en la mesa del Reino, que es de lo que hablaba Jesús un
momento antes. Pero en este enunciado, la evocación del Reino es una
evocación del poder. Jesús pone el poder en manos de los Doce del
mismo modo como él lo recibe del Padre. Esta entrega del poder a los
Doce, precedida de la frase en que Jesús dice: «Vosotros sois los que
habéis perseverado conmigo en mis pruebas», adquiere todo su
sentido. Jesús entrega el poder a los Doce como el Padre se lo ha
entregado a él, porque los Doce han permanecido con él como
permanece con él el Padre (5). La institución de la Eucaristía es así la
institución de los Doce como Asamblea en la que los Doce son uno
como Jesús es uno con su Padre. En ella, Jesús hace existir a los Doce
como grupo en el que son uno (6).
El ser uno de este grupo, no le viene de que haya sido designado un
jefe para que, una vez partido el maestro, todos se alineen según sus
ideas, sus opciones o sus decisiones. Dos versículos antes, Jesús ha
subrayado que este género de relaciones no debe existir entre sus
discípulos (7).
El ser uno de este grupo le viene únicamente del hecho de que,
habiendo permanecido con Jesús en sus pruebas hasta el final, los
miembros de este grupo reciben juntos, como grupo, el poder que Jesús
mismo ha recibido del Padre.
Ninguna palabra es suficiente para recalcar esta manera de Lucas de
reconstruir el acontecimiento original. Al integrar en este pasaje las
palabras en que Jesús habla del poder, Lucas da luz sobre la
originalidad de la Eucaristía como Asamblea.
El, que unas horas más tarde, nos va a presentar a Jesús presa de la
angustia en el huerto de Getsemaní (8), le hace hablar aquí como
hombre que ha asumido plenamente su destino humano. Serenamente,
Jesús se entrega a sí mismo con toda su persona (cuerpo y sangre) en
manos de sus discípulos. Entregado en sus manos, les hace uno por el
poder que en adelante tienen sobre él. Ninguna cláusula restrictiva limita
ese poder. Ese poder les es entregado como ha sido entregado al Hijo
por el Padre.
Jesús supera su propia angustia porque se ha entregado a aquellos
que han permanecido con él en sus pruebas. Jesús cree en los Doce
que han creído. Pone el poder entre su manos por un acto de fe, del
mismo modo que, por un acto de fe, ha puesto entre sus manos su
propia persona. Por este acto de fe, les ha constituido en Asamblea,
exactamente igual que, por ese mismo acto de fe, ha instituido la
Eucaristía.
De esta manera podemos ver dónde se encuentra la consistencia
propia en la asamblea eucarística
Esta Asamblea extrae su ser uno del acto de fe por el cual Jesús se
ha entregado a los Doce y por el acto de fe mediante el cual cada uno
de los Doce responde al acto de fe del maestro. Esta asamblea existe
como asamblea por la reciprocidad de la fe. Para que esta asamblea
exista, Jesús entrega su propio poder a aquellos que van a ser sus
miembros. Con ello atestigua que desea su libertad tan intensamente
como ha deseado la suya propia. La asamblea eucarística extrae su ser
uno de esta libertad que Jesús ha deseado ardientemente para todos
los seres humanos, hombres y mujeres, que un día serán sus miembros.
«Si quieres...» (9).
Con esta proposición comienza Jesús todos los diálogos en que invita
a su seguimiento. Al final del discurso del Pan de vida, Jesús va incluso
más lejos. A quienes habían empezado a seguirle, les pregunta:
«¿Vosotros también queréis marcharos...?» (10)
Jesús nunca intentó alistar, ni contratar, ni hacer un regimiento o
reclutar a nadie. Nunca soñó que sus discípulos fuesen un ser uno
formando un cuerpo sólido, un comando aguerrido, una falange
disciplinada, un conjunto irrompible... Cuando Jesús reúne a la gente en
su seguimiento, no aspira a instaurar un ser uno que dé calor porque en
él se esté muy unido o porque tenga asegurado un buen jefe. Jesús
reúne a la gente en un ser uno cuya primera particularidad es el estar
«libremente unidos» en él. Este ser uno es el del Reino en el que el
Padre, el Hijo y el Espíritu están «libremente unidos» porque el Padre,
en el Espíritu, entrega todo poder al Hijo y porque el Hijo, en el Espíritu,
restituye todo poder al Padre.
Lo propio de la Eucaristía como Asamblea no es que haya allí un
determinado número de personas que rezan, meditan, reflexionan y
comulgan juntos... Como Asamblea, lo propio de la Eucaristía reside en
el hecho de estar «libremente unidos». Esta libertad de todos no es
independiente de cada uno en relación a los demás. Cada uno está allí
por un movimiento de su propia voluntad. Pero este movimiento de la
voluntad es el mismo en todos: es la voluntad de permanecer
constantemente con Jesús en sus pruebas.
La Asamblea eucarística, caracterizada esencialmente por el hecho
de que sus miembros han venido sabiéndose hombres y mujeres
«libremente unidos», no es prioritariamente una asamblea religiosa. Lo
que allí acontece no pertenece en primer término al orden del culto, ni
va en la línea de las devociones. La asamblea eucarística es, en primer
lugar, una asamblea que pone en juego la libertad. En este sentido,
llamando a las cosas por su nombre, la asamblea eucarística es primero
y esencialmente una asamblea política. En ella se interroga al hombre
acerca de su deseo de libertad.
La experiencia en nuestra vida humana
Parte de mi infancia, la viví integrado en una pandilla: una pandilla de
barrio, popular, y estábamos contra otra pandilla del centro, burguesa.
Los jueves luchábamos en el cauce seco del río Agly; los domingos
nos sentábamos juntos en los mismos bancos para oír misa. Teníamos
fe en la pandilla. A veces ocurría que, mientras yo rezaba intensamente
para obtener la victoria en la batalla que iba a librarse al día siguiente,
mi amigo Andrés, que pertenecía a la banda rival, rezaba también para
conseguir el resultado contrario. El peor de los castigos, para nosotros,
era el no poder salir de casa cuando sabíamos que había que ajustar
alguna cuenta. De esta época, me ha quedado para siempre el sabor de
la libertad.
H/SER-SOCIAL: El asociarse, constituirse en grupo, en equipo, en
asociación, en partido, es una dinámica normal entre los hombres. El
hombre es un ser social. Al margen de la vida social, el hombre termina
desapareciendo.
Y es que, precisamente, el primer reflejo al que el hombre obedece al
meterse en un grupo es el de existir como hombre. Asociarse con otro
significa adquirir el máximo de posibilidades para superar los obstáculos,
romper esclavitudes y lograr todo tipo de proyectos. Cuando un hombre
se asocia con otros, lo hace empujado, por lo menos de un modo
confuso, por su deseo de libertad.
Y sin embargo, la experiencia demuestra que la vida de grupo
fácilmente se convierte en un lugar donde el hombre, en vez de crecer
en libertad, se abandona y dimite.
GRUPO/PELIGROS: Basta que un grupo atisbe en el horizonte la
sombra de un competidor, de un adversario o, peor aún, de un enemigo,
para que sus miembros dejen de pensar por sí mismos y no deseen otra
cosa que cerrar filas. ¡Pobre del que, en esos momentos, se pone a
discutir las órdenes! No hacer piña es ya una traición. La palabra
unidad, la consigna de ser uno, se convierte en un imperativo ante el
cual la palabra libertad deja de tener sentido.
Este movimiento hacia el ser uno procede del miedo: miedo al
fracaso, miedo a no ser el más fuerte, miedo a dejar de existir. Este
miedo puede llevar a los miembros de un grupo a hacer tabla rasa de
las libertades más fundamentales. El mito de la seguridad nacional
legitima la represión más brutal en los regímenes militares de América
latina. El mito de la solidaridad socialista justifica la ayuda de los países
hermanos incluso cuando ésta se expresa con el envío de carros
blindados.
El mito de la unidad ideológica justifica el encarcelamiento de quienes
deben ser reeducados de cara a su rehabilitación, sea en la sociedad
laica, sea en la sociedad religiosa cuando existían el Santo Oficio o la
Inquisición.
Despreciar la libertad en sus formas más esenciales para asegurar la
unidad del grupo, tal vez corresponda a una cierta necesidad humana:
sentirse fuerte, sentirse acogido, sentirse seguro... Pero al sacrificar la
libertad a tales necesidades, seguro que no se está obedeciendo al
deseo más profundo del corazón humano. Testigo de ello son los miles
de personas que se han resistido a ello a lo largo del tiempo.
En la profundidad del corazón humano existe una llamada, que todo
hombre escucha misteriosamente, a ser para sí la fuente última de las
decisiones que le conciernen. Es cierto que no faltan y que siempre
existirán individuos que toman la opción de dejarse conducir por los
demás. Algunos dimiten de este modo porque se les ha inculcado como
valor supremo la pasión por el orden; otros lo hacen porque se les ha
convencido para que se limiten a buscar el bienestar. Pero en todos los
casos se trata de una abdicación. Han tomado la opción de ignorar su
verdadero deseo de hombre o de mujer. El ser uno al que se han
resignado, es el ser uno de los embrutecidos ojos de los arenques en
lata, todos en fila. Es un ser uno de muerte. Este ser uno, conseguido
por hombres que han renunciado a vivir su deseo de libertad, no les
transforma en Asamblea. Les transforma en cementerio.
Cuando los bautizados se reúnen para la Eucaristía, se asoman a un
ser uno. Haría falta todavía que este ser uno al que tienen acceso no
fuese el precio de la renuncia a su deseo de libertad.
Tal vez deberíamos deplorar aquí que una disposición establecida
hace varios siglos por motivos ajenos a la celebración misma haya
hecho de la asamblea eucarística del domingo una asamblea a la que
uno está obligado a ir «bajo pena de pecado mortal>>. Los restos de
esta situación aberrante seguirán golpeando todavía durante mucho
tiempo el subconsciente y les hará difícil a muchos llegar a comprender
realmente lo que es la Asamblea Eucarística.
La Asamblea Eucarística es una asamblea de hombres y mujeres
para los que ser uno se desprende de su conocimiento de que son
libres con la libertad con la que Cristo les ha liberado. Al entregarles el
poder entre sus manos, como el Padre lo puso entre las suyas, Cristo
hace de quienes celebran la Eucaristía una Asamblea de gente
«libremente unida». Son elegidos. Pero son elegidos que han hecho una
opción. Están allí porque creen en Jesús. Ninguno se obligaría a estar,
ni podría ser obligado a ello, si no obedeciese a su propia fe.
Estableciendo un lazo entre el acontecimiento original de donde la
Eucaristía viene y la experiencia de la vida humana, estas reflexiones
permiten comprender que la Eucaristía, como Asamblea, no está
desligada de los impulsos internos que empujan al hombre. Por el modo
de realizarse el ser uno, la Eucaristía se convierte en revelación hecha
al hombre de su más profundo deseo de hombre.
La Eucaristía, iniciación para el hombre
en su' verdadera libertad
No hay Eucaristía sin asamblea. Pero debe tratarse de una verdadera
asamblea, que realiza el ser uno de sus miembros. No hay Eucaristía sin
ser uno...
De hecho, la gente que forma la Asamblea eucarística es a menudo
gente muy opuesta: ideas sentimientos, intereses, ideologías,
proyectos...
Si esta gente vive en la lógica de la Eucaristía, nadie entre ellos
domina sobre nadie. Nada le permite a ninguno, ni siquiera al
celebrante, aprovechar la reunión para predicar sus ideas, sus
intereses, sus sentimientos, su ideología, su proyecto.
Esto explica por qué la Asamblea eucarística no puede a veces
constituirse más que por la superación de la angustia. Un sindicalista y
un patrón pueden dudar, cada uno por su parte y por razones opuestas,
de encontrarse juntos... A un feligrés le podrá costar el ir a una
Asamblea dominical en la que se da un tipo de celebración del que se
ha encaprichado el cura o el equipo litúrgico local... El ser uno de la
Asamblea no es un dato previo. Es el fruto de un camino a través del
cual se llega hasta él. Este ser uno no es, sin embargo, un fruto que se
pueda saborear de inmediato. Podemos salir de la Asamblea tan
divididos como antes. En la cena en que Jesús instituyó la Eucaristía,
entregó su poder a unos discípulos que discutían acerca de quién sería
el jefe. Y, sin embargo, acababan de comulgar el mismo cuerpo y sangre
de Jesús... (11).
Estas consideraciones nos llevan a ver en qué consisten los pasos
cuyo fruto es el ser uno de la Asamblea eucarística. Es un camino que
este ser uno instaura porque se cree en él. Este ser uno, cierto, no
existe en la realidad fáctica. Sabemos también que este ser uno no es
posible. Pero creemos que este ser uno se establece por el mismo acto
de la celebración eucarística. Este ser uno se hace posible por la fe.
El ser uno de la Asamblea eucarística no brota del hecho de que los
participantes vengan a ella haciendo, cada uno, tabla rasa de sus ideas,
sus intereses, sus sentimientos, sus proyectos o su ideología. Los
miembros de la Asamblea eucarística no son gente que hace como si
nada les separase. No obedecen a la necesidad de un poco de calor
afectivo durante una hora, ni a la necesidad de sentir que son muchos y,
por lo tanto fuertes contra cualquier adversario eventual. Obedecen al
Espíritu. El Espíritu les hace desear permanecer con Jesús hasta el final
en sus pruebas...
Estas reflexiones explican qué es lo que realiza el ser uno de la
Asamblea eucarística; por ello mismo conducen a señalar también lo que
condiciona la verdad de una tal Asamblea.
El 9 de septiembre de 1980, una cadena de televisión francesa pasó
dos secuencias en las que aparecía la Eucaristía.
Lech Walesa, iniciador de los sindicatos libres en Polonia, acababa
de explicar cómo la Misa y la comunión le habían dado fuerzas para
luchar, a lo largo de los años, a pesar de las amenazas, de los
encarcelamientos, de los despidos... Inmediatamente después aparecía
en la pantalla el general Pinochet asistiendo a una misa el día del
aniversario de la toma del poder: con uniforme de gala, en primera fila,
acababa de recibir la comunión de manos del cardenal Henríquez.
Lo que condiciona la verdad de la Asamblea eucarística se resume
en el contraste entre estas dos imágenes.
Para que la Asamblea eucarística exista en su verdad, no basta con
que una serie de hombres y mujeres se reúnan alrededor de un altar y
con un celebrante. Los miembros de la Asamblea eucarística no son
sólo gente que se reúne. Son gente a la que Dios reúne. El hecho de su
presencia física alrededor del celebrante no prueba que hayan sido
reunidos por Dios. No son reunidos por Dios más que si su presencia
alrededor del sacerdote es el hecho del Espíritu que les concede querer
permanecer hasta el fin con Jesús en sus pruebas. Y la última prueba de
Jesús es el abandono que sufre por parte de su pueblo por haber
deseado la libertad de todos los hombres con el mismo deseo con el que
deseaba su propia libertad. Sólo son miembros de la Asamblea
eucarística aquellos que participan en ella consintiendo, en su vida
concreta, en hacer que este deseo de Jesús se convierta en el suyo
propio. Voltaire cumplía con Pascua con ostentación delante de sus
criados. Quería evitar de esta manera que alguno de ellos, dejando de
temer la justicia de Dios, tuviese la idea de robarle... Su presencia en la
Misa, ¿hacía de él miembro de la Asamblea eucarística?
Tomándola en toda su verdad, la Asamblea eucarística se transforma
en un interrogante para aquellos que se prestan a vivirla en su
dimensión política. Todos podemos aprender en ella lo que cuesta
desear ardientemente una libertad que no sea únicamente nuestra sino
libertad de todos.
Cuando el evangelista Juan quiso hacernos partícipes de su
experiencia de la última cena hecha con Jesús, concentró toda su
atención en un único episodio: el lavatorio de los pies.
EU/LEY-FUNDAMENTAL: Vale la pena meterse a fondo en este
episodio para encontrar en él la ley fundamental de la Asamblea
eucarística. En él vemos a Jesús que pone toda su libertad de «Maestro
y Señor» en reconocer la libertad de «Maestro y Señor» en cada uno de
sus discípulos. El gesto de lavarles los pies describe la Asamblea
eucarística en lo que es: una anticipación, fugitiva pero no menos real,
del Reino en el que todos estarán «libremente unidos» con la libertad
misma de su Maestro y Señor, Jesucristo. Toda asamblea humana que
invoca para sí su ser uno sin atender a este ser «libremente unidos» es
una asociación cuyos miembros han renunciado a ser verdaderos
hombres y mujeres. Han perdido el sentido de la dimensión política de la
existencia.
En la Asamblea eucarística todos, hombres y mujeres, saborean algo
de ese ser uno que la humanidad se ha propuesto. Participan
anticipadamente, por la fe, en el ser uno del Reino. En el Reino, el
Padre, el Hijo y el Espíritu son uno porque el Espíritu es el deseo con el
que el Padre y el Hijo desean, cada uno, la libertad del otro. La solución
del enigma que plantea la Eucaristía como Asamblea en la que el
hombre despierta a su verdadero deseo de libertad, hay que buscarla
en el corazón del misterio trinitario.
6. Asamblea eucarística
y pedagogía del deseo
de libertad
Como Asamblea, la Eucaristía cuestiona al hombre en el plano de lo
político.
Lo político engloba todas las actividades a través de las cuales los
hombres aseguran su destino colectivo con vistas a su ser uno. ¿Pero
se viven estas actividades de acuerdo con el deseo de libertad que hace
del ser humano un hombre 0 una mujer? ¿O regulan los problemas de
ese ser uno de modo que obligan al ser humano a hacer tabla rasa de
su deseo de libertad?
Estos son los interrogantes que la Eucaristía plantea, como
Asamblea, cuando quienes la celebran se dejan iniciar para su ser uno
en el deseo de una verdadera libertad.
Pero la Eucaristía no es sólo una iniciación a partir de la cual el
hombre se interrogue. Es también viático.
De la obsesión por un ser uno buscado por su calor afectivo o para
ser más fuertes, hay que pasar a la pasión por un ser uno que permita a
todos estar libremente unidos. Este camino es largo, y se necesitan
provisiones para hacerlo.
Antes de instituir la Eucaristía dijo Jesús:
«Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes
de padecer»...
La Pascua de la que habla Jesús aquí es la de la superación de su
propia angustia (12): la pasión está ahí, como una amarga copa que hay
que beber (13). Jesús no desea ardientemente esta copa, sino no
beberla solo, hacerlo en compañía de aquellos que han permanecido
con él.
Al hacer esta declaración, Jesús remite a sus discípulos a la dura
sucesión de pruebas sufridas por sus antepasados a lo largo de la
historia. Estas pruebas fueron la pedagogía por la que Dios hizo
progresar a Israel hacia el ser uno de un pueblo libre.
En cuanto Asamblea, la Eucaristía es el lugar adecuado para una
pedagogía semejante. Ayuda a dar el paso desde una libertad que sería
sólo independencia hasta el deseo de una libertad vivida juntamente con
otros, en una libertad para todos.
Para clarificar esta pedagogía tomaremos de nuevo, en primer lugar,
la experiencia bíblica en su conjunto. Esta experiencia concluye con el
anuncio que Jesús hace del Reino de Dios. La Eucaristía es el viático
para el camino que hay que hacer hacia ese Reino.
Tres temas de reflexión:
1) La experiencia bíblica.
2) La propuesta del Evangelio.
3) La Eucaristía como viático hacia la libertad que hay que instaurar.
La experiencia bíblica
Como Asamblea, la Eucaristía nos obliga a releer la experiencia
bíblica como experiencia de lo político; se trata de ver qué papel ha
jugado, en la historia del pueblo de Dios, el hecho de tenerse que tomar
a sí mismo como tarea en el ser uno de un mismo pueblo.
Israel cree que su existencia como pueblo se la debe a Dios mismo
(14). Este pueblo no existiría si Dios no hubiera mantenido la promesa
hecha a Abraham. Para Israel, este origen justifica un derecho
incontestable a la libertad: Dios ha suscitado la descendencia de una
mujer libre, Sara, prometida (15).
Varios pasajes de la historia de Israel demuestran hasta qué punto
esta conciencia estaba viva en todos. Los hijos de Jacob llegarán
incluso hasta hacer desaparecer a su hermano José porque, con esos
sueños que le ensalzaban, se había convertido en una amenaza para la
libertad de los demás (16). Desde el grito de los hijos de Israel reducidos
a esclavitud por el Faraón en Egipto (17) hasta los altercados entre
tribus que se disputan el liderazgo del pueblo (18), lo que se expresa en
ellos es la misma conciencia de ser un pueblo libre. Quieren permanecer
unidos como pueblo; pero quieren también preservar el derecho de
cada uno a su libertad de tribu, de clan, de familia, de individuo.
A través de esta experiencia Israel constata que no es fácil asegurar
un ser uno en el que puedan ser conjuntamente libres.
Ya en Egipto, el pueblo había demostrado que era capaz de preferir
la situación de esclavitud a la aventura que les proponía Moisés en
nombre de Dios (19). A continuación, el pueblo se mostrará preparado
para renunciar a la libertad, para garantizarse una mayor seguridad bajo
una autoridad fuerte. Es lo que les ocurre en el desierto, cuando se
echan a temblar ante la idea de tener que luchar contra los gigantes
(20). Y lo mismo más tarde, cuando las incursiones de los vecinos se
convierten en una constante amenaza (21).
La necesidad de asegurar a cualquier precio su ser uno, llevará a los
hijos de Israel a pedir un rey al profeta Samuel (22). En este proceso,
actúan por miedo. Quieren un jefe que les obligue a luchar (23). Se
resignan a garantizar su ser uno recurriendo a un jefe que decida por
todos, aunque sea a costa de la libertad a que cada uno tiene derecho
(24).
Los profetas critican esta búsqueda del ser uno en la que dejan de
ser conjuntamente libres. Para ellos, este proceso por el que el pueblo
dimite de su libertad equivale a rechazar a Dios.
Esta es la reacción de Samuel ante los israelitas que vienen a pedirle
un rey (25). Esa había sido la experiencia de Moisés en Egipto y en el
desierto (26). Esa será muy especialmente la reacción de un Jeremías
(27), por ejemplo.
Para los hombres de Dios, estas situaciones serán fuente de
angustias (28). Cuando provocan al pueblo para que viva como pueblo
libre, serán acusados de estar haciendo el juego al enemigo... Y hasta
llegan a dudar. ¿No son ellos, al menos parcialmente, la causa de los
desastres que azotan a su pueblo? (29).
Esta angustia de los profetas llegará a ser un día la angustia del
pueblo mismo. Habrá hombres y mujeres en este pueblo que querrán
hacer caso de la llamada de Dios a vivir el ser uno de un pueblo libre.
Estos hombres y mujeres llegarán a conocer la angustia. Su fidelidad a
la Alianza les llevará a no querer usar contra los otros pueblos las armas
de la violencia que esos pueblos utilizan contra ellos.
Esta experiencia se describe en la Biblia como el destino del Siervo
sufriente (30). La angustia del Siervo sufriente se basa en la
constatación de que todo lo que tiene que soportar no sirve para nada:
«En vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis
fuerzas» (31)
Y sin embargo, justamente a través de esta experiencia de angustia,
es como los hombres y mujeres de Israel comprenderán el verdadero
contenido de las promesas hechas por Dios a Abraham cuando se le
dijo que de él saldrían «pueblos y reyes».
A estos hombres y mujeres les anuncian los profetas que el ser uno
de las doce tribus se realizará. En el Día del Señor, serán de nuevo
«libres-unidos». Pero la afirmación de los profetas insiste en un punto:
este ser uno de las tribus reunidas de nuevo en libertad será un ser uno
realizado por Dios (32). Este ser uno no va a ser el resultado de la
dominación del Norte sobre el Sur o del Sur sobre el Norte. Tampoco
será fruto de la fusión de todas las tribus en una sola. Y no resultará de
la puesta en marcha de algún tipo de estrategia o de diplomacia más
hábil que las del pasado... Este ser uno en libertad será la obra de Dios
que no cesa de decir: «Yo te reuniré».
Para los hijos de Israel que acogen esta promesa, las rivalidades
entre tribus han terminado (33). Pero también han terminado las
rivalidades con los otros pueblos (34). En Israel aparece un nuevo modo
de mirar las cosas. Se abren a la idea de una reunificación de los
pueblos. Pero esta reunificación no la esperan ya de una hegemonía de
las tribus de Israel reagrupadas bajo un jefe único para subyugar a los
otros pueblos. Esta reunificación de pueblos la ven como el fruto de la
fidelidad de Israel a vivir su misión de Siervo según el designio de Dios:
«Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tribus de Jacob y
conviertas a los supervivientes de Israel; te hago luz de las naciones,
para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra.» (35).
De esta manera se fue realizando la pedagogía de Dios a lo largo de
la experiencia vivida por su pueblo como experiencia de lo político.
A través de esta experiencia, Dios fue iniciando a los hijos de Israel y
con ellos al conjunto de los pueblos, para que dejasen de considerarse,
unos a otros, como amenaza. El ser uno es posible a los hombres sin
alinearse todos a las órdenes de uno solo. No se trata ni de la tutela del
mejor, ni de la dominación del mas fuerte:
«Mira a tu rey que está llegando: justo, victorioso, humilde,
cabalgando un asno, una cría de borrico... y dictará paz a las
naciones.» (36)
Estas palabras del profeta Zacarías describen, en términos bucólicos,
una realidad interior que se realizó en la persona de Jesús de Nazaret:
un rey que desea la libertad de los demás con el mismo deseo con que
desea su propia libertad. Es la conclusión de la pedagogía de Dios
sobre el hombre para hacerle entrar en el verdadero sentido de su
responsabilidad política. Los hombres y mujeres que, a lo largo de la
historia de Israel, se prestaron a esta pedagogía, fueron capaces de
acoger la palabra por la que Jesús hacía existir a la Asamblea
eucarística. Su corazón estaba ya abierto a la perspectiva de un ser uno
en el que se cumpliese la plena libertad de cada uno.
La propuesta del Evangelio
De todos los textos evangélicos, el que subraya mejor el alcance
político de la Eucaristía es el relato de Juan en el discurso del Pan de
Vida.
En este relato, el elemento clave es el episodio de la víspera. Jesús
había multiplicado los panes; y después de esto, los que se habían
beneficiado del milagro querían hacerle rey.
El relato escrito por Juan es muy claro para hacer ver desde la
perspectiva de Jesús el modo como se desarrollaron los
acontecimientos:
«La gente, al ver la señal que había realizado, decía:
—Este sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo.
Jesús entonces, dándose cuenta de que iban a llevárselo para
proclamarlo rey, se retiró otra vez al monte, él solo.» (37)
Ciertos autores modernos han desentrañado este texto para buscar a
qué estrategia política obedecía Jesús. Varias son sus hipótesis.
¿Pensó Jesús que las cosas no estaban aún maduras? ¿Creyó que sus
partidarios de ese día eran demasiado pocos? ¿Habrá que reprocharle
no haber sido audaz, haber sido un hombre poco resuelto? ¿O habrá
que felicitarle por no haber aceptado ser hecho rey en un territorio
demasiado cercano a las guarniciones romanas de Siria?... Todas estas
suposiciones revelan una imaginación perfectamente fuera de propósito.
Ignoran lo esencial del comportamiento de Jesús: su voluntad de hacer
la obra de su Padre, conduciendo a sus oyentes a realizar el paso hacia
el Reino de Dios.
El comportamiento de Jesús es aquí de orden político. Pero no se
trata de política en el sentido de una estrategia o una táctica de cara a
la toma del poder. Se trata de política en el sentido de una actividad en
la que se busca un ser uno que logre preservar en todos la libertad,
como condición esencial para el buen ejercicio de todo poder. Jesús
rechaza ver a los hombres dimitir de su libertad para ponerse en manos
de un taumaturgo que les da el pan para comer. Jesús no había
multiplicado los panes para hacerse una clientela. La multiplicación de
los panes era un signo (38). Este signo debía despertar en la
muchedumbre el deseo del Reino. Atestiguaba como inminente la
realización de las promesas hechas a Israel por boca de los profetas la
llegada de un ser uno de todos, en libertad para todos. Si Jesús hubiera
aceptado ser coronado rey no habría estado al servicio de ese ser uno.
Para él era una eventualidad propiamente inconcebible que los hombres
dimitieran en él de su libertad.
La huida de Jesús al monte, completamente solo, fue un acto
eminentemente político: Jesús daba a sus partidarios la posibilidad de
reflexionar acerca de su proyecto. Les daba un plazo para dar el paso
hacia una perspectiva diferente. Ese plazo terminó con el encuentro
tenido al día siguiente, al otro lado del lago. Las gentes vinieron a su
encuentro:
«Lo encontraron en la orilla del lago y le preguntaron:
—Maestro, ¿cuándo has venido?
Jesús les contestó:
—Sí, os lo aseguro: No me buscáis porque hayáis percibido señales,
sino porque habéis comido pan hasta saciaros» (39)
Está claro cómo Jesús no contesta a la pregunta que le hace la
gente. Les invita a plantearse ellos mismos la pregunta sobre el
proyecto que les ha hecho correr detrás de él. Se encara con ellos
acerca de ese proyecto:
«No trabajéis por el alimento que se acaba, sino por el alimento que
dura dando una vida sin término.» (40)
A menudo se traduce esta palabra de Jesús como «trabajad». Es
mejor traducir por el verbo «obrar», para mantenerse dentro de la lógica
de la discusión. Los interlocutores de Jesús comprendieron, en efecto,
que Jesús acaba de invitarles a «obrar las obras de Dios». De donde su
pregunta:
«—Y ¿qué obras tenemos que hacer para trabajar en lo que Dios
quiere?» (41)
Para los judíos contemporáneos de Jesús, las «obras de Dios» eran
todas las acciones por las cuales, obedeciendo a la Ley de Moisés,
hacían que se acercase el Reino de Dios esperado por su pueblo. Un
dicho de los rabinos afirmaba que si la Ley fuese obedecida
perfectamente por el pueblo entero, aunque no fuera más que un
momento, el Reino sería instaurado desde ese mismo instante.
La pregunta que le plantean a Jesús sus interlocutores es, pues,
perfectamente coherente con su proyecto. La víspera habían pensado
que «tomar a Jesús para hacerle rey» era hacer la obra de Dios, pues
Jesús parecía ser el profeta anunciado en la Ley.
La respuesta de Jesús pone en evidencia la distancia que separa su
pensamiento del de sus interlocutores.
«La obra que Dios quiere es ésta: que tengáis fe en su enviado.»
(42)
Ellos preguntaban a Jesús sobre la obra que debían hacer. Como
«obra para hacer», Jesús les dice que crean en él. Y como prueba de
que creen, les pide que le consideren a él como el verdadero pan que
Dios les da para ser comido.
Para estas gentes que han ido al encuentro de Jesús para
convencerle de que se ponga al frente de ellos, las palabras de Jesús
van a contrapelo de todo lo que ellos podían imaginar. Creían haber
encontrado al profeta que haría llegar el Reino sometiendo a todos los
hijos de Israel a una práctica idéntica de la Ley. Y este hombre les exige
que renuncien a un proyecto que, sin embargo, es conforme a ciertas
palabras de Dios en la Escritura...
El comportamiento político de Jesús se basa en el hecho de que el
Reino de Dios no puede llegar por la puesta en práctica de proyectos.
En todo proyecto, los hombres sacrifican parte de su libertad y, con
mucha frecuencia, toda la libertad de los demás. El Reino llega si los
hombres creen en aquel que Dios ha enviado. Y creer en él se
testimonia con el hecho de hacer de él la propia comida y bebida.
Tal es la propuesta del Evangelio.
En continuidad con la experiencia bíblica, Jesús pone aquí en
cuestión todos aquellos ser uno que quieren instaurar los hombres,
renunciando, de uno u otro modo, a su propia libertad. Para
salvaguardar la libertad de todos y de cada uno, sólo hay un camino:
creer. No se trata de entregarse sin más en manos de un jefe, por
competente y justo que sea. Tampoco se trata de entregarse sin más en
manos de Jesucristo. Se trata únicamente de creer en él. El problema
político cambiará entonces en los elementos más fundamentales de su
enunciado.
La Eucaristía, viático hacia la libertad
que hay que instaurar conjuntamente
En el enunciado del problema político, el elemento decisivo es el del
modo como los miembros de una misma sociedad y las diferentes
sociedades o naciones se miran unos a otros. La experiencia cotidiana
demuestra que es una mirada en la que los individuos y los grupos se
consideran, en primer lugar y mutuamente, como amenaza.
Las naciones se consideran como competidores y adversarios
eventuales: la carrera de armamentos se basa en este principio. Pero lo
mismo ocurre dentro de cada nación y entre los diferentes grupos
políticos. Incluso en países de vieja tradición democrática, los partidos
se consideran espontáneamente unos a otros como portadores de
amenaza: se envidian y se roban las clientelas electorales...
Todas estas prácticas, o sus equivalentes, han ocurrido también en la
experiencia bíblica. Pero la experiencia bíblica las denuncia en la cima
en que llegan a sintetizarse: en el personaje del Siervo sufriente. Importa
poco que este personaje corresponda a un individuo dentro del pueblo
de Israel o al pueblo mismo en su relación con los demás pueblos. En
ambos casos, se impone la misma lección: los hombres (como individuos
o como grupos) deben renunciar a considerarse como una amenaza los
unos para los otros. Esta es la toma de conciencia realizada por los hijos
de Israel que a ello se prestaron.
El discurso acerca del Pan de vida y la institución de la Eucaristía
deben ser comprendidos en continuidad con esta toma de conciencia.
La pedagogía ejercida con el pueblo de Dios a lo largo de la experiencia
bíblica, alcanza su meta en la Eucaristía en cuanto Asamblea.
Jesús, al presentarse como alimento con el que hay que sustentarse
y como bebida que hay que beber no está pidiendo a los hombres que
le reconozcan como pan para su hambre o bebida para su sed. Se
presenta a ellos como revelación de su verdadera hambre y verdadera
sed. Jesús sabe que el movimiento profundo del deseo que despierta
sus corazones de hombres y de mujeres bastará por sí mismo para
reunirles a todos en el ser uno con él:
«Todos los que el Padre me entrega se acercarán a mí y al que se
acerca a mí no lo echo fuera; porque no he bajado del cielo para
realizar un designio mío, sino el designio del que me envió. Y éste es el
designio del que me envió: que no pierda a ninguno de los que me ha
entregado, sino que los resucite a todos el último día» (43)
Este texto es una declaración de contenido político. Jesús presenta
en él la reunión de los hombres como fruto del movimiento que les
empuja desde dentro, desde su propio deseo puesto por el Padre en su
corazón. Gracias a este movimiento, se cumple la voluntad del Padre de
reunir a todos los hombres: el Reino de Dios es instaurado.
La Eucaristía como Asamblea hace ver este cumplimiento ya
realizado, allí donde unos hombres y mujeres participan entre ellos del
pan partido y el vino derramado, haciendo memoria de Jesús. Con esta
comida y bebida de Jesús, los que participan en la mesa de la Eucaristía
se convierten en el Reino de Dios instaurado.
Las primeras comunidades cristianas tuvieron muy rápidamente
conciencia de que la «fracción del pan» les constituía en Reino de Dios
ya llegado.
ECCLESIA/SINAGOGA: Esta toma de conciencia contribuyó
probablemente a hacer que la palabra «Ecclesia» (Iglesia) se impusiera
poco a poco, con preferencia a la palabra Sinagoga, para designar a la
Asamblea de hermanos y hermanas reunidos para la Comida del Señor.
En el lenguaje de la época, la palabra Ecclesia tenía un contenido
claramente político. Era el término para designar a las asambleas de
ciudadanos que se reunían para tratar los asuntos de la ciudad. La
elección de esta palabra, con preferencia sobre la de Sinagoga, no fue
inspirada por el deseo de romper con el mundo judío, como algunos han
insinuado con frecuencia. Se debe al hecho de que la Sinagoga era una
asamblea de tipo religioso, entre gente que tenía afinidades teológicas
particulares, así como lingüísticas. La Ecclesia no es una asamblea de
tipo religioso. Es la Asamblea de los hijos del Reino reunidos para tratar
de los asuntos del Reino participando en el banquete del Reino. Su
contenido primero es de orden político. En ella se hace la experiencia
del ser uno hacia el que son empujados los corazones humanos desde
su deseo: un ser uno en el que la libertad de cada uno puede
desplegarse libremente. En ella nadie se encuentra sometido por el
proyecto personal o colectivo de otros. Todos se ven, en ella, como
miembros del único Cuerpo del que se alimentan partiendo el mismo pan
y calmando su sed bebiendo de la misma copa.
Pero esta visión es, por supuesto, una visión en la fe
Sólo la fe permite, a gente de opiniones opuestas e incluso a
enemigas, mirarse de modo que ninguno vea al otro como amenaza. En
momentos de máxima tensión (en el campo de batalla, o un período de
huelga), será necesaria tanta fe por lo menos, para verse unos a otros
como un mismo Cuerpo de Cristo, como para ver a este mismo Cuerpo
de Cristo bajo las apariencias de un poco de pan y un poco de vino.
Este acto de fe tal vez no sea posible más que a través de la angustia.
Se revivirán, entonces, las pruebas soportadas por los profetas a manos
del pueblo elegido, y las que soportó este mismo pueblo a manos de las
otras naciones, y las que soportó Jesús a manos de los hombres y de
los Doce. En algunos casos, el acto de fe no superará la angustia más
que como un acto de fe desesperado (44). La Asamblea no podrá
subsistir si no es en razón de que sus miembros hayan querido, todos
ellos, «permanecer hasta el fin con Jesús en sus pruebas».
La existencia de la Asamblea no es actualmente un dato dado de
antemano. El pensamiento común de los creyentes está más
influenciado de lo que se piensa por el mito del pluralismo. Y este mito
no es, muchas veces, más que una forma encubierta de intolerancia.
Permite formular muy buenas razones para no pasar de ser una reunión
de semejantes. Es, pues, hora de volver a decir que sólo la fe da
existencia a la Asamblea. Lo mismo que Jesús creyó en los Doce hasta
el punto de ponerse en sus manos precisamente cuando Pedro le iba a
negar y Judas le iba a traicionar, hay que creer en los hombres y
mujeres con quienes se realiza la Asamblea eucarística. Hay que creer
en ellos como gente capaz de despertar al verdadero deseo que quiere
abrirse paso en la profundidad de su corazón. Aun a riesgo de ser
negados o traicionados, se trata de creer que también ellos pueden
llegar a desear la libertad de los demás con el mismo deseo con el que
desean su propia libertad.
Concebida de este modo, la Eucaristía se convierte en el espacio
apto para una extraordinaria profundización, por parte del hombre, en su
vocación política.
Hace posible el reencuentro y el diálogo entre hombres diferentes sin
requerir ese ruín «mínimo común denominador» que constituye una
amenaza que hay que evitar, un adversario que hay que combatir, un
tirano que hay que derribar. Es un lugar en el que los adversarios
pueden exorcizar, aunque sólo sea durante una hora, el demonio de la
mutua sospecha que les posee el resto del tiempo. Es la orilla desde la
cual el hombre puede tomar la distancia necesaria, respecto a las
tormentas de lo cotidiano, para relativizar los absolutos y desacralizar los
ídolos del poder.
Como Asamblea, la Eucaristía es viático. Quien se alimenta con esta
Asamblea por la visión de la fe, sabe por experiencia que lo esencial de
la celebración no está en el hecho de que ésta sea entre gente que se
dan mutuo calor afectivo o ideológico al encontrarse juntos. Lo esencial
de la celebración reside en el don que el hombre recibe: el don de
despertar al verdadero deseo de la libertad para el que todos hemos
sido creados.
La aspiración a un ser uno en que la libertad de cada uno esté
preservada, aparece cada vez más a los hombres como un sueño
imposible, una utopía, buena para dinamizar, pero a la que no podemos
esperar llegar nunca. La Eucaristía como Asamblea, dice a los hombres
que es posible alcanzar este horizonte. Y esto es precisamente lo que
perciben quienes dejan que Dios ejerza en ellos la pedagogía de que es
portadora la Eucaristía.
Participar en la Eucaristía viviéndola como Asamblea, es proveerse
de viático para los difíciles combates sin los cuales no puede instaurarse
un mundo en el que los hombres sean conjuntamente libres. La
Eucaristía no niega la angustia que suscitan en el hombre los problemas
del poder. Pero permite al hombre vivirla sin perder aquel deseo con el
que un hombre, para ser hombre, debe desear la libertad.
Como Asamblea, la Eucaristía es, para los hombres, iniciación a su
verdadero deseo de libertad y, al mismo tiempo, viático para obedecer al
impulso de este deseo: hasta la libertad cuya fuente es el Padre en el
misterio de Dios.
Por esto la Eucaristía es un interrogante planteado al hombre acerca
de todas las prácticas por las que quiere asegurar su ser uno según sus
diferentes tipos de reunión y asociación. Para quienes quieren acogerlo,
este interrogante puede formularse en términos sencillos. Basta con
preguntarse «¿Qué tiene que ver el ser uno con nuestra vida?».
Partidos, familias, naciones, sindicatos, asociaciones de todo tipo,
hablan de unidad. ¿Qué tiene que ver, en la vida práctica, esta obsesión
de ser uno? ¿Se trata únicamente de poner fin a la soledad sintiéndose
a gusto al calor, o de acabar con la inseguridad sintiéndose fuertes?
¿Debemos alegrarnos de estos pasos que son el uno, una vuelta al
seno materno (búsquedas intimistas de fusión), y el otro, una vuelta a la
seguridad tribal (búsquedas de unanimidad de ideología y decisión)?
Todos estos modos de buscar el ser uno no pueden sino engendrar
regresiones. Violentan al hombre impidiéndole crecer hasta su plenitud
de hombre o de mujer. ¿El dominio de lo político será únicamente el
lugar propio de la vioIencia ejercida sobre los hombres? ¿O será, en la
vida humana, un lugar privilegiado para el despertar de esta «bella
durmiente del bosque» que es el amanecer del deseo humano como
deseo de libertad?
Como Asamblea, la Eucaristía aspira a un ser uno en el que no se
ejerza ninguna violencia sobre el hombre. Para ello, todos los miembros
de la Asamblea se hacen violencia a sí mismos, por la docilidad al
Espíritu, que les da el deseo de «permanecer hasta el fin con Jesús en
sus pruebas». En ese momento, saben que el Espíritu está allí, que ora
en su corazones... Vivida en esta dependencia respecto del Espíritu, la
Asamblea eucarística da testimonio de que se puede instaurar un ser
uno que no sea fruto de la dominación de unos pocos sobre el conjunto
o de la dimisión del conjunto en manos de unos pocos. En este punto, la
Asamblea eucarística podría ser ciertamente una instancia crítica que
permita a los hombres juzgar acerca de los procedimientos mediante los
cuales, en todos los campos, pretenden instaurar la unidad.
El hecho de ser una instancia crítica para juzgar de los
procedimientos que hay que llevar a cabo en todo lugar donde se busca
la unidad, es quizá el aspecto por el que la Eucaristía interpela a nuestro
mundo actual con más fuerza. La humanidad ha tomado conciencia de
las condiciones reales de su ser en el mundo, en el planeta tierra.
Esta toma de conciencia presenta como urgentes las disposiciones
que mejor aseguren el ser uno del mundo de los hombres. La Asamblea
eucarística invita a los hombres a rechazar que ese ser uno sea un
acuartelamiento o un meter en cintura a todos so pretexto de hacer
posible el buen funcionamiento del conjunto. El ser uno al que deben
tender los hombres, no puede ser humano si no se logra realizando para
todos el deseo que hace del ser humano un hombre o una mujer en su
mayor profundidad: el deseo de libertad...
Para un proceso de Revisión de Vida.
(Si se trata de hechos en los que está en juego algún tipo de
unidad.)
La Eucaristía ayuda a la transparencia de la mirada sobre la unidad
de las colectividades.
1) La búsqueda de la unidad es una de las señales del Reino de
Dios.
2) Cuanto más nos acercamos al Reino de Dios, ansiamos menos la
unidad como ser uno (número, calor, fuerza. . . ). Ansiamos ser
«conjuntamente libres».
3) El acceso al Reino queda atestiguado por el hecho de que,
aunque fuera necesario perderse a sí mismos, se desea la libertad para
los demás con el mismo deseo con que se la desea para uno mismo.
Intermedio:
Eucaristía y vida trinitaria
Meditar en la Eucaristía en cuanto es Mesa, Palabra y Asamblea,
permite discernir en qué sentido la Eucaristía corresponde a los
aspectos fundamentales de la existencia humana. La reciprocidad de
mesa, la identidad por la palabra, la libertad en la asamblea, son
componentes esenciales del ser-hombre. Si falta uno solo de estos
elementos, el ser humano no alcanza su plenitud.
Estos tres elementos indispensables corresponden a los tres campos
de la economía, la cultura y la política. En cada uno de estos tres
terrenos, la Eucaristía interpela a los hombres. Les despierta y les
sostiene en su deseo de realizarse como hombres en su plenitud de
seres humanos. Estos tres dominios son en efecto el triple reflejo de
nuestras existencias de la triple mirada bajo la que se revela la plenitud
de la Vida en Jesucristo.
En el misterio de Vida que es Dios, el Espíritu es la Mesa en Ia que
participan el Padre y el Hijo; el Hijo es la Palabra que intercambian el
Padre y el Espíritu; el Padre es la Asamblea en la que el Hijo y el Espíritu
se reconocen. Economía, cultura y política son, en la vida de los
hombres, el triple reflejo del bullir interior que es la Vida en el misterio
del Dios Vivo.
Como Mesa, Palabra y Asamblea, la Eucaristía señala a los hombres
el alcance de su verdadero deseo humano. Su verdad última es
introducir a los hombres en el universo de Dios tomando de alguna
manera a los hombres de la mano, a partir de la experiencia que hacen
de su propio destino humano. Por la Eucaristía, el hombre se inicia en el
universo de Dios como el único horizonte que corresponde a la dignidad
humana. Por la Eucaristía, el hombre se provee de fuerzas necesarias
para la travesía que hay que hacer hacia este universo de playas
desconocidas. La Eucaristía es iniciación. Es también viático. Pero no lo
es únicamente «in articulo mortis»... Es viático para todos los hombres
que, a lo largo de su vida, se niegan a seguir a máquina parada
ignorando o rechazando su verdadero deseo como si ya estuviesen
muertos.
Es decir, que la Eucaristía, para ser reconocida en su verdad de
iniciación y de viático, debe ser acogida en lo concreto de la existencia
humana tomada en su totalidad.
Relegarla únicamente al campo de la actividad religiosa del hombre,
no es acoger la Eucaristía en lo concreto de la existencia humana
tomada en su totalidad. La Eucaristía no es un «pequeño departamento
de lo cultural» que se limita al aspecto cultual de la cultura. La Eucaristía
engloba todo lo cultural al mismo tiempo que todo el campo de lo
económico y de lo político. Cuando se la reduce a ser tan sólo un acto
de culto, se elimina de la Eucaristía la casi totalidad del campo de la vida
humana.
EU/ADORNO-DE-FIESTAS: Una mirada atenta a las evoluciones que
han marcado la vida cristiana a lo largo de los últimos siglos demuestra
que, sin embargo, las cosas han sido ciertamente así.
Convirtiéndose poco a poco en un acto de culto por el que la religión
cristiana se distingue de las otras religiones, la Eucaristía ha sido
relegada como una más del repertorio de las prácticas de piedad. El lazo
de unión entre la Eucaristía y la vida se limitaba a exigir que después de
haber asistido a misa, se fuese más delicado con los demás en la vida
cotidiana.
Pero al reducir así la Eucaristía a las dimensiones de un acto
religioso, se acaba por ignorar su contenido trinitario. Se ve en ella
solamente la más prestigiosa de las pompas religiosas. Una sociedad
deísta puede hacer de ella el ornato de sus festividades: desde las
fiestas nacionales o locales hasta las conmemoraciones de las victorias,
entre el desfile de las mayoretes y el minuto de silencio ante el
monumento a los muertos. La Comida del Señor se convierte así en el
adorno folklórico con que la sociedad liberal adorna sus fiestas, al no
haber sabido (o no haber podido) encontrar liturgias populares que
fuesen verdaderamente suyas.
Seria ya tiempo de desgajar la Eucaristía de las prácticas que la
paganizan y la secularizan reduciéndola a las dimensiones de un simple
acto de religión que se destaca en la antropología religiosa con el mismo
titulo que los granos de arroz, o de incienso, el zen y el zazen... La
Eucaristía no concierne a los hombres sólo bajo el aspecto de su vida
religiosa. Concierne a los hombres en todas las realidades de su vida
humana. Si se la recibe en su vinculación con la vida toda, se posibilita
el medio para no secularizarla. Este vínculo con la vida obliga a
reconocer en ella un don de Dios y no un rito inventado por el hombre. Y
la reflexión de la fe sobre la vida, permite comprender que la fuente
última de este don hay que buscar]a en el secreto de la Vida Trinitaria.
Esta será la última etapa del recorrido que hemos comenzado.
Esta última etapa debería ayudarnos a comprender mejor aún lo que
Jesús quiso decir al presentarse a los suyos como quien ha deseado
ardientemente.
M.
ABDON SANTANER
EL DESEO DE JESÚS
La Eucaristía como Mesa, Palabra y Asamblea
Sal Terrae. Colección ALCANCE 24
Santander 1982.
Págs. 109-154
...................
(1) Mt 26, 20-25 y 30-35; Mc 14, 17-21 y 26-31.
(2) Lc 22 19-20.
(3) Mt 20 25-27, Mc 10, 42-44.
(4) Lc 22 28-30.
(5) Jn 16, 32.
(6) Mc 3, 16.
(7) Lc 22, 25-27; Jn 13, 13-20.
(8) Lc 22, 41-46.
(9) Mt 19, 21.
(10) Jn 6, 67.
(11) Lc 22, 24.
(12) Lc 12, 50.
(13) Mc 10, 38.
(14) Gn 12, 2; Gn 17, 5.
(15) Gen 17, 16.
(16) Gen 37, 5-11 y 19-20.
(17) Ex 2, 23.
(18) 2 Sa 2, 8-11, 2 Sa 5, 1-3; 1 Re 11, 26; 1 Re 12, 16, Jue 8 1-3.
(19) Éx 5, 20-21.
(20) Num 14.4.
(21) Jue 11,5.
(22) 1 Sa 8 5.
(23) 1 Sa 8 19; 1 Sa 11,7.
(24) Jue 21, 25; 1 Sa 8, 10418.
(25) 1 Sa 8,7.
(26) Num 14, 10-20.
(27) Jer 21.
(28) 1 Sa 15,34.
(29) Jer 26; Is 20; Ez 3 35.
(30) Is 50, 4-8.
(31) Is 49,4.
(32) Jer 31, 10.
(33) Jer 31, 27; Za 9, 10; Abd 1, 18; Os 2, 2; Jer 3 18.
(34) Is 66. 18: Jer 16. 19: So 3. 9 y 20.
(35) Is 49, 6.
(36) Za 9, 9-10.
(37) Jn 6, 15.
(38) Jn 6, 26.
(39) Jn 6, 25-26; Jn 7, 34.
(40) Jn 6, 27, Jn 17, 4.
(41) Jn 6, 28; Jn 10, 37.
(42) Jn 6, 29; Jn 5, 37-38; Jn 9, 35-38; Jn 11, 25-26.
(43) Jn 6, 37-40; Jn 12, 32; Za 12, 10.