UN SEÑOR, UNA MESA COMPARTIDA,
UN ENVÍO AL MUNDO

Josep Mª ROVIRA BELLOSO
Sacerdote diocesano,
Profesor de la Facultad de Teología de Cataluña.
Barcelona.

1. Introducción

Recibo de los amigos de Sal Terrae unas preguntas precisas, referentes a la Eucaristía y, por extensión, a los demás sacramentos, cargadas de inquietud teológica, espiritual y pastoral. Ojalá mis respuestas, escuetas y funcionales al máximo, aparezcan dotadas de la suficiente densidad teológico, como base de la espiritualidad y de la acción pastoral.

2. Los sacramentos, de nuevo

Hemos dejado atrás, gracias a Dios, algunos de los obstáculos típicos que ensombrecían la teoría y la práctica de los sacramentos. Hoy día se habla mucho menos de entenderlos como acciones mágicas llevadas a cabo por el hechicero de la tribu, o como cosas sagradas que se administran (el llamado «cosismo», denunciado ya por Karl Rahner).

CELEBRAR/QUÉ-ES: MEMORIAL/QUE-ES: Todo esto lo dejamos atrás gracias al concepto de celebración. Los sacramentos son reuniones de cristianos que se juntan para rezar y para celebrar la fe. Esta última frase es la que los amigos de Sal Terrae quisieran analizar a fondo. En efecto, si pensamos en los sacramentos cristianos, celebrar no es tan sólo una reunión festiva con ocasión de un fausto evento. Es esto y mucho más. Es conmemoración. Si meditamos atentamente el concepto de celebración que está latente en la Carta 55 de San Agustín', veremos que la celebración sacramental es una reunión para rememorar un acontecimiento central ocurrido en el pasado, a través de unos símbolos que ejercen el papel de memorial. La muerte y la resurrección del Señor Jesús son rememoradas simbólicamente, tanto por el Bautismo como por la Eucaristía. Es actualización. El acontecimiento de salvación no sólo es recordado, sino que de algún modo se hace presente en la celebración. Esta actualización sigue el dicho de san León en sus Sermones de Navidad: lo que era visible en la vida de Cristo, ha pasado ahora a los sacramentos. No sólo hay «una cierta» actualización de la resurrección, sino que Cristo glorioso es la fuerza del Bautismo y la Presencia última de la Eucaristía. Por eso la oración sobre las ofrendas del Jueves Santo afirma que «cada vez que celebramos el memorial del sacrificio de tu Hijo, se hace presente la obra de la redención».

Es recepción. Por fin, si analizamos la memorable definición agustiniana de «sacramento» de la mencionada Carta 55, veremos que la celebración implica algo muy hondo: que se puede «recibir lo mismo que se conmemora». Yo no puedo recibir la Navidad de Cristo, sí puedo, en cambio, recibir el misterio de la Pascua-Muerte y Resurrección-de Cristo y ser revestido por él, después de haber sido simbólicamente sumergido en su muerte. Por eso, lo que se conmemora y se recibe es la Pascua. La celebración, por tanto, es una reunión para poder recibir eso mismo que se conmemora: el momento cumbre de la vida de Jesús.

Reunión para conmemorar, actualizar y recibir eso mismo que se conmemora: el misterio pascual de Cristo 2. Este concepto estricto de celebración no puede hacernos olvidar algo obvio e importante: la celebración es oración comunitaria; es reunión de alabanza del Pueblo de Dios con su Señor: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20). Todo esto es la celebración para los Padres de la Iglesia.

3. «¿Celebrar la fe?»

El concepto de celebración es algo más, por tanto, que un genérico acto de «celebrar la fe». Así, la celebración no es un festival para dar a conocer el «Credo» (eso podría ser, literalmente, una celebración de nuestra fe). Los amigos de Sal Terrae me urgen: qué realidad de nuestra fe celebramos en la Eucaristía?

PASADO/FUTURO

Ya he contestado en el apartado anterior: el acontecimiento que se celebra en la reunión cristiana es la Muerte y Resurrección de Cristo, donador del Espíritu. Los sacramentos son símbolos hacia el pasado y rememoran el cumplimiento de la promesa que se hizo desde «el principio»: que vendría el Ungido (Mesías) como Siervo de Yahvé, el cual asumiría el dolor, la muerte y el pecado del mundo, hasta ser glorificado por Dios (su Padre). Pero los sacramentos son, también y principalmente, símbolos que desde la Tierra se proyectan hacia la divinidad como futuro que espera el hombre. Su referente- último es Cristo glorioso, el «esjaton»: el último y decisivo bien que Dios da al hombre. Fue Él quien, desde su cruz gloriosa, al entregar su espíritu, nos entregó el Espíritu de Dios: del Padre y suyo. Cristo vivo es el envés invisible de los sacramentos; el punto central al que apuntan todos los signos. Situado más allá de la historia, se anticipa y se hace presente en ella gracias a los símbolos a los que Él mismo ha llenado de contenido y de fuerza, como para poder anticiparse en nuestra vida a través de ellos: del pan, del vino del Banquete, del agua bautismal que nos identifica con él, del gesto y de las palabras de perdón.

Así, el último -el esjaton- del Cristo vivo, que es el cumplimiento decisivo de todas las promesas de Dios, se anticipa en nuestra vida corriente, hecha de desánimo, de trabajo, de espera, de pausa para comer o descansar (aludo a las circunstancias de la escena del «desayuno en la playa» narradas por Jn 21). Cristo vivo es -por su situación escatológica a la diestra del Padre- el dador del Don, el que alienta sobre nosotros el Espíritu Santo.

4. La Pascua como síntesis de la vida

Aquí hay que hacer un pequeña reflexión sobre el valor de síntesis que, en Jesús y en los santos, tiene su momento pascual. La muerte como paso al Padre. Este paso de la vida terrestre a Dios culmina toda la historia de una persona. Si tomamos ese momento en los mártires de hoy (Joan Alsina, Maximilian Kolbe u Oscar Romero), vemos no sólo que la muerte resume la vida, sino que es realmente el momento síntesis -culminante- que acaba de dar sentido a toda la vida. Así, en Jesús, la muerte en cruz incluye, hacia el pasado, la Encarnación, el Nacimiento, la Vida escondida y la Vida pública; y, hacia el futuro, la Resurrección, la Ascensión y Pentecostés. Esa muerte en cruz, por tanto, es la culminación de toda la vida de Jesús, porque cualquier momento de esa vida simboliza la entrega total -al Padre y a los hombres- que culminará en la cruz.

...La muerte en cruz de Jesús, lejos de excluir cualquier momento de su vida terrestre, los incluye todos y los culmina en su más hondo sentido: en el sentido de la entrega hasta el fin por el amor más grande. Por eso el Bautismo y la Eucaristía, así como los demás sacramentos, celebran propiamente la Muerte y Resurrección de Jesús y, al celebrar ese momento culminante, rememoran toda su vida.

5. ¿Y la perspectiva pneumatológica?

Me he colocado en la perspectiva cristológica, porque es la correcta: los sacramentos celebran el misterio pascual de Cristo. Pero esta perspectiva debe incluir la donación del Espíritu.

Cristo vivo es siempre el donador del Espíritu. Los bienes futuros que esperamos se condensan ciertamente en el Santo Espíritu anunciado, prometido y otorgado por Jesús glorioso. Algunas de las referencias bíblicas son de sobra conocidas: Jn 7,37; Hch 2,32; Rom 6,2-14; Gal 3,26-29; 5,22. El Espíritu Santo, con sus frutos de caridad, gozo, paz, etc.es el Don de Cristo glorioso que reviste a hombres y mujeres de la vida de Cristo y los eleva al nivel de vida nueva propio del Reino de Dios, por encima del nivel mundano de pecado y de muerte.

Desde esta perspectiva pneumatológica, los sacramentos aparecen como el ámbito (eclesial) del Espíritu Santo; como el lugar donde la Palabra y el Espíritu de Dios, siempre estrecha e indisolublemente unidos, traspasan y convierten el corazón de la persona y edifican, iluminan y elevan la comunidad cristiana. Si no se le obstaculiza en su labor, el Espíritu Santo otorgará precisamente los dones, los carismas e incluso los ministerios oportunos para la edificación de la comunidad. El Espíritu reparte sus dones, mientras que los pastores ordenarán y vertebrarán los abundantes carismas para el bien de todos.

6. La Reforma y Trento

Todo esto responde a una perspectiva sacramental cristiana, tal como la expresaron Ambrosio, Agustín, Basilio o Juan Crisóstomo. Desde esta perspectiva, es bueno comprender el genio o el espíritu de la Reforma y el del Concilio de Trento. El espíritu de la Reforma protestante lo define muy bien Eugenio Trías en su libro La edad del Espíritu: la Reforma deja al hombre solo, sin mediaciones, ante la Palabra de Dios que desciende pidiendo adhesión incondicional, ya que ella es expresión de la voluntad de Dios. La persona sola y la Palabra sola, sin más mediaciones simbólicas, según el principio de la Reforma: sola Scriptura. Ésta es la grandeza austera de la Reforma.

¿Qué representa Trento ante la grandeza del talante luterano ansioso de Dios y ante la austeridad del talante ético de Calvino? Trento será el principio católico: Dios en la visibilidad humana. Este principio supone la Encarnación de Dios en un punto concreto y visible de la historia; la anticipación del Espíritu en lo más hondo del corazón del hombre (gracia inherente)3; la proclamación de la Palabra y la donación del Espíritu en la mediación eclesial (sacramentos). Eso quiere decir que Trento conjuga la invisibilidad de Dios con la visibilidad del hombre, de la historia y de la Iglesia; la eternidad de Dios en el tiempo fluyente, hasta llegar a esa anticipación simbólica del término final que es el «tiempo de gracia» (kairós). Para Trento, la oboedientia fidei del hombre que se adhiere a Dios llega a ser comunión eclesial, así como la Palabra en la visibilidad eclesial da lugar a la sacramentalidad cristiana 4.

Así, Trento es el concilio del Evangelio proclamado en la liturgia de la Misa como palabra audible; es el concilio de la gracia inherente al hombre, es decir, de la gracia en la visibilidad de los santos; es el Concilio de los símbolos de Cristo vivo que constituyen el área de los sacramentos visibles.

7. La mesa compartida

Es muy curioso el énfasis que pone Jesús cuando encomienda a sus discípulos que preparen la Pascua. En la parroquia en la que colaboro desde hace dieciocho años, siempre nos ha gustado leer, el Jueves Santo, como pórtico de todo el triduo pascual, el fragmento evangélico donde se emplea por cuatro veces el verbo «preparar» referido a la pascua 5.

¿En qué sentido hay que preparar los sacramentos? Los sacramentos, por ser reuniones eclesiales de encuentro con Cristo Jesús, son reuniones en las que se proclama y escucha la palabra de Dios. Hay que preparar la proclamación y la escucha correcta de la palabra de Dios 6. Haciendo todo lo necesario para facilitar la escucha, la intelección, la comprensión cordial de esa palabra que mueve a la conversión. Ésta será también nuestra preparación personal.

De esta manera se conjuga en el sacramento el principio de la reunión de la comunidad de alabanza al Padre con el principio de la escucha de la palabra de Dios. En definitiva, hay que preparar la Eucaristía como lugar del encuentro con Cristo glorioso. Esta es la finalidad más sencilla y más honda que inyecta ritmo y tensión espiritual adecuada a toda la celebración. Porque no se trata, en la celebración, de emprender un esforzado camino en el que se deben dar una serie de pasos obligados que lleven a un final de despedida -«Ite Missa est»; «podéis ir en paz»-, sino que se trata del ágil crescendo que va, de la humilde petición de perdón, a la oración que nos congrega a todos (colecta), a la clara proclamación y atenta escucha de las lecturas, especialmente del Evangelio, a la preparación de la mesa y a la anáfora que memorializa y actualiza el Sacrificio de la Cruz de Cristo bajo la forma de la santa Cena, «para que santamente podamos recibirlo» 7. Atención, pues, a esta cuestión de acento y de espíritu: no hay que hacer maquinalmente una serie de «cosas» seguidas, rígidamente reglamentadas. Hay que dejar que se despliegue -bajo la capa sencilla de las oraciones, las lecturas, los cantos y los símbolos- el acontecimiento orgánico, coherente, de la Cruz y la Resurrección del Señor.

8. Más sobre el nivel del Reino o del Espíritu

Hemos dicho que el centro de todo el universo de los sacramentos es Cristo glorioso. Él mismo nos enseña que el tipo de encuentro que sus discípulos tenían con él durante su vida terrestre había de experimentar un cambio profundo después de la Resurrección. En efecto, este cambio se insinúa, y hasta se explicita, en varias de las muy significativas escenas evangélicas de resurrección. Así, por ejemplo, cuando Magdalena desea retenerlo, Jesús la levanta al nuevo nivel del Espíritu con el conocido imperativo: «Suéltame» (/Jn/20/17).

Como si Jesús glorioso indicara que, a partir de la resurrección, la relación que los discípulos habían de tener con él se había de renovar hasta el punto de alcanzar el nivel del Espíritu, por encima del nivel de los sentidos. Es verdad, pues, que la relación del cristiano con Cristo vivo no se rige por el deseo o por la posesión, sino por la fe y la gratuidad, por el amor mutuo mantenido en la libertad del Espíritu.

Esta misma discontinuidad en el trato se advierte cuando los discípulos de Emaús le reconocen y expresan su deseo de que se quede con ellos, como si hubieran de continuar el trato familiar de antes. Entonces Jesús desaparece. Igualmente, cuando Tomás quiere «ver» y «tocar» sus llagas, Jesús le dice: «Felices los que crean sin haber visto» (Jn 20,29). Por eso el mismo Tomás, antes aún de recibir esta advertencia de Jesús, ha cambiado su deseo de «ver» y de «tocar» por la pura adoración: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28).

Algo todavía más interesante: tanto en la escena de Emaús como en el desayuno en la playa con los siete apóstoles que querían dedicarse a la pesca precedidos por Pedro, Jesús desaparece, después de hacer un gesto inequívoco de partir el pan con ellos. Como si, al alejarse, se quedara con ellos bajo una forma más sencilla y humilde, pero quizá más apropiada para iluminarlos y «envolverlos» con el Espíritu nuevo. En la escena de Emaús, Jesús «tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando» (Lc 24,30). También en la escena de la playa «toma el pan y se lo da» (Jn 21,13). Los cristianos de hoy debemos tener muy en cuenta que cuando Jesús parece alejarse visiblemente -como si abandonara toda forma ostentosa y nos dejara solos- es cuando mejor podemos encontrar en la misma Eucaristía o en las cenizas aparentemente inexpresivas de la pobreza o de la soledad el aliento de su cruz y el soplo de su nueva presencia en el Espíritu.

En resumen, ante Jesús glorioso hay que cambiar el tipo de encuentro a través de los sentidos por otro género de comunicación más espiritual. Tan espiritual que está presidida por el gesto de Jesús de soplar sobre los discípulos, unido este gesto a las palabras «recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22). Esto hace pensar que, en el tiempo de la Iglesia, el encuentro por excelencia de los cristianos con Jesús glorioso se realiza en la fracción del pan: en la eucaristía. Es un encuentro en la efusión del Espíritu, que no excluye de ningún modo los otros encuentros a través de la oración y de la caridad.

La misma dialéctica (de alejamiento y de presencia que comunica la donación del Espíritu) se percibe en la escena de la Ascensión según san Lucas, en la que -a medida que Jesús parece alejarse- se va presintiendo la realización de la promesa según la cual «el Espíritu vendrá sobre vosotros, y recibiréis una fuerza que os hará testigos míos en Jerusalén... hasta el extremo de la tierra» (Hch 1,8). Por eso «el que ha sido levantado desde ellos al cielo volverá a vosotros» (1,11) en la fuerza del Espíritu.

9. La fuerza evangelizadora de la Eucaristía
La misma escena de la Ascensión nos da la clave para desarrollar lógicamente el tema de la Eucaristía (y de los demás sacramentos) como centro dinámico de la acción evangelizadora de la Iglesia.

Me será permitido un brevísimo rodeo. No es necesario que, al llegar aquí, cambie el registro de mi lenguaje, que hasta el momento presente ha sido un lenguaje indicativo: indicativo del designio sacramental del Señor expuesto por las Escrituras. No es necesario que pase bruscamente a un nivel imperativo que quisiera enfatizar las exigencias evangelizadoras que se derivan -o que nosotros queremos hacer derivar- de la Eucaristía. Está muy bien el empleo de este lenguaje, y seguramente yo tendría que emplearlo también si dispusiera de más tiempo y de más espacio. Pero me parece muy interesante decir que puedo y debo continuar con mi lenguaje indicativo, que -en el caso que nos ocupa- describe precisamente la promesa de Jesús: «Seréis revestidos de la fuerza que os viene de lo alto»(Lc 24,49). Y, «cuando recibáis el Espíritu que vendrá sobre vosotros, recibiréis una fuerza que os hará testigos míos» (Hch 1,8). No me parecería oportuno pasar al lenguaje imperativo/exhortativo sin haber agotado, o al menos señalado suficientemente con el lenguaje indicativo, la promesa de Jesús creadora del dinamismo evangelizador que dimana de la Eucaristía.

Me limito, pues, a indicar que Jesús mismo ha prometido revestir con la fuerza de su Espíritu a los reunidos en su nombre, con el fin de hacer de ellos sus testigos, es decir, los continuadores de su palabra y de su acción: «Que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13,15). Es bien sabido que la palabra de Jesús se continúa con la proclamación explícita de su Nombre, vehiculado a través de nuestras sencillas, humanas palabras, así como con el testimonio vivido del Amor más grande.

Me remito con ello a eso que podría definirse como el hogar ardiente de la Eucaristía: el infinito Amor de una existencia entregada hasta el fin. Esta existencia totalmente entregada ha sido simbolizada por el costado abierto de Jesús, del que manan la sangre y el agua. San Juan Crisóstomo otorga a esta donación de la sangre y del agua un valor sacramental: «El agua es símbolo del Bautismo; la sangre lo es de la Eucaristía» 8. La entrega hasta el fin de Jesús, el agua y la sangre salidos de su costado, son símbolo, por tanto, de la renovación obrada por el Espíritu Santo. Ocurre que del templo vivo que es Jesucristo ha brotado el manantial del Espíritu Santo para fecundar la Iglesia, «fundada, os diré, por el Bautismo y por la Eucaristía», concluye el mismo Crisóstomo 9.

Desde el punto de vista pastoral, es suficiente señalar el acorde que puede y debe darse entre los que participan en la Eucaristía y los que participan en las obras de caridad y, por tanto, en la acción servicial y testimonial de la Iglesia. La disyunción entre la comunidad que se reúne en la sacramentalización y la comunidad que se dispersa en la actuación para evangelizar es nefasta y debe sustituirse por el paradigma más sencillo: la Iglesia que se reúne en la liturgia es y debe ser la iglesia que evangeliza en el mundo.

10. Apéndice: el Espíritu acorta la distancia que nos separa de Jesús Teológicamente y, sobre todo, pastoralmente, es un error no reconocer esta distancia que genera el siguiente problema: al cristiano normal, al ciudadano que trabaja o está en paro en una de nuestras ciudades, le es difícil entrar en relación con Jesús, el Maestro y Señor; le es difícil la experiencia de Jesús vivo, resucitado.

¿Qué quiere decir «encuentro con Jesucristo vivo»? ¿Qué es ese encuentro que, como tantas veces hemos señalado en este artículo, es lo más central y fundamental de la Eucaristía? ¿Cómo se puede establecer un encuentro y una comunicación con una persona concreta que pertenece al pasado y que es de otra cultura, de otras costumbres ... ? El problema que propongo aparece bastante claro en algunos novelistas ingleses. En el fondo, es el problema de la religión en la ciudad secularizada. Me refiero a esa nube de dificultad que impide ser cristianos normales y corrientes a algunos personajes de la novela de Evelyn Waugh Retorno a Brideshead; me refiero a esa impresión que comunica Graham Greene, muchos de cuyos personajes se refieren todavía al evangelio de Jesús, pero retienen tan sólo un barniz de cristianismo, tan sólo como una reminiscencia que tiene dificultades para implantarse en la vida real; me refiero, por fin, a otra muestra de cristianismo reminiscente: a una novela de P.D. James, plagada de alusiones cristianas, que muestra a unos personajes de la alta iglesia anglicana con ciertas costumbres religiosas, pero privados de auténtica experiencia religiosa cristiana, como lo demuestra su incomprensión hacia la experiencia que genera la conversión profunda del personaje central. ¿Cómo puede relacionarse con Cristo vivo una persona que trabaja en la City, o esa nube de laboriosos empleados y secretarias que a las ocho y a las nueve de la mañana pueblan las calles de Barcelona, quizá desengañados de promesas y esperanzas, pero que ambicionan tener su coche, su casa, su pareja y un retiro sosegado? ¡Si al menos, como dice la citada P. D - James, el Verbo se hubiera encarnado en un caballero inglés del siglo XVIII o en uno de nuestros ejecutivos... ! Pero el Verbo se hizo carne en Jesús, pobre y humilde de corazón, que pasó haciendo el bien porque Dios estaba con él.

La respuesta teológica me parece relativamente sencilla: Jesús es una persona concreta, pero universal. Es universal, no sólo en el sentido de que los valores que encarna son para ser imitados por todos, sino en el sentido de que él, omnipresente en su Iglesia y en la caridad de los cristianos, «se aparece», «se deja ver» y comunica su propio Espíritu (que le une a Dios Padre) a todos aquellos que tienen hambre y sed de justicia o que le buscan un sentido a la vida.

LITURGIA/ACTUALIZA: Es una persona del pasado, pero la oración cristiana y la liturgia cristiana -algo más que simple ritual- lo hacen presente de tal manera que el único y el mismo Espíritu nos reviste de su imagen y nos impulsa en la misma dinámica del Ungido: entregado al Padre y a los pobres y marginados.

Ésta es la conclusión teológica: la liturgia sacramental, concretamente la Eucaristía, es el camino de acceso al Padre, a través de Jesús que da su Espíritu. La liturgia es precisamente Cristo vivo en medio de los que creen en él.

Hay que caer en la cuenta de un dato: la liturgia no nos ofrece un camino particular o una mística particular (la de Benito, Francisco de Asís, Ignacio de Loyola o Carlos de Foucauld); nos ofrece lo más verbalizable y común del cristianismo, que, además, es lo más central. Nos ofrece la gracia de Dios en la visibilidad eclesial: la escatología anticipada en el tiempo y en la historia. Pero ésta es una respuesta teológica. Yo quisiera algo más descriptivo o interpretativo de la vida corriente. Algo más pastoral.

Un ejemplo es el que se deriva seguramente de la revisión de vida: unos jóvenes de hoy, al reflexionar sobre la manera como han actuado de monitores, descubren las palabras «Amaos unos a otros», no como una reminiscencia superada por la dureza y el cinismo de la vida, sino como si Dios acogiera lo bueno que han hecho y lo bendijera, lo confirmara y lo guardara en su propio Amor. Otro ejemplo: si una pareja se reconcilia, puedo creer que Dios mismo la eleva y la acoge, como si resonara todavía sobre ella la bendición de Jesús: «Lo que Dios está uniendo, no lo separe el hombre». Ésta es una experiencia del tipo «La Palabra ilumina la vida»; «La Palabra acoge nuestra vida y la esconde en Dios».

Otro enfoque es el de Evelyn Waugh: si un soldado de la RAF o una experta en informática tienen una experiencia religiosa hoy, si -por gracia de Dios y aplicación suya- han llegado a un encuentro con Dios en la oración, o a un encuentro con Cristo en la Eucaristía, resulta que la calidad de este encuentro les permitirá abordar otras experiencias de este mundo con mayor luz y profundidad, con una profundidad que les permitirá darse cuenta de quién es el otro; de advertir lo que siente y desea; de ver qué comunicación -dar y recibir- es posible con él... Esta es una experiencia del tipo «la experiencia fugaz con el Señor señala lo que puede ser el conjunto de nuestra experiencia humana, atenta no sólo a mi egoísmo, sino a la alteridad; no sólo a la competitividad, sino a la acción de gracias».

Lo que importa, en definitiva, es no caer en la tentación -en la que me parece cayó Lessing, y que seguramente no acabó de superar Hegel- de considerar la persona de Cristo, y su humanidad en concreto, meramente como un peldaño que nos hubiera de llevar a la razón absoluta o como un mero ensayo hacia el amor universal. No. Cristo no es un simple peldaño ni un puro ensayo. Teológicamente, es la imagen de Dios invisible. Lo cual seguramente quiere decir que El es la existencia totalmente entregada: El es la luz solar que entrevemos siempre en la niebla o entre nubes, en el claroscuro de la fe, de la plegaria, de la celebración y de la caridad.

J. M. ROVIRA BELLOSO
SAL TERRAE 1995, 5. Págs. 355-366

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1. AGUSTÍN, Carta, CSEL 34; PL 32, 204

2. No debe tomarse la expresión «misterio pascual» en este sentido restrictivo, sino teniendo en cuenta todo lo que este misterio implica: el amor más grande, la obra de la redención y, asimismo, el equilibrio entre el momento culminante de la Pascua y toda la extensión de la vida del Salvador. Este equilibrio se realiza en la persona misma de Cristo glorioso. Por eso el magisterio de la Iglesia ve en la Eucaristía el memorial del misterio pascua¡, el memorial del Amor infinito de Dios manifestado en Cristo (memoria amoris sui eximii), así como el memorial de la salvación, de la redención y de la liberación. (Cf. URBANO IV, Bula Transiturus de hoc mundo ad Patrem, de 11 de agosto de 1264).

3. Ver mi estudio Trento, una interpretación teológica, Barcelona 1979, pp. 213- 244.

4. Desde el punto de vista civil, la Europa de la modernidad está hecha de la dialéctica entre la Reforma y Trento: los alemanes, simbolizados por Goethe e incluso por el Gadamer actual, frecuentador de Nápoles, sienten la nostalgia de la Italia solar. Los italianos, simbolizados por Verdi y Puccini, maduran cuando aportan a sus obras la densidad germánica.

5. Ver Lc 22,7-13.

6. Con una reunión previa, para llegar a entender la letra de la palabra en su propio espíritu, desde un corazón dispuesto para la conversión, y con una homilía breve y bien hecha.

7. AGUSTÍN, Carta 55, ya citada.

8. JUAN CRISÓSTOMO, Catequesis 3, 13-19; sc 50, 174-177.

9. Ibid.