Capítulo XIII
Apreciación estética del Quijote
-1 - ¿Qué es lo bello?
Porque lo bello, para ser apreciado, requiere previamente ser sentido, se
denomina Estética (de la voz griega «aistesis», sentimiento) a la ciencia de
lo bello. Dos problemas fundamentales abarca la estética: el problema de lo
bello y el problema del arte. Mientras la teoría del arte se aplica a
considerar la realización de lo bello producida por la actividad humana, la
teoría de lo bello estudia lo bello en sí mismo, según se encuentra en la
naturaleza y según sus afectos en el espíritu del que lo percibe. En este
sentido cabe contemplar lo bello bajo dos puntos de vista: subjetivo -en el
hombre- y objetivo -en las cosas bellas.
Una resonancia emotiva -emoción estética- y un efecto intelectual -juicio estético-
acompañan siempre a la visión de lo bello. Al admirar lo bello experimentamos,
ineludiblemente, un puro y peculiar sentimiento de agradabilidad que constituye
la emoción estética. «Pulchrum est quod cognitum placet» (bello es lo que
conocido agrada), dijo Santo Tomás. Pero además emitimos, al contemplar una
cosa bella, un juicio sobre su objetividad.
En la «Crítica del juicio» (lib. I, 5-10) Kant sintetiza el aspecto subjetivo
de lo bello en cuatro reglas:
I.- Lo bello es esencialmente desinteresado. El placer de lo bello es superior y
distinto de las sensaciones agradables que experimentan los sentidos. «El
gusto, afirma Kant, es la facultad de juzgar un objeto por una satisfacción
libre de todo interés; el objeto de esta satisfacción se llama bello».
II.- «Lo bello es lo que agrada universalmente y sin concepto». Las cosas
bellas lo son para todos, los desacuerdos sobre la valoración provienen de los
críticos, no de lo bello en sí.
III.- «Lo bello es una finalidad sin fin». Con ello quiere indicarse que
encierra una finalidad en sí mismo lo que no quiere decir que sea la finalidad
absoluta y sin fin alguno ulterior utilizable como medio.
IV.- Lo bello es objeto de una satisfacción necesaria. Una cosa bella se impone
necesariamente a la admiración del contemplador. Sólo quien carezca de gusto
estético o no sepa contemplar puede no gozar ante una obra bella.
Los clásicos han pensado que en el orden («unitas in varietate») estriba el
primer elemento que exigimos a las cosas para tenerlas por bellas. Sin
desconocer la importancia de este elemento, pensamos que no alcanza a resumir
toda la belleza objetiva de todas las cosas bellas. En efecto, existen cosas
bellas -un quieto lago, un azul celeste o un sonido deleitoso- en las que el
elemento orden no desempeña papel principal o destacado. Pero hay algo más: a
nadie se le ocurriría llamar bellos, aunque les reconozcamos la cualidad de ser
ordenados en extremo, a un libro de química o de geometría, a un edificio o a
una cara inexpresiva.
¿Estará tal vez caracterizado lo bello por la grandeza de la cosa y el poder
de la misma? Ante todo se ocurre pensar que existen objetos que no son grandes
ni poderosos -una niña, un gatito, un rosal- cuya carencia de dichas notas no
obsta para que sean bellos.
Seleccionemos, para analizar, algunos objetos bellos: El «Entierro del conde de
Orgaz», del Greco; la Basílica de Santa Sofía, una fuga de Bach y el paisaje
de la bahía napolitana. Todos estos objetos son esencialmente expresivos,
significantes; nos hablan a la sensibilidad y a la imaginación. Advertimos una
íntima vinculación entre lo bello y el pensamiento, un sentido interno y un
vigor propicios para sugerir, al espíritu contemplador, un puñado de
sentimientos e ideas: majestad, dulzura, dignidad, gracia, alegría, dolor,
generosidad, fuerza, armonía, delicadeza... De ahí el genial pensamiento platónico:
«la gracia de las formas consiste en que ellas expresan en el seno de la
materia las cualidades del alma». Y no anda lejos de Platón, Hegel, cuando
afirma, en su «Estética», que lo bello es «la manifestación sensible de la
idea».
Para que una cosa sea bella, no basta que sea expresiva. Exprésese la idiotez,
el horror, la repugnancia y la fealdad y no se conseguirá la belleza. Es que
algo más se requiere: unidad, orden y armonía de la vida noble, plena, libre,
rica de ideal. Bien sabía Kant lo que decía cuando afirmó: «bello es lo que
satisface el libre juego de la imaginación sin estar en desacuerdo con las
leyes del entendimiento».
Belleza es plenitud de vida plasmada en forma, manifestación sensible de lo
ideal, forma pletórica de expresión, ser sin mácula... Podríamos decir con
Friedrich Kainz, profesor de Estética en la Universidad de Viena, que «la
belleza de un objeto reside en su fuerza de expresión, en la plétora de espíritu
y de vida que en él se manifiesta, pero, además, en el hecho de que se ajuste
a determinadas leyes formales (unidad en la verdad, armonía, simetría, ritmo,
proporción, equilibrio de todas sus partes), de que fluya en líneas claras y límpidas,
de que presente una clara ordenación armónica en el tiempo y en el espacio,
armoniosos sonidos y combinaciones sonoras, limpios colores, etc.»90.
Atrayéndonos irresistiblemente, resplandeciendo por doquier, la belleza -esta
belleza terrena que no es más que pálido reflejo de la belleza increada- nos
conmueve y nos eleva hasta Dios.
- 2 -Lo bello real y lo bello ideal
Superando su afán por lo útil y práctico, el espíritu humano busca y ama lo
bello, porque su contemplación le produce el puro e inefable placer que lo
transfigura y arroba. Posesionados y transformados por las cosas bellas que
admiramos, reproducido lo bello en todo nuestro ser, despiértase en el espíritu
el anhelo de engendrar la belleza, cuya virtud lo embelesó y pone en acción
esa fuerza irresistible que es la inspiración. Es así como nace el arte: ese
mundo maravilloso e ideal que posee una realidad más duradera que este mundo en
el que nos debatimos en medio de la angustia y la desesperanza. Por medio del
arte, libremente regido por su voluntad, el hombre logra satisfacer su natural
deseo y necesidad de vivir en un mundo ilimitado.
El realismo artístico se contenta con copiar lo natural sin aditamentos ni
restas ni modificaciones de ninguna especie. A mayor reproducción, mayor
progreso. Intuir los máximos matices y detalles de la realidad y transvasarlos
escrupulosamente a la obra artística es lo único que cabe.
Se ha observado -y con razón- que el realismo artístico es insuficiente. El
arte no puede limitarse a copiar la realidad: Lo bello natural es imperfecto,
incompleto, limitado. En la naturaleza, lo bello está mezclado con lo feo, con
lo insignificante o con lo prosaico; velado y oscurecido por manchas que lo
enturbian.
Precisamente porque el artista advierte estas imperfecciones de lo bello real,
se aleja de la imitación servil y concibe lo bello ideal. Si la reproducción
totalmente fiel fuese el objeto del arte, la fotografía sería superior a la
pintura, el modelado a la estatuaria, y la versión taquigráfica de un proceso
judicial superaría en fidelidad a la más artística novela o al más acabado
drama.
La arquitectura y la música son las más alejadas de la imitación. Pero aun la
pintura, la escultura, la poesía y la elocuencia, que parecen artes de
reproducción, no se atan a objetos reales. Tras la elección de la cosa bella,
real o ideal, se procede a eliminar lo prosaico y vulgar. Atenuando unos rasgos,
reforzando otros, interpretando y sintiendo el objeto bello, el artista imprime
su alma y crea la obra de arte.
¿Podría creerse sensatamente que la realidad logre satisfacer el ansia de
belleza que se agita en el espíritu del hombre? Todo auténtico artista depura
lo real, lo transfigura. Sirve a una intuición primigenia, eliminando lo
incompleto, lo imperfecto. Habrá ocasiones en que el artista exprese la belleza
ideal, abstrayendo lo feo, lo prosaico, lo vulgar que encuentra en la realidad,
y aumentando los rasgos bellos de las cosas sensibles. Otras veces, cuando la
naturaleza no ofrezca modelos, creará directamente la belleza ideal, respetando
el ser unitario y verdadero de las cosas, pero expresándolo en bellos y
perfectos sonidos, colores y formas.
Es menester, sin embargo, que el artista no huya de lo natural, porque si no
asumiera como base de su producción la realidad, la obra de arte carecería de
verdad y de naturalidad. Las consecuencias son fáciles de advertir: caída en
lo falso, en lo ficticio y en lo fantástico. Ni realismo exagerado ni idealismo
a ultranza.
Para sentir y discernir la belleza, requiérese la facultad estética del gusto.
Para comprender lo bello en las cosas naturales o en las producidas por el arte,
necesitamos el gusto estético, cuyos elementos son la razón, la imaginación y
la finura de la sensibilidad. El talento estético supone, a más de los
elementos anteriores, la técnica y práctica artísticas. El genio se eleva
sobre el talento. «El genio es ante todo inventor y creador. El hombre de genio
-dice Víctor Cousin- no puede dominar la fuerza que en el reside y es hombre de
genio por la necesidad ardiente e irresistible de expresar lo que experimenta.
Se ha dicho que no hay hombre de genio sin puntas de locura; pero esta locura,
como la de la cruz, es la parte divina de la razón»91. Enciéndese en el
artista genial la incitación a crear, el aguijón de una lucha espiritual
constante, al producir la obra magistral. Un algo divino, una fuerza superior e
irresistible, se apodera del genio, lo guía, lo seduce, lo gobierna, y lo
mantiene siempre en febril actividad. Sus creaciones, siempre elevadas, son
inimitables.
Hay quienes reprochan al genio el hecho de que no forma escuela. A esto se le
llama en buen romance «pedirle peras al olmo». Si el genio traspasa los cánones
comunes de escuela y crea obras maestras de acuerdo a medidas que él sólo es
capaz de utilizar, ¿cómo esperar que tenga discípulos?
- 3 -Lo bello y lo feo
Modernamente se dice que la belleza artística es el esplendor del ser puesto en
obra. Este pensamiento equivale a aquella vieja y genial sentencia platónica:
la belleza es el resplandor de la verdad. Por eso en la historia del ser en el
pensamiento occidental los cambios esenciales de la verdad corresponden -como
observa agudamente Heidegger- a los cambios de interpretación de la belleza.
Se podrían formar bibliotecas enteras con las definiciones que se han dado de
la belleza. Por el momento nos interesa tan sólo la concepción grecocristiana
de la belleza como un trascendental del ser, como una cualidad del cosmos o
atributo de Dios. Ciertos objetos poseen la cualidad de producir una emoción
estética. De ahí que Santo Tomás haya dicho que bello es lo que agrada al ser
contemplado: «quae visa placent». Pero cabe preguntar: ¿Qué es la emoción
estética? ¿Cuál es la cualidad de los objetos capaz de agradar al ser
contemplados?
Siempre que experimentemos un sentimiento desinteresado, puro, agradable, que
afecte armónicamente a todas las facultades humanas -sensitivas, intelectuales
y morales- estaremos gozando una genuina emoción estética. Mientras el placer
de los sentidos está localizado en el órgano sensorial impresionado por el
objeto, el placer estético no está localizado en ningún órgano, nace de la
mera contemplación del objeto que nos agrada, aunque no encontremos ninguna
utilidad en él. El sentimiento armónico generado por la belleza se extiende a
todas las facultades humanas. De no ser así -excitación excesiva de una
facultad a expensas de otra-, la belleza será defectuosa.
Pero la emoción estética es, en última instancia, inefable. Algo hay en ella
de amor, de entusiasmo, de aprobación, pero no cabe confundirla con ninguno de
estos sentimientos.
¿Por qué decimos tan sólo de determinados objetos que son bellos? La teoría
clásica sostiene que existe en ellos algo fundamental, necesario para la
belleza; pero que no es todavía la belleza. Eso fundamental es: el orden, la
verdad, la bondad. Aunque fundamental, este elemento no basta. Se precisa algo más:
el esplendor, el brillo -elemento formal- que origine la belleza. Por eso se
dice que la belleza es esplendor del orden, el esplendor de la verdad, el
esplendor de la bondad.
Menester es no confundir la belleza con conceptos afines a lo bello. He aquí
las principales categorías estéticas: a).- Lindo (belleza en pequeñas
proporciones); b).- Bonito (si el objeto reúne la armonía completa, con todos
sus elementos, que supone la belleza); c).- Gracioso (viveza y suavidad de
movimientos); d).- Elegante (formas selectas, distinguidas); e).- Sublime
(grandeza ilimitada de lo bello).
A lo bello se opone lo feo, lo ridículo, lo grotesco. Lo feo, a diferencia de
lo bello, produce repugnancia. La falta de armonía, de orden, de proporción en
la forma de los objetos, nos desagrada.
Una moda estúpida ha hecho escoger, a determinados artistas «snob», la
fealdad y los valores negativos. Los degenerados morales -que nada quieren saber
del amor, de la verdad, de la belleza y de la santidad- representan lo malo en
colores atrayentes, por treinta monedas de plata. Y naturalmente que sus
mercaderías -revestidas de un ameno aspecto de belleza- atraen a muchos
incautos. Con un poco de propaganda y considerables esfuerzos de sugestión, se
logra «embobar» a muchos hombres de este siglo de modorra que padece una aguda
ausencia de sentido crítico. ¡Y cuidado con que alguien se atreva a llamar a
una obra fea o fútil -su nombre verdadero- porque los artistas le desacreditarán,
pontificalmente, como un ignorante del arte! Hace falta un poco de coraje para
no sucumbir a esa sugestión del momento.
Es antihumano buscar la fealdad por la fealdad. El hombre es un animal sediento
de belleza. Cuando falta la belleza, en todo hombre noble se produce «una
angustia tan dolorosa -ha dicho monseñor Gustavo J. Franceschi- como el espectáculo
de la perversidad o el contacto con la mentira».
Hoy en día se pretende pasar de contrabando, bajo el pabellón del arte, la música
más exótica y estrafalaria, la pintura más absurda y antiestética. Es muy fácil
llamar retrógrados e ignorantes a los que se atreven a hacer una crítica
desfavorable de los esperpentos pseudo-artísticos, pero es muy difícil hacer
tragar al hombre natural que la belleza reside, precisamente, en la fealdad.
Cuando Dostoievski -un verdadero artista- representa lo malo, tan abundante en
la vida, lo hace como una sombra de lo bueno, como una cosa que debemos evitar,
y justamente esa representación se hará en forma tal, que lo bueno se
vislumbrará claramente a través de ese mal. Porque el fin propio de todos
nuestros anhelos, el verdadero alimento de nuestro espíritu no puede ser la
maldad, el error y la fealdad sino el bien, la verdad y la belleza.
- 4 -Lo bello y lo interesante
Las cualidades objetivas de la obra de arte sólo cobran vigencia cuando se
actualizan en el espíritu de un gustador o -para decirlo en términos más académicos-
contemplador entendido. Las imágenes concretas y sensibles operan un a
trasposición de sentido. «En la tela -advierte Nicolai Hartmann- 'aparece'
otra cosa distinta de lo que está sobre ella. Aparece el paisaje con su
profundidad especial, la escena con su vida, la cabeza con sus rasgos característicos.
Todo esto no es real, no se debe tomar por real; real a primera vista es
solamente la distribución del color en la superficie de la tela. Todo eso
'aparece' sobre ella o por medio de ella. Lo mismo sucede en la escultura. Una
figura representa movimiento (el Discóbolo, el caballo de Coleone), pero el
producto material en piedra o bronce no se mueve, no debe ser tomado por algo
que se mueve. El movimiento, la vida aparecen como otra cosa en lo que es inmóvil
e inanimado». (Sistematische Selbstdarstellug.) Bien puede afirmarse entonces,
con los estetas contemporáneos, que todo arte tiene un sentido metafórico.
En la antigüedad clásica y en el Medievo, lo que hoy llamamos Estética era
una auténtica filosofía de la obra bella. El pensamiento moderno ha dejado de
ser, en muchos casos, reflexión filosófica de la belleza para convertirse en
una técnica de hacer obras interesantes. El hombre de nuestros días busca en
el arte un remedio para atenuar o curar su angustia metafísica ante la nada.
Los artistas contemporáneos -muchos de ellos, por lo menos- buscan la belleza
en el no-bien, hacen de lo demoniaco y de lo caótico la suprema categoría estética.
Pero un arte nihilista no puede perdurar. Vivimos en una época de transición.
El arte superrealista -expresión de la actividad automática e inconsciente del
espíritu- nos ha producido un desencanto. No se trata de escandalizarse ante el
levantamiento de un sistema de represión del subconsciente, sino de percatarse
que en el fondo de esa manifestación artística no encontramos ningún mensaje
apetecido. Querer destruir la objetividad y dinamitar la realidad es vana
pretensión. En vano intentarán los pintores distraernos con colores «agrestes,
hirientes, como queriéndose imponer por sí mismos y adquirir una calidad
sustancial». Hoy se habla de una plástica del absurdo. Buscando algo nuevo se
ha llegado a pintar vacíamente el vacío. Dejémosle la palabra a un ilustre
psiquiatra: «¿De dónde procede el valor estético de lo interesante? Lo
interesante es lo que atrae y sacude. Sólo el hastiado necesita ser atraído y
sacudido. Lo interesante es la categoría estética creada por el aburrimiento.
Cuando el aburrimiento subsiste, aumenta las exigencias de interés que deberán
ofrecer las creaciones artísticas. Este incremento impone una línea evolutiva
al arte, que cada vez se ha de volver más sorprendente, más chocante. Tal
sentido evolutivo conduce, necesariamente, a una disolución de las verdaderas
categorías artísticas. Al final de la serie el interés ha de venir de muchos
desconocidos: fuertes llamadas del inconsciente»92.
Hace ya tiempo -y el mismo López Ibor lo recuerda- que Friedrich Schlegel decía
que el predominio de lo interesante significa una crisis pasajera del gusto,
puesto que al fin del camino sólo existía este dilema: o la estética volvía
a regirse por normas superiores -lo bello como trasunto de lo bueno, como en la
estética clásica, con la consiguiente desaparición de lo interesante-, o
persistiría en ese mismo nivel, en cuyo caso lo interesante, para mantener su
valor estético, debería ser cada vez más excitante y acabaría por degenerar
en lo chocante. Lo chocante es la última convulsión del gusto moribundo.
Todos los esnobismos han resultado, a la postre, inútiles como medios de evasión
al imperio de la genial sentencia platónica: la belleza es el resplandor de la
verdad. Traducida a términos modernos por el doctor Luis Juan Guerrero,
profesor de Estética en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, la
sentencia de Platón se convertirá en esta otra: la belleza artística es el
esplendor del Ser puesto en obra. Integridad, proporción y esplendor han sido,
clásicamente, los tres requisitos de la belleza. Cuando las partes de un objeto
resplandecen a la luz de una forma sustancial, nos enfrentamos a la belleza. Lo
demás, es alegría inefable, presentimiento de la originaria Belleza divina, de
la cual toda belleza terrenal no es sino reflejo.
- 5 -Las Bellas Artes
Etimológicamente la palabra arte deriva del verbo griego «aro», yo dispongo.
Comúnmente se define al arte como «el conjunto de reglas y preceptos para
hacer bien alguna cosa». En este sentido las artes pueden ser mecánicas y
liberales. Las primeras tienen por objeto la confección de cosas útiles
(oficios). Las segundas se refieren a la imaginación y al intelecto. En
aquellas trabaja más la mano que el espíritu; en estas más el espíritu que
la mano. Dentro de las artes liberales están comprendidas las Bellas Artes.
Aunque existen numerosas clasificaciones de las Bellas Artes, nos inclinamos por
ofrecer la más clara y sencilla: artes plásticas y artes fonéticas. Esta
clasificación tiene su base en el hecho de que el placer estético nos es
proporcionado por la vista (forma, colores) o por el oído (sonidos). A las
artes plásticas y a las artes fonéticas habría que agregar las artes de
movimiento (danza, cinematógrafo, representaciones teatrales), cuyo efecto es
un conjunto de impresiones visuales y acústicas.
Pintura, escultura y arquitectura constituyen las tres artes plásticas que se
desarrollan en el espacio. La primera bajo dos dimensiones y las dos últimas
bajo tres. Son características esenciales de las artes plásticas la
objetividad y la extensión.
La danza suaviza ese tránsito de las artes plásticas a las fonéticas. Las
expresiones de belleza en el espacio son unidas, en su rítmico movimiento, a
las expresiones de belleza en el tiempo (música).
Las artes fonéticas emplean, como medio de expresión, el sonido musical y
articulado. Música, elocuencia y poesía hablan al oído y se desenvuelven en
el tiempo sin ocupar espacio. Mientras las artes plásticas tienen partes
coexistentes en sus obras, las artes fonéticas son sucesivas.
Es nota común de las Bellas Artes el que se vuelvan -despreocupadas de otros
valores captables- hacia el valor expresivo de los seres y de las formas como
tales. Dejando lo perturbador y enmarañado, búscase la configuración pura, la
forma evocadora que suscite sentimientos armónicos. Hay una verdad llamada estética
que se da cuando se logra el ajuste perfecto entre sentimiento y expresión. Un
resultado así es de valor estético universal.
Evidentemente hay un trato pre-artístico con las cosas, pero el arte modifica
las formas de la naturaleza, estéticamente impuras, valiéndose de la
transformación, de la yuxtaposición y de la selección. De este modo elévase
el valor expresivo, pero siempre en una dirección determinada. Cabalmente por
eso se puede hablar de estilo, que no es otra cosa que la modificación, más o
menos intensa, del material dado en servicio de la pureza de expresión.
Para el efecto estético es decisivo el equilibrio de los contrastes, la recta
proporción, la distribución de los colores y tonos, de las luces y sombras, la
medida de la materia y del sonido.
En ocasiones basta la alteración de un solo punto en la obra de arte para
acabar con la recta proporción y producir efectos totalmente diversos.
Se ha dicho, y con razón, que la obra de arte es un ser tierno, frágil, y una
pequeña modificación, como el matiz sonoro de una vocal en un verso, puede dar
al traste con su belleza.
Hay muchas expresiones posibles para sentimientos idénticos. De ahí la
variedad de estilos bellos en los diversos países y los diversos siglos. El
arte se vincula fuertemente a grupos y comunidades. Para hombres de otra
experiencia y de otra nacionalidad, las mismas obras artísticas tienen diverso
contenido sentimental. Y es que la expresión artística está íntimamente
vinculada a la eventual totalidad de la situación existencial. La poesía lírica,
por ejemplo, resulta casi intraducible, a menos de acabar con la armonía vocal,
adaptada al sentimiento, y de destrozar la configuración poética. Hay que
tener presente que el arte, en cuanto arte, expresa, no comunica. No se trata de
revelarnos el ser en sí de las cosas, sino de orientarnos a configuraciones que
alegran el corazón.
El arte como liberación nos proporciona descanso en la lucha de la vida. Le
experimentamos como «catarsis» y como liberación, no como salvación. Nos
quitará, y ya es bastante, la carga de la existencia por unos momentos, para
que, fortalecidos, podamos recomenzar el asalto de la altura.
El ilustre filósofo alemán, Prof. Dr. August Brunner, escribe estos luminosos
conceptos: «Lo bello es algo sensitivamente perceptible que agrada a todos
-distinguiéndose aquí el agradar del apetecer y querer-. Cuanto este agrado
sea más universal en el espacio y el tiempo, tanto más pura es la expresión
encontrada por el sentimiento, y tanto más universalmente humano será este. El
lugar metafísico de lo bello es, pues, el de la intersección de la vida y el
espíritu, pero cayendo más del lado de la vida»93. El arte -elemento
indispensable para nuestra felicidad- hace que nuestra vida humana se torne
alegre, colorida, noble...
- 6 -Estética del Quijote
El Quijote suscita, en el lector, una resonancia emotiva -emoción estética- y
un efecto intelectual -juicio estético- propios de la visión de lo bello. Al
admirar la figura del Caballero manchego experimentamos, ineludiblemente, un
puro y peculiar sentimiento de agradabilidad y emitimos, además, un juicio
sobre su objetividad. Don Quijote -esencialmente expresivo y significante- nos
habla a la inteligencia, a la sensibilidad y a la imaginación. Advertimos en él
un puñado de sentimientos e ideas: caballerosidad, dulzura, dignidad, gracia,
delicadeza, dolor, generosidad... El caballero todo, expresa, las cualidades de
su alma. Y esta alma nos sugiere la armonía de la vida noble, buena, libre,
rica de ideal. Una egregia vida humana plasmada en forma.
Nuestro espíritu busca y ama la figura de Don Quijote, porque su contemplación
nos produce un puro e inefable placer que nos transfigura y arroba. Despiértase
en el alma el deseo de engendrar la belleza. La inspiración -esa fuerza
irresistible- es puesta en acción. Y entonces nos sentimos vivir en un mundo
ilimitado...
Cervantes, en su Quijote, sabe mantenerse a buena distancia del realismo
exagerado y del idealismo a ultranza. Nunca cae en lo falso, en lo ficticio y en
lo fantástico. Pero tampoco se complace en lo feo y en lo chocarrero. Goethe
dijo en alguna ocasión, pensando en Cervantes, que «la literatura española ha
tenido el genio de confrontar la idea con la realidad, al encarnar esta idea
pura y hacerla chocar con las realidades groseras de la vida». Desgraciadamente
no supo ver, el egregio escritor alemán, que las ideas no perdieron su alta
pureza por el hecho de que Don Quijote no advirtiese muchas realidades
concretas. «La idea, que entra directamente en el mundo de los fenómenos, en
la vida, en la realidad, no puede -asegura Goethe -, si ella no tiene resultados
graves o trágicos, sino ser 'considerada como una quimera, y así, desviada, no
teniendo ya su más alta pureza, se pierde. El individuo en el cual ella se
manifiesta, lucha en vano por conservarle esta pureza y perece en el conflicto'.
Esta idea no tiene ya, desde el momento en que aparece como fantástica, ningún
valor: es por eso que el fantástico, que perece al contacto con la realidad, no
excita ninguna conmiseración, sino que se vuelve ridículo, porque provoca
situaciones cómicas que se prestan perfectamente a los fuegos de los
malintencionados. La obra más bien lograda en este género es el Don Quijote;
de Cervantes...»94. Es preciso deshacer un equívoco: las ideas (o ideales) de
Don Quijote no entran, con frecuencia, en la realidad, sencillamente porque el
monomaniaco tiene un falso concepto de la realidad. Sin embargo, no consideramos
a los ideales quijotescos, por ese simple hecho, como quimeras. Los ideales de
Don Quijote no son fantásticos. Fantásticas son las visiones que el hidalgo
manchego tiene del mundo sensible. Pero su daltonismo metafísico -permítasenos
la expresión- no le torna ridículo, ni evita que le tengamos una honda
conmiseración. El ridículo no despertaría nunca, en nosotros esa emoción estética
y ese amor intelectual propios de lo bello y de lo bueno.
«Lo que en la vida nos desazona -ha dicho Goethe- puede gozarse en imagen».
Cervantes, como auténtico artista, depura lo real, lo transfigura. Su facultad
estética -razón, imaginación, finura de sensibilidad- supone, además, la técnica
y práctica artísticas. La belleza artística del Quijote es el esplendor del
valor de lo caballeresco puesto en obra. Su lectura nos afecta armónicamente en
todas nuestras facultades humanas. El orden, la verdad, la bondad derivadas de
la novela cervantina, están envueltos por un esplendor, por un brillo especial.
Al lado de la belleza fundamental de la obra se dan otras categorías estéticas
afines a lo bello: a).- Elegancia (formas selectas y distinguidas de Don
Quijote); b)-. Sublimidad (grandeza ilimitada dejos ideales quijotescos); c).-
Gracia (viveza y suavidad del caballero y de algunos otros personajes). Se cuida
don Miguel de Cervantes de no escoger la fealdad y los disvalores para
representarlos en col ores atrayentes. Un espíritu como el suyo, sediento de
belleza, no puede buscar la fealdad por la fealdad. Bien sabía; también, que
un arte nihilista no puede perdurar. Como clásico, buscaba la integridad, la
proporción, el esplendor... Despreocupado de otros valores captables, se vuelve
hacia el valor expresivo del ser de un caballero andante, monomaniaco, es
verdad, pero medularmente bueno, generoso, sensitivo y espiritual. El Caballero
de la Triste Figura tiene, como todo ente artístico, un sentido metafórico.
Hay quienes han emprendido el estudio de las fuentes literarias de Cervantes en
su Quijote, con un fervor digno de mejor causa. A cada paso esperan encontrar,
en su pobre y miope cotejo, el antecedente decisivo. Poco ha faltado para que le
llamen plagiario. No comprenden, estos míseros roedores de la gloria, que el
pensamiento de Cervantes se eleva por encima -y a mucho de distancia- de sus
parciales fuentes. Es posible que en el inicio Cervantes se haya valido de algún
«Entremés» que le suscitó su concepción de Don Quijote y de Sancho, pero lo
cierto es que su genio se emancipa pronto de cualquier antecedente, valorizándole
y superándolo. En su estudio intitulado «Un aspecto en la elaboración del
Quijote», don Ramón Menéndez Pidal apunta: «Cervantes, justamente en los
momentos en que sigue más de cerca al Entremés (se refiere al Entremés de los
Romances), aparece más original que nunca. Nada de aquella fresca, sutil y
honda finura cómica que hace del episodio de los mercaderes toledanos uno de
los mejores de la novela, nada deriva del Entremés; este impuso a la imaginación
de Cervantes varios pormenores tan sólo de los más externos de la aventura. El
grotesco y apayasado Bartolo se parece en la brutal materialidad de algunos
actos a Don Quijote; pero nada más que esto poco, porque carece totalmente del
misterioso atractivo interior que acompaña a Don Quijote desde el comienzo»95.
Toda esa compleja grandeza que late en el Quijote, es una incesante revelación
de lo que puede la invención artística de un genio, más allá de las
primigenias fuentes literarias que muy pronto se convierten en estorbo.
- 7 -Estilo de Cervantes en el Quijote
El estilo -rúbrica auténtica del más íntimo modo de ser- se refleja en todo
cuanto el hombre hace y produce, lo mismo en el porte y el ademán que en la
creación artística o intelectual. «El estilo es el hombre», ha dicho Buffon.
La afirmaciones correcta, siempre que se entienda por hombre al individuo
concreto. Cada individualidad tiene un modo peculiar de expresarse en forma
literaria o artística, de actuar en el orden moral o social, de pensar en
materia doctrinal y de exponer su ideología. Estos modos peculiares de las
personas son expresiones de su carácter mental y hasta de su temperamento
fisiológico.
Si Don Quijote -como objeto estético- es un individuo de la especie de
Cervantes, preciso es examinar -usando el término orteguiano- su
protoplasma-estilo.
En Cervantes alentó siempre una irreprimible aspiración romántica. Abandonó
el campo de la acción sólo cuando se convenció de que la realidad no podría
colmar sus ímpetus heroicos de grandeza. Insatisfecho, pero no resentido, buscó
convertir toda su energía creadora en actividad estética. No quiso escribir
para negar seca y prosaicamente los proyectos ideales, sino para purificarlos y
complementarlos. Era un espíritu equilibrado -no lo hubo mayor entre los
ingenios del Renacimiento- que empleaba una benévola ironía para atacar cuanto
de utópico, inmoral y hueco había en la degeneración del ideal caballeresco.
No se olvide, sin embargo, que don Miguel de Cervantes y Saavedra era un
caballero de clásica serenidad -pese a sus románticas aspiraciones- que quiso
enaltecer y transfigurar los ideales caballerescos. Le tocó nacer en una época
de crisis. Un mundo se perdía en el ocaso y apenas sí se veía alborear un
nuevo mundo. El ilustre Manco de Lepanto se siente oscilar, en un tránsito
sucesivo, de lo ideal a lo real. ¿Qué hacer? ¿Serán sus ideales proyectados
en la vida una mera alucinación? ¿Pueden quedar incólumes los valores morales
a cuyo servicio puso su brazo armado, aunque el contacto de la áspera realidad,
siempre imperfecta, le haya limitado y desgarrado? Cervantes se ve llevado,
paulatinamente, a echar mano de un ente de ficción, de un héroe que al
principio no es sino un monomaniaco. Gradualmente va desenvolviendo, en Don
Quijote, un riquísimo contenido ideológico y moral. Pronto advierte que no se
trata de un loco cualquiera, a los cuales, por lo demás, les tuvo siempre mucha
simpatía. Sus frívolos burladores nada pueden contra la nobleza y sabiduría
de Don Quijote. La risa va ahora acompañada de un profundo respeto a esa mente
inmaculada que alberga los más altos ideales. Cervantes ha conseguido purificar
las risotadas vulgares para quedarse en un humorismo sin hiel. Su héroe es ya
un símbolo sin dejar por ello de ser una criatura viva. La veneramos como símbolo
porque antes le queremos criatura concreta. Nos alegramos de sus triunfos, nos
entristecemos de sus derrotas, nos sentimos molestos de las burlas que sufre
(aunque él no lo advierta), nos enorgullecemos de sus discursos y sabias
razones y hasta nos duele, por ejemplo, ese incidente en que se le sueltan los
hilos de una media. Decididamente estamos con él. ¿No es acaso este el mayor
triunfo del estilo cervantino?
«No fue de los menores aciertos de Cervantes haber dejado indecisas las
fronteras entre la razón y la locura -asegura don Marcelino Menéndez y Pelayo-
y dar las mejores lecciones de sabiduría por boca de un alucinado. No entendía
con esto burlarse de la inteligencia humana, ni menos escarnecer el heroísmo,
que en el Quijote nunca resulta ridículo sino por la manera inadecuada e inarmónica
con que el protagonista quiere realizar su ideal, bueno en sí, óptimo y
saludable. Lo que desquicia a Don Quijote no es el idealismo, sino el
individualismo anárquico. Un falso concepto de la actividad es lo que le
perturba y enloquece, lo que le pone en lucha temeraria con el mundo y hace estéril
toda su vida y su esfuerzo. En el conflicto de la libertad con la necesidad, Don
Quijote sucumbe por falta de adaptación al medio; pero su derrota no es más
que aparente, porque su aspiración generosa permanece íntegra, y se verá
cumplida en un mundo mejor, como lo anuncia su muerte, tan cuerda y tan
cristiana»96.
Con Don Quijote surge una nueva categoría estética. Realiza, ya lo hemos
apuntado, el valor de lo bello y otras categorías estéticas afines:
sublimidad, elegancia, gracia. Pero introduce en el mundo del arte algo
radicalmente nuevo y distinto. Se ha tratado de explicar esta original e
irreductible categoría estética, diciendo que es una nueva casta de poesía
narrativa, no vista antes ni después, tan humana, trascendental y eterna como
las grandes epopeyas, y al mismo tiempo doméstica, familiar, accesible a todos,
como último y refinado jugo de la sabiduría popular y de la experiencia de la
vida. Lo cierto es que todo intento de explicación fracasa, porque el nuevo
mundo poético de Cervantes es, en cuanto a belleza se refiere, inefable.
Podemos, no obstante, aproximarnos prudentemente a esos nuevos cielos y nuevas
tierras que Cervantes descubre para el arte universal. Bueno sería que en esa
aproximación nos fuésemos revestidos de ese temple cervantino: equilibrado,
armónico, católico, comprensivo, indulgente, idealista, jovial, humano. Porque
humanísima es esa contemplación cervantina de la vida, en que el sentimiento
de justicia, no realizada, nunca empaña la serenidad de su inteligencia y la
salud de su piadoso corazón.
Cervantes -potencia creadora y renovadora- obra en su estilo como opera la
naturaleza: como energía creadora que adapta felizmente los medios al fin
propuesto. Suscita una nueva forma en el conjunto del universo, un universal sin
concepto -como lo podría haber dicho Kant-, un universal poético: el Quijote.
Nos brinda -¿cómo valuar ese don?- su individualidad incomunicable, en
conjunción con la vida española y las esencias de la humanidad entera.
- 8 -Estilo literario del Quijote
El Quijote nos ofrece todos los zumos y los ritmos de la vida humana. Bien
humedecidas sus raíces en la tierra española, Cervantes se siente lanzado en
aspiración vertical hacia las alturas. Y entonces se vierte -íntegra,
fielmente- en un libro. El estilo, es el hombre con toda la sangre de su espíritu.
Presentía don Miguel que había venido al mundo para vaciar el fuego poético
de su vida, para escribir una obra. En el atardecer de su existencia, después
de haber vivido con amplitud y profundidad, se apresta a darnos su mensaje
definitivo. Nada de rigideces en la forma. Presentación de momentos
existenciales en un arte fluido, flexible, variadísimo. Ritmo y armonía en la
prosa. Frases gallardas y agudezas de concepto. Abundan los párrafos elegantes
y correctos. Los adjetivos son escogidos casi siempre con buen tino y gracia
inigualable. Hay epítetos que valen por toda una frase. Selecciona, con exacta
propiedad, la palabra adecuada, sin aplicar inútiles pegotes. Una dulce
serenidad -rítmicamente pausada- permea toda la obra.
La magia de la palabra cervantina se pone de manifiesto, sobre todo, en la
descripción de caracteres y momentos psicológicos. Más que los colores le
importan las formas. Nada nos dice Cervantes sobre el color de los ojos y del
cabello de Don Quijote. Nada sobre la tonalidad de su piel. ¿De qué color era
Rocinante? ¿Cómo era el hermoso rostro de Luscinda? ¿Cuál era la fisonomía
física de la Duquesa? Nunca podremos saberlo. Apenas sí tenemos ocasión de
conocer el retrato -más bien debiera llamarse caricatura- de la famosa y
deforme Maritornes. En cambio, ¡qué magnífica descripción psíquica de la
ventera, de don Diego de Miranda, de doña Rodríguez, de Pedro Alonso! Con unos
cuantos, pero muy expresivos rasgos, Cervantes dibuja, con mano maestra, el
semblante espiritual de los personajes. Por arte del genio cervantino podemos
vivir verdaderos momentos vitales con toda la riqueza de sus implicaciones. Por
lo concreto y efímero nos asomamos a lo universal y eterno. Es el hombre de
carne y hueso -ese mismo del que nos hablara Unamuno-, en la plenitud, funcional
de su cotidiano vivir, el eje central del mundo construido por Cervantes.
No hay para qué negar que Cervantes incurre en descuidos, incorrecciones,
incongruencias y despropósitos. Hay mucho de improvisación en el plan externo.
Autores alemanes han examinado acuciosamente, hasta caer en torpeza, los
defectos de la estructura y plan del Quijote. En sustancia, estos críticos nos
vienen a decir que no era posible presentar en modo alguno a Don Quijote en este
escenario temporal del mundo sin violentar parcialmente la realidad del mundo
que nos es dado. Cervantes que, consecuentemente con su idea o propósito
inicial evitó sabiamente todo lo contranatural, tuvo la precisión de avenirse
con muchas cosas y situaciones innaturales, es decir, inverosímiles e increíbles.
En el círculo habitual de la vida corriente no encontraremos venteros que se
presten a alistar en la orden de la andante caballería a un loco, ni gentes
como el párroco, el barbero y el bachiller que se avengan a hacer retornar al
buen camino al soñador monomaniaco, ni duques dispuestos a poner en movimiento
complicados enredos y difíciles manipulaciones para burlarse de un pobre
extraviado mental. El desarrollo de la novela no es continuado y orgánico, por
eso se apela a un demiurgo que dirige o vigila el curso de los acontecimientos.
Abundan los encuentros fortuitos y los acontecimientos casuales. Se repiten
motivos y descripciones y etopeyas. Todo ello puede ser cierto, pero es, desde
luego, miope y parcial.
La depuración del tipo quijotesco sobrepasa, con mucho, los descuidos de
algunos pormenores. Una íntima y prolongada convivencia de Cervantes con su Don
Quijote le hizo avizorar toda la honda y compleja grandeza de su ente de ficción.
El personaje se desenvuelve, sin cansarnos, en una larga novela de aventuras.
Espontáneamente, con fuerza avasalladora, van surgiendo en diversos momentos de
vida auténtica rasgos de alto voltaje espiritual, facetas de imprevista
hermosura. La realidad escribe por la pluma de Cervantes. ¡Quédense los
cazadores de gazapos con sus terroncitos gramaticales y sus bien medidas reglas
de preceptiva! Cervantes, el Gran Poeta -como le ha llamado un ilustre amigo
nuestro- «de la palabra tierna, recién creada, mojada aún, como los seres en
la mañana de la creación», está más allá de las grotescas y parciales imágenes
de los que usan lupa, porque están casi ciegos.
He aquí una eterna lección de Cervantes: someterse humildemente al asunto, ver
la realidad con objetividad serena y mirada amorosa. El príncipe de los
ingenios españoles no violenta las cosas ni las personas. Las intelige y las
deja que hablen por su boca. Casos de la vida familiar son elevados a la
dignidad de la epopeya. Y caso único de la literatura universal: un héroe de
novela que, por decirlo así -observa Thomas Mann-, viva de la gloria de su
gloria; la simple reaparición de personas conocidas en las novelas cíclicas,
como en las de Balzac, es otra cosa... En el Quijote hay mucho mayor vejamen romántico,
mucho mayor magia irónica. Don Quijote y su escudero salen (en esta segunda
parte) de la esfera real a que pertenecían, de la novela en que han vivido.
Andan como realidades potenciales por un mundo que, como ellos, representa un
grado más elevado de realidad en comparación con su mundo anterior, a pesar
que este también era un mundo imaginario, una evocación ilusoria de un pasado
ficticio, así que Sancho se permite la broma de decir a la duquesa... «Y aquel
escudero suyo que anda o debe andar en tal historia, a quien llaman Sancho
Panza, soy yo si no es que me trocaron en la cuna, quiero decir que me trocaron
en la estampa». Cervantes llega hasta insertar una figura sacada de la falsa y
detestada continuación «para que esta figura se convenza de que el Quijote con
que estaba unido en ella no pudo ser el verdadero»97.
De la vida misma y su contorno brotó como de una fuente riquísima el chorro
abundante, fresco, transparente, del humor cervantino. Su sátira finísima no
ofende ni exacerba. Su poder comprensivo penetra suavemente en lo más hondo del
alma humana. Prosa poética la suya que exhala calor de vida y gestos de
hidalgo. Prosa en que los estilistas admiran la elegancia de la elipsis, la
naturalidad de la antítesis, la simpatía de la hipérbole, la exactitud del epíteto,
la franca reduplicación... Y por encima de todo ese amor, esa absolución
indulgente para la vida humana...
Cervantes y la poesía
- 1 -¿Qué es la poesía?
«Poesía, podríamos decir, es hoy como el recuerdo infantil de un mundo soñado
entre sueños, en el lecho desencantado de la propia vista que apenas nos deja
hablar con Dios a fuerza de ahogar entre gritos la palabra sagrada de los cielos».
Adolfo Muñoz Alonso
He aquí dos actitudes irreductibles: 1) Apoderarse discursivamente de la
sustancia poética con el propósito de analizarla y desentrañar sus
procedimientos; 2) Vivir la virginal esencia de la poesía por la vía cordial
sin que la razón hunda en ella su garra. Se puede tener una vivencia que nos
haga vibrar al unísono con el poeta, o se puede teorizar acerca de la esencia
de la poesía; lo que resulta realmente imposible es hacer ambas cosas a la vez.
Sabemos que en un libro anterior -«Teoría de la Expresión Poética»- Carlos
Bousoño explica que la labor poética consiste en modificar la lengua: el poeta
ha de trastornar la significación de los signos o las relaciones entre los
signos de la lengua porque esta modificación es condición necesaria de la poesía.
¿Razones? Piensa Bousoño que los contenidos psíquicos -perfectamente
individualizados- son únicos en la intensidad de sus elementos afectivos, en la
nitidez de sus percepciones sensoriales y en la complejidad sintética de su
conjunto. La lengua, en cambio, no puede aludir individualmente a las cosas ni
manifestar sintéticamente lo que las realidades tienen de complejas... Por otra
parte, la lengua, con su carácter analítico, falsea la expresión completa y
justa de los contenidos anímicos. Resultado: para hacer de la lengua un
instrumento poético es preciso hacerle sufrir una transformación. Valiéndose
de procedimientos, el poeta ha de someterla a una serie sucesiva de cambios, a
los que llamaremos sustituciones.
Más allá de esa estructura externa, material o expresiva -como la estudiada
por C. Bousoño- está la estructura interna espiritual. Sólo cuando se dan
chispazos metafísicos del sentimiento, los versos llevan el nombre de poema. La
configuración del poema consta de materia y forma. Aquello que el poema expresa
-próxima o remotamente- es su materia. Pero la poesía, si lo es auténticamente,
debe ser la conformación poética de su materia -asunto o tema- que no se da
cabalmente sino por la belleza de los sentimientos llevados a un grado de
abstracción.
Con sólo el metro, el ritmo y la rima no se tiene la poesía. Son estos los
elementos de la estructura externa que, sin la entraña poética, quedarían
reducidos a mera cáscara vacía.
Aunque nunca haya hecho versos, José Vasconcelos es un enorme poeta. Poesía
mayor es la suya, que por iluminaciones misteriosas y súbitas incorpora los
objetos y las pasiones a un ritmo de sentido espiritual. «La poesía -expresa
Vasconcelos- es aquella parte del arte que por medio de las palabras y el ritmo
ensaya transmutar lo real en lo divino. La palabra es la plástica del poeta y
la poesía es la música del amor, así como el amor es el modo de la existencia
divina». («Estética».) La imagen del poeta no es el signo del matemático,
el término del lógico, sino una espiritualización del objeto mismo, mejorado
en su sustancia, enriquecido en el contenido. Un concreto material que se eleva
-vasconcelianamente hablando- a la categoría de concreto de espíritu. El poeta
añade contenido a la forma, la preña. (Opus cit.)
La poesía no es producto de la voluntad del poeta ni valor «nacido por sí
mismo». Nuestro Fray Luis de León lo dejó dicho: «Poesía no es sino una
comunicación del aliento celestial y divino». La gracia de la inspiración es
primero, la respuesta que ofrece el poeta viene después.
Cuando el poeta supera el sentimiento real concreto y canta lo emotivo universal
pone en juego algo más que la razón o, por lo menos, algo diferente: la
simbolación sensitiva. Aunque su conmoción íntima y personalísima sea
intransferible, nos comunica su estado y el fruto de su inspiración. Porque la
poesía posee, como virtud primaria, el don del contagio. El poeta es -como lo
quería Platón- un endiosado, un arrebatado.
Recreación mágica y virginal; rodeo inesperado que nos sitúa ante «El dorso
nunca visto del objeto de siempre» (Ortega y Gasset); el misterio de la poesía
-siempre viejo y siempre nuevo- se renueva sin cesar:
«¡Poesía; rocío
de cada aurora, hijo
de cada noche; fresca, pura
verdad de las estrellas últimas,
sobre la verdad tierna
de las primeras flores!
¡Rocío, poesía;
caída matinal del cielo al mundo!».
- 2 -Disquisiciones sobre lo poético
No tiene razón Valéry al poner en primer plano de lo poético el ritmo y la
sonoridad, como no la tiene tampoco Bremond al reducir la poesía a una música
verbal.
El ritmo no es, precisamente, lo que produce la impresión de lo poético.
Sirve, eso sí, para adormecernos y prepararnos a las sugestiones de la poesía.
Eastman advierte que la función propia del ritmo es, esencialmente, hipnotizar
al lector, o por lo menos ponerlo en un estado crepuscular propenso a
representarse las palabras con una intensidad que raya en la alucinación. Por
eso ocúrresenos decir que el ritmo es un elemento pre-poético, preparatorio.
Con pura música verbal no se hace poesía. Hay textos sumamente musicales que
nadie se atrevería a llamarlos poéticos. Los ejemplos abundan. Hay muchos
poemas que traducidos a otro idioma perderían, probablemente, su musicalidad,
pero conservarían, no obstante, su garra poética.
Pensaba Antonio Machado que el elemento poético no era la palabra por su valor
fónico, ni el color, ni la línea, ni un complejo de sensaciones, sino una
honda palpitación del espíritu; lo que pone el alma con voz propia en
respuesta animada al contacto del mundo... Los universales del sentimiento, los
ecos -inertes, pueden sorprenderse mirando hacia dentro, en un íntimo monólogo.
Al poeta se le plantean -como genialmente apunta Antonio Machado- dos
imperativos, en cierto modo contradictorios: esencialidad y temporalidad. El
pensamiento lógico y formal es destemporalizador. Cuando se piensa lógicamente
queda abolido el tiempo. Pero al poeta no le es dado pensar fuera del tiempo
absolutamente nada. Por ello, se sentía el autor de «Campos de Castilla» en
desacuerdo con esa lírica dominante, intelectual más que emotiva. «Ni ha
cantado jamás el intelecto, ni es su misión hacerlo». Debe, no obstante,
apuntar a la poesía su imperativo de «esencialidad». Pero las ideas del poeta
no son categorías formales, cápsulas lógicas, sino directas intuiciones del
ser que deviene, de su propio existir: «...Inquietud, angustia, temores,
resignación, esperanza, impaciencia que el poeta canta, son signos del tiempo,
y al par, revelaciones del ser en la conciencia humana».
No es la comprensión de un suceso o de una situación lo que nos produce el
estado de alma poético, sino el valor directo de todos los elementos que nos
causan esa pura fruición de sentir y de percibir. Poco nos importa -cuando
estamos en trance poético- el encadenamiento de las causas y de los esfuerzos
hechos para acelerar o retrasar los acontecimientos. Sólo los valores de la
afectividad y de la sensibilidad son los que cuentan; sólo la pureza de corazón
nos hace vibrar al unísono con el poeta.
Razón y voluntad deben ser relegados a un segundo plano para poder alcanzar lo
poético. Es preciso vaciar nuestro ser y dejarlo disponible, enteramente
receptivo, para que nos invada el misterio de la poesía y nos abandonemos al
imperio del sentir.
Robert Salmon acuñó en una fórmula breve y contundente toda la esencia de la
poesía: «presentación de un valor sentimental, sensual o sensorial, en estado
abstracto, separado de su soporte natural, y, por esta razón, separado de todo
esfuerzo de saber y de querer». Un valor afectivo sentido en su pureza
abstracta, separado de las causas que lo han producido, viene a caracterizar el
estado de alma poético. Jean Hytier solía decir -y ahora lo podemos comprender
con plenitud de sentido- que la poesía es una metafísica del sentimiento.
Dondequiera que exista un hombre que aguce sus sentidos y sus sentimientos,
puede brotar la poesía. Allí donde haya valores afectivos y sensoriales,
emancipados de las causas que les dieron origen y plenamente libres para jugar
consigo mismos, allí habrá poesía.
Cuenta Unamuno que, en cierta ocasión, le decía el gran poeta portugués
Guerra Junqueiro: «Un pensador, un filósofo, un sociólogo, puede no ser
patriota; pero un poeta, si no siente lo que en derredor tiene, lo concreto y lo
vivo, con mayor fuerza que lo lejano y lo abstracto, será cualquier cosa, pero
poeta no». Quiere Unamuno que nos elevemos de lo circunscrito y temporal a lo
universal y eterno. «Eternismo y no modernismo es lo que quiero; no modernismo,
que será anticuado de aquí a diez años cuando la moda pase». En el seno de
nuestro recinto, de nuestro país y de nuestra época, hay que bucear para
aprehender lo eterno. Machado y Unamuno coinciden en la pretensión de dar en
sus versos algo sustancial suyo. Ambos piden a la poesía densidad y honda
conmoción humana. Más que musicalidad quieren hondas resonancias, Dios y
tonalidad del universo, provocación para atrapar lo inasible...
¡Poesía: fiesta de la imaginación! ¡Poesía: fiesta del sentimiento!
- 3 -¿Qué es y qué no es la poesía?
En un verdadero poema, las imágenes no son -no deben ser- cobertura de
conceptos, sino expresión de intuiciones. Hay una zona sensible y vibrante en
la conciencia inmediata del hombre que se conmueve ante un cielo rojizo, un mar
esmeralda o un prado amarillo... No se trata de objetos ideales que estén en la
región intemporal e inespacial de la lógica, sino de cosas concretas, de imágenes
en el tiempo. Antonio Machado habla de una dialéctica sensorial y emotiva que
nada tiene que ver con el análisis conceptual que llamamos, propiamente, dialéctica.
El poeta es como un niño que contempla, con ojos maravillados, el espectáculo
de la naturaleza. Una emotividad singular estremece sus imágenes. No pretende
formular definiciones, sino gozar sus vivencias al expresarlas.
Hoy estamos ya de vuelta de aquellos intentos forjados por los epígonos de los
simbolistas para construir poemas ayunos de todo ingrediente conceptual. Un
poema no existe sin una estructura espiritual, sin una armazón inteligible y lógica.
Lo que sucede es que con la pura armazón inteligible y lógica no se alcanza aún
el valor emotivo que supone toda poesía. La auténtica poesía de todos los
tiempos ha hecho siempre su carne y su sangre de las fluidas y temporales
vivencias del poeta. «No es la lógica lo que el poema canta, sino la vida,
aunque no es la vida lo que da estructura al poema, sino la lógica», ha dicho,
espléndidamente, Antonio Machado. Todo intento de hacer lírica al margen de
toda emoción humana, por una especie de álgebra de las imágenes o de arte
combinatorio de puros -y como tales hueros- conceptos, ha resultado, a la
postre, definitivamente estéril. Pero tampoco cabe hacer de la lírica «un
arte de ciegos músicos»: «De la musique avant toute chose», como lo quería
Verlaine. Es preciso recordar que en el fondo de toda lírica hay siempre una
metafísica implícita. Un poema sonoro con una total opacidad del ser podrá
servir a una pieza musical de Wagner, pero nunca a una poesía. Una expresión
pura de las potencias oscuras, de las raíces soterrañas del ser, de lo
subconsciente, podrá interesar al psicoanalista; pero el poeta anda en pos de
la expresión integral del hombre de cada tiempo y no de los estados
semicomatosos del sueño. Pedimos a la poesía un mundo poblado de figuras
luminosas, no de fantasmas. Ante las presencias múltiples que salen al paso del
poeta no se puede estar dormido, sino despierto. Sólo así -al choque de las más
diversas cosas- surge el asombro del poeta. ¡Ojos maravillosos que tanta
belleza abarcan!
«¡Ojos maravillados,
que asistís al concierto
sigiloso del mundo,
mil veces más etéreo
y sutil que la música!».
Por una parte el poeta (Moreno Villa) dibuja, con fino lápiz, su sentir. Pero,
por otra, el frío contorno de las cosas impone su línea objetiva. Es ese el
camino para lograr un equilibrio entre lo intuitivo y lo conceptual. «Poesía
desnuda y francamente humana he pretendido hacer», afirma el poeta. Pero, ¿lo
habrá logrado? En la ilimitada variedad plástica de lo humano, me pregunto yo
si algún poeta habrá podido intuir esa inagotable gama de modos humanos de
ser.
Poetizar es, esencialmente, fundar el ser en palabras, ha enseñado Heidegger. Y
García Bacca comenta: «Un poema no es nunca uno de tantos poemas, ni un poema
cualquiera. Poesía no puede realizarse en un poema cualquiera; basta con que un
pretendido poema sea uno de tantos, un cualquiera, para que no sea ya poético.
Poema es algo en singular; original ejemplar, único de una única edición. Nos
hace falta, pues, para dar sentido a esencia de poesía, un concepto de esencia
en estado de flor, esencia-en-flor. No, esencia en fruto, fructífera para matemáticas,
física, lógica, mas no para poesía». En su afán de impedir que las
palabras-en-flor se troquen en palabras-cosa, García Bacca bordea
peligrosamente el irracionalismo. Quiere revivir, o reprimaverizar las cosas
-intento muy loable por cierto-, pero cae en el exceso de afirmar que la «poesía
no tiene, por suerte, esencia». Concibe el poetizar como faena divina, aproximándolo
demasiado a una «creación de nada, de esa nonada que es el aire, hecho o
moldeado en palabras». En rigor -e importa mucho el decirlo-, sólo Dios es
creador. Los hombres producimos, combinamos, intuimos, pero no podemos crear.
Porque «poner a las cosas más allá (metá), plus ultra, de su incardinación,
afincamiento, fijación en singulares, en cosas y casos, trasladándolas
airosamente (forá) de una cosa a otra, sin dejar que en ninguna se posen, y que
de ninguna se prendan» (García Bacca), no es, ni remotamente, pensamos
nosotros, un acto de creación. Sólo Dios fundamenta el Ser sobre su palabra.
En este sentido, Dios es, por antonomasia, el poeta: poeta de sí mismo. Los
hombres son poetas por participación. La esencialidad vislumbrada y
centelleante de las cosas hacen que los hombres -los poetas- moren sobre la
tierra sobrecogidos poéticamente. Trátase de una revelación del ser de la
Existencia por vía vivencial singular, única, irrepetible. Más que pensar
sobre el ser y las cosas, el poeta contempla el ente concreto, lo ilumina y lo
plasma imaginativamente en la palabra.
- 4 -Cervantes, poeta
Cervantes -creador de mitos y compañero eviterno del género humano- es poeta.
Poeta excepcional. No de aquellos que se limitan a cantar sus propias cuitas
-poetas de «estirpe lunar»-, sino de otros -de «estirpe solar», como alguien
les ha llamado- que escrutan la universalidad de lo humano, que captan el
sentido recóndito de la armonía cósmica. Astros y almas, pueblos y épocas.
Fundador y cabeza de una nueva progenie, en España y en el mundo, de poetas
solares. La épica, la dramática y la lírica tienen en el como antes se decía,
un vate, un mago, un hierofante. Siente los valores afectivos en su pureza
abstracta, separados de las causas que los han producido. En el abundan los
chispazos metafísicos del sentimiento. Con las palabras ensaya una música del
amor.
La vocación poética de Cervantes es un hecho indubitable. Poeta precoz y
duradero, nunca dejó de versificar. Empezó su vida literaria a los veintiún años
(1568) con una poesía lírica, «Elegía a la muerte de la reina doña Isabel
de Valois», celebrada por su maestro López de Hoyos, quien se refiere a Miguel
de Cervantes como su «caro y amado discípulo». Todavía en su lecho de muerte
compone algunos versos. Persiste en versificar en las circunstancias más
ingratas. Tiene conciencia de su propio mérito y de su capacidad psicológica
de poeta nativo. Tradicionalmente se venía diciendo que Cervantes reconoció su
incapacidad como versificador, invocando, como prueba, aquel conocidísimo
terceto del «Viaje del Parnaso»:
«Yo que siempre me afano y me desvelo
por parecer que tengo de poeta
la gracia que no quiso darme el cielo...».
Desde Navarrete hasta Fitzmaurice-Kelly, pensaron muchos autores que Cervantes
confesó ingenuamente que la naturaleza le había negado el don de poesía. Hoy
la verdad se ha abierto paso y las interpretaciones han cambiado. Restituida
esta confesión al poema burlesco, «vale decir -como lo expresa el cervantista
argentino Ricardo Rojas- a la luz de su ambiente y de su espíritu, que este
terceto dice lo contrario, puesto que encubre una ironía bajo su fingida
humildad»98. No es posible tomar en serio lo que Cervantes dice en un poema de
tono caricaturesco, con propósito de fustigar a los poetas «sietemesinos» y a
la «canalla inútil». Satiriza a los que «hipan» y «sudan» al componer sus
versos, el que supo decir:
«Desde mis tiernos años amé el arte
dulce de la agradable poesía,
y en ella procuré siempre agradarte.
Esencialmente emotivo, Cervantes se deja guiar, hasta en la prosa, por una pauta
musical. Hace versos casi con la misma naturalidad con que respira. He aquí un
magnífico ejemplo de simetría y de norma rítmica:
Dichosa edad y siglos dichosos aquellos
a quien los antiguos pusieron nombres de dorados
y no porque en ellos el oro que en esta
nuestra edad de hierro tanto se estima,
se alcanzase en aquella, venturosa, sin fatiga alguna,
sino porque entonces, los que en ella vivían,
ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío.
Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes;
a nadie le era necesario, para alcanzar su ordinario (sustento,
tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle
de las robustas encinas que liberalmente estaban
convidándoseles con su dulce y sazonado fruto.
Expresión sencilla, emoción humana, gracia alada y tono de leyenda se pueden
advertir en aquella serranilla:
Bailan las gitanas,
míralas el Rey;
la Reina, con celos,
mándalas prender.
Por Pascua de Reyes
hicieron al Rey
un baile gitano
Bélica e Inés.
Turbada Bélica
cayó junto al Rey,
y el Rey la levanta
de puro cortés.
Mas como es Belilla
de tan linda tez,
la Reina, celosa,
mándala prender.
Como verdadero poeta, Cervantes no sólo cultivó la versificación, sino que
mostró gran riqueza de emociones y tonos, variedad de metros e invenciones. La
crítica contemporánea ha demostrado que «los presuntos errores son erratas de
imprenta o falsas grafías con relación a la prosodia actual». Abundancia de
vocabulario, castidad de sintaxis, buen gusto ingénito y sano instinto popular
son cualidades del más ilustre de los escritores españoles, que distinguidos
cervantistas han puesto ya de manifiesto. Musa popular y musa académica
ostentan una misma fluidez y emoción. Poeta -y gran poeta- es quien escribió
aquella sentida plegaria «Oración Cristiana», la ha llamado Ricardo Rojas-
que se contiene, en forma de soneto, en «La gran sultana».
A ti me vuelvo, gran Señor, que alzaste,
a costa de tu sangre y de tu vida,
la mísera de Adán primer caída,
y a donde él nos perdió, tú nos cobraste.
A ti, Pastor bendito, que buscaste
de las cien ovejuelas la perdida,
y hallándola del lobo perseguida,
sobre tus santos hombros te la echaste.
A ti me vuelvo en mi aflicción amarga,
y a ti toca, Señor, el darme ayuda,
que soy cordera de tu aprisco ausente.
Y temo que a carrera corta o larga,
cuando a mi daño tu favor no acuda,
me ha de alcanzar esta infernal serpiente.
Cervantes fue, como poeta, un precursor de la lírica popular española. Su
necesidad de canto era, en él, una necesidad interior. Nadie puede negarle ese
ritmo esencial, ese don de hablar en verso. Antes de Góngora, reunió, en la
abundancia de su obra, dos tendencias que se tenían por hostiles: el metro
popular con su lírica realista y el arte mayor con una música más compleja y
una sensibilidad más afinada. En los mecanismos externos del arte poético
muchos sucesores lo superan. La técnica de Cervantes, en versos y comedias, es
a veces deficiente. Su gloria, como poeta, es la de haber sido, como el mismo se
llamó, «un raro inventor». «De Homero saltamos a él, como iniciador de un
nuevo ciclo literario. Virgilio es un imitador del padre antiguo, y Dante
confiesa la genealogía de su Comedia, dejándose guiar por Virgilio, su 'duca',
su 'maestro', su 'signore'. Ariosto, Tasso, Ercilla, Milton, Camoens, tampoco
escapan a esa influencia ancestral y, desde luego, no alcanzan la magnitud del
progenitor. Shakespeare viene de Sófocles más que de Homero; Rabelais,
demasiado primitivo, amontona en su obra la parte más visible de la vida
moderna, pero no llega a crear los mitos que sintetizan el nuevo espíritu: es
el precursor ciclópeo de Dickens o Balzac, pero no alcanza a universalizarse,
como el otro, en la renovación de la epopeya por el humanismo». (Ricardo
Rojas.)
Inventor de su propio cauce -ritmo y acento-, Cervantes, creador de mitos y
maestro de los hombres, es, en su interior, una fuente de músicas encendidas y
de palabras aurorales que revientan en zumos. Por su voz, ancha y sonora,
escuchamos el eterno, mensaje del hombre.
- 5 -«Canción Desesperada»
Críticos autorizados, entre ellos Andrés Ovejero, Mariano Miguel de Val y
Santiago Montero Díaz, se han permitido apuntar que la «Canción Desesperada»
es «la obra maestra de la poesía cervantina» y «uno de los mejores poemas de
todo el idioma castellano». (Montero Díaz.) Un incontenible «pathos» se
desborda en una expresión desesperada y dinámica. Una dialéctica emotiva y
sensorial estremece con sus imágenes. Se advierte, en el fondo de esta lírica,
una metafísica implícita. Pero Cervantes se cuida de no hacer, sobre el
suicidio, ni una apología ni una condenación. Simplemente expresa, en Grisóstomo,
un alma romántica en su más arrebatado estadio. «Siempre será para nosotros
un gran misterio -confiesa el Prof. Santiago Montero Díaz- la impasibilidad
cervantina -matizada de simpatía humana- ante la tragedia de Grisóstomo. Un
misterio cuya expresión lírica, de fabulosa complejidad, anticipo grandioso
sobre su época, nos da la canción desesperada»99. Tal vez Cervantes se haya
querido detener, respetuoso, ante el misterio de un suicida que, no por serlo,
deja de inspirarle una irremediable simpatía humana y una cristiana caridad.
El arte sutil y la garra de este poema, en sonoros endecasílabos, patentiza
claramente la alta calidad poética de su autor:
Ya que quieres, cruel, que se publique
de lengua en lengua y de una en otra gente
del áspero rigor tuyo la fuerza,
haré que el mesmo infierno comunique
al triste pecho mío un son doliente,
con que el uso común de mi voz tuerza.
Y al par de mi deseo, que se esfuerza
a decir mi dolor y tus hazañas,
de la espontable voz irá el acento.
Y en él mezcladas, por mayor tormento,
pedazos de las míseras entrañas.
Escucha, pues, y presta atento oído,
no al concertado son, sino al ruido
que de lo hondo de mi amargo pecho,
llevado de un forzoso desvarío,
por gusto mío sale y tu despecho.
El rugir del león, del lobo fiero
el temeroso aullido, el silbo horrendo
de escamosa serpiente, el espantable
baladro de algún monstruo, el agorero
graznar de la corneja, y el estruendo
del viento contrastado en mar instable;
del ya vencido toro el implacable
bramido y de la viuda tortolilla
el sentible arrullar; el triste canto
del envidiado búho, con el llanto
de toda la infernal negra cuadrilla,
salgan con la doliente ánima fuera,
mezclados en un son, de tal manera,
que se confundan los sentidos todos,
pues la pena cruel que en mí se halla
para contalla pide nuevos modos.
De tanta confusión no las arenas
del padre Tajo oirán los tristes ecos
ni del famoso Betis las olivas:
que allí se esparcirán mis duras penas
en altos riscos y en profundos huecos,
con muerta lengua y con palabras vivas,
o ya en oscuros valles o en esquivas
playas, desnudas de contrato humano
o donde el sol jamás mostró su lumbre,
o entre la venenosa muchedumbre
de fieras que alimenta el libio llano.
Que, puesto que en los páramos desiertos
los ecos roncos de mi mal, inciertos
suenen con tu rigor tan sin segundo,
por privilegio de mis cortos hados,
serán llevados por el ancho mundo.
Mata un desdén, a tierra la paciencia,
o verdadera o falsa, una sospecha;
mata los celos con rigor más fuerte;
desconcierta la vida, larga ausencia;
contra un temor de olvido no aprovecha
firme esperanza de dichosa suene.
En todo hay cierta, inevitable muerte;
mas yo, ¡milagro nunca visto!, vivo
celoso, ausente, desdeñado y cierto
de las sospechas que me tienen muerto,
y en el olvido en quien mi juego avivo,
y, entre tantos tormentos, nunca alcanza
mi vista a ver en sombra a la esperanza
ni yo, desesperado, la procuro;
antes, por extremarme en mi querella,
estar sin ella eternamente juro.
¿Puédese, por ventura, en un instante
esperar y temer, o es bien hacello,
siendo las causas de temor más ciertas?
¿Tengo, si el duro celo está delante,
de cerrar es tos ojos, si he de vello
por mil heridas en el alma abiertas?
¿Quién no abrirá de par en par las puertas
a la desconfianza, cuando mira
descubierto el desdén, y las sospechas,
¡oh amarga conversión!, verdades hechas,
y la limpia verdad vuelta en mentira?
¡Oh en el reino de amor fieros tiranos
celos! Ponedme un hierro en estas manos.
Dame desdén, una torcida soga,
mas, ¡ay de mí!, que con cruel victoria
vuestra memoria el sufrimiento ahoga.
Yo muero, en fin, y porque nunca espere
buen suceso, en la muerte ni en la vida,
pertinaz estaré en mi fantasía.
Diré que va acertado el que bien quiere,
y que es más libre el alma más rendida
a la de Amor antigua tiranía.
Diré que la enemiga siempre mía
hermosa el alma como el cuerpo tiene,
y que su olvido de mi culpa nace
y que en fe de los males que nos hace,
amor su imperio en justa paz mantiene.
Y con esta opinión y un duro lazo,
acelerando el miserable plazo
a que me han conducido sus desdenes,
ofreceré a los vientos cuerpo y alma,
sin lauro o palma de futuros bienes.
Tú, que con tantas sinrazones muestras
la razón que me fuerza a que la haga
a la cansada vida que aborrezco,
pues ya ves que te da notorias muestras
esta del corazón profunda llaga,
de como alegre a tu rigor me ofrezco
si, por dicha, conoces que merezco
que el cielo claro de tus bellos ojos
en mi muerte se turbe, no lo hagas;
que no quiero que en nada satisfagas,
al darte de mi alma los despojos.
Antes con risa en la ocasión funesta
descubre que el fin mío fue tu fiesta.
Mas gran simpleza es avisarte desto,
pues sé que está tu gloria conocida
en que mi vida llegue al fin tan presto.
Venga, que es tiempo ya, del hondo abismo
tántalo con su sed; Sícifo
venga con el peso terrible de su canto;
Ticio traya su buitre, y ansimismo
con su rueda Egión no se detenga
ni las hermanas que trabajan tanto,
y todos juntos su mortal quebranto
trasladen en mi pecho, y en voz baja
(si ya a un desesperado son debidas)
canten obsequios tristes, doloridas,
al cuerpo, a quien se niegue aun la mortaja,
y el portero infernal de los tres rostros,
con otras mil quimeras y mil monstruos
lleven el doloroso contrapunto;
que otra pompa mejor no me parece
que la merece un amador difunto.
Canción desesperada, no te quejes
cuando mi triste compañía dejes;
antes, pues que la causa do naciste
con mi desdicha aumenta en ventura,
aun en la sepultura no estés triste.
La pesadumbre, en un alto grado afectivo, determina en nosotros representaciones
poéticas. Bien sabía Cervantes que resulta poético excitar los afectos. Su «Canción
Desesperada» bella y sonora- se lleva el ánimo del oyente. Pero es una belleza
terrible, fincada en un gemido cósmico de renuencia a futuros bienes y de
muerte voluntaria. Grisóstomo, en el colmo de la desesperación, pide ayuda al
infierno y confiesa sus propias penas sin que su vista alcance «a ver en sombra
la esperanza». No quiere que el cielo claro de los bellos ojos de Marcela se
turbe con su muerte de suicida. Ofrece a la causa de su tragedia la vida que va
a inmolar, en espera de que su desdicha aumente, la ventura de la esquiva
pastora.
Cervantes nos entrega, en su esencialidad, la tragedia de Grisóstomo,
sobrecogido poéticamente por el destino del «pastor de ganado, perdido por
desamor». Vislumbramos la centelleante visión cervantina, que iluminó la
ficción poética de Grisóstomo alumbrándola y plasmándola imaginativamente
en las palabras sonoras de la «Canción Desesperada».
- 6 -Don Quijote y la poesía
Víctor Hugo, entre los franceses, reconoce que Cervantes, «como poeta, reúne
los tres dones soberanos: la creación, que produce los tipos y viste las ideas
de carne y hueso; la invención, que poniendo en choque las pasiones con los
acontecimientos, hace lanzar chispas al hombre contra el destino y produce el
drama; la imaginación, sol que derramando el claroscuro por todas partes da
relieve a las cosas y las vivifica». Se refiere, claro está, a esa «Ilíada,
oda y comedia» que es el Quijote.
Un soplo religioso nos sacude al leer esa magna epopeya en prosa. El amor, la fe
y el heroísmo manan de las profundidades del espíritu cervantino, pero vienen
de lo Eterno. En el Quijote, Cervantes nos ofrece la epopeya del hombre y su
biografía espiritual. Más allá del hombre español del Renacimiento, el genio
de Cervantes llega a simbolizar, en nuevo mito, el destino de la humanidad. No
tan sólo esclarece los misterios ancestrales de su raza, sino que ilumina el
misterio del hombre. Por eso acudimos a él los amantes de la Antroposofía. Por
raza y por idioma, los hispanolocuentes todos tenemos en el Quijote un
ineludible punto de confluencia. Y la humanidad misma no puede prescindir de Don
Quijote porque, como bien afirma Merejkowski, «es uno de esos compañeros de
ruta de la humanidad».
«¿Luego también -dijo Sancho- se le entiende a vuestra merced de trovas? -Y más
de lo que tú piensas -respondió Don Quijote- y veraslo cuando lleves una carta
escrita en verso de arriba abajo a mi señora Dulcinea del Toboso, porque quiero
que sepas, Sancho, que todos o los más caballeros andantes de la edad pasada
eran grandes trovadores y grandes músicos...». (I, XXIII.) Como Cervantes,
también Don Quijote componía versos. Vencido ya definitivamente por el
Caballero de la Blanca Luna, desahoga y consuela su desventura con aquel
madrigalete:
«Amor, cuando yo pienso
en el mal que me das terrible y fuerte,
voy corriendo a la muerte
pensando así acabar mi mal inmenso...».
Después de la gran aventura de los leones, con la fresca alegría del reciente
triunfo, entra Don Quijote a casa del Caballero del Verde Gabán. En toda la
casa reina un silencio profundo, un silencio ideal, un silencio que Cervantes
califica de «maravilloso». Este silencio, tan propio para la poesía, es lo
que más ha sorprendido a Don Quijote. La casa es ancha como de aldea. Están a
la vista «muchas tinajas a la redonda», que, por ser del Toboso, le renovaron
las memorias de su encantada y transformada Dulcinea; y suspirando, y sin mirar
lo que decía, ni delante de quien estaba, dijo:
«-¡Oh dulces prendas, por mi mal halladas,
dulces y alegres cuando Dios quería!
»¡Oh tobocescas tinajas, que me habéis traído a la memoria la dulce prenda
de mi mayor amargura!
»Oyole decir esto el estudiante poeta hijo de don Diego, que con su madre había
salido a recibirle, y madre e hijo quedaron suspensos de ver la extraña figura
de Don Quijote...»100.
Levantados los manteles, y dadas gracias a Dios, y agua a las manos, Don Quijote
pidió a don Lorenzo -el hijo de don Diego de Miranda- que dijese -255- algunos
versos. Acabó su glosa el poeta, «se levantó Don Quijote, y en voz levantada,
que parecía grito, asiendo con su mano la derecha de don Lorenzo, dijo:
»-¡Viven los Cielos donde más altos están, mancebo generoso, que sois el
mejor poeta del orbe, y que merecéis estar laureado, no por Chipre ni por Gaeta,
como dijo un poeta, que Dios perdone, sino por las Academias de Atenas, si hoy
vi vieran, y por las que hoy viven en París, Bolonia y Salamanca! Plegue al
Cielo que los jueces que os quitaren el Premio primero, Febo los asaetee y las
Musas jamás atraviesen los umbrales de sus casas. Decidme, señor, si sois
servido, algunos versos mayores; que quiero tomar de todo en todo el pulso a
vuestro admirable ingenio»101, Cervantes, agudo conocedor de las debilidades
humanas, asegura que don Lorenzo se holgó de verse alabar de Don Quijote,
aunque le tenía por loco. El caso es que el joven poeta accedió a la petición,
diciéndole al caballero andante «este soneto a la fábula o historia de Píramo
y Tisbe:
El muro rompe la doncella hermosa
que de Píramo abrió el llagado pecho;
parte el Amor de Chipre, y va derecho
a ver la quiebra estrecha y prodigiosa.
Habla el silencio allí, porque no osa
la voz entrar por tan estrecho estrecho.
Las almas sí, que Amor suele de hecho
facilitar la más difícil cosa.
Salió el deseo de compás, y el paso
de la imprudente virgen solicita
por su gusto su muerte: ved qué historia.
Que a entrambos en un punto, ¡oh extraño caso!,
los mata, los encubre y resucita
una espada, un sepulcro, una memoria.
»-¡Bendito sea Dios -dijo Don Quijote, habiendo oído el soneto, a don
Lorenzo-, que entre los infinitos poetas consumidos que hay, he visto un
consumado poeta, como lo es vuestra merced, señor mío, que así me lo da a
entender el artificio de este soneto!
»Cuatro días estuvo Don Quijote regaladísimo en la casa de don Diego, al cabo
de los cuales le pidió licencia para irse...»102.
Llegó, en fin, el día de su partida, y aún se cuidó Don Quijote de darle un
último consejo al estudiante-poeta: «sólo me contento con advertirle a
vuestra merced que siendo poeta podrá ser famoso si se guía más por el
parecer ajeno que por el propio; porque no hay padre ni madre a quien sus hijos
le parezcan feos, y en los que lo son del entendimiento corre más este engaño»103.
Podemos imaginar que Don Quijote, camino de la cueva de Montesinos, recordaba
con fruición el ambiente poético que había dejado y evocaba, con particular
agrado, aquel «maravilloso silencio que en toda la casa había, que semejaba un
monasterio de cartujos». ¡Silencio misterioso del espíritu en la quietud
claustral!
Don Quijote, símbolo del pensamiento en acción, ama, como Cervantes, la poesía.
Ahí está, como espléndido testimonio, ese paréntesis de poético sosiego en
su vida de inquieta centella. No sólo sabe salir a los caminos de la andanza
caballeresca para defender los valores espirituales de la civilización, sino
que también entiende que «el discurso del pensar quedaría acallado en su
esencia -como hoy lo ha dicho Heidegger- si se volviera impotente para decir
aquello que debe quedar indecible»104.
_________________
90 Friedrich Kainz.-
«Estética», Fondo de Cultura Económica.- Pág. 112.
91 Víctor Cousin.- «Le Vrai, le Beau et le Bien», 8ª. lección.
92 Juan José López Ibor.- «El Descubrimiento de la Intimidad y otros Ensayos».-
Págs. 85-86.- Ediciones Aguilar.
93 Prof. Dr. August Brunner.- «Ideario Filosófico».- Editorial Razón y Fe,
tercera edición.- Pág. 186.
94 Goethe.- «El Quijote visto por grandes escritores».- Págs. 89 y 90.-
Biblioteca Enciclopédica Popular.- Segunda Época.- (Número 179), Secretaría
de Educación Pública, México, D. F.
95 «El Quijote visto por grandes escritores». Edición citada.- Página 81.-
Ramón Menéndez Pidal.
96 Marcelino Menéndez y Pelayo.- «San Isidro, Cervantes y otros Estudios».-
Colección Austral, Espasa Calpe Argentina, S. A.- Páginas 109-110.
97 Thomas Mann.- «Cervantes, Goethe, Freud».- Editorial Losada, 1943.- Págs.
45-46.
98 Ricardo Rojas.- «Cervantes».- Editorial Losada, S. A.-Pág. 33.
99 Prof. Santiago Montero Díaz.- «Cervantes, Compañero eterno».
100 Miguel de Cervantes Saavedra.- «Don Quijote de la Mancha».- «Obras
Completas».- Parte II; Cap. XVIII.- Pág. 1331.
101 Miguel de Cervantes Saavedra.- Opus cit., pág. 1334.
102 Miguel de Cervantes Saavedra.- Opus cit., págs. 1334-1335.
103 Miguel de Cervantes Saavedra.- Ibid., pág. 1335.
104 Heidegger.- «Aus der Erfahrung des Denkens», núm. 29.
105 Dr. Montero Díaz.- «Cervantes, Compañero Eterno», Editorial Aramo,
Madrid; 1957.- Págs. 184-185.