LA EUCARISTÍA COMO SACRIFICIO

EL SACRIFICIO EN GENERAL

Sacrificio es una de las palabras más usadas en el lenguaje religioso. Sin embargo su significado se presta a múltiples interpretaciones, según las religiones y las culturas. Existe un mundo entre los sacrificios que hace una jugador de rugby para hacerse con el balón, o los sacrificios financieros que se imponen los padres para dar educación a sus hijos, y los sacrificios fundacionales que hacían los Cananeos, alzando los muros de sus baluartes sobre víctimas humanas, los sacrificios de los ritos funerarios egipcios, y lo que tradicionalmente llamamos «el santo sacrificio de la misa».

Etimológicamente, la palabra sacrificio viene de sacrum-facere, «Volver sagrada alguna cosa». Es un término próximo a «consagrar», que significa «hacer sagrado algo dedicándoselo a Dios». Pero se ve en seguida que en el marco de la fe yahvista, donde el universo entero está consagrado a Dios -«Del Señor es la tierra y cuanto la llena» (Sal 24, 1)- , tal noción de consagración es por fuerza ambigua. Ya que no se ofrecen a Dios las primicias de la cosecha (Dt 26, 1-11) o los primogénitos nacidos del amor humano (Ex 13, 11-16) porque le sean consagrados. Más bien, se le presentan porque ya le estaban consagrados. Y no sólo le pertenecen las primicias, sino la cosecha entera; no sólo se le dedica el primogénito, sino que todos los demás niños —junto con su madre— le están consagrados puesto que han nacido de su bendición (Sal 128, 4). En cierto sentido, no se puede ofrecer a Dios nada que no le pertenezca ya. Sólo se le entrega lo que de él se ha recibido: «Todo viene de ti, y de tu mano te lo damos» (1 Cr 29, 14). Las definiciones de sacrificio varían también de un autor a otro. Según E. Masure, «el sacrificio es un signo expresivo y, a poder ser, eficaz, del retorno suplicante del hombre hacia su Dios, el cual le recibe». «Sacrificium significa, según J. de Baciocchi, un homenaje hecho a Dios bajo la forma de un objeto (oblatio), que recibe un determinado tratamiento, a menudo destructivo (immolatio), que materializa su transferencia al dominio de Dios». Según J. Galot, «el sacrificio es una ofrenda hecha a Dios, para rendirle homenaje, entrar en comunicación con él y obtener su favor». San Agustín dice, más sencillamente: «El sacrificio visible es el sacramento, es decir, el signo sagrado del sacrificio invisible». Estas definiciones tienen valor en la medida en que nos permiten determinar las constantes que aparecen en todo sacrificio. Aunque algunas de ellas pueden parecer sospechosas, al haber sido hechas a medida para adaptarse al sacrificio de Cristo en la cruz y en la Cena. Lo cual nos permite llegar a la conclusión de que la misa es un sacrificio.

En algunas religiones animistas primitivas se supone que el sacrificio es capaz de calmar la agresividad de los espíritus maléficos, para que dejen tranquilos a los humanos (de los buenos espíritus no se ocupan para nada ya que, por definición, son favorables a los hombres).

En las religiones asiro-babilónicas, se conocían una variedad considerable de sacrificios: ofrendas de comida, de perfumes, libaciones, sacrificios sangrientos. Particularmente interesante es el sacrifico expiatorio, en el que aparece—con una prodigiosa variedad de expresiones— el principio de sustitución. Se inmola una víctima para entregarla a los demonios que atormentan al pecador o al enfermo. Gracias a una serie de fórmulas mágicas, el demonio cede al conjuro y, de grado o por fuerza, pasa al animal1.

Los cananeos—cuyos usos sacrificiales influyeron profundamente en los de Israel—practicaban sacrificios humanos. Israel conoció tales atrocidades, que la historia sagrada quería transformar en homenaje a la divinidad. Así, los Gabaonitas sacrificaron a siete hijos de Saul (2 S 21, 1-14), desmembraron sus cuerpos «ante Yahvé, en el monte» (v. 9), como un rito de fertilidad. También, cuando el rey de Moab se vio sitiado en la ciudad de Qir-Heres por el ejército de Israel, de Judá y de Edom, sacrificó a su hijo mayor sobre las murallas de la ciudad. Israel misma se rebajó a semejantes prácticas al hacer pasar a sus hijos por el crematorio del valle de Ben-Hinnón (la «Gehenna»). Así lo hicieron Ajaz (735-716) y Manasés (687-642), al inmolar a su hijo por el fuego 2. La ortodoxia yahvista rechazó siempre semejantes practicas, considerándolas «abominaciones» 3.

Entre los antiguos Arabes, el sacrificio requería la efusión de sangre de la víctima; la sangre, símbolo de fraternidad, sirve para sellar la unión ya sea entre hermanos, ya sea con Dios. En otros lugares, la comida, sobre todo si se comen a la víctima juntos, da la fraternidad de sangre un carácter sagrado. En Egipto, el sacrificio cotidiano revestía el carácter de una comida ofrecida a la divinidad, y no se duda en llevar a la boca de la estatua divina el muslo sangrante de la víctima y mancharle los labios con su sangre. Sabemos que estas ofrendas de alimentos se practicaban también entre los caldeos como aparece testimoniado en el libro de Daniel (Dn 14, 5).

Todos estos sacrificios, aunque algunos de ellos hieren nuestra sensibilidad, son venerables en cuanto que representan un esfuerzo lleno, a veces, de miedo, y a veces de amor, en busca del Dios desconocido. Son manos tendidas en la noche hacia Aquel cuyo nombre se ignora. Abandonado a sí mismo, el hombre se expresa como puede ante lo invisible.

Es peligroso, sin embargo, partir sólo de estas bases para explicar el sacrificio de Jesús. En ese caso lo estaríamos interpretando en función de la práctica sacrificial de los hombres, cuando en realidad hay que intentar comprenderlo en función de las «costumbres» de Dios, de lo que él mismo nos revela de su amor. Si no, se puede caer en esquemas populares, que se pueden resumir así: por el pecado, el hombre desobedece a Dios. Este se enfada y exige una víctima expiatoria. Sacrifica a su propio Hijo. Esta muerte apacigua su cólera.

La misa sería una reproducción simbólica de este drama. Ahora bien, este esquema es falso. En una redención semejante, reducimos el comportamiento de Dios al de un hombre cualquiera. Peor aún, lo rebajamos todavía más. Puesto que ¿qué hombre, aún teniendo un corazón de bestia, exigiría la muerte de su hijo para calmar su ira? ¿Cómo iba a quererla Dios, que en el Sinaí se revela como «Dios misericordioso y clemente? (Ex 34, 6). Para comprender el sacrificio de Jesús en el Calvario y en la Cena—utilizando, al mismo tiempo, la luz que nos pueda aportar el estudio de las religiones comparadas—, hay que volver a colocarlo en el terreno bíblico. Sólo ahí se encuentra la clave para su comprensión.

LOS SACRIFICIOS BIBLICOS

En la tradición bíblica aparecen principalmente tres clases de sacrificios: el holocausto, el sacrificio de comunión y el sacrificio expiatorio.

El holocausto

El término holocausto nos llega, por medio de los Setenta y luego de la Vulgata, del hebreo 'olah, cuya raíz significa «subir». Es un sacrificio en que la víctima (toro, cabrito, cordero o tórtola y paloma) «sube» sobre el altar, donde se la quema enteramente, y así «sube» hasta Dios, convertida en humo. Está previsto en el ritual 4 que el oferente imponga la mano sobre la víctima para indicar, con este gesto solemne, que la víctima le pertenece y que él es quien la ofrece. El sacerdote es el encargado de hacer correr la sangre sobre el altar. Este sacrificio se acompañaba de una ofrenda (minhá) de flor de harina amasada con aceite y de una libación de vino. En la época antigua, expresaba acción de gracias (cf. 1 S 6, 14) e incluso oración de petición (cf. 1 S 7, 9). El Levítico le concede un valor expiatorio. La combustión total de la víctima expresa bien el carácter irrevocable y la totalidad del don.

El sacrificio de comunión

En hebreo, este sacrificio se llama zehah shelamim o simplemente zehah, o shelamim. La traducción de estos términos hebraicos es ambigua (es sabido que el vocabulario sacrificial es más bien ambiguo). Zehah designa cualquier clase de sacrificio sangriento que incluya una comida religiosa. Shelamim es susceptible de numerosas interpretaciones, desde el punto de vista semántico. Se puede referir a un sacrificio de paz, de salvación (o «paclfico»), o también a un sacrificio ofrecido a modo de tributo, para restablecer las relaciones con Dios, es decir, sacrificio de alianza. Las víctimas eran las mismas que las del holocausto, excluyendo las aves. En cambio, podían ser hembras (mientras que en el holocausto tenían que ser obligatoriamente machos). También en este sacrificio se daba la imposición de manos y la efusión de sangre sobre el altar. Pero su principal característica consistía en que la víctima no se quemaba entera, sino dividida en tres partes: una para Dios, otra para el sacerdote y la tercera parte el oferente. A Dios se ofrecía, además de la sangre, la grasa, considerada como una parte noble, que se quemaba: «Toda grasa pertenece a Yahvé... No comeréis ni grasa, ni sangre» (Lv 3, 16-17). La comida comunitaria, en la cual el fiel recibía su parte de la víctima ofrecida en el altar, sellaba por así decir, la comunión «familiar» de Dios con los suyos. En este sentido, Pablo dirá que comer de las víctimas, es participar del altar, y participar del altar, es entrar en comunión con Dios (1 Co 10, 18-20).

Este sacrificio tenía un carácter festivo y gozoso. Se decía «alegrarse delante de Yahvé» (Dt 14, 26). El altar era «la mesa de Yahvé»5, las ofrendas rituales eran «el alimento de Yahvé»6. Se depositaban también ante él los panes de la proposición (Lv 24, 5-9), aceite y vino (Nm 15, 1-12), y también sal, condimento necesario para la comida (Lv 2, 13; Ex 43, 24). Y el buen olor de las viandas, acariciando las narices de Yahvé, subía al cielo «como calmante aroma»7. Claro está que el Dios trascendente de Israel—como sabía muy bien la ortodoxia yahvista—no se podía comparar con los dioses estúpidos del panteón cananeo, a quienes había que cebar como a niños. Y les gustaba reírse de la pandilla celeste de quien nos cuenta el Noé babilónico: «Ofrecí un sacrificio, esparcí una libación en la cima del monte... Los dioses olfatearon su aroma, los dioses olfatearon su buen olor, los dioses se reunieron como moscas por encima del sacrificador»8. En el Salmo 50, 12-13, Yahvé mismo protesta, con una especie de ironía divertida:

Si hambre tuviera, no habría de decírtelo, porque mío es el orbe y cuanto encierra. ¿Es que voy a comer carne de toros, o a beber sangre de machos cabrios?

Pero, aunque Dios no coma, el sacrificio de comunión expresa admirablemente la comensalidad con Dios. Es una comida hecha en su presencia. El altar es una mesa común, el fiel es el invitado de Dios.

El sacrificio expiatorio

Para designar el sacrificio expiatorio, el hebreo posee dos términos:

—Hattat, que a la vez significa pecado, sacrificio por el pecado y víctima de ese sacrificio (el ritual se encuentra en Lv 4, 1 a 5, 13 y 6, 17-23).

—Asham, que designa también la ofensa, el medio de repararla y el sacrificio de reparación (el ritual se lee en Lv 5, 14-16 y 7, 1-ó).

De hecho, la diferencia entre sacrificio de reparación y sacrificio por el pecado, era más bien poca. Lv 7, 7 afirma incluso que los ritos son idénticos. Se ha podido pensar que «el hattat tenía un alcance más amplio y que el asta». se refería, sobre todo, a las faltas por las cuales Dios (o sus sacerdotes) o el prójimo habían quedado frustrados lo que imponía a este sacrificio su carácter de reparacion» . Es posible que la confusión entre sacrificio por el pecado y sacrifico de reparación existiera ya en el nivel de los últimos redactores del Levítico, quienes diferenciaron dos términos primitivamente semejantes, o confundieron dos términos diferentes.

Lo que caracteriza al rito de expiación, es la importancia que se concede en él a la sangre. Así, en el sacrificio ofrecido por «la asamblea de los hijos de Israel», es decir, por todo el pueblo (Lv 4, 13-21), el sacerdote recoge la sangre, la lleva al Santuario, hace siete aspersiones delante del velo, «delante de Yahvé» (v. 17) deposita una parte en los cuernos del altar de los perfumes, y vierte el resto al pie del altar de los holocaustos. Se considera a la sangre como «el alma» de la víctima, su vida (Gn 9, 4; Dt 12, 23); tiene un valor expiatorio «Porque la vida de la carne está en la sangre, y yo os la doy para hacer expiación en el altar por vuestras vidas, pues la expiación por la vida, con la sangre se hace» (Lv 17, 11).

EL SACRIFICIO DE JESUS EN LA CENA Y EN LA CRUZ

El vocabulario sacrificial late en el pensamiento de la comunidad primitiva cada vez que se habla de la muerte de Cristo. Es el sacrificio del Siervo de Yahvé que entrega su vida en rescate por la multitud (p. 48), del Cordero pascual de la fiesta mesiánica (p. 49), de la nueva Alianza que completa a la del Sinaí (p. 15). Pablo afirma con audacia: «A quien no conoció pecado, le hizo pecado» (hattat), es decir, víctima por el pecado» (2 Co 5, 21). Y Juan, por su parte, dice: «El es víctima de propiación por nuestros pecados» (1 Jn 2, 2; cf. 4, 10). Estas afirmaciones están directamente emparentadas con el texto de la Cena: la sangre de Jesús «es derramada por muchos para perdón de los pecados» (Mt 26, 28). ¿Cómo comprender esto? Ya que el holocausto de Jesús recuerda más a una matanza que a un sacrificio ofrecido a Dios. ¿Cómo descubrir en la carnicería del Gólgota el sacrificio para el perdón de los pecados y el don del amor del Padre?

Aquí no tenemos más remedio que pasar humildemente por los senderos de los rituales del Antiguo Testamento, leer la muerte de Jesús con los ojos de la Escritura. Es cierto que no encaja directamente en ninguna de las categorías sacrificiales antiguas, pero cada categoría desvela un poco más la plenitud de su misterio. Es un holocausto, si se considera el carácter irrevocable de la inmolación, ¡aunque aquí la víctima resucita! Es un sacrificio de comunión, si se tiene en cuenta la comida de Alianza inagurada en la Cena, ¡pero aquí la víctima es a su vez el principal oferente! Es una expiación por el pecado, ¡pero aquí la víctima está invadida por la gloria del cielo, está sentada a la derecha del Padre! Así pues, el sacrificio de Cristo es singular, irreductible, trasciende todas las categorías sacrificiales antiguas, realiza la plenitud espiritual del holocausto,.del sacrificio de comunión, del sacrificio de expiación. «Se entregó por nosotros, dice Pablo, como oblación y víctima de suave olor» (Ef 5, 2) ¿Cómo comprender esto?

Ritual de la fiesta de la Expiación

El día de la Expiación, Yom hakkippurim (Lv 16), el gran sacerdote ofrece un toro en sacrificio (kipper) en rescate (koper) por los pecados. Entra a continuación—¡sólo una vez al año!—detrás del velo que cierra el Santo de los santos, inciensa el propiciatorio y lo rocía con sangre siete veces. El propiciatorio, kapporet, es una placa de oro macizo colocada encima del arca entre los querubines: es el «trono de Yahvé» (Lv 16, 2; 1 S 4, 4) de quien, se decía, que está sentado «entre querubines» (Sal 80, 2), es el lugar de que habla a Moisés (Ex 25, 22; Nm 7, 89), el que revela su misericordia, manifiesta su palabra (la Vulgata traduce a menudo kapporet por oraculum). Permanecía siempre vacío, como para significar la residencia del Dios invisible en medio de los suyos. Después del exilio, se le llegó a considerar como sustituto del Arca.

El sentido primitivo de la raíz KPR (base de kapporet, propiciatorio), parece ser el de secar, limpiar. Por ejemplo, cuando Jacob quiere apaciguar la cólera de su hermano Esaú que avanza contra él en una banda armada le envía un regalo, diciéndose: «voy a ganármelo (lavaré su cara, lit.) con el regalo que me precede, tras de lo cual me entrevistaré con él; tal vez me haga buena cara» (Gn 32, 21). Lavarle la cara a uno, es volver su cara favorable, acogedora, conciliadora. De Dios se puede decir que «lava» el pecado (Ez 45, 18), lo borra de delante de su cara (cf. Jr 18, 23); se le reza: «nos vence el peso de nuestras rebeldías, pero tú lo borras» (Sal 65, 4). Y en el día de la Expiación, en el ritual del kapporet, se lava, se seca, se apacigua el rostro de Dios. Entonces la luz de su rostro se alza de nuevo sobre su pueblo (cf. Sal 67, 2).

Ese mismo día, la comunidad presenta también dos carneros. Uno «para Yahvé», otro «para Azazel». Azazel, según la creencia popular, es un famoso demonio que habita en algún lugar del desierto. Se echan suertes. El carnero sobre el que recae la suerte «de Azazel» se coloca «delante de Yahvé». El gran sacerdote le impone las manos y lo carga con todos los pecados de la comunidad, luego lo envía al desierto, adonde lleva consigo, junto a Azazel, todos los pecados del pueblo. En cuanto al carnero «de Yahvé», se le sacrifica, y el gran sacerdote vuelve a rociar el propiciatorio con su sangre. Con este rito, en parte arcaico y folclórico, se quiere significar la transferencia de los pecados, el perdón, la purificación y, en una palabra, la vuelta al estado de santidad que conviene al pueblo consagrado a Yahvé.

La epístola a los Hebreos se refiere a este ritual de la Expiación para explicar el sacrificio de Jesús. El autor dice, en primer lugar, como si se tratara de un axioma incontestable: «Sin efusión de sangre no hay remisión» (/Hb/09/22), lo cual es manifiestamente falso. Puesto que él, versado como está en la Escritura, sabe bien que hay otros caminos de perdón, tales como la penitencía, la oración, la limosna, sin contar con los medios rituales, como la ofrenda de flor de harina por el pecado, para reemplazar a una víctima (Lv 5, 11-13). Pero puesto que la Cruz fue un sacrificio sangriento, al hablar de ese modo quiere hacer incapié a grandes rasgos sobre la importancia de la sangre «que expía» (Lc 17, 11) y lo explica así: «Pero presentase Cristo como Sumo Sacerdote de los bienes futuros, a través de una Tienda mayor y más perfecta, no fabricada por mano de hombre, es decir no de este mundo. Y penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna» (He 9, 11-12). Así pues, el sacrificio de la cruz fue el Yom hakkippurim de la comunidad mesiánica. Día de perdón «de una vez por todas», puesto que, mientras que el gran sacerdote debía renovar cada año la aspersión del kapporet, dando a entender así la imperfección de los sacrificios antiguos, Cristo «se ha manifestado una sola vez... para la destrucción del pecado mediante su sacrificio» (He 9, 26). El ritual antiguo revela el sentido del perdón de Dios. No se trata de degollar a una víctima para apaciguar a Dios y evitar su venganza o castigar a un culpable mediante el derramamiento de sangre. La sangre no es sangre de muerte, sino de vida. Se rocía abundantemente el kapporet con ella para dar a entender que se ha restablecido la comunidad de vida entre Dios y los hombres, que se ha restaurado la Alianza como en el Sinaí: «Esta es la sangre de la Alianza que Yahvé establece con vosotros». A veces, resulta chocante para nuestra sensibilidad moderna la afirmación de la Escritura de que la sangre «lava», «purifica» (mejor diríamos nosotros que mancha). Así se afirma en al Ap 7, 14: «Los que vienen de la gran tribulación han lavado sus túnicas y las han blanqueado con la sangre del Cordero». En realidad, hay que entender que esos peregrinos de la gran tribulación han sido perdonados, «lavados», puesto que se han sumergido en cierto modo en la sangre, es decir, en la vida de Jesús.

Cristo no ha sido inmolado en venganza por nuestros pecados, para «calmar la cólera» de Dios, sino por nuestros pecados, para «lavarlos», para perdonarlos, para inundarnos de su vida en su sangre, para dárnosla «con superabundancia» (Jn 10, 10). No es el chivo expiatorio cargado con nuestros pecados, abatido por la maldición de Dios. En el ritual del Yom hakkippurim, ese carnero es impuro, y por lo tanto impropio para el sacrificio. Es el carnero del diablo, pertenece «a Azazel». Jesús, en cambio, pertenece «a Dios», nos libera «por su sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla» (1 Pe 1, 19).

El propiciatorio de la nueva Alianza

J/PROPICIATORIO: Al afirmar que los creyentes «son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús», Pablo añade: «Dios lo exhibió como instrumento de propiación (lit. «propiciatorio», hilasterion, traducción del hebreo kapporet) por su propia sangre, mediante la fe» (/Rm/03/24-25). La frase es un tanto complicada, como le ocurre a menudo a Pablo cuando quiere decir demasiadas cosas a la vez. Pero la comparación es de una gran belleza, al mostrar a Jesús como el nuevo kapporet en el que se encuentra cumplido el rito del perdón mesiánico. El propiciatorio era el trono de Yahvé, el lugar de su revelación (oraculum) a la comunidad de los hijos de Israel, el lugar de donde venía el perdón. Jesús, propiciatorio del santuario mesiánico, es la cátedra desde donde habla el Padre, el trono desde donde extiende su reino definitivo en medio de los hombres. De su cuerpo brota el perdón de los pecados. El propiciatorio se rociaba con la sangre de la víctima que le había tocado en suerte «a Dios». Jesús pertenece a su Padre para siempre, baña su propio cuerpo con la sangre de la cruz, y esa sangre es vida para los creyentes. Mientras que la aspiración del kapporet se llevaba a cabo tras el velo, en la sombra del Santo de los Santos, donde el gran sacerdote se introducía solo, una vez al año, la aspersión de la sangre de Cristo tuvo lugar en el escenario del mundo, el nuevo propiciatorio está expuesto en la cruz a la vista de la humanidad, y sus llagas sangrientas, transfiguradas en fuente de vida por la resurrección, siguen estando en presencia del Padre «para interceder en nuestro favor» (He 7, 25).

El sacrificio espiritual

Hay que subrayar el aspecto espiritual del sacrificio de Jesús. Cristo fue muerto por el odio de los hombres. Los verdugos que le ejecutaron no pensaban estar inmolando una victima, sino crucificando a un malhechor. ¿Dónde está pues su sacrificio? ¿Puede cambiarse un asesinato en holocausto, transformar el odio de los verdugos en acción de gracias de la víctima?

A decir verdad, esta pregunta puede surgir a propósito de cualquier sacrificio. Ya que puede vaciarse de su significado espiritual y degradarse en rito puramente externo. Pero el gesto ritual sólo tiene sentido si es expresión de la devoción del alma. Lo que constituye el sacrificio no es la víctima ofrecida—un carnero degollado no tiene ningún valor delante de Dios—sino la ofrenda de la víctima, o sea los sentimientos internos del que la ofrece. Dios juzga el corazón del hombre, no el peso de las víctimas o el humo de su grasa. Precisamente, la Escritura no limita nunca el sacrificio al rito externo. En ella se nos recuerda sin cesar la primacía del corazón sobre el gesto externo: la misericordia es más importante que el sacrificio (Os 6, 6; Mt 9, 13; 12, 7), la obediencia más que la grasa de los corderos (1 S 15, 22), el corazón contrito y humillado más que miles de corderos cebados (Dn 3, 39), la justicia y la equidad más que cánticos y música de arpa (Am 5, 21-24), la ayuda al huérfano y a la viuda, más que los holocaustos (Is 1, 11-16), el amor humilde al caminar junto a Dios, más que los torrentes de aceite ofrecido en libaciones (Mt 6, 7-8), la reconciliación fraterna más que la ofrenda (Mt 5, 23), el perdón mutuo más que la oración de los labios (Mc 11, 25). La Escritura formula así la regla sacrificial:

Pues no te agrada el sacrificio, si ofrezco un holocausto no lo aceptas. El sacrificio a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias. (Sal 51, 18-19)

No es que se rechaza el sacrificio externo, sino que no tiene sentido si no expresa la ofrenda del corazón.

Y es precisamente por eso por lo que el sacrificio de Jesús fue grande. Toda su vida fue una ofrenda. La epístola a los Hebreos (10, 5-8 citando al Sal 40, 7-9) no teme afirmar que la encarnación significaba precisamente el final de los sacrificios antiguos, reemplazándolos por la obediencia:

Por eso, al entrar en este mundo, dice: Sacrificio y oblación no quisiste, pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo -pues de mi está escrito en el rollo del libro- a hacer, oh Dios, tu voluntad!

Sobre esta afirmación: «¡He aquí que vengo... a hacer, oh Dios, tu voluntad!» Jesús construyó su propia vida. Afirmación que se confunde, en obediencia amorosa, con el «Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito» (Mt 11, 26), que forma lo esencial de su religión de alabanza, y transfigura cada instante de su vida en ofrenda de amor. Exteriormente, su existencia era semejante a la de los Nazarenos de su tiempo, a la de cualquier carpintero de Israel. Sólo su corazón era más bello, porque estaba abierto al cielo, vivía solamente del amor de Dios: «Yo hago siempre lo que le place» (Jn 8, 29). Igual que un hombre se alimenta de pan para poder subsistir, él alimentaba su alma con la alabanza y la obediencia: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado» (Jn 4, 34). Y si una vida humana suele revelar su secreto más profundo a la hora de la muerte, la muerte de Jesús se manifestó como un holocausto de amor en medio de una luz infinita de paz y confianza, cambiando las barreras de la muerte en puerta de esperanza: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46). Al contemplar esta muerte, la carta a los Hebreos afirma: «Por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios» (9, 14).

La Cena es necesaria para comprender mejor el Calvario. Es anuncio profético de la muerte de Jesús. Completa todos los demás anuncios que, desde la Transfiguración hasta Jerusalén, transformaron su vida en camino hacia la cruz. Es el más apremiante de todos, ya que nos encontramos cara a cara con la cruz. También el más significativo. Puesto que la muerte que se anuncia no es la partida según el ideal bíblico, en que el que se va aparece satisfecho de días, rodeado de sus hijos hasta la tercera y cuarta generación, para ir a descansar con sus padres, sino una muerte violenta, la del Siervo de Yahvé machacado por el sufrimiento, la de un cordero pascual degollado. Su sangre va a manar como el vino que se escancia en el banquete, su cuerpo va a ser roto como el pan ázimo que se parte. La Cena es, pues, el «ensayo» de la muerte de Cristo en el Calvario.

Este gesto profético se integra perfectamente en la tradición de Israel, donde los profetas no anuncian el porvenir solamente con oráculos, sino también mediante gestos simbólicos. Recordemos a Isaías marchando desnudo y descalzo durante la toma de Ashdod por Sargón (en el 711) para presagiar la desgracia a los que se apoyan en Egipto (Is 20, 1-6). O a Jeremías rompiendo un jarro y declarando: «Así dice Yahvé Sebaot: Asimismo quebrantaré yo a este pueblo y a esta ciudad, como quien rompe un cacharro de alfarería» (Jr 19, 10-11). O a Ezequiel representando la partida hacia el exilio para aunciar la cautividad (Ez 12, 1-10).

Ahora bien, en la tradición de Israel, la predicción de los acontecimientos futuros es la afirmación decisiva de que Yahvé es el dueño de la historia. Puede predecir el futuro, porque está en su mano. Es él quien modela la historia, la hace avanzar mediante sus «Días», la sacude con su cólera, la acuna con su ternura, esculpe la arcilla de la historia humana igual que el alfarero modela el barro (Is 63, 17). Esta omnipotencia divina se ejerce sobre todo en la vida humana: «Está en tus manos mi destino» (Sal 31, 16), él guarda nuestra alma «encerrada en la bolsa de la vida» (1 S 25, 29). De este modo, cuando Jesús predice su muerte sacrificial, se afirma como dueño de la historia. No sufre pasivamente la pasión, sino que la domina, la transfigura en una ofrenda voluntaria. «Sabiendo todo lo que le va a suceder» (Jn 18, 4), puede afirmar con una majestad soberana que está por encima de la muerte: «Nadie me quita la vida, sino que yo la doy por mí mismo» (Jn 10, 18).

El sacrificio aceptado por Dios

¿Cómo sabemos que el sacrifico es aceptado por Dios? Puesto que sin esta aceptación por parte de Dios, la víctima no es mas que un cadáver y «los ruegos, y súplicas con poderoso clamor y lágrimas» (Hb 5, 7) no son más que un monólogo en un desierto de sufrimiento.

El humo del holocausto que sube al cielo era como un lazo entre la tierra del hombre y el reino de Dios. «Es holocausto para Yahvé, calmante aroma», se decía (Ex 29, 18). También la llama puede convertirse en camino hacia el cielo. Manóaj tuvo la suerte de ver semejante maravilla, cuando ofreció un holocausto para agradecer el anuncio del nacimiento del pequeño Sansón: «Manóaj y su mujer estaban mirando. Cuando la llama subía del altar hacia el cielo, el Angel de Yahvé subía en la llama. Manóaj y su mujer lo estaban viendo» (Jc 13, 20). Signo evidente de que su sacrificio era aceptado. En el sacrificio de Gedeón, el Angel de Yahvé—es decir, Dios mismo toca con su bastón las ofrendas y hace surgir el fuego para el holocausto (Jc 6, 21). Caso único en la historia de los holocaustos es el signo que Dios quiso hacer en el sacrificio de Elías en el monte Carmelo: hizo descender fuego del cielo sobre el altar inundado de agua, y éste devoró el sacrificio (1 R 18, 38). De este modo dio a entender, a la vista de todo Israel y ante los sacerdotes de Baal, que aceptaba la ofrenda de su siervo.

En el sacrificio de Jesús, el fuego que desciende del cielo es el mismo Espíritu, «soplo» de vida, que resucita al crucificado. La resurrección es el sello oficial con que el Padre da a entender que acepta la ofrenda de Jesús, que le «libra de los tormentos del Hades» (Hch 2, 24), que recibe en los brazos de su amor a aquél que se había hecho pecado, hattat, por sus hermanos. El lo acepta, aún más, le glorifica, lo establece como «Hijo de Dios, con poder, según el Espíritu de santidad» (Rm 1,4) le constituye «Señor y Cristo» (Hch 2, 36), le da «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18). Pablo explica: «La eficacia de su fuerza poderosa Dios (el Padre) la desplegó en Cristo, resucitándole de entre los muertos y sentándole a la diestra en los cielos»9. A la escena del Antiguo Testamento en que Manóaj y su mujer, ebrios por el milagro, contemplan cómo el Angel de Yahvé «sube» en la llama del holocausto, responde la escena de la Ascensión, en la cual los Doce, símbolo de las tribus de Israel, ven a Jesús «subir» al cielo, «a la derecha de Dios>> (Mc 16, 19). La acensión es el «Sí» del Padre al sacrificio del Hijo. Es la respuesta de arriba a la palabra del Crucificado: «Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu».

También aquí, la Cena es inseparable de la Cruz. Puesto que es profecía de la resurrección y de la ascensión, abre la muerte de Jesús a la eternidad, anuncia de antemano que el Padre acepta el sacrificio. En efecto, la Pascua está orientada hacia la fiesta eterna. Esta Pascua no es la última que Jesús celebra con sus discípulos sino simplemente la última en la tierra. Porque llegará el día en que beba el vino nuevo en el Reino, llegará la fiesta eterna en que la Pascua sea «cumplida». La Cena, comida de despedida, es una fiesta de esperanza. Entre ella y el Día del retorno está la aceptación oficial del sacrificio por el Padre, mediante el establecimiento de la soberanía universal de Jesús.

EL SACRIFICIO DE LA MISA

«Hacer esto» en memoria de Cristo es renovar los gestos del Salvador en la Cena, dándoles la misma dimensión sacrificial. Por eso puede parecer banal declarar que la misa es un sacrificio memorial. Por desgracia, la paz de esta afirmación, tras largos siglos de tranquilidad teológica, vino a ser turbada por las discusiones, a veces violentas, entre la reforma protestante y la Contrarreforma católica. El eco de estos enfrentamientos ha llegado hasta nuestros días. Vamos, pues, a recordarlos brevemente.

Se puede afirmar que las posturas de los príncipes de la Reforma, Lutero, Zuinglio y Calvino, se dan la mano para afirmar que la misa es un sacrificio de acción de gracias y para negar que sea un sacrificio propiciatorio, tal como la tradición católica lo entendía en aquel momento. El punto de partida de Lutero es su ataque contra las «obras» que pretenden obtener la justificación por sí mismas. En los artículos de Smacalda (febrero de 1537), coloca en primer lugar el papel único de Cristo Redentor y la justificación por la sola fe, lo cual permite sacar esta conclusión, que él coloca en segundo lugar: «En el papado, la misa es la mayor y más horrible abominación, fundamental y diametralmente opuesta al artículo primero». En otro lugar, el su De obroganda missa privata (1521), afirma que «las misas llamadas sacrificios son el colmo de la idolatría y de la impiedad, summum idolatriam et impietatem». La violencia de estos ataques se explica por el hecho de que considera a la misa como la clave del catolicismo romano: «Saben perfectamente que si cae la misa, caerá el papado». Podemos lamentar la exageración de ciertas afirmaciones, como llegar a decir que la misa es un invento del diablo. Se puede explicar por el ardor de las polémicas de la época pero no ayuda nada a clarificar el debate.

Estos ataques encontraron enseguida oídos complacientes. La práctica cristiana estaba corroída por toda clase de abusos, tan horribles como una lepra, que dañaban la fe de las almas sencillas. El Concilio de Trento los confiesa sin ambages: superstición que atribuía a las misas un carácter expiatorio casi mágico; avaricia de los sacerdotes en el comercio con las misas; número inmoderado de misas privadas que multiplicaban los honorarios, pero no la devoción (Lutero habla «del horror de la misa privada», «Vom Greuel der Stillmesse», 1525); sin mencionar las celebraciones indecentes, los cantos profanos, las borracheras en las primeras misas, etc. Todo lo cual no concernía directamente al dogma, pero sí explica la crisis. Por otra parte, hay que subrayar que la Iglesia ha acabado por hacer caso a las peticiones protestantes, tales como el uso de la lengua vernácula, la comunión bajo las dos especies, la renovación litúrgica. Aunque, por desgracia, esto no sucedió en Trento, sino cuatro siglos más tarde, en el Vaticano II.

El 17 de septiembre de 1562, el Concilio de Trento redactaba el texto concerniente a «la institución del sacrosanto sacrificio de la misa». Con una frase tumultuosa, crispada y desmesuradamente larga—como si intentara cribar la verdad y cerrar el camino al error—, afirmaba: 1. La unicidad y la perennidad del sacrificio de la cruz; 2. Su perpetuación en la Iglesia mediante un rito visible; 3. La primera oblación del sacrificio eucarístico en la Cena; 4. En fin, la orden dada a los Apóstoles y a sus sucesores de repetirlo. He aquí el texto:

Aunque nuestro Dios y Señor debía ofrecerse a si mismo una sola vez a Dios su Padre sobre el altar de la cruz, a fin de realizar en él con su muerte una redención eterna (1), sin embargo, puesto que su sacerdocio no debía acabarse con la muerte, en la última Cena, la noche en que fue entregado, para dejar a la Iglesia su Esposa bien amada (como lo reclama la naturaleza humana), un sacrificio visible que representara el sacrificio sangriento que se iba a cumplir de una vez por todas en la cruz, para prolongar su recuerdo hasta el final de los siglos, para que su virtud saludable se aplicara a la remisión cotidiana de nuestros pecados (2), declarándose a sí mismo sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec, ofreció a Dios su Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y vino, los repartió bajo esos mismos símbolos a los Apóstoles (a quienes estableció en ese momento como sacerdotes del Nuevo Testamento) (3), y les dio, a ellos y a sus sucesores en el sacerdocio, la orden de ofrecerlos ellos a su vez, con estas palabras: «Haced esto en memoria mia», etc, tal como la Iglesia católica lo ha entendido y enseñado siempre (4).

Este texto expresa la fe de la Iglesia en una época determinada de su historia, en el lenguaje de la época, para las necesidades de su época, y sobre todo para hacer frente a la crisis protestante. Es el que servirá de base teológica para la Contrarreforma.

El Concilio Vaticano II no quiso repetir el título usado en Trento («el sacrosanto sacrificio de la misa»), sino que ha preferido hablar más sencillamente del «misterio de la Eucaristía». Si bien cita a Trento, lo hace como si dijéramos de memoria, simplificando la exposición y ampliando las perspectivas:

Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche que le traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz, y a confiar así a su Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, vinculo de caridad, banquete pascual, en el cual se recibe como alimento a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera. (La sagrada Liturgia, 47).

Al declarar el caractér sacrificial de la misa, ni Trento ni el Vaticano II pretenden dar por terminado el debate. Sigue en pie. Ya que los concilios no dicen de qué modo la misa es un sacrificio, ni siquiera precisan qué es un sacrificio. Y Melancton, al comentar la Confesión de Ausburgo, tiene razón al emprenderla contra la imprecisión de las palabras empleadas y «el inmenso tumulto de palabras» (ingens tumultus verborum) en esta cuestión. Sigue siendo necesario el trabajo de reflexión teológica. Una definición conciliar no puede ser una especie de almohada para fomentar la pereza, sino una guía pra comprender mejor los datos de la fe.

No tenemos intención de añadir más páginas a esta discusión, pero sí queremos poner de relieve algunas verdades esenciales que puedan servir de puntos de apoyo para el fortalecimiento de la fe.

Unicidad y trascendencia del sacrificio de Cristo
En primer lugar, y es lo más urgente, debemos recordar la trascendencia de Cristo y la unicidad de su acto redentor. Con otras palabras, la misa no añade nada ni a Cristo ni a su sacrifico: uno es el sacerdote, uno es su sacrificio.

«Hay un solo mediador entre Dios y los hambres, Cristo Jesús, hombre también» (1 Tm 2, 5). Esta unicidad de la mediación de Cristo es tal que su sacerdocio trasciende a todos los demás. Es el resplandor de una luz tan cegadora que absorbe a todas las demás. Al comenzar el Nuevo Testamento se extingue el sacerdocio levítico y en la nueva Alianza, Jesús no tiene sucesores (los que le suceden reciben el nombre de vigilantes o ancianos, y no continúan el sacerdocio veterotestamentario).

Esta trascendencia de su sacerdocio se explica sobre todo no por la perfección del sacrifico que realiza, sino ante todo por ser él quien es. En efecto, la alianza que sella entre el cielo y la tierra, queda sellada primero en él mismo, que junta en la unidad de su persona el polvo humano y el fuego de la divinidad; que transforma, en el misterio de su ser, nuestra humanidad en canto de alabanza, en Eucaristía. Su acción sacerdotal no es otra que la unción de su humanidad por su divinidad, y el templo de esta «ordenación» fue el corazón de la Virgen María, donde el «Hijo del hombre» se hizo sacerdote al hacerse «Hijo de Dios>>. Es el único sacerdote porque es el único Hijo. Su sacerdocio es la fuente del carácter sacerdotal del pueblo del Nuevo Testamento. ¿Qué sacerdote podría añadir o quitar una sola gracia de mediación a un tal sacerdocio?

Unico también es su sacrificio. Conviene recordar aquí el famoso hapax, «una sola vez», «una vez por todas», de la epístola a los Hebreos: Cristo «se ha manifestado ahora una sola vez, en la plenitud de los tiempos, para la destrucción del pecado mediante su sacrificio» (9, 26), «después de haberse ofrecido una sola vez (9, 28), «penetró en el santuario una vez para siempre (9, 12) «somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo» (10, 10). La perfección de este sacrifico está significada por la Resurrección y la Ascensión, que la epístola a los Hebreos llama la entrada en la tienda celestial. En el antiguo holocausto, el humo que subía al cielo era una oración: el hombre pedía a Dios que aceptase su ofrenda significada por la víctima. Aquí es el mismo oferente quien es recibido en el cielo. El sacrificio es único porque único es el Hijo de Dios. ¿Qué misa podría añadir o quitar un nuevo valor de ofrenda a un tal sacrificio?

J/MEDIADOR-UNICO: Hay que proclamar—¡hasta la saciedad!—la trascendencia absoluta de Cristo Jesús. El Padre tiene sólo un Hijo. Es «el Hijo de su amor» (Col 1, 13), sobre él descansan todas sus complacencias. En otras palabras, el Padre no pone su benevolencia en ningún otro, a menos que reproduzca en su rostro los rasgos del Bienamado. No puede aceptar ninguna ofrenda, a menos que le sea presentada por esa única mano que él ama. Fuera de Jesús no hay sacerdocio ni ofrenda. El fiel no debe simplemente resignarse alegremente a esta imposibilidad de adorar a Dios fuera de su Unico, sino que bendice al Padre de todo corazón, porque si su ofrenda tiene el rostro de la de Jesús, entonces, «por él y en él», puede, él también, como hijo bienamado, dar gracias a Dios. Y el Padre reconocerá la voz de su Hijo en la de los hombres, y su sacrificio, en la ofrenda que nuestras manos le presentan: tal es la primera realidad de la misa.

Actualización sacramental del sacrificio de Cristo

Al hablar de «actualización sacramental» del sacrificio de Cristo, no pretendemos explicar el misterio, sino simplemente «darle un nombre a la criatura». Puesto que el misterio—¿de qué modo se realiza esta actualización?—permanece siempre, se le dé el nombre que se quiera. Sólo pretendemos situarlo. En efecto, ante el misterio de Dios ¿qué se puede hacer sino balbucir como niños?

Decimos sacramental. Con lo cual queremos afirmar que la misa fue instituida por Cristo como signo visible de la gracia y que se celebra según su voluntad de que «hagamos esto» en memoria suya. Sin duda el cristiano debe actualizar el sacrificio del Señor a todo lo largo de su vida tanto en las alegrías como en las penas de cada día. ¿Acaso no se ha sumergido por el bautismo (Rm 6, 3-4) en su muerte y en su resurrección? Pero aquí, lo hace de una forma especial, al celebar la cena del Señor tal como él se lo pidió.

Decimos actualización. Afirmamos que la misa es una representación cierta, es decir, la acción de hacer presente una vez más el sacrificio de Jesús. Santo Tomás (que, sin embargo, es un maestro de la precisión teológica) afirma con imprecisión sabiamente calculada que la eucaristía es «una cierta imagen representativa de la pasión de Cristo»10. No es una repetición de la cruz; ya que actualizar no significa recomenzar, sino hacer presente lo que ya existe. Tampoco es un complemento, como si se pusieran delante de Dios nuevos motivos de reconciliación o de acción de gracias: actualizar no significa completar. Se podría hablar en todo caso de un desarrollo en el tiempo y el espacio, para cada comunidad eclesial, de un sacrificio que trasciende al tiempo y que, mediante la resurrección, se sitúa en la eternidad de Dios. De igual manera que Cristo es contemporáneo a todas las épocas, su sacrificio domina el fluir de la historia del mundo; cada época se encuentra enfrentada con la cruz e invitada por su gracia. El valor sacrificial y eucarístico de la muerte de Cristo permanece idéntico a sí mismo eternamente: es infinito. Pero cada época, al celebrar la cena del Señor, acude a beber en ella. En la misa, nada es nuevo por parte de Cristo, pero sí que lo es la parte que en ella toma la Iglesia. Lo que cambia son las manos tendidas hacia la cruz, tanto para recibir el perdón como para dar gracias.

Se podría tal vez proponer esta imagen: del mismo modo que la fuente no cambia cuando el sediento acude a saciar su sed, igual que el sol no se enriquece cuando el pobre que tirita va a calentarse con sus rayos, así, de la misma manera, las misas que celebramos no cambian a Cristo en nada, sino que nos cambian a nosotros. Se pueden enumerar entre sí, pero no con la cruz. Enriquecen a la Iglesia, no al Señor. No es que subdividan el sacrificio de Cristo en innumerables sacrificios, sino que dan testimonio de su unicidad, eficacia y trascendencia. El Vaticano II afirma: la Iglesia «representa y aplica el sacrifico de la Misa, hasta la venida del Señor, el único sacrificio del Nuevo Testamento, a saber: el de Cristo que se ofrece a sí mismo al Padre, una vez por todas como hostia inmaculada 11. Por eso, el Concilio de Trento puede afirmar que cada misa es un sacrificio, y el Vaticano II que el sacrificio de Jesús es «el único sacrificio del Nuevo Testamento», porque cada misa actualiza sacramentalmente este único sacrificio.

¿Es que la misa no es nada más que un corazón que suspira por Dios? ¿Es que Dios no interviene en ella de una manera especial? Sí, Dios actúa y la Iglesia también. La Iglesia actúa puesto que realiza un acto sacramental: presenta a Dios su acción de gracias en la cena del Señor. Y Dios actúa al dar a este acto una eficacia sacramental. Puesto que él es el único que puede transformar el pan humano en pan del cielo, por medio de su gracia; cambiar la mesa de los hombres en el altar de Dios, transfigurar su comida de amistad en cena del Señor. Pongamos una comparación: cada misa multiplica el número de hostias consagradas, pero no a Cristo presente en ellas. Del mismo modo, cada misa multiplica el número de actualizaciones sacramentales del sacrificio de Cristo, pero no su único sacrificio, aunque cada misa requiera la intervención de la omnipotencia de Dios.

El papel de la Iglesia consiste en presentar el pan y el vino de la cena sacrificial e implorar a Dios que envíe su Espíritu para que lleve a cabo la transubstanciación. Eso es lo que hace en la oración de la epiclesis que preludia el relato de la Institución:

Santifica estas ofrendas enviando sobre ellas tu Esplritu. Que ellas sean para nosotros cuerpo y sangre de Jesucristo, Señor nuestro.12

El papel de Dios es responder a la oración de la Iglesia, tal como lo ha prometido, consagrando el pan y el vino de la cena del Señor.

Sólo entonces la Iglesia, llena de la presencia sacramental de Cristo puede presentar al Padre «su» sacrificio:

Te ofrecemos su cuerpo y su sangre, el sacrificio digno de ti y que salva al mundo. Mira, Señor, esta ofrenda, que tú mismo has dado a tu Iglesia...

Mira, Señor, el sacrificio de tu Iglesia y dígnate reconocer en él el de tu Hijo que nos restaura en tu Alianza.13

LA MISA EN NUESTRA VIDA

Hemos insistido en la trascendencia del sacrificio de Cristo. Esta trascendencia no se realiza a expensas de su inmanencia en el centro de nuestras vidas. Al contrario. La Iglesia que ofrece se convierte en la Iglesia que se ofrece. Lo único que puede ofrecer al Padre es a Jesús, pero precisamente en este sacrificio puede ofrecerse a sí misma al mismo tiempo que al mundo entero. Siendo cabeza del cuerpo y primogénito de los hijos de Dios, Cristo arrastra tras él, en el dinamismo de su ofrenda, a la humanidad entera. Eso es lo que debemos subrayar ahora.

Desviaciones

Dos desviaciones amenazan la correcta compresión de la participación de la Iglesia en el sacrificio de su cabeza.

OFERTORIO/ERROR: La primera insiste tanto en la ofrenda del hombre que corre el riesgo de ponerla en lugar de Cristo, o al menos de oscurecerlo. El ofertorio, cuya mística se infló desmesuradamente, fue normalmente el lugar en que se expresaban tales errores. Para que no pareciera que uno se presentaba ante Dios con las manos vacías, se ofrecía a Dios todo lo que pudiera simbolizar la alegría y el trabajo de los hombres. Se dieron excesos enternecedores. En la fiesta de san Fiacre, patrón de los hortelanos, se llevaban al santuario carros llenos de verduras; en la fiesta de santa Bárbara, racimos de lámparas de mineros; en la fiesta del armisticio, bosques de banderas de excombatientes; más prosaicamente, se ofrecía a Dios la colecta que era llevada procesionalmente hasta el altar. Hay que confesar que la palabra ofertorio —felizmente desaparecida del nuevo Ordo de la misa—, y algunas de las oraciones que lo acompañaban, invitaban a tales excesos. Esta forma de celebrar el ofertorio era muy vulnerable, ya que no era difícil demostrar que Dios no necesitaba ni verduras, ni lámparas, ni banderas. Por eso hubo una crisis del ofertorio que aún no está totalmente resuelta. Y no deja de ser triste, ya que el ofertorio tiene una fuerte carga afectiva debido a que el gesto de ofrecer está incrito en el corazón del hombre.

Tenemos un ejemplo de esta desviación, en que el hombre se coloca a sí mismo en el centro de la religión: en el Benedícite, la oración para bendecir la mesa, cuya traducción sería ésta: «Bendícenos, Señor, bendice esta comida y a los que la han preparado... », se pide a Dios que bendiga el filete (esta comida) y a la cocinera (los que la han preparado), lo cual de hecho es perfectamente legítimo. Jesús, en cambio, cuando bendecía, daba gracias al Padre, fuente de todo don. Entre las dos bendiciones hay un abismo. Una oración «eucarística» se ha degradado hasta convertirse en una simple oración de petición. Una religión teocéntrica (Bendito sea Dios) se ha diluido en una religión antropocéntrica (¡Bendícenos!). Algo parecido es lo que le ha sucedido al ofertorio.

La primera desviación peca por exceso en la ofrenda humana; la segunda, por defecto. Puesto que no se puede ofrecer a Dios nada que sea digno de él, fuera de Cristo, se llega a la conclusión de que no se le puede ofrecer nada en absoluto. Es el comienzo de un proceso de disgregación del sentido sacrificial de la Eucaristía, que evoluciona muy rápidamente. A. Vergotte lo describe muy bien: «Para escapar al malestar que produce la concepción trascendentalista de la misa, existe hoy la tentación de reducir la eucaristía al tema del alimento espiritual y al de la comida de hermandad. Pero, si se aisla del contexto sacrificial, el tema del alimento espiritual parece a su vez sospechoso de magia, y el de la comida de hermandad un simbolismo puramente horizontal»14. En otras palabras, cuando la comunidad ya no celebra el sacrificio de Cristo y no se incluye a sí misma en él, se reúne solamente para comer juntos, entre amigos. Incluso a veces, cuando se toma constancia de que no existe un verdadero amor fraternal a nivel de la comunidad, se llega a omitir también la comida fraternal, que ha dejado de tener sentido. Entonces la degradación del sentido sacrificial en la comunidad se detiene por sí sola, simplemente porque ya no queda tampoco comunidad.

En el sacrificio de Cristo Intentemos comprender corr ectamente el modo como la Iglesia, sin necesidad de oscurecer el sacrifico de Cristo, puede implorar al Padre: «Que el Espíritu Santo haga de nosotros una eterna ofrenda para tu gloria»15

El Nuevo Testamento suprime la economía sacrificial de la antigua Alianza. Ya no tenemos que ofrecer corderos, toros, flor de harina o libaciones de vino. Lo que no suprime es el deber del amor que aquellos representaban. Sobre todo, no suprime el peso de esta cruz que cada fiel debe llevar para poder caminar con más alegría hacia el cielo. Intensifica, purificándolo, el movimiento ascensional del hombre que intenta salvarse de la desesperación de esta prisión que es la vida humana ofreciéndose a Dios con el don de todo su ser, con su más viva ternura. Así presenta Pablo el nuevo culto espiritual que se opone al culto pagano y renueva el culto judío: «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos, como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual» (Rm 12, 1).

SC-ESPIRITUAL: Es cierto que todos los antiguos sacrificios tendían ya hacia un culto espiritual como éste. Pero la riqueza propia que añade el Nuevo Testamento, es la referencia existencial al sacrificio de Jesús. La única posibilidad que tiene el fiel de ser atendido es que el Padre reconozca en su oración la voz de sus Hijo, la única posibilidad de que su holocausto sea aceptado es que sea presentado en Cristo. Pablo dice bellamente que nosotros somos «el buen olor de Cristo» (2 Co 2, 15) y que Cristo «se ofreció a sí mismo en sacrificio de agradable aroma» (Ef 5, 2). En una página feliz, el Vaticano II propone de este modo a los fieles la inserción de toda su vida en el sacrificio de Jesús, gracias a la Eucaristía: «Todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso de alma y de cuerpo, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida, si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (cf. 1 P 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosisimamente al Padre junto con la oblación del cuerpo del Señor. De este modo también los laicos consagran el mundo mismo a Dios»16. Hay que insistir en que este sacrificio del cristiano, en cuanto que está unido al de Jesús, está inscrito en el mismo relato de la Cena. En efecto, en el discurso pronunciado después de la Institución, tal como nos lo ha conservado la tradición de Lucas (Lc 22, 28-30), Jesús afirma a sus discípulos:

Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas. Yo, por mi parte, dispongo de un Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino

Esta palabra nos introduce en la vida de la primitiva comunidad. Sabemos que se encontraba enfrentada a innumerables oposiciones. Pruebas de parte de los judaizantes que tenían al cristianismo por una traición a la antigua fe judía, pruebas de parte de los paganos que veían en el Nazareno el destructor de su panteón. Lucas resume esta situación difícil con una frase en la que se entremezclan la tristeza y la esperanza: «Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (Hch 14, 22). Claro que en la comunidad había algunos que permanecían con Jesús constantemente en medio de las pruebas. Pero también había otros que como la semilla que cae sobre la piedra, no tenían la constancia suficiente en su fe y fallaban «a la hora de la prueba» (Lc 8, 13). Lucas recuerda que la participación en el banquete eucarístico no es prenda de participación en el banquete del Reino: es necesaria, también, la constancia en las pruebas, permanecer fiel al Señor.

La palabra de Cristo alcanza a la práctica sacramental en la comunidad cristiana de hoy. El ideal eucarístico no consiste en una sobrealimentación sacramental, sino en la práctica de la vida cristiana. Cada Eucaristía es promesa de permanecer con Cristo, compromiso de mantenerse firme en las pruebas. Lejos de ser la celebración de un fervor cerrado sobre su propia piedad o contemplación de la mesa del Reino en un más allá glorioso, cortando la comunicación con la realidad cotidiana, es una mirada sobre el mundo y su sufrimiento, y victoria, con Cristo, sobre las tentaciones.

La misa en el centro del mundo

Cristo es primicia de todas las cosas. Su cruz es primicia de todas las cruces que exiten en el mundo. Su tumba es la cuna donde se depositan todos los sacrificios para que renazcan en su resurrección. Siendo una actualización sacramental del Calvario, la misa está en el centro del mundo.

La participación de la humanidad en el sacrificio del Señor, o mejor, si se quiere, la celebración de esta misa universal, sucede en diferentes niveles.

SV/INCREDULOS: En un nivel invisible e implícito: cualquier hombre de buena voluntad, que ofrezca su vida por una causa que él cree justa, ya sea mediante una oblación única como en el martirio o en una guerra, ya sea poco a poco, a lo largo de una vida consagrada a un absoluto—que en definitiva es Dios—, aún ingnorando su nombre, aunque crea que Jesucristo es una impostura, o en el caso de que combata a la Iglesia en nombre de su ideal, este hombre está asociado al sacrificio de Cristo. Celebra la misa aunque esté perdido en el fondo de la maleza congoleña, en la estepa del desierto siberiano, en el mundo gris y monótono de las ciudades modenas; participa en la Eucaristía, aunque haya vivido cientos de miles de años antes de Cristo. Ya que la cruz de Cristo es contemporánea para todas las épocas: ¡El es el primogénito de toda criatura!

En un nivel implícito, pero en el conocimiento que da la fe: cualquier cristiano que participe en la vida de Cristo lleva en sí, en todos los momentos de su existencia el sacrificio del Señor. Si Cristo murió «como rescate por muchos» (Mc 10, 45), esta sustitución no tiene como finalidad el dispensarle de tomar parte en los sufrimientos y la agonía del mundo, sino, por el contrario, promover su participación en su sacrifico y por ende en su resurrección. «Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas las partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (/2Co/04/10). Toda vida cristiana es, pues, una misa en el mundo. Como en toda misa, se da la proclamación de la Palabra de Dios: los acontecimientos de cada día, en el espejo de la Palabra, le hablan de Dios y le revelan su rostro. Como en toda misa, se da también una consagración y una ofrenda: el pan de sus acciones, el cáliz de su alegría o de su pena se convierten en «Eucaristía», acción de gracias por medio de Cristo.

En un nivel explícito y sacramental: al participar en la Eucaristía y sobre todo mediante la comunión. Esta participación será tanto más auténtica cuando más sea expresión de toda una vida cristiana y cuanto más se haga partícipe de la alegría y la pena de los hombres.

EL LENGUAJE DE LOS SIGNOS

La Cena fue la repesentación profética de la muerte de Cristo. Esta representación sólo fue posible porque los signos utilizados—el pan, el vino, la comida—tenían significado. La misa es la representación memorial de la muerte del Señor. Del mismo modo, este memorial no es razonablemente posible más que si los elementos utilizados, aun después de la transubstanciación, siguen conservando su significado.

El pan

PAN/VINO VINO/PAN: En Israel, el pan viene de Dios, y para recordarlo hay que pedírselo todos los días (Mt 6, 11). Significa también el trabajo cotidiano, pues se le arranca a la tierra con el sudor de la frente (Gn 3, 29). No es que acompañe a la comida, sino que constituye lo esencial en ella. Cuando Marcos quiere expresar que la multitud apremiaba a Jesús y a los suyos hasta el punto de no dejarles ni siquiera tiempo para comer, escribe: «no podían ni siquiera comer pan» (3, 20); y cuando un convidado, al oir hablar a Jesús, quiere expresar su alegría y proclamar la felicidad del banquete del Reino, exclama: «¡Dichoso el que pueda comer pan en el Reino de Dios!» (Lc 4, 15). Se habla del pan de la alegría (Qo 9, 7), el pan de las lágrimas (Sal 80, 6), el pan de la angustia (Is 30, 20), el pan de la ceniza (Sal 102, 10), el pan de la maldad y el de la ociosidad (Pr 4, 17; 31, 27). Cuando se presentaba el pan de las primicias (Lv 23, 20) se afirmaba que no solamente la primera hierba, sino la cosecha entera pertenecía a Yahvé; no sólo la primera hogaza, sino la artesa entera le correspondía. Israel lo recibía todo de su amor. Se decía: «Abres la mano tú y sacias a todo viviente a tu placer» (Sal 145, 16).

El vino

La Biblia tiene buena opinión del vino. Forma parte de las alegrías que Dios concede al hombre en su vida de aquí abajo:

Como la vida es el vino para el hombre si lo bebes con medida. ¿Qué es la vida a quien le falta el vino, que ha sido creado para contento de los hombres? Regocijo del corazón y contento del alma es el vino bebido a tiempo y con medida (Si 31, 27-28).

Tomado con moderación, puede ser empleado como medicina contra la tristeza: «Dad vino al de alma amargada. Que beba y olvide su miseria, y no se acuerde ya de su desgracia». (Pr 31, 6-7). En Palestina, era señal de fiesta (en las comidas ordinarias, se bebía agua), lo que nos muestra que la misa no es una comida ordinaria, sino, como dice Pablo (1 Co 11, 20), la «cena del Señor». El mismo Jesús no despreció la alegría del vino: los fariseos, ayunadores melancólicos, se lo reprocharán (Mt 11, 19). El vino formaba parte de las ofrendas (1 S 1, 24) y de las libaciones (Os 9, 4), como símbolo que era de la amistad (Si 9, 10), del amor (Ct 1, 4), de la alegría de vivir (Qo 10, 19). Recordemos que Melquisedec, rey sacerdote de Salem (sin duda Jerusalén), llevó ante Abraham pan y vino probablemente para celebrar con el patriarca una comida de alianza (Gn 14, 18). Más tarde, los gabaonistas aportaron también el pan y vino para establecer una alianza con Josué (Jos 9, 12-14). La tradición cristiana, a partir del siglo III, verá en estas ofrendas una prefiguración de la Eucaristía.

De este modo, cuando la comunidad presenta a Dios el pan y el vino eucarísticos, el simbolismo de esta ofrenda es ante todo cósmico. La creación, presente en el pan y el vino «frutos de la tierra», se coloca entre las manos de Dios, convertida en Cuerpo de Cristo. Es también un simbolismo antropológico. Solamente el trabajo del hombre, transformando la creación, puede producir el pan y el vino; de este modo, el trabajo de los hombres—¡y su vida entera!—se ofrece también y también ella se convierte en Cuerpo de Cristo. Por último, es un simbolismo histórico. Nos recuerda la ofrenda de Melquisedec, anuncio de la de Jesús, sumo sacerdote según Melquisedec (He 7).

Ofrecer

OFRENDAS/SENTIDO: Cuando ofrecemos algo a Dios, se crea en nosotros un vacío tanto más grande cuanto lo que le ofrecemos nos es más querido (pensemos en Abraham ofreciendo a su hijo). Algunas veces, incluso, este vacío es irrevocable, como en el caso del holocausto en que la víctima se destruye por el fuego. Este vacío que la ofrenda cava en nuestro interior es el lugar en que Dios viene a nosotros. Es el hueco del alma en espera de Dios. La brecha en la fortaleza de nuestra personalidad, por la cual Dios puede entrar. La herida que su presencia puede curar.

En todo intercambio con Dios, encontramos este movimiento de llamada del hombre y respuesta de Dios. Perder la vida es salvarla en Dios; cargar con la cruz, es descansar; privarse de algo mediante el sacrificio, es enriquecerse para la vida eterna. Del mismo modo, la Palabra no habla más que si es acogida por nuestro silencio: el silencio es la afirmación de que nuestra palabra es vana y se calla ante el Indecible. Igualmente, en el sacrificio de la misa, el hombre se priva de un bien -el pan y el vino- que le pertenece como una parte de su corazón para que Dios pueda llenarle con su amor. La comunidad ofrece pan y vino, Dios le da a su Hijo.

Comer juntos

En la Biblia, la comida significa amistad común, presentada a Dios en la oración. Este lazo que se establece entre los comensales, puede llegar a ser una alianza. Cuando Jacob hace una alianza con Labán, ofrece un sacrificio y sella el tratado en una comida. «Jacob hizo un sacrificio en el monte e invitó a sus hermanos a tomar parte (en la comida). Ellos tomaron parte» (Gn 31, 54). Para decir aliado, se decía: <<el hombre de mi pan» (Ab 7). En medio de esta riqueza de signos, se inscribe la comida pascual que Jesús, mediante la Cena, relaciona con su muerte sacrificial. Su sacrificio, como hemos visto, trasciende las categorías sacrificiales. Es un holocausto, si se considera la plenitud irrevocable del don que va más allá de las fronteras de la muerte. Es un sacrificio expiatorio si se piensa en la sangre «vertida por la remisión de los pecados». Es un sacrificio, no solamente una comida, sino una comida sacrificial. En ella, sin embargo, el cordero pascual es el mismo Cristo. La comunión con Dios que los antiguos participantes en el sacrificio de comunión obtenían al comer una parte de la víctima, los fieles de la nueva Alianza la consiguen al participar en la copa y en el pan eucarísticos. «La copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es acaso comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1Co 10, 16-17)17.

FRECUENCIA DE LAS CELEBRACIONES DE LA MISA

Precisemos la pregunta. No hablamos de las misas que el sacerdote tiene que celebrar en virtud de su ministerio, sino de las que celebra cotidianamente, ya sea por su devoción personal, o por la de su comunidad. Tampoco tratamos la cuestión de la misa estrictamente cotidiana (¿hay que celebrar cada 24, 36 o 48 horas? por ejemplo?). Se trata del ritmo general de las celebraciones.

Sabemos que el Vaticano II recomienda vivamente la misa diaria18. La posibilidad de decir varias misas al día —las tres misas de Navidad o del 2 de noviembre— estaba considerada antes como un favor (Pío XII, con ocasión de sus bodas de oro en 1949, dio permiso para binar, y si alguno no hubiera aprovechado este permiso hubiera sido sospechoso de tibieza espiritual). Notemos, sm embargo, que la recomendación del Concilio se dirige únicamente a los sacerdotes de rito romano. Los demás ritos—católicos u ortodoxos—, tan venerables por su antigüedad como el rito romano, tienen diferentes prácticas. El patriarca Atenágoras sólo celebraba la misa una vez al año, «según las reglas de la Iglesia de Constantinopla»19. En el mismo rito romano no se generalizó la práctica de la misa diaria hasta el siglo XIX20.

Conviene considerar diferentes factores, para responder a nuestra pregunta. Unos se deben a la sensibilidad cristiana. Digamos que hay que intentar no lastimarla, y que si es deseable una evolución, hay que conducirla con caridad y paciencia. Otros proceden de la teología y es de estos últimos de los que vamos a hablar aquí.

La misa es fuente de gracia y de santificación. Dios nos ofrece esta gracia según una medida infinita. Pero el hombre la recibe según la medida de su fe y de su caridad. Por lo tanto la misa debe ser celebrada tan a menudo, pero no más, como sea necesario para acrecentar nuestra fe y nuestra caridad, que son dos manos tendidas hacia Dios. No es seguro que el ideal, para una buena higiene alimentaria, sea hacer una buena comida al día. Para una buena higiene espiritual, tampoco es seguro que el ideal sea celebrar cada día una fiesta eucarística. ¡También en las cosas de Dios puede haber una exceso espiritual!

La misa es «la cumbre de la vida cristiana», «la fuente y la cima de todas la predicación evangélica»21. Por lo tanto, hay que celebrarla todo lo a menudo, pero no más, que exprese al mundo—¡y a sí misma!—su propio misterio. No es seguro que, frente a la increencia o en territorio de misión, el mejor medio de expresar «la cumbre de la vida cristiana» sea celebrar la misa. No es seguro que, frente al hambre que corroe como un cáncer algunos países del Tercer Mundo, el medio más significativo de revelar a la Iglesia como comunidad de amor y epifanía del amor de Dios al mundo, sea hacer una celebración cutural.

La misa actualiza el sacrificio del Señor. Por lo tanto, debe celebrarse tan a menudo, pero no más, como exprese y favorezca nuestra participación existencial en este sacrificio. Pero no es seguro que, para significar que tomamos la cruz de Cristo al ayudar a nuestro hermano a llevar la suya, o al tomar parte en el trabajo y la agonía del mundo, el mejor medio sea celebrar la misa.

La misa es proclamación de la Palabra del Señor «hasta su vuelta». Por lo tanto, se debe celebrar tan a menudo pero no más, como realice efectivamente esta proclamación frente al mundo y frente a la comunidad cristiana. Por eso, a veces, se puede pensar en otras formas de proclamación, más eficientes, según las circunstancias.

Se podría continuar esta clase de razonamientos, recorriendo las diferentes riquezas que hemos descubierto. Esto no es rebajar la misa. Sino que, seguramente, es poner de manifiesto las exigencias de su celebración y al mismo tiempo relativizar la importancia del ritmo de las celebraciones.

Digamos, como conclusión, que una teología intemporal, desencarnada, sin contacto con la realidad cristlana, respondería a esta pregunta diciendo que dos misas son mejor que una, tres mejor que dos, y así sucesivamente. Pero un teología que tenga en cuenta no sólo la misa, sino también a los que la celebran, no será tan tajante. Aunque el ritmo de la misa diaria no pueda invocar a su favor ninguna tradición, ni en el rito romano, ni en los demás ritos, eso no significa que sea malo. Como tampoco se sigue que sea bueno. Simplemente expresa la piedad y la sensibilidad de una época. Es probable, sin embargo, que se esté abriendo paso una nueva evolución. Después de la práctica intensiva de las misas cotidianas, el «totalitarismo eucarístico» cede el paso a otras formas de piedad y de expresión de la vida cristiana. La «cena del Señor» aparece ligada más a menudo al «día del Señor»22. En todo caso, no se trata de celebrar menos misas, sino de celebrarlas mejor.

LUCIEN DEISS
LA CENA DEL SEÑOR
DDB. BILBAO 1989, págs. 89-134

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1. Esta es una de las fórmulas mágicas: «El cordero sustituye al hombre, él ha entregado el cordero por su vida, ha dado la cabeza del cordero por la cabeza del hombre, ha dado el cuello del cordero por el cuello del hombre, ha dado el pecho del cordero por el pecho del hombre» Cf. R de VAUX, Les sacrifices de l'Ancien Testament, Gabalda, 1964, p. 53.

2. Cf. 2 R 16, 3 y 21, 6; ver también Jr 7, 31; 19, 5; Ez 16,

3. Dt 12, 31; ver también Lv 18, 21; 20, 2-5; Dt 18, 31.—La historia del sacrificio de Abraham (Gn 22) enseña, al menos de manera implícita, que Yahvé no quiere ser honrado con sacrificios humanos.

4. Cf. Lv 1-7. Este ritual representa el ritual sacrificial del segundo Templo. Contiene, sin duda, disposiciones muy antiguas, pero también ciertos usos más bien tardíos. Hasta después de la vuelta del exilio no se fijó su forma definitiva.

5. Ex, 44, 16; Ml 1, 7.12.

6. Lv 21, 6.8; 22, 25; Nm 28, 2; Ez 44, 7.

7. Nm 28, 2, cf. Lv 1, 9 13; Ex 29, 18-25; Gn 8, 21.

8. Poeme de Gilgamesh, Xl, 155-161, en J. B. PRITCHARD, Ancient Near Eastern Texts, p. 95.

9. Ef. 1, 19-20.—En la teología paulina es siempre el Padre (Rm 1, 4; 4, 24; 10, 9; 1 Co 6, 14; 15, 15; 2 Co 3, 14; Col 2, 12; Ef 1, 20; Ga 1, 1; 1 Te, 1, 10), su gloria (Rm 6, 4) o su poder (2 Co 13, 4) quien resucita a Jesús. Esta afirmación es fiel reflejo del kerigma primitivo (Hch 2, 24).

10. «Imago quaedam est repraesentativa passionis Christi>> (lll pars. q. 83, art 1).

11. Lumen Gentium, 28.

12. Oración eucarística, II. —Las Oraciones, III y IV presentan la epiclesis en términos muy parecidos.

13. Oraciones eucarísticas, III y IV.

14 A. VERGOTTE, <<Dimensions anthropologiques de l'eucharistie", en L'Eucharistie, symbole et réálité. op. cit., p. 35-.36.

15. Oración eucarística, lll.

16. Lumen Gentium, 34.

17. Un gesto significativo de la participación en el sacrificio es el ofrecimiento del pan y del vino para la Eucaristía. Esta ofrenda se transformó en don pecuniario, por comodidad (en la Edad Media, Honoré d'AUTUN, Gemma Animae, 1, 35; P L., 172, 555, recuerda que las hostias se hacen in modum denarii, <<con forma de denario»). Por lo tanto, no es que se pague al sacerdote por una misa. En el Antiguo Testamento, cuando un fiel presentaba un cordero para el sacrificio, no se lo daba al sacerdote para que se lo quedase, sino para que lo ofreciese a Dios. Sin embargo, el sacerdote recibía una parte de la victima, aunque no del fiel, sino de Dios. El problema de honorario es distinto del de la subsistencia del sacerdote. El ideal es sin duda el que propone Pablo, que no quiso ser una carga para sus comunidades, según su derecho (cf. Mt 10, 10), sino que pudo decir con orgullo: «Vosotros sabeis que estas manos proveyeron a mis necesidades y a las de mis compañeros>> (Hch 20, 34).

18. Presbyterorum ordinis, 13.

19. Cf. O. CLEMENT, Dialogues avec le patriarche Athénagoras, Fayard, 1969, p. 111.

20. Cf K. RAHNAR, Le sacrifice unique et la fréquence des messes, Desclée de Brouwer, 1972, n.9, pp. 159-160.

21. Presbiterorum ordinis, 5:, Lumen Gentium, 11.

22. Co 11, 20; Ap. 1, 10. —Véase el testimonio de Justino.