Capítulo IV

Cervantes, España y la génesis del Quijote


- 1 -Cervantes y su Quijote


«Cervantes no ha concurrido, no ha descubierto ninguna verdad. Cervantes era poeta, y ha creado la hermosura, que siempre, no menos que la verdad, levanta el espíritu humano y ejerce un influjo benéfico en la vida de los pueblos y en los adelantos morales».

Juan Valera

Aunque el Quijote haya sido hecho por un hombre y hasta por un pueblo, le somos deudores de una parcela de nuestra vida espiritual. Aquel que lea con toda el alma la novela cervantina, sentirá que su ser es, en buena parte, criatura quijotesca. Y es que Don Quijote actualiza la dimensión quijotesca de nuestro ser de hombres. Si Cervantes viviese reconocería complacido el linaje de espíritu que dejó su ente de ficción. Al derrumbarse el catafalco de la caballería andante quedó en España, con la suprema desnudez de lo humano, el espíritu caballeresco -de la Edad Media: «sentimientos de pundonor, de lealtad y de amor fiel y rendido a una dama».

El ingenio de los españoles no es dado a ese tipo de burla ligera, a la cual se inclinan tanto los franceses, sino a la parodia profunda. Los españoles suelen ser satíricos, pero no irónicos. Es la ironía una flor del corazón blando. Esa sonrisa sutil y aguda, que tan femeninamente prodiga el francés ahogando la pasión, nunca han podido gesticularla los españoles porque hay en ellos demasiada masculinidad y pasión. Cuando se ríen lo hacen rabiosamente, y aunque se propongan ser irónicos resultan sarcásticos cuando no insultantes.

La burla de la caballería -en lo que tiene de ridículo y desorbitado- llega a extremos despiadados, en Cervantes, precisamente porque en su pecho ardía, con poderosa llama, el ideal de lo caballeresco. Nunca se burla Cervantes de las ideas caballerosas: honor, lealtad, fidelidad y castidad en los amores. Don Quijote resulta, objetivamente, no un personaje creado para el escarnio, sino para el amor y la compasión respetuosa. De ordinario, cuando no está poseído por su monomanía, es discreto, elevado en sus sentimientos y ostenta una incomparable belleza moral. Sus palabras, noblemente melancólicas, nos traspasan el corazón. Y es que no se trata de frías y artificiosas razones, sino de palabras de vida. Los lectores terminamos por vibrar al unísono con nuestro héroe. Compartimos su satisfacción cuando vence los leones, lamentamos su vencimiento en la plaza de Barcelona, nos afligimos con su melancolía y lloramos su muerte como la de un ser querido.

«¡Yo sé quien soy!», dijo Don Quijote cuando el labriego Pedro Alonso -su convecino- lo recogió del suelo donde yacía después de la aventura con los mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia. Con esas palabras -tan certeramente comentadas por Unamuno- Cervantes nos brinda un manantial de ánimo heroico. ¡Ya puede el mundo apariencial, fallecedero, de cuyo prestigio viven neciamente esclavos los hombres que piensan con el vientre, atropellarnos y escarnecernos; pero él ánimo heroico para violentar la mentira y la impostura no nos lo podrá quitar nadie!

Don Quijote sabe quién es. Es un «ser-en-el-mundo». No caigamos en ese subjetivismo de Unamuno que «deja a Don Quijote -como agudamente apunta Manuel Azaña- en soledad de Viernes Santo». Don Miguel escinde al personaje poético y a su autor y los contempla disociados. Más aún: aísla a Don Quijote del mundo que lo cobija, quedándose con una criatura descomunal, sin antecedente, ni congénere, ni causa... Yo prefiero el método que propone don Manuel Azaña -aunque difiera de sus puntos de vista-: «Don Quijote emerge de un sistema. Proviene del encuentro de fuerzas que apretadamente convergen y rompen hacia lo alto, y encumbran sobre los materiales que permanecen sirviendo de escalón y asiento una cima señera, dominante... Son visibles en el Quijote las dos corrientes de la sensibilidad que al cruzarse en el espíritu de Cervantes han producido el alzamiento culminante en la figura del triste caballero. Una consiste en experiencia realista; otra en sugestiones poéticas. Una proviene de la observación, del comercio cotidiano con los seres más triviales; otra, de la tradición irreal, nunca vivida por nadie en los términos que la tradición misma declara; parte de una fantasía antigua, sin apellido personal, engrosada a través del tiempo por la fantasía innumerable de cuantos han apacentado en ella su capacidad de ensueño»18. Y es lo cierto que en el Quijote hay un mundo concreto, lleno de sustancia, repleto de seres y enseres que ocupan sitio. Pero hay también -¡y esto es mucho más importante!- un torrente poético traspasado por los fuegos de una iluminación remota. «El prodigio en la composición de la novela -este es el acto sacramental logrado por el poeta- consiste en haber fundido la corriente realista y la mitológica en una emoción sola»19.

La realidad primaria del personaje -un viejo chiflado de nombre Alonso Quijano- puede resultar risible, pero Cervantes introduce en lo real -recomponiéndolo y elevándolo- la corriente maravillosa de su fantasía. ¡Y esto es lo serio! Un espíritu extraviado por la disposición arqueológica -¡hay tantos!- que se convierte, gracias al genio de Cervantes, en la poderosa y viva figura de Don Quijote. Un poder alucinante y plástico aunado a un espíritu aventurero, con incoercibles ansias de inmortalidad, buscó -identificado con su héroe- caminos de eterno nombre y fama. Pero esta invención, con innegables raíces autobiográficas, se produce a la hora del otoño. De ahí esa dulzura, esa melancolía, ese humor y aquella resignación placentera ante el rigor de la vida imperfecta, tan distante del ideal acariciado. No se trata de ninguna apología del fracaso, ni siquiera -como lo pretende Azaña- de un ansia de inmortalidad lacerada por la percepción de su propia imposibilidad. Trátase, por el contrario, de una ingénita benevolencia y de una cristiana caridad que resplandecen en esas criaturas cervantinas.

En su discurso «Sobre el Quijote y sobre las diferentes maneras de comentarle y juzgarle» (leído ante la Real Academia Española, en Junta Pública, el 25 de septiembre de 1864, don Juan Valera nos hace notar que los personajes del Quijote, hasta los peores, tienen algo que honra a la naturaleza humana. Si llega a pintar mujeres moral o físicamente feas, siempre les agrega un toque benévolo para que no repugnen. Y es que «Cervantes, que en grado eminente representa el genio de España, tuvo que ser y fue eminentemente religioso. En todas sus obras se ven señales de la piedad más acendrada»20. ¡Cómo no comprender que en su corazón hubiese cierto menosprecio del mundo y cierta ternura mística, si las cosas de la tierra le produjeron hartos desengaños y los desdenes de la fortuna no cesaron de herirle!

De Cervantes, hombre de carne y hueso, con historia y con creaciones poéticas, emerge, se cumple y declina el personaje de la obra inmortal.


- 2 -Génesis y cumplimiento del Quijote

No podemos entender el individuo sino al través de su especie. Las cosas reales están hechas de materia o de energía; pero las cosas artísticas -como el personaje Don Quijote- son de una sustancia llamada estilo. Cada objeto estético es individualización de un protoplasma-estilo. Así, el individuo Don Quijote es un individuo de la especie Cervantes.

José Ortega y Gasset

Ante los errores -algunas veces grotescos- a que ha llevado considerar aisladamente a Don Quijote, José Ortega y Gasset reaccionó, allá por el año 1914, criticando a quienes nos invitaban a una existencia absurda, llena de ademanes congestionados, y a quienes con burguesa previsión nos proponían alejarnos del quijotismo. «Para unos y para otros, por lo visto, Cervantes no ha existido. Pues a poner nuestro ánimo más allá de ese dualismo vino sobre la tierra -65- Cervantes»21. Proponíase en aquel entonces, el Meditador del Escorial, investigar no el quijotismo del personaje, sino el quijotismo del libro. Estaba convencido de que Cervantes era una experiencia esencial, acaso la mayor de las iberas. «He aquí una plenitud española. He aquí una palabra que en toda ocasión podemos blandir como si fuera una lanza. ¡Ah! Si supiéramos con evidencia en qué consiste el estilo de Cervantes, la manera cervantina de acercarse a las cosas, lo tendríamos todo logrado. Porque en estas cimas espirituales reina inquebrantable solidaridad y un estilo poético lleva consigo una filosofía y una moral, una ciencia y una política. Si algún día viniera alguien y nos descubriera el perfil del estilo de Cervantes, bastaría con que prolongáramos sus líneas sobre los demás problemas colectivos para que despertásemos a nueva vida»22.

Pero lo cierto es que don José Ortega y Gasset se dejó ganar por el tema de las culturas -mediterránea y germana- y por el tema de los géneros literarios, sin ocuparse apenas en trazar el perfil del estilo cervantino. En este, como en otros casos, su proceder es típico: suscita el tema, nos lo muestra -refulgiendo- en lo alto, nos engolosina y luego, escamoteando el tema con elegante pirueta, pasa a otra cosa, dejándonos encalabrinados.

Está muy bien el imperativo de atenernos al quijotismo del libro, es decir, de Cervantes, pero a condición de no quedarnos en él. Cervantes es la antena de oro -enhiesta y sutil- que en su ápice capta la luminosa oscuridad de un pueblo, de una época y hasta de la humanidad entera, si se quiere. Porque todos llevamos dentro como el muñón de un Quijote. Seguramente Cervantes no es tan sólo una poderosa y sutil antena; también transmite, por su cuenta, un mensaje personal. Recibe y da. Conviene, por ello, examinar el Don Quijote de Cervantes, en su génesis y cumplimiento, como emergiendo de un sistema, de un encuentro del hombre con su circunstancia.

Dejemos a los eruditos el trabajo de descifrar el enigma de la existencia real de Don Quijote, Sancho, Dulcinea y demás protagonistas. Quede también para ellos el cotejo de los pasajes de la obra con numerosos antecedentes -la «Ilíada», «El Asno de Oro», la «Eneida», el «Entremés de los Romances», «El Caballero Cifar», «La Celestina», «Epitalamio de Tetis y Peleo», «Leyenda Áurea», «Amadís de Gaula», «Tirante el Blanco», «Palmerín de Inglaterra», etc., etc.- y la identificación de los lugares -campos, ciudades, casas- que le sirvieron a Cervantes de escenario. Una obra de cultura no es, no puede ser, una «creatio ex nihilo». El Quijote, como cualquier otro de los grandes libros de la literatura universal, proviene del entrecruce de diversas corrientes que entran en el autor y pasan por su ser de artista. Impórtanos destacar un hecho indubitable: El Quijote tiene un perfil tan propio, tan intransferible, tan único, que el problema de las fuentes literarias que pudo utilizar el Manco de Lepanto para la concepción de su libro inmortal se desvanece ante la importancia de la genial aportación cervantina.

Situado en el límite de dos mundos históricos, de dos estilos de vida, Cervantes engendra su Quijote como personaje de frontera. Consigo lleva, sin anacronismos, las mejores esencias de la Edad Media. Pero sus plantas están puestas en la España renacentista de los Felipes. Le toca a Cervantes sepultar el vetusto estilo narrativo para inaugurar la novela moderna. Un noble loco, acompañado de más de seiscientos personajes, se adueña del cerebro de Cervantes. Y sin embargo, «Don Quijote -como apunta certeramente Pedro Reyes Velázquez- es más real que Amadís de Gaula, a pesar de la extravagancia de sus proezas, porque se mueve en un mundo que nos es instantáneamente familiar. Don Quijote no es un personaje rígido y sin quiebras, como muñeco de ficción, como Tarzán o Supermán. Es un hombre, loco o monomaniaco, hidalgo o caballero, noble o enamorado; pero nada de lo humano le es ajeno. No simboliza a una casta de propietarios pobres, ni es el arquetipo de una clase social o de una raza, ni siquiera es propiedad exclusiva de una nación o de un pueblo. Es una creación del arte universal, y por ello su historia ha podido ser vertida a todas las lenguas. Don Quijote es el símbolo de la raza humana en su doliente, anhelante, triunfal y mezquino peregrinar por el mundo...»23.

Cervantes, como español de su tiempo, sustenta su ideal caballeresco ante la vida. Pero un buen día le nace el designio ya no sólo de concebir este ideal ante la circunstancia, sino de realizarlo novelescamente en ella. He aquí la génesis del Quijote. Lo de menos es el aparente propósito expreso: el exterminio de los libros de caballerías. Una espléndida eclosión de vitalidad hispánica creadora lo permea todo. La realidad vista a través de la emoción cervantina e inyectada de ese activismo fantástico o fantasía activista, tiene en el Quijote su arrebato de energía volitiva. Y sin embargo, este romántico arrebato se ve corregido e instruido por el siempre clásico «bon seny». Por eso decir que «el quijotismo consiste en un rebasamiento del poder por el querer, en un creer que se puede lo que simplemente se imagina»24, es quedarse solo en un aspecto del quijotismo, sin llevarlo a la plenitud de su significación. Sencilla sensatez y extravagante ambición de gloria coexisten dramáticamente en Don Quijote y Sancho. Entre lo cómico y lo serio, entre la figura a primera vista y la esencia hay un maravilloso equilibrio. Ante el desquiciamiento moral de una generación pegada todavía a los rancios y artificiosos conceptos caballerescos, Cervantes salva el bello ideal que en cada caso quisiéramos ver cumplido. En medio de un estado político y social en declive, aporta nuevos elementos de cultura y lucha por la recuperación de los valores espirituales postergados. «No se escribe con las canas -dijo Cervantes-, sino con el entendimiento, el cual suele mejorarse con los años». Y es lo cierto que su inteligencia la puso, en el Quijote, al servicio de la bondad. Verdades de experiencia, modelos de humanidad, claro y limpio axiotropismo... Todo ello resplandece, con inolvidable luz, en la obra maestra de Miguel de Cervantes.


- 3 -¿Es el Quijote un libro decadente?

Cervantes compone su Don Quijote en un arrebato de inspiración. Y en él se expresan, al lado de la parodia de las novelas de caballerías, la más generosa poesía, el patriotismo, la sabiduría, el profundo conocimiento de los hombres y del mundo, junto a la más divertida alegría y al juego más delicado y filosófico... Don Quijote respira un tal entusiasmo por la patria, el heroísmo, la carrera de las armas, la caballería, el amor y la poesía, que muchos espíritus ateridos pudieron calentarse al contacto de este entusiasmo.

Tieck

Una y otra vez se nos ha dicho que el Quijote es el libro ejemplar de la decadencia española. A la palabra «decadente» se le pretende dar una connotación de cansancio, desilusión y desengaño. Se nos advierte que el vocablo ha sido limpiado de sus asociaciones peyorativas tales como enfermizo, nocivo, corruptor.

Atengámonos a la definición que nos ofrece el Diccionario de la Real Academia Española: «Decadencia. (De decadente.) F. Declinación, menoscabo, principio de debilidad o de ruina»25. ¿Es que arriesgar la comodidad y la vida misma, con tal de contribuir a la realización del reino de la justicia, es principio de debilidad, menoscabo o declinación? ¿Acaso es decadencia perder y sufrir por el ideal que no ha de triunfar jamás, con plenitud, en el mundo? En tal caso habría que declarar decadente al cristianismo. Porque «cada cristiano es un Quijote: el siervo de una ética que contradice a la naturaleza y se le impone y la supera. Esfuerzo -asegura Vasconcelos- que sólo se logra a través de la lucha desgarradora de la santidad»26. Bástenos decir que Don Quijote supera, como cristiano, a su naturaleza, pero no la contradice. El buen burgués, en cambio, sigue al pie de la letra el consejo de la sobrina: «¿No sería mejor estarse pacífico en su casa, no irse por el mundo a buscar pan de trasiego, sin considerar que muchos van por lana y salen trasquilados?».

El Quijote puede resultar humorístico y trágico; pero decadente nunca. Humorístico porque se ha entregado con toda la fogosidad de su alma noble a una idea que está en oposición con la exigencia de la época, porque no puede transformar en obras los valores que acaricia, actuando torpemente y cometiendo despropósitos. Trágico porque tiene ambición de ángel y capacidad de hombre, arrebatos de noble juventud y menguadas fuerzas de viejo decrépito. Contra la pseudo-prudencia burguesa, Don Quijote podría tener por divisa aquel dicho castizo: «vale más honra que vida». Pelea por el bien hasta el sacrificio. Es claro que sus fracasos provocarán la sonrisa semisabia del Bachiller Sansón Carrasco, el verdadero antiquijote, como lo ha señalado Papini. Pero hoy, frente a la aventura del Caballero de la Triste Figura, ya no podemos dejar de reír sin un poco de llanto en los ojos...

«No comprendo que se pueda leer el Quijote -expresa Ramiro de Maeztu- sin saturarse de la melancolía que un hombre y un pueblo sienten al desengañarse de su ideal»27. Yo pregunto: ¿Hay en Cervantes y en su pueblo un desengaño de su ideal o un desengaño del mundo renuente al ideal? Examinemos la España de Cervantes. Los moros han sido expulsados después de ocho siglos de heroicas luchas. Se ha realizado la unidad religiosa. Se han descubierto, conquistado y poblado -a costa de la propia despoblación de la Península- las Américas. Flandes, Alemania, Italia, Francia, Grecia y Berbería contemplan el victorioso paseo de las banderas españolas. Podemos evocar los nombres de los primeros circunnavegantes -Elcano, Legazpi, Magallanes- y de los más ilustres conquistadores -Cortés, Pizarro, Almagro-. En este generoso estallido de energía todos los hogares españoles dan un monje o un soldado. Mientras florecen los místicos y se alzan las órdenes religiosas, se agotan las pobres tierras españolas, que no permiten que se les grave con impuestos tan altos. Y sin embargo, más allá de razones de economía y de industria, Felipe II siente el ineludible imperativo de mantener la fe católica por medio de las armas. España arde en fervor espiritual, pero ya sus ejércitos están en tierras de Flandes o de Italia «muertos de hambre y desnudez». Aún pelea en todos los ámbitos del orbe, pero como la lucha es superior a sus fuerzas, triunfa a medias. El sueño de la monarquía universal se vuelve imposible. No se pudo impedir la escisión de la Cristiandad, ni se pudo evitar que al humanismo teocéntrico que defendía España, siguiese poco después el humanismo antropocéntrico que postularon Inglaterra y Francia. Hasta aquí el cuadro español de épica grandeza. ¿Habrá que avergonzarse de haberlo concebido, por el simple hecho de que no fue realizable? Puede haber dolor por la excesiva sangre derramada, pero nunca remordimiento por la energía heroica que se deshizo en los mares del Norte, cuando las tempestades aniquilaron a la Armada Invencible.

Un hombre esforzado luchando contra la adversidad -tal es Don Quijote y tal es Cervantes- suscita en nosotros la idea de tragedia no de decadencia. El destino ha querido que un gran temple de alma se albergue en un cuerpo débil y luche en un medio inadecuado. El autor y el personaje de la novela conocen y aman los ideales caballerescos. «Más versado en desdichas que en versos», Cervantes escribe el Quijote no para escarnecer los valores caballerescos, sino para pintar un mundo cruel y renuente a los altos ideales. Se consuela y nos consuela. Su vida entera la transforma en arte. Todos sus sueños de juventud y sus fracasos en la vida se los infunde a un viejo monomaniaco que se cree caballero andante. Don Quijote -como Cervantes y como la España de su tiempo- vive fuera de la realidad tasada y medida. Una desproporción entre los nobles fines propuestos y los pobres medios con que se cuenta para realizarlos suscita la risa. Pero, tras la risa, se piensa que no es digno abandonar a Don Quijote en la picota del ridículo. Y si lo abandonamos, con él queda lo que de mejor y más noble hay en cada uno de los hombres.

Los ejércitos de España habían avanzado demasiado en el tiempo de Cervantes. Azorín asegura, en «Una Hora de España», que no hubo decadencia, sino extravasamiento a América de la energía y la sangre española. Cervantes, hombre de su tiempo, advierte este extravasamiento y percibe las posibilidades y las limitaciones de la voluntad de su pueblo. Católico devoto y respetuoso del gobierno civil, no quiere cambiar los usos, sino los hombres. Escribe con voluntad de renovación y con espíritu de auténtica libertad. «El mundo está mal», parece decirnos Cervantes. «Hagámonos malos», podría decir, en consecuencia, un «vivales» cualquiera. Cervantes no lo dice. Se duele, eso sí, de que su tiempo haya permanecido indiferente a sus empeños quijotescos. Pero sus antiguas ilusiones, aunque irrealizadas, no le merecen burla. De otra manera no hubiera descubierto, al final de cuentas, que había querido siempre a su héroe. ¿Hay decadencia en ese amor?
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18 Manuel Azaña.- «Cervantes y la invención del Quijote». Edición del Ateneo Español de México, 1955.- Págs. 31-32.

19 Manuel Azaña.- Opus cit., pág. 37.

20 Juan Valera.- «Cervantes y el Quijote».- Ed. Afrodisio Aguado, Madrid.- Página 77.

21 José Ortega y Gasset.- «Meditaciones del Quijote».- Obras Completas.- Tomo I, pág. 326. Ed. Revista de Occidente.

22 José Ortega y Gasset.- Opus cit., pág. 363.

23 Pedro Reyes Velázquez.- «Génesis del Quijote», en Jornada Cervantina, págs. 51-52, Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, 1956.

24 Jorge Mañach.- «Examen del Quijotismo», pág. 147.- Ed. Sudamericana.

25 «Diccionario de la Real Academia Española».- Decimoctava edición, Madrid, 1956.

26 José Vasconcelos.- «Discursos».- Ediciones Botas, 1950, pág. 263.

27 Ramiro de Maeztu.- «Don Quijote, Don Juan y La Celestina», pág. 20, sexta edición. Colección Austral.