Capítulo V
Estructura y composición del Quijote
- 1 -Estructura del Quijote
En la encrucijada de los siglos XVI y XVII, Cervantes se ubica con plena
conciencia histórica. Recoge todos los géneros literarios de moda en el siglo
XVI y apunta -en la segunda parte de El Quijote- la unidad constructiva, los
motivos de contraste y la riqueza popular del siglo XVII. Por una parte en el
Quijote subsisten las virtudes y proezas del viejo ideal, el elemento pastoril
-episodio de Marcela y Grisóstomo-, la novela sentimental -episodios de
Cardenio, Luscinda y Dorotea-, la narración italiana picante -el curioso
impertinente-, el elemento picaresco -aventura de los Galeotes y el tipo de
maese Pedro-, pero, es visible también, por otra parte, una vigorosa impresión
cómica ante los libros de caballerías, un sentimiento de íntimo y trágico
fracaso de los sueños, una voz humanística de desengañada piedad... Con razón
pensaba Ortega y Gasset en el Quijote como clave única de toda la gran novela
contemporánea.
La obra entera se mueve en el doble plano de poesía y realidad. Deseo iluso y
verdad desengañada, poderosos ideales difusos y concreción aldeana de espíritu,
fantasía y buen sentido, utopías y ambientes de un realismo preciso... Todo
ese tibio e infantil calor de humanidad, toda esa religiosidad capaz de
ennoblecer la vida más ridícula, todo ese martirio corporal en un hombre de
carne y hueso -no en una estatua de piedra- nos dejan impregnados de un profundo
sentimiento místico y nos hacen ascender a las más puras fuentes de lo
heroico, sin perder el contacto con una pobre y doliente humanidad...
«No es casual el momento de la historia española en que aparece el Quijote. El
soldado de Lepanto -advierte Ángel Valbuena Prat- ha visto con amargura el
principio de los vencimientos. Cervantes, que cantó a la Armada Invencible
antes y después de la derrota, supo sentir en su alma el dolor del momento de
un gran fracaso, la nueva era del tratado de la tribulación. Sin duda, de esta
amargura, de este dolor, en que los fracasos personales de la vida del Cervantes
alcabalero podían sublimarse en un horizonte nacional, brotó parte del humor
del Quijote, basado en la bondad incomprendida del héroe, en el ideal de
justicia universal deshecho a palos y pedradas»28. ¡No! El ideal de justicia
universal no queda deshecho a palos y pedradas, precisamente porque es un
verdadero ideal y como tal está más allá de los palos y pedradas. Sobre la
estela de locas aventuras y de trágicos fracasos queda puro, inmarcesible, el
halo de bondad, el señorío trascendente del espíritu bueno.
Don Quijote es un trozo de la propia carne y sangre de Miguel de Cervantes. Por
eso hay un fondo en Don Quijote que permanece más allá de la parodia del mundo
heroico. Cervantes, aun cuando se ríe frecuentemente con la risa dolorida del
humor, no puede reírse de todo. Nunca se rio, por ejemplo, de su hazaña como
soldado en la gran batalla de Lepanto. Claro que su alma noble y esforzada debió
reaccionar, ennegreciendo un tanto la tinta, ante la corrompida burocracia
picaresca de aquellos días. Pero aun esto resulta suavizado por esa innata
simpatía compasiva de Cervantes. Su desengaño es un noble desengaño que nada
tiene que ver con el resentimiento.
Nunca pierde Don Quijote su capacidad de amistad. Sancho érale, cada vez más,
una verdadera necesidad. Tal vez acierte Unamuno cuando asegura: «Necesitábale
para hablar; esto es, para pensar en voz alta sin rebozo, para oírse a sí
mismo y para oír el rechazo vivo de su voz en el mundo. Sancho fue su coro, la
Humanidad toda para él. Y en cabeza de Sancho ama a la Humanidad toda».
¿Habrá concebido Cervantes el Quijote como una novela corta, que fue ampliando
a medida que se le agrandaba el horizonte primitivo? ¡Quién sabe! Lo cierto es
que los personajes parecen crecer casi biológicamente por su propia cuenta. En
todo caso el héroe central nunca es abandonado por el autor. Aunque en la
primera parte de la obra Don Quijote no llegue a la plenitud de su propia
personalidad, perdiéndose a veces -al ser apaleado por los mercaderes
toledanos- la noción de su identidad, resurge, sin embargo, el incontenible «Yo
sé quien soy». Y todos los motivos novelescos de tan diversa gama que mueven
el interés de la acción, en la primera parte del libro, no pueden hacer
olvidar los personajes centrales: Don Quijote y Sancho. En la segunda parte se
concentra -con densa sobriedad ejemplar- la acción esencial, sin «injerir
novelas sueltas ni pegadizas». El novelista está en la cima de la madurez. «A
diferencia de los personajes de la parte primera, que a la fuerza penetran en el
sentido quijotesco, ahora la ficción caballeresca que irradia del héroe va tiñendo
de poesía y sentido transfigurador de la realidad -observa Valbuena Prata todas
las figuras que pudiéramos llamar aquijotes y antiquijotes, mientras que, a la
vez, en la sabia compensación del artista, el héroe central se va haciendo más
discreto, más cuerdo, más hondamente humano en su actitud ante la vida, ante
el mundo exterior. Todo ello es origen de nuevas formas de aventuras, en que el
halo caballeresco deja una ilusión poética en el héroe y sus contrarios, como
en el tema pintoresco y pleno de humor del Caballero de los Espejos: Don Quijote
que vence, y el fino escorzo entre realidad e ilusión, en el final del
episodio, en que la fusión de humor entre verdad y apariencia entraña una
mucho más fina y compleja calidad que en otros momentos de la parte primera»29.
Es fácil decir con el duque de Rivas que el poeta tiene por misión: «pensar
alto, sentir hondo y hablar claro». Pero es extraordinariamente difícil decir
cómo pensó, sintió y habló Cervantes en su Don Quijote. El genio no se deja
apresar por los cánones de la Estética, precisamente porque crea una nueva Estética.
Cervantes -gigante de la literatura universal- intuyó el suspiro nacional de
España y en él vio la humanísima mezcla de sufrimientos y alegrías que le
sirvió de materia para darnos esa suprema lección de filosofía moral. Don
Quijote es símbolo de la Humanidad entera. Sus sueños son los sueños que soñamos
todos los hombres que anhelamos mejores destinos. Como él, también nosotros
recurrimos a la fantasía para crear la forma perfecta que imaginamos cuando no
hay otro modo de hacer bella la realidad. Una compenetración superior con la
Naturaleza nos hace ver, después de la lectura del Quijote, una realidad ideal,
una reverberación de valores en los seres que participan del supremo ser que es
a la vez el supremo valor.
Pero es tiempo ya de examinar, en sus grandes lineamientos, la composición del
Quijote.
- 2 -La Primera Parte
En tanto que el Quijote de 1605 tiene cincuenta y dos capítulos, el Quijote de
1615 tiene setenta y cuatro. De la una a la otra parte ha variado la psicología
y la intención de Cervantes. Sin embargo, después de una pausa de diez años,
el autor sabe mantenerse en el mismo nivel de calidad estética, con el mismo
respeto a los perfiles morales de sus entes de ficción. No conozco otro caso
semejante en la historia de la literatura universal.
La primera parte de «El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha» hace
recordar aquella frase de Stendhal: la novela es un espejo que se pasea a lo
largo de un camino. Don Quijote recorre los caminos de la Mancha tropezándose
con andantes y cosas reales. Sale, por primera vez, «antes del día». A la
venta llega cuando cae la tarde. Vela las armas y tiene un altercado con los
arrieros que por dar de beber a sus animales retiran las armas del futuro
caballero andante. Para proveerse de lo aconsejado por el ventero y tomar un
escudero, regresa a su aldea. Juan Haldudo es sorprendido por Don Quijote dando
azotes a su criado Andrés y el caballero hace justicia al jovenzuelo. (Más
tarde sabrá -¡oh desdicha!- que había sido peor el remedio que la
enfermedad.) La primer paliza la recibe en su encuentro con los mercaderes. Un
vecino compasivo lo recoge y lo devuelve al pueblo. Empieza ya a manifestarse la
locura de Don Quijote: transfigura la venta en castillo, el cuerno del porquero
en trompeta de enano, a las mozas del partido en altas doncellas, al ventero en
castellano, a Juan Haldudo y los arrieros en caballeros... Y hasta llega a
perder la conciencia de su personalidad y la de su vecino Pedro Alonso.
En la segunda salida prosiguen las aventuras: los molinos; Puerto Lápice, con
los frailes de San Benito, y la señora vizcaína; los cabreros y el entierro de
Grisóstomo (aparece Marcela); los yangüeses; los incidentes de Maritornes en
la segunda venta y el manteamiento de Sancho; los dos rebaños (ejércitos para
el alucinado caballero); el cuerpo muerto; los batanes; el barbero de la batía;
los galeotes; el internamiento en Sierra Morena y la conspiración del Cura y el
Barbero con Dorotea para hacer regresar al loco de Alonso Quijano. La venta es
-como atinadamente apunta José Gaos- centro teatral, más propiamente que
novelesco, «escena de confluencia, reconocimiento y desenlace de un conjunto de
'acciones' e 'intrigas' a saber: las de Luscinda y Don Fernando, Dorotea y
Cardenio, por una parte, y, por otra, las de Zoraida y el Cautivo con su hermano
el Oidor y la hija de este y Don Luis»30. Las alucinaciones de Don Quijote
siguen su curso: los molinos son gigantes, los frailes y los acompañantes de la
señora vizcaína son encantadores que han robado una princesa, Maritornes es la
hija del señor del Castillo, el cuadrillero es un mozo encantado, los
manteadores son fantasmas y gente de otro planeta, los rebaños son ejércitos,
el séquito del cuerpo muerto es un cortejo de un caballero cuya venganza le
estaba reservada, el estruendo de batanes es una rara aventura, la batía de
barbero es un yelmo de mambrino. La conspiración de los cuerdos se suma a la
locura de Don Quijote a partir de la presentación de Dorotea como Infanta
Micomicona. Se declara yelmo y jaez, respectivamente, la batía y la albarda de
un barbero -que está a punto de perder la razón- por el Cura y Don Fernando.
Es muy posible que Cervantes no haya tenido, al principiar la primera parte, un
plan de lo que sería el completo desarrollo del Quijote. Podemos suponer que
empezó a mover la pluma fluida y placenteramente porque el tema le divertía.
Tal vez pensara producir una novela corta. Todo pudo haber terminado con el
regreso de Don Quijote a su aldea. Pero Cervantes, después del Capítulo V,
tiene la certeza de estar, como narrador, ante un campo ilimitado. Y cosa aún más
importante, presiente que su personaje va a ser universal. ¿Quién de nosotros
no ha soñado alguna vez convertirse en un Quijote, para contribuir, en alguna
forma, a la salvación de sus prójimos? Descontentos de lo que somos, todos
-quien más quien menos- concebimos un día muy risueños planes y en aras de
este ideal sacrificamos nuestras comodidades y tal vez nuestra fortuna. Muchos
nos consumimos por la filosofía, pasando malos días y peores noches
(toledanas), minando la salud, acelerando la vejez y todo por averiguar la razón
de ser de las cosas, el orden del universo con sus causas. ¿Cómo no comprender
la locura de Don Quijote?
Sancho, testigo constante, asegura la continuidad de la novela. Su positivismo
rastrero va desapareciendo paulatinamente ante la grandiosidad y la belleza del
mundo que le descorre su alucinado amo. Amadís de Gaula y Palmerín de
Inglaterra estaban situados en una época mucho menos complicada. «Don Quijote
-apunta Antonio Castro Leal- tiene que ir creando su propio código de caballero
andante. Entonces es cuando descubrimos su ingenio, su reflexión y su
elocuencia. Cualquiera de nosotros, puestos en el camino de Don Quijote, hubiéramos
hecho muchas más locuras que él» 31. El medio histórico en que se mueven los
personajes está pintado, en la primera parte, con magnífica sobriedad y
equilibrado realismo. Alguien ha recordado a Velázquez. En prosa auroral
-sencilla y compleja, transparente y grande- Cervantes hace aparecer a sus
personajes chorreando vida. Ya nadie los podrá destruir. Ni siquiera el mismo.
La primera parte del Quijote nos presenta, con relación a la segunda, un mundo
más familiar y común, un humorismo más abundante y más franco. Aunque su
composición sea más débil, por no tener un plan premeditado y albergue
narraciones ajenas que detienen y retardan la acción, hay una cierta abundancia
barroca -atrevida y alegre- y un proceso de complicación y refinamiento
-ilusiones, decepciones y explicaciones- que le hacen ser, a su modo, una obra
acabada y perfecta.
- 3 -La Segunda Parte
Una gracia melancólica, una bondadosa piedad y una sonrisa de consuelo derraman
sus luces plateadas sobre la «Segunda Parte del Quijote». La madurez del genio
se advierte en el plan más completo y ordenado, en el arte más reflexivo y
seguro, en la más sutil y matizada pintura de personajes. «El hombre que
escribió este volumen no es el mismo que ha escrito el primero. Antes había
-tal vez- pleno sol, ahora la franja luminosa que tiñe lo alto de las bardas (¡aún
hay sol en las bardas!) es resplandor dorado, tenue, de ocaso, de melancolía.
Cervantes se despide de muchas cosas en esta segunda parte». (Azorín.)
Los primeros capítulos de la segunda parte es un constante ir y venir y un
afanoso diálogo. La tercera salida llena toda la novela. Toboso y encantamiento
de Dulcinea. Carro de la muerte. Caballero del Bosque. Caballero del Verde Gabán.
Los Leones. Las bodas de Camacho. La cueva de Montesinos. Maese Pedro y retablo.
El suceso del rebuzno. Aventura del barco encantado. En la casa ducal los
incidentes tienen una cierta unidad de lugar y un mayor intrincamiento: coloquio
de Don Quijote y Sancho con los Duques, Merlín y desencanto de Dulcinea,
Trifaldi, Consejos de Don Quijote a Sancho y Gobierno de la ínsula por parte de
este último, Altisiadora, Doña Rodríguez, cartas, peregrinos, caída en la
sima, nueva reunión de Caballero y Escudero, desafío con Tosilos y salida de
la casa ducal. Ida a Barcelona, estancia en la ciudad y vuelta. Agüeros que
tuvo Don Quijote al entrar en su aldea. Enfermedad, testamento y muerte de
Alonso Quijano.
La crítica ha observado que en el Quijote de 1605 «se está constantemente
viviendo el momento esencial. No hay que encaminarse a un punto o a otro, en
cualquier sitio se está en donde se debe estar: en la gran aventura de la
Justicia total o la Belleza total. En 1615 se explora con placer, se pasea con
gusto, se tienen ganas de conocer gente, de visitar lugares, de satisfacer esa
curiosidad que despierta la vida». (Casalduero.) Un sentimiento de libertad
para gozar los instantes existenciales coexiste con la inquietud de la misión
por cumplir: «por no parecer bien que los caballeros andantes se den muchas
horas al ocio y al regalo, se quería ir a cumplir con su oficio» (II, 18).
Una acción única, enlazada al protagonista, con la mayor variedad posible, es
propósito que Cervantes deja ver a las claras en la segunda parte de su novela
inmortal. Las características barrocas, del segundo Quijote, en la acción, son
patentes: «la digresión y el encadenamiento, el engaño, el ser inventada por
otros personajes, por último -advierte Joaquín Casalduero-, el paralelismo
antitético»32. La bajada de Don Quijote a la cueva de Montesinos y la caída
de Sancho en la sima están en posición casi simétrica. Cada vez que Don
Quijote sueña en la vida pastoril -al encontrarse con los muchachos que
representan églogas y después de ser vencido por el Caballero de la Blanca
Luna, camino de su aldea- es atropellado por toros y cerdos. Parece como si
Cervantes deseara trasladarnos, súbitamente, de la justicia y la belleza
ideales a las duras realidades terrenales. Un aire de juego, de burla sutil
-ignorada por varios personajes- campea hasta la última hora. ¿No será la
vida social un engaño, una representación? Los protagonistas juegan con su
papel hasta que la muerte les manda acabar el juego. Hay un estado de irritación
motivado por la vida social, las instituciones y el hombre. «La grosería
humana -expresa Casalduero-, el misterioso encadenamiento social producen la
irritación, que, como un anticlímax, se resuelve en calma ante la incomprensión
producida por la falta de experiencia del mundo»33. Decididamente Cervantes
expresa su desilusión y su desengaño al encontrar deformado por los hombres el
valor que iba buscando. «Yo no puedo, más», dirá Don Quijote en un momento
de abatimiento espiritual y físico. Y sin embargo, Cervantes, en ese último
estado de entreclaridad, sigue amando lo vital, lo dinámico, pese a su tristeza
y tal vez a causa de esa misma tristeza.
¿Por qué esa melancolía de Cervantes? El artista va llegando al fin de su
vida. Con el pie en el estribo, confronta las ideas y los ideales que ha amado
con las realizaciones sociales caricaturescas de esas ideas y de esos ideales.
¡Cuánta deformación, Dios mío! ¿Por qué la justicia, la virtud, el amor no
resplandecen en su esencialidad? Por lo menos en la zona del arte -y ahí se
refugia Cervantes- hay un vivo resplandor de las ideas. El novelista, como su
personaje, se había adherido a una creencia, se había ilusionado con un ensueño,
convirtiendo la creencia y el ensueño en contenido existencial real y efectivo.
Es como si hubiese bajado de «topos uranos» las ideas platónicas para
articularlas, funcionalmente, en el proceso de su vivir. Se había incorporado
el valor de lo caballeresco hasta hacerlo contenido integrante de su existencia.
Ahora no le quedaba -¡y no es poca cosa!- sino un sentimiento inconfesado de
conmiseración y piedad estoica. Toda esta ternura -mansa, noble, viril- logra
levantar la vida a un nivel que ha podido compararse, por el hispanista inglés
Aubrey Bell, con un final sinfónico de Beethoven. Ironía de hombre
renacentista, luminosa y elegante, que sabe -pese a su desengaño- mirar las
cosas con piedad. Nos enseña que su tiempo -atento a los estados de conciencia
y al dualismo entre aspecto y razón- no ha podido mostrar, en el hombre, nada
mejor que aquellas virtudes cardinales que el Caballero manchego se sintió
comprometido a personificar. Por debajo de los moldes renacentistas surgen los
ideales góticos del medievo.
Realidad aparente y sub-realidad en el mundo quijotesco
- 1 -Realidad aparente y sub-realidad
A la realidad primordial de la vida diaria, Cervantes sobrepone una esfera o
estrato de fantasía que, aunque choque con la realidad tangible, se articula
con ella. Don Quijote y Sancho conceden al mundo imaginario de la caballería
una dimensión de realidad. Argumentos no faltan. El hidalgo manchego aduce en
su favor el universal reconocimiento y autorización de la caballería andante y
los testimonios de cientos de libros impresos con licencia real.
La caballería andante es, no sólo una institución, sino un modo de vida -cuya
misión es celestial- y una ciencia. Se precisa tener conocimientos en materia
jurídica leyes sobre la persona y la propiedad-; en materia de Teología
-reglas cristianas que se practican-; en materia de Medicina -conocer hierbas
para preparar una redama del bálsamo de Fierabrás-; en materia de Astronomía
-saber por las estrellas cuántas horas de la noche han transcurrido y en qué
punto geográfico del mundo se halla uno... Requiérese, en fin, «saber herrar
un caballo, aderezar la silla y el freno y nadar. Y sobre todo tiene que ser
mantenedor de la verdad, aunque el defenderla le cueste la vida». Quien profesa
la caballería andante está exento de toda jurisdicción. El caballero andante
nunca es llevado ante un juez, por muchos homicidios que hubiese cometido; jamás
paga impuestos o derechos aduanales; nunca paga a los sastres por los trajes o
las ropas que le hacen; y, naturalmente, no da sueldo a su escudero, sino que le
retribuye nombrándole gobernador de alguna ínsula o reino conquistado.
La sub-realidad quijotesca está caracterizada por peculiares modificaciones al
espacio, al tiempo y a la causalidad. Aunque quienes aguarden a Don Quijote, en
la entrada de la cueva de Montesinos, afirmen que sólo estuvo dentro poco más
de una hora, el Caballero de la Triste Figura está convencido que pasó en ella
tres días. Con Clavileño, el caballo de madera; Don Quijote piensa que ha
recorrido miles de leguas. Los encantadores -amigos y enemigos- desempeñan en
la sub-realidad quijotesca el papel de causalidad y motivación. Don Quijote
interpreta el mundo en función de la actividad de los magos. En esta forma
traslada el orden del reino de la fantasía -gigantes- al orden de la
experiencia sensorial -molinos de viento-. «Así, pues -observa Alfred Schütz-,
la función de los encantadores es precisamente la de garantizar la coexistencia
y compatibilidad de varios sub-universos de significaciones referidas a las
mismas cosas y de asegurar la persistencia de la dimensión de realidad otorgada
a cualquiera de dichos sub-universos. Nada permanece inexplicado, paradójico o
contradictorio, tan pronto cómo las actividades de los encantadores se
reconocen como elemento constitutivo del mundo»34. Y no se trata, para Don
Quijote, de una mera hipótesis, sino de un hecho histórico probado por las
fuentes de todos los libros -casi sagrados- de caballerías. No tiene sentido,
tratándose de encantadores, recurrir a los medios ordinarios de la percepción
sensible. «No hay -dice Sancho- sino encomendarnos a Dios, y dejar correr la
suerte por donde mejor lo encaminare». Si los encantadores interfieren adversa
o propiciamente, por motivaciones propias, no queda sino luchar denodadamente,
encomendándose a Dios.
Resulta muy natural el conflicto que se suscita entre el mundo de Don Quijote y
el mundo de los otros. Aunque para Don Quijote su mundo sea un mundo lleno de
sentido, para los demás -y no me refiero aquí a los altos ideales, sino a las
extravagancias- se trata de un mundo de locura. Y no veo la necesidad de
concluir que Cervantes sustentaba una concepción de las realidades múltiples
(a lo William James) o un relativismo perspectivista. Ocurre, simplemente, que
el caballero es un monomaníaco que introduce un esquema dispar de interpretación.
¿Qué hacen los otros? Deciden, como dice Cervantes, «seguirle el humor». Por
eso, la mayoría de las veces se opera la comunicación sin aparente dificultad.
Para mantener la dimensión de realidad de su mundo, Don Quijote recurre al
hecho del encantamiento, como obra de su archienemigo el mago Frestón, siempre
que choca con la realidad primordial. Nadie le convencerá de que el pretendido
yelmo es una bacía. «Y para concluir con todo -dirá Don Quijote con gran
audacia lógica-, yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni
falte nada...». Cuando le pide a Sancho que crea en sus visiones, si es que
quiere que le crea las suyas, es que la convicción quijotesca en su mundo
privado ha empezado a desmoronarse. Toda esa metafísica, tan vigorosamente
sostenida por Don Quijote, de la realidad aparente y de la sub-realidad, nada
tiene que ver con el idealismo de Berkeley o de Kant. No se trata de ningún
subjetivista que niegue la realidad extramental o la considere incognoscible. Trátase
de un extraviado que sufre «la absorción progresiva del campo de la
conciencia, hasta determinar -para decirlo en lenguaje psiquiátrico- fijaciones
de imágenes; confusión luego de lo imaginado con lo real, hasta la suplantación
de la propia personalidad». En su avidez espiritual de creer, Don Quijote se
echa en brazos de la autoridad escrita de los libros de caballería e inviste de
realidad a la imaginación. Esta suplantación de la experiencia por la fantasía
-engaño poético- le lleva a desplegar una extraordinaria actividad para
someter la vida cotidiana a sus sueños. Él sabe quién es: un poeta que sueña
noblezas y que tiene la certidumbre de su aptitud para realizar el propio ensueño.
Quiso hacer «grandes cosas» porque tuvo una gran voracidad de nobles
aventuras. El resplandor de la dignidad personal y el bien común de los hombres
en la justicia le movieron siempre con inalterable decisión.
Vale la pena examinar el orbe de Don Quijote en sus diversos estratos. Tal vez
en ese examen aparezca el núcleo mismo de la cosmovisión cervantina.
- 2 -El orbe de Don Quijote
En la época que le toca vivir a Don Quijote ya no se dan esos prodigiosos
caballeros -que Alonso Quijano conoció librescamente- vengadores de desfueros y
espanto de los malvados. La Europa caótica de aquella época -un tanto bárbara-
en que los campesinos hipotecaban su libertad a un señor que les protegía con
las armas, llegado el caso, había desaparecido. Los Estados nacionales -España
es el primero cronológicamente- eran ya una realidad distinta. No obstante, Don
Quijote, en su concreta locura, se tiene por caballero andante y sale a los
caminos en busca de aventuras. Se imagina ser algo que no es. Se siente
predestinado para resucitar una institución definitivamente sepultada. Estos
hechos tienen que violentar, forzosamente, el orbe en donde se mueve el supuesto
caballero andante. El mundo de su espíritu no corresponde al papel que tiene en
el mundo de las relaciones cotidianas y ordenadas. No puede ver, o no quiere
ver, el mundo sensible, fenoménico y externo. En un arranque de voluntad su yo
quiere modelar el no-yo. Las resistencias que le ofrece el no-yo a su yo le
causan dolor y repugnancia. Hay un choque insoslayable entre el mundo interior
de Don Quijote y el mundo movible y cambiante en el que vive el héroe. Los
contornos de la realidad exterior quedan desfigurados en el espíritu del
hidalgo manchego.
En la primera parte del libro, Don Quijote emprende correrías por el gusto de
emprenderlas, sin importarle a dónde se encamina. Es un «homo agens» que
viaja de aquí para allá, aguijoneado por su melodía vital. Lo que importa es
ejercitar la voluntad, buscar aventuras. Pero es también, en muchas ocasiones,
un «homo sapiens» y «homo loquens» muy diestro en la discusión y la
disputa.
Poseído del sentido de lo heroico, lleno de elevación y de idealidad, el
egregio loco de Don Quijote -doctor en libros de caballería- despliega, como
los caballeros andantes, una extraordinaria valentía y virtudes insignes.
Sancho advierte en él -y por eso le sigue- nobleza, hermosura espiritual,
hidalguía, abnegación, audacia... Hay en Don Quijote -idealista de alma
ardiente y luchador activo en los caminos- un vivo anhelo de evadirse de esta
paradoja: ser más que hombre sin dejar de ser hombre. No se trata de ningún
reformador que quiere convertirse en super-hombre (nietzscheano) como lo
pretende Joseph Bickermann en su «Don Quijote and Faust. Die Helden and die
Werke». Si Don Quijote constituye un profundo enigma para los críticos, ello
es debido a que atestigua, como todo caballero egregio, la existencia de un
mundo supremo. Por sentir tan a lo vivo el descontento de lo que le rodea y de
su vida misma, ha podido estar siempre en posibilidad de superarse. En tanto que
ser perteneciente a dos mundos (real e ideal) y capaz de superarse a sí mismo,
Don Quijote es -como todo hombre- un ser contradictorio y paradójico, que
concilia en sí las más extremadas oposiciones. Su trascendencia y significación
no se pueden comprender, en plenitud, sin el «Eros», en la acepción clásica
del término. La invencible inclinación a mejorar el mundo, reformándolo, no
tiene por qué provenir de Zaratustra.
En el hombre, parece decirnos Cervantes, hay un mundo trino. Siguiendo sus
huellas en el Quijote, cabría afirmar, como lo hace Joseph Bickermann, «que la
esfera de lo real colinda por una parte con el hemisferio de la ilusión, y por
otra parte con el del ideal. Y esto es lo que hay que subrayar y definir como
resultado ejemplar del mundo cervantino, que abarca todas las dimensiones del
ser; y es que el hombre, cuya vida es una urdimbre de gozo y de pesares, vive
por una parte fuertemente asido, arraigado en este suelo transitorio, y por otra
se mueve de continuo en un mundo de ilusiones y es acosado -90- incesantemente
por alucinaciones y fantasmas; pero de vez en cuando le asalta el anhelo, la
nostalgia del más allá»35. La cosmovisión cervantina -que incluye los
variados estratos del ser- está saturada de vida, de frondosidad elemental, de
rebosadora abundancia, de plenitud inagotable... Esta vida arrolla todo ese
ritualismo, exagerado y minucioso, que Don Quijote pretende imponer cuando
quiere seguir, al pie de la letra, las reglas de la andante caballería. Todo
ese esquematismo preceptivo y formulario se viene a quebrar, nos enseña
Cervantes, ante lo imprevisto y complicado de la vida. Tal vez por eso se haya
pensado que «La vida es un sueño». Y Don Quijote bien podría demostrarnos
que el sueño es vida.
En ocasiones parece como si Don Quijote no quisiera ver el mundo tal como es.
Teme verse desengañado. He aquí un ejemplo: «Yo sé y tengo para mí
-expresa- que estoy encantado y esto me basta para la seguridad de mi
conciencia; que la formaría muy grande si yo pensase que no estaba encantado y
me dejase estar en esta jaula perezoso y cobarde».
Don Quijote, podría alguien pensar, carecía de sentido histórico. La orden de
la caballería andante, definitivamente desaparecida, no era factible que
renaciera. Y sin embargo, el caballero manchego piensa que la caballería
andante es una institución eterna. Sólo una edad depravada puede olvidarse de
esta idea absoluta. «Sólo me fatigo -afirma él- por dar a entender al mundo
en el error en que está en no renovar en sí el felicísimo tiempo donde
campeaba la orden de la andante caballería. Pero no es merecedora la depravada
edad nuestra de gozar tanto bien como el que gozaron las edades donde los
andantes caballeros tomaron a su cargo y echaron sobre sus espaldas la defensa
de los reinos, el amparo de las doncellas, el socorro de los huérfanos y
pupilos, el castigo de los soberbios y el premio de los humildes». No parece
advertir Don Quijote que la historia es irreversible y que los valores, aunque
intemporales e inespaciales, tienen que ser realizados en un tiempo y en un
lugar determinados. Preocupado por la salvación del mundo, entusiasmado hasta
el heroísmo con su ideal, está ciego para su circunstancia y sordo para las
palpitaciones del momento. Se explica su calvario. Sufre, además, una secreta
angustia motivada por la duda y la incertidumbre acerca de su yo imaginado. Pero
de aquí no cabe concluir, como lo hace Bickermann, en la insinceridad de los
pensamientos y acciones de Don Quijote. El hecho de querer creer, por no poder
creer en plenitud, no es ninguna insinceridad. Esta voluntad de creer llevada
hasta el heroísmo le hace sufrir golpes y palos. Llegará un momento, en casa
de los duques, que le trae -premio a su voluntad de creer, pese a la burlona
intención de los aristócratas- una venturosa y plenaria fe en su ser de
caballero andante.
Todos los obstáculos y las fuerzas hostiles del mundo, fenoménico y externo,
no bastaron para arredrar al esforzado y tenaz Caballero de la Mancha, que no se
dio tregua en su ruta hacia el ideal. Ideales que no son, por cierto, simples
ideas, si no ideas valiosas.
- 3 -Ideas que se tornan ideales
«El individuo tiene la libertad de ocuparse de todo lo que le atrae, le gusta y
le parece útil, pero el verdadero estudio de la Humanidad es el hombre mismo».
Goethe
Que Cervantes haya visto al hombre, en la intuición artística de su novela
genial, bajo el aspecto de valores realizados, en nada amengua, antes por el
contrario lo encarece, su alto valor antropológico. Don Quijote es un precioso
símbolo de todo espíritu, un vivo modelo de humanidad, creado por el
incomparable arte de Cervantes. Y al decir Don Quijote, quiero implicar, también,
al otro polo del imán: Sancho. Estas inseparables figuras son, más que antitéticas,
complementarias. Así como alma y cuerpo son elementos constitutivos del ser
humano que el análisis distingue, Don Quijote y Sancho son aspectos parciales
que se integran en el hombre.
Aunque Don Quijote y Sancho no tengan nada de rousseaunianos, poseen -cada quien
con su propio estilo- una innata bondad. El caballero no se limita a pensar el
noble ideal de la justicia en la tierra -de buenas intenciones está empedrado
el infierno-, sino que se atreve a alzar bandera. El escudero se siente atraído
por el proyecto de bella realización. Los ideales de la caballería le ganan
poco a poco. ¡Cómo no admirar el programa vital de su amo, si «la protección
al desvalido es su obsesión; la gratitud que espera, su recompensa; la gloria
alcanzada en la ruta del deber, su única ambición; la fe en el ideal, su
verdadera fuerza; la hidalguía, en fin, la suprema razón que no mide el
peligro»! Cuando hay verdadera sinceridad en la concepción de grandes ideales,
y no mero esteticismo irresponsable, se trata de vivirlos, de convertirlos en
acción. Don Quijote anima, en la medida de lo posible, sus ideas, por natural
impulso emotivo. Con su cuerpo y con su vida trata de ser expresión de un ideal
de altura inconmensurable. ¿Utopía, romanticismo? Tal vez los haya en algunos
aspectos secundarios. Pero en lo medular no. Toda acción es el desenvolvimiento
de una idea. Pues bien, Don Quijote, con sus acciones, desenvuelve ideas que no
son simples ideas, sino ideales. Y las desenvuelve en la realidad.
Cervantes se cuida de mostrarnos lo que la vida es y lo que debe ser. Realista e
idealista. Por eso su arte sirve para el conocimiento del mundo dual de lo
humano. No nos perdamos buscando un simbolismo a cada frase, suceso o aventura.
¿Para qué extraviarse con sentidos ocultos o enigmáticos inexistentes en el
Quijote si advertimos en la obra, con claridad meridiana, el latido de la vida
real y el aliento de un pueblo?
«En cualquier pasaje, en efecto -observa Antonio Maldonado Ruiz-, encontraremos
los más bellos ejemplos de cuanto puede apasionar al hombre: de las letras, de
la música, de la ciencia y de la historia; de la paz y de la guerra, de la
patria, del valor y del honor; del destino, de la suerte y la desgracia, del
amor y de la belleza; de la voluntad y de la esperanza; de la amistad; de los
nobles, de los pobres y de los ricos. Es, en conjunto, la visión de la vida»36.
Pero una visión dialéctica de la vida, añadimos nosotros, como lucha y abrazo
entre lo real y lo ideal.
Contra los enemigos de la Humanidad, Don Quijote creó la verdadera caballería,
para que triunfe la justicia y la verdad. Sus verdaderas armas fueron el
desinterés, la abnegación, el sacrificio... «Tienen las aventuras todas de
nuestro hidalgo -digámoslo con Unamuno- su flor en el tiempo y en la tierra
pero sus raíces en la eternidad». No se trata, como lo pretende Ampere, de «la
caricatura más grande que ha producido el ingenio humano». Yo no sé de
ninguna caricatura que suscite el sentimiento de lo sublime; y es el caso que
Don Quijote lo suscita. Cierto que en la inmortal obra cervantina hay un hondo
sentido humorístico; pero lo humorístico nunca debe confundirse con lo cómico.
Toda esa complejidad humana -polifacética y ambivalente- nada tiene que ver con
«lo chistoso». Pronto se convence Cervantes -porque no lo sabía de antemano-
que Don Quijote es un loco; pero en manera alguna es un tonto.
El autor va cobrando gradualmente un enorme respeto ante su personaje,
convencido de que «la razón -como dijera el poeta inglés Guillermo Wordsworth-
anida en el recóndito y majestuoso albergue de su locura».
Con verdadera finura y penetración apunta Thomas Mann ese proceso creciente de
respeto a la obra misma que se opera en Cervantes, concebida, al principio, «como
broma modesta, satírica, grosera, sin sospechar el rango de símbolo humano que
adoptaría más tarde el héroe. Este cambio de óptica permite y realiza una
solidaridad cada vez más acentuada del autor con su héroe, la inclinación de
igualar el valor intelectual de este al propio, de hacerle el portavoz de sus
propias opiniones y de completar la locura con la dignidad y la bella cultura
espiritual, no obstante la forma ridícula en que las envuelve Don Quijote por
su lamentable aspecto. Precisamente el espíritu y la forma de expresarse que
tiene su amo es lo que produce la ilimitada admiración de Sancho. Y las admira,
no sólo él, sino también el lector»37.
¿Por qué esa crueldad retozona de Cervantes? A despecho de esa creciente
solidaridad del autor con su héroe, el mismo Thomas Mann advierte que el
novelista no se cansa de inventar las humillaciones más ridículas y
lamentables para Don Quijote y para su generosidad. ¿Quiere el lector que le
recordemos algunas de estas denigraciones? Pues ahí está el incidente de los
requesones que Sancho ha guardado en el yelmo de Don Quijote. Causa grima
imaginarse la cara del caballero -con barba y ojos- inundada de leche agria,
pensando, el pobrecillo, que se disuelve su cerebro. No sólo recibe palizas
innumerables, sino que sufre la humillación de verse «enjaulado».
Sí, tiene razón el ilustre novelista alemán: «Hay algo de sarcástico, de un
humorismo salvaje, en invenciones tales...»38. Y no obstante, Cervantes quiere
y respeta a Don Quijote. Pero ese «pathos», esa rabia española, lleva al
Manco de Lepanto y alcabalero a extremos de crueldad, de mortificación, de
burla y castigo contra sí mismo, es decir, contra Don Quijote. Cabe afirmar,
sin embargo, que a mayor humillación del héroe mayor sublimación. Esto lo
entendemos, mejor que nadie, los cristianos.
El esfuerzo en Don Quijote es un punto clave para la interpretación filosófica.
Su yo, como el yo de la filosofía de Fichte y de Maine de Biran, es actividad,
libertad.
- 4 -Don Quijote, Fichte y Maine de Biran
Cervantes expresa literariamente un tema ideológico capital de su tiempo y de
todos los tiempos. Por eso la filosofía se interesa en el Quijote. No importa
que su autor no haya sido filósofo.
«Todo es ficción en este vasto poema -ha dicho Hermann Cohen- excepto el corazón».
El mundo de la realidad y el mundo de la ilusión no acaban de limitarse
claramente, el protagonista choca a veces con la realidad, pero hay ocasiones en
que la realidad parece seguir la desaforada imaginación de Don Quijote. ¿Qué
es lo que permanece en realidad, es decir, definitivamente y por debajo de las múltiples
apariencias? ¿Qué es en realidad Don Quijote, cuál es su naturaleza o
principio de donde emerge todo su comportamiento? Es el mismo caballero manchego
quien nos da la clave: «Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero
el esfuerzo y el ánimo es imposible». Don Quijote es un centro de esforzada
voluntad, un núcleo de ánimo valeroso. Preciso es agregar que su voluntad,
siempre al servicio del bien, es una buena voluntad. Su ánimo valeroso se
complace en los riesgos porque sabe que su malicia desinteresada es valiosa. Lo
que permanece siempre de Don Quijote es su enjundia ética.
Francisco Romero ha efectuado un luminoso «experimento» con la materia del
libro inmortal. Se le ha ocurrido verificar una aproximación entre Don Quijote
y Fichte. Y la verdad es que el paralelo se antoja. El orbe que se crea Don
Quijote a su alrededor es en sí falso, fruto de una locura, pero apropiado para
que lo habite a sus anchas esa realidad que es su alma. Si por una parte la
locura eleva el ser de Alonso Quijano, lo hace más verdad de lo que era en su
ser ordinario y cuerdo, al transmutarlo en Don Quijote, por otra parte esta
conversión se realiza a costa de construir un contorno inusitado y falaz, un
mundo arbitrario y poblado de entidades a la medida de las intenciones del
protagonista. Biólogos autorizados aseguran que cada especie animal arregla
para su uso un medio parcial apropiado para ella, de acuerdo con su organización.
Fuera de esta parcela física con la que mantiene intercambios, el resto
permanece ajeno y como inexistente. Pues bien, Don Quijote selecciona ambientes:
ilumina unas cosas y oscurece otras, interpreta la realidad transfigurándola y
quiere dar cuerpo tangible a sus sueños. «Su santidad injertada en heroísmo
se forja el mundo requerido para salir a luz -expresa Francisco Romero-, para
cobrar sustantividad. La mentira que fragua es la indispensable para que surja
su verdad. Su yo ha creado el no-yo que necesita para que llegue a ser realidad
efectiva lo que sin él no sería sino latencia, espera, demanda. Una verdad,
pues, y las condiciones para que se afirme y publique, para que abandone el
refugio donde dormita y pruebe sus fuerzas a la intemperie. El engaño como método
para que esa verdad se encuentre a sí misma. Es, aproximadamente, lo que ocurre
con la filosofía de Fichte»39. Queremos observar, tan sólo, que Don Quijote
-que de todo puede tener menos de hombre de mala fe- no fragua mentiras a
sabiendas ni tiene como método consciente el engaño. Cosa diversa es que su
locura forje un mundo propicio para su estilo.
El sujeto es, para Fichte, la realidad absoluta. El yo no es sustancia, sino
acción pura, acto desnudo, pura libertad. El yo puro -que no se confunde con el
yo empírico individual- es la raíz del ser y resuelve en sí todo el ser. El
yo pone el no-yo y se limita por el objeto que él mismo inadvertidamente ha
producido. La conciencia del límite hace nacer la necesidad de superarlo: el yo
reabsorbe, mediante la reflexión consciente, el no-yo, para reconstituir la
propia naturaleza del yo absoluto. Porque hay resistencias que vencer y límites
que superar, hay actividad moral. El yo es tendencia infinita. Su actividad
heroica es un proceso continuo de liberación, una actuación de un ideal
infinito. Tal es, en sus grandes líneas, el pensamiento de Fichte. Presenta, no
cabe duda, importantes analogías con el pensamiento de Don Quijote. En ambos el
no-yo se ofrece como motivo o campo propicio para que el-yo obre y sea. «Tanto
en Don Quijote como en Fichte, el sujeto, pues, se crea el contorno de
incitaciones o resistencias que necesita para ser, ya que en ambos -apunta
agudamente F. Romero- no hay para el sujeto otro modo de existencia que la
contienda, la actualización de ciertas energías espirituales que no saldrían
de su sueño sin un adversario capaz de despertarlas y cuya función es
exclusivamente esa»40.
Menester es, sin embargo, no extremar el paralelo. Entre Don Quijote y Fichte
median capitales diferencias. Para Don Quijote, individualista hasta los tuétanos,
no hay ningún yo puro sino millones de personas de carne y hueso. Aunque su
locura forje un mundo «ad hoc», no se puede decir que sienta que su yo empírico
es la raíz del ser y resuelva en sí todo el ser.
Me parece encontrar una mayor similitud entre Don Quijote y Maine de Biran. El
yo de que habla Biran -y que se intuye inmediatamente como esfuerzo voluntario-
no es una entidad universal (como el yo puro de Fichte) sino actividad de la
persona concreta, que tiene un tono interior, que se vive. El espíritu es
actividad. Hasta la sensación está permeada de actividad, puesto que viene
acompañada de movimientos que modifican las condiciones de la receptividad. Por
el esfuerzo voluntario adquirimos conciencia de nuestro yo y sentimos la
resistencia que nuestro organismo (no-yo) opone al yo. Don Quijote no podría
conocerse como fuerza espiritual si no actuara sobre una realidad que se le
resiste; la conciencia de la propia espiritualidad le es dada a su yo por la
resistencia que le presenta lo material.
Quiero, luego existo, pudieron haber dicho de consuno Don Quijote y Maine de
Biran. Por la reflexión apartaban de sí, ambos, los fenómenos exteriores, los
conceptos metafísicos, para llegar a apoderarse de sí mismos en su realidad
viviente. El esfuerzo es el acto esencial en que se resume la vida intelectual y
humana. En donde comienza el esfuerzo, comienza el yo. «Yo actúo, yo quiero, o
pienso la acción: luego yo soy causa, luego yo existo, existo realmente a título
de causa o fuerza». El esfuerzo -dato de experiencia interna- es identificado
con un principio metafísico: la causalidad. El autor de «Nuevos ensayos de
Antropología» piensa que el sentido íntimo, la conciencia, es una especie de
manifestación interna de revelación divina. Y esa voluntad de acción resuelta
y justa, ¿no es acaso suscitada por una voz interior que acata fielmente Don
Quijote? ¿Cómo explicarnos de otra manera esa vocación para los actos de heroísmo
individual?
_________________
28 Ángel Valbuena Prat.- «Estudio Preliminar» a las Obras Completas de Miguel
de Cervantes Saavedra.- Editorial Aguilar, pág. 34.
29 Ángel Valbuena Prat.- «Prólogo-Comentario», Obras Completas de Miguel de
Cervantes.- Editorial Aguilar, pág. 1030.
30 José Gaos.- «El Quijote y tema de su tiempo», en «Homenaje a Cervantes».-
Imprenta Universitaria, México, 1948.- Pág. 79.
31 Antonio Castro Leal.- «Las Dos Partes del Quijote», en «Memoria de El
Colegio Nacional», tomo III, año de 1948, Núm. 3. México. D. F.- Pág. 176.
32 Joaquín Casalduero.- «La Composición del Segundo Quijote», en la revista
«Realidad», Homenaje a Cervantes, septiembre-octubre de 1947, Buenos Aires.- Página
211.
33 Joaquín Casalduero.- Opus cit., pág. 214.
34 Alfred Schütz.- «Don Quijote y el Problema de la Realidad», en «Dianoia»,
núm. 1, pág. 316.- Fondo de Cultura Económica, 1955.
35 Joseph Bickermann.- «Don Quijote y Fausto», págs. 123-124. Editorial
Araluce, Barcelona.
36 Antonio Maldonado Ruiz.- «Cervantes: Su vida y sus Obras», págs. 133-134,
Editorial Labor, 1947.
37 Thomas Mann.- «Cervantes, Goethe, Freud», pág. 50.- Editorial Losada,
Buenos Aires, 1943.
38 Thomas Mann.- Opus cit., pág. 54.
39 Francisco Romero, «Don Quijote y Fichte», págs. 229-230.- Revista «Realidad».-
Homenaje a Cervantes-, septiembre y octubre de 1947, Buenos Aires.
40 Francisco Romero.- Opus cit.; pág. 233.