Capítulo II
Talante, tiempo y situación humana en Don Quijote
- 1 -El talante de Don Quijote
De la palabra «talante», el Diccionario de la Real Academia Española nos da,
hasta tres acepciones: 1).- Modo o manera de ejecutar una cosa; 2).- Semblante o
disposición personal, o estado o calidad de las cosas; 3).- Voluntad, deseo o
gusto. Lo que de común hay en las tres acepciones es ese elemento de disposición
personal o estado de ánimo. La experiencia de la vida está coloreada por una
luz interior, más o menos cambiante, que ilumina determinadas facetas del
mundo. Hay quienes creen que la realidad se nos aparece como un reflejo del
talante. Yo prefiero pensar que el talante influye en la concepción de la
realidad matizándola con una tonalidad sentimental peculiar. Pero la realidad
está antes y más allá del talante. Prueba de ello es que la realidad puede
verse a través de todos los colores y de todas las luces. Cada hombre tiene una
unidad interior única, incanjeable, irrepetible. Dentro de la extensa unidad de
la naturaleza humana, cada uno de los hombres es de características tan
originales que muerto un hombre desaparece una interpretación original de todo
el universo. Por eso hay tantos talantes como seres humanos.
¿Cuál es el temple anímico fundamental de Don Quijote? ¿Cuál es ese talante
último y radical desde el que vive y se desvive?
Don Quijote es un personaje con una vocación claramente definida y acatada. Es
caballero andante porque quiere combatir, con enérgica voluntad, la acción
perversa de los malos. Inspirado en los ideales góticos se enfrenta a un mundo
en transición. Quiere ser un paladín de la justicia, no en las aulas de una
Facultad de Derecho, sino en las llanuras y en las aldeas, a cielo abierto.
Aunque su amada permanece invisible siempre, es el más casto de los enamorados.
Se aferra a sus ensueños y cree en ellos, como niño que juega con sus
inventos. Procede, invariablemente, con lógica de caballero. «Su credulidad,
que nos parece excesiva -sobre todo, cuando se trata de encantamientos-, es
consecuencia de su confianza en la rectitud de los demás: como hombre de bien
-observa Francisco Monterde- incapaz de proceder torcidamente, con engaño, de
faltar conscientemente a la verdad, no supone que con el se obre de otra manera.
Confía, ciego, en todos, porque los cree dotados de una hombría de bien
equivalente a la suya»3. Sancho, que tan bien le conocía, llámale: «acometedor
de peligros, sufridor de afrentas, enamorado sin causa, imitador de los buenos,
azote de los malos, enemigo de los ruines». Y él se autonombra, con sencillez
exenta de petulancia, caballero, valiente, comedido, liberal, biencriado,
generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de
prisiones, de encantos... Cervantes le llama «honor y espejo de la nación española».
Implacablemente golpeado por el destino, Don Quijote es digno hasta en la
locura. Monterde piensa que la lección que el héroe de Cervantes parece darnos
es esta: «las virtudes que producen, reunidas, la dignidad, en Don Quijote
-valor, lealtad, amor a la justicia-, eran ya inútiles, carecían de aplicación,
en aquellos principios del siglo XVII, y quien las poseía, solamente podía
malgastarlas derrochándolas en episodios absurdos, como un loco»4. ¡No! Nunca
son inútiles virtudes como el valor, la lealtad y el amor a la justicia. Inútil
era, tan sólo, la institución de la caballería andante que Don Quijote trató
en vano de resucitar. No es anacrónica la dignidad de Don Quijote. Anacrónicos
eran sus arreos de caballero y su modo de vida medieval en la España
renacentista.
Un hidalgo lugareño, Alonso Quijano, es la realidad donde se haya implantada la
realidad de Don Quijote. Alonso Quijano era pacífico, discreto, idealista,
generoso, valiente. Por eso se ganó el sobrenombre de bueno. Podríamos decir
que era, por sus cualidades, un Quijote en potencia. Tal vez habría soñado
combatir el mal y consagrarse a una obra que redundase en servicio de sus
semejantes. En la quietud de su aldea le dio por leer, hasta el exceso, aquellos
libros de caballerías que le revelaron un mundo maravilloso. Su imaginación
empezó a soñar, con verdadera calentura, hazañas y prodigios. Proyectó
triunfar en mil trances de peligro, por la energía de su voluntad y la fuerza
de su brazo. Alonso Quijano se había transfigurado, convertido en Don Quijote.
Pero aun convertido, transfigurado, sigue conservando su enjundia ética. Lo que
sucede es que ahora se le hace patente, con nueva y deslumbrante luz, el valor
de lo caballeresco. Siente un imperativo inaplazable de salir a los caminos en
busca de aventuras -esta sed de aventuras es cosa muy española-, mostrándose
como adalid de la justicia y como ejemplo de caballeros andantes. Quizá
alimente la esperanza de ver resucitar, en fecha próxima, la caballería. ¡Fuera
con los cálculos mezquinos! Su impaciencia vocacional por la santidad guerrera
y heroica se va tornando incontenible. Es claro que al enloquecer Alonso Quijano
no sólo trastorna su personalidad, sino trastorna también el mundo
circundante. No tan sólo se trata de que para el -y sólo para él- son
castillos las ventas, gigantes los molinos y ejércitos los rebaños, sino de
que los demás, por la ineludible interdependencia social, tienen que contar con
la locura de Don Quijote y obrar en consecuencia. Cervantes tiene la precaución
de calificarlo de «loco entreverado, lleno de lúcidos intervalos». (II, 18.)
La locura de Don Quijote va a servir de magnífico vehículo a una cierta idea
del vivir humano: actitud proyectiva idealista. A través del Caballero de la
Triste Figura se transparenta Alonso Quijano. Sus ilusiones, creencias y
esperanzas se conjugan con la nueva conciencia del propio vivir quijotesco, y
con el hecho de objetivarse en actos humanos. Los libros de caballerías,
incorporados en Don Quijote, dejan de ser fantásticos.
En la vida de Don Quijote hay, indudablemente, un primado de los ideales sobre
las ideas: No se trata de una negación de la teoría y de la idea, sino de una
vital preferencia del ideal. En pos de este ideal el caballero se deshace más
que se hace. Pero en este deshacerse no se pierde porque se da.
Se da Don Quijote porque se afana por alcanzar su plenitud subsistencial. Su
desamparo ontológico se le hace patente en su carrera en pos de la honra y de
la inmortalidad. La dialéctica de su situación humana -verdaderamente dramática,
en el sentido primario de la palabra- se nos ofrece como un contrapunto
existencial.
- 2 -Dialéctica de la situación humana en Don Quijote
Don Quijote se nos aparece como un ser contrapuntual y complejo, desconcertante
incluso, pues aunque está sujeto a leyes cosmológicas y biológicas, anda
palpitante de impulsos de puro espíritu, y aunque está inmerso en un ambiente
histórico -español y renacentista- de que no puede evadirse, camina rompiendo
las amarras en tensas aspiraciones de infinito.
Singular excelencia la suya: tiene conciencia de participar creadoramente en la
tarea de la Providencia, tallando, en quehacer perpetuo, la forma caballeresca
de sus actos -y del contorno humano- con el buril de su propia sabiduría,
reflejo de otra Edad. Su tarea -como toda tarea humana- queda inconclusa, sin un
perfecto acabamiento. El caballero sabe, al final de la jornada, que la perfección
anhelada sólo es alcanzable en el supremo mundo de lo eterno. En vano buscó,
en Dulcinea y en encantadores amigos, la satisfacción para su sed de absoluto.
El único Ser capaz de llenar las aspiraciones de su inteligencia y de su
voluntad abiertas a lo absoluto, no es un ente intramundano. Por eso Don Quijote
se abre a la verdadera trascendencia.
Cuando le llevan enjaulado para su pueblo, dice Don Quijote a las mujeres: «No
lloréis, mis buenas señoras; que todas estas desdichas son anexas a los que
profesan lo que yo profeso; y si estas calamidades no me acontecieran, no me
tuviera yo por famoso caballero andante». Todo humano propósito -bien lo sabe
el caballero- sufre ineludiblemente la mordedura de la insoslayable inseguridad
que nace de la contingencia y singularidad de nuestros actos. No importa que en
esta ocasión, por paradójica sutileza, sean las mismas decepciones las que le
corroboren las ilusiones. Lo verdaderamente importante es que Don Quijote sabe,
con perfecta lucidez, que no se puede vivir seguro, que es preciso caminar solícitos.
Ante el temor, inseguridad y recelo que acompaña siempre a nuestro humano
vivir, Don Quijote responde con la solicitud. Su mente vigila siempre la ejecución
de sus aventuras, y tiene el cuidado de mandar, a Sancho, que es lo que debe
hacerse y omitirse. Don Quijote no se realiza sino superándose.
El Caballero de la Triste Figura aspira a la plenitud subsistencial, realizando
los valores -verdad, bien, belleza-, y quiere protegerse contra su desamparo
ontológico. Sin embargo, su «ser-en-el-mundo» transcurre más bien en
invisible alianza con el desamparo -sufre golpes físicos, burlas y fracasos-
que con la plenitud. Su vida humana, en sentido integral, manifiesta la
insoslayable dialéctica entre desamparo ontológico y afán de plenitud
subsistencial. La plenitud lo grada -piénsese, por ejemplo, en los triunfos
sobre el vizcaíno, los encamisados, y el Caballero del Bosque; la aventura de
los leones, el recibimiento en casa de los duques, etc.-, es siempre relativa y
está amenazada por el desamparo. Pero, a su vez, el desamparo se ve corregido,
amparado en parte -Don Quijote tiene confianza en su sino de famoso caballero
andante-, por el afán de plenitud subsistencial que se proyecta con toda su
intención significativa.
La coexistencia del desamparo ontológico de Don Quijote con su afán de
plenitud subsistencial, es esencialmente dialéctica. Son principios antagónicos
-como lo son la angustia y la esperanza, sus correspondientes psicológicos- que
luchan entre sí y a la vez se condicionan mutuamente. El afán de plenitud,
subsistencial existe en el Caballero manchego, como en todo hombre, sólo en
función de superar su desamparo ontológico. Y su desamparo ontológico se hace
tan sólo patente porque tiene un afán de plenitud subsistencial. Cada uno de
estos momentos del protagonista presupone su contrario. Por eso el andante
caballero es un drama viviente, un contrapunto sin tregua. No importa que
Cervantes no haya tenido clara conciencia de esta dialéctica de la situación
humana. La desbordante riqueza del Quijote invita a mirarlo filosóficamente.
Pese a las diarias discordancias con su escudero y con el mundo que le rodea,
Don Quijote ama lo perfecto, lo ordenado moralmente. Vive ordenándose y
ordenando su mundo, porque la vida le deshace a cada rato sus construcciones.
Hay un elemento imprevisible, que no puede eludir, suficiente para quebrantar
todos sus cálculos. Por eso habla de los encantadores que le roban el éxito y
la ventura. Y sin embargo, su esfuerzo por trascender la incertidumbre nunca es
del todo vencido. Los vaivenes de su vida se deben al predominio del sentimiento
de su desamparo ontológico -«yo no puedo más», dice Don Quijote,
terriblemente abatido, en la segunda parte de la obra- o al predominio del pre-sentimiento
de su plenitud subsistencial -«yo nací por querer del cielo en esta nuestra
edad de hierro para resucitar en ella la dorada o de oro. Yo soy aquel para
quien están guardados los peligros, las hazañas grandes, los valerosos hechos».
Vive Don Quijote en dos mundos -que en él se encuentran- sin poder vivir bien
en ninguno de los dos. El mundo fenoménico y externo le desagrada porque ofrece
resistencia a la realización de sus ilusiones y de sus ideales. Pero tampoco
puede instalarse, al margen de la vida, para contemplar angelicalmente el reino
de las puras esencias y de los valores. Parcialmente determinado por su
animalidad y por las leyes físicas y sociales de su contorno, se aferra con
gran energía a su libertad. Como es un ser que vive siempre en camino -y en
caminos-, con una determinación ilimitada, nunca puede gozar de la comidad
animal de fijarse y amurallarse. Justamente por este su «status viatoris», en
la plenitud de su significado, encuentro en Don Quijote un luminoso símbolo del
hombre en su condición más humana. El Caballero de la Triste Figura vive en la
esperanza de ser más. Sale a los caminos y llega a las ciudades -a Barcelona,
por ejemplo- con un profundo anhelo de vencer al tiempo y a la muerte. Es ante
todo una no-plenitud que expresa, en toda su vida, una gran esperanza. Todas sus
decisiones implican peligro. Consciente de su más profunda peligrosidad, Don
Quijote cae en la cuenta, no obstante, de que la vida le ha dado, como precioso
regalo natural, la esperanza. La disponibilidad o entrega confiada de su ser en
el tiempo, a su dimensión religada, se torna patente cuando afirma ser «ministro
de Dios en la tierra, y brazos por quien se ejecuta en ella su justicia».
(Parte I, Cap. XIII.)
Al conocer y apetecer su felicidad, Don Quijote reconoce intelectualmente, junto
con su absoluta impotencia para alcanzarla, la generosidad soberana de Dios, con
la intercesión de su Dama, entrando en comunicación con ella efectivamente,
aliviado, tranquilizado, «puesto que los cristianos católicos y andantes
caballeros más habemos de atender a la gloria de los siglos venideros, que es
eterna en las regiones etéreas y celestes, que a la vanidad de la fama que en
este presente y acabable siglo se alcanza».
Sin embargo, Don Quijote -ente temporal al fin de cuentas- no puede eludir su
tiempo. Porque una de las actitudes temporales -precisamente la que adopta
nuestro caballero- es ir contra el tiempo.
- 3 -Don Quijote en su tiempo y contra su tiempo
Ante lo temporal, el hombre puede asumir dos actitudes fundamentales: puede
vivir en el tiempo y para el tiempo, o bien, puede vivir en el tiempo para la
eternidad. El hombre que vive para el tiempo tiene una característica
invariable: repudia y combate el pasado por sistema. Confunde la vida con el
dinamismo y se disloca fácilmente.
Aun viviendo Don Quijote en el tiempo mismo, no quiere estar subordinado a él.
Oponiéndose a lo efímero, a lo accesorio, a lo accidental, se aferra a las
esencias irreductibles (participación en lo increado y en lo intemporal). Es el
hombre el que vale más que las circunstancias en que vive y no son las
circunstancias las que deben prevalecer sobre el hombre. Lo que hay de eterno en
Don Quijote no niega ni nulifica lo que en él mismo hay de temporal, pero sí
lo subordina de acuerdo con el principio fundamental de que lo sustancial es
superior a lo accidental.
Don Quijote conoce su tiempo, pero no le gusta. En el fondo sabe que no puede
escapar del todo a su época, pero se decide a dar la pelea. Llama «depravada»
a su edad y asegura que no es digna de gozar tanto bien como el que gozaron
otras edades. Sin embargo se fatiga -según su propia expresión- «por dar a
entender al mundo en el error en que está en no renovar en sí el felicísimo
tiempo donde campeaba la orden de la andante caballería». Es un reformador y
no un renovador. Su vista se vuelve hacia un modo de vida que es ya pretérito.
Trata de restaurar una institución -la caballería andante- sin hacer en ella
ningún retoque, sin asimilarla a su tiempo. Sabe descubrir los valores eternos,
pero carece de sensibilidad histórica. No parece comprender que entre el pasado
y el presente no existe ningún abismo. Nada de lo que ha sido «antes» se
pierde «ahora» por completo. En este sentido el hombre es -por lo menos en
parte- su propia historia. Y así como en el «ahora» perviven las
posibilidades del «antes», así también en el «antes» preexistía -en
cierto modo- el «ahora». Pese a la altura y a la nobleza de sus ideales,
siempre me ha parecido que a Don Quijote le aqueja el peligro de petrificarse
como la mujer de Lot. Lo que le salva es su pujanza vital.
En materia de historia no caben renacimientos o resurrecciones. Es inútil que
Don Quijote se empeñe en resucitar la edad de oro en «esta nuestra edad de
hierro». La historia es el campo del suceso singular, único, irrepetible.
Claro que a través del cambio permanecen ciertas constantes humanas. Y una de
esas constantes es -¡qué duda cabe!- el ideal caballeresco. Lo que pasó
definitivamente fue la caballería andante con todas sus características
singulares y contingentes. En el intento de restaurar esta institución, que
tuvo históricamente su vigencia, estriba el anacronismo de Don Quijote. No le
llamaríamos anacrónico al caballero si sólo hubiese tratado de realizar, en
su tiempo y en su país, el eterno ideal de lo caballeresco.
Es propio del hombre sentir la moción de sobrepasar la atmósfera apariencial
en que vive inmerso y llegar a un punto donde se pierdan los accidentes del aquí
y ahora, arribando a una percepción contemplativa que no pasa. En este sentido,
el afán de Don Quijote nos resulta humanísimo. Con íntima complacencia oyó
el Caballero de la Triste Figura al hijo de don Diego Miranda, el inquieto
poeta, cuando glosó aquellos versos:
Si mi fue tornase a es,
sin esperar más será,
o viniese el tiempo ya
de lo que será después.
Volver a ser venturoso con el tiempo vivido que se adense en el momento actual.
Suprimir la inquietud y la angustia de un futuro incierto. Poseer la beatitud
-status comprehensoris- rasgando el secreto de la temporalidad y precipitando el
afán de plenitud subsistencial. Cervantes parece advertir, de pasada, que al
sumergirse de lleno en el suceso fugaz se imposibilita la visión de lo
perdurable.
Don Quijote veía en la institución de la caballería andante un valor
perdurable. Creía que esa institución sometida a determinados estatutos y
leyes, que se imponían en nombre del honor, donde no alcanzaba el poder
coercitivo, era imprescindible para España y para el mundo. Podemos imaginar la
fruición que experimentaba el hidalgo manchego al representarse aquellas
ceremonias de iniciación: el aspirante, después de riguroso ayuno, velaba sus
armas toda la noche en actitud de orante. Al día siguiente, cuando acababa de oír
la misa de rodillas, le entregaban la espada y le ponían las espuelas y el arnés.
En señal de la paciencia con que había de tolerar los trabajos y sufrir las
injurias, recibía el espaldarazo o golpe plano con la espada. A continuación
se le daba el beso de paz como signo de la fraternidad. En el voto que debía
expresar se consignaban todos sus deberes: oír la Santa Misa, pelear por la fe
católica, defender la Iglesia y a sus ministros, amparar a las viudas, huérfanos
y menores de edad en sus bienes, evitar las guerras injustas, acudir a las armas
para libertar a los inocentes, no intervenir en los torneos sino con el fin de
adiestrarse en los ejercicios militares, obedecer al emperador, no perjudicar al
Estado, no enajenar ningún feudo del Imperio y vivir inculpablemente delante de
Dios y de los hombres. Una vez recibidos el escudo, la lanza y el caballo de
batalla, ya podía iniciar su vida caballeresca, participando en la guerra, en
las justas y torneos. Cualquier felonía u otro delito contra él honor, era
causa suficiente para degradarle en complicada ceremonia. Sobre un cadalso se
colocaba al mal caballero en camisa, rompiendo, ante él, sus armas y arrojando
sus espuelas a un estercolero. Un heraldo le declaraba cobarde y traidor,
mientras su escudo era atado a la cola de un caballo que lo arrastraba por el
polvo. Y hasta se llegaba, en ocasiones, a llevarle a la iglesia para decirle el
oficio de difuntos, como si fuera un cadáver. ¡Cómo debió deleitarse Don
Quijote al evocar aquellas cortes o tribunales de amor, especie de areópago
femenino, que fallaban, de acuerdo con un código, sobre puntos de galantería y
caballerosidad!
Una realidad desenterrada a destiempo hace ver, en Don Quijote, sólo un aspecto
de su ser: la exterioridad ridícula. Pero ese caballero molido y burlado quiso
hacer perdurar -salvando sus esencias- una Edad Media entera y cabal. Su derrota
sólo transcurre en el mundo de los mundanos vividores. Porque en el mundo del
espíritu es un triunfo haber tomado a su cargo cruzadas de justicia expeditiva,
de individual arrojo y de cristianismo militante. Desde Don Quijote, no todo
quedó muerto en la caballería andantesca.
- 4 -La vida de Don Quijote como ofrenda meta-vital
Cuando el cerebro se excita con sueños de victoriosas caballerías, cuando no
se conocen exactamente las diferencias entre el querer y el poder, la imaginación
vuela libremente y el espíritu cree poder llevar el comando de los automatismos
ciegos del Universo. Cuanto Don Quijote concebía, lo veía ya hecho, realizado,
convertido en cosas tangibles. Soñaba despierto, para imprimir su voluntad en
las cosas. Por las estancias de su casa, paseaba el hidalgo, al compás eufórico
de sueños grandiosos. No había en él ninguna incertidumbre. Poseído por la
embriaguez de sus sueños, las cosas se le presentaban estables, consistentes, dóciles.
Cercano ya su fin, cuando tal vez le quedaban muy pocas esperanzas, presiente
que le va a visitar la fama. Había sido elegido y ahora estaba dispuesto a
acometer lo que desconocía. En un arranque de valor -magnífico ademán moral-
sale de su aldea para arremeter contra la procesión nocturna de los fantasmas.
Resuelto a combatir injusticias y a verles la cara a los malandrines
encantadores, frente a frente, no retrocederá jamás.
«-¿Quién eres, adónde vas, de dónde vienes? Responde, fantasma o demonio,
que quien te lo pregunta -dice Don Quijote- es nada menos que un hombre».
Nada menos que todo un hombre frente al enigma de lo desconocido. Es una
criatura débil, casi ciega y perecedera que se planta en medio de un camino, da
el alto a una procesión y requiere al primer endriago para que se explique. Don
Quijote -como Prometeo- estaba allí, en la oscuridad, delante de algo cuya
apariencia era terrorífica, osando dar cara a las potencias ignotas. Suceda lo
que sucediere, no puede dejar de cumplir con su obligación de caballero: «...y
así yo no pude dejar de cumplir con mi obligación acometiéndoos, y os
acometiera aunque supiera que verdaderamente érades los mismos satanases del
infierno, que por tales os juzgué y os tuve siempre». Asustarse ante lo
desconocido y torcer el rumbo no es propio de valientes.
La imagen del alucinado caballero que se echa a andar por el camino, encarna la
decepción de Cervantes, es cierto; pero entraña, además, toda una Antropología
axiológica expresada literariamente.
«Locura de España -escribe José Gaos-, salir como caballero medieval al
encuentro de la realidad moderna. La razón y la realidad que a España le
interesaba definir recíprocamente eran otras: no la razón de la técnica
dominación temporal de la realidad material e inmanente, ni esta, sino la razón
teológica y mística de la salvación eterna y esta realidad espiritual y
trascendente; la razón de las razones del corazón que la razón no conoce, en
que el genio previó y predijo al espíritu de la geometría su limitación y
superación por el espíritu de finesse -¿y a España su resurrección, en el
seno del Nuevo Mundo Hispánico?...»5.
Es natural que esta locura de España -locura de Don Quijote- siga
desencadenando aún, en pleno siglo XX, una nostalgia del ideal, un delirio por
los locos con locura caballeresca, un vértigo de vida auténtica... En un mundo
como el de nuestros días, opresor, estatista, borreguil e inmisericorde, la
sola figura de Don Quijote es ya una protesta contra la tiranía anónima, fría,
impersonal, técnica. La España de Cervantes -pese a lo que diga un renombrado
y pasional autor- no sufría de estos achaques. La tecnocracia hueca de fermento
espiritual todavía no establecía su reino. No hay en Cervantes ninguna intención
de refutar teorías tradicionales, en nombre de un individualismo reformista,
como lo pretende Juan David García Bacca: «Hay refutaciones literarias de
teologías, filosofías, teorías jurídicas... y mucho más eficaces que las técnicas,
que se quedan en casa y en sacristía. Pues bien: El Quijote es la refutación
hecha por un loco, que dio en buen tema, en el de la defensa de los valores por
el individualismo, y que por tal defensa dio su salud, su vida, fue mártir,
virgen, pobre, y mereció el calificativo, de Alonso Quijano el Bueno. (Véase
Parte II, Cap. LXXIV.) El Bueno nada menos, y eso que Cervantes sabía
perfectamente lo que dice el Evangelio: «Unus est bonus, Deus», «nadie es
bueno sino sólo Dios»6. Dicho esto, el autor no se cuida de probar sus
afirmaciones. ¿Cuál es la teología, cuál es la filosofía y cuál es la teoría
jurídica que Cervantes refuta literariamente? Don Quijote era individualista,
es verdad; pero lo era constitutivamente -como lo son los españoles-, sin
preocuparse por presentar, expresamente, un alegato en defensa de los valores
concebidos por el individualismo. Además, es preciso recordar que el de la
Triste Figura es un institucionalista: quiere restaurar la caballería andante
para toda la tierra. Andar suponiendo intenciones no evidenciadas en la obra, es
rebasar la obra misma, para quedarse en un tipo de interpretaciones
estrictamente subjetivas. Piensa el Dr. García Bacca que un tema vital como el
de Don Quijote, «que un tema por el que la vida gustosamente se sacrifique a sí
misma, no tiene que ver, de suyo, con la verdad o con la falsedad, con la
ciencia, con la lógica, con la razón, con un logos cualquiera: teología,
antropología, fisiología, etiología...»7. Nosotros pensamos, por el
contrario, que no se da ningún tema vital sin liga con la verdad, con el «logos».
La verdad redime al hombre y se realiza en la búsqueda y en la vida. Desde
Cristo la verdad deja de ser un concepto abstracto para convertirse en una
realidad personal: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Don Quijote sabe
que es hombre para algo más que para dar con sus huesos en una tumba. No es sólo
su razón la que da testimonio de su verdad, sino su humanidad entera. Se ha
encontrado con determinadas verdades -religiosas, filosóficas, sociales- que él
no ha fabricado y después de estas intuiciones existenciales su vida permanecerá
vinculada a lo verdadero, que se presenta a su voluntad como lo bueno. Los
valores transportan a Don Quijote que los porta. Todo el se explica en el valor
cuando da testimonio del valor con su existencia. «Quiero que sepa vuestra
reverencia que soy un caballero de la Mancha, llamado Don Quijote, y es mi
oficio y ejercicio andar por el mundo enderezando tuertos y desfaciendo agravios».
(Parte I, Cap. XIX.) Más que por un «déjennos a cada uno creer lo que nos
pida y dé la vida»8, Don Quijote se esfuerza por hacer de su vida una ofrenda
meta-vital. Su dimensión biológica la trasciende y casi la olvida, atisbando
entonces la gran realidad que se oculta en el trasfondo maravilloso de la vida.
Por la fe, la esperanza y el amor su «menos-vida» se convierte en «más-vida».
__________________
3 Francisco Monterde.- «La Dignidad en Don Quijote», pág. 67, en «Homenaje a
Cervantes».- Imprenta Universitaria, México, 1948.
4 Francisco Monterde.- Obra citada, pág. 73.
5 José Gaos.- «El Quijote y el tema de su Tiempo», en «Homenaje a Cervantes».-
Pág. 92, Centro de Estudios Filosóficos, Imprenta Universitaria.
6 Juan David García Bacca.- «Cómo salvaba Don Quijote su Fe y su Conciencia,
o condiciones reales de posibilidad de la locura de Don Quijote», en «Homenaje
a Cervantes», pág. 10, edición citada.
7 Juan David García Bacca.- Opus cit., pág. 17.
8 Juan David García Bacca.- Opus cit., pág. 21.