SACRAMENTOS

0. Introducción

Hablar de los «sacramentos» desde una perspectiva femenina resulta difícil porque, o no se ha dicho casi nada, o mucho de lo que se ha dicho está enfocado hacia un solo sacramento: el sacerdocio, y esto, casi siempre, en tono reivindicativo. No es ésta nuestra intención, como tampoco la de marginar la doctrina de la Iglesia o salir de su ámbito oficial: este proceder nos colocaría fuera del contexto teológico eclesial y perjudicaría el emergente lenguaje teológico feminista. Tampoco quisiéramos caer en un lenguaje tópico de quien, queriendo ser feminista, se limita a repetir conceptos y frases estereotipadas sin ninguna fuerza ni originalidad.

Dicho esto, y nos parece honrado reconocer dónde están las limitaciones de un trabajo de este tipo dogmático y polémico, al mismo tiempo es necesario precisar el ámbito en el que nos vamos a mover. Ante todo, no se trata de recoger todo lo que a sacramentos se refiere, tanto de la doctrina teológico-dogmática como de la historia y la pastoral sacramentaria. Tenemos necesariamente que dar por supuesto todo eso (1). Este breve estudio pretende, pues, afrontar una reflexión sobre los sacramentos con algunos aportes o sugerencias que puedan tener un cierto interés, desde el punto de vista femenino y dentro del momento teológico actual. Nada más.

1. El signo sacramental y la mujer

En la experiencia cotidiana, el varón y la mujer se dan a conocer a través de los signos que intercambian continuamente entre sus semejantes y con toda la realidad que les circunda. Esos «signos», llenos de un significado que sobrepasa infinitamente su pura naturalidad, son esencialmente palabras y gestos. Análogamente, se dice de los sacramentos que son los «signos» mediante los cuales Dios invita al creyente a entrar en una relación de intimidad con él. «Sacramento», de acuerdo con la definición que esboza san Agustín (2), es «signum rei sacrae», signo de una realidad sagrada dado por Dios al hombre. Esta relación que Dios inicia, y a la que el creyente debe responder, resulta siempre salvífica y liberadora.

1.1. AT: La corporeidad humana como «sacramento» de Dios

a) La mujer en la creación

Los «signos sacros» crean el ámbito en el cual el ser humano y la divinidad se ponen en relación. Son patrimonio de todas las culturas y religiones de la humanidad. En lo que a nuestra fe se refiere, el signo «sacramental» lo encontramos, esbozado, en la fe y en el culto del pueblo del AT, Israel; un pueblo que se supo, desde sus orígenes, elegido y rescatado por Dios.

H/M/IMAGEN-D:Para el pueblo de Israel, el signo de Dios por excelencia es el hombre: «Y creó Dios a los hombres a su imagen; a imagen de Dios los creó; varón y hembra» (Gn 1,27; cf. 5,2). El varón y la mujer representan en la creación la realidad divina; el «hombre» es el que realiza en el mundo aquello que se corresponde con el acto autocomunicativo y creador de Dios. El «signo» humano en su bisexualidad se convierte por tanto en toda la historia de la salvación en algo concreto y, a la vez, evocador de una presencia divina, perenne y dinámica, que trasciende lo puramente material y visible. En este sentido, la identidad masculina y la identidad femenina no pueden considerarse simplemente como las dos caras de una misma medalla; son algo más: una totalidad que se constituye sólo mediante una relación asimétrica recíproca. El signo corporal del «otro» no representa sólo una complementariedad, es «otro» frente a «mí», que debo, ante todo, reconocer.

Lo femenino es una forma específica de ser signo de la divinidad dentro de la obra de la creación y de la voluntad salvífica de Dios. En efecto, el varón (is) no encuentra en el mundo y cuanto él contiene nada que pueda ser para él «signo» de integración, de unidad y de coherencia interna. Es voluntad de Dios darle una «ayuda adecuada», la mujer (issah). Sólo entonces el hombre (humanidad) se encuentra consigo mismo, sabe lo que él es: «carne y hueso», existencia concreta (/Gn/02/18-24). El primer gesto simbólico de Dios es, precisamente, el de colocar a los dos sexos el uno frente al otro para que puedan reconocerse mutuamente en lo más profundo de sí mismos. La mujer, el don semejante, «adecuado» (de igual medida y dignidad) que Dios hace al varón, es «sacramento» que libera al varón, no sólo de la soledad, sino de la ignorancia de sí mismo.

/Gn/01/26:El valor simbólico de un sacramento hace relación, sobre todo, a la comunicación de dos misterios: el misterio divino y el misterio humano, expresado éste en una única realidad bi-sexual, porque Dios, al crear el «signo» humano, lo crea como «una sola carne (sarx)», es decir, como dos seres que participan de una única realidad humana comunicada (compartida) y, a su vez, los dos, varón y mujer, participan de la realidad divina porque han sido hechos para conformar juntos la «imagen» de Dios.

El reconocimiento de la grandeza y de la dignidad corporal de la persona humana, en su expresión bi-sexual, influye decididamente en la valoración del «otro» como otro y en la aceptación total de su igualdad en la diversidad, y excluye, a la vez, toda marginación basada en esa diferencia.

P-O/RUPTURA:Sin embargo, la fragilidad de la mutua complementariedad e integración de este sujeto humano en su bi-sexualidad es la primerísima experiencia que realizan el varón y la mujer; dice el texto bíblico de los orígenes: «Entonces se les abrieron los ojos, se dieron cuenta de que estaban desnudos...» (/Gn/03/07). Lo «simbólico» de un Dios que es portador de vida y amistad, se les vuelve trágicamente «diabólico» enemigo y rival; el «ídolo» que han colocado en lugar de Dios les descubre su «desnudez», su propia diversidad. De pronto, el varón y la mujer saben que están «desnudos». Alejados de la imagen real de Dios, no son más que una caricatura de lo que deberían ser, e intentan ocultar esa realidad indigente en la que se encuentran, su total debilidad como individualidad separada, fragmentada, partida en dos. Pero esta individualidad indigente será también, desde ahora, es decir, desde el momento de la ruptura, la primera posesión a salvaguardar frente al otro. El cuerpo bajo el signo del pecado ya no es vínculo semejante, una ayuda adecuada puesta frente a frente, al mismo nivel y con la misma dignidad, sino un objeto de posesión y de dominio. El cuerpo individualizado está ahora al origen de toda pasión, deseo y agresividad. El sacramento de la unidad se ha roto y queda la corporeidad singular como entidad objetiva, frágil, que hay que salvaguardar del otro-enemigo. El amor y el reconocimiento del «otro-semejante» se convierte, con el pecado, en deseo de conscupiscencia de un placer animal para sí mismo (3).

Y sin embargo, sin la bi-sexualidad y el sentido complementario de los dos sexos, la unidad en la diferencia del Dios-Trinidad nos sería todavía más incomprensible. «La mujer da a la manifestación del ser humano en cuanto imagen de Dios en el mundo la riqueza inmensa de su "diferencia"» (4). En este sentido, la mujer puede considerarse, según el ambiente que rodea su nacimiento, la quintaesencia de las obras de Dios. Ella, de acuerdo con el relato bíblico, no nace del elemento vil e insignificante que es el barro, sino de la obra de Dios ya realizada, de aquella creatura en la que vive ya la ruah o hálito de Dios. Tal vez por eso, dentro de la obra creadora de Dios, el cuerpo de la mujer es manifestación de una armonía total e íntima. Esto posee un sentido «sacramental» profundo: es la obra acabada de Dios (5). La mujer, si tiene que ser considerada de alguna manera diferente al varón, será sólo como la «perfecta semejanza» de éste, para formar, junto con él, la «imagen» de Dios. La humanidad no puede reconocerse a sí misma más que en la perfecta identidad de lo masculino y lo femenino como imagen de Dios (6).

Y no está en condiciones de acoger el signo sacramental de Dios quien no reconoce a la mujer como sujeto corpóreo-espiritual, como «sacramento» de la persona, al mismo nivel que el sujeto masculino. La sexualidad no es un signo divisorio entre dos polaridades personales en continua confrontación y lucha, sino un signo que expresa la profunda vocación divina de la criatura humana a la comunión, a la solidaridad, al reconocimiento mutuo, a la mutua autodonación y comunicación de sí (7). La necesidad de la complementariedad de los sujetos humanos (varón y hembra), mediante la cual el sujeto humano llega a ser la «imagen» de Dios «comunidad», queda ingenua, pero magníficamente reflejada, en el relato bíblico (Gn 2,18-23.25).

b) Lectura femenina de los signos sagrados en el AT

A partir de este signo primordial que es el varón y la mujer (la humanidad), todos los signos sagrados que aparecen en el AT: arcoiris, circuncisión, pascua..., tienen un trasfondo y significación única: la alianza de Dios con su pueblo. La religión y el culto hebraico nacen de una experiencia de liberación profundamente vivida: el éxodo y la pascua. El «pueblo elegido y salvado», como cualquier otro pueblo, está formado por hombres y mujeres; la alianza con Dios, si bien sólo el varón recibe la «marca» ritual de pertenencia (circuncisión), la vive la mujer israelita, en lo más profundo del corazón, respondiendo así, tal vez, a las exigencias del profeta: «...quitad el prepucio de vuestro corazón» (Jr 4,4). Aunque quede tantas veces marginado, es obvio que sin el elemento femenino no se podría hablar de pueblo.

El Dios invisible de Israel se da a conocer a través de los signos portentosos realizados en favor de su pueblo y por medio de las palabras que acompañan y clarifican esos signos. Sorprende descubrir cómo en el AT, una expresión tan machista de la fe y de la cultura de un grupo humano, nos encontramos con que Dios se presta, «también», las voces de algunas mujeres para decir su palabra y hace de la mujer la figura central para realizar sus signos. Débora es una de estas mujeres (8). Débora es llamada por el poeta anónimo que escribe (hacia el año 1000 a. C.) con el cariñoso y a la vez majestuoso apelativo de «Madre de Israel», por su papel fundador y consolidador del pueblo en sus orígenes, no por razones biológicas. Es una profetisa, posee la capacidad de leer los signos de la historia a la luz de la fe; es capaz de descubrir la capacidad de misterio y de revelación que posee la realidad, cosa que no sabe hacer, en su momento, un hombre, Barac. La figura de Débora, como por lo general de todas las mujeres que aparecen en el AT, es signo y cifra que pone de manifiesto la condición indigente, débil, de toda la humanidad, y por lo mismo es «sacramento» de la fuerza de Dios que actúa a través de ella.

Dios salva, y salva con poder, sirviéndose por igual del varón o de la mujer. Con el culto, y los ritos sagrados que éste implica, el pueblo responde a Dios y se asocia voluntariamente a su obra salvadora (9).

1.2. Jesucristo, «el signo» por excelencia de Dios, presente en nuestro mundo

J/MUJER: El concepto salvífico-redentor del signo del AT será asumido plenamente por el cristianismo. En este ámbito, Jesucristo mismo, su misterio pascual y el hombre en Cristo, serán los símbolos básicos de toda la realidad sacramental. La moderna teología de los sacramentos (10) considera a Jesucristo como el «sacramento originario», o sea, presencia real histórica de la misericordia divina y victoria escatológica de Dios en el mundo.

En el NT, sobre todo en el lenguaje joánico, todo lo que Jesús hace y dice son «signos» que manifiestan su «gloria» y suscitan la fe en él (cf. Jn 2,11), y por ende la salvación (Jn 20,30-31).

La comprensión teológica del signo sacramental es, esencialmente, «la convicción de fe de que en Jesús de Nazaret ha acontecido, de forma singular y suprema, la autocomunicación de Dios a los hombres» (11), y la unión de los hombres entre sí. No sólo lo que él ha dicho y hecho, sino su misma persona y la continua referencia a Dios de su existencia terrena, son de una importancia fundamental para la vida sacramental de la Iglesia, que encuentra en él su origen y su fuente de gracia.

Cuando se produce el acontecimiento salvífico por excelencia: la muerte y resurrección de Cristo, toda la realidad de la relación humana con Dios queda modificada, transformada: lo que antes estaba distanciado y disperso, o meramente yuxtapuesto, queda lleno de sentido e integrado. En él, dice el apóstol, «ya no hay distinción... entre varón y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo» (Gál 5,28). De hecho, el mismo apóstol presenta a Jesús como «nacido de una mujer» (Gál 4,4) y reconciliando consigo todas las cosas, reuniendo en su cuerpo todas las realidades que hasta entonces se presentaban en el mundo como realidades incongruentes, fragmentarias y opuestas entre sí.

No cabe duda de que en nuestra sociedad, y en la Iglesia concretamente, el lenguaje teológico y litúrgico-sacramental es, todavía hoy, notablemente androcéntrico, no ha logrado superar del todo las barreras levantadas por una mentalidad que no es, en absoluto, evangélica. ¿Cuál es, podríamos preguntarnos, la relación nueva que Jesús inaugura frente a la mujer, en su medio, en su ambiente sociocultural? Bástenos un ejemplo tomado de Mc 7,24-30 12. En este episodio, Jesús se encuentra en la región de Tiro y Sidón, va de incógnito, pero, informa el texto, no logra pasar inadvertido. Una mujer «gentil» le aborda y le pone en apuros, prácticamente le «obliga» a descubrir la abundancia mesiánica de la mesa compartida por la incipiente comunidad cristiana. El poder del reino que Jesús hace presente no puede detenerse ante los criterios humanos de «judíos o gentiles», «hombres o mujeres»; si a otros ha dado su liberación, también a ella le corresponde ese don. Y lo obtiene para ella y para su hija «poseída por un demonio».

Jesucristo es, según todos los testimonios que tenemos en el NT, el signo (sacramento) visible de Dios (Col 1,15), mediante el cual nos viene «gracia sobre gracia» (Jn 1,16). Y no hay nada que pueda hacer pensar en una mayor o menor predilección de esta gracia en razón del sexo ni de la situación socio-cultural del creyente. En Cristo, todos, hombres y mujeres, estamos presentes a Dios, por igual, formando un solo cuerpo. «En ese cuerpo, la vida de Cristo se comunica a los creyentes, quienes están unidos a Cristo paciente y glorioso por los sacramentos, de un modo arcano, pero real» (LG 7, 2). El Unigénito de Dios asume un cuerpo humano, real y concreto, en la unidad personal de su yo divino. Y así, mediante este cuerpo humano, ciertamente sexuado, puede ofrecerse al Padre y resucitar venciendo a la muerte. Cristo inaugura, de este modo, el mundo futuro orientado a la transfiguración trinitaria cuando Dios será «todo en todos», y nosotros, varones y mujeres, una sola cosa en él.

La comunicación dentro del sacramento se da en una categoría de encuentro «pneumatológico», en el Espíritu. Es el Espíritu del Señor resucitado el que nos hace entrar en esta relación convergente, que tiene como característica principal el misterio salvador. Precisamente mysterion es la denominación griega de esta realidad sagrada traducida por los latinos como sacramentum. La fe cristiana sacramental comporta, de manera esencial, una ofrenda de la propia vida a Dios, según la exhortación del apóstol: «Ofreceos más bien a Dios como lo que sois: muertos que habéis vuelto a la vida, y haced de vuestros miembros instrumentos de salvación al servicio de Dios» (Rom 6,13); y una obediencia por la que el creyente se confía libre y totalmente a Dios (cf. DV 5). Estas exhortaciones no hacen, ni pueden hacer, diferencia alguna entre lo que debe ser la «vida nueva» del varón cristiano o de la mujer cristiana; ambos están llamados a consolidar, con sus obras, un nuevo orden de cosas, esencialmente aquellas que hacen referencia a las relaciones humanas y a las estructuras sacramentales que expresan la relación de la comunidad humana con Dios, en Cristo, por el Espíritu.

1.3. María, «sacramento» de la bienaventuranza femenina M/SACRAMENTO

Colocada como un puente entre los dos pueblos de la alianza se encuentra una mujer: María de Nazaret. Dios aparece en la vida de María con una llamada concreta: la necesita para ser madre del Verbo, el Hijo de Dios. El signo profético de Is 7,13-14 tiene en esta joven israelita su verdadero cumplimiento: en el seno de una mujer virgen Dios se hace «Dios-con-nosotros» (Emmanuel). A María «Dios le ha concedido su favor», su gracia (Lc 1,30), y ella, respondiendo activa, libre y responsablemente a esa gracia, se ha convertido en «bienaventurada» para todas las generaciones (v. 48). María es «signo», el sacramento, de lo que una mujer unida a Dios puede hacer: traer al mundo la salvación.

En el encuentro de María con Dios, o de Dios con María (13), podemos descubrir los rasgos que caracterizan la relación de Dios con su criatura, cuando Dios no quiere ya usar signos materiales ni palabras humanas para expresarse, sino su propia palabra hecha carne.

El primer signo que emerge es el de la «presencia»: María está presente a Dios, y esto la hace «llena de gracia». Si volvemos por unos momentos nuestra mirada a Gn 3,23-24, veremos, sin necesidad de meternos a hacer una exégesis profunda del texto, el paralelismo que existe entre este «estar presente» de María, y la «ausencia» de Dios que supone la salida del paraíso allí relatada. Si lo que allí se narra es la consecuencia negativa de la ruptura con Dios, aquí tenemos la plenitud de una promesa cumplida: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; él te herirá en la cabeza, pero tú sólo herirás su talón» (/Gn/03/15). La mujer es la realidad humana por medio de la cual la gracia de Dios hace su entrada en el mundo, en la historia.

Un segundo signo reconstructor de la humanidad nueva que Dios quiere crear por medio de María: la «turbación», que no es miedo, ante el misterio. María no quedó, con el saludo del ángel, tan asombrada que no pudiera detenerse a pensar, reflexionar y ser capaz de captar su situación; el texto lo dice expresamente: «...se preguntaba qué significaba aquel saludo». Los signos que Dios da pueden ser acogidos en toda su significatividad, y María está allí mostrando la capacidad de la mujer para acoger y entrar, reflexivamente, en el «signo» que recibe.

Un tercer elemento, el «reconocimiento»: María es reconocida por Dios en su identidad femenina y en su capacidad de ser «madre», ¡sin relación con el varón!, sin ser «dominada» por éste. Sólo por el hecho de quedar a disposición del plan salvífico que Dios le presenta. Aquí quedan rotas todas las estructuras amenazantes que se habían tejido en Gn 3. La mujer-madre es también la mujer-virgen; Dios mismo, mediante la fuerza de su Espíritu, ha engendrado en ella a su Unigénito.

Como en todo signo-sacramento, también en María se da la respuesta humana ante el actuar divino, y esa respuesta es un simple «Hágase...». En María, dos figuras que son constantes en la sacramentalidad eclesial: la mujer-virgen y la mujer-madre se unen armónica y desconcertantemente.

Cierta terminología mariológica presenta a María, más como el instrumento útil para el plan de salvación, que como la mujer creyente capaz de acoger la palabra divina y responder a ella con la plena conciencia obediencial que da el amor. Esto ha permitido que, en algunos momentos, se vea lo «materno» en María, y en la mujer en general, como algo semejante a una intromisión necesaria de Dios en la vida de una mujer, en lugar de verlo desde su aspecto más digno y enriquecedor: como una colaboración personal de esta mujer concreta al plan de salvación que él le presenta.

Sin embargo, la palabra liberadora de Jesús, recogida de manera sorprendente y fiel en el evangelio, devuelve a María toda la dignidad que ella posee como persona: ella es «su madre» porque antes ha sido capaz de escuchar la palabra de Dios y acogerla como mujer, poniéndola en práctica (/Lc/08/19-21). Esta es la imagen perfecta, el signo de la feminidad capaz de entregarse, toda entera, al servicio del plan divino. Aquí cobra sentido total el papel de la mujer que es esposa, madre, hija, hermana y amiga. Desde cada una de estas dimensiones, la mujer es capaz de dar una respuesta positiva a su misión en el mundo, en la historia; también en la Iglesia. Dios, en María, revaloriza todo lo que constituye a la mujer como sujeto digno y dignificante de la humanidad; por eso la hemos llamado sacramento de la bienaventuranza femenina. Y lo es.

M/MUJER:La más sana doctrina de la Iglesia ha unido, tradicionalmente, la figura de la Iglesia Esposa-Madre, a la figura de María, la «Virgen-Madre». Con esto, ciertamente, se ha enriquecido la figura eclesial, pero no se han deducido todas las consecuencias del papel real de María en la historia de la salvación: el de auténtica mujer. María es la mujer, normalísima, capaz de actuar libre y responsablemente ante el plan de Dios (14), Por eso es «virgen», humanidad plena abierta a la fecundidad total, mujer consciente de la tarea de maduración que le toca llevar a cabo en la aceptación de sí misma y de su misión histórica. María no necesita llorar, como la hija de Jefté (Jc 12,36-37), su virginidad, porque ésta ha sido asumida como don y puesta toda ella en manos de Dios. Por eso es también «madre», porque el don de su feminidad ha sido aceptado y madurado, no por varón, sino por el mismo Dios: una mujer virgen es la Madre del Hijo de Dios. Así dignifica Dios el seno materno de una mujer.

Esta actuación divina podría ser paradigma, signo, del valor intrínseco de la diferencia femenina, del «ser mujer», y de la bienaventuranza que le toca en el cimiento angular de la Iglesia: Cristo.

1.4. La Iglesia como sacramento de Cristo en el mundo

a) La mujer en la Iglesia MUJER/I

Entendida así la maternidad de María, podríamos avanzar un nuevo y más profundo sentido del símbolo de la «maternidad de la Iglesia»: engendrar para una nueva vida, la vida de los hijos de Dios; convocar a los miembros de la familia y alimentarlos en el banquete sacrificial, atenderlos constante y amorosamente en su condición de «hijos», son funciones que dignifican y ponen de relieve la complementariedad del varón y de la mujer dentro de la Iglesia, por cuanto pueden ser signos significantes de una realidad divina que quiere manifestarse a través de ellos. Pero pueden serlo, además, porque señalan una vocación concreta del hombre y de la mujer dentro de la comunidad cristiana: la diaconía.

La mujer creyente, miembro vivo de la Iglesia, se sabe seguidora de Jesús, y comprende, desde la escucha atenta de su palabra (Lc 10,39), que su ministerio no es el poder y la gloria, sino la diaconía, el servicio. El símbolo de su «maternidad», puesta al servicio concreto de la comunidad, es el sentido más profundo de la reivindicación de la mujer como miembro de la Iglesia.

La Iglesia, que es en Cristo «como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1), es también la expresión visible del amor divino que Cristo tiene a la humanidad. A la vez, el sacramento eclesial muestra al mundo el amor de los seres humanos a Dios mediante el culto y la celebración litúrgica, animados por el Espíritu del Señor resucitado.

El «símbolo sacramental» es pues, en la Iglesia, la categoría de un encuentro de convergencia interpersonal entre Dios y el creyente (varón y mujer) en Jesucristo, por el Espíritu. Es también un fenómeno de comunión y participación que crea «comunidad» entre las realidades y personas de este mundo.

«En su actividad simbólica, la Iglesia expresa lo que ella es: pueblo redimido por Dios que se une a su Señor, el Señor, en la fe, en la esperanza y en la caridad» (15).

Los sacramentos son una parte esencial de la liturgia de la Iglesia. Esta leitourgia consiste en la actualización (anámnesis), en una comunidad de hermanos: hombres y mujeres, reunidos bajo la acción del Espíritu Santo, de los gestos proféticos que Cristo realizó y que selló con su propia sangre. Por eso, sujeto presente y actuante principal de la liturgia en la Iglesia es siempre Jesucristo, la Iglesia (ministros ordenados y pueblo sacerdotal) es el sujeto secundario (16).

Lo que la praxis litúrgica, y por ende los sacramentos, celebran en la Iglesia es, fundamentalmente, la historia de salvación que Dios realiza con los hombres. Por eso, cuando esta historia humana está de alguna manera referida a Dios, adquiere una estructura sacramental litúrgica verdadera, es sacramento. La praxis litúrgica se convierte entonces en la vía a través de la cual llega al ser humano la gracia salvadora de Dios y retorna a él convertida en oración y holocausto de la humanidad entera, mediante un culto que quiere ser «memorial» (actualización real de un hecho acontecido y siempre presente) de la única y gran liturgia vivida por Jesucristo; en comunión con él, el varón y la mujer mediante los sacramentos y la liturgia que ellos implican, se entregan al Padre «en espíritu y en verdad».

En esta liturgia eclesial, sin embargo, el papel de la mujer aparece hasta ahora fundamentalmente pasivo: en parte por la falta de preparación de la mujer en temas teológicos, en parte porque histórica, cultural y estructuralmente el papel de dirección lo han desempeñado siempre los hombres. La situación está cambiando; tal vez demasiado lentamente, pero está cambiando, sobre todo porque la mujer creyente va descubriendo su compromiso bautismal como una verdadera fuente de vida y de gracia; y porque, junto a esa conciencia, va adquiriendo también la conciencia de ser miembro vivo, beneficiado con carismas específicos que debe poner al servicio de la edificación de toda la Iglesia (1 Cor 12 y Rom 12).

b) En la Iglesia: hombre y mujer, iguales... a los ojos de Dios El don creacional de Dios ha sido interpretado secularmente en forma reductiva por una parte de la humanidad (el varón), que se ha apropiado para sí la prerrogativa de ser el representante casi absoluto de la humanidad, dejando a la mujer en una clara situación de inferioridad y dependencia; como si la interpretación que san Pablo hace de Gn 1,26-27 y 2,18-23 en sus cartas fuese la norma suprema para entender las relaciones entre el varón y la mujer, sin tener en cuenta que esta interpretación respondía a una situación socio-cultural concreta. Lamentablemente, con esta mentalidad de protagonismo masculino se ha hecho y escrito la historia y se ha construido la sociedad. La mujer ha quedado claramente relegada en todos los ámbitos en los que lo masculino ha dominado.

En la misma Iglesia, por falta de una exégesis profunda de los textos bíblicos, y sobre todo evangélicos, donde la clave para la comprensión de lo femenino viene dado en términos de absoluto respeto y reconocimiento por parte de Jesús -aun en aquellas situaciones más claramente denigrantes de su dignidad (Jn 8,3-11)-, no ha habido capacidad para reconocer el papel personal, diferente y creativo que la mujer está llamada a desempeñar en la Iglesia, ni se ha podido descubrir su misión propia, llena de aspectos carismáticos y dones ciertamente valiosos y de complementariedad con los del varón.

La obra femenina, liberada de prejuicios de todo tipo, está todavía, en gran parte, inédita dentro del campo eclesial, pues aun en aquellas tareas en las que parece que se le han dado todas las posibilidades de realización: la misión evangelizadora de vanguardia y la pastoral, sobre todo asistencial, es, en realidad, siempre un servicio subordinado a la del varón, el único «capacitado» para ser ministro dirigente (17). Y es una pena porque, obrando así, es la vida misma de la Iglesia la que se ve privada del don «diferente», y por tanto enriquecedor, que la mujer, por el hecho de serlo y de ser creyente, puede aportar (18): su experiencia de Dios, su forma de vivir el servicio evangélico, de presidir las asambleas litúrgicas y celebrar los sacramentos, de hacer teología..., es muy incipiente. Algo se ha estrenado en este sentido, sobre todo en el campo de la pastoral y de la evangelización, pero todavía no se consigue desarrollar actitudes de verdadera confianza que sean signo de que la mujer, en la Iglesia y en el ámbito litúrgico-sacramental, ha sido realmente respetada y tomada en serio (19).

En los códigos organizativos de nuestro sistema socio-cultural, y pese a la fuerza ejercida en nuestro siglo por la corriente secular y modernista que aboga por la mayoría de edad de la mujer, en la sociedad y en la Iglesia, ésta sigue ocupando un puesto de segundo orden, por no decir irrelevante (20). Algo se mueve en el ámbito eclesial (21). El proceso de emergencia del sujeto eclesial femenino, sobre todo en los niveles de decisión: clero y jerarquía, sigue un avance paralelo a su emergencia en los niveles de decisión social, pero, como siempre sucede, va a paso mucho más pesado y lento. Con todo, alegrémonos, se camina. Esto significa que, en algún momento de la historia, se estará un poco más adelante del lugar en el que nos encontramos actualmente. Este movimiento no es todavía verdaderamente significativo ni indica un auténtico cambio de mentalidad en los ámbitos de decisión de la Iglesia. Hombres y mujeres seguimos siendo iguales..., pero sólo a los ojos de Dios.

c) El «seno» maternal de la Iglesia I/SENO-MATERNO: Un autor (22) ha tenido la feliz osadía de asemejar la vida sacramental en la Iglesia con la vida intrauterina del feto en el seno de la madre. En nuestra existencia terrena, la relación sacramental con Dios nos es tan necesaria como al feto le es necesario el alimento y el reparo en el seno materno. Como la nueva vida comienza a existir en el diafragma uterino y a recibir de él todo lo necesario para crecer y desarrollarse, en espera de otra existencia aún desconocida, nuestra vida terrena, implantada en el seno de la Iglesia-Madre, reproduce los pasos de aquella gestación que, en cierto modo, aísla, protege y alimenta una existencia todavía parcial, indirecta, no definitiva . Se prepara el nacimiento a la vida y al encuentro definitivo con Dios y en Dios: plenitud de la existencia humana. Este momento de plenitud, de ruptura, de nacimiento definitivo no se da sino en el momento de la muerte.

La sacramentalidad eclesial es, ciertamente, necesaria para la relación del creyente con Dios; romper con ella, pretender vivir la fe desvinculados d e las paredes fecundas de las entrañas eclesiales, es como disponerse a sufrir las consecuencias de un aborto prematuro y trágico. Por las venas (sacramentos) de la Iglesia llega al creyente la vida misma de Dios (su gracia); todo ser engendrado por el agua y el Espíritu respira en ese espacio «materno-eclesial» el oxígeno de la existencia que un día se le ofrecerá gozar en plenitud. La existencia humana cristiana, así concebida, es una gestación, un proceso de crecimiento, un camino hacia la plenitud. En el interior del seno sacramental de la Iglesia, todo está ordenado «ad salutem hominis viatoris».

En los siete sacramentos, síntesis de los medios o vías a través de las cuales, Dios, por medio de su Espíritu, da al creyente su gracia sanante y santificadora, espacio eclesial a la vez visible y mistagógico del encuentro con Dios, todo, o casi todo, debe decirse inevitable e insustituiblemente, utilizando como centro de la metáfora y de la analogía la figura de la mujer y el lenguaje de lo puro y entrañablemente femenino. Así se ha venido haciendo desde las raíces mismas del signo sacramental. Pensemos por ejemplo en las palabras que Jesús dirige a la samaritana en el evangelio de Juan: «... en cambio, el que beba del agua que yo quiero darle, nunca más volverá a tener sed. Porque el agua que yo quiero darle se convertirá en su interior en un manantial del que surge la vida eterna» (Jn 4,14). La mujer está capacitada por la naturaleza para ser «signo» del signo sacramental, porque en ella la vida que viene dada, implantada, comunicada, puede convertirse, en sus entrañas, en una nueva vida que crece en su interior y surge, se da a luz, como una realidad distinta y perfectamente formada.

Con todo, es verdad que la tradición sacramental de la Iglesia, dicha secularmente con voz masculina, ha «usado» de los términos y las figuras femeninas, sin tener demasiado en cuenta al sujeto que las evoca: la mujer (23).

Una cosa queda clara: la maternidad no se identifica con el «parir». La maternidad, al igual que la paternidad, se aprende con la vida de cada día y con el amor compartido en miles de detalles que hacen y dan la vida, continuamente, al nuevo ser. «Parir» es una función animal, la «maternidad» exige una actuación y una dedicación humana. Ciertamente, la Iglesia, en su ser «madre de los bautizados», se identifica con esta última, y en esa certeza me baso al hacer la reflexión sobre su sentido sacramental. Siguiendo esta orientación, se descubre que la pastoral femenina encierra enormes posibilidades en cuanto a acogida y atención pastoral de los fieles se refiere; la capacidad de sintonía de la mujer con las necesidades humanas, su sensibilidad y capacidad para dar respuestas concretas a las problemáticas más urgentes, su fortaleza de ánimo ante las dificultades... son actitudes reales, experimentadas en la vida familiar y en la sociedad, allí donde a la mujer se le ha abierto camino y se le ha dado oportunidad de aportar lo suyo a paridad con el varón. En la Iglesia, ese camino es todavía corto y dificultoso.

Otra de las figuras frecuente y ricamente usada desde antiguo es la figura de «esposa». La Iglesia es «esposa» de Cristo, es «madre» porque, fecundada por el Espíritu del Señor resucitado, engendra en su seno hijos para el reino a través del bautismo, los alimenta y robustece en la fe por medio de la eucaristía y los confirma y conforta a través de los demás sacramentos...; y es «esposa» porque está íntimamente unida a aquel que, según la expresión paulina, «la desposó» como casta virgen, Jesucristo. La Iglesia es el objeto precioso del amor de Cristo.

El símbolo sacramental usado no puede ser más digno y elocuente, pero, por desgracia, viene casi siempre presentado bajo el esquema frío y rígido del pensamiento androcéntrico. No hay más que echar una mirada al ámbito de nuestras parroquias: allí podemos ver cómo acciones y gestos «materno- paternales», que en el seno de una familia son acciones y gestos compartidos y roles mutuamente apoyados entre el esposo-esposa, entre el padre-madre, dentro del núcleo familiar de la Iglesia se han convertido en prerrogativa sólo del varón; de tal modo que, al presbítero, célibe, en nuestro rito latino, se le atribuyen las funciones típicas de ser «padre-madre» de los fieles, dirigir y orientar las conciencias, cuidar de la comunidad, convocar en torno a la mesa eucarística a los miembros de la familia... Para que la figura «conyugal-maternal» de la Iglesia pueda ser realizada «sacramentalmente» en toda su riqueza, falta una comprensión más valiente, sincera y profunda de la peculiaridad, que la mujer, desde su propia vivencia del carisma de servicio ministerial, puede dar a esos roles. Falta también una aproximación, libre de todo prejuicio, a la integridad misma de los símbolos que nos ha legado la tradición, por ejemplo: lo que significa Cristo «esposo» no queda representado, ni mucho menos, por el varón en la Iglesia, ya que, si así fuera, a Cristo mismo le faltaría algo de plenitud simbólica, le faltaría la parte femenina del símbolo. Este aspecto femenino no queda completado cuando se agrega la figura de la Iglesia «esposa», ya que en ella están integrados por igual varones y mujeres. En ambas figuras, pues, «esposo-esposa» -Cristo-Iglesia-, la mujer y el varón deberían verse igualmente representados; ninguna de las dos realidades humanas puede entonces apropiarse una «representación» de ellas, con mayor dignidad o derecho que la otra, en razón de su sexo.

d) Conclusiones

Hasta aquí no hemos hecho sino presentar, a grandes rasgos, el ámbito en el que se va descubriendo el «signo» como la relación de Dios con el hombre y del hombre con Dios (AT, NT, Iglesia). Nos vamos a detener ahora en esta «comunidad de creyentes» formada por hombres y mujeres concretos, que son, como hemos visto, el primer «signo sagrado» dado, creado por Dios e integrado en Cristo y en los sacramentos, que son para nosotros la síntesis de su presencia sanante y santificadora en nuestra realidad.

La primera parte de este trabajo nos ha permitido poner al descubierto también cómo la voluntad divina, que hace a todos los hombres (varones y mujeres) capaces de acoger y vivir su misterio, y de realizarlo en comunión, se ve reducida en gran medida por la expresión socio-cultural que el pensamiento androcéntrico emplea en la construcción de las estructuras humanas.

Cristo representa, para la comprensión de todo el género humano, un modelo de integridad nuevo y escatológico: «Todos somos uno en él» (24); todo hombre queda dignificado y reconocido en él, según su propia identidad: masculina o femenina. Sin embargo, ni siquiera en la Iglesia, por él fundada, se ha desarrollado esta idea del pleno reconocimiento de la dignidad humana. Dentro del ámbito eclesial existen limitaciones puestas a la presencia representativa y a la acción de la mujer, por el hecho de ser mujer, que no pueden reconocerse como cristianas. No tenemos nada en qué sustentarlas para verlas como queridas por Dios, o afirmadas por Cristo.

2. Significatividad, ¿o insignificancia?, de lo femenino dentro del septenario sacramental

La mujer, que es miembro de pleno derecho en la Iglesia por su bautismo, es portadora de una gran esperanza: riqueza eclesial todavía sin descubrir. Que su presencia sea o no significante en el ámbito eclesial, y en concreto en la vida sacramental, depende, en gran parte, de su coraje, de su capacidad de compromiso y de su firmeza en la fe, y de la capacidad de la Iglesia de reorganizar algunas de sus estructuras.

Vamos, pues, a analizar la significatividad femenina en cada uno de los siete sacramentos.

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