ADOPCIÓN FILIAL

 

1.ADOPCION FILIACION

La incorporación a Cristo no se produce mediante una adhesión del mismo tipo que las adhesiones que tienen lugar naturalmente en la humanidad: no se adhiere uno a Cristo resucitado como se adhiere uno a un partido político o como se solidariza uno con un "líder". Para ser «en Cristo», para pertenecer a Cristo, es preciso tener el Espíritu de Cristo (/Rm/08/09), ese Espíritu Santo que el Resucitado derrama sobre aquellos que el Padre le ha entregado, sobre aquellos que el Padre ha escogido en Cristo antes de la creación del mundo y los ha predestinado a ser hijos adoptivos por medio de Jesucristo (Ef/01/04-05).

-La adopción filial:

Ser incorporado a Cristo, hacerse heredero con él, es, en definitiva, tomar parte en su filiación, ser hijo en el Hijo, hacerse hermano de Cristo: "A los que de antemano conoció (Dios), también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos" (/Rm/08/29).

Es perfectamente evidente que no está en la mano de la criatura el acceder a semejante fraternidad: ninguna fuerza creada puede hacer de los hijos de Adán hijos de Dios. Eso es obra de la Fuerza de lo alto, que es el Espíritu Santo, el cual, en esta divinización del hombre, es llamado «Espíritu de adopción» (/Rm/08/15).

"AI llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la Ley y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: "¡Abbá, Padre!" De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios» (/Ga/04/04-07).

Gracias a ese Espíritu que nos incorpora a Cristo, vivimos en aquel a quien ama el Padre, nos hacemos «los amados de Dios», somos en aquel en quien Dios se complace (Mt/03/17). Sin embargo, nuestra conformación con Cristo mediante la acción del Espíritu Santo se produce de una manera progresiva, a lo largo de toda nuestra vida, en la misma muerte y aún más allá, en vistas a "una resurrección semejante a la suya" (Rm/06/05). Mientras esa conformación no haya llegado a término, mientras sigamos aquí abajo, mientras "aún no se haya manifestado lo que seremos" (1Jn/03/02), no tendremos más que "las arras del Espíritu" (2 Co/01/22; 05/05; Ef/01/14).

Nuestra solidaridad con Cristo tiene lugar por medio del Espíritu Santo; y si recibimos este Espíritu, es porque Cristo nos lo comunica a través del "bautismo en el Espíritu" que es la extensión de Pentecostés.

-«Alcanzados por Cristo»

La incorporación a Cristo por el «bautismo en el Espíritu» no es fruto de un contrato entre Cristo y el bautizado. La iniciativa divina es aquí tan soberana como en el caso de la Promesa. El camino que conduce a la adopción filial no ha sido previamente trazado del hombre hacia Dios, sino de Dios hacia el hombre: fue de un modo gratuito como Cristo fue enviado al mundo, y es de un modo gratuito como él envía el Espíritu Santo. No es el hombre quien «alcanza» a Cristo; es Cristo el que alcanza primero a aquel a quien él se incorpora a sí.

"He sido alcanzado por Cristo Jesús", dice Pablo hablando de su conversión y su bautismo (/Flp/03/12). En nuestro bautismo, efectivamente, Cristo nos ha alcanzado en nuestra más profunda intimidad. Se ha hecho cargo definitivamente de nosotros, sin mérito alguno por nuestra parte. En esta unión, nuestra mano puede, a lo largo de nuestra existencia aflojar más o menos su presión; pero la suya, su mano, seguirá firme, suceda lo que suceda. No son nuestros méritos los que han impulsado a Cristo a alcanzarnos; ni serán nuestros «deméritos» los que le hagan aminorar su «apoderamiento» de nosotros.

CARACTER Este «apoderamiento» divino e inquebrantablemente fiel puede ayudar a explicar lo que los teólogos han denominado el «carácter bautismal», esa marca indeleble que recibe el bautizado. Se trata, en nuestro ser más íntimo, de una huella imborrable de ese primer encuentro con el Señor y de ese su gesto de amor gratuito con que nos ha diferenciado a cada uno de nosotros y nos ha elegido cuando ha querido hacerlo. Se trata de una especie de "sello" o de «marca» espiritual, de una «unción del Espíritu» (2Co/01/22; Ef/01/13; 04/30). Un bautismo válidamente recibido no se reitera nunca, porque, suceda lo que suceda, el Padre seguirá siendo fiel a su hijo de adopción, "sin revocar en lo más mínimo sus dones ni su vocación" (Rm/11/29); ya nada podrá separar al bautizado del amor que Cristo le profesa (Rm/08/35). Dios jamás se vuelve atrás. Jamás suelta a aquel a quien él ha amado primero, sin pedirle permiso para ese amor ni fundamentar éste en los méritos del amado. Jamás, por lo tanto, tiene que recomenzar su iniciativa bautismal: en cierto modo, ésta siempre tiene lugar «hoy».

En este sentido, el volver a bautizar a alguien que ya hubiera sido válidamente bautizado sería hacerle una injuria a Dios, porque significaría dudar de la fidelidad de su amor.

-Bautizados por Cristo

Extensión actual de Pentecostés, el bautismo no puede ser más que una acción propia de Cristo. Sólo él bautiza, y no únicamente en el agua, sino «en el Espíritu Santo». Los discípulos de Cristo no bautizan sino por mandato suyo, y jamás lo hacen en nombre de ellos, porque no son más que «ministros», servidores, que actúan en nombre de su Señor. El bautismo es un gesto de Cristo resucitado, no un gesto de la Iglesia en cuanto comunidad, aun cuando sea el bautismo el que introduce en dicha comunidad; el bautismo no es una «cooptación» por parte de la Iglesia; un cristiano no tiene que escoger a sus hermanos en Jesucristo. La Iglesia no es dueña de la acción del bautismo, aunque dicha acción le concierna vitalmente.

Según una célebre fórmula, si Pedro bautiza, de hecho es Cristo quien bautiza; y si bautiza Judas, también es Cristo el que de hecho bautiza. Tal vez en ningún otro sacramento se muestra la Iglesia, llegado el caso, tan discreta en su intervención tangible como en este encuentro entre el Señor y aquel a quien escoge y llama: aunque el «ministro» habitual del bautismo solemne sea el obispo, el sacerdote o el diácono, en caso de necesidad urgente y si no hay ningún cristiano para desempeñar esta función_ cualquier miembro de la humanidad puede administrar lo esencial del bautismo; sólo se exige de él que respete el rito y que tenga la intención de hacer lo que hace la Iglesia cuando bautiza. Incluso fuera de este caso de necesidad, y en las mismas condiciones por lo que hace al rito y a la intención, la Iglesia reconoce la validez de un bautismo aunque haya sido conferido por un hereje; más aún: hasta por un pagano.

Este simple aspecto jurídico muestra a las claras lo consciente que es la Iglesia de que, en cada bautismo, es por propia iniciativa totalmente gratuita como Dios, a través de Cristo resucitado, establece un vínculo definitivo entre él y el bautizado, a quien él mismo ha diferenciado, elegido y llamado «antes de la creación del mundo» (Ef/01/04). En su condición de gesto actual del Resucitado, el bautismo es para la Iglesia un sacramento que la trasciende, no una ceremonia que pueda ella establecer a su antojo con plena libertad. Si la Iglesia bautiza, es porque su Señor le ha mandado hacerlo: «Bautizad a todas las gentes» (Mt/28/19); y en su elemento esencial, la elección de este rito no depende de ella: le es menester «bautizar».

EL BAUTISMO ¿Iniciativa de Dios o compromiso del hombre
SAL TERRAE. Col. ALCANCE 41.SANTANDER 1987, págs. 36-41

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BAU/HSV AGUA/SIMBOLO

-Evocación de la Historia Sagrada

Dado que el bautismo introduce al bautizado en la Historia Sagrada, es perfectamente normal que su rito evoque alguna importante etapa de dicha Historia.

El rito utilizado por Juan Bautista, que es reproducido en parte por nuestro bautismo, tenía la finalidad de prepararle al Mesías "un pueblo bien dispuesto". Y aquel bautismo no dejaba de evocar determinados acontecimientos bíblicos relativos a la constitución del pueblo de Israel. El bautismo cristiano, por su parte, recupera y asume tal evocación. El rito del agua recuerda las aguas que Israel tuvo que atravesar milagrosamente en otro tiempo para llegar a la Tierra Prometida: tal vez el paso del Jordán bajo la guía de Josué (Jos/03/14-17), y con toda seguridad el paso del Mar Rojo bajo la guía de Moisés. Pablo ve en este último episodio la prefiguración del bautismo: "Nuestros padres estuvieron todos bajo la nube, y todos atravesaron el mar; todos fueron bautizados en Moisés, por la nube y el mar» (/1Co/10/01-02).

AGUA/SV:SV/AGUA: En efecto, el paso del Mar Rojo significó la liberación de la servidumbre de Egipto, gracias al poderoso brazo de Dios, y la inauguración de la larga marcha hacia la Tierra Prometida; y el bautismo es, gracias al poder de Dios, liberación del reino del pecado e inauguración de la marcha hacia el Padre.

Para la Iglesia Apostólica, el bautismo no es sólo prefigurado por este episodio del Mar Rojo, que únicamente concernía a los judíos; también lo es por el Diluvio, que concernía a Noé y su familia y, por consiguiente, a toda la humanidad. Por eso san Pedro, al evocar el bautismo, recuerda que Noé y los suyos fueron salvados «a través del agua» (/1P/03/20).

-El simbolismo natural del agua SIMBOLO/AGUA:

Por último, además de este simbolismo histórico que recuerda los grandes acontecimientos del Antiguo y del Nuevo Testamento, el agua del bautismo comporta un simbolismo natural, común a la mayor parte de las religiones. En éstas, el agua interviene en numerosos modos de expresión normal de la conciencia religiosa humana en general. Este simbolismo natural no estaba ciertamente ausente en el bautismo de Juan; y no hay ninguna razón para excluirlo del bautismo cristiano, con tal de que no se le conceda el primer lugar, porque, efectivamente, no es en virtud de este simbolismo natural por lo que la Iglesia posee un sacramento en el que interviene el agua. Después de todo, también el fuego es un elemento muy importante del simbolismo religioso y, sin embargo, ninguno de nuestros sacramentos lo utiliza como «materia» esencial; es cierto que desempeña un papel bastante importante en nuestra liturgia, pero no deja de ser un papel periférico y, en resumidas cuentas, accesorio.

También hay que tener mucho cuidado de no restringir el simbolismo de la ablución bautismal al de una simple «operación de limpieza»: en el simbolismo religioso del agua, las cosas son algo más complejas. El agua, efectivamente, no es un elemento propio únicamente para «lavar»; también es posible, por ejemplo, ahogarse en ella. Pues bien, «bautizar» significa también «sumergir...». Es preciso, por tanto, considerar la significación del agua de un modo menos superficial, so pena de no ver el bautismo más que como una especie de gran «limpieza» espiritual...

Los historiadores de las religiones nos dicen que, para la conciencia religiosa, las aguas simbolizan el conjunto de «posibilidades»: en ellas puede germinar todo tipo de cosas, tanto buenas como malas. Las aguas pueden ser vivificantes, pero también pueden ser mortales. Por una parte, efectivamente, toda vida tiene su origen en el agua, y sin agua todo muere. La inmersión, por lo tanto, puede significar una vuelta a los orígenes, al vigor primigenio; y en este sentido el agua resulta atrayente.

AGUA/MU-V:Pero el agua tiene también un aspecto temible: en ella puede uno ahogarse y disolverse. Hay que decir, en suma, que las aguas son a la vez «sepulcrales» y «maternales», tumba o madre.

-La muerte

La Escritura no ignora el aspecto «sepulcral» de las aguas, y son numerosos los textos en los que las «aguas» simbolizan la muerte. Así, por ejemplo: «¡Sálvame, oh Dios, porque las aguas me llegan hasta el cuello! (...) ¡Que escape yo... a las honduras de las aguas! ¡Que el flujo de las aguas no me anegue (Sal/69,2.15-16).

En el Nuevo Testamento, el caminar de Jesús sobre el "mar" (Jn/06/16-20) lo muestra hollando con sus pies el elemento en que habitan las potencias malignas, los grandes monstruos como Rajab y Leviatán; el gran abismo del que, en el Diluvio, surgieron las aguas que anegaron la tierra y a todos sus habitantes. Cristo, como ya hemos visto, habló de su muerte como de un bautismo. Y este mismo aspecto sepulcral de las aguas permite a Pablo decir: "Sepultados con él en el bautismo. con él también habéis resucitado" (Col/02/12); o también: «Fuimos con él sepultados por el bautismo en la muerte» (Rm/06/04).

-El renacer

Pero las aguas también son «maternales»: simbolizan el nacimiento y la fuente de fuerzas absolutamente nuevas. Por ellas el mundo renace tras el Diluvio; por ellas reverdece el desierto, etc. Todos sabemos de la importancia bíblica del tema del «agua viva» y sus beneficios.

Si las religiones tienen tantos ritos de ablución, no sólo para las personas, sino también para los objetos, no se debe a una preocupación por la higiene. De hecho, pueden someterse a tales abluciones objetos que ya están perfectamente limpios; y si se tratara únicamente de "limpiar", los antiguos ya conocían «detergentes» mucho más eficaces que el agua clara... En realidad, no es tanto la suciedad cuanto el desgaste lo que se intenta combatir mediante el contacto con el agua: buscando el primitivo esplendor, lo que fundamentalmente se busca es la primitiva fuerza. Se trata, en el sentido fuerte de la expresión, de «renovar» y, consiguientemente, de restaurar la «fuerza» original, que ha quedado deteriorada con el tiempo.

BAU/MU-V:Sepultura y seno materno, muerte y renacer: todos estos aspectos del agua se encuentran en el bautismo cristiano. Hablaremos de ello más adelante. Pero, considerando aquí únicamente el bautismo de Cristo, es fácil comprender que su verdadero bautismo no es el del Jordán, sino el de su muerte, seguida de su resurrección. En su muerte, Cristo desciende a lo más profundo del abismo de las «grandes aguas»; y al irrumpir en ellas, triunfa definitivamente sobre los poderes del mal, los cuales se ven, por así decirlo, obligados a relanzarlo hacia la gloria divina, y con él a todos aquellos a los que mantenían cautivos. Es esta perspectiva la que explica por qué el tema de Jonás, «vomitado» por el monstruo marino, se repite tan frecuentemente en la iconografía de las catacumbas.

En suma, en cada bautismo, y a través del simbolismo del rito, el Resucitado, irradiando el Espíritu, regresa al agua «del Jordán» para encontrarse allí con el hombre concreto, comunicarle la fuerza de ese Espíritu y arrastrarlo hacia el Padre. (·AUBIN-PAUL-1. _ALCANCE.Pág. 54-59)

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-Acrecentamiento cualitativo

CR/EDIFICIO:Todo bautismo representa, a la vez, un acontecimiento personal y un acontecimiento de Iglesia: incluso el bautismo de un solo hombre concierne a la Iglesia universal. Y no se trata simplemente de que la Iglesia vea asegurada su supervivencia en este mundo mediante el reclutamiento de nuevos miembros. En cierto sentido, cada bautizado es absolutamente irremplazable: el crecimiento eclesial operado por Cristo nunca es puramente numérico; habría que compararlo más bien con una edificación que va creciendo: «La Iglesia se edificaba», dice el libro de los Hechos (Hch/09/31). Se trata, efectivamente, de la edificación de una especie de Templo hecho de piedras vivas: el Templo del Espíritu. Por eso todo bautismo puede ser comparado a la colocación de una nueva piedra, de un nuevo elemento arquitectónico, en la construcción de un edificio; o también al nacimiento de un nuevo vástago en una familia, en este caso "la familia de Dios" (Ef/02/19). Y al igual que sucede con ese edificio o con esa familia, la Iglesia no se siente concernida únicamente en un sentido numérico por la novedad de ese elemento introducido en ella: sin dejar de ser la misma, se ve, en determinados aspectos, transformada. En cada bautismo, la acción de Cristo y del Espíritu acrecienta la Iglesia universal con un elemento que es, en parte, totalmente nuevo e inédito y que jamás se verá exactamente reproducido en otro ejemplar. Porque el Espíritu personaliza intensamente a los miembros de la Comunidad, distribuyendo en cada uno la innumerable variedad de sus dones y carismas. San Pablo escribe a los paganos convertidos: "Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular el propio Cristo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu" (/Ef/02/19-22).

En esta perspectiva, el bautismo, por lo tanto, se definirá como una entrada en la Iglesia universal. No hay bautismo sin Iglesia, ni hay Iglesia sin bautismo. Por lo demás, el bautismo es ciertamente un sacramento que afecta directamente a tal o cual individuo; pero también puede hablarse de un bautismo de la propia Iglesia: "Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella para santifcarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra" (Ef/05/25-26). ¿Y qué es lo que hace el Nuevo Testamento cuando entresaca de la Escritura una imagen del bautismo? A pesar de lo apropiada que podría parecer, no apela a la historia de Naamán el Sirio, que quedó curado de su lepra bañándose en el Jordán, sino que opta por el paso liberador del Mar Rojo por parte de la multitud del Pueblo Elegido, o bien por el Arca de Noé.

Esta conciencia de que cada bautismo es un acontecimiento de Iglesia ha visto siempre en la Pascua la fecha absolutamente privilegiada para celebrar los bautismos; y antiguamente, salvo en peligro de muerte, solían retrasarse hasta dicha fecha. Aquella fiesta se vivía como la fiesta de los cimientos de la Iglesia, en que la comunidad universal se manifestaba con su máxima amplitud; y esta manifestación global no podía menos de otorgar un importante lugar a la acción del Señor, que acrecienta su Iglesia sin cesar.

-Acrecentamiento para la misión de la Iglesia

Es evidente que estos continuos acrecentamientos presentan un carácter de vital importancia para la Iglesia: sin tales neófitos, la Iglesia no podría seguir siendo ella misma, porque se haría incapaz de asegurar su misión de sacramento universal de salvación para el mundo hasta la consumación de los tiempos. Al estar formada, aquí abajo, por hombres mortales, cuya actividad se ve limitada por el tiempo y el espacio, sin ese acrecentamiento no podría llegar a "todas las naciones" no podría estar constantemente presente como la levadura en la masa; no podría cumplir el mandato: "ld por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación" (Mc/16/15). Al estar formada por hombres que, individualmente, se hallan fatalmente marcados por su tiempo, su medio ambiente y su cultura, no podría -por muy buena voluntad que tuvieran sus miembros y por muy grande que fuera el deseo de éstos de ser lo más «universales» posible- enseñar eficazmente a todas las naciones hasta los confines de la tierra, a no ser que el Resucitado la haga extenderse y renovarse sin cesar. Y su extensión no es tanto, fundamentalmente, cuestión de número cuanto cuestión de universalidad.

El Vaticano II ha recordado que la Iglesia es «como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» Si esto se toma en serio, todo bautismo constituye, por lo tanto, no sólo un acontecimiento de Iglesia, sino también, de algún modo, un acontecimiento de alcance universal. El neófito es un nuevo testigo del Evangelio: testigo «pasivo» del amor gratuito de Dios, del que recibe un signo tangible, y testigo «activo», puesto que, en la medida de sus posibilidades, tiene que anunciar la realización de la Promesa de Dios "que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad" (1Tm/02/04). Sin semejante renovación, la Iglesia universal no tardaría en dejar de ser el instrumento adecuado del amor de Dios al mundo.

Es cierto que en nuestros países, tradicionalmente cristianos, estamos habituados al bautismo, hasta el punto de que, durante siglos, los registros de bautismos han ocupado prácticamente el lugar de los registros civiles de nacimientos. Nacer y recibir el bautismo eran dos realidades que tendían a superponerse de un modo casi automático. Y hay que añadir que, por razones geográficas y de transporte, el mundo cristiano occidental estuvo mucho tiempo, para la inmensa mayoría de sus habitantes, replegado sobre sí mismo. Consiguientemente, la cristiandad no siempre tuvo una visión exacta de la dimensión humana del universo. Por ello el bautismo se convirtió en un acontecimiento que era experimentado más como algo familiar que como algo eclesial; y por lo que hace a su dimensión mundial, era algo que se olvidaba casi siempre. La Iglesia de los primeros siglos, que no era mayoritaria, parece haber tenido más conciencia de las repercusiones de su presencia en el mundo para la salvación de éste.

Todavía hoy, un bautismo suele tener el aire de una fiesta íntima en la que se reúnen parientes y amigos. Lo cual no es malo en sí, ni mucho menos. Pero ello no autoriza a olvidar que quienes asisten a un bautismo representan a la comunidad cristiana universal. No puede encerrarse el bautismo en una mentalidad capillista, por muy fervorosa que sea. Quienes asisten deben considerarse, junto con el sacerdote, como delegados de la Iglesia universal; y deben esforzarse en ponerse, por así decirlo, en situación de Iglesia universal. Lo que se les pide es que no se comporten como meros espectadores, sino que participen; lo cual se hace esencialmente mediante la profesión de fe que es el Credo: la fe de la Iglesia universal es el marco específico del bautismo. Págs. 64-69

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2. HIJO-DE-D RENACIMIENTO RECREACION:

1. Según San Juan, Dios da en Cristo el poder de ser hijos de Dios al hombre que no sigue la voluntad de la carne ni la propia, sino que creen en su palabra (Jn 1, 12). Para ser hijo de Dios se necesita, pues, una especial potestad o autorización divina; sólo se logra en Cristo. El hombre se hace hijo de Dios por ser nacido de Dios (lo. 1, 13; l lo. 5, 1. 4. 18). El proceso aludido con la imagen "renacimiento de Dios" -que procede de las religiones de misterios- tiene tal profundidad, que es la única imagen apropiada para expresarlo. Del mismo modo que el hombre recibe su vida terrena caduca de una madre terrestre, es decir, de las fuerzas de la tierra, la vida celestial y eterna sólo puede ser recibida de la vida de Dios, de las fuerzas del cielo. "El hecho de que se compare este nacimiento espiritual a la generación y nacimiento normales del hombre, dándole incluso preferencias y prerrogativas, significa que se trata de un verdadero nacimiento. San Juan habla de los que nacen de la sangre, del instinto de la carne y de la voluntad del varón y de los nacidos de Dios. Lo que le interesa es establecer el rango superior, la mayor importancia, la vida más perfecta que tiene el hecho de nacer de Dios, todo eso sería ilusorio si el hecho de nacer de Dios fuera menos realidad que el nacer del seno de una madre humana, si el nacimiento espiritual no fuera más que una imagen de este nacer terreno y corporal. Es cierto que en el nacer de Dios no entran en cuestión las formas fisiológicas del nacimiento terreno; pero ¿dependen la autenticidad y realidad del nacimiento de esas formas fisiológicas o del hecho de que un ser da vida a otro ser vivo?" (J. Pinsk).

Veamos la explicación que da del tema la conversación nocturna entre Jesús y Nicodemo: "En verdad te digo que quien no naciere de arriba no podrá entrar en el Reino de Dios" (/Jn/03/03-06). Nicodemo no entiende esas palabras; no se atreve a escapar por la tangente de lo alegórico, por otra parte, no puede imaginar el nacimiento más que como salida del vientre de la madre; por fin nace la pregunta que representa el destino del hombre viejo: "¿Cómo puede el hombre nacer siendo viejo? ¿Acaso puede entrar de nuevo en el seno de su madre y volver a nacer?" (lo. 3, 4). Cristo responde que el nacimiento nuevo, de que El habla, no ocurre en las formas de la Naturaleza, sino en otras formas: es un nacimiento del agua y del espíritu: "En verdad, en verdad te digo que quien no naciere del agua y, del espíritu, no puede entrar en el Reino de los Cielos" (3, 5). El agua fecundada por el Espíritu es la fuente de la que fluye para el hombre la vida nueva. Este nacimiento es tan real y auténtico como el nacimiento corporal, pero su modalidad es distinta. Del mismo modo que al nacer del vientre de la madre se comunica al hombre la vida del eón terrestre con su carácter de caducidad, por el renacimiento del agua y del Espíritu se comunica al hombre la vida inmortal del Espíritu Santo (lo. 3, 6). Esta vida del Espíritu es la vida de Cristo; el hombre la logra en Cristo, mediante su incorporación a El. Es una vida en participación de la vida de Cristo resucitado y, por tanto, una vida en la juventud perenne que caracteriza la vida del resucitado. Quien participa de esta vida no conoce la vejez ni la muerte, quien no participa de ella está bajo la ley del envejecimiento y de la muerte.

Mediante la Encarnación, Muerte, Resurrección y Ascensión todo el mundo fue ya de tal manera transformado, que le fueron infundidos de algún modo los rasgos de Cristo. Pero en el Bautismo se destaca con especial claridad en el hombre: a la vez se infunde en el bautizado la fuerza vital eterna e imperecedera de Cristo resucitado, al serle infundido el Espíritu de Cristo, el Espíritu de Dios. El cristiano vive, pues, en Cristo y por Cristo (/Jn/06/17); está lleno de santidad de Cristo y sellado por ella (lo. 17, 19); a través de Cristo es también semejante al Padre celestial (l lo. 3, 29). ¿Cómo podría ser de otra manera? El cristiano tiene vida de la vida de Dios. Del mismo modo que los padres se reencuentran en los rasgos del hijo, el Padre celestial vuelve a encontrarse en el hombre que por Cristo nace de Dios en el Espíritu Santo. Quien ha nacido de Dios se ha convertido en otro hombre, en hombre nuevo. Aunque San Juan no habla expresamente de la nueva creación, esta doctrina está implícitamente contenida en su imagen del re-nacimiento; es San Pablo quien da testimonio expreso y formal de la re-creación.

NOVEDAD/H-NUEVO:H-NUEVO/NOVEDAD: San Pablo describe muchas veces la justificación del hombre y su interna santificación, desde el punto de vista de la novedad y de la nueva creación (/Ef/02/10; /Ef/04/23; /2Co/05/17; /Ga/06/15). La novedad supone que lo viejo pasa y muere; lo nuevo nace al morir lo viejo. Como vimos, San Pablo llama al Bautismo muerte y resurrección en Cristo; el Bautismo es participación en la muerte y resurrección de Cristo. El modo viejo, mundano, pecador y caduco de existencia, muere al participar en la muerte de Cristo y el modo cristiano de existencia surge en la participación de su resurrección. El paso de la vida mundana a la participación en la vida de Cristo es una verdadera renovación desde la raíz misma de la persona humana: "De suerte que el que es de Cristo se ha hecho criatura nueva, y lo viejo pasó, se ha hecho nuevo" (/2Co/05/17). Lo nuevo ya no envejecerá; es lo eternamente joven. El hombre que ha sido creado de nuevo goza de juventud eterna e imperecedera, a pesar de su vejez biológica. Quien desee la eterna juventud, debe incorporarse a Cristo por la fe; sólo así podrá participar de ella; quien la busque en la Naturaleza, en vez de buscarla en Cristo, sufrirá una gran desilusión; su destino será envejecer y morir.

Quien, sacado de la corriente de vida que viene de Adán, es introducido en el torrente de vida que mana de Cristo, es sumergido en la gloria, en la dinámica vital y en el Pneuma de Jesucristo; será traspasado y configurado por la dinámica de Cristo, que es dinámica del Espíritu de Cristo. En Cristo recibe, pues, verdadera santidad y verdadera justicia (Eph. 4, 23-24), ya que participa analógicamente de la santidad de Cristo. Su santidad será análoga a la de Cristo, y estará sellada por ella. En I Cor. 6, 11, dice San Pablo: Y algunos esto erais, pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios" (cfr. también I Cor. 3 17; 6, 19; Col. 3, 9). Y a los romanos les escribe: "El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones" (Rom. 5. 5) El corazón del hombre justificado está inundado del amor del Padre celestial.

El esplendor que irradia del justificado, gracias a su unión con Cristo, proviene de la gloria de Cristo resucitado, que le domina y le traspasa; está configurado con Cristo, el bautizado es una imagen creada por el Espíritu Santo del Hijo de Dios Encarnado (Rom. 8, 29); es cristiforme (Orígenes, Contra Celsum, 6, 79), en él se revela Cristo; del mismo modo que Cristo es una epifanía del Padre celestiaI, el cristiano lo es de Cristo. ·CIRILO-ALEJANDRIA-S de Alejandría dice en el sentido de San Pablo (Comentario a Isaías, 4, 9; PG 70, 936 BC.):

"Todos nosotros hemos sido formados en el seno de nuestra madre. Y así, somos todos formados hijos de Dios al ser configurados espiritualmente, al destacarse en cada una de nuestras almas la forma bella de la virtud, la belleza del Espíritu Santo. Y así somos configurados en Cristo por la participación del Espíritu Santo, conforme a la belleza ejempIar originaria de Cristo. Cristo se forma en nosotros de ese modo, porque el Espíritu Santo nos hace partícipes de un proceso divino de configuración mediante la santificación y la vida recta... El carácter del ser de Dios Padre se imprime en nuestras almas, porque el Espíritu Santo nos configura, como he dicho ya, a imagen de Cristo, mediante la santificación." "En quienes no viven conforme a la fe, se ha perdido el esplendor de esa semejanza. Por eso necesitan nuevos dolores de nacimiento espiritual, un nacimiento interior nuevo, para que de nuevo se asemejen a Cristo" (Responsio ad Tiberium, 10). Y viceversa: "Si hacemos siempre una vida creyente y santa, Cristo se formará en nosotros y hará irradiar espiritualmente en nuestro interior sus propios rasgos" (De dogmatum solutione, 3; cfr. también el Comentario al Evangelio de San Juan, II, 1, Diálogo 7 sobre la Trinidad).

IMAGEN/HUELLA:HUELLA/IMAGEN: Según San Pablo, toda la creación lleva de algún modo los rasgos de Cristo, porque El es la Cabeza del Universo; todas las cosas están caracterizadas por este hecho; todas tienen estructura cristológica. Pero el justificado tiene los rasgos de Cristo de otra manera. Tal vez pueda decirse que sólo el justificado es imagen del Salvador glorificado, a través de la Muerte y de la Resurrección, y que las demás criaturas que no son más que huellas suyas. En una huella se observa que alguien ha pasado y hasta puede deducirse, quién es el que pasó. Quien pudiera ver el fondo de las cosas, podría reconocer que el Hijo de Dios encarnado, crucificado, resucitado y elevado a los cielos pasó por la tierra, y atravesó el Universo. Sólo quien vive en gracia es imagen de Cristo»; quienes pueden ver la profundidad de ser -Dios y los santos, por ejemplo-, se encuentran con la imagen de Cristo, el rostro de Cristo les sale al encuentro (Gal. 4, 19); y como el Hijo es la imagen perfecta del Padre celestial, quien se asemeja a Cristo se asemeja al Padre (2 Cor. 3, 18; Col. 3, 10) tiene en sí la imagen de lo celestial (11 Cor. 15, 49).

BAUTIZADO/IMAGEN-X:Todavía hay que hacer una distinción; los rasgos de Cristo crucificado y resucitado sólo se encuentran en el bautizado. El justo no bautizado, es decir, quien participa de la salvación por caminos extraordinarios, no tiene esos rasgos, ya que sólo el Bautismo los imprime (cfr. Rom. 6 y 8, 29). Pero también el justo no bautizado tiene de algún modo los rasgos de Cristo; la Revelación no habla de cómo se asemeja a Cristo, pero de todas formas su semejanza debe ser mayor de lo que antes llamábamos "huellas" de Cristo. Tal vez pueda decirse que es imagen de Cristo, pero que en esa imagen no se incluyen los rasgos de Cristo crucificado y resucitado. Quien pudiera mirar en el fondo de tales hombres, vería, sin duda, como en un espejo, la imagen y rostro de Cristo; pero no sería una especie de espejo que no retrataba los rasgos impresos en Cristo por la muerte y resurrección; él justo no bautizado no está introducido en el ámbito de poder de la Muerte y Resurrección de Cristo, como el bautizado; por eso su semejanza a Cristo es menos esencial que la de los bautizados, que jamás pueden ya perderla del todo. Por el pecado mortal, la imagen de Cristo puede perder en el bautizado su brillo, su esplendor y claridad, en cierto modo, puede perder su colorido, pero el dibujo, por decirlo así, permanece y sigue existiendo; es una imagen borrosa y ciega, pero no puede jamás ser borrada del todo. La transformación del hombre "mundiforme" en "cristiforme" es de tal profundidad, que San Pablo habla de una acción creadora divina; lo que ocurre en ella no es sólo un mejoramiento de lo ya existente, sino una verdadera re-creación, aunque en el sentido de transformación. EI hombre es liberado de su pasado; logra un presente nuevo y -lo que es todavía más importante- un nuevo futuro.

Ante las puertas de Damasco, San Pablo vivió a Cristo glorificado como luz celestial. La semejanza a Cristo de hombre re-creado resulta, por tanto, participación de la luminosidad de Cristo: "Porque Dios que dijo: Brille la luz del seno de las tinieblas, es el que ha hecho brillar la luz en nuestros corazones para que demos a conocer la ciencia de Dios en el rostro de Cristo" (2 Cor. 4, 6).

VESTIDO/BAU REVESTIRSE-DE-CRISTO: EI Apóstol intenta también representar la semejanza a Cristo deI crucificado en la imagen del "vestido"; quienes han sido bautizados en Cristo, han sido revestidos de Cristo (/Ga/03/17). Esta imagen alude a lo ocurrido en el paraíso. Al pecar los primeros hombres, fueron despojados del vestido de la inocencia y de la justicia. Expresión visible de esa interna desnudez y de la pérdida del esplendor y gloria divinos fue el abrírseles los ojos y el darse cuenta que estaban desnudos. De pronto cayeron en la cuenta de que estaban desnudos el uno delante del otro; y se sintieron despojados y abandonados. El vestido paradisíaco perdido había cumplido la función de representarles el uno ante el otro y de proteger a la vez su misterio personal; al perderlo, estaban desvelados el uno frente al otro y se apresuraron a encubrir su cuerpo desnudo y superar así aquel mutuo estar expuestos y despojados. Dios mismo les ayudó, haciéndoIes vestidos de pieles; pero tales vestidos eran un mal sustitutivo de los perdidos. Los hombres trataron de recuperar lo perdido; pero ningún vestido terreno podía devolver el esplendor del vestido paradisíaco perdido al pecar, porque podían expresar la honorabilidad, pero no la inocencia; la honradez y rectitud, pero no la justicia, porque podían defender al hombre de la inclemencia y peligros del Cosmos, pero no de la maldad.

El vestido que el hombre tuvo y perdió y que intentó recuperar a través de todos los ensayos de vestirse, le es regalado en el Bautismo; es el vestido de la gloria celeste tejido de agua bautismal. El bautizado vuelve a ponerse el vestido de la gloria, de la inocencia y de la santidad; se viste de la gloria de Cristo resucitado- se asemeja a El desde dentro. Con ese vestido es un hombre nuevo, con nuevo nombre (Col. 3, 9-10; Eph. 4, 22; Rom. 13, 14). El hombre se presenta así como perteneciente al cielo, a la casa de Dios, a la familia del Padre celestial (lo. 14, 2). Este nuevo vestido cumple perfectamente las condiciones de vestido: protege al hombre en su misterio personal inaccesible, sólo conocido por Dios, y a la vez le revela como hijo de Dios. Con este vestido, el justificado puede acudir al banquete nupcial del cielo (/Mt/22/11). Símbolo de ese vestido nuevo es la túnica bautismal que se le impone al hombre al bautizarlo; aparecerá visiblemente con su nuevo vestido cuando haya un cielo nuevo y una tierra nueva (Apoc. 3, 4; 3, 18; 6, 11; 7, 9; 7, 13). La túnica de Cristo que viste el bautizado tiene, por tanto, carácter escatológico. Pero lo que al final de los tiempos se hará visible con todo su esplendor ha sido ya regalado al justo, aunque invisiblemente

También San Pablo conoce la imagen del re-nacirniento, pues el hombre "nuevo" es el hombre que vuelve a nacer. "Mas cuando apareció la bondad y el amor hacia los hombres de Dios, nuestro Salvador, no por las obras justas que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, nos salvó mediante el lavatorio de la regeneración y renovación del Espíritu Santo" (Tit. 3, 4-5).

(·SCHMAUS-5.Págs. 132-137)

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3. Testimonio del Evangelio de San Juan :

Según San Juan, la filiación del hombre se funda en su haber nacido de Dios; se convierte en hijo del Padre celestial, porque Dios le regala la vida divina, Dios le regala un nuevo modo de existencia. A quienes aceptan la luz (el Logos) concede Dios el derecho de ser hijos de Dios; para llegar a serlo el hombre necesita según esto, una autorización divina especial. No es evidente sin más ni más que el hombre se convierta en hijo de Dios; el hombre no puede conseguir la filiación divina por propia iniciativa; la filiación es un regalo de Dios omnipotente y bueno. Con imágenes que traicionan su origen -religiones de misterio- da testimonio San Juan de que el hombre nace de Dios por la fe. El nuevo modo de existencia fundado en ese nacer de Dios no es el resultado del acontecer cósmico o de los esfuerzos éticos del hombre, sino la libre concesión y decreto de Dios; no es, pues, un proceso natural, sino que procede de la decisión libre y personal de Dios. El hombre acepta el regalo que Dios le hace en la fe. San Juan describe ese admirable acontecimiento, elevado sobre todo origen terrestre de la siguiente manera: /Jn/01/09-13. Y en su primera epístola escribe: /1Jn/02/29; /1Jn/03/10).

La filiación divina del hombre abarca el alma y el cuerpo, el hombre total; todo el hombre es configurado y renovado a imagen del Primogénito. Esa configuración a imagen del Primogénito es una configuración a imagen de Cristo resucitado. La vida divina de quien es hijo de Dios es participación en la vida de Jesucristo resucitado; precisamente en esa participación de la vida resucitada del Primogénito de toda la creación consigue el justo la juventud indestructible. La Escritura da testimonio de este hecho en varios textos; dice, por ejemplo, San Pablo a los Filipenses: "Porque somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos al Salvador y Señor Jesucristo, que reformará el cuerpo de nuestra vileza conforme a su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene para someter a si todas las cosas" (/Flp/03/20-21). Y a los Corintios les dice: "El primer hombre fue de la tierra, terreno; el segundo hambre fue del cielo. Cual es el terreno, tales son los terrenos; cual es el celestial, tales son los celestiales. Y como llevamos la imagen del terreno, llevaremos también la imagen del celestial" (/1Co/15/47-49). En este texto se ve que la filiación tiene el mismo carácter que antes hemos atribuido a la justificación: carácter escatológico. La filiación divina del justo aparecerá en toda su espléndida gloria y logrará su forma definitiva el día de la resurrección de los muertos. Entonces se revelará -como dice San Juan en el texto citado y San Pablo en /Rm/08/20-23, la existencia de gloria que Dios había pensado para quienes fueron predestinados a ser hijos de Dios, y se revelará el amor que les ha demostrado.

ADOPCION Nuestra filiación divina se funda en el hecho de que Dios nos adopta como hijos (Ga 5). Esta adopción al estado de hijos se distingue esencialmente de toda adopción terrena, ya que, en vez de excluir el haber nacido auténticamente de Dios, lo incluye e implica. Humanamente se excluyen filiación y adopción de un mismo hombre por parte de los mismos padres. Pero, en Dios, la adopción se realiza justamente como nacimiento y filiación. La adopción y aceptación de un hombre por parte de Dios no se limita a la concesión de cosas externas (transmisión de derechos, títulos, fortuna); es más bien una acción eficaz de Dios que afecta a la más profunda intimidad del hombre y la transforma. A quien es adoptado por Dios como hijo le es infundida la vida divina. Sobre la eficacia de la palabra con que Dios habla a los hombres y les llama hijo suyo, puede verse Hebr. 4, 12.

La filiación como conducta y actitud.INFANCIA-ESPIRITUAL

Del estado de filiación se desprende la actitud filial; el ser hijo obliga a portarse como hijo, a estar dispuesto a serlo, a sentirse hijo. De esta conducta habla Cristo cuando dice a los Apóstoles: "En verdad os digo, si no volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Pues el que se humillare hasta hacerse como un niño de éstos, éste será el más grande en el reino de los cielos" (/Mt/18/34; cfr. /Mc/09/33-37). Con estas palabras exige Cristo una conducta y disposición de ánimo que se encuentran realizadas en el niño; no es que tenga al niño por completamente inocente y sin pecado; sabe que no es así; pero la actitud del niño corresponde a la ausencia de orgullo y vanidad, a la ausencia de desconfianza y de espíritu calculador, a la libertad de la esclavitud de los fines; el niño vive confiado y entregado a sus padres. En las palabras de Cristo no tiene ningún papel la idea de la inexperiencia del niño o la de su falta de madurez. Los discípulos son amonestados a que se entreguen humilde y confiadamente al Padre celestial y a que no calculen los honores o utilidades que puedan acarrearles sus obras. Cuando Dios llama al hombre a ser hijo suyo, demuestra su gran confianza en él; Dios no sospecha de los hombres, tampoco se desilusiona de ellos, aunque tenga que contar continuamente con sus debilidades; tampoco les trata como a inexpertos y menores de edad; prueba de ello es que les confía en la Revelación sus secretos y misterios más ocultos, y los acepta y admite en su vida celestial.

Cuando el hombre anhela excesivamente su soberanía o renuncia a ella, contradice a la alta idea que Dios tiene del justo y al gran respeto que le demuestra. La declaración de mayoría de edad hecha por Dios mismo da a cada justificado el deber y le impone la obligación de obrar responsable y soberanamente para fomentar: el reino de Dios dentro de las normas establecidas y necesarias para el orden de la comunidad. San Pablo critica a los Corintios porque se portan como menores de edad e irresponsables (l Cor. 3, 1; cfr. 13. 11). Fue una gran obra de amor por parte de Cristo el liberarnos del estado de minoría de edad (Gal. 4, 1-3); todo cristiano debe, por tanto, vivir como mayor de edad (Eph. 4, 14), como hijo libre en casa de su padre (Rom. 8, 15). Este vivir en mayoría de edad no está en oposición al ser niño, sino al no estar maduro, a la irresponsabilidad e inexperiencia; estaría en contradicción con él la conducta de quien se cerrara ante el Padre celestial en orgullo y terquedad, en insinceridad y desconfianza. También para el hijo mayor es indispensable la buena voluntad, el amor y la confianza; no pierde su dignidad en esa actitud. Esto es una ley que vale para la relación de hijos a padres aquí en la tierra, y mucho más para las relaciones del hijo de Dios con el Padre celestial.

El Padre celestial no pone en peligro de ninguna manera la autonomía del hijo adoptado. La idea de que el padre significa una amenaza para el hijo y de que éste, por su parte, trata de defenderse contra él, convirtiéndose así en peligro para el padre, se ha exagerado en la mitología hasta el mitologema del hijo que mata a su padre. En las relaciones entre Dios y sus hijos adoptivos no existe ese peligro. El Padre celestial domina a sus hijos para la verdadera libertad y personalidad compIeta; por eso pueden los hijos entregarse a El confiadamente y tenderle la mano, aunque les ofrezca y envíe dolores y sacrificios. Cuanto más intiman con El en el conocimiento y en el amor, tanto más participan de la gloria, grandeza y plenitud de la vida celestial. Cuando los hijos de Dios son llamados en la Escritura a penetrar cada vez más profundamente en el conocimiento y amor de Dios, oyen una indicación del camino para llegar a la plenitud de sí mismos. Conociendo y amando a Dios se asemejan cada vez más al Padre; porque es Dios mismo quien abarca con su conocimiento y amor a quien le conoce y le ama. Conocer y amar a Dios es como ser introducido en el conocimiento y amor de Dios mismo como participar en el conocimiento y amor divinos. La filiación divina alcanzará su plenitud cuando el hijo de Dios sea introducido en la visión perfecta de Dios, en la visión inflamada de amor (1 lo. 3, l; I Cor. 13, 12; Gal. 4, 9; 5, 6; Col. 3, 10; Il Cor. 3, 18; 4,6).

Paul Schütz resume de la manera siguiente las actitudes propias del hijo de Dios: "Y entonces Cristo trae a un niño, le acaricia y le pone en medio: ésta es mi última palabra. Más allá todo es silencio y justicia. Tal como sois no encontraréis ningún camino para el reino de los cielos. No basta el hombre con todas sus cualidades. Tiene que hacerse nuevo y distinto. El nacido de mujer debe convertirse en nacido de Dios. Se le debe conceder el Espíritu. Eso es lo que quiere decir volver a ser joven, convertirse en niño, recibir de nuevo una segunda inocencia y una segunda sencillez. El corazón del niño no está todavía dividido. Puede amar y confiar, temer y confiarse. Todavía es capaz de hacerlo todo de una vez y sin doblez, es decir, todavía es capaz de tener fe. Tiene todavía originalidad y está dotado para todo lo que es total y completo. Ser niño significa aquí no poder hacer una cosa del todo ni por sí solo. En verdad os digo, que si no os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. A través de esa segunda infancia pasa el camino de todos. Ante esta realidad puede ocurrir que el religioso (la indicación parte de los fariseos y escribas judíos que se aferran a su religiosidad para oponerse a Cristo) sea el último, porque es el más lejano justamente por sus retorcimientos e intenciones, por su falta de sencillez, por sus terribles decisiones y escrúpulos. Puede ser que se le adelanten los demás, las madres, los soldados, los niños"

Herederos de Dios.HIJOS/HEREDEROS:HEREDEROS/HIJOS El hijo de Dios es también heredero de Dios; tiene derecho a sus bienes. El hombre se hace heredero de Dios al convertirse en coheredero de Cristo, al hacerse hermano de Cristo, hijo de Dios (/Rm/08/17; /Gá/04/07; /Tt/03/07; /1P/01/04). Cristo al resucitar se hizo heredero de todos los bienes de Dios, pues entonces se hizo, como dice San Pablo, Señor de toda la realidad. El derecho de herencia que tiene el justo por ser coheredero de Cristo se refiere, según esto, a todo el cielo y a toda la tierra, a la plenitud de la vida divina y de su bienaventuranza, a toda la Creación. El justo sabe esa su amplísima herencia, primero, por la fe; se encuentra en la situación de un hijo a quien su padre ha prometido en herencia toda la tierra y que ya ha recibido prenda de ella; pero que sólo en el futuro entrará en posesión de toda ella. Ese día futuro es el día de la resurrección de los muertos: aquel día participará ya sin velos en la vida de Dios trinitario y se convertirá en señor de todo el mundo. Cada justo tornará entonces posesión de esa herencia; nadie se cruzará en el camino de otro, porque cada uno poseerá y dominará el cielo y la tierra de modo distinto y propio sólo de él.

La gracia es el más profundo perfeccionamiento de la naturaleza humana. La vida divina eleva al hombre a un nuevo ser; le concede un nuevo modo de existencia. Esto no significa para la naturaleza humana una intrusión o violencia, sino enriquecimiento y plenitud.

Para comprender esta afirmación hay que partir del principio de que el hombre sólo logra vida plena y con sentido al encontrarse con alguien que es distinto de él; sin ese encuentro queda encerrado en su propia estrechez y soledad; la falta de ese encuentro le empequeñece.

YO/TU:El encuentro puede ocurrir de distintas maneras, en el encuentro con el tú es donde experimentamos con más originalidad y fuerza en qué consiste y cuáles son sus efectos. Cuando otro hombre penetra en nuestra existencia puede convertirse en destino nuestro, si contestamos con sentido a su llamada. Pero sólo se nos convierte en destino el prójimo que nos encuentra. "Es incalculable la variedad de formas, de lo que se mete en mí desde fuera y me posee; con irresistible fuerza y modela mi persona, configurándome y transformándome. Puedo encontrarme con una obra del espíritu humano, que en palabras o imágenes me abre una región desconocida del ser y anubla mi alma con figuras que empiezan a vivir en mí como vivos consejeros, bienhechores o también tentadores. Puedo encontrarme con un mensaje ético, que con la fuerza de su persuasión me arrastra a su órbita y me mueve a acciones y actitudes en las que irrumpe una nueva vida. Puedo encontrarme con una misión, que, surgida del enmarañamiento de circunstancias involuntarias, se me enfrenta con la intransigencia de un tirano y me exige prestaciones y trabajos para los que no estaba preparado. Puedo encontrarme también con la naturaleza infrahumana, con destinos e intervenciones, historias y sucesos que penetran en mí como con la elocuencia de profetas y contradictores, y que excitan atormentadamente el fondo de mi alma" (Th. Litt, Der deutsche Geist und das Christentum, 1939, 22-23).

ENCUENTRO-TU YO-AUT/RELACION Para que el propio yo crezca y madure en el encuentro, el que nos encontramos tiene que ser distinto de nosotros. Sólo quien no es como yo puede darme lo que no tengo y hacerme lo que soy. Sin embargo, debe haber algún parentesco entre los que se encuentran, porque de lo contrario no hay contacto posible ni ordenación recíproca. El encuentro será mucho más fructífero si el otro no sólo es distinto de mí, sino mejor que yo.

CREATURA/DEPENDENCIA Ningún hombre sabe a priori qué encuentros le van a ser los más favorables y saludables y cuáles le van a servir de daño y perdición. Hay, sin embargo, un encuentro indispensable para la vida y la salvación: el encuentro con Dios. Mientras el hombre no se una a Dios, hay en él algo incompleto; ese algo no es superficial ni accesorio, sino el espacio más íntimo de su ser. ¡Como hemos dicho ya en distintas ocasiones, el hombre existe ordenado a Dios; la razón de esa ordenación es su origen mismo; también procede de Dios y ese su origen divino acuña y sella su ser y existencia. Debido a ese sello divino, está ordenado a Dios; y ese ordenamiento existe, aunque el hombre no tenga conciencia de él y aunque Ie niegue, porque no es un proceso anímico, sino una determinación de su ser. Psicológicamente, se expresa ese hecho esencial en que el hombre mira siempre más allá de sí y se esfuerza por algo distinto de él, en que jamás puede estar satisfecho y contento de sí mismo. El hombre es una realidad que no puede ser entendida desde ella misma, no funciona dentro de los límites de lo intramundano-natural o de lo humano empírico: desde su fundamento, ha sido creado para Dios y ordenado a encontrarse con Dios y participar vivamente de El. El hombre no es un ser que se baste a sí mismo y, por tanto, no es un ser limitado y encerrado en sí mismo; es un "ser que se trasciende o como grandiosamente formula ·Pascal-BLAS en el fragmento 434: "L'homme passe infiniment l'homme." Su naturaleza no se realiza en el desarrollo y evolución de disposiciones cerradas, sino que está trascendentemente dada en la comunidad de vida con Dios; la naturaleza más profunda del hombre es justamente la necesidad de trascenderse a sí mismo; la negación de la autotrascendencia, tal como se expresa en la idea de la naturaleza autosuficiente, es la fórmula última y definitiva de la concepción burguesa del hombre; sea desde el punto de vista del naturalismo o del humanismo sea bajo el aspecto de individualismo o colectivismo, es la destrucción de su propia y auténtica naturaleza" (·Guardini-R, Christliches Bewusst sein, 99-100).

Se puede determinar aún más concretamente el origen divino del hombre: es un origen del amor; es el proceder del abismo del amor de Dios lo que da al hombre su más íntimo carácter. El amor es, por tanto, el núcleo más íntimo de la mismidad personal del hombre. El yo tiende al tú; el hombre sólo puede vivir y llegar a ser él mismo al encontrarse con el tú (en comunidad). Signo exterior de esta realidad es el lenguaje (la capacidad de hablar del hombre); el lenguaje -y, por tanto, el tú- pertenece a la vida del yo humano. En el hombre hay vacío y desierto, cuando no llega al diálogo; la vivencia de ese vacío es la soledad.

El encuentro de yo y tú ocurre en la amistad, en el amor, en el matrimonio y lo más perfectamente posible en el encuentro del hombre con Dios: cuando el hombre es asido por el Tú de Dios. El hombre tiende a Dios, porque procede de su amor y está íntima y esencialmente sellado por él. En el fondo, siempre está en camino hacia Dios, lo sepa o no, lo quiera o no; sólo puede lograr su propia mismidad en el tú que le sale aI encuentro y, en definitiva, sólo en el Tú de Dios. Quien se cierra en sí mismo y da vueltas en torno de sí, se cierra al tú, violenta su propia naturaleza -semejante a Dios y ordenada a El-, se destruye a sí mismo. Negar a Dios y odiar a Dios significan, en úItimo término, autodestruirse (enfermedad del espíritu).

Sólo en Dios consigue, pues, el yo humano su plenitud. Dios ha determinado que el hombre sólo pueda poseerle sobrenaturalmente, es decir, Dios se comunica a los hombres, incorporándoles a su vida intradivina. Por tanto, el hombre llega a ser el mismo y logra su mismidad cuando es elevado por Dios a participar en su vida trinitaria propia.

Las afirmaciones anteriores no deben ser entendidas en el sentido de que el hombre sólo es hombre en Dios y por Dios, como si Dios fuera un elemento del ser humano y el hombre sin El fuera incompleto y como si al hombre le faltara un elemento esencial de su naturaleza cuando no es elevado a este estado; esa interpretación sería un empequeñecimiento naturalista y monista de Dios y del hombre. Al decir que el hombre sólo llega a ser el mismo, cuando participa en la vida trinitaria de Dios, queremos decir que la ordenación de Dios, que inhiere esencialmente al hombre, encuentra su última satisfacción y plenitud sólo sobrenaturalmente, porque Dios así lo ha querido; y que no hay, pues, una satisfacción y plenitud natural de esa ordenación y tendencia. No existe ninguna plenitud puramente natural del hombre. La unión con Dios, en que consiste la plenitud del hombre, no es, por tanto, evolución o desarrollo de lo ya dado y preformado en la naturaleza humana.

MU/SER-HOMBRE: La realidad personal con que tropieza el hombre al encontrarse con Dios trinitario es completamente distinta de él; es santa, eterna, infinita; justamente por eso puede enriquecer al hombre y elevarle sobre sí mismo y sobre su imperfección y limitación, con sólo dejarse incorporar a ella. El hombre sólo puede ser verdadero hombre, es decir, hombre perfecto, hombre como Dios le ve y le quiere desde la eternidad, porque Dios eleva sobre todas las esperanzas y existencias, sobre todos los posibles desarrollos y efectos de la naturaleza humana, y le concede participar en su vida trinitaria, es decir, cuando es más que hombre. Y ahora se entienden las palabras que ·Ignacio-ANTIOQUIA-S de Antioquía escribe a los romanos poco antes de su martirio, para que no se empeñasen en salvarlo: "No me impidáis conseguir la vida; ni queráis mi muerte; tenedme envidia, porque quiero pertenecer a Dios y no al mundo, porque no me engaño con lo terreno. Dejadme recibir la luz pura. Cuando llegue allí, seré hombre" (cap. 6).

(·SCHMAUS-5.Págs. 159-168)

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