CRISTIANISMO, RELIGIÓN DEL HOMBRE

CRISTIANISMO

por XABIER PIKAZA

1. Encuadre cultural y religioso

El cristianismo es una forma privilegiada de entender y asumir, de padecer y realizar lo humano, partiendo de Jesús a quien sus fieles toman como Cristo. Sólo existe un modo de hablar del cristianismo: detenerse y recordar narrando la historia de Jesús. Sabemos que él vivió en el centro de la conflictividad israelita: abierto a la esperanza de la nueva humanidad, habló de Dios y realizó en su tiempo signos de solidaridad, perdón y gracia abiertas hacia el reino. Por la radicalidad de su llamada religiosa y la fuerza de su compromiso social fue ajusticiado. Su ideal y su figura pervivieron y perviven a través de sus discípulos. Ellos reinterpretaron su muerte, creyeron en su resurrección y formaron una Iglesia o comunidad, para extender su movimiento y avivar su nombre y experiencia.

Todo empezó como pequeña variante en el camino de la tradición israelita; pronto se hizo un tronco independiente y llenó el campo de la gran cultura grecorromana; todavía hoy, en un momento nuevo de entrecruzamiento religioso y creatividad social, el cristianismo sigue ofreciendo ámbito de apertura, exigencia y promesa para gran parte de la humanidad. Como hemos dicho ya, sólo hay un modo fundante de hablar del cristianismo: recordar la historia de Jesús, el Cristo. Se dice que los griegos destacaron el valor de la mirada: es verdadero aquello que se expresa ante los ojos («idea», de eidein: ver); los dioses son reflejo eterno de la realidad originaria. El cristianismo, en cambio, ha destacado la importancia de aquello que se escucha: por eso es verdadera la palabra que nos llama y capacita para realizarnos de manera auténtica.

ESCUCHA/OB-AUDIRE: Significativamente, en el principio del mensaje de Jesús hallamos una parábola de la «semilla» (Mc 4): discípulos del Cristo son aquellos que «obedecen» la palabra, es decir, los que la escuchan con asentimiento (hyp-akouein, ob-audire) para convertlrla en principio de su vida. Pues bien, a partir de Jn 1, los cristianos identifican esa palabra de Dios con el proyecto escatológico y la vida (muerte-resurrección) de Jesús, el Cristo a quien toman como Hijo de Dios sobre la tierra.

Por eso, el cristianismo consiste en «recordar» la historia de Jesús, haciendo que ella sea hasta el final del tiempo la «palabra» (llamada, invitación, presencia) de Dios para los hombres. También otras religiones (Judaísmo, islamismo) y otros pensamientos filosóficos (cierto helenismo, algunas filosofías modernas) apelan a la palabra como principio de realización antropológica. Pero sólo el cristianismo identifica esa palabra con Jesús, el Cristo. Centrado en el recuerdo de Jesús, a quien mira como garantía de salvación universal, el cristianismo ha dialogado y debe seguir dialogando con las grandes culturas de la historia. La palabra sólo adquiere sentido y se avala (ratifica) en actitud de comunicación. Lógicamente, el cristianismo ha debido dialogar con la cultura humana y religiosa de su entorno. Cuatro son los campos principales de su dialogo:

- La herencia israelita. Ella forma el encuadre privilegiado del cristianismo. Sus tradiciones y preguntas, su exigencia moral y su esperanza constituyen el lugar de surgimiento de Jesús y de su Iglesia. En Israel ha predicado y ha vivido Jesús.

Desde Israel ha precisado la Iglesia su mensaje: la visión mesiánica de Jesús, el misterio personal de Dios, la exigencia de una transformación histórica de la realidad, la apertura escatológica... Sobre este primer campo experiencial se han redactado los textos canónicos de la Iglesia (Nuevo Testamento). Por eso, no es extraño que el cristianismo haya aceptado como propia la herencia religiosa de Israel, canonizando su Escritura. Ella es para los cristianos mucho más que el recuerdo de una primera confrontación experiencial ya superada: al aceptar a Jesús y asumir como normativo el testimonio de la primitiva comunidad, ellos actualizan la herencia experiencial israelita. Sólo así comprenden lo que implica de verdad el Cristo.

El cristianismo es, por tanto, una religión histórica, y su verdad sólo se entiende si se toma como plenitud de aquello que se hallaba esbozado, preparado y anunciado en la búsqueda religiosa de Israel. Rechaza de esa forma el gnosticismo, que, resaltando la exigencia y novedad del Cristo, condenaba como diabólico y perverso todo el desarrollo precedente del AT. También rechaza un tipo de nivelación religiosa donde todo resulta equivalente: igual sería Abrahán que Cristo, la ley de Moisés y el evangelio. En contra de esa perspectiva (que está al fondo de algunas interpretaciones islámicas del Corán), los cristianos piensan que en Cristo hay un avance con respecto al AT. Frente a la dialéctica del puro rechazo o plena antítesis (gnosticismo), y el sistema de la pura identidad de todas las revelaciones (Corán universal), el cristianismo ha destacado la exigencia y valor de la revelación histórica.

Llegando hasta el final en esa línea, podemos afirmar que el cristianismo es religión escatológica: ofrece el testimonio de una culminación definitiva de la historia. En Jesús se revela la verdad plena del hombre, y llega así el fin de los tiempos. El hombre verdadero (revelado en Cristo) no es sin más lo opuesto al hombre previo (Adán sería puramente malo a la luz del gnosticismo). Cristo no es tampoco la naturaleza eterna de lo humano, aquello que existía desde siempre (conforme a una lógica helenista que puede explicitarse en el islam). Siendo culmen de la historia y presencia plena de Dios Cristo es el hombre escatológico: palabra definitiva y final de la revelación de Dios como cumplimiento de la historia. De esa forma, asume, ratifica, culmina y desborda todo lo anunciado en él.

- La cultura helenista (grecorromana) ha conformado también el cristianismo. Muy pronto, el mensaje de Jesús y la vida eclesial han entrado en una especie de simbiosis (sincretismo) en que elementos griegos y cristianos se enriquecen mutuamente, originando lo que puede llamarse cultura occidental. En este segundo contexto, el cristianismo de occidente ha recibido su expresión más honda: a) Se precisa en confesiones, que se fijan en concilios y se expanden en sistemas de pensamiento (teológico). b) Se estructura jerárquicamente desarrollando una organización cada vez más precisa. c) Se abre hacia el cultivo personal de una interioridad sagrada. Muy grande ha sido y sigue siendo la influencia de ese contexto: una y otra vez tenemos que volver a la tradición de los padres, a la palabra de los concilios, al testimonio de los primeros santos... Pero el modelo en sí parece entrar en crisis: puede y quizá debe haber cristianos en contexto cultural distinto; la caída de la vieja civilización occidental no significa destrucción del cristianismo.

Esta conformación grecorromana (helenista) ha resultado providencial y necesaria. Sólo en moldes de cultura griega, el cristianismo se ha explicitado de verdad como palabra universal (cf. Jn 1), en diálogo con todo el pensamiento humano: filosofía y derecho, ciencia y arte. De esa forma, ha roto la clausura de un posible intimismo sólo religioso (gnosis), superando, al mismo tiempo, el riesgo de venir a presentarse como única verdad que sustituye a las restantes verdades culturales (tendencia musulmana). El cristianismo ha sido y debe ser una religión abierta en diálogo con todos los saberes y experiencias de los hombres: no se cierra en sí (en gesto de separación inmunizante o herejía cognoscitiva); tampoco absolutiza los restantes saberes de los hombres. El cristianismo aparece como verdad plena (escatológica) sólo allí donde dialoga con otras verdades de los hombres (los antiguos y los nuevos helenismos).

- Las grandes religiones forman el tercer contexto experiencial al cristianismo. Como acabamos de indicar, el AT de Jesús se amplía desde siempre a la cultura helenista. Ahora podemos trazar un círculo más amplio y concebimos las religiones del pasado y presente, especialmente las orientales (budismo, hinduismo), como espacio de vivencia e interpretación experiencial del cristianismo. En este campo no existe todavía un modelo nuevo de simbiosis. Es evidente que se están realizando esfuerzos por sembrar el cristianismo sobre el campo de las religiones, pero no han surgido todavía nuevas cristiandades diferentes de las nuestras, desligadas del troquel helenista y capaces de mostrar otros aspectos del misterio de Jesús.

Recordemos la división clásica de las «religiones» (filosófica, poético-mítica y política) que san Agustín desarrolló partiendo de Terencio Varrón. El cristianismo clásico acogió la «religión filosófica» de Grecia (su racionalidad), rechazando como negativa la «religión poética» (de mitos y creencias). Pues bien, parece que ha llegado el momento de dialogar también con esas creencias, a partir de una más honda comprensión del «mito» interpretado como verdad original, símbolo fundante de lo humano. En el campo de esos símbolos y mitos emerge el cristianismo con su propia identidad, como relato vivo de la muerte-pascua de Jesús: sólo al trasfondo de las grandes religiones se explicita su sentido.

- Destacamos finalmente la búsqueda del hombre. El camino de realización, trabajo, sufrimiento y riesgo de aquellos que pretenden simplemente hacerse humanos en la historia constituye el plano más amplio de interpretación del cristianismo. Pablo estaba dispuesto a predicar a judíos y gentiles. El cristianismo ha ofrecido su mensaje en contextos culturales de un espiritualismo cercano al de los griegos. Ahora llega el tiempo en que es preciso predicar no sólo en campos abonados de espiritualidad, sino allí donde el hombre ya no es religioso, en la encrucijada de los caminos de búsqueda social, de angustia, impotencia y esperanza de los hombres. En otras palabras, la experiencia de Jesús puede y debe atestiguarse más allá de las fronteras judías y los límites de la civilización occidental, más allá del ancho surco de las religiones de la tierra, en el camino de búsqueda de un hombre que quiere descubrir su propia identidad humana.

Esto lo había indicado D. Bonhoffer hace ya cincuenta años; esto es lo que aparece cada día con mayor claridad, después que sociológicamente han pasado (y dejado su poso) los movimientos de la secularización, propios de los años sesenta: el cristianismo es mensaje y camino de vida para el hombre, en diálogo abierto a todos los proyectos de vida de los hombres, sean o no religiosos. Así queremos suponerlo, al menos de una forma velada, en lo que sigue.

Esto nos permite dar un paso más respecto a los modelos anteriores. Ciertamente, el cristianismo se halla vinculado a la experiencia israelita: Jesús es plenitud del AT. Históricamente, la Iglesia cristiana ha recibido sobre todo formas «griegas», europeas, de tal modo que viene a presentarse sobre el mundo como religión de occidente, unida a su cultura racional y su política de tipo imperialista. Pero ahora, superando esa clausura, podemos afirmar que el cristianismo está asumiendo la exigencia de dialogar con las grandes culturas de los hombres, sean de tipo laico o religioso, sean de oriente o de occidente, de tal forma que pueda ofrecernos un modo nuevo de entender el evangelio. Debemos afirmar que ha llegado el momento de vivir y expresar el cristianismo como «religión humana», sin más añadiduras ni adjetivos.

El cristianismo es religión del hombre en cuanto humano. Así lo implica el dogma central de Calcedonia: Cristo es Hijo de Dios (palabra universal de salvación) siendo ánthropos, es decir, el hombre pleno. Para entender y vivir el cristianismo es suficiente ser humano; no hacen falta más condiciones ni apellidos. Así lo indicaremos brevemente en lo que sigue.

2. Cristianismo, religión del hombre. CRMO/RL-H

El gran relato de su origen

2.1. Las preguntas fundantes

PREGUNTAS/FUNDANTES H/SENTIDO-V V/SENTIDO Podemos definir al hombre como viviente que está en busca de sentido. Ha roto el contexto cerrado de la naturaleza, el medio cósmico en que estaba asegurado, y se ha lanzado a la aventura de su propia independencia. Quizá podemos emplear una parábola: el hombre ha salido de la «casa» resguardada de la madre tierra y no puede retornar a ella. Todas sus posibles nostalgias se desvelan al fin como imposibles. Ya no puede retornar a Itaca, como quería el mito griego de Odiseo: no es capaz de volver hacia sí mismo y encontrar así su propia realidad humana.

¿De dónde vengo? ¿Quién soy? Tales son las preguntas fundantes que el hombre es incapaz de resolver por sí, conforme a una gran paradoja antropológica. Se suele decir que la vida sólo plantea cuestiones que ya tiene de algún modo resueltas. Pues bien, las preguntas anteriores carecen de respuesta. Esta es la paradoja que encontramos planteada de algún modo en cada niño: pregunta cosas que no se puede responder. Por eso necesita del «relato» del padre o de la madre, que le diga su «nombre» y su lugar sobre la tierra: de dónde viene, qué familia tiene, qué sentido ofrece su existencia. Este relato de origen, que el niño recibe con fe de sus padres, es base de su identidad: somos, ante todo, aquello que «nos han dicho»; podemos pensarnos y pensar (querer y hablar) porque nos han pensado y dicho nuestro origen y camino. Esta misma estructura de relato nos permite comprender lo más profundo de la religión cristiana. Sabemos ya que el niño no se puede responder: acoge su relato con fe, asumiendo de esa forma el sentido de su vida.

También la humanidad en su conjunto está buscando, y para comprenderse a sí misma necesita que le ofrezcan un relato fundacional donde le digan su origen y sentido. En esta perspectiva han de entenderse las grandes religiones: nos transmiten un relato fundante, revelando de esa forma lo que somos (mito o logos primigenio).

2.2. La respuesta del judaísmo

Aquí nos interesa destacar el jfudaísmo. La aventura de Israel encuentra su principio en el relato del «origen histórico» del pueblo, tal y como ha venido a fijarse por el Éxodo: «Éramos esclavos en Egipto, y Dios nos liberó con brazo fuerte y mano tensa». Esa palabra originante ha fundado la identidad de Israel entre los pueblos de la tierra, en clave de elección y libertad, de pacto y esperanza.

De todas formas, esa narración resulta insuficiente por parcial y por tardía. El Éxodo es relato parcial: traza la identidad israelita, pero no responde a las cuestiones de otros pueblos, ni puede presentarse como principio de interpretación para el conjunto de la humanidad. Además es un relato tardío: aparece dentro de una humanidad ya constituida y no explicita todas sus cuestiones y problemas.

Lógicamente, para responder de alguna forma a esas preguntas, los redactores de la Biblia hebrea han introducido en el principio de su canon un relato más universal y primigenio sobre el hombre: la protohistoria de Gn 1-3 (o Gn 1-11). Este sí que es metarrelato fundante del origen donde se responde, en clave de palabra de Dios, a las grandes cuestiones de la vida: surgimiento del ser humano, dualidad varón-mujer, conflictividad, violencia, riesgo de la vida.

No existe en la historia humana un texto comparable. Los cristianos, acostumbrados a leer ese pasaje desde Rom 5 (unión de Adán y Cristo), tienden a entenderlo de un modo «cerrado»: Dios mismo nos habría dicho en su Escritura lo que somos: ley de vida y muerte, pecado y gracia, violencia y esperanza. Sin embargo, si leemos esos textos en clave puramente hebrea (de AT), descubrimos pronto que ellos se encuentran todavía abiertos hacia muchas interpretaciones. Así lo avala un simple dato: los hebreos no han sabido ofrecer una lectura unitaria de Gn 1-3.

Gran parte de los textos del judaísmo de tiempos de Jesús pasan de largo ante el pasaje de Adán (el hombre primigenio) sin fijarse en su sentido universal. Algunos apocalípticos casi ni lo nombran, situando el origen de la historia y conflictividad humana en la caída de unos seres celestiales (ángeles) que buscan el amor de las mujeres, pervirtiendo así a la humanidad (pecado primordial del sexo en 1 Henoc). Otros textos (sapienciales) aluden al «pecado de Adán» de forma marginal. Filón de Alejandría parece interpretarlo sólo como signo de grandeza y de ruptura humana, etc. Sea como fuere, el hecho es que, dejando a un lado otras especulaciones gnostizantes posteriores, los judíos del tiempo de Jesús no han querido (o no han podido) interpretar la creación y caída de Adán como relato fundante de la humanidad.

2.3. La respuesta del cristianismo

Sólo el cristianismo, sobre todo a partir de Rom 5 y 1 Cor 15, leyendo la historia del principio unida a la pascua de Jesús, nos ha ofrecido un relato (o metarrelato) fundante y unitario de la vida humana, diciendo así de dónde hemos venido y hacia dónde vamos: el origen de la humanidad (Adán) se aplica ya a Jesús, que aparece como centro de la historia.

- Adán es el origen: es el hombre creado por Dios como camino hacia la vida, en clave de conflicto y violencia, dominado por la lucha interhumana y por el miedo de la muerte. Por eso, el mismo relato del principio nos habla de la acción de Dios y viene a entenderse como texto que resalta la actuación del hombre. Al decirnos nuestro origen, ilumina Dios nuestra tarea, a fin de que podamos descubrir nuestro sentido como humanos.

J/MODELO-H: En esa línea de iluminación y plenitud antropológica se entiende la pasión de Jesucristo. Como hombre escatológico, ha anunciado y preparado el reino: abre así a los hombres el camino de su humanidad. Hasta ahora no existían hombres verdaderos: no se había revelado ni ofrecido totalmente el camino de lo humano. Jesús lo ha revelado trayendo así la escatología a la historia. Esta es la prueba decisiva de lo humano: es la verdad de aquello que Gn 1-3 señalaba de manera inicial, velada. Pues bien, en torno a este mensaje de Jesús, la humanidad ha encontrado su verdad y ha decidido su destino. Por eso el texto de su muerte y pascua viene a presentarse como relato fundante, central y final de nuestra historia: Dios nos dice lo que somos dándonos un nombre.

En Jesús descubrimos, en primer lugar, el ofrecimiento de Dios: ha creado a los hombres para el reino o paraíso. Gn 1-3 ya indicaba que Dios nos había querido dar el paraíso, pero nosotros lo rechazamos, quedando así prendidos en un lazo de vlolencia, angustia y muerte. Pues bien, por medio de Jesús, Dios lo ha ofrecido ya de manera plena: nos regala el reino que está simbolizado e iniciado en los gestos y palabras de Jesús, el Cristo.

- P/MU-J J/MU/P: Sólo en este fondo comprendemos la importancia del rechazo o pecado de los hombres. La desobediencia de Adán y Eva viene a quedar en el principio como «signo» de una rebeldía que sólo ahora se comprende de verdad: el pecado originante y central de nuestra historia es la muerte de Jesús, el Cristo. El conjunto de los hombres (simbolizados y representados por los sacerdotes de Israel, los soldados de Roma y el pueblo de Jerusalén) rechazaron al mesías del reino, condenándole a la muerte y cometiendo así el delito supremo de la historia. Hablando de una forma más estricta, podemos decir que hasta ahora no existía verdadero «pecado mortal». La humanidad avanzaba en un camino conflictivo, iniciado ya al principio (Adán). Pero aún no había rechazado plenamente el reino (o paraíso), por la simple razón de que ese reino no se había ofrecido plenamente. Sólo ahora ha culminado la tragedia: los representantes de la humanidad han condenado a Jesús, han querido asesinar a Dios, han preferido hundirse en su propia violencia sobre el mundo. Este es nuestro pecado originante y central. Adán y Eva son un signo conjunto de la humanidad que mata a Cristo.

Esa muerte de Jesús descubre lo que somos, dando consistencia al símbolo del Génesis. Este es el pecado mortal de nuestra historia: negando a los demás, matamos a Dios en nuestra vida; asesinando al Cristo, destruimos el camino de la resurrección (del paraíso). De esa forma nos perdemos en la tierra de violencia que nosotros mismos vamos destruyendo. Este es el pecado universal. No es que todos pequemos de la misma forma, no es que todos seamos igualmente culpables. Hay gestos hermosos: hay en la historia palabras de amor, dones de gracia, búsqueda sincera de la vida y bien del otro. Pero en el fondo nos dominan el egoísmo, la envidia y la violencia. Todos nosotros participamos de alguna forma en la muerte de Jesús: somos responsables de la lucha de este mundo que asesina al Cristo de Dios, al mensajero de su reino.

Son muchos los filósofos, sociólogos y antropólogos que han hablado del pecado fundante de lo humano (Rousseau, Marx, Freud, Nietzsche, Girard...). De un modo u otro, su sospecha nos parece atinada. Al principio de la historia humana encuentran un abismo de pecado y muerte. Pues bien, el relato cristiano añade y ratifica que ese pecado originario se ha expresado (culmina y se completa) en la muerte de Jesús. Llegamos así a la caída: los hombres cierran el camino del bien, matan al enviado mesiánico (presencia de Dios sobre la tierra) y quedan condenados a vagar sin sentido por la historia, en camino que está siempre cerrado por la muerte.

- Sin ese relato de pecado no existe cristianismo. Pero debemos añadir que este pecado sólo adquiere su sentido (y se descubre como tal) cuando se afirma su otra cara que es la pascua. La palabra de la Iglesia, concretada como fe pascual, afirma que Dios ha resucitado a Jesús de entre los muertos, ratificando así el camino y el mensaje de su reino. Matamos a Dios (somos deicidas), pero Dios nos ha ofrecido el misterio de su vida (el don del paraíso y reino) en la muerte de su propio Hijo.

La revelación del pecado de los hombres (que han matado a Jesús) queda asumida y trascendida en el relato de la gracia de Dios que, resucitando a Jesús, nos lo presenta ya como principio y contenido de su reino. Esta es la narración original y escatológica: nos habla del mayor pecado y dice ya que todos los rechazos que pudieran darse en el futuro se hallarán aquí incluidos. Por eso, resucitando a Jesús, revela Dios que ha perdonado todos los pecados de los hombres, sustentando de esa forma nuestra vida en la vida-muerte-pascua de aquel que se ha entregado por nosotros (para darnos el reino). Dijimos que necesitamos un relato, es decir, una palabra que revele lo que somos (nuestro origen y camino). Eso es lo que ofrece este mensaje de la muerte-pascua de Jesús. Aquí alcanza su verdad el viejo texto judío del Éxodo y recibe ya un valor universal: todos nos perdemos condenando al Cristo, pero Dios nos salva a todos en su pascua. Aquí encontramos los dos rostros de Adán. Por un lado, sabemos que nosotros mismos somos Adán: responsables de la muerte de Jesús con nuestra forma de ser, nuestra violencia; por eso, quien no asuma el pecado original (quien no se acepte pecador) no se conoce de verdad ni puede liberarse de la muerte. Pero, al mismo tiempo descubrimos ya que Adán verdadero sólo es Cristo: el hombre que no peca, no rechaza con violencia a los violentos, no les aniquila. En medio del conflicto de este mundo, señalando a todos el peligro en que se encuentran, Cristo se ha dejado matar por ellos, en fidelidad al reino.

Este relato pascual dice que existe un hombre verdadero, alguien que, siendo plenamente fiel a la verdad y la esperanza de lo humano, viene a desvelarse al mismo tiempo como Hijo de Dios sobre la tierra. Allí donde el hombre se realiza del todo como humano, Dios se manifiesta (encarna) en nuestra historia. El despliegue del hombre es así revelación de Dios.

Antes no existía ser humano verdadero. El Adán de Gn 1-3 no era más que esbozo: un camino abierto al reino. Sólo ahora emerge el hombre auténtico en pecado total (matamos a Jesús) y en gratuidad definitiva (Jesús nos ha ofrecido por su muerte y pascua nuestra esencia humana). Así, el relato cristiano dice lo que somos (asesinos de Dios y redimidos), ofreciéndonos al mismo tiempo unos principios de experiencia humana, creadora, que conforman el sentido y verdad del cristianismo.

3. Del relato a la experiencia.

Elementos fundantes del evangelio

3.1. El cristianismo, experiencia narrativa

- Como venimos diciendo, el cristianismo es en primer lugar relato sobre el origen y sentido de la vida. Antes de pedirnos o exigirnos nada, nos ofrece su evangelio o buena nueva: nos revela lo que somos y, venciendo nuestro fondo de pecado, nos ofrece un perdón que recrea. Nacemos del amor de Dios que vence todas las violencias y miserias de la historia: esto es evangelio.

El cristianismo dice lo que somos en forma de regalo. Es como la voz del padre que transmite al hijo su palabra, ofreciéndole así un nombre, dándole un lugar y camino en la existencia. De un modo semejante, el Padre Dios nos dice en Cristo lo que somos: de dónde venimos, hacia dónde vamos, cómo hacer nuestro camino. Por eso, el cristianismo es evangelio, buena nueva que se cuenta. No es ley para cumplir (judaísmo) ni descubrimiento del misterio que nosotros mismos somos (hinduismo). Es regalo de Dios Padre que nos ama (nos engendra) como hijos en el Cristo.

Pues bien, Dios nos ofrece esa palabra de amor (paternidad) precisamente allí donde nosotros le negamos destruyendo y rechazando al Cristo. Por eso, el cristianismo, más que pura experiencia creadora es religión de redención: la gracia de Dios triunfa sobre nuestras deficiencias y pecados, como garantía del amor que vence al odio, de vida que se expande por encima de la muerte.

Los cristianos se identifican a sí mismos precisamente en este relato de evangelio. Por encima de sentencias sapienciales o mandatos moralistas, más allá de todos los principios de derecho, el cristianismo sigue siendo historia que se narra, se escucha, se recuerda: es la experiencia de la vida de Jesús como verdad de Dios en medio de la lucha y la violencia de los hombres. Esto nos permite comprender un dato primordial sobre el origen de la Iglesia: muerto Jesús, después de unos decenios de misión y búsqueda, de tanteo y crisis, cuando la Iglesia más antigua quiso fijar su identidad, para distinguirse así del judaísmo y paganismo, ella tuvo que contar de nuevo su experiencia de Jesús, escribiendo los evangelios.

Sin ese centro de recuerdo, sin esa narración primera, todos los restantes aspectos de la vida cristiana podrían haberse diluido en una especie de esperanza hueca, de búsqueda intimista o puro moralismo. Sólo una cosa ha podido mantenerse como centro de la nueva realidad: el mensaje de Jesús, sus gestos de esperanza y de promesa de reino, la hondura de su muerte de hombre justo a quien condena la violencia de los hombres, la certeza de la pascua que es victoria de Dios que resucita al mensajero del reino y le convierte en fundamento de amor y salvación para los pobres perdidos de la tierra.

- Esta es la inversión del cristianismo, la ruptura del talión que dominaba los esquemas sociales e incluso religiosos de los hombres. Estábamos atados a una ley de violencia sacral que nos hacía incapaces de entablar diálogo de amor en transparencia frente a Dios; también nos dominaba el talión interhumano, como acción y reacción que nos tenía condenados a exigencias de violencia permanente sobre el mundo. Pues bien, Dios ha quebrado ese talión en actitud de pura gracia: a) Por un lado, Jesús muere por fidelidad al reino: muere anunciando el amor de Dios hacia los pobres y perdidos de la tierra; muere sin responder violentamente a la violencia, colocando su mensaje y vida en manos de las fuerzas de la tierra (soldados, sacerdotes, jueces). b) Por otro lado, los discípulos del Cristo, renacidos en un gesto de experiencia pascual, ofrecen perdón y gracia de Dios (camino de esperanza y reino) precisamente a los que acaban de matar al Cristo. Esta inversión se vuelve transparente no sólo en los primeros discursos del libro de los Hechos, sino en varias parábolas fundantes de los evangelios (cf. Mc 12,1-12 y par). Conforme a la lógica antigua, el señor de la historia tendría que vengarse (matando por talión) a los que habían matado a Jesucristo. De esa forma, el mundo habría quedado en manos de su propia violencia, envuelto en la batalla que amenaza y destruye todo lo que existe. Pues bien, Dios ha invertido ese principio de violencia: revelando así su gracia salvadora en el lugar donde se hallaba el gran pecado, perdonando a los culpables de la muerte de su Hijo y superando así la vieja ley de la violencia destructora, del odio y del talión de nuestra historia.

Este es el anuncio radical del cristianismo. Ministros portadores de este gran relato son en la Iglesia los apóstoles o enviados, es decir, todos los cristianos. Estrictamente hablando, ellos no han recibido ninguna verdad general para enseñar; tampoco saben mejores teorías filosóficas, no tienen argumentos más precisos sobre lo humano o lo divino. Pero poseen algo nuevo: han creído en la historia de Jesús (su muerte y pascua), y de esa forma la relatan. Su misión es ser testigos de aquello que han creído.

- La experiencia originaria de la Iglesia cristiana es por tanto narrativa. Si Dios se ha hecho presente en la historia de Jesús, sólo hay una forma de expresarlo: contar lo que ha pasado con palabras que broten de la hondura creyente e iluminen y transformen la vida de los hombres.

Si el Dios cristiano fuera un ente necesario, deducible por discurso matemático, el lenguaje apropiado a su verdad sería la demostración. Si fuera un ente racional, habría que llegar hasta su hondura a través de la dialéctica del propio pensamiento. Si fuera postulado de un sistema de moralidad (en estructuras de mérito y talión), habría que alcanzarle a través de unos discursos de carácter ético. Pues bien, conforme a la experiencia de la Iglesia, el Dios del evangelio se revela en la historia de Jesús. Por eso lo expresamos, ante todo, con lenguaje narrativo.

El hombre de Dios no es el científico o teórico, tampoco el místico de interioridad ni el puro moralista. El hombre de Dios es ante todo un «enviado»: el apóstol que ha creído y sabe narrar la gran historia de la muerte y nacimiento de lo humano en la cruz y pascua de Jesús, el Cristo. Eso significa que la misma teología cristiana ha de expresarse en forma de relato. Narrativos son los libros fundantes de la Biblia, no sólo en el AT (Génesis, Éxodo...), sino en el NT (evangelios). Los hermeneutas primeros de la Biblia cristiana serán, por tanto, narradores: varones y mujeres que cuenten la historia de Jesús de tal manera que ella venga a presentarse como fundamento de gracia y de transformación para los hombres.

La misma Iglesia donde se vinculan los fieles de Jesús recibe bases narrativas. Por eso se ha venido a distinguir muy pronto del puro rabinismo y de las sectas gnostizantes. El rabinismo judío es una instancia legalista: tiene la misión de traducir y actualizar las viejas tradiciones de Israel como principios de vida para el pueblo; por eso, su Escritura (ley, profetas, escritos) viene a culminar en una especie de «código total» que encierra en fórmulas sacrales toda la vida de los hombres. Esta es la grandeza y límite que ofrece ya su nuevo libro o Misná (siglo II d. C.), lo mismo que los textos posteriores del Talmud (siglo IV-VI d. C.). En contra de eso, los cristianos no han fijado su experiencia en una ley; no tienen nada que pueda compararse con la Misná, tan llena de regulaciones sobre lo sagrado y lo profano, los varones y mujeres, las cosas permitidas y vetadas. La novedad cristiana se transmite en el relato del mensaje-vida-muerte-pascua de Jesús como principio de ser para todos los creyentes. Es una pena que muchos cristianos, incluidos clérigos antiguos y también modernos, parezcan olvidar esta sencilla distinción y vuelvan a entender la Iglesia de Jesús como nuevo rabinismo (muchas veces peor que el rabinismo antiguo); san Pablo les diría que no entienden la cruz de Jesucristo ni creen en su pascua.

Las sectas gnostizantes quieren diluir el evangelio en claves de interioridad antimundana. El cristianismo sería acosmista: el mundo en que vivimos es perverso, fue creado por potencias enemigas de Dios (dioses caídos). Para liberar a los espíritus que gimen cautivos en el mundo ha descendido un ser celeste, apareciendo en vestidura humana, de manera que puede iluminar a los que estábamos perdidos en la dura oscuridad de la materia. De esa forma, el evangelio queda reducido a una experiencia de intimismo salvador: cada uno de nosotros somos «cristo»; nos salvamos descubriendo la hondura divina que se encuentra encerrada en nuestra «carne».

El gnosticismo destruye el relato salvador de Jesús convirtiéndolo en puro símbolo de aquello que sucede en cada uno de los fieles (los espirituales). En lugar de la historia del pecado de los hombres (que culmina en la muerte de Jesús), los gnósticos elaboran el mito eterno de la caída de las almas. En lugar del relato histórico de la entrega salvadora del Cristo (que Dios mismo ratifica por la pascua), ellos colocan un proceso interior de iluminación salvadora de los fieles. Es una pena que muchos cristianos (incluidos clérigos) parezcan olvidar la historia de pecado y salvación que ofrece el cristianismo y queden prendidos en honduras misticistas muy espirituales que parecen tomadas de la gnosis.

Frente a rabinismo y gnosis, la verdad del evangelio se mantiene sólo como historia. Allí donde el relato de la muerte-pascua de Jesús desaparece, dejando que en su espacio triunfe la pura ley sacral o la experiencia intimista, se destruye de raíz el cristianismo. Esto es algo que a veces no se entiende, sobre todo cuando quiere expresarse el evangelio en claves dogmáticas de tipo conceptual, convirtiendo el cristianismo en una suma de «verdades» que podrían separarse unas de otras, formulándose a manera de principios racionales. En contra de eso, el cristianismo sólo acepta un dogma: la historia pascual de Jesús, proclamada como historia del Hijo de Dios en el centro y culmen de la vida de los hombres. Quien acepta esa historia y la toma como fundamento de existencia, acoge el Espíritu de Dios y asume el camino de la Iglesia, es decir, la comunidad de creyentes que quieren vivir ya desde ahora a la luz del evangelio.

3.2. El cristianismo, experiencia de compromiso

- Llegamos así al segundo rasgo del evangelio: La gracia de Cristo se expresa en forma de novedad de conducta, en clave individual y comunitaria. Los cristianos se descubren recreados, renacidos en la vida de Jesús, que ha muerto en favor de ellos y ha resucitado. Este nuevo nacimiento no se puede interpretar en clave de pura moral, de autodominio ascético, de cambio externo de costumbres, sino en forma originalmente religiosa: cristianos son aquellos que, por medio de la Iglesia, han escuchado el relato de la muerte-pascua de Jesús y se descubren de esa forma «renacidos». Por eso, en el principio de la vida cristiana está el bautismo, interpretado claramente como espacio de «nuevo nacimiento». De ese modo, el mismo relato de la historia de Jesús, transmitido por la Iglesia y aceptado por los fieles, se convierte en sacramento: revelación del Padre Dios que, por la fuerza de su Espíritu, engendra en Jesús nuevos creyentes (personas liberadas). Ser cristiano es, por tanto, recibir y celebrar nuestra existencia como hijos de Dios que hemos nacido en Cristo; la fe en la narración fundante de Jesús se vuelve de esa forma principio de existencia.

Los cristianos son «seres renacidos»: han hecho la experiencia de Jesús, han descubierto la fuerza de la muerte en este mundo (violencia, destrucción, fatalidad) y se han sentido recreados y resucitados en el Cristo. Asumen de ese modo la experiencia de morir con Cristo y ratifican el fracaso de todos los caminos de la historia. Así descubren que no pueden salvarse por sí mismos. Pero junto a eso, ellos han hecho la experiencia de la resurrección: el cristiano es un hombre que ha renacido en Jesús, que vive de su gracia y de esa forma vence los poderes antiguos de la muerte.

Desde este fondo (de muerte y nuevo nacimiento, de salvación ya realizada por la gracia pascual) debemos «recuperar» las palabras del mensaje de Jesús, centradas en el amor gratuito y el servicio activo hacia los pobres. Estas son las bases de la nueva práctica cristiana, el fundamento de su compromiso: gratuidad y amor hacia los pobres.

- La gratuidad se apoya en el descubrimiento de Dios como principio de vida y perdón para los hombres. Recordemos lo ya dicho al ocuparnos del relato fundacional del cristianismo. El evangelio no es una expresión de aquello que nosotros somos por naturaleza o hacemos por moralidad, sino don o consecuencia de aquello que Dios hace por nosotros, salvándonos en Cristo. Todo es gratuidad en el mensaje y vida de Jesús. Pero es una gratuidad que se explicita y abre de manera especial hacia los más necesitados: los antiguos marginados, los pobres, pecadores, enfermos, oprimidos... Los últimos del mundo son por gracia de Jesús primeros: en ellos se revela y se realiza el misterio del amor antes de todas las obras de la historia. Precisamente allí donde los hombres acaban destruyendo al Cristo, en violencia universal, el Cristo de Dios ofrece salvación a los sufrientes de la tierra, los hambrientos y sedientos, exiliados, cautivos y enfermos (cf. Mt 25,31-46).

Sobre esta gratuidad de Dios, que ama de manera creadora a pobres y pequeños de la tierra, por medio de Jesús, el Cristo, viene a desvelarse ya la exigencia de plena gratuidad para los hombres. Recreados por amor de Dios, los fieles de Jesús están llamados a convertir su vida en gracia eficaz que se dirige hacia los más necesitados.

Por situarse en esa perspectiva, la Iglesia de los fieles de Jesús se entiende como institución de gratuidad no impositiva. Los imperios y estados de este mundo quieren transformar la vida de los hombres por la fuerza, utilizando los resortes del poder para alcanzar el triunfo propio. En contra de eso, la autoridad de la Iglesia de Jesús se expresa de una forma que no es impositiva (cf. Mt 20,2028; 23,1-12; 18,1-5): creyentes son aquellos que confían en la capacidad transformadora del amor gratuito que enriquece a los perdidos y supera las mismas estructuras de imposición de esta vieja tierra.

Ciertamente, las Iglesias cristianas han buscado con frecuencia un tipo de poder impositivo, que viene a traducirse en claves sociales (a veces económicas) y también en estructuras de dominio moral (control de las conciencias). Obrando así, se oponen a la voz del evangelio de Jesús y muestran que no creen de verdad en Jesucristo. La verdadera Iglesia, como institución de la gracia cristiana, está al servicio de una libertad que ha de expandirse gratuitamente a todos. Ella ofrece a los hombres la certeza de que son amados por Dios y han renacido en Cristo: tiene que decirles que asuman su propia libertad y se definan y decidan a sí mismos en pura gratuidad, como creyentes.

- Sólo sobre el fondo de esa gratuidad, interpretada como libertad personal, puede valorarse luego la exigencia de abrirse a los demás, en diálogo de amor comunitario. La gratuidad cristiana no viene a convertirse en anarquía ineficaz, en una especie de solipsismo egoísta. Quien vive de la gracia sabe que ha de llevarla hacia los otros. Por eso ha de anunciarse y proclamarse desde el mismo fondo de la Iglesia la exigencia gratuita de la comunicación de palabras, de experiencias y de bienes. Cristianos son los hombres que buscan aquella comunión que brota de la entrega de Jesús. Por eso definimos la Iglesia como institución de diálogo: lugar donde los hombres, escuchando juntos la palabra de Jesús, la saben compartir, comunicando de esa forma su experiencia, su vida y su palabra.

Muchos hombres dicen que el diálogo no puede darse en plano universal. Ciertamente habría unos pequeños enclaves de comunicación gratuita: espacios reducidos donde algunos varones o mujeres pueden compartir sus experiencias. Pero el diálogo más amplio ya no sería viable: carecemos de «razón universal», han fracasado los diversos intentos de buscar y establecer una justicia para todos en la tierra. Así piensan algunos posmodernos. Pues bien, en contra de eso, quiero definir la Iglesia de Jesús como espacio de diálogo abierto: es el lugar donde, fundándose en el Cristo, todos pueden dialogar, en camino que nos lleva hacia la nueva humanidad.

Sabemos que la Iglesia es el «lugar» donde se dice y escucha la palabra de Jesús, el gran relato del pecado de los hombres y su nuevo nacimiento (pascua). Pues bien, ese relato es para los creyentes fundamento de comunicación universal. Por eso, los ministros de la Iglesia, siendo transmisores del mensaje de Jesús, han de volverse mediadores de la «palabra compartida»: están al servicio de la comunión, interpretada en plano económico-social (comunicación de bienes) y en el nivel más hondo de la vida (comunicación personal).

Se ha dicho a veces que los ministros de la Iglesia actúan como si ellos fueran «dueños de la palabra»: la custodian y transmiten, convirtiendo así a los fieles en unos «auditores» pasivos; sólo les conceden el derecho de escuchar, conforme a la visión normal que ha distinguido dos tipos de Iglesia, una «docente» (los que enseñan la palabra), otra «discente» (los que escuchan). Esta división, llevada hasta el final, resulta destructora. Ciertamente, hay en la Iglesia de Jesús «ministros» oficiales, pero su función no consiste en poseer o controlar la palabra, sino en «decirla» de tal forma que ella pueda abrirse para todos, de manera que el conjunto de los fieles logre acogerla y compartirla en madurez y libertad, en gozo mutuo, en enseñanza solidaria y responsable.

Quizá la mayor injusticia de la tierra sea la mentira y el dominio opresor de la palabra. Al fondo de la lucha entre ricos-pobres, libres-esclavos, varones-mujeres... puede ponerse aquella otra que separa a los que controlan la comunicación, haciéndose dueños de la palabra (saberes, información, ciencia) y aquellos que no tienen palabra propia, quedando de esa forma esclavizados. Pues bien, en contra de eso, la Iglesia de Jesús ha de mostrarse como lugar donde todos los creyentes pueden decir su palabra y escucharla: la Iglesia es el espacio donde, comunicando el mensaje de Jesús, los hombres pueden compartir la propia vida. Sólo en el momento en que partiendo de Jesús pueda escucharse la palabra de todos (especialmente de los más pobres), sólo en el momento en que la voz de los antiguos marginados (esclavos, indios, negros, oprimidos de oriente y occidente) tenga la misma autoridad que la palabra de aquellos que este mundo llama jefes o importantes, puede afirmarse plenamente que hay Iglesia, se expresa el cristianismo. Se decía a veces que en la Iglesia es mejor callar y someterse. Se decía también que es preferible mantener al pueblo en la ignorancia: cuando los pobres tengan acceso a la cultura, dejarán el evangelio... Estos y otros gestos semejantes niegan la verdad del cristianismo y convierten a la Iglesia en coto de dominio de unos pocos (clérigos) que quieren controlar y controlan de hecho la conciencia de los pobres.

Gracias a Dios, las cosas cambian y son muchos los cristianos que han visto que su misma fe les lleva a compartir la palabra en gesto eficaz de libertad, en actitud de confianza que se apoya en Cristo. Ciertamente, el cristianismo no quiere convertirse en círculo de pura intimidad gnóstica (nivel exclusivo de conciencia), pero tampoco quiere hacerse fuente de poder político (controlando así la vida económica y social del pueblo). La Iglesia es una comunidad universal o católica que quiere ofrecer a todos los hombres un espacio eficaz de comunicación interhumana, en clave de madurez y creatividad.

3.3. El cristianismo, experiencia celebrativa

El relato de Jesús y el compromiso de comunicación interhumana se expresan y culminan en forma de celebración.

J/FIESTA FIESTA/HT-J: La misma historia de Jesús es una fiesta: tiempo peculiar, cualificado, internamente rico de alegría, y esperanza. Lucas lo presenta como «día de victoria» que libera de todos los poderes enemigos (Lc 1,74). También dice que Jesús, abriendo el libro de la historia y la promesa, elevó la voz y dijo: «El Espíritu de Dios está sobre mí...; él me ha enviado para proclamar la libertad a los cautivos, para abrir los ojos a los ciegos..., para anunciar el año de remisión del Señor» (Lc 4,18). Esta es la fiesta de Jesús: el día de la plena remisión, el año eterno del perdón, de la hermandad y la esperanza.

La novedad del evangelio con respecto a Juan Bautista está precisamente en eso: en la capacidad de entusiasmo que Jesús ha suscitado, en la admiración de las gentes, en el gozo de los pobres, la alegría de los hombres que se hallaban oprimidos. Por eso se celebra su camino como tiempo cargado de salud, de victoria sobre el diablo, de alegría y saciedad en la esperanza (cf. Mt 14,13s; 15,32s). Significativamente, a la fiesta de Jesús han acudido de una forma especial los más perdidos, aquellos que no hallaban cabida en otras fiestas de la tierra: los expulsados de la ley, los rechazados del poder, los marginados del pecado, los tullidos y leprosos, samaritanos, publicanos, prostitutas... Para todos ellos abre ya Jesús su fiesta: su tiempo de plegaria, de sorpresa, gratuidad y esperanza. Por eso, el cristianismo es la celebración del reino de Jesús.

La muerte de Jesús no ha destruido el carácter de esa fiesta. Asumida en su raíz, ella ha triunfado allí donde quisieron silenciarla por la fuerza. Por fidelidad a Dios y para fundar la nueva fiesta de la vida de los hombres, se ha entregado Jesús hasta la muerte. Así lo muestra cuando, en gesto de amistad solemne, despidiendo a sus discípulos, convierte su entrega en fundamento de la nueva vida: «Esto es mi cuerpo; esta es mi sangre, la sangre de la alianza derramada por vosotros» (Mc 14,22-26 Y par). Ningún otro relato de la historia ha interprEtado así la muerte como fiesta de un hombre que ha entregado su vida por el reino ya ofrecido a todos los humanos.

La fiesta de Jesús se ha explicitado por la pascua. Los primeros cristianos la entendieron como brote de una tierra nueva, surgimiento del tiempo escatológico. Eso supone ya que para ellos la vieJa realidad del mundo de pecado y perdición, angustia y muerte, ha terminado. El hoy nuevo del reino de Dios, inaugurado por Jesús sobre la tierra, se convierte en tiempo de misión, fiesta de victoria del mesías y esperanza de su vuelta. Por eso, el cristianismo es religión en la que debe celebrarse el misterio de la vida: en medio de las luchas y fracasos de este mundo, apenados por la angustia de la muerte y los poderes del pecado, los cristianos saben que el relato de Jesús y la exigencia de su pascua se traducen y culminan a manera de fiesta que anticipa nuestra propia victoria escatológica. La confesión católica acentúa el valor de este misterio de la celebración, convirtiéndolo en momento central de su liturgia y de su vida (eucaristía). La misma Iglesia se convierte de algún modo en instancia celebrativa: sus obispos son liturgos; sus presbíteros, ministros de la cena compartida. Sin embargo, esa liturgia ha terminado siendo a veces algo ya vacío, como un tiempo artificialmente cerrado, fuera de la vida y de la historia concreta de los hombres. Por eso, en la más dura de sus palabras anticristianas, ·Nietzsche-F pudo exclamar: «Ellos (los cristianos, sacerdotes) soñaron en vivir como cadáveres... Quien vive cerca de ellos vive al lado de negros estanques... Sería preciso que me cantaran mejores canciones para que aprendiera a creer en su salvador». Lógicamente, en un mundo donde la celebración cristiana parece apagarse, es normal que se enciendan las fiestas paganas de Apolo y Dionisio, la fiesta del puro poder, del sexo falseado y del dinero injusto (cf. Así hablaba Zaratustra. Madrid 1978, 140).

La experiencia cristiana culmina donde el recuerdo de Jesús y el cumplimiento de su ley se expresan como fiesta, vivida en radicalidad, desde el centro de la vida, en el pan y vino de la fraternidad, en el encuentro gozoso del perdón, en el beso de amor que se recibe y se comparte. Un Dios ante el que no se ríe y no se canta, un Dios que no estremece de gozo y fascinación, trascendimiento y exigencia creadora, ha muerto ya en la hondura de nuestros corazones. Por eso, el compromiso final de los cristianos que pretenden asumir el evangelio debe concretarse como fiesta de Jesús que ofrece a los creyentes un espacio de júbilo y realización, estremecimiento y alegría, comunión y responsabilidad, que dan sentido pleno a la existencia.

4. El cristianismo, revelación de Dios y plenitud del hombre

Dios ha creado al hombre con un fin: que sea humano. Por eso, cuanto más exprese y desarrolle sus poderes humanos, más cercano se hallará de lo divino. Dios no recibe lo que falta al hombre: no vive de restas, sino de plenitud. No está en la negación, sino en aquel desbordamiento de vida que se expande y se regala de manera generosa. Dando un paso más, el cristianismo afirma que Dios no ha creado el mundo para dejarlo estar ahí, aislado, independiente. Dios se ha encarnado en Jesucristo, y de esa forma ha compartido con los hombres el fracaso y la esperanza de la historia. Por eso, sólo existe una forma verdadera de encontrar a Dios: hacerse humano, vivir como Jesús en apertura y gratuidad, en don de amor y en esperanza abierta al reino.

Esto significa que experiencia del hombre y experiencia de Dios, plenitud de la historia y apertura hacia el misterio forman para el cristiano realidades implicadas, son correlativas. En esta perspectiva pueden distinguirse dos posturas: sobrenaturalismo y naturalismo. Llamo sobrenaturalismo a la concepción teológica que interpreta el cristianismo como dato que se impone desde fuera, rompiendo los esquemas de experiencia humana y ofreciendo un nivel de realidad específicamente diferente. Por el contrario, llamo naturalismo a la visión que entiende la experiencia de la gracia de Dios en Jesucristo como un dato que emerge espontáneo de la misma evolución del hombre sin referencia trascendente. Superando esas posturas, pienso que en Jesús deben unirse ambos niveles: la revelación de Dios se identifica para los cristianos con la verdadera realización del hombre.

4.1. La perspectiva sobrenaturalista

Destaca el valor trascendente del cristianismo. El don de Jesucristo y la presencia del Espíritu desbordan los poderes creadores de la historia. Hay una ruptura teológica, una especie de sobreabundancia de sentido que se impone desde Dios, por encima de las capacidades expresivas y creadoras de lo humano. Por eso debernos distinguir el plano natural (que enmarca y define el campo de posibilidades del hombre) y el plano sobrenatural (que deriva de la revelación de Dios en Jesucristo).

El sobrenaturalismo antiguo o católico, desarrollado fundamentalmente a partir de la controversia postridentina sobre la gracia, distingue con cierta precisión dos planos: a) una experiencia natural, humana, que se funda en la creación y se precisa en el camino de surgimiento y maduración de la historia de los hombres; b) una presencia sobrenatural, que deriva de la revelación de Dios en Jesucristo, y que trasciende el plano de lo humano: Dios ofrece nuevas posibilidades, nuevas formas de realización en gratuidad y acceso hacia el misterio, abiertas básicamente a través de las virtudes teologales.

Entre esos dos niveles existe continuidad en la ruptura: son como una especie de planos superpuestos. El hombre descubre su naturaleza como buena, a pesar de la ruptura y el desorden que supone la presencia del pecado: buena es la existencia que se hace, el amor que se ofrece y se cultiva de manera natural entre los hombres, la búsqueda de Dios y de su gozo. Pero, a partir de la revelación positiva, el cristiano ha descubierto que existe un don más alto, una experiencia más preciosa, una vida más perfecta: la experiencia y la vida que Dios nos ha ofrecido en Jesucristo. Buena es, por tanto, la naturaleza, por ser obra de Dios; pero infinitamente mejor es la sobrenaturaleza, como expresión y realidad de su presencia personal y gratificante.

Distinto es el sobrenaturalismo dialéctico o protestante, representado de una forma especial por K. Barth que, admitiendo los dos planos arriba mencionados, los entiende de modo contrapuesto. Lo que llamábamos naturaleza parece ser internamente malo: el hombre está perdido sobre un mundo que le oprime, en el abismo de un pecado que le quema y le destruye. Por eso es pecado lo que hace y lo que busca, lo que sufre y lo que anhela, porque siempre lleva hacia caminos que se cierran, hacia leyes que no logran alcanzar la gratuidad liberadora. Pues bien, sobre ese plano y contra su miseria se revela la presencia gratificante de Dios, como vida que salva de la muerte, gracia que destruye los pecados.

Barth configura según eso el cristianismo en forma de lucha o dialéctica. El evangelio no es aquel futuro del hombre que aspira a la verdad y encuentra que Dios mismo le ayuda y sostiene en su camino, llevándole a una meta excelsa, aunque esperada. La experiencia cristiana es ahora campo donde vienen a cruzarse pecado y salvación. Al escuchar la voz de Dios en Cristo, el hombre se descubre internamente condenado: es polvo radical, hijo de ira, de muerte y de pecado. De la angustia de esa situación sólo le libra la gracia de Dios en Jesucristo. Allí donde la experiencia del pecado que soy y del infierno que es la historia se transforma en fuente de gracia y esperanza de cielo, surge el cristianismo.

4.2 La perspectiva naturalista

En contra de eso, las perspectivas que hemos llamado naturalistas ven lo religioso como consecuencia de la misma realidad humana. El cristianismo es sólo un momento de la realización histórica del hombre. Eso significa que, estrictamente hablando, no hay un Dios personal y trascendente que hable en Cristo.

En esta línea, el cristianismo es la religión absoluta de Hegel. A su juicio, la realidad ha de verse como proceso dialéctico de la razón que se expresa a través de un camino de despliegue y realización del hombre. Como estadio peculiar de ese proceso emerge la experiencia religiosa: sólo por ella, el hombre se descubre abierto al absoluto y toma conciencia de su ser como integrante de la idea. Pues bien, el cristianismo constituye el momento culminante de ese descubrimiento y realización: por eso recibe el nombre de religión absoluta o plenamente realizada. Las viejas religiones fueron sólo tanteos en la inmensa tarea de los hombres que buscaban el sentido radical de lo humano y lo divino. En largo proceso que se identifica con la evolución dialéctica de la razón, el hombre descubre y formula al fin simbólicamente su verdad: lo hace por medio de Jesús, Hijo de Dios, y por la fuerza de su Espíritu, expresado en la nueva comunión de los creyentes. Por eso el cristianismo es la religión absoluta.

En contra de Hegel podemos citar la visión de E. Troeltsch. En la línea de Lessing, y rechazando toda sistematización idealista, Troeltsch sostiene que la historia no puede construir ninguna religión absoluta. Todo lo que el hombre ha edificado es relativo, aunque no relativista. A través de circunstancias y condicionamientos varios, se van manifestando unos valores normativos, capaces de orientar la vida sobre el mundo. Entre ellos aparece el cristianismo, que la historia comparada de las religiones reconoce como creación elevada del Espíritu: es el lugar donde los hombres parecen expresar con más fuerza y vivir con más hondura el sentido de lo humano. Por eso, en plano de fe y opción creyente, el cristianismo puede presentarse, por ahora, como la expresión más alta del ser y del hacerse, del vivir y la experiencia de los hombres.

4.3. La perspectiva integral cristiana

En nuestra perspectiva, es necesario superar de alguna forma las posturas anteriores. Hemos partido de la unión de lo divino y de lo humano en Jesucristo: por eso, no existe una experiencia de Dios que pueda desligarse de la hondura experiencial del hombre dentro de la historia (contra los sobrenaturalismos); tampoco una experiencia radical del hombre que se pueda separar del don gratuito de Dios en Jesucristo (contra los naturalismos). Tampoco existen dos experiencias, natural y sobrenatural, como superpuestas (catolicismo antiguo) o contrapuestas (protestantismo barthiano). Lo que existe es más bien una experiencia de ultimidad, de hondura y gracia de los hombres, que es, al mismo tiempo, natural y sobrenatural, humana y divina. En otras palabras, allí donde el hombre alcanza el nivel de su verdad, donde expresa en limpidez su ser y su camino, está emergiendo, como don de Dios y plenitud humana, el cristianismo. Esto es lo que nosotros descubrimos en Jesús, el Cristo.

Desde aquí añadimos, contra Hegel y Troeltsch: la experiencia cristiana no se cierra en los límites de la naturaleza. Hay en ella una ruptura interior: más allá de la creatividad del hombre; ella es efecto de la gracia. La vida no es ley que uno consigue dominar; es don que se recibe y gratuitamente se personaliza. Por eso, en contra del panlogismo de Hegel, diremos que la experiencia cristiana incluye un elemento de trascendencia dentro de la misma historia humana; emergiendo dentro de esa historia, Dios viene a revelarse desde sí mismo, como gracia que se ofrece en Jesucristo. Así podemos añadir lo que falta en Troeltsch: la historia es lugar de absoluto, porque en ella se ha ofrecido, de manera concreta y gratificante, el Dios de Jesucristo. Por eso, siendo expresión de plenitud humana, el cristianismo es más que una creación del hombre, es don de Dios en Jesucristo.

De ese modo, debemos superar la oposición entre un sobrenaturalismo que interpreta la experiencia cristiana como algo que adviene exclusivamente desde fuera, y un naturalismo, que la entiende como expresión de la propia naturaleza o del camino de la historia. El cristianismo incluye dos momentos correlativos: a) Creatividad histórica: todo lo que el hombre ha realizado a lo largo de la historia es obra suya, fruto de su acción y de su esfuerzo. b) Trascendencia: al mismo tiempo, cristiano es quien descubre y acoge agradecido, en el camino mismo de su historia, la palabra y salvación gratuita que le ofrece Dios en Cristo. La misma realidad humana es manifestación de Dios, hierofanía personal, definitiva. Sólo allí donde lo natural de la creatividad y lo sobrenatural de la trascendencia se acogen y valoran en unidad, alcanza su sentido y logra claridad el cristianismo.

El tema ha de enfocarse en dimensión de encuentro. En todo diálogo interpersonal se implican y completan creatividad y trascendencia. Encerrado en su creatividad, esforzándose por construir su salvación, el hombre acaba ahogado en el telar de sus esfuerzos, como araña aprisionada en su propia trampa. Abierto hacia una trascendencia que se impone desde fuera, el hombre queda destruido por lo extraño. Sólo allí donde en encuentro libre van unidas creación humana y palabra de Dios, llamada y respuesta, puede darse verdadero cristianismo.

4.4. El misterio de Jesús, como centro

El lugar donde creación religiosa del hombre y presencia trascendente de Dios se implican es el Cristo. Por eso le llamamos encuentro religioso hecho persona. Es hombre y, como tal, efecto de una historia: humano es su camino religioso, su búsqueda del reino, su palabra de esperanza, su apertura hacia los pobres. Pero, al mismo tiempo, todo lo que hace es expresión de Dios; por eso le llamamos Cristo, Hijo de Dios entre los hombres. De esa forma, el cristianismo identifica hierofanía (manifestación de lo sagrado) y antropogénesis (realización del hombre) en Jesucristo. Siendo humano, Jesús es realidad de Dios para los hombres: es Dios que se actualiza como gracia y entrega, como amor y promesa en nuestra historia. Antes que todos los títulos cristológicos, como expresión radical del cristianismo, situamos la palabra que define a Jesús como hierofanía, Dios que se desvela en forma humana.

De manera abstracta se podrían distinguir dos formas de experiencia: una del hombre, como ser que busca su verdad; otra de Dios, como principio de toda la existencia. Pues bien, al llegar a Jesús descubrimos que, aun siendo tendencialmente distintas, esas formas de experiencia resultan inseparables. Entre ellas encontramos una especie de diafanía originante: experienciamos a Dios en Jesucristo, descubrimos a Jesús desde el valor de lo divino.

Esta perspectiva nos sitúa en el centro de todas las palabras del NT y de la Iglesia. El NT sólo tiene un argumento: el camino de la vida de Jesús que hace presente la grandeza de Dios y su misterio; por medio de Jesús, vemos al Padre. Para salvaguardar esta experiencia, ha formulado la Iglesia su gran símbolo cristiano, la palabra del credo que se centra en el homoousios: Jesús es de la esencia o realidad del Padre. En este término se expresa el valor del cristianismo y el sentido de toda la experiencia de la Iglesia.

De esta forma se ha fijado el mensaje radical de los cristianos: por un lado, Dios se expande hacia Jesús, se hace presente y se revela en su persona; por otro, Jesús vive abierto a Dios, de tal manera que su mismo ser humano es, en el fondo, expresión de lo divino. En la línea que ha trazado esa visión, el concilio de Calcedonia, después de incertidumbres, dificultades y disputas, ha fijado el tema en estos términos: Uno y el mismo Señor Jesucristo, como sujeto o realidad personal, es a la vez homoousios respecto de Dios Padre y homoousios respecto de los hombres. Esta doble consustancialidad del único sujeto determina la realidad de Jesús, de quien se dice que, en sus dos naturalezas (dyo physein), constituye un mismo Hijo de Dios, una única persona (D. 148).

Según eso, Jesús es el lugar donde se expresan y realizan Dios y el hombre. Allí donde Jesús alcanza su verdad humana, se desvela como expresión de lo divino. Correlativamente, allí donde Dios se expresa plenamente sobre el mundo, revelando su misterio salvador, emerge Jesucristo que es su Hijo; en él se encarna toda la verdad de Dios sobre la tierra. De esta manera, el misterio de Dios toma caracteres de encuentro. Dios es humano revelándose en Jesús. El hombre es divino, pues recibe su verdad de Dios y le responde.

De esta forma confesamos que Jesús es hombre y, como humanos, podemos encontrarle en el recuerdo de su historia, en su vida y esperanza. En ella descubrimos la verdad de lo divino. Por eso, Jesús es hierofánico: el resplandor de Dios le transfigura de tal forma que al mirarle descubrimos de verdad al Padre. Así culmina y se explicita ya de forma trinitaria la verdad del cristianismo: realizando la verdad del ser humano, en el Espíritu de Cristo, descubrimos y expresamos la verdad original de Dios que es Padre. De esta forma, la historia de Jesús, que es fuente radical de nuestra historia, se convierte en centro de una vida abierta hacia la pascua.

Por eso, la experiencia cristiana no se puede separar del conjunto de la vida y acción de los hombres. La misma historia humana, vivida en radicalidad, a la luz del proyecto (de la vida y muerte) de Jesús viene a entenderse como experiencia de Dios. Partiendo de aquí, podemos trazar unas sencillas conclusiones que precisan el sentido de la experiencia humana, teológica y cristiana.

5. Conclusiones

En plano de experiencia humana, debemos recordar que todo lo que Jesús de Nazaret ha vivido y proclamado (su forma de hablar y entender la vida, su manera de actuar y proyectarse hacia el futuro) puede interpretarse desde el fondo de la historia de los hombres. Por eso debemos indicar que allí donde exista ser humano puede actualizarse (repetirse) la experiencia de Jesús, a quien sus fieles llaman Cristo. Dando un paso más, allí donde la experiencia de Jesús se convierte en normativa, surge el cristianismo: se dice que Jesús «ha resucitado», desvelándose como principio y garante del «reino de Dios» (de la nueva humanidad) para los hombres.

Situando ya ese tema en plano de experiencia teísta, diremos que los mismos hechos de la vida-historia humana de Jesús pueden y deben interpretarse como expresión de la presencia de un Dios a quien ahora se concibe como «Padre». Desde ese momento, la pascua no es sólo una revelación o anticipación del futuro de la humanidad, sino que viene a desvelarse como manifestación plena de Dios, patencia de su misterio. No se apela a Dios por penuria o por pobreza, desde el punto de vista de la historia; no se postula su presencia porque emerjan en Jesús unos aspectos oscuros o agujeros que no pueden explicarse por la lógica del mundo. Es al contrario: los cristianos descubren a Dios en Jesucristo por desbordamiento de luz y de sentido. Es tal la fuerza de humanidad, tal la hondura de gracia y vida de Jesús, que sus creyentes dicen: ¡aquí está Dios!

Quizá pudiéramos añadir que el cristianismo histórico es la interpretación teísta de la historia de Jesús. Se trata de una interpretación teísta y «trinitaria». Así decimos que Jesús es «Hijo de Dios Padre» y «emisor del Espíritu Santo», como lo ha fijado la primera tradición cristiana en las palabras del mandato festivo de Mt. 28,19-20: «bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu». Esta palabra ha separado a cristianos de judíos y musulmanes.

Los judíos siguen interpretando a Jesús en la línea de la antigua profecía monoteísta. Jesús era, a lo más, un enviado en la línea de los otros. Fue quizá el mayor de todos, pero sólo era un profeta, y murió en la esperanza de un reino que no ha venido todavía. Por eso hay que afirmar que no han llegado los tiempos mesiánicos: sigue sufriendo el mundo; se dividen y luchan los humanos; padecen los pobres, crece la injusticia... No se puede afirmar que el mesías de la historia visible, de la historia verdadera, haya llegado. Por eso hay que seguir manteniéndose fieles a los ideales de ley y esperanza del pueblo israelita, único garante de verdad y plenitud de Dios para los hombres.

Los musulmanes pueden venerar y veneran a Jesús como un profeta extraordinario. Es más, llegan a concebirle como «expresión de la palabra de Dios», como señal y presencia de su Espíritu en el mundo. Pero, siendo todo eso, Jesús es simplemente un hombre que ha estado a la espera del «sello de la profecía» que es Mahoma. Jesús ha sido el último de los enviados, el último de los precursores de Mahoma. Podemos afirmar que ha nacido por un milagro de concepción virginal; podemos añadir que no ha muerto, que se encuentra sobre el cielo, esperando la venida del tiempo escatológico del juicio. Pero no podemos afirmar que es Hijo de Dios (en sentido trinitario), ni apoyarnos en su Iglesia, pues la única Iglesia salvadora es la umma o comunidad de los creyentes de Mahoma.

En contra de eso, los cristianos afirman que en la muerte y pascua de Jesús se ha revelado plenamente Dios y ha comenzado a realizarse el reino, es decir, la nueva humanidad reconciliada donde caben, en gracia y unidad, judíos y gentiles, varones y mujeres, esclavos y hombres libres (Gál 3,28). Jesús mismo aparece como humanidad escatológica, espacio de unidad y de esperanza donde pueden vincularse todos los humanos. Ciertamente, el reino pleno aún no ha llegado. Por eso, los creyentes de Jesús mantienen la plegaria y el anhelo del AT, guardando de esa forma su unidad con el antiguo pueblo israelita. Pero ellos afirman que ese reino está presente ya en el Cristo a quien el mismo Dios ha resucitado de los muertos, haciéndole principio de salvación universal para los hombres.

De esta forma, los cristianos sobrepasan el nivel de experiencia de sus hermanos musulmanes. Ciertamente, cristianos y musulmanes se vinculan en la misma raíz de profecía que Mahoma ha precisado, actualizado y, en el fondo, culminado a través de su palabra. Pero Mahoma es sólo un mediador de profecía: un hombre que proclama la palabra de juicio de Dios sobre la tierra, vinculando así a los hombres en un tipo de «comunidad escatológica de fieles» (de creyentes bien sumisos a Dios o musulmanes), que viven en la espera de la manifestación definitiva de Dios, en el final de nuestra historia. En contra de eso, los cristianos confiesan que el Dios del juicio y salvación se ha revelado plenamente en Jesucristo: en él se ha anticipado el fin del mundo.

Los judíos mantienen y cultivan una especie de «religión mesiánica» vinculada al pueblo israelita, concebido de un modo «teóforo»: los mismos judíos son manifestación y signo de Dios sobre la tierra, en un camino siempre conflictivo de enfrentamientos (han de mantener su identidad frente a los otros pueblos de la tierra) y de revelación esperanzada (ofrecen a esos pueblos su semilla de esperanza, abierta siempre al reino).

Los musulmanes cultivan una «religión de profecía universal» que quiere abrirse a todos los hombres del mundo, en gesto donde se vincula la fe intensa (sumisión a la palabra de Dios, pacificación) y la más honda conciencia de vinculación social (el islamismo es tanto un modo integral de vivir como una religión espiritual). Tienen los musulmanes la ventaja de su «simplicidad dogmática», pero tienen la desventaja de identificar religión y vida social, dentro de una historia donde los aspectos cognoscitivos y éticos, políticos y sociales difícilmente pueden alcanzar su propia autonomía frente a (o desde lo) religioso. Por eso el islamismo ofrece la impresión de hallarse como preso dentro de estructuras culturales preilustradas y en formas sociales integristas. La misma palabra de Dios (transmitida en el Corán) rige el conjunto de la vida de los fieles, en clave de totalidad sagrada.

Frente a musulmanes y judíos, los cristianos han cultivado una religión de Trinidad y encarnación. Sólo ellos afirman que Dios se ha introducido de manera radical en la historia de los hombres, haciéndose humano en la vida y muerte de su Cristo; por eso, el cristianismo se define como «fidelidad al camino de Jesús», vivido en claves plenamente seculares (que son, al mismo tiempo, claves humanas, religiosas). Esa experiencia de encarnación sólo es posible allí donde los hombres creen en la Trinidad: Dios es un proceso de amor y vida que se explicita (se actualiza) en el camino de la historia de los hombres. De esa forma, la más secular de las religiones se convierte en la más sagrada de todas ellas.

El cristianismo es religión del hombre universal: viene a presentarse como experiencia de vinculación de todos los humanos en el Cristo; como mediación y signo de esa unidad surge en el mundo la Iglesia, que no existe por sí misma (no vale en cuanto sociedad cerrada), sino para dar testimonio de la nueva humanidad, del banquete del reino ya anunciado en el AT. Al mismo tiempo, el cristianismo es religión del Dios trinitario: es la experiencia de una manifestación plena de Dios, a quien hallamos en el mismo camino de diálogo (de don y encuentro) humano. La verdad y hondura del amor entre los hombres: eso es Dios, tal como aparece revelado por el Cristo. Finalmente, el cristianismo es religión de encarnación: allí donde el hombre se ha desplegado y realizado plenamente (en Jesús), viene a desplegarse y realizarse Dios sobre la tierra (Jesús es el Hijo de Dios). Por eso, los cristianos, fundados en Jesús y abiertos al misterio trinitario, no tienen necesidad de cerrarse en un tipo de comunidad nacional sacralizada (el pueblo israelita), ni han de concebir la presencia de Dios como una sociedad estructurada en claves religiosas (la umma musulmana). Pero, al mismo tiempo, ellos se ven llamados a interpretar su fidelidad a Cristo como «fidelidad al hombre»: allí donde se ayuda al marginado, allí donde emerge la comunidad de diálogo y transparencia entre todos los pueblos de la tierra, en actitud de entrega mutua y de esperanza, se manifiesta el camino de Jesús, se explicita el cristianismo, conforme a la palabra de Mt 25,31-46.

10 PALABRAS CLAVE EN RELIGION
EVD.NAVARRA-1992
.Págs. 297-323

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Bibliografía

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