Capítulo I

Filosofía sobre El Quijote y actitud vital hispánica



- 1 -Filosofía de Don Quijote o Filosofía sobre el Quijote



La imagen espiritual del hombre no sería completa sin el Quijote. Justamente por ello el personaje «Don Quijote» entró a formar parte de los cuatro o cinco entes de ficción imprescindibles en la literatura universal. El Quijote es hijo de España, genio tutelar de la raza y típica encarnación del «homo hispanicus». Pero es algo más, es el hombre universal y eterno, el hombre específico cristalizado por el sublime crisol del arte.

Se ha tratado de hacer una filosofía de Don Quijote. En libros no exentos de mérito, aunque estén muy lejos de cumplir su propósito -recuerdo en este momento «La Filosofía del Quijote» de David Rubio-, se ha pretendido construir la filosofía implícita que yace en la genial obra de Cervantes. Pero el intento -aun en el sentido de una filosofía como actitud vital, «lato sensu»- ha resultado fallido. Cervantes no se afana ni corre en pos de la sabiduría. No hay en toda la obra «El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha» ninguna investigación metódica de la realidad universal en su puro ser-en-sí o como es-en-sí (no sólo como es para Don Quijote). El autor de Don Quijote no se muestra preocupado por darnos una cosmovisión -aunque la tenga-, por brindarnos una explicación del universo por sus causas. Expresa, simplemente, una visión -aunque sea la de un genio- de la vida y del destino del hombre.

En cambio, cabe muy bien, a nuestro juicio, hacer una filosofía sobre el Quijote como obra de arte. El Quijote es una actividad expresiva y cristalizada que ha sido producida por el espíritu. Y esta obra de vida humana cristalizada al ser contemplada por los espectadores, tiende a provocar los mismos o parecidos procesos que aquellos que la originaron. La figura del hidalgo manchego tiene una cierta perfección ideal adecuada a los valores del espíritu. Percepción sensible, memoria, fantasía y gusto están gobernados en el proceso creador de Cervantes por una peculiar voluntad artística. El Quijote es la revelación de una actitud espiritual desconocida para todos aquellos hombres que no poseen la visión honda y virginal del artista. El caballero de la Mancha no es una creación de la fantasía divergente de la vida. El Quijote soló se aparta de la vida para henchirla y enaltecerla. Y esto, se realiza a través de ese caballero andante que se convierte en símbolo, es decir, en una figura que, además de lo que ella es en sí y por sí misma, desempeña la función de descifrar y evocar una constante humana.

Producto de una creación humana, el Quijote promueve, a su vez, la hechura del hombre. Y nosotros tenemos la certidumbre de que esa figura escuálida que transitaba por los polvorientos caminos de la Mancha ha vencido la destrucción y la muerte y posee ahora un valor de eternidad.

El Quijote como obra de arte vive por sí solo y ostenta un sustrato material que está en el libro. Pero desde que salió de las manos de Cervantes empezó a tener una entidad ideal propia, cobrando existencia cada vez que se refleja en el espíritu de un lector comprensivo. El Quijote trae consigo un eco de la realidad, pero no debe su sentido artístico a lo que es como puro libro, sino a un «algo» virtual que representa o expresa. En él se da una transposición del sentido.

Don Quijote, individualista hasta los tuétanos, afirma de bulto su personalidad, su libertad. Molido y maltrecho vuelve a cabalgar siempre con nuevos bríos en busca de más audaces aventuras. Nunca perdió su tenacidad. Idealista profundo, no deja por ello de ser realista. Para el aumento de su honra y para el servicio de su república se hace caballero andante y se esfuerza por deshacer todo género de agravio. En la segunda parte del libro, Don Quijote paga en las ventas y no hace valer sus derechos de caballero, permite a Sancho que le contradiga y hasta comprende que alguien pueda considerar como más bella a otra mujer que no sea su Dulcinea del Toboso (recuérdese el capítulo XX de la parte segunda).

No es posible separar definitivamente a Don Quijote de Sancho, sin acabar por quitarles su significación. «Ambos forman el verdadero y único protagonista de la novela inmortal», observa el Dr. Sarbelio Navarrete. «En el curso de la lectura de la obra, se piensa a veces que Cervantes tiene preferencia por Sancho; pero, en medio de los ridículos y desgraciados lances en que compromete a su héroe se advierte en él un piadoso y entrañable afecto hacia aquel hijo seco, avellanado y antojadizo que engendró su imaginación en la desolada tristeza de una cárcel». Ni Sancho es un grosero materialista, ni Don Quijote un idealista puro, extraño a las cosas de la tierra.

Ese anacrónico caballero gótico del ensueño, con sus armas desusadas, que transita por los polvorientos caminos de Castilla en pleno Renacimiento, es un verdadero revolucionario. Contra burlas de grandes y pequeños, se alza su figura, triste y macilenta, que va tras el eterno ideal del hombre. Su Revolución es vertical, erguida, integral. No trata de cambiar cosas, espera hacer fructificar su inquietud superior en el corazón humano. «El quijotismo -expresa el Dr. José Escalón- es batir de alas, locura que se contagia, locura cuya razón es anhelo ardiente de creación, de ascensión, de verticalidad; de ser oasis en el desierto y montaña en la planicie». No se trata de letra, sino de espíritu. Y su espíritu -soplo de Dios vivo en el barro- vence siempre a su materia. Su carne se la deja a Sancho y él se queda con una chispa de cuerpo enjuto, encendida por una voluntad de no detenerse ante el obstáculo, en su propósito agónico de ascensión.

Pero, ¿cuál es el verdadero Quijote, el que nos representamos los lectores o el que concibió Cervantes?


- 2 - El Quijote del Autor y el Quijote del Lector



Nos gustaría poder seguir esa intuición cervantina del Quijote, esa experiencia de la propia sustancia espiritual del alma quijotesca desbordante de belleza en orden a su encarnación o logalización material del personaje. Pero la intuición de Cervantes es indescribible por inefable, arranca de las entrañas mismas de la belleza de su alma de novelista.

Nos queda la expresión exterior, la obra. Y esta expresión exterior -obra humana- lleva la marca de su origen. Nacido de una experiencia vital, vida por lo tanto, Cervantes quiere expresarse por signos portadores de vida, que aproximen al lector a la vivencia original. El sentido poético del Quijote no es el sentido lógico y la novela nacida en la penumbra del recogimiento es ineludiblemente arcano. En el recogimiento de Cervantes, en las profundidades de su alma, tiene origen el Quijote: plasmación de inteligencia, deseo, intuición, sensibilidad y amor de un hombre y hasta de un pueblo. Ha dicho Goethe en fórmula certera: «todo lo que es perfecto en su especie debe elevarse por encima de su especie, llegar a ser otra cosa, un ser incomparable».

En Don Quijote se derrumban las fronteras de un mundo exterior y un mundo interior; «todo -podríamos decir con Rimbaud- es imagen ofrecida a la libre disposición de un espíritu que recompone a su arbitrio la ordenación de todos los datos. Rehace un universo según su conveniencia, de acuerdo a su gusto, conformándose tan sólo a las leyes de esa euforia que suscita en él tal ritmo, tal eco sonoro...». Don Quijote es un universo que se basta a sí mismo, con una significación exclusivamente suya.

Conocemos de sobra el propósito de Cervantes: «...pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que por los de mi verdadero Don Quijote van ya tropezando, y han de caer del todo sin duda alguna». Pero poco nos importa este propósito ante el verdadero germen espiritual de la obra que luego fue plasmado. Con Don Quijote surge por primera vez la novela moderna de costumbres y caracteres. Este manantial épico de la novela moderna es a la vez la mejor novela picaresca, la mejor novela realista moderna y la novela social española por antonomasia. Inventor de una nueva belleza, Cervantes alcanza las más elevadas alturas de poesía. En la seca y adusta llanura manchega, Miguel de Cervantes supo ver lo que otros no vieron. Encendidamente enamorado de Don Quijote, Cervantes no deja por ello de contrastarlo duramente con la realidad y hasta de maltratarlo brutalmente y mortificarlo innecesariamente, con el consiguiente disgusto del lector. Unamuno -un lector del Quijote apasionado y apasionante- sale por los fueros del caballero de la triste figura y la embiste -en no pocas ocasiones- contra el mismo Cervantes. Si este pudo decir: «Para mí sólo nació Don Quijote, y yo para el; el supo obrar y yo escribir», aquel -no queriéndose quedar a la zaga- pudo exclamar: Y yo digo que para que Cervantes contara su vida y yo la explicara y comentara nacieron Don Quijote y Sancho, Cervantes nació para explicarla, y para comentarla nací yo...». Pero lo cierto es que don Miguel de Unamuno apenas sí hace caso del comentario objetivo y lógico de la obra. Le importa sobre todo re-crear el Quijote, vivirlo en continuo vértigo pasional, ir al sepulcro del Caballero de la Locura y deshacerse allí en lágrimas, consumirse de fiebre, morir de sed de océanos, de hambre de universos, de morriña de eternidad... Acude al Quijote para buscar aquello que él lleva en sí. Y como la genial obra maestra cervantina es un arca riquísima en tesoros, don Miguel de Unamuno selecciona espontáneamente unas cuantas piedras preciosas que traspasan la malla de sus intereses.

En la Introducción a su «Guía del lector del Quijote», Salvador de Madariaga advierte que «la esencia misma de la obra de arte, lo que la separa, no sólo de la materia amorfa, sino también de las obras seudoartísticas ejecutadas sin inspiración, es, a saber: que la obra de arte vive. Es concebida y creada, y largo tiempo después de que el espíritu que la creó se haya despojado de su vestidura mortal, la obra de arte sigue creciendo. Para nosotros, hombres del siglo XX, la catedral de Chartres, Hamlet, la Novena Sinfonía, el Moisés de Miguel Ángel, no son lo que fueron para los coetáneos de sus respectivos creadores, ya que desde entonces se han asimilado siglos enteros de vida humana... Don Quijote es hoy más grande que cuando, armado de punta en blanco, salió de la imaginación de Cervantes, más rico de toda la riqueza de experiencia y aventuras que ha adquirido en trescientos años de correrías por los campos ilimitados del espíritu humano». ¡Cuidado con las palabras! La obra de arte -¡señor de Madariaga!- no vive ni crece en un sentido riguroso. Viven y crecen los hombres que reviven psíquicamente la obra de arte y aumentan con sus contemplaciones expresadas el «achevement» cultural. El gozador del Quijote puede intuir el valor cuya expresión es la figura del andante caballero manchego: el modo y la perfección con que ha encontrado su expresión el valor del ideal caballeresco. Pero la actitud de los hombres ante el Quijote puede ser variadísima, de acuerdo con la multiplicidad de las capacidades para intuir los valores estéticos realizados en el personaje. Los juicios de los críticos, la tradición, la moda y otros factores influyen en la percepción de la mayoría de los gozadores de la obra de arte. Y hasta se podría decir que en una nación, en una zona de un país, o en una época, nunca se intuye sino un sector limitado de la esfera de los valores estéticos realizados en Don Quijote.

Entre el Quijote de Cervantes y el Quijote de cada lector estará siempre esa obra de vida humana objetivada, plasmada, cristalizada, que cabe contemplar desde diversas perspectivas y ofrece muchos aspectos a nuestra consideración.

Cervantes, despreocupado de otros valores captables, se vuelve hacia el valor expresivo de un caballero andante archiespañol y por lo mismo profundamente humano. Busca la configuración pura, la forma evocadora de sentimientos unitarios y armónicos, la recta proporción, el equilibrio de los contrastes. No intenta revelarnos el ser en sí del Quijote, sino expresarlo, comunicarlo como criatura viviente de su espíritu. Y logra su objetivo. Por la pureza expresiva del sentimiento y por lo medularmente humano del personaje, Don Quijote agrada universalmente en el espacio y en el tiempo.

De la figura de Don Quijote cabe derivar un tipo de vida -el quijotismo- y un estilo vital hispánico.


- 3 -Una actitud vital hispánica

Con pie en los hidalgos españoles de su tiempo, el genio de Cervantes prototipiza en Don Quijote la figura ideal del caballero hispánico. Su generosidad, su cortesía, su seriedad y buena fe, su religiosidad interior y respetuosa, le configuran como un señor caballero.

Absorbido en la visión de una recta ascendente, este «hombre gótico», henchido de misericordia, combate con follones y malandrines. Don Quijote vive en tensión constante con la dura realidad y en continua comunión con la amada idealidad. Es un hombre medieval que vive en el Renacimiento. En esta inadecuación estriba su tragedia. Subsumido en la eternidad de su mundo sereno e inmutable, era natural que chocara con los fragmentos de un realismo verista.

Don Quijote se hizo caballero andante no por azar ni locura, sino por amor a la justicia, por llevar el bien a todas partes, por sincera cristianidad, por arrojo a toda prueba. Antes de hacerse caballero ya había en él un caballero ingénito. Era cuestión de necesidad, de vocación. En la plenitud de su vida estética, Don Quijote no causa -no debe causar- risa ni lástima, sino veneración. Es posible que en sus inicios el personaje cervantino haya sido presentado como objeto de burla, pero llega un momento en que el autor exclamará: «para mi sólo nació Don Quijote y yo para el; él supo obrar y yo escribir; solos los dos somos para uno».

Loco estaba Don Quijote porque no pensaba como el común de las gentes. Loco porque no se acomodaba a la realidad de todos aquellos «cuyos pensamientos jamás habían sobrepasado la altura de sus sombreros». Su realidad estaba en otras regiones donde no podían respirar los barberos, los bachilleres, los duques y los arrieros.

A Don Quijote no le interesaba el éxito, sino el esfuerzo. Derribado por el caballero de la Blanca Luna, hace constar ante Sancho: «Atrevime, en fin, hice lo que pude, derribáronme, y aunque perdí la honra, no perdí ni puedo perder la virtud de cumplir mi palabra». (Parte II, Cap. LXVI.)

Convencido de su ideal caballeresco y de la noble misión que tenía que llevar a cabo por las llanuras del Planeta, Don Quijote ofrenda su sangre y su vida a la conquista de un ideal. Tiene conciencia de su misión: «Has de saber, Sancho amigo, que yo nací por querer del cielo en esta nuestra edad de hierro para resucitar en ella la dorada o de oro. Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las hazañas grandes, los valerosos hechos». (Parte I, Cap. XX.) Observa David Rubio que Don Quijote, al revés de Hamlet, no razona su misión, se ha apoderado ya de su corazón, y como la humanidad en la Edad Media, creyéndose guiado por la mano de Dios, seguirá hasta el fin de su jornada dejando el ejemplo más grandioso de fe y de valor de su voluntad como no hay otro en la historia. «Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo es imposible», solía decir el hidalgo manchego. Quiso resucitar la ya muerta andante caballería y tropezando aquí y levantándose acullá, cumplió gran parte de sus deseos socorriendo viudas, amparando doncellas y favoreciendo casadas, huérfanos y pupilos.

Don Quijote es un héroe cristiano. ¡Entiéndanlo y no se quieran desentender de ello los amantes de la literatura universal! Comprende y practica, a la manera cristiana, la doctrina del sacrificio. Cree en la Providencia: «Mas con todo esto, sube en tu jumento, Sancho el bueno, y vente tras mí, que Dios, que es proveedor de todas las cosas, no nos ha de faltar, y más andando tanto en su servicio como andarnos, pues no falta a los mosquitos del aire, ni a los gusanillos de la tierra, ni a los renacuajos del agua y es tan piadoso que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y llueve sobre los injustos y justos».

El reposo, el regalo y el buen paso se inventó para los blandos cortesanos; no para Don Quijote. Para el sólo el trabajo, la inquietud y las armas. A cielo abierto, sudando y afanando, este caballero cristiano pone en ejecución el bien y se siente como brazo por quien se ejecuta en la tierra la justicia de Dios. Sus intenciones siempre las endereza a buenos fines, que son de hacer bien a todos, mal a ninguno.

Sobre las ruindades de la vida, nuestro caballero andante pone siempre el ideal. Una fe inquebrantable en el bien, en el triunfo de la justicia, en el valor de la voluntad y en la nobleza del sacrificio le guían siempre. Como auténtico varón, Don Quijote proclama sus deberes: «matar en los gigantes a la soberbia; a la avaricia y envidia, en la generosidad y buen pecho; a la ira, en el reposado continente y quietud del ánimo; a la gula y al sueño, en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos; a la lujuria y lascivia, en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras de nuestros pensamientos; a la pereza, con andar por tildas las partes del mundo buscando las ocasiones que nos pueden hacer y hagan, sobre cristianos, famosos caballeros». Aunque fracase mil veces, Don Quijote no altera su regla: su fuerza al servicio del bien. De esta manera, convierte cada fracaso en triunfo de la conciencia.

Ha dicho nuestro gran Vasconcelos que «con el Quijote dio España a la humanidad uno de sus libros fundamentales. En cada hombre hay algo de Quijote, no importa cuál sea su raza; pero en el español se acentúan sus rasgos y en todo aquel cuya alma se ha forjado en el lenguaje de Castilla. Por eso puede afirmarse que el Quijote es tan hispanoamericano como es español. Y tanto España como nosotros, por la común posesión del idioma cervantesco» -así no hubiese ligas de sangre- tenemos en el Quijote un tesoro que crea linaje de espíritu. Pocos pueblos cuentan con ventaja parecida... El Quijote estaba ya en América, pese a que no llegó a visitarnos Cervantes; vino aquí como adelantado de la raza y fue misionero y capitán; vino en la esforzada voluntad de Hernán Cortés, un Quijote al que le salió bien la osada aventura... Y aunque toda la obra colonial de España se perdió para la Metrópoli en lo material, el Quijote que guió la conquista, el Quijote que después, durante la Colonia, expidió las leyes de Indias, el monumento jurídico más piadoso que vieron los siglos: el Quijote que más tarde hizo la independencia política, subsiste en nuestra historia...».

Es típico del iberoamericano aceptar la pelea por una causa justa, sin plantearse el problema del triunfo o de la derrota. De antemano está dispuesto a sufrir el fracaso, si el honor le impone librar la batalla. Para que siga adelante la fe y la exigencia del bien, arriesga su comodidad y la vida misma.

Por Hispano-América nunca ha hablado el éxito económico; ni la potencia guerrera, ni la ambición de mercados. Es el noble espíritu quijotesco el que nos mueve a alzar nuestra voz, a embrazar nuestra adarga y embestir con nuestra lanza a esta tierra plagada con molinos de iniquidades. Y de esta locura gloriosa no nos podrán curar nunca.
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1 Martin Heideggen.- «Holzwege»; Vittorio Klostermann, Frankfurt am Main, 1952.

2 Francisco A. de Icaza.- «Estudios Cervantinos», Biblioteca Enciclopédica Popular, Secretaría de Educación Pública. México, 1947. Pág. 36.